JOHNNY HA VUELTO

A. J. BOZINSKY


FICCIÓN FANTÁSTICA


 

 

 

Johnny ha vuelto

 

 

 

 

 

 

 

A. J. Bozinsky


 

 

 

 

 

 

 

 

Álvaro Bozinsky.

Primera edición 2019.

Edición corregida 2022.

 


 

 


 

I

 

Estaciona el coche y nos bajamos. Es una mañana ventosa, que posiblemente anuncie tormenta.

Por estar orientada hacia el sur, durante el invierno húmedo no recibe pleno sol, así que la fachada ofrece una opacidad verdosa, como un film de los sesentas. El hierro en las ventanas ha sido mordido por veinte años de ausencia, y la madera de la puerta con sus tallos curvos, flores y arabescos, no sé si podrá ser restaurada.

La llave del candado viajó muy lejos, pervivió mezclándose con mis otras llaves y, como parientes olvidados, ya no se reconocen. Desde lo alto, los faunos de las molduras sonríen maliciosos ante los esfuerzos baldíos.

Deberemos volver armados con mi acompañante, para poder cortar el candado.

 

De pronto, el cielo ha quedado negro. Tres golondrinas cruzan fugaces por el marco que deja la puerta de calle entreabierta. En la vereda de enfrente, alguien apura el paso y se protege la cabeza con un bolso. El viento hace chisporrotear los cables eléctricos que, muy deteriorados, algún día vendrán a cambiar…

No quiero que nada cambie. Me gustaría que todo siguiera igual por siempre. Que el viento incremente su fuerza hasta el punto en que los peatones, dando un paso que nunca se completará, deban aferrar sus sombreros. Que las golondrinas permanezcan a salvo en sus nidos. Que los chasquidos de la electricidad sigan en mis oídos durante mi vida. Que la lluvia desate su furia hasta que, el barquito de papel hecho por el niño que vive una cuadra más arriba, pase ondeando exactamente frente a mí. Que yo, alce mi vista hacia la bóveda partida por un rayo que irá trazando, desde arriba hacia abajo, ramificándose por los costados, un dibujo irrepetible. Y que los cuatro o cinco segundos que tarde en escuchar el trueno estremecedor, sean la eternidad.

 


 


II

 

El olvido va cayendo con el peso de la gruesa cadena que amarraba los puños, y las puertas se abren para mostrar el pasillo por donde asoma un tropel de recuerdos.

Quería que esto fuera una operación fácil, pero al primer paso, mi dura coraza tiembla; al segundo, empiezan a aflorar en remolinos confusos sentimientos, como si apenas ayer los hubiera guardado; y al tercero, ya inerme entre penumbras y olor a moho, por un instante pienso si aún me estará esperando. Pero no… Ha sido sólo un instante en que la razón ha vacilado, y ahora me pregunto: ¿Quién podría entenderlo? ¿Qué interés tendría en contarlo? ¿Acaso, antes de volver, qué me hubiera importado?

 

Sería medianoche, o más tarde aún, cuando cumplí con mi obligación de cerrar con tranca el zaguán. Los abuelos dormían. Adentro y afuera no había diferencia. Estaba inmerso en la mayor oscuridad, y aunque podría haber encendido la luz, preferí girar varias vueltas sobre mí mismo. A ciegas, inicié el camino que me llevaría desde el pasillo hasta el dormitorio, y ya en él, hasta mi cama. Parecía un trayecto fácil, ayudado por imágenes mentales que establecieran referencias y rechazaran el vacío. Tanto le cuesta a la mente no ver nada. Inveterado es el deseo de hallar un punto de luz que nos guíe hacia cualquier sitio.

Pasaron muchas cosas antes que pudiera meterme bajo las sábanas. Lo primero que pensé, fue en la habitación prohibida, e inmediatamente, mi corazón tuvo un sobresalto. ¡Rápido! Pensé en otras cosas: relámpagos, macetas con helechos, bichos de bola, biblioteca, reloj, tocadiscos, el cuadro sobre la cabecera de la cama…

Di un paso hacia delante, casi seguro de no chocar, y la suerte le dio la razón a mi seguridad. Era un cuadro antiguo, de marco que fue dorado, amarillento, con colores acuarelados. El hombre, que en ocasiones es un animal inferior al murciélago, da manotazos ridículos donde éste se mueve con destreza. En un bosque donde no faltan pajarillos, mariposas y flores, un niño vestido de marinero, desbordando candidez, era seguido de cerca por su apolíneo ángel de la guarda con túnica blanca, áureo cordel, y alas que sobresalían por la espalda. Una de las puertas de la habitación prohibida, quedaba justo frente a la de mi dormitorio; al ser las dos iguales y al hallarme ciego, podría dirigirme hacia cualquiera de las dos. El niño marinero se empecinaba en ir tras una mariposa azul, y tan absorto iba, que no veía el precipicio bajo sus pies. De nada me servirían mis manos en una u otra pared, pues el sentido que siguiera me parecería indistinto. Alargaba el cuerpo y extendía su mano, y el ángel la suya también. Involuntariamente, mis oídos se aguzaban a cada instante, y no sabía si era mi entrecortada respiración, o la de él. La mano angelical llegará a la espalda del marinerito. Escuché un grillo a lo lejos, en la cocina. ¿Lo sostendría asiéndolo con sus finos dedos, o le daría un empujón tirándolo al precipicio? Aquel canto de grillo fue mi salvación.

 


 


III

 

Mis comentarios son aceptados con la sonrisa vaga de quien no quiere ofender, pero se niega a salir de sus propios pensamientos. Martín es un hombre joven, casi un muchacho y –reminiscencias de la vida—, bastante parecido a mí cuando me fui. Hace poco que está trabajando en la empresa, por eso, su jefe –con quien estuve largo rato hablando de la situación y del negocio que pensaba hacer— lo ha mandado con la máquina de fotos, el alambre y las tenazas.

 

El reloj de madera con sus deslucidas agujas y números romanos de bronce, ya no se arreglará. Me gusta que siga ahí, marcando las horas y los minutos que le indico con mis dedos, ofreciéndome apenas resistencia, aunque deba cuidarme de sus agudas y afiladas puntas. Es un bonito adorno que podría lucir muy bien sobre una repisa, sin embargo, prefiero llevarlo conmigo y abandonarlo en cualquier parte de la casa. Cuando lo vuelvo a encontrar, su sobriedad me anuncia la última hora que le hube marcado, y que nunca transcurrió.

Lo hallé sobre un piano de juguete en el cuarto de trastos, a las diecisiete y cinco. De inmediato, tuve una idea: A las diecisiete, daría un concierto para piano, y mi público sería el tiempo, las plantas y los animales.

Armado de balde y pala de jardín, de los canteros del fondo obtuve lombrices y caracoles; del corredor que comunica el patio interior con el fondo, a cuyos costados están el comedor y la cocina, traje la espuma con las mariposas traspasadas por alfileres; en las macetas del patio interior me hice de un puñado de bichos de bola; acerqué un par de helechos y una cretona.

El balde era una especie de anfiteatro inquieto, donde los asistentes nunca terminaban de acomodarse en sus asientos; la espuma con las mariposas, oficiaba de distinguido y colorido palco; las plantas sólo observaban; el reloj repasado con una franela, era magnífico representante del tiempo.

No podía entretenerme más, así que, tal como estaba fijado, corrí las agujas para que fueran las diecisiete en punto, y comencé a tocar en mi piano azul de ocho teclas impresas didácticamente con los nombres de las notas musicales:

 

Do… Do… Do… (acompañé el sonido con mi cabeza).

Do — Re — Mi.

Do — Re — Mi.

Do — Re — Mi (ahora moví mi espalda hacia delante para darles el empuje que necesitaban)

Do… Do…

Do — Fa — Fa.

Do — Fa — Fa.

Fa… Fa… Do… (las mariposas se sorprendieron con este cambio, que seguramente nunca habían escuchado en sus frágiles vidas).

Mi — Fa — Mi.

Mi — Fa — Mi.

Do — Fa — Mi.

Do — Fa — Mi…

 

Mi… Mi… Mi… (con mi mano libre, di palmadas en el suelo para despertar a la tierra).

 

Lamentablemente, los del balde continuaban con el barullo, sin entender mi concierto. Pero el artista, cuando es poseído por el numen, o, mejor dicho, cuando es capaz de ajustarse a su elevada vibración, no debe distraerse con insignificancias, y seguirá hasta que el divino fluir le indique su desafectación.

 

Mi — Mi — Re — Re…

Mi — Re — Mi — Re…

Mi — Mi — Re — Re…

Mi — Re — Mi — Re…

 

El más bello estado se encontraba abierto y me incluía, el tiempo estaba quieto en su lugar, las mariposas muertas movieron imperceptiblemente sus alas.

 

Re… Re… Re… (golpeé la palma contra las baldosas: uno, dos, tres).

 

Re… Re… Re… (uno, dos, tres, y las alas se estremecían como traspasadas por una débil corriente eléctrica).

 

En mi oído derecho escuché, in crescendo, el sonido de una radio que iba cambiando de sintonía, sin acertar a acoplarse con ningún canal.

 

Fa — La… Fa — Fa…

 

En mi oído izquierdo, una mezcla de cello, violín y acaso trombón destemplados, inició murmullos, habladurías, y hasta rugidos que acompañaron mi obra hasta el final.

 

Fa — La — Fa — La — Li La Li La La…

Li — La — Ra — La. La. La…

 

Nuevas notas habían nacido. Un platillo iluminó de oro mi frente, y ahora sí, ya sin temores, las mariposas movieron sus alas.

 

Ta — Ra — Ta — Ta… Ta. Ra Ta Ta…

La Li — Ta — Ra — Ta — Ta — Li — La — Tra — Lara — La…

 

Si mis ojos no hubieran estado abiertos, hubiese creído que se largaba a llover. Las mariposas apoyaban con firmeza sus patas en la espuma, despegándose de los alfileres que las atravesaban.

 

La lluvia — Ra — Tra — Ta — Ta. La radio — La Ra — La — (Mi — La — Fa).

 

La tierra contestaba mis palmadas, trayendo el fuego mágico desde su interior.

 

La lluvia — La — La — (Mi — La — Fa) Fa Fa. Diez platillos brillaban en mi frente y en mis dientes. La radio descompuesta sonaba en toda la casa. La tierra latía junto al corazón. Instrumentos desconocidos se sumaban por decenas a mi concierto, como músicos de pueblos exóticos unidos por una causa magnífica. Veía mis dedos pulsando enloquecidos las teclas del piano de juguete, mientras timbales en el cielo ejecutados por brazos hercúleos, daban el remate arrollador, haciendo que volaran por sí mismas, aquellas pobres mariposas muertas.

 


 


IV

 

Debajo de unas sábanas amarillentas, se asoman las patas de una vieja máquina de tejer Knittax, y una Singer de costura, más antigua todavía, a pedal y en hierro fundido. Tiene dos cajoncitos y una gaveta, que muestran su intacto contenido, rechinando las maderas: un trozo de cera virgen, donde alguna vez dejé marcadas mis uñas entre un lío de rayas y canaletas dejadas por el paso de los hilos; la tijera gruesa, sobria, que pronunciaba y repetía una única palabra cuando cortaba: “zic”; la almohadilla erizada de alfileres que volaban para pinchar y atravesar telas, regresando más tarde a su nido; la armadura del dedal de metal, que amenazaba un capirotazo; lisas y lustrosas tizas para tela; carretes con hilos de colores y carretes vacíos…

—Supongo que con unas gotas de aceite sale andando –le digo.

—Bueno… Parece que aquí han quedado cosas de cierto valor.

—Me daban muy poco, por eso las dejé. Ahora deben ser verdaderas reliquias –vuelvo a cubrir los nobles metales que, en manos de la abuela, una vez aportaron sus particulares ritmos a los sonidos de la casa.

Me nombra un rematador especializado en antigüedades, donde según él podría conseguir buenos precios.

Recuerdo mi bicicleta, y los primeros versos de un poema. De este cuartito de trastos, partió un día hacia el remate desde donde me la devolvieron convertida en miserable billete. No parece que esta criatura súper actualizada, con el aparato de alta tecnología que consulta a cada instante, quién sabe con qué propósito, pueda deleitarse con vieja poesía.

 

Del trastero, saqué mi bicicleta; de la biblioteca, el libro. Cada vez que voy a salir de paseo, entro en la biblioteca, cierro los ojos, y el azar dirige mi mano hacia el volumen elegido. En cualquier lugar, la suerte puede determinar las circunstancias que culminarán en hechos neutrales, felices o luctuosos para las personas, en menos tiempo del que tardo en abrir los ojos para leer el título del libro. Me dejo engañar por mi imaginación… En la biblioteca, parece existir un guardián del futuro que, con portentosa clarividencia, celeridad e inteligencia, me ofrece con sus manos invisibles aquel que se liga perfectamente al porvenir, aquel que tiene algo que decir, recurriendo a una ínfima parte de todo lo que está escrito. Operarán incalculables cantidades de palabras, ora solas, ora agrupadas en oraciones y hasta en párrafos u obras completas, para clamar lo que desde el otro lado llega como un susurro hasta el misterioso oído que se activa cuando le llaman.

Garcilaso.

Mi mochila no lleva más que el libro, agua, pan, y unas naranjas. Sobre dos ruedas, giran pensamientos que me desbordan, y en trazos circulares de pedalear constante, se van configurando. Las imágenes se suceden, y las ideas se entretejen unas con otras. Casas, seres humanos, veredas, pájaros, calles, perros, vehículos, vegetación… Algún lejano día todo esto se terminará, sin embargo, el verde reino reconquistará sus dilatados dominios, y de la sangre verde brotará la roja, dando sustento a nuevas razas de hombres, cuyas mentes, ni siquiera por un instante, sospecharán que por estas calles circula alguien en bicicleta.

En algún momento llegaré al arroyo, cansado, dejaré caer la bicicleta. Quitándome zapatos y medias, respiraré las hojas tiernas de la primavera, arremangándome los pantalones para caminar por la orilla pedregosa. Meditaré acerca de los espíritus de los bosques. Iré hacia el lugar marcado con una cruz de hierro, donde una vez alguien se ahogó. Intruso, andaré bajo las capas umbrías y silenciosas, perturbando la paz de pequeños animales. Recogeré cientos de impresiones para llevar a mi habitación, y dormiré recordándolas por la noche. Volveré al lugar del arribo, comeré y beberé la frugalidad contenida en mi mochila, para luego tenderme sobre la hierba, abriendo el libro al azar:

 

“Convida a dulce sueño

aquel manso ruido

del agua que la clara fuente envía,

y las aves sin dueño

con canto no aprendido

hincha el aire de dulce armonía;

háceles compañía,

a la sombra volando,

y entre varios olores

gustando tiernas flores

la solícita abeja susurrando;

los árboles y el viento

al sueño ayudan con su movimiento”.


V

 

—Aquí había un pasadiscos con radio; funcionaba a válvulas –le digo señalándole el sitio donde también hubo un living—. Me gustaba sentarme por las tardes junto a mis abuelos, y escuchar… O también recordarlos.

Tal vez no sabe qué era un “pasadiscos con radio”, ni la importancia que tenía en las horas de ocio. Me pregunto si tendrá abuelos, y pese a las dos décadas, todavía me duele que a los míos se los haya llevado el cáncer.

—Perdone, joven. Usted debe estar apurado por volver, y yo lo entretengo con bobadas.

—Para nada, señor —responde en el acto—. No se preocupe. Me alegro cada vez que tengo que salir. Además, voy ganando experiencia —prepara la máquina de fotos.

 

En la sala de estar, dentro del aparato de música y radio, hay un compartimento con unos cuantos discos viejos que, como los libros, tienen sus aromas particulares. Los exquisitos ejemplares de vetusto papel, a través de las ventanas del olfato, me transportan a espacios celestes; los cuadrados de cartón que guardan vinilos, lo hacen a tiempos pasados o ignotos.

Voy hasta el cuarto de la biblioteca, y vuelvo con un libro rojo, de tapas duras. Lo abro acercando mi nariz a sus cuantiosas páginas, e inmediatamente siento el cosquilleo picante, vegetal… y luego dulzón, amigable, para volverse de nuevo picante… Así es este Svevo.

Beethoven tiene un paisaje oscuro, pareciera tétrico, sin embargo, la caja brilla todavía un poco, y el olor es fresco.

[33]

Ahora sí, puedo echarme en el sillón. El almohadón neumático se desinfla con un silbido, mientras acaricio la aspereza de Svevo y la lisura de Beethoven. Mezclo los aromas, la música incrementa su volumen, leo oraciones sueltas, y se me ocurre una idea.

—¡Abuela! —exclamo.

Aparte de los violines y olores con palabras, el silencio.

—¡Abuela! —el llamado es dirigido hacia la habitación contigua a mi dormitorio—. ¿Estás ahí?

Silencio.

Es una buena idea que traiga la caja de bombones. El chocolate combinado con los deliciosos rellenos, aportan el apogeo que la experiencia necesita. Pero mi abuela no aparece. Quizá no me escuche. Quizá no pueda gritar lo suficiente.

No es óbice la ausencia, porque en mí todo confluye. Lo que hasta aquí ha llegado, aquí se encuentra. Si pudiera ver dentro de mi sangre, inmersa en sus actividades microscópicas, allí estaría ella.

—¡Vamos! Ven, abuela.

Si sigue con su obstinación, tendré que ir. Golpearé las puertas de su morada, la sacudiré con instrumentos musicales, palabras sueltas y aromas…

Entonces, percibo el sempiterno Maderas de Oriente…

[45]

—¿Qué quieres, Juan? —es la voz apacible que deben tener las abuelas.

—¿Por qué no traes los bombones? Esta es una excelente oportunidad.

Me dice “Juan”. Sé que lo hace a propósito. Está molesta porque la he importunado.

—Convídame con unos cuantos bombones —le señalo el lugar donde los esconde.

—¡Pero Juan! —ya no puede ocultar su enfado—. ¿Cómo sabes que los guardo ahí?

—Dirás que estoy loco, abuela; pero puedo leer tu mente, puedo saber qué piensas, y recorrer tus días de principio a fin, y también tus sueños y temores, sin que te des cuenta.

—¡Siempre hablas cosas de locos!

—Es cierto, abuela. Sólo estoy bromeando… ¡Anda! Vamos a comer bombones. Yo elijo primero.

Se sienta en el otro sillón, y me regocijo agregando a los sonidos el silbido amortiguador de su almohadón. Pone la bombonera en el medio, y advierte:

—Cerrando los ojos, sin apurarse —extrae uno entre sus uñas rojas.

Parece que, subrepticiamente, hemos hecho las paces… Pero ambos sabemos que es una fachada, que está desconforme con mi proceder, y evita reñirme.

—Quiero el crocante —digo.

—Yo lo tengo —replica.

—¡Abuela! Te he visto. Has sacado uno de más —saco otro bombón.

—¡Mentira! —hunde su mano delgada pero vigorosa en la bombonera.

[78]

—¡Es verdad! —saco afanosamente más bombones.

—¡Mentira!

—¡Verdad! —robo todo lo que puedo, evitando arañazos.

Protesta fervientemente mi injusticia, con una exhalación que me causa gracia.

Cada noche en que cierre mis ojos para dormir, la sentiré caminar sigilosamente por el pasillo, asomarse queda por la puerta que olvidé cerrar, entrar y señalar su presencia rozando las cortinas. Permaneceré expectante por si guardará silencio, o si alzará la voz para acusarme de andar molestando a los muertos.

 


 


VI

 

Ciclos de vegetación y hojarasca, han dado como resultado una selva urbana. Mi acompañante me da una tarjeta con un nombre y un número de teléfono, adornada con burdos dibujos de artículos de jardinería.

—Trabajamos con ellos. Si los llama hoy, mañana o pasado ya están limpiando todo esto.

—Aunque no lo crea, de acá salían acelgas y mostazas que rellenaban exquisitos canelones.

Le devuelvo la tarjeta, respondiéndole que mi regreso es efímero, que hoy mismo sigo mi viaje, y que por eso he dejado los pormenores –lo que haya que vender, refaccionar o tirar—  en manos de la empresa.

Lo observo tomar fotos.

—Me gustaría que me enviara copias de esas fotos –le doy mi tarjeta personal—. De recuerdo… aunque bastante triste. Es una lástima que tenga pocas de cuando esta casa estuvo en buenas condiciones. ¿Sabía que se entregaba un negativo, y había que esperar varios días para que lo revelaran y le imprimieran las fotos?

Por su rostro, me doy cuenta de que le parece que hablo sobre una dimensión desconocida, donde tal vez los hombres vivían de la caza y de la pesca.

 

Al contrario de otros niños, y sin saber que era sano, natural, y muy beneficioso para el espíritu, le gustaba comer vegetales. Mediando la mañana, le encantaba ir al huerto y acariciar las hojas húmedas que despedían olores precursores de sabrosas ensaladas.

Johnny tuvo una idea brillante: sorprendería a sus abuelos recolectando hortalizas para el almuerzo. Descolgó la chismosa sin que lo vieran, y marchó hasta el fondo, donde se cultivaba el pequeño pero variado y exuberante huerto.

Arranco una rozagante lechuga; dos o tres rabanitos que asoman su rojo picante desde la tierra; el redondel anaranjado de la zanahoria, que me da un poco de trabajo. El repollo, aunque no de lo mejor, es demasiado grande. Para los cebollinos utilizo una tijera, jugando al peluquero. Me privaré del morrón, porque a su verdor lo prefiero rojizo. Recuerdo que las lentejas que puso en remojo la abuela han dejado prontos sus brotes, así que ya es suficiente con dos tomates que por sus hojas, exhalan el particular aliento.

Las veredas del jardín tenían baldosas rotas, donde sin tregua los yuyos daban batalla. Johnny odiaba que la abuela le diera un cuchillo sin filo para que los quitase.

La cocina es un lugar maravilloso. Si quisiera, podría pasarme todo el día entreteniéndome con cada elemento que la conforma. Los libros, que no son muchos, contienen esmerados dibujos, coloreados a fin de abrir el apetito; aunque los más nuevos tienen fotos, prefiero la calidez brindada por la mano del artista. Los tarros siguen el riguroso orden alfabético impuesto por la abuela, de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo en los anaqueles. En líneas amarillas sobre fondo gris, sonríe el cocinero gordo del delantal del abuelo. En la estantería, contenidas en los frascos más altos, gozando de su máxima jerarquía, están las galletitas de chocolate con flores de azúcar.

Johnny se distrajo por el sendero, al punto que pronto olvidó su cometido. Colgada por un alambre atado a un clavo en el muro de ladrillos, una botella agujereada y cóncava en la base, invitaba a las moscas con agua y miel. Después de pensar un poco, viendo cómo una mosca libre se transformaba en cautiva, luego en desesperada y al fin en muerta, Johnny supo que las moscas, tan hábiles como molestas, también eran tontas.

—Va a ser hora de comer —Johnny golpea las palmas como su abuelo.

Pronto serán las once en punto, y esa es la tradición.

—¡A cocinar! —le gustaría tener una campanilla, y hacerla sonar con impertinencia, como ha visto en una película que transcurría en casas de ricos; pero como no la tiene, golpea más fuerte las manos.

Volvió a la cocina con la chismosa. Frente a la pileta del fogón y de espaldas a él, estaba la enorme figura del abuelo.

—¿Qué estás haciendo, abuelo?

—Cocino — le respondió, en un tono que invitaba a preguntarle “qué”.

—¿Y qué cocinas?

El hombre inmenso, cubierto por su delantal gris impreso con los contornos en amarillo del gordo y simpático cocinero, se dio vuelta y señaló dentro de la pileta con su enorme cuchillo:

—Pulpo…

Los tentáculos se aferraban al aire en un intento de nadar, de defenderse, de huir, de atacar.

Johnny corrió lo más rápido que pudo. En su pequeña mente, se mezclaban los tentáculos desesperados, las moscas, escapar…

 


 


VII

 

—¿Cree en fantasmas? —mi pregunta lo toma por sorpresa, y demora en responder.

—No sé, señor. Nunca vi uno. Aunque en las películas, claro. Supongo que son tonterías.

—Aquí se podría  filmar una película de terror.

—Sí…—ríe.

—Antes que fantasmas, creo que los que han vivido en una casa, dejan como una especie de huella, más o menos apreciable por el visitante.

—Ahora que lo dice… —se lleva el índice al labio inferior, haciendo memoria—. Una vez me tocó un sitio que había sido utilizado por años como hogar de ancianos. Uno entraba ahí y se sentía triste. Pero nunca le presté mucha atención —se quita la idea como espantando una mosca.

 

Solo, inmerso en mis pensamientos, decidí crear un juego nuevo.

De la nada, o, mejor dicho, de mi imaginación, crearía un ente con voluntad propia, al cual tendría encerrado bajo llave en la habitación prohibida.

Todas las mañanas, al levantarme, una vez que abría la puerta de mi dormitorio, saludaba:

—Buenos días.

Desde la habitación de enfrente, nadie contestaba. Así que salía por el pasillo, iba hasta el cuarto de baño y, cuando lo desocupaba, exclamaba:

—¡Ya he salido!

¿Cómo es posible que alguien pueda crear algo real tan sólo con su imaginación? Es comprensible que el arquitecto diseñe su edificio ayudado por su profesión, plasmando en el plano lo que concibió en su mente; es aceptable que el escritor de novelas guarde en fichas las características de sus personajes, y en ellas se apoye para erigir sus obras, de cuyas páginas parecieran salir seres más o menos reales; también está el actor que presta su cuerpo donde se encarnará el ente insuflado desde los guiones del dramaturgo… Pero yo quería inventar a alguien distinto de mí, a partir de mí, sin otro instrumento que mi mente.

—¡Es hora de almorzar! —golpeaba las palmas.

Nadie contestaba. Quizás, el llamado fuera demasiado general; entonces, debía personalizarlo. Como los antiguos, que daban su propio nombre a su descendiente, decidí llamarlo “Johnny”.

¿Puede la mente humana modificar directamente, o crear la materia? Carezco de pruebas, pero cientos de magos lo afirman, y miles de historias alrededor del mundo lo avalan. Yo, que nunca fui nadie, pero siempre gusté de las aventuras imposibles, de inmediato me involucré en el experimento.

—Johnny, ¿me escuchas? —le hablaba a través de la puerta cerrada con llave—. Sé que estás ahí… Si quieres algo de comer, o acaso agua fresca, sólo tienes que pedirlo. Si no puedes hablar, has un ruido… Bien, pondré algo de música.

Escogía un disco y me echaba en el sillón con el volumen ajustado para que Johnny también pudiera escuchar.

—Algún día estarás listo para salir, pero en tanto ni siquiera te manifiestes, te mantendré encerrado.

¿Qué objeto tiene crear a alguien? Algunos magos medievales, creaban homúnculos a fin de tener ayudantes en sus operaciones. Ciertos ermitaños asiáticos, los tenían para que desarrollaran por ellos el trabajo pesado. ¿Podía justificarme diciendo que sólo lo hacía por jugar? En mi interior, sabía que jamás lo conseguiría.

—Creo en ti, Johnny. Creo que existes y que estás ahí. Dime cuando quieras salir, y serás liberado —me iba a dormir—. Buenas noches, Johnny.

Un ruido ronco, como si alguien corriera un mueble, se escuchó en el cuarto de Johnny.

 


 


VIII

 

Abrimos la puerta de uno de los cuartitos, que se había pegado al marco negándose a ceder. Adentro está tibio, pese al abandono, es como si quisiera seguir siendo acogedor.

—¡Por Dios!, pero qué tonto soy. Sabía que me olvidaba de algo –mi joven compañero sacude la cabeza, apretándose los ojos con el pulgar e índice.

—¿Qué le pasa, mi amigo?

—Salí apurado y me olvidé de los carteles… Oiga… Voy volando en el auto y enseguida los traigo –abre desmedidamente unos ojos con brillo escaso.

—No se preocupe. Vaya despacio y con cuidado. Yo tengo mucho para recorrer y entretenerme –lo saludo con unas polvorientas revistas “Selecciones”, que los abuelos leían de vez en cuando, y que hasta hoy han sobrevivido junto a algunos libros que en su momento desprecié.

 

Silencio.

El patio interior va perdiendo sus tonos: el helecho se desdibuja junto a las cretonas; la pared donde la pelota de Johnny rebotaba hasta la hora del almuerzo, se colma como si fuera un vaso que se ha ido llenando de sombra; las mecedoras de hierro donde el abuelo leía y la abuela tejía con leves compases, se difuminan en la penumbra.

Enciendo la luz de la biblioteca, cierro la puerta que comunica al patio interior, y me hundo en mi asiento. Según Cicerón, nada me falta. Pero ahora no quiero el jardín de su frase, sólo necesito la biblioteca. Y la necesito para que me comunique con lo que en ella subyace.

Cierro los ojos, e inmediatamente se siente blando. Si los brazos pudieran extenderse lo suficiente, las manos tocarían la pared que parecería de goma. Abro los ojos, y la dureza ocupa su sitio, mostrándose mucho más áspera de lo que imaginaba.

Es como si los abuelos hayan ido a cobrar la jubilación, pero ya no regresarán. Estoy solo en esta casa enorme y muda, y en la humilde biblioteca, que sin embargo tiene lo que se necesita para vivir, está la puerta que conduce al país al cual se llega con los ojos cerrados…

La luz de la lámpara no puede atravesar mis párpados, que miran hacia el otro lado, donde otra luz alumbra sin arrojar sombras. No es más que un juego que siempre se renueva, y sirve de esparcimiento a los hombres jóvenes, solitarios y aburridos. Crece la confusión. Allí siempre hay quien esté dispuesto a sacudirse el tedio; es como un gran club de escapistas de mundos aletargados. El cerebro no puede acudir a su lógica, para ordenar lo que no puede concebir y que, a su pesar, existe…

Allí está el sujeto de dos caras, que dice cosas muy interesantes y a la vez no dice nada; alguien de voz simpática, anuncia desde siempre que únicamente allí reside lo importante; millones de entes sin forma, son el principio de lo que será algo en el país de donde he venido. Estoy en ambos lados. Un precioso piano de cola, extasiado toca sus propias teclas. Veo un piloto con casco y gafas, que persigue luces y habla sin parar, sin mover los labios, a cada instante más rápido, destrozando lo poco que queda de silencio: “Cuántos hay que doblarse al cambio y no puede ser que más tener y poder bien se debería hallar superfluo desechar de sí mismo y no pernoctar allí sin temor de sembrar terrores”. Antes que el avión se estrelle, la voz simpática, posiblemente haciendo esfuerzos para que yo comprenda, vuelve a hablar, cada vez más quedo y susurrando: “Se adquiere considerable fortuna al nacer. Se lleva una marca que le confiere el deseo de persistir hasta que la muerte arranca las últimas voluntades. Nada es real. Este es el sustrato. Desde aquí se crean y parten las cosas que aparecen en los mundos. Pero no podrás demostrarlo. ¿Llevas tu sueño a cuestas? ¿Crees que podrás pasarlo por la barrera? Piensa en tu bello piano de cola. Toca sus teclas y siente el placer que no es del aire vibrando. ¿Podrás poner en algún sitio este piano? Ahora Johnny está vivo…”

¡Abro mis ojos! El piano ya no está.

Silencio.

Pero en la habitación prohibida…

 


 


IX

 

La “A” de Agosto se inicia con una armoniosa espiral, y se desenrosca recorriendo la fecha en cursiva, hasta alcanzar tipos más sobrios que detallan el contenido de la revista. Agosto de 1955. Hoy mismo, podría estar cumpliendo sesenta y dos años.

El tercio izquierdo de la portada, que quedó libre del índice, es una foto que se extiende por la tapa trasera. Cinco mujeres jóvenes, agraciadas con el toque maestro de la belleza venezolana, visten floridos trajes típicos. Sentadas y paradas alrededor del brocal de azulejos de un patio colonial, esgrimen guitarra, cuatros y maracas que tocan alegres. Cinco chicas cuyas blusas blancas dejan ver tiernos hombros, posan para el camarógrafo cruzando miradas y sonrisas cómplices; cinco beldades de polleras chillonas, estampadas con piñas, pimpollos y abiertas flores; cinco señoritas encajando en una fachada de colorido tropical, que tras la farsa se habrán ido resquebrajando hasta la ancianidad o los huesos del cadáver.

Aún debo conservar algo del niño que no podía ver una imagen, sin que  ésta  cobrase vida y siguiera con su propia historia.

Martín ya se ha ido a buscar los carteles, sin embargo, escucho el golpe de una puerta en las piezas del frente.

 

Diecisiete horas. Johnny está en la escuela. El reloj inmutable, marca la hora en que el timbre anunciará con exactitud litúrgica, el fin de la jornada. Todos los días, minutos antes, Johnny pregunta:

—¿Hoy nos vamos a las cinco?

La maestra responde que sí. Al principio, le sorprende que un niño de cinco años pregunte por la hora; luego, comienza a contestar automáticamente que sí; al final, estalla colérica:

—¡Sí! ¡Todos los días nos vamos a las cinco!

Afuera llueve. Se aproxima el momento de irse, pero mañana, será otro día igual… Se formarán filas en cuadros ordenados, bajo las miradas implacables de las estatuas de los santos, y de las monjas disfrazadas de negros pajarracos. Johnny moverá los labios sin entender qué es lo que debe cantar. El cielo gris, cercano, le cerrará el paso con sus apretadas columnas de nubarrones. En una atmósfera antinatural, con tufos de esclavitud y enfermedad, se cantará a coro con voces lastimeras. Johnny querrá escapar… Y pensará en números. Cuando llegue a casa, en el dormitorio, jugará con sus números favoritos. El cuatro es un amigo que vive en una bolilla de mármol. El seis se siente bien, pero nunca el gordo e insoportable cinco, y mucho menos el complicado e interminable diecisiete… Los niños cantan como autómatas, dirigidos por las brujas con sus manos de palo. Los santos lagrimean eternamente coágulos. Menos un infeliz, en el colegio todo encaja en tétrica y sangrienta perfección.


X

 

Tras unos segundos de espera en la que no escucho ruido alguno, atribuyo el golpe al viento, y vuelvo a interesarme por el añoso ejemplar de la revista. Las yemas de los abuelos habrán recorrido sus hojas, deteniéndose en los artículos de interés. ¿Qué podría llamarles la atención? Mi dedo desciende por la que habrá sido brillante superficie, y mis ojos barren los títulos con sus puntos suspensivos y el número de página con el contenido correspondiente. Como si la portada hubiese gritado, me detengo: “¡Ah, pobre pulpo!..........38”.

Hace unos minutos, mientras íbamos por el pasillo hacia la selva del fondo, tuve el pavoroso recuerdo infantil de un pulpo sacrificado.

“De cuantos seres habitan en la tierra o en el mar, ninguno tan temido, calumniado y vilipendiado como el pulpo. Su solo nombre inspira repugnancia y horror.” ¿Coincidencias? ¿Sincronismos? ¿Misteriosos juegos del destino? ¿El juguete humano cruzando casillas especiales en el tablero de los dioses? O el hombre y sus sofisticados entretenimientos, con una fina red, atrapando objetos vistosos, para pincharlos en espuma, ordenarlos y darles el sentido que nunca tuvieron.

 

“Babbit” de Sinclair Lewis, y “La conciencia del señor Zeno” de Ítalo Svevo, son libros de tapas rojas, con una pluma grabada en el centro. Los dos personajes principales tienen problemas con el tabaco, también los dos volúmenes tienen exactamente el mismo olor picante que recuerda al tabaco.

Si uno abre los libros en las páginas 22, en ambas obras se encuentra en el capítulo II, y la vista recorre palabras hasta que se posa sin esfuerzo como aves en sendas ramas:

Z. “—Dentro de dos días, comenzaré una cura de masajes”.

B. “…las dos camas sencillas e iguales…”.

Si se busca arriba y abajo, se encuentran sugerentes:

Z. “…En mí —a su parecer— se habían venido formando en el curso de los años dos personas: una de ellas mandaba, la otra no era más que un esclavo…”

B. “…En él se arreglaban los dos…”

Si se abandona la página 22 y se continúa leyendo: “…Verona, una muchacha de veintidós años…”, aparecen palabras que pugnan por superar la dimensión de la hoja, que parecen cobrar relieve y escapar de la misma y, con ambos libros abiertos, desean remontar vuelo, introducirse por los ojos lectores y adquirir especial significancia:

“…En realidad, la casa de Babbit tenía un solo defecto: no era un hogar…”

“…Yo ya no era alternativamente amo y esclavo, sino tan solo esclavo…”

Se puede ir más lejos aún, y hacer un experimento cuyo resultado se ignora por completo: Abrir los libros en páginas al azar y, con los ojos cerrados y por dos veces, señalar en algún punto con el índice, copiando los textos que éste indique. El resultado es el siguiente:

B. “Babbit dio a entender al doctor Drew que él era el responsable de este elogio.”

Z. “Había olvidado que lo primero que debía hacer era aclararle algo.”

B. “Se paseó por el cuarto, se sentó en el diván al lado de ella.”

Z. “…por otra parte, creía que quien había dado el nombre a la enfermedad era Basedow”.

El cerebro trata de encontrar una relación entre los fragmentos de texto y, dotado de creatividad, podría formar una frase significativa recurriendo exclusivamente a las palabras seleccionadas:

“Se paseó por el cuarto, se sentó en el diván. Lo primero que debía hacer era aclararle algo. Dio a entender al doctor que él era el responsable de la enfermedad”.

Entonces, se puede repetir el párrafo una decena de veces, o tantas como sea necesario para que las palabras digan cosas que nunca quisieron decir.


 

XI

 

Esta “L” de anaqueles, albergó medio millar de libros. Sólo quedaron cuatro revistas “Selecciones”, dos atados de periódicos que erizan la piel al tocarlos, un par de obesos pardos con recetas de cocina, una colección de libros infantiles y otra de papel barato. En estas catacumbas, también quedaron los autores que nunca me gustaron y que, con o sin razón, ya nadie habla de ellos. Hoy, muchos de los que fueron consumidos con avidez, son piezas de museo, o reciben piadosa y discreta consulta de expertos, o se olvidaron… Así de efímeras son las letras. Casi tanto como los sueños.

 

En una tarde de Navidad, volvemos con mi madre en una pequeña motocicleta, a casa de los abuelos.

No sé en dónde hemos estado, no sé de dónde venimos. Sólo veo la espalda de mi madre, y su pelo que acaricia mi rostro. Mis manos asidas a su cintura, tocan una tela suave, delicada.

Avanzamos lentamente por calles vacías, adornadas con globos y guirnaldas. Las fachadas de los edificios son golpeadas por un sol amarillo, caliente y sucio. En mi alma crece el aburrimiento, mientras mis miembros comienzan a estirarse y se hacen fuertes…

De pronto, ya no soy un niño. El suelo ha dejado de correr al revés. He bajado de la motocicleta, para que mi madre continúe sin mi peso, perdiéndose en la distancia.

Ahora puedo recorrer una ciudad apática, que duerme la siesta ahíta y borracha. Como un espía, entro en los hogares donde la gente duerme, donde ronronean los ventiladores y se escuchan sucesos trascendentes en los televisores. Y me aburro.

Continuaré mi camino a pie, hasta la casa de mis abuelos, observando cómo todo se derrite una vez más. Cuando llegue, iré a guarecerme en la biblioteca, para encontrarme a mí mismo, esperándome con los ojos entornados.

 


 


XII

 

Salgo de la pieza. Quiero sacudirme el olor a muerte de sueños y aspiraciones, de quienes se atrevieron a desafiar al implacable sepulturero del tiempo.

De pronto, un golpe y un ruido me dejan perplejo.

Crece un sonido metálico, un repiqueteo que se torna cada vez más desesperado. Viene de adelante.

Cruzo con urgencia el patio interior, atravieso lo que una vez fue sala de estar, y quedo estupefacto frente a la puerta de “la habitación prohibida”. El picaporte de empuñadura ovalada se mueve frenéticamente.

 

Cada vez me preocupa más el cuarto de Johnny. Es necesario abrirlo, ventilarlo y darle un aseo general. Sin embargo… Por un lado, sé que es un disparate pensar que viva alguien ahí dentro, pero por otra parte, los ruidos que he escuchado no son producto de mi imaginación.

Aunque abandoné el juego, por más que trate de no pensar en ello, me siento tentado, me acerco a la puerta, y apoyo el oído contra la madera. Casi nunca oigo nada, pero en ocasiones, he percibido algo semejante a una tenue y ronca respiración; tampoco descarto que se trate de la exhalación de mis propios pulmones, o de los extraños ruidos del silencio.

En la sala de estar, cuando coloco un disco y me dejo transportar hacia paisajes inexpresables, creo sentir la presencia de alguien que me observa, mas no podría asegurar que fuese Johnny…

¿Serán estas vagas y estrambóticas sensaciones, el resultado de mis juegos retorcidos? Debería jurar: “No jugaré más”. Sé que es en vano, que estos juegos me han acompañado por siempre, y nunca terminarán.

De mis propias conjeturas, extraigo que me comporto como dos personas diferentes, y me pregunto si esto pudiera ser peligroso. Por un costado, soy plenamente consciente de mi racionalidad, mesura y equilibrio, pese a las desdichas sufridas y los percances superados; pero descosiéndose por otro costado, se escapa de mí y se proyecta alguien inclinado al pensamiento mágico y a los actos irracionales.

¿Acaso no es así la humanidad? Qué tan diferente puedo ser al resto del mundo, si a cada paso se topa uno con multitudes que hablan de un modo y actúan de otro, que dicen “estoy de acuerdo contigo”, para luego unirse a las filas del enemigo; que se sorprenden y espantan ante la flagrante hipocresía, tan solo por estar ocupados escondiendo la propia.

¿Por qué tengo dudas de ser humano?

Escucho la música que proviene del pasadiscos. En este preciso momento, están sucediendo incontables acontecimientos en los cuales estoy involucrado.

Sentado en este confortable sillón, dejo de pensar en particularidades, y creo ir abarcando lo que soy capaz… Música. Johnny está parado detrás de la puerta, absorto en los latidos de mi corazón, en mi inmutable y serena respiración. Los libros de la biblioteca contienen el potencial de miles de personajes, que son entidades que viven en universos psíquicos creados por lectores para la eternidad de infinitas historias. Los abuelos están cenando en silencio, y el vacío en una de las sillas, ha invertido la ausencia. Tanto las plantas del patio, del jardín y de la huerta, más los árboles y hasta cada hierba que pugna por sobrevivir entre las junturas de las baldosas, pertenecen a un reino impenetrable. La casa toda, tiene una atmósfera única en este instante… ¡Ahora estoy seguro!

Alguien me está observando, y sabe que yo lo sé.

 

 


 


XIII

 

Era Martín, el muchacho de la empresa. Había entrado por la puerta derecha del pasillo, para abrir una de las piezas del frente. Cuando pasó por la “habitación prohibida” de mis juegos adolescentes —donde el abuelo apilaba trastos de una tienda de la que había sido dueño—, una corriente de aire cerró las puertas que sólo podían abrirse desde fuera.

—Para colmo —dijo mi acompañante ya más calmado—, tropecé con algo en el suelo, y casi me voy de cabeza contra la pared.

Apartamos troncos, brazos, piernas y cabezas de maniquí, y, valiéndonos de unos rollos de apolillados géneros, trancamos las puertas y pudimos dar la ventilación necesaria. También, descubrimos lo que pudo haber originado el tropiezo: un cuadrado en el piso de madera, se había levantado dejando el peligroso desnivel.

—¿Qué será esto? —inquirió pasando su mano, con cuidado de no astillarse.

—Es lo más parecido a un corazón humano —contesté seguro de que no entendería.

 

Dicen que el amor es algo puro, absoluto, y aunque no se vea, muy real. El ser inspirador de las religiones, siempre está asociado a la palabra “amor”. Puede uno chocarse con frases como “X es amor”, “Y es amor”, o “Z es amor”. La misma palabra que sirve para distinguir y señalar a cualquiera de las mayores jerarquías del orden universal, también es utilizada para designar los actos más procaces ejecutados por sujetos rastreros. Tanto da… Es sólo una palabra, y una palabra se puede utilizar pragmáticamente, como cualquier instrumento que cumpla múltiples funciones. Cada cual tendrá su propia idea acerca del amor.

Para Johnny, el primer encuentro que tuvo con el manoseado término, fue en forma de una simpática niña de cabellos dorados; ojos verdes de mirar profundo, donde podía verse reflejada la parte ausente que sentía de sí mismo; la nariz prominente le resultaba de lo más agradable, hasta cuando estornudaba; los labios rosados se movían y, no importaba lo que dijeran, siempre lo hacían de manera fresca y deliciosa. Aparte de las manos, que tenían el poder de derretir, el resto del cuerpo caminaba por lejanos senderos, en un segundo plano, porque Johnny era un niño y no se fijaba en él.

Lo que verdaderamente amaba, era perderse en aquellos ojos, ventanas abiertas para la contemplación de un sol. Aunque indemostrable, sabía que existía un lazo superior al tiempo y las distancias; desprovisto de toda razón, guardaba fe inquebrantable en la cuerda que ora se alargaba, ora se acortaba, pero siempre los mantendría unidos; la certeza que le brindaba su corazón, era suficiente.

Se puede tener convicción, pero nada garantiza el triunfo de la justicia, la plenitud y el bien. Extraños o corrientes, primorosos o cutres son los caminos por donde se conduce la vida, que tiene la eternidad de su lado para dar las vueltas necesarias para cumplir, acaso, ningún fin.


XIV

 

—Un sótano —dije.

Entre los dos, ayudados por las herramientas que Martín había traído consigo, arrancamos un agudo y largo chirrido que se fue haciendo grave, como un quejido monstruoso. Por fin, la tapa se abrió con un golpe cimbreante, y una bocanada de aire helado abofeteó nuestros rostros.

—Está muy oscuro —dijo con un tono que delataba curiosidad.

—Creo que no hay nada allí abajo.

—Si al menos tuviera escalera…

Me extrañó que el muchacho fuera tan osado, pues suponía que no había nada que quitase a los jóvenes de la apatía que solían llevar puesta.

 

El mueble del pasadiscos mide ciento sesenta centímetros de largo, por ochenta de alto, por cuarenta y cinco de profundidad. Su madera de roble, barnizada, lustrosa, soporta incólume el paso de los años. Cuatro patas negras con embellecedores dorados en sus extremos, le dan un porte de animal noble que, si se lo empuja, es capaz de rayar el piso como si fueran garras. Tiene tres puertas con manijas de bronce que forman “uves” alargadas, y abren y cierran a la perfección, guardando: por un lado, el pasadiscos automático —al cual se le pueden cargar varios discos, y que posee las tres velocidades estándar— junto a una púa de repuesto y una franela del color de la túnica de un franciscano. Por otro lado, el aparato de radio con tres diales de un plástico que imita al marfil, sirven para ajustar banda, volumen y balance —del mismo material son las teclas de encendido y apagado, y las que alternan el funcionamiento entre radio y pasadiscos, y que cambian las frecuencias de onda del receptor—; el panel negro con áureos signos le proporcionan elegancia, y es como si un hombre de smoking nos enseñara un galimatías alfanumérico que despista al no iniciado; en este mismo tablero, hay una celdilla donde se ve una luz sobrenatural —ora ambarina, ora verdosa: es el ojo mágico—, que va ganando intensidad a medida que transcurren los segundos después de encendido el aparato que, evidentemente, funciona con válvulas electrónicas. Y por otro, tres estantes con unos cuantos discos, la mayoría aburridos, pero que son inmediatamente sepultados por joyas sinfónicas. En los extremos inferiores y en sendas jaulas, los parlantes imitan desde el silencio hasta el estruendo y con inmejorable profundidad de colores, todas las voces imaginables.

Mientras cumplo con el ritual de devolver a la vida a Mozart, acelero mis pasos y traigo conmigo al incomparable Flaubert…

En estas condiciones, nadie en la casa puede estar descontento. Mis abuelos aman la música, y hacen movimientos asertivos cada vez que prendo el aparato para impregnar la atmósfera siempre nebulosa con las eximias sinfonías. Adivino que en la habitación prohibida, también Johnny se remueve con satisfacción ante el advenimiento de las ondas sonoras que son soplo vital.

Enciendo la veladora de pie. Esta “Madame Bovary” es una edición selecta que apenas despide un aroma indescifrable. Por más que hundo mi nariz en sus páginas, sólo siento un constante, especial, delicado y eterno olor a papel en equilibrio.

Hay dos hojas unidas que están sueltas, que corresponden a las páginas desde la 317 hasta la 320, y que erróneamente se encuentran intercaladas entre la 208 y 209, como si fueran un marcador.

Me pregunto si esto tendrá un motivo en el juego de darle sentido a las cosas, así que investigo expectante el principio, medio y fin:

“…que podrían introducirse a la casa. Carlos se veía famoso, lleno de bienestar y amado siempre por su mujer. Emma se sentía dichosa entregándose a aquel nuevo sentimiento más sano y mejor al experimentar una cierta ternura por aquel pobre mozo que la acariciaba”.

“El señor Bovary, uno de nuestros más distinguidos cirujanos, ha operado un pie deforme a Hipólito Tautain, mozo de cuadra, desde hace veinticinco años, del hotel ‘El León de Oro’,…”

“—¡Socorro! ¡Que se muere!... Ya no puedo más!

“Carlos se precipitó hacia ‘El León de Oro’, y el farmacéutico, que le vio cruzar, abandonó la botica y se fue tras él, jadeante,…”

¿Quién no se había visto alguna vez, lleno de bienestar junto a la mujer amada? De inmediato, tuve la visión de unos fascinantes ojos verdes, de los cuales me aparté.

Podría bautizar con el nombre ‘El León de Oro’ al pasadiscos, e imaginar los rugidos de la fantástica fiera semejantes a trompetas celestiales.

Fue cuando volví a leer “¡Socorro!”, que creí escuchar idéntica exclamación, proveniente de la habitación prohibida.

Quedé petrificado.

—Johnny… ¿Has sido tú?

Mozart siguió girando, y desde el vientre de ‘El León de Oro’, se inundó la casa con su enérgica alegría…

¡Qué tontos somos!, dando a cada instante sentido a cualquier cosa, buscando y encontrando cualquier carácter accidentalmente coincidente entre una maraña de caracteres desiguales, encajando piezas a fuerza bruta para construir y sostener monumentos que terminan siendo mamarrachos, pero que a los espejismos de la conciencia le parecen grandiosos.

—Me rindo ante Mozart —dije cerrando los ojos, entregándome al júbilo.

Los abuelos abrazados, sonrientes, contemplaban emocionados el cuadro que les ofrecía un nieto sensible, brillante, disfrutando a pleno de la música y las letras, imaginándolos a ellos también.


XV

 

¿Qué podía haber en un sótano cerrado durante décadas? Ni siquiera habitando aquella casa, supe si había algo allí abajo…

¿Acaso emergería un Farinata envuelto en humo y llamas, despidiendo olor a chamusquina, señalándome con el dedo y prediciéndome el exilio? ¿O, involuntariamente, estaríamos presidiendo una exhumación y veríamos un cadáver terroso cubierto por tiras de trapo, con los huesos de las manos aún cruzados sobre el pecho hueco, mirándonos con sus órbitas vacías desde un cráneo que, observándolo fijamente, parecería moverse y murmurar un secreto? ¿O, muy por lo contrario, hallaríamos un cofre semipodrido el cual, después de forzarlo con firme patada, nos mostraría relucientes montones de monedas y barras de oro?

Mientras Martín convertía su aparato de alta tecnología en potente linterna, me incliné sobre el cuadrado oscuro.

—¡Cuidado! —exclamé.

 

1

 

En un tiempo mágico fui yo solo, y no necesité de nadie más.

 

1

 

Yo era un niño feliz hasta que conocí a Victoria. Me  enamoré perdidamente y mi existencia se plegó a la bellísima y simpática Victoria.

Belleza y simpatía… Ya no puedo dudar de lo pasajero de una y lo voluble de la otra. Sin embargo, en su momento, determinaron las actividades de mi vida. Yo creía en mi alma, y la imaginaba indisolublemente enlazada a la suya. Escribí pueriles poemas a su nombre, dulcemente aferrado a una fe sin fronteras, que se manifestaba bajo una doctrina de pertenencia: Victoria me pertenecería. Un poco más tarde, supe por propia experiencia, que muchos hombres de fe son imbéciles que buscan consuelo en ideales vacuos, y se conforman abrazando formas irreales que sólo pueden tener asidero en sus fantásticas imaginaciones. Más tarde aún, conocí patéticas historias semejantes o peores que la mía, verídicas o literarias —qué más da—, donde se podía conocer con bastante anticipación qué sería lo que sucedería. Por supuesto, en aquel entonces, no podía suponer que ojos tan dulces y rutilantes, labios exquisitamente delineados, el color ligeramente tostado de la tez, y los cabellos de oro…; que esa amistad tan franca, y la jovialidad puesta en conversaciones que alegraban el espíritu, se convertiría en lo que cualquier persona prudente ya sabía.

La amaba, pero otro muchacho a quien poco le importaba, sin esfuerzo me la arrebató.

 

2

 

¿Realmente el tiempo pasa? Al parecer pasó, y me di cuenta de que antes que pudiera, con un ramo de rosas en mis ridículas y temblorosas manos, declararle la sinceridad de mi amor, otro chico ocupaba el lugar del anterior.

Rechinaban mis dientes como los de un bíblico condenado, el sudor y la rabia se escurrían por mi cuello, los celos incendiaban cada célula, y, sin embargo, mi amor, mi cándido amor, seguía intacto.

 

3

 

El tercero fue un golpe muy duro.

Gastaba las calles de mi ciudad a cualquier hora, quizás, para poder encontrarme, a pesar de algunas suspicaces miradas, con la cordura de mi destino.

Y este fue mi destino:

Ceñida y comiéndose a besos con un moreno por el cual nadie con buen criterio daría diez centavos, en un escalón de una farmacia, estaba sentada Victoria. Si es que hay un misterioso orden en el mundo y alguien lo impone, se empecina en mostrarnos lo pobres, grotescos e insensatos que podemos llegar a ser: Me hallaba parado, la mandíbula y los brazos caídos, viendo cómo mi faro, mi estrella polar, mi sol… metía la lengua en la boca de un fulano, al pie de una farmacia.

 

5

 

Mentiría si dijera que conocí al cuarto, que hubo por comentarios pero que es incógnito, así que el quinto ante mis ojos lacrimosos y mi corazón empañado, se presentó bajo la forma de un gordito, fofo y con dinero, bien peinado y amigable.

¡Por qué tiene que ser tan abominable! Si al menos la bendición de la poesía cayera con su encanto sobre lo más incongruente y chabacano, convirtiéndolo en doloroso pero digno, simplemente agacharía mi faz y diría: “Sea…”

 

8

 

Infinito pesar se cernía sobre mi oscurecido ser, que había cambiado razonamiento por una religión personal de supersticiones.

¿Podía seguir amando a Victoria hasta los ocho menganos?

Podía, y no era decisión de mi cerebro, sino de mi desquiciado corazón. Me hubiera gustado poder arrancármelo y arrojarlo bien lejos, o haberlo sepultado en cualquier cloaca, morada mucho más meritoria que la de mi amada.

 

13

 

A los trece años había comenzado mi tormento, y prometía no expirar jamás. Mi fe se desmoronaba ante cada prueba de la prostitución de mi dios. De un joven apuesto y ameno, sincero y divertido, se había obtenido un murciélago. La vida no debería hacer tales experimentos. Cada año que pasaba, el condenado sabía que le esperaban nuevas y más sofisticadas torturas. El niño antes rozagante y ahora pálido, abría sus ojos como losas, y mostraba a quien se animara, ataúdes desvencijados por la podredumbre.

 

21

 

Aún era muy joven cuando murió.

 


 


XVI

 

El aparato saltó de su mano, rebotó y rodó por el suelo, deslizándose hasta el agujero donde lo esperaban las fauces del sótano. Por suerte, mi zapato detuvo la carrera y puso fin al susto.

—Bueno, te salvé unos cuantos billetes —dije devolviéndole el delicado instrumento incólume.

—Gracias… —Martín se pasó la mano por la frente y, con mucho cuidado, aplicó la linterna alumbrando el cubo subterráneo sumido en tinieblas.

 

Dejaré estos viejos y aburridos hombres de largas pelucas rizadas que marcan el tiempo con zapatones que ni siquiera una bruja calzaría, y daré un poco de ritmo a esta casa sombría.

En mi auxilio, acude Johnny Hallyday. ¿Cuántas jóvenes se habrán enamorado? ¿Qué emociones suscitarían las mejores poses en las fotos? ¿Qué alucinaciones tendrían al escuchar su voz viril?

Mi madre vivió un romance con Johnny Hallyday, platónico, pero romance al fin. Del fruto histérico de ese amor, gestado entre el vinilo de los discos y los papeles de las revistas, nació el nombre con el cual fui de algún modo bautizado.

Mi madre era una mujer hermosa. Quizá no estuviera a la altura de su idolatrado cantante, pero no le habrá resultado tarea difícil encontrar un muchacho de ojos claros, de facciones bien delineadas, que tuviera ancha espalda, luciera jeans ajustados y una actitud rebelde, con un jopo inmutable. Si hubiera suficiente iluminación en la habitación, podría contemplarme en el espejo de cuerpo entero, observar los retratos de mi madre en las paredes y, por adiciones y sustracciones, llegar a los rasgos de un sujeto bastante parecido a Johnny Hallyday.

Pese a la música, siento cansancio. El sueño me va venciendo, hundiéndome en el sillón y en la oscuridad… Y en un punto en el que no puedo saber exactamente si estoy dormido o despierto, levanto mi mano fatigada, abro mis párpados que pesan como plomo, y veo que, en donde debiera estar mi mano, no hay nada.

“Noir c’est noir”.

 


 


XVII

 

Un suelo de ladrillos cubierto por invariables años de polvo. Ni un insecto, ni asomo de vida, ni mísero objeto que rompa la monotonía. Nada.

Martín se inclina animándose a meter la cabeza por debajo del nivel del suelo, para poder registrar los costados.

—Tenía razón, parece que no hay nada.

Desanimados por nuestra modesta aventura, volvemos a colocar la tapa en su lugar, con cuidado de no dejar salientes que puedan provocar un accidente.

Oscuridad o penumbras, silencio o ruidos de contracciones en la madera, y vacío salpicado de algunas cosas viejas, más un puñado de recuerdos: eso es todo lo que hay.

 

El olor sazonado del pollo que terminó su breve existencia dentro del horno, se expande por toda la casa. El abuelo es muy buen cocinero y, hoy que es Navidad, ha puesto empeño en que cada preparación alcance su mejor punto. A la abuela le han tocado los tomates rellenos, y se niega a agregarle más mayonesa, lo que hace rechinar los dientes del abuelo.

La puntualidad es un valor que se cultiva en la familia, y cuando el reloj de madera con agujas de bronce indique el mediodía, la enorme mesa elíptica tendrá tendido su blanco mantel, y sobre él estarán los cubiertos de plata, guardando el orden, la prolijidad y la distancia.

Johnny corretea por el patio interno, haciendo ruido como si anduviera en motocicleta. Acelera por el corredor, de un salto supera los tres escalones que lo llevan al fondo, hace ochos entre los canteros, y vuelve una y otra vez esquivando a la abuela que lo amenaza con un coscorrón.

La abuela abre con pericia la lata de duraznos en almíbar. Debería haberse preparado la ensalada de frutas con mayor anticipación, de modo que tuviera tiempo para enfriarse en la vieja heladera que al cerrarse con un grave chasquido, hace dar un respingo a Johnny. Indefectiblemente piensa en qué pasaría si un día se mete dentro, y queda allí encerrado.

Se sube en el posa pie de un cochecito de bebé que perteneció a su madre, y va dando zancadas en su automóvil. Lamenta la ausencia de un volante que le permita girar y hacer curvas, pero igual resulta genial y, lo más emocionante, es que el abuelo dijo que era peligroso.

No importa si la fuente no enfría lo suficiente, pues se dejará para la noche. En un instante, después de almorzar, puede suplirse la ensalada de frutas con turrones, pan dulce, y fruta abrillantada.

Johnny hace rebotar la pelota de tenis contra el paredón del patio interior aunque sus abuelos digan que ensucia y rompe, y se imagina que es arquero en un cuadro de fútbol. No puede hacer voladas espectaculares porque las baldosas, que forman un interminable laberinto gris, negro y blanco opacos, reciben con dureza sus caídas.

En el comedor se escuchan los primeros sonidos de una mesa que va a ser tendida. Lo que más impresiona, es ver el mantel como la vela de una carabela que permanece henchida, alargando el segundo que demora en caer.

Lentamente, Johnny se aburre... Ni siquiera la capa negra que lo convierte en “El Zorro”, o los zapatos blancos de suela de caucho marca “Veloz” —que como su nombre indica son los más rápidos que existen—, son capaces de quitarle un aburrimiento que es el preámbulo de sentimientos más oscuros.

La mesa está tendida. El abuelo bate palmas anunciando que la comida será servida. Johnny va hacia el comedor. Su silla tiene un almohadón que lo pone a la altura de la mesa. El abuelo le pregunta cuál presa prefiere, tomando con la pinza un muslo de pollo. Aunque no coma ni la mitad, la abuela le sirve un enorme tomate relleno, y un vaso de refresco casi hasta el borde. A Johnny se le hace un nudo en la garganta. Los abuelos se preocupan y cruzan miradas. Johnny empieza a llorar lo que primero fue aburrimiento y ahora es irremediable ausencia.

—Juan… Juan… —dice el abuelo, mientras la abuela acaricia su mejilla y le toma la mano—. Tu madre no podrá venir. Ella no podrá venir…

Y Johnny ya no escucha más que su propio llanto, que se repite en ecos lastimosos por cada habitación. Llora… Llora hasta que de repente, siente un calor extraño a sus espaldas, y alguien lo abraza y le susurra: “Mi niño… Ya no llores, mi niño…”


XVIII

 

Enmarcado por un alero pintado de gris hace más de cuarenta años, en el que las constantes goteras han trazado intensas franjas y difuminados verdosos, el cielo muestra manchas celestes cubriéndose de nubes borrascosas. Los pájaros más prudentes han abandonado sus paseos matinales y, ahogando graciosos trinos, optan por volver raudos a sus nidos.

Martín está colocando los carteles en el frente. Pronto estará listo y nos iremos. Ya no volveré.

 

Esta noche cálida, víspera de Año Nuevo, es propicia para que saque una silla del comedor y la coloque en medio del patio interior, bajo las estrellas que si algún día me fascinaron, ya son lo mismo que nada. Curiosamente, una estrella fugaz surca un espacio impreciso, y desaparece antes que piense en que no tengo deseos. Tampoco tengo ganas de ningún juego. Creo que aquí, sentado con mis piernas juntas, la cabeza gacha, los ojos mirando el suelo que tiende al resumidero, mi existencia se acerca al cero.

El jolgorio exterior logra penetrar los muros de la casa. La gente come, bebe, y tira petardos que enloquecen a los perros. Escucho el ruido de mis pensamientos y sólo deseo silencio.

Antes que sean las doce, de la nada crece un deseo que no es otra cosa que el de no ser humano. ¿Pero qué se puede ser si no se es humano? Podría entregarme a las pasiones y ser espectador de un tipo vulgar, un comentador en tercera persona de lo que está haciendo quien no se desea ser. Podría hundirme en mi mente y vivir sólo en los recuerdos que he ido registrando hasta este momento en que los bárbaros explotan bombas y lanzan fuegos. Podría modificarlos a mi antojo y crear una nueva vida dentro de otra, donde el devenir estuviera sujeto a mi voluntad. Podría inventar varios hilos donde yo fuera el personaje desdoblado en cada uno de ellos. Qué importa el espectáculo de luces de colores en el negro cielo, y los brindis y borracheras y opíparas cenas, si puedo crearme una familia a mi imagen y semejanza; si puedo enamorarme de una mujer sacada de mi costilla; si puedo encontrar a mi madre; si puedo inventar un Dios que me adore; si puedo jugar mi último juego… ¿Podré ser un fantasma?

 


 


XIX

 

Fue en la habitación donde el abuelo guardaba las últimas existencias de su malograda tienda, la del sótano vacío, la “habitación prohibida”. Martín regresaba para avisarme que su trabajo había concluido, y yo para decirle que si nos apurábamos, tal vez llegáramos —él a la oficina y yo al hotel— sin que nos atrapara la tormenta. En ese momento, sus cejas se elevaron formando arcos que remataban en el rostro empalidecido, la perfecta expresión del pánico. Precisamente, en el instante anterior, no fueron las herramientas que se le cayeron al piso, las que golpearon tres veces seguidas las tablas de pinotea bajo sus pies, como alguien que  llega a una casa y toca la puerta para ser atendido.

 

Los domingos, los abuelos son invitados a almorzar en casa de viejos amigos. El abuelo lleva una botella de vino, la abuela prepara una torta para la merienda, y la reunión se extiende hasta el anochecer.

La casa queda sola.

Por un rato, Johnny disfruta la atmósfera de cada habitación, de cada mueble, de cada objeto. Los fantasmas de antiguos moradores se manifiestan en un vagar cansino y monótono, únicamente roto al asomarse a la corriente de la vida.

Los domingos no son aptos para leer novelas, u hojear enciclopedias ilustradas donde cada lámina cobra movimiento, y ni siquiera la música tiene el sonido acogedor del resto de los días.

Uno puede pasarse horas sentado en el sillón, viendo el reflejo de la pantalla del televisor apagado; o puede echarse en el sofá, y perder la mirada en el cielo raso, calculando cada paso en un mundo donde hubiera que caminar con la cabeza para abajo; o abrir la puerta del pesado cristalero donde el abuelo guarda la botella de whisky, y llevársela a los labios con suficiente precaución para que no se dé cuenta.

En los domingos, está prohibido sacar un libro y marcharse en bicicleta, porque mutuamente, libro y paseo se arruinan.

Las calles de la ciudad no tienen gracia, las plazas son abominaciones, y sólo un día oscuro y tormentoso junto al paraguas, podrían a uno salvarle… Hoy está soleado.

Tal vez, de tanto estar quieto, surgió la idea para un nuevo juego.

Fue hasta la habitación de los abuelos, abrió la puerta del ropero y, desde debajo de unos paquetes de camisas, extrajo la funda de gamuza con el revólver calibre 38 con tambor de seis tiros, y un puñado de balas.

Recordó los domingos felices en que, una tras otra, pasaban películas de cowboys por televisión. Quizás, tipos que en sus vidas jamás habían hecho daño a nadie, se convertían en matones o asesinos; quizás, sin habilidad para freír un huevo, salían héroes victoriosos del duelo frente al más talentoso forajido. Johnny jugó a cazar fantasmas; vio malhechores correteando por los muros y los bajó como a patos de feria; batió al canallaje emboscado en la huerta; irrumpió en el comedor donde funcionaba el bar y exigió más whisky, y, entre tragos y capturas, hizo colgar del alero del patio interior, a una docena de criminales.

Al caer la tarde cargó una bala, y empezó a girar el tambor y a ponerse el caño en la sien.

Una hora antes de que volvieran los abuelos, entró en la habitación prohibida.

 


 


XX

 

Tal vez sólo ha sido una nueva contracción o dilatación en la madera, con la precisión de suceder justo bajo los pies del asustadizo muchacho, coincidente con la manera en que se suele llamar para ser atendido. O, tal vez, en las febriles y solitarias noches de mi turbada adolescencia, Johnny logró dar el paso fantástico que le otorgó su fantasmagórica independencia. En el intervalo que mi razón cede ante tantas emociones que se desbordan desde el pasado, pienso que mi ficticio Johnny, ha estado siempre ahí. El fantasma creado por una mente delirante, acecha debajo de cada baldosa con figuras geométricas, humedeciéndose detrás de cada pared desconchada o a punto de chirriar entre las bisagras de las puertas, y vibrará por siempre aferrándose en cada molécula con aroma de otros tiempos.

 

Mareado, con un persistente dolor de cabeza, recorro la casa tratando de aprehender cada objeto en cada ambiente, porque quiero conservar todo en un instante, y que ese instante sea para siempre…

…Siempre estaré viviendo aquí. Aunque los árboles muden sus hojas, las paredes se agrieten, el piso sea habitado por musgo y desaparezcan los ruidos de los muebles en la noche, estaré sentado en medio del patio, observando miríadas de estrellas, y permaneceré con la faz hacia el infinito conteniendo el universo en mi mirada.

Lo sé, es tiempo de abrir la puerta de la habitación prohibida y liberar a Johnny. Arranco mis últimas fuerzas y avanzo con determinación.

—Johnny, ¿estás ahí? —resuena un débil eco—. Johnny, ha llegado el fin… Eres libre —aferro el picaporte disipando mis temores, y abro la puerta.

Johnny no contesta.

Creo que es hora de descansar… Iré a mi dormitorio, me echaré boca arriba sobre la cama de bronce perfectamente tendida por mi abuela muerta hace años y, mirando de manera invertida el cuadro de un demonio disfrazado de ángel de la guarda que está a punto de arrojar a un niño al precipicio, escucharé los ronquidos del abuelo, e imaginaré que Johnny sale de la habitación prohibida, camina tambaleándose, recorriendo la casa con la cabeza entre las manos, y por fin cae en medio del patio con los ojos bien abiertos, apoderándose de la luna y las estrellas. Y en ese momento, ya no podré saber quién es quién; si yo soy el verdadero Johnny, o es él.

 


 



Epílogo

 

Pasaron algunos meses, la casa se vendió, y el asunto comenzaba a disolverse en el curso de la vida cotidiana que, como un mal pintor, va añadiendo capas de pintura sin preocuparse por lo que deja debajo del fondo. Por eso, me sorprendió el correo de Martín con una docena de fotos, disculpándose por la demora, debida a problemas en su salud, que lo habían mantenido fuera del trabajo. Ya repuesto retomaba su obligación con mi pedido —por cierto, también olvidado—.

Once archivos gráficos que mostraban el deterioro visto, sobre el cual se estaría construyendo un nuevo proyecto de tres locales comerciales, que serían muy útiles a la economía y para sepultar los recuerdos de una vida que, aunque propia, el tiempo se había encargado de hacerla parecer ajena. Pero uno, el que tomaba los anaqueles semivacíos de lo que fue una nutrida biblioteca, captó mi atención…

¿Mancha de humedad en la pared? ¿Juego de reflejos y sombras? Algo que hacía pensar en una forma humana, permanecía cual si estuviera parado en un rincón… Simplemente parado, como si sus brazos estuvieran pegados a un torso difuso, limitándose a observar a quien estaba tomando fotos.


Publicado el 14 de marzo de 2025 por Álvaro Bozinsky.
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