A los hijos de los prisioneros de Cabrera
Muchas veces me he llenado de la más viva emoción al oír el relato de los acontecimientos de Cabrera, al pensar en los millares de franceses abandonados en aquel destierro, sin ropa con que cubrirse, sin abrigo, presa de la miseria más espantosa, devorados por terribles enfermedades, y luchando sin tregua contra los horrores del hambre y de la sed. ¡Qué triste situación! y era mi padre quien nos refería aquellos sufrimientos! mi padre quien los había experimentado por espacio de seis años!!! Yo no podía ser indiferente a tales sucesos. Deseaba con afán datos verídicos, exactos, completos; relaciones en que a la par que sencillas, tuviesen el encanto de las narraciones de mi padre, a menudo edificantes y siempre instructivas, pues las del Caporal de la Fontaine y del marino Enrique Ducór estaban muy lejos de satisfacerme.
Hijos de los prisioneros de Cabrera, sin duda os habréis impresionado como yo con los recuerdos de aquella cautividad; también como yo habréis sentido no poder transmitir a vuestros nietos como un legado precioso. Voy pues a satisfacer los deseos de vuestra filial ternura: para vosotros especialmente emprendo la tarea de repetiros las narraciones de mi padre, a vosotros dedico mi obra; porque solo vosotros podéis apreciar la exactitud de los hechos y de las descripciones, y seréis quizás los únicos que no me tildéis de exagerado. Si asaltase a mis lectores la duda sobre la verdad histórica de lo que voy a referir, y el sagrado carácter de que estoy revestido no pudiese disiparla, apelaré a vuestro testimonio.
¡Ojala puedan las veladas del prisionero de Cabrera seros agradables, y acercaros a Dios, único refugio del hombre sobre la tierra!
Velada primera
Era una de aquellas noches sombrías de Noviembre; el viento soplaba con violencia, azotando los copudos árboles que rodean la casa paterna, y una abundante lluvia daba contra los cristales de las ventanas. Nuestra cena frugal había terminado, y toda la familia estaba sentada al rededor del hogar. Una observación de mi sensible madre sobre, aquella espantosa noche, y los naufragios que tal voz ocasionaría, despertó en nosotros la idea de los padecimientos que mi padre había experimentado siendo prisionero de guerra en España, y que le habíamos hecho contar tantas veces. Rogámosle todos a una vez que nos recordase algunos de aquellos sufrimientos. ¡Cuántas veces mis jóvenes hermanas, fija la vista sobre mi padre, o la cabeza inclinada para ocultar las dulces lágrimas que se deslizaban por su rostro, le habían escuchado noches enteras, sin que el sueño pudiera rendir sus párpados! Significamos pues a mi padre el deseo de que nos revelase algunas nuevas circunstancias de su larga y triste cautividad, o más bien que nos hiciera de ésta la historia seguida y detallada.
Para vencer su repugnancia nos valimos de todos los medios, haciéndolo comprender que así los sucesos se grabarían en nuestra imaginación con más orden y concierto, y nos excitarían más poderosamente a bendecir la divina Providencia, que le había conservado en medio de tantos peligros. ¿Quién sabe, le decíamos, si alguno de vuestros hijos está destinado a sufrir tan duras pruebas, y si en medio de la tribulación y del peligro, el recuerdo de esos males y del valor y resignación con que los supisteis arrostrar, nos serviría de un gran ejemplo? Nosotros quisiéramos continuar siendo dignos de vos: para ello volveremos nuestros ojos al cielo, y cesará la tempestad, dominada por la paz de nuestro corazón! Nuestro buen padre cedió a la suplica, y empezó su narración, en medio del silencio más profundo.
«Lo que me pedís, dijo, despierta en mi alma diversas emociones: he podido experimentar que no se evocan sin una especial satisfacción los recuerdos de la infancia y de la juventud, y que place la memoria de las satisfacciones y amarguras de nuestros mejores años; pero creo que se refieren con más gusto los males y peligros en que nos hemos encontrado. Contaros todo cuanto he sufrido no me será por lo tanto enojoso; lo único que podrá serme sensible será el recuerdo de tantos compañeros de armas y amigos desgraciados, leales y sinceros, arrebatados por la miseria y el hambre en los pontones de Cádiz o sobre los peñascos de Cabrera. Os prometo sin embargo hacerme superior a mí mismo y contároslo todo. Las escenas serán a menudo terribles, algunas espantosas, muy rara vez alegres y agradables: pero tened valor para escucharlo, y bendecid a la divina Providencia que sabe sostener a los débiles en medio de tan terribles pruebas.
»Un año hacia tan solo que me había ausentado, arrancándome a las lágrimas de mi inconsolable familia, para unirme a la primera Legión organizada en Lille; y cerca de seis meses que dejara el suelo de la Francia y penetrara en España, cuando ocurrieron los sucesos de Bailén, en cuyos campos caímos prisioneros. Habiendo entrado por Bayona, atravesamos la Vizcaya, Castilla la Vieja y la Nueva, y penetramos después en Andalucía. El esplendente sol de España, que vierte torrentes de luz a través de un aire puro, mientras se desliza dulcemente por un cielo sin nubes; la belleza de sus campiñas, unas veces llanas y extensas como un hermoso lago rodeado de peñascos, otras interrumpidas por olivares y naranjales siempre cargados de flores y frutos; lo pintoresco de las montañas, algunas veces cortadas a pico y otras prolongando fértiles sus faldas hasta muy lejos en la llanura; peñascos escarpados que era preciso trepar, y terribles gargantas en donde penetrábamos temblando; toda esa naturaleza tan bella y majestuosa había distraído a menudo nuestro cansancio y dulcificado los horrores de la guerra.
»Habíamos sin embargo experimentado en algunas circunstancias penosas impresiones, las cuales no creo se borren jamás de mi memoria. En los desfiladeros en donde las guerrillas habían sorprendido algún destacamento francés, he visto cuerpos mutilados y miembros esparcidos sobre el camino para demostrar el odio que animaba al pueblo contra nosotros; pero este nos era bastante conocido. ¿No habíamos tenido que combatir a las guerrillas sobre los montes, en los barrancos, a la entrada de los bosques, en todos los parajes en que era posible embarrancarse u ocultarse algunos hombres? ¿No sabíamos ya que cada labrador, que cada ciudadano era un soldado siempre armado y pronto a disparar sobre los franceses, y a degollar un rezagado y ponerse en fuga? En la guerra de España el pueblo había visto, no una guerra de un Estado contra otro Estado, no una contienda de reyes, sino una guerra de nacionalidad; el sentimiento patriótico había exaltado todos los ánimos llegando al más alto grado, y cada hijo de España había consagrado su sangre a la defensa de la patria. Hostilizar las tropas francesas, sorprender los convoyes, espiar a los forrajeadores, matar a los que por el cansancio, la enfermedad o las heridas quedaban rezagados en las marchas era obligación sagrada para el habitante de aquellos campos. ¡Ah! ¡Cuán terrible es una guerra cuando se tiene a todo un pueblo por enemigo!
»Como os decía, seis meses después de nuestra entrada en España, nos hallábamos bajo el hermoso cielo de Andalucía, en el centro mismo del teatro de la guerra; nuestro cuerpo de ejército, fuerte de treinta mil hombres, estaba dividido en tres divisiones, compuestas cada una de diez mil. La primera de las órdenes del general Dupont, encargado además del mando en jefe, se hallaba situada en Andújar; la segunda de que yo formaba parte a las del general Védel en Bailén, y la tercera mandada por el general Gobert, en la Carolina.
»Destacados en número de tres mil trescientos hombres sobre Jaén, situado a seis leguas de Bailén, tres veces durante tres días habíamos tomado, perdido y vuelto a recobrar la ciudad, a pesar de nuestra gran inferioridad numérica; pero la noche del tercer día se nos anunció la llegada del general Castaños con doce mil hombres, y la retirada fue imprescindible. En nuestra precipitada fuga tuvimos que abandonar los heridos, a pesar de que sabíamos la triste suerte que les aguardaba; también lo comprendían aquellos desgraciados, así es que al saber nuestra marcha y ver los preparativos de ella, prorrumpieron en lamentos y gritos de desesperación que nos desgarraban el alma. Suplicaban a los oficiales y soldados que no les abandonasen, pero era imposible llevarlos; nos esforzamos en hacerles vanas promesas, pero teníamos que volver la cabeza para ocultar las lágrimas que inundaban nuestros ojos. Recuerdo que en aquel terrible momento fui reconocido por un desgraciado que me llamó por mi nombre —«Te ruego, me dijo, tengas piedad de mí,»—Ven conmigo pronto, le respondí, y yo te ayudaré.»—El insensato buscaba un saco del cual quería sacar un abrigo que allí tenía. En vano le ofrecí el mío, no quiso marchar sin el suyo, sin duda porque tendría en él algún dinero: quedóse pues allí, y dos días después reconocíle en medio de las víctimas de aquella carnicería! ¡Su cuerpo estaba mutilado! ¡Maldito dinero!
»No bien hacia algunas horas que nos habíamos puesto en marcha, una multitud desenfrenada de paisanos que precedía a Castaños cayó sobre nuestros heridos. Por fortuna el general español les seguía de cerca, para evitar la efusión de sangre, y les arrebató los que aún estaban con vida, haciéndolos conducir al hospital. Cuando volvimos a Bailén, la segunda división que se hallaba intacta, quiso penetrar hasta la primera, bloqueada en Andújar: se hicieron con este objeto algunas marchas y contramarchas en combinación con la tercera división, que se encontraba en la Carolina dispuesta a sostenernos, pero sea a causa de los peligros que corríamos, sea porque no lo quisiese nuestro general, no pudimos llegar allí, y retrocedimos cinco o seis leguas más atrás de Bailén, sobre el camino de la Carolina. Mientras tanto el general Dupont aceptaba una capitulación; pero lo que nos pareció muy raro y nos hizo sospechar siempre una traición, fue que las divisiones segunda y tercera todavía completas e intactas y que no estaban bloqueadas, se sometiesen a las condiciones hechas a Dupont. Si estas divisiones no podían libertar a la primera, debían al menos haber intentado la retirada, pues que muchos escuadrones así lo hicieron y el resultado demostró que esto era posible.
»Durante dos días tuvieron lugar frecuentes encuentros entre ambos ejércitos, y el movimiento de los parlamentarios era casi continuo. Nuestro Estado Mayor se oponía a la capitulación, y el General se desesperaba o parecía desesperarse al ver aquella oposición, qui ferait massacrer decía toda la primera división.
»Por fin el 22 de Julio de 1808 fue firmada la capitulación, consignándose en sus principales artículos que todas las clases, desde la más elevada hasta la más ínfima, conservarían sus armas; que los haberes serían religiosamente satisfechos; y que nuestro cuerpo de ejército, conducido a Cádiz, sería desde luego embarcado para Francia con armas y equipo, bajo palabra de no combatir más contra España. Mientras que dos generales franceses negociaban esta deshonrosa capitulación, José, hermano del emperador, hacia como rey de las Españas su primera entrada en Madrid, por haber sido llamado a cambiar el trono de Nápoles con el de España por el Gran Consejo de Castilla, la Junta de Madrid, y la mayor parte de los dignatarios que habían acompañado a Bayona, ya al rey Carlos ya a su hijo Fernando. El día 7 de Julio prestaba juramento ante los diputados de todas las provincias, y el 9 abandonaba la Francia y entraba en sus nuevos Estados. Pero la nación española, más que ninguna otra del mundo, estaba entonces unida a sus legítimos príncipes: los tratados de Bayona no fueron muy de su agrado, y se levantó como un solo hombre proclamando por rey a Fernando VII: de manera que no bastó la presencia del gran duque de Berg príncipe Murat en el centro de España, sino que fue preciso además todo el tesón del mariscal Bessière para facilitar a José el camino de Madrid.
»La primera noticia que recibió en aquella corte, en la que entró el 20 de Julio, fue la de la capitulación de Bailén, que debió ser para él de un efecto terrible.
»Sublevóse enseguida la Junta de Sevilla, llevada del entusiasmo más exagerado; y conculcando por completo el derecho de gentes, osó violar la capitulación firmada por Castaños. Su audacia excitó en toda España una reacción convulsiva que llegó a convertirse en una guerra de verdadero exterminio. Los atentados más horribles ensangrentaron las principales ciudades, y José el día 1º de Agosto se vio obligado a abandonar a Madrid y refugiarse en Vitoria.
»Los acontecimientos de Bailén y la audaz actitud de la Junta de Sevilla, tuvo ramificaciones hasta las orillas del Báltico. El marqués de la Romana, a las órdenes de Bernadotte mandaba allí un cuerpo de ejército de quince mil españoles; y creyendo oír la voz de la patria que le llamaba, se embarcó secretamente con sus tropas en algunos buques ingleses que le condujeron a España, en donde se convirtió en uno de nuestros más encarnizados enemigos. Así es que la falta de habilidad o la perfidia comprometieron el trono del rey José, al paso que nos prepararon males sin cuento. A la capitulación había seguido inmediatamente una escena bastante humillante para el ejército francés, que a pesar de sus pérdidas contaba todavía con veintidós mil combatientes, obligándonos a deponer las armas, y a desfilar en presencia de las tropas españolas y de una gran multitud de paisanos que nos colmaron de ultrajes y de insultos. ¡Ah! Hijos míos ¿cómo os pintaré la noble indignación que hervía en nuestros corazones, lastimados por la insolencia de aquellos españoles, de quienes el número y la traición nos había hecho esclavos? Nosotros, franceses generosos, que habíamos arrostrado todos los peligros y fatigas; nosotros que habíamos visto con indignación firmar un tratado tan humillante, hallarnos en poder de aquellas bandas desordenadas, de aquellas numerosas partidas que habíamos derrotado cien veces desalojándolas de sus guaridas! ¡Ah, esto era demasiado!... Pero ¿qué podíamos hacer desarmados como estábamos? Era preciso devorar en silencio la vergüenza y el insulto.
»Sin embargo la capitulación pareció tener un principio de ejecución; todas las clases habían conservado sus armas, las superiores la espada y las inferiores el sable; los víveres también fueron desde entonces distribuidos con exactitud, y satisfechos los haberes con regularidad. Además de una ración de pan, cada soldado recibía diariamente media peseta, pero esta exactitud no fue de larga duración.
»El día que desfilamos con tanto pesar por delante del ejército enemigo de Bailén, habíamos ido a hacer noche dos leguas más allá; desde el siguiente, divididos en columnas de seis a ocho mil hombres, fuimos conducidos a nuestros respectivos acantonamientos, escoltados por tropas regulares; pero ¡ay! esas escoltas eran demasiado cortas para protegernos eficazmente contra el furor popular; la exasperación contra los franceses era tal, que las poblaciones enteras corrían a nuestro encuentro para llenarnos de imprecaciones y de injurias, apedrearnos, y caer de sorpresa sobre los rezagados para degollarles; ¡cuántos perecieron de este modo víctimas de aquellas masas, no obstante de que éramos del todo inofensivos, y de que cada columna llevaba su escolta! El furor de los pueblos contra nosotros había llegado a un grado apenas concebible, y todos reclamaban como una gran distinción el placer feroz de bañarse en nuestra sangre. Más de una vez hicieron cerner la muerte sobre nuestras cabezas; y creo que a pesar de las tropas que nos protegían, si el terror que inspiraba el nombre francés no les hubiese detenido, la Andalucía hubiera sido la tumba de los veinte y dos mil prisioneros de Bailén. En aquel entonces se hablaba de cierto ejército numeroso que en breve debía emprender nuevamente la conquista de España, y temieron sin duda las represalias. A esto se debió indudablemente nuestra salvación, si es que no fue la Providencia que velaba sobre nosotros y sobre la España, evitando a esa nación un gran crimen, y proporcionándonos a nosotros aquellos días de prueba, que arraigan el deber en los corazones extraviados y enriquecen de virtudes y méritos el corto número de aquellos que depositan en Dios su confianza.
»Una vez instalados en los acantonamientos, la exasperación fue aplacándose poco a poco en torno nuestro; pudimos salir a la calle con mayor seguridad, y hasta dedicarnos a diferentes trabajos, en los cuales quisieron emplearnos algunas personas generosas y compasivas; porque es preciso hacer justicia a la mayor parte de los españoles que ocupaban buena posición, pues son humanitarios y caritativos. Cierto es que la religión y las virtudes que ella inspira son tradicionales en esas familias, que fueron para nosotros poderosa salvaguardia en aquellas difíciles circunstancias y en los momentos de peligro. Las importunidades que experimentaron algunos de nosotros, fueron hechos aislados que nada prueban contra la eficacia de su protección.
»Los insultos del populacho no eran nuestro único tormento, la administración también tomó parte activa en aquellas demasías. Empezó por la pesquisa y confiscación en los acantonamientos franceses de todo cuanto creyeron obtenido por el saqueo, despojándonos también de toda la moneda española que teníamos; y como no poseíamos ya ninguna francesa, esta investigación hecha tan de improviso y con un rigor excesivo, nos dejó enteramente sin recursos. No fue esto suficiente, pues en breve se procedió a una operación mucho más triste para nosotros, pues nos obligaron al entrego de nuestras armas que, según un artículo de la capitulación, debíamos conservar.
»Mientras tanto los ejércitos franceses avanzaban por el interior de España, y la Junta de Sevilla, temiendo vinieran sobre nosotros, dio la orden de que dejásemos los acantonamientos y nos hizo marchar a Cádiz, desde donde, según se decía, debíamos ser embarcados para Francia. ¡Ah! ¡Cuán culpables son aquellos que tienen el triste valor de hacer concebir tales ilusiones a los corazones desgraciados! Se nos había dicho y repetido que muy pronto recobraríamos la libertad y la patria; y lo oíamos tan a menudo, que llegamos a creerlo. Parecía que respirábamos una atmósfera más pura, y la alegría había renacido en nuestro corazón. Unas semanas más, decíamos, y pisaremos de nuevo el suelo de la Francia.
Estaba viendo ya en mi imaginación el camino que debía conducirme al seno de la familia; me parecía también divisar en lontananza los bosques que dominan mi país, reconocía las copas de los árboles, las verdes colinas y hasta los zarzales que habían sido testigos de los juegos de mi infancia; oía el sordo murmullo de la Somme que baña mi pueblo natal; recordaba a mi padre, a mi madre, a mis hermanos y hermanas y me veía estrechado tiernamente entre sus brazos y mi corazón palpitaba de gozo y era ya feliz! Pero, ¡oh, cruel desengaño: no era a Francia a donde nos conducían, sino a los pestilentes pontones de Cádiz y a los horribles peñascos de Cabrera.
Nuestra ilusión no duró mucho tiempo, pues al llegar a Cádiz encontramos allí cerca de cinco mil marineros que también habían caído prisioneros; los cuales unidos a las tropas de Bailén, elevaron a veinticinco o veintiséis mil hombres el número de los franceses allí reunidos; la idea de libertad no se había enteramente disipado; soñábamos todavía con nuestra amada patria y la resistencia más horrible, los sufrimientos más atroces, iban a empezar para nosotros. ¡No entraré hoy en este triste cuadro! ¡Demos gracias a Dios, hijos míos, por haberme concedido el suficiente valor para soportar tantas desgracias y redoblemos la confianza en su misericordia!
Velada segunda
Cada uno de nosotros ansiaba ardientemente que llegase la siguiente velada, así es que la cena quedó muy pronto terminada y como la noche anterior, cada cual ocupó su puesto alrededor de la lumbre. Mi padre colocado a la derecha, teniendo a su lado a mi hermano menor, quien apoyado un brazo sobre sus rodillas y la vista fija en él; parecía aspirar cada una de sus palabras; mi madre en el centro estaba rodeada de sus dos hijas menores y los demás de la familia ocupaban el lado izquierdo del hogar. Establecido el silencio, mi padre, tomó la palabra en estos términos.
«Lo que ayer os referí, es nada en comparación con lo que hoy tengo que contaros; si os falta la serenidad para contemplar las tristes escenas de los pontones, sabed que se necesitaba muchísima más para sufrirlas. Ya os dije, que nos hallábamos reunidos en Cádiz muy cerca de veinticinco mil prisioneros franceses; una parte de estos fueron encerrados en la Isla de León, situada sobre el litoral de Cádiz y tan inmediata, que puede decirse forma parte de dicha ciudad; pues bien, al cabo de unas tres semanas nos condujeron a los pontones y empezaron para nosotros los días de amargura...
Estos pontones, eran unos grandes navíos de guerra de tres puentes, desarmados y sin obra muerta, que los españoles convirtieron en prisiones flotantes, hacinándonos en cada uno de ellos en número de mil ochocientos a dos mil hombres. Sería al anochecer cuando llegamos al nuestro; la sentina, el primer puente, y el segundo llamado comúnmente el entrepuente, todo estaba ocupado y nos hallábamos tan oprimidos que en medio de la obscuridad en que nos encontrábamos, la primera noche; fue materialmente imposible acostarnos; las siguientes tomamos nuestras medidas a fin de poder obtener algún descanso. No teníamos ni hamaca, ni jergón, pero era preciso acostarse; el suelo dijimos, nos servirá de cama: el terreno era bastante escaso y se acordó que nos colocásemos en dos filas, vueltas la una contra la otra, tocándose por los pies; y que en los huecos que dejaran se colocase una tercera fila de hombres que tuviesen los pies hacia el pecho de los de la primera y la cabeza de los de segunda. A pesar de tan bien combinadas medidas era preciso que nos acostásemos todos a la misma hora y sobre un mismo lado y cuando cansados de una posición tan penosa queríamos volvernos del otro lado, el movimiento era mandado en la misma forma que una maniobra militar: durante el día podíamos pasear sobre el puente y entrepuente, pero llegada la noche era preciso a causa del frío retirarse al interior del buque para volver a ocupar su sitio.
Todo aquello no era sino el preludio de nuestros males; la atmósfera que debían respirar dos mil hombres hacinados en desorden unos sobre otros, era poco sana y deletérea: la galleta se distribuía con poca exactitud y el agua y las legumbres eran cada vez peores. Sucedía muy a menudo que cuando distribuían las legumbres, no teníamos agua para cocerlas y era preciso aguardar tres o cuatro días; y cuando teníamos el agua, faltaba la leña y era preciso esperar todavía más, por manera que no comíamos sino legumbres averiadas que contribuían poderosamente a contaminar más la pesada atmósfera que respirábamos; añadid a todo esto los frecuentes ayunos que nos obligaban a hacer y las largas privaciones de agua dulce para apagar la sed y refrescar nuestros abrasados estómagos y tendréis una idea de nuestra situación.
Con respecto al aseo, os diré que anclados a tres o cuatro kilómetros de la orilla, privados de toda comunicación con la tierra, sin vestidos, sin ropa blanca, sin agua para lavar lo que teníamos, devorados todos por las enfermedades más asquerosas, nos vimos muy pronto reducidos a un desaseo excesivo. Este y un régimen tan poco saludable como el nuestro, debían engendrar la miseria: ésta nos invadió muy pronto, espantosa e increíble, pero no pretenderé pintaros nuestro estado de entonces, pues mi corazón lo rechaza y vosotros no podríais escucharme.
Al cabo de pocas semanas, una violenta disentería vino a colmar lo horroroso de nuestra situación: hasta entonces nuestros enfermos habían sido conducidos a los hospitales de Cádiz, pero la disentería hizo tan gran número de ellos y ofrecían a la población un aspecto tan repugnante los que eran atacados de esa enfermedad, que las autoridades quisieron evitarlo y los pobres prisioneros tuvieron que quedar abandonados y sin auxilio en los pontones: para complemento de infortunio, ni siquiera pudimos prodigarles los cuidados que hubiéramos deseado y hasta nos fue imposible a pesar de la compasión que sentíamos, el conservarlos a nuestro lado, pues las emanaciones impuras que infestaban el aire, no hubieran tardado en desarrollar la peste y debíamos evitar ese peligro. Una parte del puente fue cedido a los enfermos y allí muchos de aquellos desgraciados fueron a esperar en medio de la desesperación el fin de todos sus males. Conocían perfectamente la terrible epidemia que padecían y al ver la suerte de los que antes habían sucumbido ¿cómo era posible tuviesen la más remota esperanza de salvación? Como la disentería extendía cada vez más sus estragos, cada día también con el corazón partido de dolor y arrasados los ojos de lágrimas, conducíamos a aquel local a los abandonados, según la expresión adoptada entre nosotros; en el momento de separarnos, cambiábamos un adiós reprimido y silencioso apretándonos la mano y aquel que estaba enfermo lloraba, recordando al amigo que perdía, a su pobre madre que no volvería a ver, a la Francia que no recogería sus cenizas: y aquel a quien la enfermedad no había herido, se volvía diciendo «este mañana habrá dejado de existir, el mar sepultará sus restos y tal vez yo ocuparé su lugar» al mismo tiempo con los ojos humedecidos por el llanto, se volvía hacia el cielo y escapándosele un ardiente suspiro de su corazón ¡Dios mío, decía: sednos propicio! Porque en la horrible situación en que nos encontrábamos era imposible la impiedad. Comprendíamos que solo Dios podía ayudarnos y reanimar nuestro valor y por esto volvíamos la vista hacia él, comprendiendo que en el momento de presentarnos ante su tribunal necesitábamos de su misericordia y por lo misino la implorábamos.
»La sola idea do ser conducidos al local de los abandonados encerraba tanta desesperación y era tan terrible, que bastaba para causar la muerte: he aquí un suceso que yo mismo presencié. Un soldado llamado Coulange, fuerte y robusto, pero de un carácter tímido había durante la noche experimentado algunos síntomas de la epidemia; a la mañana siguiente los que estaban a su lado se lamentaron de la incomodidad que les había dado, indicándole que debía irse con los otros enfermos: Coulange suplicó y protestó que no tenía disentería, ofreciendo tomar tantas precauciones que nada podría sucederle, pero aquellos imprudentes y severos hombres quisieron echarlo a la fuerza a los abandonados; el espanto se apoderó del desgraciado Coulange que quedó desvanecido en sus brazos; quisieron levantarle, pero había dejado de existir.
»De cuantos fueron atacados en nuestro buque, solo uno recuerdo que pudo salvarse: era este un soldado de caballería en extremo robusto, el cual permaneció sobre el puente tres días y tres noches, pero fue un caso extraordinario, porque casi todas las mañanas se veían arrojar al mar a los que allí habían sido conducidos la víspera: al ver sus camaradas que tanto había resistido a la muerte lo tomaron a su cuidado y consiguieron salvarle, pero os repito que es el único caso que ocurrió.
»Mientras tanto iba en aumento el número de defunciones diarias hasta llegar en cada buque de guerra a quince, veinte, treinta y hasta cuarenta; por manera que venían a arrojarse al mar unos trescientos o cuatrocientos hombres todos los días. Estos cadáveres después de haber estado flotando más o menos tiempo a merced de las olas, eran recogidos en las redes de los pescadores o arrojados sobre las orillas. En vez de esas dulces emociones de vida y regocijo que se acostumbra a respirar en las costas con la primera brisa de primavera, no se encontraba allí más que el horror y el espanto: el aire puro y sereno, las aguas que se precipitaban, rompían y hacían saltar espumosas olas como si fueran corderos que jugueteasen; el sol sumergiendo su grandioso disco de fuego en el mar y el ave marina que con sus alas rozaba alegremente las olas, inútilmente invitaban a disfrutar del fresco de la nueva estación, ni al fatigado mercader, ni a las familias acomodadas; pues las playas cubiertas de lívidos cadáveres, presentaban un aspecto horrible. La ciudad conmovida lanzó un grito de indignación, se preocuparon las imaginaciones y creyendo que los pescados se alimentarían de carne humana nadie, quiso ya comerlos, estremeciéndose a la sola idea del que antes hubiesen podido comer. Y los pescadores ¿qué hacer con su pescado? Quedamos sorprendidos al ver voltejear alrededor de nuestros pontones a multitud de embarcaciones que vinieron a ofrecérnoslo a tan bajo precio sin adivinar nosotros la causa, que parecía que lo que deseaban era venderlo de cualquier modo: la prohibición de echar ningún cadáver al mar y las medidas que se tomaron después para llevárselos, explicaron muy pronto aquel misterio.
»Estas medidas vinieron a añadir a nuestros males un espectáculo más doloroso; se dispuso que una embarcación vendría a llevarse los muertos, pero esta no venía todos los días y al dejarlos a bordo nos exponían a un contagio del cual no saldríamos mejor librados que los habitantes de la ciudad; se amarraron unas cuerdas a la obra muerta y tan pronto como un enfermo moría era atado por uno de sus miembros a una de aquellas cuerdas y lanzado al mar en donde aguardaba que la embarcación viniese a recogerlo para darle sepultura.
»La semejanza de destino de aquel horrible barco con el de Carón el marinero de los muertos, según la Mitología, hizo que se le llamase el barco de Carón, además de que los hombres groseros que lo tripulaban, especie de furias repugnantes, al apoderarse de su presa nos decían con sonrisa sardónica y cruel «todos vosotros vendréis en este barco.»
»La vista de aquellos cadáveres pálidos, lívidos, atados por uno de sus miembros y movidos por las aguas, unas veces en la superficie y otras cubiertos por las olas no dejando ver más que sus inciertas formas ¡qué terrible impresión me causaban! Me parecía ver a la muerte luchando cuerpo a cuerpo con nosotros y ahogando en sus brazos a cuantos cogía con sus nudos malditos.
»No era por cierto el continuo peligro de la muerte el que más me contristaba pues nos habíamos acostumbrado ya a él y los males que sufríamos nos la hacían casi desear; lo que sí nos entristecía de veras era el vernos privados al morir de los auxilios de la religión, y creo firmemente que si hubiese tenido a mi lado un sacerdote para bendecir mis últimos momentos, la hubiera esperado con toda calma y tranquilidad, pero encontrarse, aquel que había recibido una educación cristiana, enfrente de la eternidad, sin poderse preparar para los sacramentos ¡qué situación tan terrible! ¡Afortunadamente cuán bueno ha sido Dios para mí que me ha conservado en medio de tantos peligros! Sí, hijos míos, tened confianza en Dios y nunca os faltará su protección.
A estas sencillas y tiernas palabras, todos levantaron los ojos al cielo dando gracias a Dios por habernos conservado a nuestro buen padre y después de una breve pausa, durante la cual no se oyó el más leve rumor, continuó mi padre en estos términos.
«Al cabo de algún tiempo, la tristeza, el estupor y la consternación desaparecieron, pues nos habíamos ya familiarizado con la muerte; la vista de cadáveres flotando sobre las aguas y la llegada de la lúgubre embarcación nos había dejado fríos e insensibles; el exceso de nuestros padecimientos había embotado nuestros sentidos y adormecido nuestras facultades, cayendo en una indiferencia que más bien parecía delirio; reapareció el carácter nacional y nos volvimos alegres y joviales, pero había algo de sombrío y aun de feroz en estos accesos de alegría ruidosa e insensata en presencia de la muerte; era casi la estupidez y la locura o el delirio de una fiebre maligna o de desesperación.
»Hijos míos he visto la guerra y me he preguntado en que consiste lo que se llama valor y de donde nace ese ardor, ese furor tranquilo que no es ni cólera ni rencor y que impele al soldado a matar a hombres que ni siquiera conoce, o a dejarse matar por ellos. El valor en la guerra no lo comprendo bien y sin embargo lo admiro; pero la serenidad para luchar contra la miseria y la muerto es mucho más difícil. El valor en la guerra de cualquier clase que sea es una especie de fiebre que se apodera del hombre en el momento del peligro y en presencia del enemigo que tiene delante de sí para combatirle, pero en la prolongada lucha que fue preciso sostener a bordo de los pontones, era un adversario invisible y sin forma ¡ah! ¡Cuán difícil es tener valor en semejante lucha y a cuántos he visto abatir y sucumbir en la demanda! Para poderse sostener era necesaria una fuerza sobrenatural, la fuerza que tan solo da la fe; pero la de una generación educada en medio de la tormenta revolucionaria no era del todo ferviente y a menudo se la veía debilitar; sin embargo Dios tendió sobre nosotros una mirada compasiva, tuvo lástima de nuestra debilidad y nos sacó de aquella morada de muerte y horror: verdad es que nuestra posición no debía mejorar gran cosa, pero al menos, fue algo menos desesperada.
»Cuatro meses hacía que nos hallábamos a bordo de los pontones de Cádiz, en donde habíamos visto reducirse nuestro número a menos de la mitad cuando se nos sacó de allí para conducirnos a la isla de Cabrera: mientras os relato mañana, el modo como no morimos todos allí, atestiguamos a Dios nuestro reconocimiento por la especial protección que me ha dispensado en medio de los horrores de tan pestilentes prisiones.
Velada tercera
Al terminar mi padre la historia de los pontones nos invitó a dar gracias al Soberano Señor de todas las cosas, y nuestra última idea antes de que se apoderase de nosotros el sueño, así como la primera al despertar, fue de reconocimiento hacia Dios. Por la noche, después de dedicar algunos instantes a la expresión de los mismos sentimientos, continuó su interrumpida narración de esta manera:
«Al saber el Emperador el mal estado en que se hallaban los asuntos de España, había resuelto marchar en persona a restablecer el orden y tomar la dirección de la guerra: desde que el día 4 de Noviembre de 1809 salvara la frontera le había acompañado la fortuna: así es que reunidos les ejércitos franceses proseguían sus rápidas conquistas subyugando las plazas más poderosas; unas semanas más y Napoleón seguía su victoriosa marcha hasta los confines de Andalucía y la guerra de España tan larga y fatal para el Imperio podía considerarse terminada; pero el gran Árbitro de los pueblos y de los reyes había decidido otra cosa.
»Mientras que el Emperador se creía en vísperas de ver a los ingleses fuera del continente, fomentaron estos contra él una nueva coalición en el Norte; a mediados de Enero se ve obligado a marchar a París y de allí a las orillas del Rhin abandonando precipitadamente a España y dejando a José y al mayor general Jourdan el cuidado de ultimar la conquista. Esta precipitada marcha reanimó a los españoles y entibió la rapidez de nuestros asuntos y mientras los franceses ocupaban algunas ciudades importantes que todavía se resistían en las provincias sometidas, los españoles se preparaban a una nueva lucha que debía estallar por Mayo. Entretanto la Junta de Sevilla comprendiendo que al ocupar las tropas imperiales a Extremadura, una victoria cualquiera podría abrirles el paso de Andalucía y llevarlos hasta Cádiz, determinó que los prisioneros fuesen trasportados a las islas Baleares: cuya medida fue por parte de la Junta muy prudente, pues que, algunos meses después, Andalucía fue invadida, subyugadas las provincias del mediodía y los franceses dueños de Cádiz.
»Dos pontones se encontraban todavía en aquella rada; el Castilla la Vieja que tenía a bordo a muchos oficiales se aprovechó de una noche oscura y de un viento favorable, cortó las amarras y fue a fondear en el puerto de Santa María, en donde se hallaba el ejército del mariscal Víctor; el segundo intentó imitarle y empujado por las olas trató de abordar a la misma playa, cuando una ráfaga de viento lo hizo zozobrar al mismo tiempo que el centinela del fuerte descubría al buque fugitivo, y haciendo dirigir sobre él una batería lo destrozó y echó a pique: de los novecientos hombres que iban a bordo, trescientos a lo más fueron salvados por algunas pequeñas embarcaciones que los franceses mandaron en su socorro.
El temor de una sorpresa hizo apresurar nuestra partida; veintisiete buques que sólo se distinguían entre sí por un número de orden fueron aparejados precipitadamente y vinieron a tomarnos para conducirnos a Mallorca; dos fragatas, una española y la otra inglesa, escoltaban el convoy y custodiaban los prisioneros. A los ocho días de hallarnos en el mar habíamos desembocado el estrecho de Gibraltar y nuestro viaje se iba haciendo tranquilamente cuando a eso del anochecer un fuerte chubasco vino a descargar sobre la flotilla; nuestro capitán dispuso aferrar las velas lo más pronto posible pero era demasiado tarde pues la tempestad estaba ya sobre nosotros, la nube se desgarraba y de su interior se precipitaban aterradores el rayo, el granizo y los vientos: los masteleros de juanete quedaron hechos pedazos y el buque se inclinó sobre un costado; los marineros desatinados abandonaron la maniobra y prorrumpieron en gritos desgarradores al mismo tiempo que una gran cantidad de agua bajó hasta nosotros por las escotillas abiertas y creíamos haber zozobrado. El desorden y la confusión llegaron a su colmo y el espanto aterró los corazones ¡Dios de bondad tened piedad de nosotros! ¡Dios todopoderoso, único refugio nuestro, salvadnos! Éste era el grito que por do quiera se oía; pero hijos míos, así como es grandioso ¡cuán terrible es el espectáculo del mar durante la tempestad! No, nada aviva más profundamente en el corazón del hombre el sentimiento del temor de Dios; así como nada daría más alta idea de la majestad divina al que pudiese contemplarlo con tranquila serenidad.
En aquel conflicto el capitán reclamó nuestra ayuda en razón a que el buque estaba inclinado a un lado por la vela del palo mayor que hinchaban el granizo y el viento, la cual a fuerza de grandes trabajos conseguimos sujetar y que se enderezase algo, pero nos vimos obligados durante toda la noche a hacer contrapeso para mantenerlo en equilibrio. Nuestro capitán había cometido una gran imprudencia, pues que teniendo su buque lastrado con pipas de agua dulce, había olvidado rellenarlas a medida que se iban vaciando, lo cual pudo ocasionar nuestro naufragio
La tempestad había dispersado los buques, los cuales más o menos maltratados se refugiaron ya en Gibraltar, ya en Alicante y Málaga, en cuyos puntos se dedicaron a reponer sus averías, emprendiendo de nuevo nuestro viaje. Mientras que la pequeña flota se reponía, algunos marineros franceses que se hallaban reunidos en bastante número a bordo del nueve, quisieron aprovecharse del trastorno que todavía reinaba e intentaron reconquistar la libertad por medio de la astucia; en una noche oscura se apoderaron de la tripulación, se separaron del convoy y desaparecieron: muy lejos se encontraban ya, cuando llegado el día hizo ver a los españoles que faltaba uno de los buques; desgraciadamente para los fugitivos, ese no era muy velero y habiendo salido la fragata inglesa en su persecución, lo condujo cautivo al cabo de dos días.
Llegados a Mallorca supimos con satisfacción que nuestro regreso a Francia era cosa resuelta: pero sea que la Junta de Sevilla temiendo la cólera del Emperador, hubiese tenido la idea de poner término a la deslealtad de que se había hecho culpable respecto de nosotros; sea que creyese que un canje de prisioneros sería desde luego aceptado, es lo cierto que cinco navíos de trasporte capaces de contener cada uno quinientos prisioneros, se hallaban dispuestos a marchar: mas como nosotros éramos en número mucho mayor para ir en un solo convoy, la suerte fue la encargada de señalar a los que debían efectuarlo en el primero. Todos los corazones aguardaban con la más viva ansiedad la decisión... ¡el número 10 es el favorecido! ¡Gracias, Dios mío, gracias! Al fin volveremos a ver a Francia, a nuestra Francia querida ¡dentro de unos días recobraremos nuestra libertad! Nuestras penas fueron olvidándose; el gozo reanimó nuestros corazones: y, sin embargo, todo aquello no era más que vana ilusión!...
Bien es verdad que fuimos conducidos a bordo de uno de aquellos trasportes y que allí se embarcaron también los oficiales que iban en las peores embarcaciones; que los mástiles se hallaban levantados y un viento favorable hinchaba las velas, jugueteaba y se dejaba sentir en sus vergas; que por primera vez el cañón había anunciado ya las señas de partida, ¡ojalá vuelva a dejarse oír y el ancla se levara!... Todos mis amigos a mi alrededor se entregaron a la más alegre expansión y aumentaron involuntariamente la envidia y el pesar de los infelices que aún se quedaban; por mi parte hacía esfuerzos sobre mí mismo y no pude siquiera conseguir el menor arrebato de una franca y verdadera alegría: un fatal presentimiento cubría de tristeza mi corazón. Iba a darse la última señal, cuando una goleta llegó a Palma, ligera como una golondrina de mar... ¡Ya no hay partida ni canje! ¡Qué terrible desgracia! ¡Qué engaño tan cruel! Si no me hubiera sostenido Dios en aquel trance, no hubiera podido sobrellevar tamaño contratiempo, y no obstante permanecí dentro de los límites de la moderación, levanté mi espíritu y mi corazón hacia el cielo, puse mi confianza en la Divina Providencia y me encontré resignado y consolado: muchos otros que se habían entregado a más viva alegría cayeron en el mayor desconsuelo y aflicción que más tarde degeneró en una tisis. ¡Infelices! ¡No sabían rezar!
«Si los españoles creyeron posible un canje de prisioneros, demostraron que conocían muy poco la arrogancia del Emperador. ¡Cómo! Napoleón que al recibir en Burdeos la noticia de la capitulación de Bailén había exclamado: ¿Por qué los generales franceses no han preferido morir, antes que firmar tales condiciones? ¡Quisiera lavar esta deshonra a costa de toda mi sangre! Napoleón que el 3 de Diciembre ante los muros de Madrid decía al parlamentario de aquella villa: ¡Cómo se atreven los españoles a hablar de capitulación cuando la han violado? Y vos, M. de Morla, ¿por qué no habéis exigido a la Junta de Sevilla que me devolviese mis tropas de Bailén y mi escuadra de Cádiz? Napoleón en manera alguna quiso proponer un canje, porque lo consideraba un acto de debilidad.
«Mientras tanto ¿qué hizo con nosotros la Junta de Sevilla? Vaciló algunos días y muy pronto el resultado de los combates le hizo tomar un partido; éramos demasiados en número para permanecer en Mallorca, y decidió mandarnos a Cabrera para aguardar allí que la suerte de las batallas pusiera en claro el destino de la península.
«Por tal causa fue que este islote se hizo célebre, según la expresión de M. Dumont-Durville, en los nefastos días de nuestros anales marítimos, por el ejemplo de una barbarie política que se prolongó durante seis años a la faz de la Europa, y de la cual fuimos desgraciadas víctimas.
Velada cuarta
Grandes deseos teníamos de conocer la isla de Cabrera, así es que tan pronto como estuvimos reunidos la siguiente noche, tomó mi padre la palabra de nuevo en estos términos:
«Junto a las islas Baleares, a unas siete leguas próximamente al Sur de Mallorca, se encuentra una pequeña isla desierta, o mejor dicho un grupo de montañas agrestes que elevan sus calvas y pardas cúspides sobre el mar; ésta es Cabrera.
«Esta isla, que tiene de extensión apenas una legua cuadrada, parece más bien un banco de rocas que se ha ido extendiendo por encima de las aguas; montañas de granito colocadas unas sobre otras en semicírculo, cortadas a pico por el exterior y prolongando por el interior un flanco árido que desciende hacia el Norte en suave pendiente y avanza a derecha e izquierda como dos brazos, que forman un puerto natural; he ahí la forma de Cabrera.
«Este puerto situado al Norte, enfrente de Mallorca, es una especie de estanque de bastante profundidad y extensión, en donde las embarcaciones de mediano porte encuentran seguro abrigo durante los temporales; por lo demás Cabrera, rodeada de elevados peñascos, los experimenta menos violentos y terribles que las islas vecinas.
«El puerto está dominado por un antiguo y ruinoso castillo que podrá alojar unos treinta hombres y al que dan el pomposo nombre de Fuerte; enfrente del puerto, así como a derecha e izquierda del castillo, se encuentran algunas colinas, únicos parajes de la isla que son verdaderamente susceptibles de cultivo, hallándose también entre los peñascos algunas porciones de terreno que pudieran utilizarse, pero de tan corta extensión, que no merecen mencionarse y en realidad no son sino anchas grietas rellenas de una especie de residuo terroso bajado de las montañas. En cuanto a la tierra vegetal de Cabrera, es ligera, arenosa y poco abundante, sin embargo de que conocimos más tarde que estando situada bajo un sol purísimo y una suave temperatura pudiera hacerse muy fértil con un esmerado cultivo; solamente que la capa de tierra tiene poco espesor para criar espesos bosques ni árboles frutales. Algunos arbustos raquíticos y sin vigor, alguna espesa maleza, césped macilento, helechos en las hendiduras de las peñas, un bosquecillo de abetos ocultos por las montañas; ved ahí poco más o menos lo que contiene el suelo de Cabrera; así es que su aspecto era el más siniestro y sombrío: se hallaba bien en relación con la suerte que nos aguardaba, y era aquél ciertamente un lugar de destierro.
«El 5 de Mayo de 1809, nos hallábamos frente a Cabrera; el sol en todo su esplendor se escondía en el mar, y muy pronto las grandes sombras de los peñascos que se proyectaban sobre el Fuerte y las inmediatas colinas lo cubrieron con tenebroso velo; a pesar de la oscuridad nos hicieron desembarcar, marchándose enseguida los buques que nos habían trasportado y dejando tan sólo en el puerto dos lanchas cañoneras para custodiarnos. Considerad pues a siete u ocho mil prisioneros extenuados por el cansancio, medio desnudos, con la desesperación en el corazón, arrojados con algunas escasas provisiones sobre una playa desierta, en medio de áridas rocas, sin tiendas para guarecernos y sin útiles para construir siquiera una mala choza de ramaje!
«La primera noche fue preciso resignarse, y nos acostamos a la orilla del mar, a la inmediación del puerto: y apenas el sol empezaba a la mañana siguiente a dorar con sus primeros rayos las cúspides de los peñascos, ya nos hallamos de pie dispuestos a empezar nuestras excursiones. Teníamos necesidad de conocer la isla, visitarla, explorarla; ver si estaba completamente desierta, si había en ella edificio alguno o cueva en que albergarnos, o un lugar más agradable que la orilla del mar para establecernos; el antiguo Fuerte con las colinas que le rodean se presentó enseguida a nuestra vista, y calculando que aquel sería sin duda el mejor punto de la isla, decidimos situarnos en él.
«Sin embargo continuamos nuestra exploración a través de los zarzales, malezas y peñascos, y los descubrimientos fueron de poca importancia; habíamos estudiado nuestra isla desde la mayor parte de sus puntos accesibles, y ved ahí poco más o menos el fruto de nuestra jornada: un campo sembrado de trigo sobre la colina que mira hacia el puerto, un burro que pacía tranquilamente en medio de matorrales, algunas cabras que huyeron al aproximarnos, y una fuentecilla de la cual salía un pequeño chorro de agua fresca y clara.
«Según parece los mallorquines apacentaban ganado, en la isla, y obligados los pastores a abandonarla repentinamente para cedérnosla, no tuvieron suficiente tiempo para recogerlo todo; ved ahí explicado el hallazgo del burro y de las cabras abandonadas, así como el campo sembrado de trigo que encontramos; además de que es sabido que Cabrera había sido habitada desde tiempo inmemorial por cabras, pues que su nombre significa evidentemente la isla de las cabras.
«Aunque estos descubrimientos fuesen poco importantes para nosotros, sin embargo, no dejaron de sernos útiles; en primer lugar, las cabras cazadas y batidas por todos lados no tardaron en caer muy pronto a nuestros golpes; el campo de trigo nos indicaba ser aquél un terreno fértil; la fuente debía calmar los ardores de nuestra sed y durante la mayor parte de nuestro destierro ser nuestro único recurso; el burro debía ayudarnos en el trasporte de los maderos, ramaje y todos los pertrechos necesarios para nuestro abrigo y construcción de cabañas. Trataban de hacernos creer que habíamos sido depositados en Cabrera por tiempo muy limitado, y por lo tanto creímos deber contentarnos con arreglar algunos cobertizos de ramaje que nos resguardasen de los ardores del sol y de las perniciosas influencias de una noche húmeda y fría; pero al cabo de algunos meses viendo que se prolongaba nuestra estancia entre aquellos tristes peñascos, comprendimos que era preciso pensar ya en la construcción de cabañas más sólidas y capaces de protegernos contra la violencia de las tempestades y de la intemperie, en la fría estación. ¡Construirnos habitaciones en Cabrera! ¡Ah! Esta sola idea llenó nuestros corazones de amarga tristeza y terrible desaliento. ¡Cuántos esfuerzos nos costó este proyecto! Nos parecía
que el ejecutarlo era renunciar para siempre a nuestra hermosa Francia, al país que nos había visto nacer, a la familia querida que allí habíamos dejado y que todavía lloraba nuestra ausencia; hasta hubo muchos de aquellos infelices que cayendo en el abatimiento más profundo no pudieron llegar a resolverse a llevarlo a cabo. El sufrimiento había agotado toda la energía de su alma y al propio tiempo sus fuerzas físicas; las enfermedades contraídas en los Pontones continuaban minándolos sordamente; la miseria y el desaseo los iban corroyendo; el hambre les atormentaba continuamente; contemplaban la muerte impasibles y casi parecían desearla; durante el día andaban solos con la cabeza baja y la vista inmóvil, de peñasco en peñasco, y por la noche se acurrucaban en el hueco de alguna cueva húmeda y fría o bajo un matorral en un profundo torrente. ¡Jamás pudieron decidirse a trabajar en la construcción de cabaña alguna! ¡Ah! ¡Cuán doloroso era este pensamiento! ¡Nos traía a la memoria tan tristes recuerdos, despertaba en nosotros tan penosas emociones, nos presagiaba tantos nuevos sufrimientos!... ¡Ah pdre mío! ¡Ah madre mía! Cuantas lágrimas os he costado, pero vuestro recuerdo ha humedecido mis ojos a menudo, ahora si bien la tierra cubre vuestras, cenizas al menos os he estrechado entre mis brazos antes de vuestra muerte, os he tributado los últimos deberes y voy de vez en cuando aún a rezar sobre vuestra tumba: pero en el momento de irme a construir una morada en Cabrera la esperanza de tal felicidad estaba bien lejos de mí, había perdido la esperanza de volveros a ver y mi alma se hallaba sumida en el mayor desconsuelo; sin embargo, no olvidaba que nada acontece sin el permiso de nuestro Padre celestial y me sometí a mi destino. Una plegaría a Dios, un suspiro de corazón hacia María, consuelo de los afligidos, reanimaron mi valor y empecé a trabajar lo mismo que los demás. ¡Hijos míos, no olvidéis nunca a la Santísima Virgen, pero sobre todo acudid a su protección en los días de prueba y tened por seguro que ella será vuestro apoyo y consuelo.
«Alrededor del Fuerte y sobre las colinas inmediatas habíamos resuelto establecernos, pues que aquel sitio por su posición inmediata al Fuerte y por las ventajas que ofrecía el cultivo, era el más conveniente; y en vista de que entre nosotros había desaparecido el orden y la disciplina y con el objeto de que las distribuciones fuesen más fáciles y también por efecto de la simpatía que se adquiere entre los individuos de un mismo Cuerpo, cada Regimiento tuvo un cuartel.
«Cada cual era libre de escoger el terreno que le conviniese, pero naturalmente todos se colocaron a la inmediación de sus antiguos conocidos: además, nosotros queríamos obedecer todavía a nuestros Jefes y voluntariamente les tomábamos por guías y directores.
«Se dispuso también el modo de formar calles casi derechas y que cada cual tuviese un pequeño jardín al rededor de su cabaña: la colina que mira hacia el Puerto fue nombrada La colina de los Dragones; la que está situada a la derecha del mismo, La colina del 121º y la que está a la izquierda La colina del 14°.
«Llegó por fin el momento de empezar el trabajo, y entonces fue cuando vimos claramente la dificultad de la ejecución: entre nosotros había muchos que tenían el oficio de carpinteros, albañiles, y otros varios, pero ¿cómo trabajarían sin herramientas ni útiles de ninguna clase? Por todo recurso teníamos tan solo algunos cuchillos y todavía habían tenido la precaución de despuntarlos durante nuestra permanencia en España; sin embargo no nos desanimamos por esto: la necesidad hace a uno ingeniarse: nécessité d'industrie est la mère.
«Reunidos cinco o seis para cada cabaña, nos fuimos a los barrancos y a los bosques de pinos para escoger maderos que conducimos a aquel sitio, ayudados del burro que habíamos encontrado en la isla; los lijamos como pudimos en el suelo de modo que cerrase un espacio bastante extenso para alojarnos, así como a nuestro reducido menaje; esto es, unos doce pies de largo por siete u ocho de ancho; ved ahí las dimensiones que tendría la habitación de cinco o seis de nosotros, y en el intervalo de puntal a puntal enlazamos algunas ramas de árboles que después guarnecimos de hojas, musgo y hierbas secas.
«A pesar de todos nuestros esfuerzos, no habíamos construido el primer año más que cabañas poco sólidas y sobre todo muy poco confortables; así es que en la estación de invierno no nos defendieron bastante de las lluvias tan abundantes en Cabrera desde el mes de Noviembre hasta el mes de Marzo. Si bien es verdad que eran poco sólidas, también lo es que eran poco elegantes; construidas con largos maderos unidos en forma de punta, por la parte superior tenían la forma de nuestros techos ordinarios; la entrada era tan sumamente baja que era preciso encorvarse, para penetrar en ella, y dos claraboyas hacían las veces de ventanas. La chimenea no era sino un agujero en el techo y la puerta una especie de cañizo guarnecido de ramaje y musgo como lo demás. Por muy toscas que fuesen nuestras barracas, no debe olvidarse que estábamos completamente desprovistos de herramientas, que no teníamos ni siquiera una hacha para cortar un madero, ni un azadón, ni una pala para hacer un hoyo en la tierra, y se comprenderán bien los trabajos, los esfuerzos y el tiempo que tuvimos que emplear en su construcción.
«Más adelante empezamos a tejer ramas y nos construimos hamacas y cestas para colocar nuestras provisiones; las hamacas eran simplemente un tejido suspendido por dos vencejos a algunos trozos de cuerda, las cuales cubiertas de una espesa capa de hojas nos servían durante la noche de excelente cama, y de día eran sillas o asientos muy cómodos para los prisioneros de Cabrera. Construidas nuestras cabañas del modo que acabo de explicar, no podían ser de larga duración, así es que un solo invierno bastó para dejarlas en un estado lamentable, y de aquí que después de haberlas restaurado o más bien reconstruido una o dos veces, tomásemos el partido de labrarnos pequeñas casas de piedra, algo más cómodas y agradables que nuestras chozas de follaje.
«Hacia fines del segundo año de nuestra estancia en Cabrera, ya poseíamos algunos útiles, porque los ingleses, que alguna que otra vez nos visitaban, compadecidos de nuestra situación nos habían facilitado una hacha por Regimiento, como también algunos azadones y palas; poco era en verdad, pero este poco nos ayudó bastante para la construcción de nuestras nuevas habitaciones. Había sobre la costa una gran cantidad de piedras planas y blandas: con la ayuda de otra piedra más dura, fuimos rompiendo una abundante cantidad de ellas, dándoles una forma conveniente, trasportándolas sobre carretones sin ruedas, y muy pronto, como por encanto, se levantaron por todas partes pequeñas casitas blancas que fueron quitando a Cabrera su triste y agreste aspecto y empezaron a darle vida: los maderos tirados entonces a favor de los golpes del hacha, y no arrancados como antes a fuerza de brazos, se colocaron sobre las paredes trasformándose en vigas en donde apoyamos numerosas viguillas; cubrimos toda la obra con ramas de árboles, follaje y una capa espesa de mortero o argamasa, y tuvimos casas regulares y sólidas: cierto es que nos costaron mucho tiempo y grandes trabajos, pero las ventajas de elegancia y solidez que tenían sobre las barracas primitivas, recompensaron nuestros sudores.
«Nuestro campo con su Fuerte, sus casitas blancas y sus calles alineadas, visto desde el mar, parecía una pequeña ciudad o cuando menos una población regular, con cuyo motivo era de ver lo satisfechos que estábamos de nuestra obra, cuando los buques extranjeros obligados a guarecerse en el puerto, dejaban entrever su sorpresa de encontrar, en vez de una Ciudad, una mansión de destierro y de dolor. Como si hubiésemos querido imprimirle la posible ilusión, cada calle tuvo su nombre y cada casa su número. Ya veis que nuestras habitaciones, inclusas las casitas de piedra, eran bastante pobres; pues tampoco nuestro alimento era mucho mejor.
«Las embarcaciones que nos habían conducido nos dejaron tan sólo algunas pocas provisiones de galleta, pan, arroz, fideos y tocino para tres días, debiendo ser nuestro ordinario alimento unas cuatro libras de pan moreno poco sustancioso, y a menudo enmohecido, cuatro onzas y media de habas pequeñas y secas y tres cuartos de onza de aceite: ved ahí la ración de cuatro días durante nuestro destierro en Cabrera y ¡ojalá que las distribuciones se hubiesen hecho con regularidad! Pues era suficiente para evitar la muerte de aquellos que tuvieran poco apetito y supiesen arreglarse, pero no para impedirles el sufrimiento.
«Ya veis cual era la situación de aquellos a quienes era necesario un alimento más abundante, que no tenían buen arreglo en su casa, o que no contaban con bastante fuerza de voluntad para resistir a las exigencias de su famélico estómago.
«En la primera época, los víveres estaban depositados en una vieja embarcación y eran distribuidos cada dos días; pero como después aquel buque tuviese necesidad de ser reparado, los ladrones y las ratas hacían continuamente en los víveres lamentables estragos que obligaron a disponer que, a la llegada del buque, se hiciese la entera distribución de ellos, siendo perjudicial para muchos de nosotros que no siendo capaces de sujetar su apetito, empezaron por comerse la ración en tres días y el cuarto iban mendigando a título de préstamo algunos miserables bocados a sus camaradas que eran más económicos, o se alimentaban de hierbas y raíces que encontraban por entre los peñascos; aquel día de escasez les ponía más hambrientos, y muy pronto sucedió que en dos días y aún en uno solo devoraron su ración; ¿Pero qué hacer durante los restantes que tenían que pasar sin alimento o a lo más con unas pocas habas que ni siquiera se habían tomado la molestia de cocer? Así es, que se veía a esos infelices andar errantes por el campo y entre las peñas, con la mirada fija y melancólica, hundidas las mejillas y la cabeza inclinada, marchando con vacilante paso y pareciendo próximos a caer desvanecidos por inanición: cuando veían que alguno comía, fijaban ávidos sobre él sus ojos humedecidos de lágrimas y éramos tan desgraciados que no podíamos dividir con ellos nuestra comida, sin experimentar su triste situación...
«Uno de aquellos que no había podido lograr tener arreglo, vino un día a suplicarme que le guardase su ración en mi casa y se la distribuyese diariamente en partes iguales; me presté gustoso a ello y el primer día ya me pidió que le entregase mayor cantidad que en el cuarto. ¡Tengo tanta hambre! Me decía ¡Hace tanto tiempo que no he comido! ¡Comiendo hoy un poco más, mañana podré pasar con algo menos!... Me lo suplicó con tanto afán que
no pude negarme a ello, además de que lo que me pedía era muy suyo. Al siguiente día me volvió a suplicar le aumentase todavía algo más la ración y el tercer día lo mismo, por manera que casi nada le quedó para el cuarto. Esto es lo que sucedió en la primera distribución: en las siguientes, a pesar de mis amonestaciones pidió todavía mayor cantidad y la ración quedó más pronto terminada; después de unos quince días concluyó por darme las gracias diciendo que continuaría como antes; yo le dije «este régimen te será fatal y acabará con tu vida;» ¡Ay! me respondió suspirando ¿Puedo yo acaso remediarlo? Al menos comeré bien de tarde en tarde: efectivamente vivió todavía algún tiempo, pero al fin murió. No olvidaré jamás la expresión de dolor y abatimiento que tenía en su voz cuando me dirigió aquellas tristes palabras ¡Puedo yo evitarlo! ¡Y yo no pude socorrerle!
«No creáis, hijos míos, que fuese el único que se hallase reducido a esta excesiva miseria; eran por desgracia muchísimos y su vista nos hacía tanto daño como nuestras propias privaciones.
«Esos desgraciados, en su mayor parte probaron de alimentarse con las cosas más repugnantes y no hablaré de ratas y ratones, porque éste era regalo extraordinario para todos nosotros. Unos quisieron comer hierbas, otros devoraron hasta los lagartos que se encontraban en la isla en gran cantidad, pero estos insípidos alimentos no hicieron sino aumentar sus sufrimientos y destruir más pronto su salud. La suerte de aquellos desgraciados excitaba ciertamente la compasión al más alto grado de aquellos de sus camaradas que gozaban de un temperamento más fuerte y por consiguiente de una situación menos triste. Había también entre nosotros, y lo recuerdo con indignación, algunos de corazón tan perverso y el alma tan vil y bárbara que prestaban a aquellos infelices algunos pequeños socorros mediante crecidos intereses ¡Cuánta crueldad! ¿Cómo podía ser que hombres a quienes la ración del día no era suficiente, pudieran privarse de una parte de la del día siguiente? Y téngase en cuenta que aquellos que prestaban exigían el interés y capital con el mayor rigor y los infelices que un día se comían el alimento de cuatro, tenían que disputar en el momento mismo de la distribución el pan que tanto tiempo hacía suspiraban! Inútilmente se trató de prohibir los préstamos y declararon sin derecho alguno a todos aquellos que habían hecho anticipos, de lo cual no pudieron hacerles desistir fácilmente, sorprendían ocultamente a sus deudores y les quitaban a la fuerza lo que acababan de entregarles. He visto alrededor de un cercado a tres o cuatro de esos acreedores caer sobre un desgraciado que vencido por la violencia había dejado ya a otros las tres cuartas partes de su ración; no le quedaba más que una triste libra de pan, su único alimento para cuatro días, y los malvados se la quitaban de las manos y él gritaba desesperadamente; llegué en aquel momento, lo tenían asido por la garganta y el infeliz sin dejar de resistirse introducía con las dos manos el pan en su boca y se atragantaba: mi presencia lo libró de sus adversarios que se avergonzaron de verse sorprendidos; les amenacé con referirlo a la Compañía y tomé a mi camarada bajo mi protección.
«Ya veis cuantos sufrimientos, y sin embargo, cuánto más sería menester decir para completar el cuadro de nuestra situación; más hoy quiero tan sólo hablaros de lo que sufrimos a causa de la sed.
«Os acordaréis que en la isla habíamos descubierto una fuente, pero tan escasa que parecía producir sus aguas con esfuerzo; pues a pesar de esto, ella fue durante nuestra permanencia en Cabrera nuestro único recurso, tanto para cocer nuestras legumbres como para apagar la sed. Situada esta fuente en el hueco de un peñasco, tenía su entrada cubierta por una bóveda de granito y se llegaba por medio de una escalera cortada en la misma peña, a un pequeño receptáculo en donde depositaba sus límpidas aguas: a causa de tener esta poca extensión desde el día de nuestra llegada, la fuente dejó de correr hacia el mar pues agotábamos todo su caudal a medida que lo suministraba.
Fácilmente se comprenderá que semejante fuente debía ser insuficiente, y estaba tan asediada desde la mañana hasta la tarde y algunas veces hasta bien entrada la noche, que los prisioneros tenían que tomar turno uno después de otro para llegar a ella; finalmente tuvo que cerrarse confiando su custodia a un prisionero encargado de abrirla tan sólo a ciertas horas y cuidarla convenientemente: aquel hombre conocido con el dictado de Cabo de la Fuente nos ha dejado algunos recuerdos; le tomaré prestado el reglamento de la fuente que hará conocer nuestra situación en el asunto del agua.
Articulo 1.° Todos los prisioneros franceses reconocerán al nombrado Luis José Wagré como jefe de la fuente.
Articulo 2.° Se ordena a los referidos, la conformidad al siguiente reglamento para la distribución del agua.
Articulo 3.º La fuente estará abierta, por la mañana, desde las cinco hasta las diez a cuya hora se cerrará hasta las dos de la tarde, a fin de que el depósito pueda volverse a llenar.
Artículo 4.° Por la tarde se abrirá de nuevo desde las dos hasta las seis que se cerrará hasta la mañana siguiente.
«El agua de aquel pequeño manantial salía lentamente y, como una inmensa multitud esperaba continuamente turno, algunos se quedaban después de cerrar por la mañana hasta el fin de la tarde sin poder alcanzar el depósito y al día siguiente volvían a empezar a tomar turno expuestos a que les sucediera lo mismo que el anterior, así es que hubo prisionero que estuvo sin beber agua, ocho, diez y hasta quince días y la sed iba diariamente en aumento.
»Bajo un sol tan ardiente como el de Cabrera tomó aquella una intensidad espantosa que nos abrasaba con una fuerza difícil de expresar: hijos míos, he tenido hambre, la he sufrido horriblemente, y he pasado muchos días sin comer, pero los tormentos del hambre no son en manera alguna comparables a los de la sed, que consume, abrasa y devora. ¡Ah, cuán horribles son los sufrimientos de la sed! Verdad es que había un aljibe cerca del Castillo, pero sus aguas eran tan salobres y malsanas que era preciso usarlas con mucha prudencia si no se quería que ejercieran sobre el cuerpo perniciosas influencias. Muchas veces no sabiendo como calmar nuestra sed, tomábamos el recurso de los baños de mar, pero como este medio era insuficiente, nos veíamos obligados a ir a tomar turno en la fuente; allí los hombres más hambrientos eran los más desgraciados, pues que, los que se habían procurado algún vaso de agua, después de refrigerarse podían volverlo a llenar y llevárselo a su cabaña; pero aquellos que habían dado su ración por algunos pedazos de pan, se veían privados de este recurso, de modo que volvían a sufrir la sed no solo desde el día siguiente, sino el mismo día; ¡ah, cuántos de estos desgraciados había entre nosotros!
»Cierto es que todos teníamos que experimentar grandes privaciones, pero había a no dudar algunos que eran más dignos de lástima que otros. Vivir en el hueco de un peñasco, hallarse habitualmente devorado por el hambre y la sed, andar casi desnudo y roído por el desaseo, la miseria y las enfermedades más asquerosas, ¡qué horrible situación! Pues ésta era la de la mayor parte de los prisioneros de Cabrera, y no es de extrañar que la muerte ejerciera tanto estrago entre nosotros.
»Me persuado, hijos míos, de la profunda emoción que experimentáis, y por lo tanto termino esta velada... Aprecio vuestra sensibilidad y os pido que la ejerzáis con los desgraciados que encontréis en el curso de vuestra vida, confiando que Dios os preservará de sufrimientos parecidos a los que experimentó vuestro padre.
Velada quinta
Todavía estábamos impresionados del relato de la velada anterior y nos parecía ver aún a aquellos desgraciados errantes por los peñascos, acorrucados en las cuevas y sufriendo el hambre y la sed, cuyas imágenes hacían renacer en nosotros las mismas emociones, y como aquellos niños a quiénes sus nodrizas espantan con cuentos de aparecidos, tiemblan y exigen otros nuevos, estábamos conmovidos y trastornados, y sin embargo queríamos escuchar el relato de nuevos sufrimientos; pero mi padre nos manifestó que no era esta su intención y que deseaba se tranquilizase nuestra sensibilidad; nos había ofrecido además explicar ciertos acontecimientos que no habían podido tener lugar en la velada anterior y que creía eran necesarios para el conocimiento de estas memorias.
Puesto que es así, dije entonces a mi padre, me permitiréis que os haga algunas observaciones y haced el favor de explicarnos el modo como se hacían las distribuciones, pues recuerdo dijisteis que se prohibió el prestar a los que no les bastaban sus raciones y que se declaró fuera de sus derechos a los que habían hecho el préstamo: desearía saber de dónde dimanaron esas órdenes y quien era el que ejercía entre vosotros la autoridad. —Y yo, dijo mi hermano, pregunto porque no os dedicabais a la caza o a la pesca. —Y yo, replicó una de mis jóvenes hermanas, deseo me digáis quien lavaba vuestra ropa y cuidaba de coserla, porque mamá no estaba allí con vos.
«Es verdad, tu madre no estaba allí, repuso nuestro buen padre después de haber estampado un beso en la frente de la inocente curiosa, y por lo mismo nuestra ropa no se hallaba en muy buen estado, porque ni teníamos agua dulce para lavar nuestras pobres camisas, y la ropa exterior se estaba yendo a girones; otro día os manifestaré mi triste situación sobre este particular, pues por hoy os repito que no quiero entrar en detalles demasiado tristes; paso pues a las otras observaciones que me habéis hecho y añadiré los acontecimientos con los cuales pensaba distraeros, empezando por la que se refiere a las distribuciones.
«Dije ayer que al establecernos en Cabrera, los individuos de un mismo regimiento se habían reunido y como los cuerpos en cierto modo se habían reorganizado, se aprovechó de esta circunstancia para hacer más fáciles las distribuciones y se acabó por dividirnos por compañías. Los españoles descargaban los víveres en la playa y se retiraban, y entonces los jefes de cuerpo seguidos de algunos hombres, acudían allí y se distribuían los víveres; en las compañías cada soldado recibía su ración de pan, y respecto a las habas y el arroz se hacía cocer todo reunido en las calderas que al efecto se habían traído de los pontones, recibiendo después cada cual su porción de legumbres y caldo, pero el arroz estaba generalmente mezclado con tanta paja y polvo que era imposible a los encargados de cocerlo, el limpiarlo convenientemente, por cuya causa lo comíamos con repugnancia. Más adelante procuramos adquirir ollas de barro cocido, que vinieron de Mallorca y entonces se tomó el partido de distribuir las habas y el arroz al mismo tiempo que el pan, dejando en libertad de servirse de los antiguos calderos a los que nada tenían para guisar su comida, pero como teníamos en general la costumbre de comer sopa, casi todos se proveyeron de olla de tierra, quedando abandonados los calderos.
«Por espacio de algún tiempo los individuos alojados en una misma choza hicieron cocer las habas y el arroz juntos, pero la excesiva miseria hizo tan molesto este régimen fraternal, por bello y simpático que fuese, que fue preciso renunciar a él y que cada cual hiciese por separado su comida, tan solo la leña continuó quemándose en común a pesar de que seguíamos con toda exactitud el turno para hacer provisión de ella. Como la falta de agua era una de nuestras mayores desgracias y hacía gran número de víctimas, pedimos y obtuvimos que se nos enviase de Mallorca, tan solo una vez llego con el barco del pan otro buque cargado con cuarenta toneles de agua dulce, la cual fue distribuida como lo demás por regimientos, batallones y compañías.
«El día que llegó este segundo buque, tan largo tiempo deseado, la lancha cañonera encargada de la custodia del puerto se hallaba algo distante de él, y el mar cubierto de espesa niebla, quince marineros de la guardia encontrando favorable aquella ocasión, mientras que los individuos del buque del agua estaban distraídos trabajando en la orilla, saltaron a bordo, arrojaron al mar el resto de la carga, izaron las velas y marcharon. Nuestros aplausos acompañaron a los afortunados marineros que abandonaban los espantosos peñascos de Cabrera y nuestras burlas aumentaron el encono de los españoles; pero, ¡ay! esas irreflexivas demostraciones eran muy imprudentes y la libertad de quince compañeros de infortunio debía en adelante costarnos cara, pues desde aquel día dejaron de traernos agua dulce, se tomaron muchas precauciones y quedó prohibido a todo prisionero, excepto el momento de descargar los víveres, acercarse a la embarcación a tiro de fusil bajo pena de disparar sobre él; esto es lo que sucedía con la distribución de los víveres.
«También me habéis preguntado quien ejercía entre nosotros la autoridad, y a esto debo contestaros que propiamente hablando no la teníamos y si tan solo de conveniencia y necesidad. Mientras que nuestros oficiales estuvieron con nosotros en Cabrera conservaron ellos mismos respectivamente su autoridad y si bien nuestra situación de prisioneros y la excesiva miseria habían rebajado bastante la disciplina, con todo, la costumbre de obedecerles y su abnegación hacia el bien general, nos hacían estar subordinados a todas sus disposiciones que eran para nosotros verdaderas órdenes que sancionaba el parecer de la mayor parte. Pero los oficiales no estuvieron siempre con nosotros, lo cual fue una suerte para ellos y una gran desgracia para los demás, porque tanto el buen orden como la unión se resintieron con su marcha y la miseria aumentó grandemente dejándonos abandonados a nosotros mismos y a merced de los españoles; así es que desde entonces las distribuciones no fueron tan ordenadas.
«En pocas palabras, hijos míos, voy a referiros la historia particular de los oficiales prisioneros de Cabrera.
«Después de haber pasado con nosotros los seis primeros meses en aquella espantosa isla, obtuvieron permiso para ser conducidos a Mallorca y se les traslado a Palma capital de las islas Baleares: en esta ciudad se hallaban en número de cuatrocientos cincuenta hacía bastantes meses, cuando se indispusieron con la guarnición; el pueblo siempre dispuesto a sublevarse contra los franceses, tomó parte contra ellos, aumentó el tumulto, los gritos de mueran los franceses se mezclaron a las más salvajes vociferaciones, se hallaban un plena revolución y aquella multitud desordenada se dirigió hacia el cuartel de los franceses.
»Afortunadamente el Gobernador de la Plaza general Reding, suizo de nación, concibió la idea de mandar taladrar la pared opuesta a la que sitiaba el populacho precipitándose los franceses por la brecha y corriendo hacía los buques que venían en su socorro; el tiempo era preciso, el populacho se había posesionado de las puertas y de las murallas y los últimos oficiales al salir del cuartel tuvieron que abrirse paso por en medio de la multitud que quería asesinarles; tan sólo uno perdió la vida en estos acontecimientos, un tal Deschamps teniente de coraceros; una vez embarcados fueron nuevamente conducidos al destierro para que compartiesen con nosotros las penalidades. Pero ellos habían comprendido que en cualquiera parte se encontrarían mejor que en Cabrera y resolvieron intentar un imposible para salir de allí; cuarenta de entre ellos, casi todos oficiales de marina, unidos a algunos que tenían el oficio de carpinteros de ribera o de taller formaron el difícil proyecto de construir una embarcación para fugarse. En una pequeña bahía situada al lado opuesto del puerto y abrigada con inaccesibles peñascos fue donde establecieron su astillero; estaba tan oculto y trabajaron con tanto sigilo que la embarcación quedo terminada antes de que nadie se apercibiese, a pesar de que los medios de ejecución eran bastante escasos. Con mil dificultades consiguieron la sustracción de algunas hachas de los buques que les habían conducido a Cabrera y se construyeron sierras y cuchillos con cercos de cubo, con cuyas herramientas cortaron las maderas, las llevaron a su cueva, las partieron, tallaron y ajustaron hasta construir su embarcación; verdad es que para obtener ese resultado fue necesaria una gran perseverancia, y sin embargo, les quedaban aún por vencer los mayores obstáculos, puesto que no tenían aparejo. Hicieron velas con tela de hamaca y camisas gruesas; para cordelería emplearon casi todas las cuerdas de dichas hamacas y las que pudieron conseguir en la isla; mandaron traer de Mallorca cáñamo en pequeñas cantidades, el cual pagaban bastante caro; en una palabra habían triunfado ya de todas las dificultades; la nave libertadora se había botado al agua e iba a lucir para ellos el día de la libertad, cuando fueron descubiertos por un Piamontés de nacimiento que les delató al comandante de la cañonera: el incentivo sin duda de alguna pequeña recompensa le impulsaría a este acto de cobardía porque a los pocos días desapareció de la isla y no volvimos a verle más; esta fue la primera tentativa de evasión y como veis, de nada sirvió a los que la concibieron.
«Al ver los oficiales fracasada su empresa no se desanimaron por eso; su idea fija era el salir de Cabrera y al efecto dirigieron una memoria sobre su situación al Almirante de la escuadra inglesa que se hallaba en Mahón, la cual fue acogida favorablemente, puesto que algunos meses después, dos navíos de guerra con pabellón británico vinieron a recogerlos para conducirlos a Inglaterra, en donde les fue mejor que sobre los peñascos de aquella isla. Con los oficiales marcharon también los médicos y cirujanos que tantos generosos cuidados habían prodigado a los enfermos durante nuestra permanencia en Cabrera ¡Gratitud y reconocimiento a su sacrificio! Porque si los estragos de la muerte eran grandes entre nosotros antes de su marcha, mayores fueron después de habernos dejado, a pesar de observar los consejos que habían dado a sus enfermos.
«Si creyese, hijos míos, que estas memorias llegaran a publicarse, me complacería ahora en citar los nombres de los médicos Chapelain, Fouque, Bonne-larriere, Thillaye, Vallin, Pelletier, Jole y Crensel y el de los farmacéuticos Deschamp, Avril y Boisson.
»Antes de abandonarnos, los oficiales habían solicitado al Gobernador de Mallorca que se nos enviase un sacerdote; ¡Honor a ellos por esta petición! Pues fue para nosotros el principio de grandes alivios en nuestros sufrimientos, y el verdadero manantial de los más dulces consuelos: os hablaré otro día sobre este particular y ahora tan solo os diré que el Sacerdote casi puede decirse quedó constituido en gobernador de la isla después de la marcha de los oficiales.
Aquí interrumpió mi padre su relato para tomar algún descanso, durante el cual si bien se charló y hubo un momento de expansión, muy pronto volvimos al orden y continuó mi padre su velada.
«Me he detenido en digresiones algo largas, pero que se aproximan, me parece, a las cuestiones que me habéis propuesto y creo que las habréis oído con agrado; me habéis dicho también, hijos míos, si no hubiéramos podido dedicarnos a la caza o a la pesca; y tengo que responderos que hemos cazado y pescado, pero el producto de nuestra caza y pesca no nos llegó a proporcionar notable alivio: ¿sabéis en donde cazábamos y cuál era el resultado? Pues eran ratas y ratones en nuestras cabañas. Mi respuesta os hará sonreír y sin embargo es exacta; esta caza nos proporcionaba una doble ventaja pues que al paso que nos libraba de huéspedes dañinos, contra quienes tentamos que defender nuestras queridas provisiones de pan o de arroz, nos suministraba un suculento manjar cuando teníamos la felicidad de poder conseguir una pieza de esa clase; las ratas y los ratones eran para nosotros un plato de lujo que nos reservábamos rara vez, porque las vendíamos a buen precio. Un ratón se vendía por siete u ocho habas y una rata por veinticinco o treinta; tan solo en los días solemnes nos permitíamos el gasto de una rata para tres o cuatro personas, y os aseguro que su carne nos parecía excelente; he comido también gato y a pesar de que había sido robado, fue muy pequeña la parte que me tocó lo mismo que a mis camaradas. Era el maldito animal, de un cantinero vecino nuestro, tan ligero que, a pesar de nuestra vigilancia venía muy a menudo a robarnos el pan o nuestro potaje de habas y a fin de acabar con sus maldades, le tendimos un lazo y le convertimos en fricandó; ved ahí en qué consistía nuestra caza.
»Para concluir debo deciros que algunos soldados se aventuraron a pasar a nado a una pequeña isla que parece formar parte de Cabrera; aunque esté separada por un estrecho o canal de cerca de media legua, la cual encontraron habitada por golondrinas de mar y un gran número de conejos que la hizo llamarse Isla de los conejos en adelante; su descubrimiento hubiera sido de gran valor a no haber tenido necesidad de atravesar a nado un brazo de mar tan considerable. El primero que acometió la empresa fue un tal Coutant hombre intrépido, gran nadador y algo aficionado a aventuras: rodeada esta pequeña isla de peñascos y cubierta de espeso matorral, es de un acceso difícil, pero no se perdía el tiempo al visitarla porque los conejos y aves acuáticas la poblaban en tan grande cantidad, y se espantaban tan poco de las personas, que se les podía matar a palos o cogerlos con la mano. La gran dificultad para nuestros cazadores después de haber hecho una gran provisión, era el conducir su botín a la isla, y oid el medio que para ello adoptaron. Formaban una especie de balsa con cañas liadas unas con otras, colocaban la caza encima y la empujaban delante de ellos con las manos al paso que nadaban; estos viajes repetidos a menudo, acabaron por espantar los conejos y ser más difícil cogerlos, y como además la travesía era peligrosa y tenía la isla tan difícil acceso, nuestros cazadores no querían regresar sin traerse un cargamento completo que les recompensase sus fatigas, pero esto mismo aumentó el peligro, porque era preciso quedarse más tiempo allí. Algunas veces permanecían tres y cuatro días y durante este tiempo había temporal, como le sucedió al intrépido Coutant que estuvo próximo a perecer: según su costumbre no llevaba más que medio pan, tenía ya hecha su provisión de caza y se disponía avolver cuando de repente la atmósfera se cubrió de vapores, las nubes se amontonaron, se agitó el mar declarándose una tempestad, y una lluvia torrencial sumergió casi la isla de los conejos; el pobre Coutant no podía ponerse en marcha se encontraba expuesto a la inclemencia del tiempo y sin provisiones, pues si bien tenía conejos carecía de lumbre para cocerlos y hubiera tenido que comerlos crudos; la lluvia que continuaba, entorpecía sus miembros extenuados e iba perdiendo todo su vigor, pero afortunadamente se hallaba en el puerto un bergantín inglés y los amigos de Coutant imploraron en su favor la piedad de la tripulación, que dispuso una pequeña embarcación y fueron a recogerlo, encontrándolo tendido en el suelo sin conocimiento, a la inmediación de la caza, y por medio de algunas gotas de un licor espirituoso ¡pudieron reanimarle! Esta terrible lección no hizo desistir todavía a nuestros intrépidos nadadores, porque si el peligro les detenía por un lado, por otro la excesiva miseria les obligaba a continuar y emprendieron nuevamente la caza que fue muy fatal a uno de ellos que, aventurándose a intentar su travesía con el mar agitado, no pudo luchar con él y tuvo que ceder a la fuerza de las olas: ved aquí en lo que consistía la caza de Cabrera.
»He anticipado algo este hecho, pues que la isla de los Conejos no fue visitada por nosotros hasta después de dos o tres años de nuestra llegada a la Isla, pero quería completar de una vez este capítulo de la caza y voy a entrar en el de la pesca.
»Esta nos fue algo más fácil que la caza pero casi igual en resultados: una de nuestras principales distracciones, especialmente en los primeros meses de nuestro destierro era el paseo, pero obligados por la necesidad a utilizarlo todo, dirigíamos nuestros paseos generalmente hacia el mar y descendiendo a la playa que baña por intervalos, buscábamos, si habían quedado en seco, algunos mariscos o conchas, por ejemplo, almejas y ostras o algunos cangrejos y muy rara vez perdíamos el tiempo; ¡pero era esto tan poca cosa!
»Se encontraba en aquellas costas un marisco bastante abundante aunque muy pequeño que estaba pegado ordinariamente a las rocas que bañaba el mar, pero tan fuertemente adherido a ellas que era imposible cogerlo sin tener una gran destreza y valiéndose para ello de la punta de un cuchillo o de un clavo, separándola del primer golpe, porque si se fallaba era materialmente imposible arrancarlo a no ser a pedazos.
»También había allí una especie de molusco oscuro, informe y casi inmóvil que se mantenía sobre la arena a donde se dejaba llevar por las olas; cuando encontrábamos alguno de ellos, nuestra mayor dificultad era para cocerlo, pues que su carne era tan dura y correosa que después de hacerla hervir en agua o asarla al fuego durante tres o cuatro hora, era necesario masticarla todavía media hora más para poderla tragar y era tan indigesta que se necesitaba nuestra miseria para decidirse a ello; además no tenía sabor y era tan excesivamente insípida que concluimos por dejar de cogerlo.
»La casualidad nos hizo descubrir otra clase de pescado, cuya pesca nos fue muy ventajosa: su forma es bastante notable, pues tiene la cabeza plana y de ella parten en forma de agujas siete colas que se extienden horizontalmente formando abanico, uniéndolas una membrana entre sí. Este pescado lleva además sobre la lengua una pequeña bolsa llena de un licor negro; cuando se ve perseguido recoge sus colas, arroja su licor y huye como una saeta, pues que el agua se enturbia y escapa del peligro. Muchos prisioneros se bañaban a menudo y de improviso uno de ellos se encontró cogido por una pierna; hacía inútiles esfuerzos para desembarazarse y se vio precisado a dar voces a sus compañeros para que fueran en su auxilio los cuales acudieron burlándose de su estupor, creyendo sin duda que estaba sencillamente prendido entre las hierbas, pero cual fue su asombro cuando al sacar la pierna del agua vieron aquella especie de pequeño monstruo que la tenía envuelta con sus siete colas; sin embargo procuraron dominarse y tan luego hubo dejado el agua perdió toda su fuerza y se desprendió por sí mismo. Nuestra primera idea, después de admirar su forma singular, fue emplearlo como alimento y el afortunado bañista que era dueño de él, hizo el primer ensayo encontrando su carne deliciosa, pero como pesaba de siete a ocho libras, se quedó con una parte y vendió lo demás.
»Pronto se supo por allí que se había cogido un nuevo pescado muy grande y muy bueno y desde entonces todo el mundo se propuso encontrar el mejor medio de pescarlos: el modo como se había cogido aquel sirvió de norma a la mayor parte de los inventores; unos se contentaron con ir a bañarse en el mismo paraje en que se cogiera el primero, esperando que otros irían igualmente a agarrarse de las piernas y algunos en efecto lograron su deseo; otros envolvieron trapos viejos en un palo largo que sumergían en el mar, el pescado de las siete colas iba a prenderse en él y retirándolo del agua, dejaba de vivir como la vez primera tan pronto como se encontraba fuera de su elemento; algunos armaron el mismo palo largo con una punta de hierro muy aguda y lo pescaron como se pesca la trucha al arpón. Este pescado fue para nosotros el descubrimiento más importante porque su carne hervida simplemente con agua o asada sobre ascuas era excelente, de un sabor delicioso y sin ese gusto insípido tan común en el pescado, especialmente cuando se carece de sal para sazonarlo.
»Cuando se le hacía cocer con agua se ponía colorado como la carne y nos daba un caldo que encontrábamos exquisito y no sé si la habitual privación en que vivíamos aumentaba sus buenas cualidades, lo cierto es que éramos entusiastas partidarios de él y que todo el mundo se dedicó a su pesca. Deseábamos saber su nombre y los pescadores españoles nos dijeron que se llamaba pourpre, sin duda a causa del licor rojizo que arroja, o del color que toma su carne al cocerlo: hay que advertir que dicho pescado no fue siempre tan abundante. También cogíamos de vez en cuando algunos otros pescados pequeños, ya al volantín o a la mano, pero tan rara vez que no aliviaban nuestra situación; ya veis bien claramente que lo mismo que la caza, la pesca no ayudaba gran cosa a la ración ordinaria.
»Puesto que me estoy ocupando en este momento de nuestros descubrimientos, debo hablaros también de dos grutas o cuevas descubiertas por nuestros Oficiales durante su permanencia entre nosotros; la primera ancha y espaciosa tenía comunicación con el mar por medio de una grande abertura, hacia el lado opuesto al puerto; su construcción imponente y regular parecía anunciar a primera vista ser obra de los hombres, más bien que del caprichoso juego de la naturaleza; columnas coordinadas simétricamente y decoradas con profusión de adornos los más caprichosos y magníficos, sostenían una inmensa bóveda capaz de contener cuatro mil personas y esta no era la única, pues que con ayuda de antorchas se descubría una especie de pasillo o corredor que conducía por medio de una suave pendiente, a otra bóveda mucho mayor todavía y más espaciosa que la primera: me seria absolutamente imposible daros sus exactas dimensiones y no os diré sino que era un inmenso subterráneo y que los más animosos no se atrevieran a avanzar mucho por su interior. La otra cueva era más pequeña pero más elevada y no menos interesante; su entrada era lo mismo que la de un pozo y para penetrar era preciso hacerlo por medio de cuerdas: apenas se encendían antorchas de madera resinosa, de las que no se podía prescindir, cuando millares de cristales reflejaban por todas partes su luz; el pavimento, las paredes, la bóveda, todo relumbraba y brillaba siendo verdaderamente el palacio encantado de alguna hada. Del misino modo que un sol esplendente reflejando sus brillantes colores sobre la nieve o con las gotas móviles del rocío cubre la tierra de innumerable multitud de relucientes perlas, así también la luz se multiplicaba hasta lo infinito en aquel palacio de cristal, porque todo es verdadero cristal en esa cueva; las paredes están cubiertas do un rico artesonado de cristal cargado de adornos, y la bóveda toda de cristal está adornada de magnificas penchinas; algunos de los que la visitaron, desprendieron fragmentos, que vendieron después a los ingleses.
»La caza, la pesca y los otros pasatiempos de que os he hablado, no ocupaban todos nuestros ocios y por lo tanto necesitábamos valernos de algunos otros medios para evitar el fastidio, tan funesto siempre, pero que en Cabrera era mortal: el aburrimiento producía el desaliento y éste en nuestra situación nos mataba; estábamos tan acostumbrados a ese triste resultado, que procurábamos, por decirlo así, violentar a todos aquellos a quienes veíamos poseídos de esa enfermedad, con el objeto de sacarlos de su indolente letargo y obligarles a que buscasen alguna distracción; si resistían a nuestros esfuerzos, augurábamos mal de él y rara vez el resultado engañaba nuestro pronóstico, pues que iban languideciendo poco a poco y morían tristemente como una lámpara agotada.
»Nuestros medios más comúnmente usados para combatir la hipocondría y la inapetencia, eran la natación y el paseo, que ejecutábamos con frecuencia; pudiendo asegurar que durante los primeros años ocuparon éstos la mayor parte de nuestro tiempo.
Más adelante se inventaron otras distracciones: los músicos habían conservado sus instrumentos y se sirvieron de ellos también para distraerse, reuniéndose insensiblemente y estableciendo conciertos nuestros artistas cabrerenses.
Al repartirnos las diferentes colinas de la isla para llevar a cabo la construcción de chozas, habíamos dejado libre a la inmediación del puerto una gran extensión de terreno, con objeto de construir una plaza a la que habíamos dado el nombre de Palais-Royal; allí era donde los ociosos se reunían; allí donde se compraba
(porque teníamos un mercado del que también os hablaré) y allí también era donde se daban los conciertos. Ciertamente que bajo el punto de vista del arte y la ejecución, no se parecían en nada a los que dan los artistas de la escuela real de música, y sin embargo tenían un poder que no alcanzaron jamás los conciertos de la ópera, pues lograron distraer a muchos de sus grandes sufrimientos y espantosa miseria: ¡sí!, a pesar de ella íbamos con gusto a oír a los músicos; bien es verdad que nos hacían recordar algunos cantos de nuestro país; y es sabido que en el destierro, como en medio del dolor, todo cuanto recuerda a la patria es acogido con avidez.
»Los aplausos que tributábamos a los músicos les recompensaban sus afanes y despertaban en nosotros la afición a las bellas artes; más adelante ya no se contentaron con tener conciertos, y algunos de entre los prisioneros que se habían educado en las grandes poblaciones se propusieron dar espectáculos; en el espacio que formaba el recinto de los conciertos se levantó un teatro, se formó una compañía y se representaron comedias; mientras que los actores se contentaron con ejecutar piezas, basadas sobre los recuerdos de Francia, todo marchó perfectamente, coronando sus esfuerzos el más completo triunfo, no oyéndose en aquellas representaciones más que atronadores aplausos; pero cuando quisieron separarse de ese plan fueron menos afortunados. Cierto día tuvieron la desgraciada idea de representar la Misère de Cabrera, la cual no fue del agrado de los prisioneros, que se contentaron con escucharla desde fuera, del recinto, creyeron que los actores se burlaban de ellos, y en aquel mismo momento hicieron llover una granizada de piedras sobre el teatro y los cómicos, los cuales tuvieron que huir de allí quedando demolido el teatro y destruido todo su recinto: este desenlace tragicómico puso fin a las representaciones teatrales, las cuales vivieron lo bastante para demostrar hasta qué punto la indiferencia es la base del carácter francés; ¡qué contraste el ver a multitud de hombres desterrados sobre estériles peñascos, extenuados por el hambre y la miseria, cubiertos de harapos y entregados a las diversiones de la música y del espectáculo como los ociosos de las opulentas ciudades! ¡Ah! Es que el francés se ríe de cualquiera cosa, hasta de sus propias desgracias y sufrimientos.
Para que nada faltase a la plaza del Palais-Royal, algunos naturales de Palma de Mallorca habían venido a proveerla de lo que en estilo de Ciudad podría llamar con el fastuoso nombre de Cafés, pero que nosotros sencillamente, en términos militares, llamamos cantinas. Las provisiones de éstas consistían en vino, pan blanco, carne salada y legumbres; el incentivo del lucro más bien que el de la caridad había impulsado a los españoles a establecer en Cabrera esos pequeños figones, y a pesar de todo nos hicieron muy buen servicio, porque todo aquel que había podido salvar algunas monedas de las numerosas pesquisas que habíamos experimentado, o el que con su ingenio ganaba algún dinero encontraba medio de emplearlo con utilidad en la cantina, además de que esos españoles compraron después los primeros trabajos en madera que ejecutaron los cabrerenses, por cuyo medio contribuyeron poderosamente al desarrollo del comercio entre nosotros.
Nuestra plaza no era tan sólo el punto de reunión de los ociosos, pues que tenía también otro destino más positivo: era nuestro mercado; pero me diréis, ¿qué podía venderse en Cabrera? Y os contestaré que las mercancías, así como la moneda ordinaria de un mercado dan a conocer bien toda la extensión de nuestra miseria. La moneda para nosotros eran las habas, y la mercancía que se vendía por ellas eran las ratas, ratones, algunos rábanos, hojas de col, pescado, pedazos de tela, y otra porción de objetos capaces de atestiguar nuestra pobreza. ¿Quién compra un ratón? ¿Quién compra hojas de col? ¿Quién compra una ración de pan? Esas voces dadas por aquellos hombres parece que debían excitar la risa de los demás; pero ténganse presentes los esfuerzos que hacían aquellos veteranos para cambiar algunas hojas de col por un pedazo de lienzo, y se comprenderá cuán pocas ganas teníamos de reír.
»Conste pues que por haber representado la comedia Misère de Cabrera experimentaron nuestros cómicos aquel disgusto y vieron demoler su teatro.
Larga ha sido la velada de hoy, hijos míos; apresurémonos a dirigir a Dios el homenaje de nuestras oraciones, y vamos a descansar.
Velada sexta
Algunos días habían transcurrido desde la última velada y nos encontrábamos a mediados de Diciembre, siempre deseosos de escuchar el relato de los sucesos de Cabrera y como nuestro padre no quería privar de oírlo a ninguno de sus hijos, algunos de los cuales se hallaban ocupadas, nuestras reuniones de familia, con este objeto, se fijaron para los domingos. La estación avanzaba rápidamente y el invierno encrudecía; el fuerte viento de Noviembre había cambiado con otro más sutil y penetrante que precipitaba con agudo silbido las ráfagas de una nieve glacial; el frío era muy intenso y por lo tanto el moderado fuego que teníamos en la primera velada había sido sustituido por otro de mayor fuerza.
Reunidos todos en círculo a su alrededor hice advertir a mi padre que si bien los prisioneros de Cabrera habían experimentado los horrores del hambre y la sed al menos se habían librado de soportar un frío tan intenso como aquel que sentíamos.
»Verdad es, me respondió, porque la temperatura de aquella isla es muy templada y apenas se conoce la nieve, pues durante los cinco años que allí permanecí la he visto caer una sola vez y en tan corta cantidad que a las ocho de la mañana había ya desaparecido; sin duda indignado el sol de Cabrera al ver que se había atrevido a cubrir sus dominios se apresuró a desvanecerla.
»Confieso que allí no hiela como en nuestro país, pero tampoco teníamos buenas estufas para calentarnos, ni ropas a propósito para abrigarnos y puesto que hemos tocado esta cuestión voy a referiros ahora mismo nuestro estado respecto al modo de vestir, que no era por cierto más lisonjero que lo demás.
»Antes de los acontecimientos de Bailen, teníamos medio de vez en cuando, con arreglo a las leyes de la guerra, de cambiar nuestra ropa vieja con otra mejor, pero después de la capitulación, este sencillo método de proveernos por medio del saqueo militar no estuvo a nuestro alcance: además las marchas que tuvimos que hacer para llegar a nuestros acantonamientos y desde ellos a Cádiz, los trabajos en que nos ocuparon los españoles generosos que quisieron socorrernos y el sudor de que nos veíamos siempre cubiertos bajo aquel sol abrasador, habían puesto nuestra ropa exterior e interior en un lamentable estado, que acabó de destruirse con nuestra permanencia en los Pontones: allí una espantosa sarna que cubría de pústulas todo nuestro cuerpo y algunas otras enfermedades no menos asquerosas ¿cómo era posible que nuestra pobre ropa pudiera resistir a su acción? es verdad que nos hacíamos herederos de la de los desgraciados compañeros de armas que la muerte arrebataba cada día a nuestra vista pero ¡ay! que herencias aquellas de ropa hecha jirones! Por ejemplo, zapatos medio rotos, una o dos camisas viejas, un pantalón o capote militar remendado con numerosos parches cosidos groseramente; ved ahí nuestro vestuario en el momento del desembarque en Cabrera; así es que al poco tiempo de estar allí, nos pusimos en un estado que daba lástima.
»Una vez en Cabrera nuestro primer cuidado fue el recorrer la isla, explorarla y conocerla; atravesar el bosque, subir sobre las peñas y descender a los barrancos: recorrer hoy una parte de la costa y mañana subir a lo alto de un peñasco: esta fue la habitual ocupación por espacio de mucho tiempo. Este reconocimiento de terreno no se hacía sin grandes fatigas para el cuerpo y ¡mucho mayores para nuestra ropa! ¡Cuántas veces nos hemos lamentado de haberla desgarrado con los espinos, los matorrales y las agudas puntas de algún peñasco!
»Después, ya sabéis que nos fue preciso trabajar para construirnos primeramente cobertizos y después chozas y cabañas y todo esto exigió nuevas pruebas a la pobre camisa, nuevos peligros para el triste pantalón y nuevas fatigas para el calzado, que fue el primero que nos abandonó; sin embargo, podíamos dar todavía gracias, porque nos resguardaban tan mal los pies, desde hacía algún tiempo, de las piedras y la maleza que nos habían dejado endurecer las plantas lo suficiente para pasar sin ellos: al propio tiempo nuestra ropa caía a jirones y muy pronto fué necesario un gran cuidado para no perderla ¡ay! mis queridos hijos, hubo gran número de aquellos desgraciados que no pudieron salvar su ropa de una total sustracción.
»Al cabo de dos o tres años se vieron algunos de nosotros enteramente desnudos, andar errantes por los peñascos y por entre los matorrales llenos de zarzas y espinos; sus cuerpos macilentos y descarnados parecían esqueletos cubiertos de una ligera piel que hubiera permitido contar todos sus huesos, tendones y fibras y era tan repugnante su vista que cualquiera que se hubiese encontrado de pronto delante de alguno de ellos los hubiera tomado por espectros y creído oír el crujido de sus huesos; y si una voz o un ligero sonido hubiese salido de su pecho hubiera retrocedido de espanto. El compararlos con esqueletos cubiertos con una ligera piel no es todavía bastante exacto, puesto que eran todavía más horribles por tener su cuerpo lleno de apostemas y úlceras repugnantes y fétidas o cargados de rasgones hechos al trepar por entre las peñas y aquellos infelices conservaban al menos los sentimientos de la decencia y el pudor ¡Ah! ¡Cómo pesaba sobre ellos la desobediencia del primer hombre! Excluidos voluntariamente de la sociedad y obligados a avergonzarse de sí mismos, vivían acurrucados en sus chozas o huían a los parajes más solitarios y apartados de la isla evitando siempre que podían el aparecer delante de nadie, hasta el extremo de encargar a algún amigo para que recibiese la ración, o bien reuniéndose varios, vestirse uno de ellos con la ropa de los demás para enviarle a las distribuciones y cuando absolutamente no podían dejar de presentarse a cualquier llamamiento personal, cubrían entonces su desnudez con algún ramaje: ¡jamás, hijos míos, jamás podréis comprender lo terrible que era aquella situación! Y no creáis que aquellos infelices se viesen reducidos a esa excesiva desnudez por culpa suya; si comprendieseis cuantos esfuerzos, cuidados y sacrificios costaba a los demás el no caer en la misma desgracia, sentiríais poseídos vuestros corazones de la más viva compasión. Para poderse procurar, no diré una camisa o un pantalón, sino un miserable pedazo de tela a fin de impedir la destrucción completa de su traje, era necesario imponer a su estómago más de quince días de privación, cercenando alguna parte de su ración diaria ¿cómo era posible pues que se impusiesen tales privaciones, aquellos que hubieran vendido su vida y su libertad por un pedazo de pan?
«Hasta ahora no me habéis oído pronunciar una sola palabra ofensiva, ni siquiera dura contra los españoles porque sé que la religión recomienda el perdón y además porque fueron después tan desgraciados ¡pueda el cielo mirarles con clemencia y no dé a sus hijos los males que sus padres nos hicieron sufrir! Y si por desgracia algunos refugiados españoles viniesen a llamar a vuestra puerta, abridla con caridad y acordaos de que vuestro padre también fue desgraciado y desterrado!
«Por lo demás, creo de buena fe que nuestros males no eran obra sino de algunos hombres crueles e hipócritas, tan enemigos de Dios como de su país y que los nobles hijos de la católica España fueron extraños a todo. En una época en que los enfermos de Cabrera eran enviados a Palma, no regresaba ninguno sin bendecir la ardiente y compasiva caridad de las señoras de aquella isla, que le habían cuidado hasta su restablecimiento, y le habían equipado de ropa para su regreso! Sería pues una injusticia hacer pesar sobre la nación entera, los males que nos fue preciso experimentar.
»La excesiva desnudez en que todos estábamos era sin duda por sí sola un gran tormento y no puedo dejar de atribuirle también efectos muy terribles. Expuestos, bien a los rayos que sobre nosotros lanzaba un sol ardiente, bien el frío de una noche húmeda y malsana a causa de las abundantes lluvias o por las exhalaciones del mar, fuimos presa de las más crueles y repugnantes enfermedades. No sé cómo describiros aquella situación, pues no hay ninguna ambulancia militar ni casa de incurables que pudiese presentar el triste espectáculo que ofrecía nuestro hospital, establecido entonces en el pequeño Fuerte, en el cual eran solamente admitidos aquellos que estaban enteramente imposibilitados de proveerse por sí mismos a sus más indispensables necesidades. La mayor parte de ellos se hallaban en un estado verdaderamente horrible, viéndose a unos que se les caían pedazos de carne podrida de su cuerpo y que la muerte les iba arrebatando miembro tras miembro; a algunos se les habían desprendido enteramente los dedos y muchos no conservaban más que el antebrazo: otros privados de todos sus miembros y cubiertos de espesa lepra gemían inmóviles en sus lechos de follaje y hojas secas sin poderse valer; y sólo venciendo una gran repugnancia era posible decidirse a prodigarles los principales auxilios ¡Ah! ¡Cuán dignos de lástima eran cuantos fueron admitidos en el hospital, y sin embargo el castillo fue muy pronto insuficiente para contenerlos!
«Al dejar la isla los oficiales, nos habían dejado algunas tiendas más espaciosas y cómodas que nuestras barracas y se acordó establecer en ellas una sucursal del hospital del fuerte, reuniendo allí todo lo que había de más repugnante y se le dio el nombre del paraje en que se situó, Hospital de la colina. Allí lo mismo que en el castillo, los cuidados que se prodigaban a los enfermos, así como los remedios, eran muy sencillos; los enfermeros recibían su ración y se la distribuían cada día, les proveían de agua dulce, ponían a cocer sus habas y después de la llegada de nuestro limosnero les preparaban algunos caldos; por este servicio recibían doble ración porque eran agregados del gobierno español y podían contar con algunas ventajas que tenían sobre los víveres de aquellos que eran muy endebles para consumirlos, y la miserable herencia de los que morían, y comprenderéis que si los enfermos no obtenían un gran alivio en el hospital, al menos los enfermeros encontraban algunas ventajas; pero no les vituperamos, pues debían pagarse bien unos servicios que exigían tanta generosidad y abnegación.
«Hacía algún tiempo que nuestros oficiales habían sido embarcados para Inglaterra y que sus tiendas se habían convertido en hospital, cuando presenciamos el espectáculo más triste que jamás haya podido verse. Nos hallábamos en la estación de las lluvias y ya os he referido que habíamos construido nuevas cabañas alrededor del fuerte, sobre unas colinas que no son más que una prolongación del flanco de peñascos que rodean a Cabrera, con un cerco de montañas solamente abierto por la parte del puerto. Nos encontrábamos situados sobre la pendiente de un valle en el que desembocaban con violencia multitud de torrentes; hacía tres días que la lluvia caía en abundancia, pero al llegar la noche del tercero se hizo extraordinaria, espantosa y hasta verdaderamente diluviana: en pocos instantes la tierra con que estaban sujetos los techos y empalizadas de nuestras cabañas, fue humedecida y arrastrada, así como el ramaje de que estaban revestidos y el agua penetró pronto por todas partes encontrándonos sin abrigo: parecía que un torrente había tomado su curso a través de las paredes de nuestras chozas y solamente los maderos más profundamente enterrados pudieron resistir; a cada instante temíamos verlos ceder; la obscuridad era completa. Si nuestras cabañas eran arrastradas por las aguas, ¿en dónde nos refugiaríamos?
«Nuestra situación ora espantosa; cada momento que transcurría la hacía más difícil y sin embargo la lluvia continuaba... En tal extremo, el alma, os lo aseguro se eleva sin trabajo hacia Dios, se acerca a él de todas veras y se abandona desde luego a su protección!
«Nuestras cabañas medio arruinadas dejaban llegar hasta nosotros las súplicas y lamentos de nuestros vecinos y muy pronto gritos de angustia y desesperación que salían del valle inmediato, nos desgarraron el corazón; aquellos gritos fueron aumentando, se multiplicaron y se extendieron llamando o implorando socorro; desde luego presentimos una gran desgracia, pero la noche era oscura, la lluvia continuaba y una gran cantidad de agua todo lo invadía y hasta los torrentes desprendían al pasar grandes peñascos descendiendo hacia el llano con espantoso estrépito! ¿Cómo atreverse a bajar al valle en donde las aguas afluían por todas partes? Si algunos abandonaban su cabaña porque no les daba abrigo, era para huir hacia alguna altura: los gritos se mezclaban continuamente al ruido de las aguas y parecían seguir su rápido curso descendiendo al mar; no podíamos dudar ya que arrebataban algunas víctimas... Al cabo de algún tiempo los gritos fueron cesando poco a poco y no se oyó más que el ruido sordo de la lluvia y el de los torrentes que se precipitaban ¡Todo había concluido!
»El último grito que se oyera había hecho correr por nuestro interior un horrible temblor y esperábamos con ansia la llegada del día. ¿Qué desgracia nos revelará? ¿Qué horrorosa escena presentará a nuestra vista? Esta sola idea nos atormentaba haciéndonos olvidar la lluvia que nos inundaba y la ruina inevitable de nuestra cabaña que tantos trabajos nos había costado.
Por fin el crepúsculo matutino empezó a suceder a las tinieblas de la noche; la lluvia fue menos abundante; las nubes se disiparon y los torrentes menguaron su furiosa corriente; entonces descendimos a los parajes de donde habían salido durante la noche los más siniestros gritos. ¡Qué espectáculo tan espantoso! Las tiendas que habían dejado los oficiales con las cuales se había formado el Hospital de la Colina, como ofrecían menos resistencia que nuestras cabañas, habían sido arrebatadas por las aguas junto con los infelices que ellas contenían; eran sobre unos doscientos y todos habían perecido... Todavía se veían a lo largo del torrente que los había precipitado, agarrados a algunas rocas, a los árboles, a los zarzales, a todo lo que había creado algún obstáculo a la corriente, sus lívidos y magullados cadáveres; algunos, medio enterrados en un lodazal, dejaban percibir tan sólo un brazo o una pierna: ¡a que triste suerte, Dios mío, nos habíais destinado! No permitáis al menos que sean inútiles tantos sufrimientos y concedednos la gracia de poderlos ofrecer en expiación de nuestros pecados.
»El sacerdote que había tenido la generosidad de ir a compartir con nosotros el triste destierro de Cabrera aprovechó en favor nuestro ese lamentable acontecimiento, escribiendo al Gobernador de Mallorca, y sin duda le hizo su carta profunda impresión cuando dispuso que nuestros enfermos fuesen trasladados a los diferentes hospitales de las islas Baleares. Esta disposición produjo una inmensa ventaja a todos aquellos que la disfrutaron, pues el estado a que nos veíamos reducidos fue conocido en todo Mallorca y especialmente en Palma; la caridad se puso en movimiento y ésta no conoce extranjeros ni enemigos y sólo encuentra hermanos en los desgraciados que necesitan de su socorro; así es que se disputaron quien haría más en obsequio de los enfermos franceses. No se contentaron con cuidarles y prodigarles cuanto podía aliviar sus sufrimientos y acelerar su convalecencia, sino que quisieron proveerles de ropa interior y exterior cuando quedaban restablecidos; aunque el número de los que regresaron fuese muy corto, volvieron tan bien vestidos, que hubiéramos querido estar todos enfermos para podernos equipar en Mallorca.
»Pero ¡ay! los enfermos de Cabrera eran en tan gran número que ocuparon muy pronto los hospitales, y el Gobernador cambió súbitamente su determinación. Más de sesenta desgraciados se hallaban reunidos a la inmediación del Castillo esperando embarcación que los condujese a Mallorca, cuando llegó la contraorden del Gobernador, que ocasionó entre ellos amarguísimo disgusto. Al comunicarles tan fatal noticia prorrumpieron en amargo llanto lamentando su triste suerte ¿Qué sería de ellos? ¿Quién les asistiría? El triste fin de los enfermos del Hospital de la Colina se presentó a su imaginación y algunos fueron presa de un fuerte delirio e invocaron la muerte.
»El Gobernador con objeto de quitar a su resolución, algo de lo que podía tener de cruel, ofreció mandar construir un hospital en el mismo Cabrera, pero esta promesa aunque sincera, no debía ser sino un engaño. El proyecto era bellísimo; el edificio principal de mampostería y abovedado debía tener cien pies de largo por veinte de ancho; vinieron los operarios, tallaron algunas piedras, las colocaron unas sobre otras y levantaron paredes, pero todo ello a causa sin duda de la dificultad de procurarse agua dulce se hacía sin argamasa ¿qué consistencia podía tener semejante obra? Así es que a los cuatro meses de trabajos se
derrumbaron las paredes, el hospital desapareció como por encanto y los trabajadores regresaron a Palma de Mallorca. Entonces se volvió a hacer uso del hospital del fuerte y como hasta ahora nada os he dicho de la situación de los enfermos en aquel punto, voy a intentar el daros una idea de él.
«El referido castillo estaba situado sobre un escarpado peñasco y no se podía llegar a él sino por una escalera tallada en la misma peña y tan estrecha que era menester volverse de costado para subir por ella; baste decir que para los enfermos fue necesario colocar una polea y subirlos en una gran cesta.
«Nuestro eclesiástico fue nombrado director del hospital y tomó para que le ayudasen en su piadosa comisión a seis de entre nosotros, que disfrutaron, lo mismo que un criado suyo, de la doble ración. El caritativo sacerdote no podía hacer en favor de los enfermos todo lo que hubiera deseado, pues no tenía a su disposición más que una corta cantidad de carne fresca, vino, opio, quinina y algunas hierbas, faltándole lo más esencial, que era la ropa blanca, por manera que el nuevo hospital del fuerte no valía mucho más que el primero; ¡si al menos los víveres hubiesen estado en abundancia! Como la escasez era el origen y la causa de casi todas las enfermedades que nos devoraban, los enfermos hubieran podido allí recuperar sus fuerzas y restablecerse, pero no teniendo, por decirlo así, más que sus raciones de pan y de habas como los demás prisioneros y no encontrando en el hospital el depósito de alimentos que les era necesario, iban poco a poco languideciendo y morían después, y la triste cesta que les había subido volvía a bajar sus inanimados restos; era tan usual el no salir curado del fuerte, que su entrada como enfermo en él se consideraba como una preparación hacia la otra vida y por lo tanto nadie iba hasta el último extremo.
«Detrás del Castillo y bajo de la Colina estaba situado el camposanto. Cada población tiene su cementerio y Cabrera tuvo también el suyo, pero en el pequeño cementerio de la más pobre de nuestras aldeas se levanta una cruz muy grande que domina todas las demás y está allí para bendecir y consolar; bendecir a los que reposan bajo su custodia y consolar a los que vayan a rogar sobre las tumbas. Mucho tiempo estuvimos sin saber que hacer con nuestros muertos, porque nos faltaban útiles para poderlos enterrar y como el terreno era muy duro se tomó el partido de quemarlos: cada semana se formaba una gran hoguera con ramas y hojas secas y los inanimados cuerpos de nuestros compañeros de infortunio eran colocados en ella despidiendo una chispeante y vivísima llama que contemplábamos con triste y sombría mirada; un melancólico recuerdo vagaba por nuestra imaginación y una corta plegaria y un último adiós escapaba de nuestro corazón con el postrer resplandor de la hoguera, mezclándose las humanas cenizas con la ceniza vil pura ser esparcida con ella por el viento.
»Este sistema de enterrar los muertos, aunque pagano nos hubiera satisfecho bastante si los cadáveres hubiesen podido quedar consumidos completamente pero los huesos resistían muy a menudo a la acción del fuego y algunas veces hasta miembros enteros quedaban sin quemar; nada más triste y repugnante a la vista que aquellos brazos y piernas medio quemadas chirriando sobre la ceniza de la hoguera apagada, porque la putrefacción venía en seguida haciendo exhalar los más perjudiciales miasmas; por lo tanto fue necesario abandonar ese sistema y establecer la práctica más cristiana de enterrar los muertos. La llegada al puerto de un buque inglés en los momentos en que humeaba todavía la última hoguera nos la facilitó, pues conmovido el Capitán ante el lúgubre espectáculo que tenía a la vista nos proporcionó picos, azadones y palas para enterrar los muertos.
»Sin embargo de estar provistos de útiles, el trabajo era todavía bastante penoso, y ojalá que nuestros esfuerzos hubiesen sido coronados por un completo éxito; pero por no sé qué negra fatalidad, en Cabrera todo contribuía a aumentar nuestros sufrimientos. Aquella isla no es otra cosaque un completo peñasco cubierto a intervalos de una ligera capa de tierra y para sepultar los muertos nos vimos precisados a cortar en la misma peña, fosas comunes más anchas que profundas; nuestro cementerio se hallaba situado, cerca de aquel desgraciado hospital de la Colina que fue destruido por la avenida de las aguas; más de una vez los torrentes se abrieron paso a través de las fosas acabadas de cerrar llevándose toda la tierra, descubriendo sus numerosos cadáveres y arrastrándolos en su curso, ¡ah! ¡Qué espectáculo tan repugnante! Figuraos hijos míos que los muertos eran allí enterrados sin ataúd y sin mortaja y comprenderéis entonces cuán espantoso sería nuestro cementerio.
»Tenía yo un amigo y allí confié sus restos ¡ah! Cuántas lágrimas me ha costado su muerte... Nacido como yo en Picardía y sobre las orillas de la Somme, vino a buscarme lleno de entusiasmo el día en que una dura necesidad nos arrebataba a uno y otro en la edad y diez y nueve años a la ternura de nuestros padres. Él, que trataba de consolarme abandonaba su país y su familia para siempre. Juntos aprendimos los ejercicios militares en Lille; juntos atravesamos la Francia y ganamos la frontera en Bayona y juntos también nos lanzamos a la conquista de España; él me había concedido su amistad y yo le concedí la mía, siendo todo común entre ambos; en las ocasiones en que el soldado se veía obligado a fiar su subsistencia a la osadía, era muy dichoso cuando repartía con él algún botín. La guerra no nos había separado y el destierro respetó también nuestra unión: en Cádiz fuimos destinados al mismo pontón y embarcados después en un mismo buque para Cabrera; por largo tiempo habitamos la misma cabaña y compartimos los trabajos, ocupaciones y paseos. ¡Cuántas veces errantes por la orilla del mar, sentados sobre un peñasco, húmedos los ojos y vueltos hacia Francia hemos recordado a nuestra patria! Me hablaba de mi padre, de mis hermanos y hermanas y como yo también conocía a su familia, le devolvía también las dulces emociones que me había hecho experimentar; evocábamos los recuerdos de Francia, nuestras diversiones y los juegos en que habíamos tomado parte ¡Es tan dulce el recuerdo de su patria, desde país extranjero o desde el destierro! Aquel recuerdo despertaba en nuestra alma una melancólica tristeza; pero nos era grata porque salía del corazón y tenía para nosotros un secreto encanto.
»Dos años hacía ya que experimentábamos los horrores de Cabrera, cuando creí notar en mi amigo un decaimiento de ánimo que me espantó; traté de disiparlo pero mis esfuerzos fueron inútiles porque la hipocondria se había apoderado de él y estaba abatido, sin actividad ni energía; ya no tenía fuerza de voluntad para repartir la ración de cuatro días en porciones iguales y había vendido el derecho que tenía a la cabaña común por algunos pedazos de pan; estaba completamente perdido. Si bien nuestra amistad no había disminuido, no era ella bastante poderosa para salvarle, así es que pasó algunos meses entre algunos infelices que como él carecían de esperanza, siempre minados por el desfallecimiento y debilitándose cada día más y más, y a pesar de que venía a menudo a verme y yo también a él, no pude arrancarle a la melancolía y el cementerio de Cabrera recibió poco después el cuerpo de mi querido Lavard.
»Algunas semanas después de su muerte llegaron a Cabrera, algunas cajas de calzado roto; si esto hubiese tenido lugar tiempo antes, mi desgraciado amigo, zapatero muy hábil, hubiera tenido trabajo, alimento más abundante, menos tiempo desocupado que tal vez lo evitara caer en la melancolía y se hubiera salvado. ¡Dios no lo quiso así; en Cabrera y por todas partes, como siempre, escoge las víctimas de la muerte según los secretos designios de su sabiduría! Sin duda yo he sido perdonado por causa vuestra, hijos míos; por lo tanto con vuestra cristiana y virtuosa conducta, haced que toda mi vida bendiga por este favor a la divina Providencia!
Velada séptima
Acababan de transcurrir días solemnes para las almas cristianas desde nuestra última velada; las fiestas de Navidad habían ocupado toda nuestra atención y exceptuando el hermano menor, que todavía no había sido admitido a la primera comunión, todos para honrar el nacimiento del hijo de Dios en el establo de Belén, nos habíamos esforzado a fin de merecer el que naciera también en nuestros corazones por medio de la Santa Eucaristía; mi padre y mi madre nos habían precedido a la sagrada mesa ¡Ah! ¡Cuán profundas y dulces impresiones ha hecho siempre sobre mi alma esta comunión, en el silencio de la noche y en medio de la pompa del culto católico! ¡Cuán digno de lástima sería aquel que asistiera con frialdad y sin conmoverse a los divinos oficios de la fiesta de Navidad!
En aquella sublime noche, la hora, el sitio, la oscuridad que suele reinar en los templos, a pesar de la multitud de cirios que centellean por todas partes, los cantos graves y misteriosos que resuenan bajo la antigua bóveda y sobre todo aquella multitud de piadosos fieles que avanzan silenciosos hacia la sagrada mesa; todo habla al corazón, invita al recogimiento, y respira fervor y amor divino. Luego que las campanas echadas a vuelo han invitado a los cristianos, graves y majestuosos cantos comienzan la solemnidad; pronto se oye a los Patriarcas, a los Profetas, a todos los Santos de la antigua ley suspirar y gemir después de la venida del Dios de las naciones, esforzándose en acelerar su venida con el ardor de sus votos. Llegada ya la hora fijada en los eternales decretos, el altar se rodea de mil luces que chispean como las estrellas; arde el incienso, el sacerdote relata la genealogía del Mesías y las generaciones una por una; todas pasaron y ha llegado la de Cristo que nace de María esposa de José. Ya el pueblo cristiano le contempla acostado en un pobre pesebre, brilla la luz milagrosa y los espíritus bienaventurados cantan en los ciclos ¡Gloria a Dios y paz a los hombres de buena voluntad! Un ángel nos advierte como a los pastores y a su ejemplo nos acercamos al divino Niño para adorarle...
Todos nosotros nos habíamos unido a los piadosos adoradores del Dios acabado de nacer, colmándonos de tantos consuelos, que aun estábamos completamente impresionados de aquellos misterios; así es que el primer pensamiento también de mi padre fue el de fijar nuestra atención por medio de algunas frases sencillas y fervorosas, sobre la grandeza del misterio de la Encarnación, la majestad y belleza de las ceremonias de la Iglesia y sobre la dicha que proporciona la práctica fiel de la religión.
»Considero esa práctica, añadió mi padre, de tan alta importancia y tan esencial a la felicidad, que no he pedido sino una sola cosa a Dios durante la fiesta de Navidad, y es, que ella sea siempre seguida y observada por vosotros. El practicar la religión es poseer la verdadera fuerza en medio de los peligros; el valor en medio de las grandes pruebas y el solo consuelo en la desgracia. Mis queridos hijos, en varias ocasiones me he visto imposibilitado, no diré yo de rendir mis adoraciones a Dios, porque esto siempre es posible, pero sí de practicar los deberes exteriores del culto católico y tenía entonces en mi corazón un vacío que me hacía mucho daño. En España antes de nuestro destierro, en los Pontones de Cádiz y durante el primer año de estancia en Cabrera, no era posible asistir a la santa misa ni frecuentar los sacramentos, y mi alma no estaba satisfecha; sabía muy bien que la imposibilidad excusa la falta y sin embargo sentía que me faltaba alguna cosa; así es que el día que vino un sacerdote a Cabrera fue para mí de inmenso júbilo.
»El eclesiástico que la caridad y la abnegación conducían a nuestro lado, tendría de cuarenta a cuarenta y cinco años, de estatura elevada y aspecto noble y humilde; la bondad se reflejaba en su rostro y la compasión en su voz; se llamaba D. Damián Estelrich.
«El buque le desembarcó con las cajas que contenían su equipaje, libros y ornamentos para la celebración de los santos misterios y nuestros oficiales que se encontraban aún en la isla, le recibieron con gran afecto y cariño: el buen sacerdote que no había podido librarse de las impresiones de terror y espanto que habían esparcido por todas partes contra los ejércitos franceses en España, se sintió regocijado por esa acogida.
»Mientras que algunos prisioneros se encargaban de trasportar su equipaje al Castillo, los oficiales le hicieron visitar el campo vecino; fijó especialmente su atención en el hospital y llenóse su alma de una tristeza que no pudo disimular. ¡Cómo era posible que su corazón permaneciese indiferente al ver a aquella multitud de infelices en número de más de doscientos, acostados sobre ramaje y cayéndoseles sus miembros a pedazos! Se constituyó en protector y custodio del hospital desde aquel momento, determinación que fue digna de su celo y cuyos enfermos reclamaron de él grandes socorros, ya para el alma, ya para el cuerpo, y os aseguro que su caridad no les hizo falta.
»En el castillo se habían preparado algunas habitaciones para recibir al sacerdote que con tanta abnegación venía a ejercer entre nosotros la más sublime de las misiones y a la verdad que en medio de tantos miles de extranjeros sumidos en la mayor miseria, devorados por el hambre y la sed, abrumados la mayor parte de ellos con enfermedades repugnantes, era grande la misión de un sacerdote. El nuestro supo elevarse y mantenerse a la altura de la suya, haciendo cuanto le fue posible para aliviar nuestros sufrimientos y ganar almas para Dios.
»Apenas hubo terminado el arreglo de su corto mobiliario, se ocupó de todos nosotros con actividad; los enfermos tuvieron sus primeros cuidados remediando las necesidades más apremiantes; reclamó al Gobernador de Mallorca y obtuvo para ellos pan blanco, carne fresca y algunas raciones de vino y medicamentos y desde entonces fueron enviados a la isla para el servicio de los enfermos algunos bueyes y carneros.
»Una mejora tan notable en el régimen del hospital inspiró grandes simpatías a los enfermos en favor del sacerdote; sus constantes visitas, el interés que tomaba por la situación de cada uno y los cuidados que tenía y hacía tener a todos, acabaron de granjearle su confianza y de ella se aprovechó para exhortarles a que tuviesen resignación, recordarles las principales verdades de la religión y prepararles para recibir los sacramentos. ¡Cuán bello era ver a ese ministro de Dios visitando una por una todas aquellas hamacas de ramaje en donde yacían los enfermos, esforzándose en un mal idioma francés mezclado de español, para dirigir a uno una exhortación, a otro un caritativo consejo, a este una muestra de afecto, a aquel una bendición y a todos palabras de consuelo y de paz! ¡Cómo enternecía el verle sentado cerca de un moribundo, estudiando sus confesiones y revolviendo sus propias ideas de mil maneras para hacerlas comprender! Nada le acobardaba, ni la vista de los enfermos los más repugnantes, ni el infecto olor que exhalaban, ni la dificultad de entender nuestro mal español ni dar a comprender su francés no menos extravagante, pues ensayaba los dos idiomas a la vez: pero en cambio muy pocos de los prisioneros resistían a su celo teniendo la satisfacción de ver a la mayor parte de los moribundos pasar a la otra vida provistos de los socorros de la Iglesia. Los enfermos eran una porción querida, pero no formaban toda su grey, pues se miraba a D. Damián Estelrich como el padre y pastor de todos los habitantes de Cabrera, el cual se propuso ganar la confianza de todos ocupándose más tarde en el estudio de las ventajas que podría procurar a toda la población de la isla y los medios de obtener nuestras simpatías para acercarnos hacia Dios.
»Por medio de frecuentes paseos dados ya por un lado ya por otro, hoy por la Colina de los Dragones, mañana por la del 121.º ponía en contacto con nosotros y algunas conversaciones en las cuales dejaba entrever el ardiente deseo que tenía de mejorar nuestra situación, le granjearon la estimación de sus nuevos feligreses; no le bastó esto aun, pues sabía que nada mueve el corazón como el agradecimiento y hubiera querido ganar nuestra voluntad por medio de beneficios; hacía algunas limosnas aunque cortas y limitadas y a pesar de sus esfuerzos estas se perdían en medio de tan grande miseria como un riachuelo en el Océano.
»En sus paseos quedó admirado del valor infatigable y de la gran actividad de los franceses, al reparar que la mayor parle habían rodeado su cabaña de un pequeño jardín; ¡Cuánto trabajo para conseguirlo! Pues fue necesario desmontar el terreno con picos e ir a bastante distancia a recoger tierra vegetal por entre los peñascos y barrancos, trasportándola en grandes cestos de mimbre y todo esto para plantar allí algunas flores silvestres o formar algunos dibujos con el césped de España, pues careciendo de legumbres secas, hijos míos, a pesar de nuestra pobreza nos veíamos reducidos a construirnos jardines de recreo para proporcionarnos distracción.
»Examinó nuestros jardines construidos a fuerza de tanto trabajo y se regocijó su corazón con la idea de que mandaría traer legumbres durante la estación de las lluvias y nos proporcionaría algún alivio. Efectivamente nos procuró semillas de col, rábanos y otras varias ensaladas en el mes de Noviembre puesto que solo desde principios de ese mes hasta el de Mayo puede producir algo el terreno de Cabrera: en el resto del año un sol ardiente agosta hasta los arbustos.
»Por el mes de Noviembre pues, labramos lo mejor que pudimos la tierra de nuestros jardines y la sembramos, siendo recompensados nuestros esfuerzos mucho más de lo que creíamos; los rábanos y las ensaladas crecieron tan pronto y tan bien que pudimos conseguir tres o cuatro cosechas durante la estación de las lluvias; con las coles sucedió lo propio y tomaron tal fuerza que nos dejó espantados; he visto col que tenía unos cuatro pies de altura y de una circunferencia proporcionada a su elevación.
»D. Damian Estelrich gozaba con habernos procurado un alivio tan grande y hubiera deseado llevar a cabo y desarrollar allí otro cultivo, el de las patatas; la ensalada, los rábanos y las coles son de poca sustancia y no duran más que una parte del año, mientras que las patatas son más nutritivas y se conservan más tiempo; quiso pues ensayar allí su cultivo haciendo preparar a algunos prisioneros una buena extensión de terreno sobre la colina de los Dragones en donde sembró patatas. Desgraciadamente el hambre atormentaba sin cesar a muchos, y estos, tal vez los mismos que las habían sembrado, fueron a desenterrarlas por la noche, haciéndolo con tal perfección que ni una sola siquiera brotó de la tierra, siendo preciso renunciar a un cultivo que nos hubiera sido tan ventajoso.
«Nuestro buen cura-párroco (así es como lo llamábamos) fue más afortunado en otra empresa: mandó hacer una gran plantación de algodoneros que en poco tiempo le dio un buen resultado. Algunos le preguntaron cuando lo estaba plantando qué es lo que se proponía con aquello y
respondió que era para hacernos a todos camisas; respuesta que no nos regocijó mucho a pesar de ser la expresión de una idea muy santa, pues que nos suponía que nuestro destierro se iba a prolongar indefinidamente y nosotros queríamos siquiera alimentar la ilusión en nuestros corazones: ¡la ilusión es casi la esperanza y ésta dulcifica todos los males!
»Los algodoneros brotaron pronto y en breve nos proporcionaron las ventajas que el Sr. Estelrich se había prometido; su cultivo por un lado daba ocupación a un cierto número de prisioneros, mientras que por otro ponía a nuestro buen cura en estado de dar ya una camisa, ya un pantalón; y ciertamente que tales dádivas eran preciosas para hombres que no conservaban sino con gran trabajo la ropa para cubrir su desnudez; los más necesitados eran los preferidos en las distribuciones del caritativo sacerdote y después de ellos seguían todos los que observaban mejor los deberes de cristiano, porque es preciso confesar que no todos sus feligreses eran muy religiosos.
»Efectivamente no todos los prisioneros de Cabrera eran cristianos fervorosos, pero la impiedad estaba muy lejos de dominarnos y un cierto número de ellos observaba la comunión pascual; yo mismo, pobre y falto de todo como mis compañeros de infortunio tuve la dicha de poder hacer confesión de mis culpas y ser admitido a la Santa mesa: ¡ah! ¡Cuán cierto es que en medio de tanta desgracia, el hombre conoce bien que Dios posee secretos consuelos para aquellos que le aman! ¡Y cuán poderoso es ese Dios que hace saborear la verdadera alegría y una pura felicidad a los hombres, que sin fe serían doblemente desgraciados!
»Los regalos del pastor a sus fieles ovejas, eran un piadoso artificio que sin mezcla de hipocresía fortalecía a los débiles contra el respeto humano; a los que querían burlarse de su devoción, celebraban la camisa o el traje que habían recibido del señor Cura y no éramos verdaderamente santos, esa manera de corresponder, ayudó a muchos que no se encontraban muy por encima del humano respeto.
De todos los medios empleados por el Sr. Estelrich para aliviar nuestra miseria y que le dio mejor resultado, fue el desarrollo de la industria y del comercio: los marineros de las cañoneras y embarcaciones que trasportaban los viveros, se habían puesto paulatinamente en contacto con los prisioneros y sacaban partido de su habilidad y destreza que algunos tenían para labrar pequeños trabajos en madera, como cucharas, tenedores, bastones, o construyendo cestas muy bonitas. Comprendió todas las ventajas que podíamos sacar de extender aquel comercio y procuró desenvolver aquellas industrias ya mandando traer de Mallorca los útiles y primeras materias necesarias, ya facilitando la circulación de nuestro trabajo: pero como debo tratar de este asunto en capítulo particular, vuelvo a ocuparme de lo concerniente al buen sacerdote, al modo de practicar la religión en Cabrera y las terribles circunstancias en las cuales sus consuelos fueron un poderoso remedio para nosotros.
»Nuestro buen párroco estuvo muy pronto en estado de poder oír nuestras confesiones; existía en el Castillo una pequeña capilla adornada con sencillez y decencia y allí todos los días celebraba el santo sacrificio de la misa para los cuatro o cinco mil desgraciados que componían su rebaño, recibiendo también allí a los que querían confesarse, los cuales eran después admitidos a la sagrada Mesa; pero como esta capilla podía contener poca gente, las grandes solemnidades de la iglesia se celebraban al aire libre.
»Desde por la mañana se levantaba un altar campestre sobre la colina que mira hacia el fuerte y desde aquella hora también, el prisionero que nuestro buen cura había tomado para que le sirviese, recorría todo el campo tocando una campanilla; cuando el sol empezaba a dominar las montañas y a lanzar sus más ardientes rayos, los prisioneros se encaminaban hacia la privilegiada colina formándose en semicírculo alrededor del altar preparado convenientemente con la sagrada Mesa y algunos adornos.
»Mientras que el sacerdote se revestía con los sagrado ornamentos y se disponía a subir al altar en medio de aquel pueblo de desterrados, dos chantres empezaban la solemnidad con majestuosos cantos que repetían los ecos y que parecía rodaban después hacia las orillas del mar como para anunciar en lontananza, que en el seno mismo de dolor puede el hombre encontrar palabras para bendecir al Señor; especialmente durante el conocido canto de Kirie, del Gloria in excelsis y del Credo, cuando el coro alternaba con los chantres, el concierto era sublime. ¡Cuán bello era oír a aquellos millares de voces enérgicas y claras implorando sobre una isla desierta las misericordias de Dios y cantando sus alabanzas!
»Cuando nuestro párroco se hubo familiarizado algo más con el idioma francés, aprovechó esas solemnidades para dirigirnos la palabra e instruirnos en nuestros deberes; sus alocuciones sencillas y paternales fueron recibidas con el mayor respeto: ¿cómo no habíamos de prestar atención al hombre generoso y compasivo que había venido a nuestro lado tan sólo para aliviar nuestros sufrimientos, consolarnos y ensenarnos el camino de nuestra verdadera patria? Su palabra penetraba nuestros corazones y levantaba los ánimos abatidos y así es que la religión con sus solemnidades, rompió la larga cadena de días de dolor y amargura que pasábamos en Cabrera e interpuso algunos momentos de una tranquila y suave alegría.
»Como no era posible celebrar la santa Misa en el campo durante la estación de las lluvias, la fiesta de Navidad no podía solemnizarse entre nosotros; la de Pascua abría nuestro año cristiano y lo cerraba la fiesta de Todos los Santos, pero durante este intervalo ¡cuántos consuelos experimentábamos, debidos a la religión! La muerte y resurrección del Salvador nos acostumbraba al pensamiento de la muerte, que cerniéndose sobre nuestras cabezas nos hacía indiferentes a ella; la Ascensión nos hacía pensar que el hombre sobre la tierra se ve desterrado de su propia patria y esta idea nos consolaba haciéndonos más llevadera nuestra estancia en Cabrera; la fiesta del Santísimo Sacramento nos mostraba al Hombre-Dios pobre, sufriendo como nosotros la sed y el hambre, habitando entre nosotros sobre las áridas rocas, para sostenernos contra la desesperación, fortalecernos en tan duras pruebas y reanimar nuestro espíritu y no era por cierto ni la riqueza de los ornamentos sagrados, ni la magnificencia de los arcos de triunfo, ni el brillo de los altares lo que hacía resaltar esta solemnidad.
»El campestre altar estaba erigido sobre un trono de verdura; guirnaldas de flores entrelazadas entre ramajes de pino y encina verde, caían en graciosos festones por el interior del tabernáculo y alrededor del altar; los rayos del sol atravesando por entre el ramaje, doraba las guirnaldas y les daba un brillo más intenso; el tapiz de verdura que rodeaba el altar estaba sembrado de numerosas y variadas flores. He aquí toda la magnificencia que podíamos desplegar; pero alrededor de ese altar ornado de simples dones de la naturaleza, mi pueblo afligido, demacrado y apenas cubierto de harapos; el pueblo más desgraciado que ha existido jamás, se prosternaba para adorar en silencio y pedir con confianza, ser bendecido y consolado y a pesar de su profunda miseria, al levantarse del suelo se sentía consolado y bendecido... ¡Oh religión de mi Dios, cuán poderosa eres!
¡Hijos míos, si la religión fue nuestro consuelo en las circunstancias ordinarias, fue también nuestro único recurso en las difíciles que tantas veces experimentamos! Ya os he dicho lo insuficientes que eran las raciones que recibíamos cada cuatro días y que muchos prisioneros se veían obligados a comerla en dos y aun en un solo día; así pues los otros engañaban su hambre con hierbas o raíces que arrancaban de las concavidades de las rocas ¡Ah! Cuán terrible era la situación de aquellos hombres en las circunstancias de que voy a hablaros.
»Sucedía a menudo que el buque de las provisiones se retrasaba uno o dos días y algunas veces hasta tres ¡Cuán largo y terrible era este retardo para seres demacrados como nosotros que nos obligaba a pasar cuatro, cinco y seis días sin comer más que algunas hierbas o raíces! Los hombres más arreglados, acostumbrados a contar con la distribución cada cuarto día, se veían entonces reducidos a un hambre mortal ¡Y qué triste aspecto ofrecía nuestra isla, algunas veces tan animada, encontrándonos todos sin fuerza ni energía!
»Algunos permanecían inmóviles en sus hamacas o acostados sobre la hierba a la sombra de sus cabañas, mientras que otros se arrastraban por los campos para comer hierbas insípidas; otros se subían a la cúspide de un elevado peñasco y allí tendidos en el suelo desde por la mañana hasta por la noche con los ojos fijos sobre Mallorca, procuraban distinguir el buque tan suspirado, pero la noche los conducía desconsolados a sus cabañas y la aurora al día siguiente, a pesar de su debilidad, los veía dirigirse al mismo sitio. En tal situación ¿cómo luchar con la desesperación? Entonces la religión venía a socorrernos y nuestro digno Pastor nos recordaba que era preciso rezar; él mismo se ponía a la cabeza de nosotros y recorríamos todo el campo cantando la Letanía de los Santos; aquellos que no podían seguir la procesión se prosternaban a su paso para mezclar sus ruegos con los nuestros ¡ah! ¡Cómo se acerca fuertemente a Dios aquel que ya nada espera sobre la tierra! En aquella situación nada podíamos pedir a los hombres y por lo tanto todos los impulsos de nuestra alma se dirigían hacia Dios; y él, siempre misericordioso, nos proporcionaba en cambio el valor y la resignación. ¿Cómo era posible resistir a tan fervientes súplicas? Más de una vez ha escuchado de un modo visible para mí los ruegos de los pobres de Cabrera, pues que apenas terminada la procesión, aparecía el buque de las provisiones.
»En la primera procesión de rogativa que se hizo, unos treinta de nosotros fuimos a acompañar a nuestro buen Pastor hasta el castillo y excitado por el abatimiento en que nos veía, así como por las muestras de reconocimiento que le prodigábamos por sus fervientes plegarias, nos hizo subir a su habitación para repartir con nosotros lo poco que le quedaba; sus provisiones eran muy escasas, pero sin embargo nos dio algunas habas y nos hizo beber la cuarta parte de un vaso de vino y añadió con emoción: «Hijos míos yo partiré con vosotros hasta lo último de mis provisiones y si es preciso morir, moriremos juntos, pero tengamos siempre confianza en Dios». Estas pocas palabras me hicieron saltar las lágrimas; nuestra situación era terrible y sin embargo me parece que esas lágrimas no tenían nada de amargas.
El buque de las provisiones llegó una vez a retrasarse cinco días y entonces nos creímos perdidos, pues se habían agotado todos los recursos y consumido todas las provisiones; el hospital no tenía ya ni bueyes ni carneros; los cantineros lo habían vendido todo; los cañoneros se habían
hecho a lo mar y solo un burro nos quedaba por todo recurso; ¡pero Martín nos había prestado tan buenos servicios! ¡Era tan inteligente, tan dócil! Puntual en la distribución del pan, formando fila en la fuente con los soldados, siempre dispuesto a cuanto le pedíamos, parecía haberse querido constituir prisionero y compartir nuestra suerte; por lo mismo queríamos todos mucho al viejo Martín... Sin embargo, en aquel espantoso momento su muerte se puso en deliberación. Pero ¡de qué podría servir un burro viejo y flaco para cuatro o cinco mil hombros? A pesar de esto el Sr. Estelrich, en su caridad, creyó necesario apurar todos los medios de salvación y pronunció su sentencia de muerte. Cada soldado recibió una pequeña parte de él, y después de hervido varias veces para hacer caldo, nos comimos la carne que nos pareció más tierna que la de pollo. Pero ¡ay! comido el burro, el hambre apareció de nuevo más intensa y la embarcación no venía. Así transcurrieron dos o tres días implorando los auxilios de Dios y la protección de todos los Santos con el ánimo abatido y sin podernos sostener, vacilando al caminar como si estuviésemos ebrios; ya la mayor parte se hallaban presa de un desfallecimiento y sopor, triste presagio de una muerte próxima, y los peñascos, desde donde nos poníamos en observación, los campos y las cabañas se cubrían de cadáveres; por último al quinto día un débil y lánguido grito salido de lo alto del fuerte anunció la embarcación de las provisiones cuando doblaba el cabo de Mallorca ¡Allí viene! ¡Allí viene! ¡Allí viene! exclamaron aquellos que yendo a aguardarla cada cuatro días habían aprendido perfectamente a conocerla. La dichosa nueva fue extendiéndose y propagándose; cada cual, tanto para reanimarse a sí mismo como para reanimar a sus amigos desfallecidos y salvar si era posible por medio de la esperanza a los que estaban próximos a perecer, se esforzaba en repetir ¡Allí viene! ¡Allí viene! La embarcación se hallaba distante todavía y era menester que entrase en el puerto, dejase los víveres en la orilla y después que tuviera lugar la distribución entre los diferentes cuerpos, todo lo cual exigía un tiempo determinado. ¡Ah! ¡Cuán largas son las horas para aquellos que sienten que sus fuerzas les abandonan poco a poco y que las sombras de la muerte velan sus ojos medio apagados! Yo tuve la prudente idea de emplear aquel tiempo en prepararme una ligera sopa; sentía que debilitado mi estómago por un ayuno tan largo, necesitaba un alimento ligero. Cuando hube recibido mi ración, a pesar de mi extraordinaria necesidad, recogí un poco de pan en aquella agua que de antemano había calentado y esta precaución me salvó de un gran peligro, lo mismo que a todos los que tuvieron la misma idea, porque la mayor parte de aquellos que se arrojaron sobre el pan y lo devoraron con avidez, murieron sofocados, presa de horribles convulsiones; esta imprudencia quitó la vida a mayor número aún, que los que ocasionó el retardo de las provisiones, pues perecieron por esta causa de cinco a seis mil hombres.
»Desgraciadamente esos retardos eran demasiado frecuentes y no pasaban dos meses sin experimentar alguno. ¡Si al menos esto nos hubiera proporcionado un aumento de provisiones o cuando menos que la siguiente distribución se hubiese efectuado más pronto, hubiéramos podido reservar alguna pequeña parte de ella para los días de apuro, pero lejos de esto, los días de sufrimiento no se tenían en cuenta para nada y sin embargo nuestros cuerpos debilitándose poco a poco quedaban enflaquecidos, descarnados y semejantes a esqueletos amenazando ser presa de la tisis.
»Los primeros años fueron los más terribles, por manera que habiendo desembarcado en Cabrera siete u ocho mil hombres, los que fueron aumentando con la llegada de nuevos prisioneros, en el momento de la terrible hambre, dos años y medio después de nuestra llegada, quedamos reducidos a cuatro mil hombres poco más o menos, es decir que la muerte había arrebatado las tres cuartas partes de nosotros. Los estragos de la muerte fueron por algún tiempo favorables para aquellos que habíamos escapado de sus garras, porque como los españoles enviaban siempre la misma cantidad de víveres, la mayor parte de las raciones resultaban dobles, pero la discordia lo trastornó todo. Los víveres eran distribuidos por compañías; algunas de éstas habiendo perdido muchos más individuos que otras, disfrutaban las raciones más abundantes; las que se encontraban menos favorecidas reclamaron y quisieron obtener su parte de suplemento; las compañías que estaban en posesión del privilegio trataron de defenderlo tanto como pudieron, y sin embargo, como eran en menor numeró se vieron obligados a ceder; pero los españoles encargados de las embarcaciones se enteraron de esas diferencias y comprendieron la causa de ellas y al cabo de algunas semanas un comisario del gobierno vino a rectificar el estado de los prisioneros existentes. Aunque cogidos de sorpresa, conseguimos engañarle avisándonos oportunamente, los prisioneros desfilaban por delante del comisario y tan pronto como habían sido contados daban la vuelta y pasando detrás de una colina volvían a colocarse en las filas.
»Cada tres meses volvía el comisario y siempre encontraba poco más o menos el mismo número de hombres y hasta llegó a suceder más de una vez, tener que suspender la operación porque contaba mayor número del que marcaban los anteriores estados; por medio de estos ardides conseguíamos el que siempre se nos enviase la misma cantidad de víveres; sin embargo habíamos sido tan indiscretos y hablado tan claramente de los medios empleados para burlar a los españoles, que cuando menos imaginábamos apareció un día aquel funcionario, acompañado de unos veinte soldados armados y haciéndonos formar orilla del mar colocándolos de centinela a nuestro alrededor, llegaron hasta disparar sobre algunos, que después de haber sido contados se metieron en el agua aparentando ir a bañarse, pero que en realidad era para engañarlos: la misma operación se efectuó en lo sucesivo cada tres meses y desde entonces no tuvimos ya el recurso de las raciones que los muertos nos iban legando.
»Esta severidad unida a los retardos demasiado frecuentes de la embarcación, nos hubiera hecho parecer a todos, si la industria no hubiese venido a socorrernos. Ignoro si tan fatales retrasos debían siempre atribuirse a la mala voluntad de los españoles, porque los temporales contribuían bastante a ellos, pero muchas veces era a causa de la dificultad que tenían los proveedores para procurarse los víveres en Mallorca y en Palma. La guerra del continente había hecho afluir a las islas Baleares un número de españoles que habían ido con sus familias a buscar la tranquilidad y seguridad individual que no podían tener en la península y estas pequeñas islas estaban materialmente ocupadas por forasteros, siendo muy caros los víveres y casi insuficientes. Sin embargo los ayunos que nos hacían experimentar podían ser también un cálculo para los españoles, que vivamente acosados por los ejércitos franceses, tenían falta de soldados; como sabían que entre nosotros había muchos extranjeros alistados bajo las banderas imperiales a causa de las conquistas de Napoleón, formaron el proyecto de pedirnos soldados si no para combatir a las tropas francesas, al menos para dedicarlos a la policía de las ciudades, mientras que los hijos de España marchasen contra el enemigo; esto siempre era hacer armas contra la patria y por lo tanto hubo muy pocos franceses que se prestasen a los deseos de los españoles y como observásemos que estos alistamientos no tenían lugar sino después de algunos días de escasez pudimos convencernos de que los retrasos de la embarcación eran algunas veces premeditados.
»Es preciso ahora hablaros, hijos míos, de un enorme y espantoso crimen que conmovió hasta los peñascos de Cabrera y que fue la consecuencia más horrible del estado de miseria a que nos hallábamos reducidos; pero el espanto se apodera de mi alma cuando lo recuerdo, mis cabellos se erizan y tiemblan todos mis miembros!
»Hasta aquí no me he detenido ante ningún espectáculo, cualquiera que este haya sido; ¿me detendré, pues, en este momento en que debo a la verdad histórica confesar el último de los horrores? Diré pues que en Cabrera hubo un caníbal, un hombre que se comió a muchos de sus camaradas. Sin embargo, añadamos para honor de la Francia que era extraño a nuestra nación.
Ese antropófago fue sorprendido en flagrante delito... ¡ah! ¡Qué desgraciado es el hombre cuando ha perdido los sentimientos religiosos! Ese monstruo que no encontraba nada en su corazón que pudiese hacerle comprender la enormidad de su crimen, permanecía impasible y como embrutecido delante de su víctima ensangrentada; el estupor y espanto de sus compañeros, la irritación de unos, las amenazas de otros, nada pudo hacerle conmover y parecía un estúpido; ni siquiera se le pudo arrancar una palabra de arrepentimiento. Fue condenado en Palma y en presencia de todos los prisioneros, reunidos para ser testigos de su sentencia como lo habían sido de su delito fue pasado por las armas, ante un comisario, por cuatro soldados españoles ¡Ah! Si ese hombre hubiese vivido más cristianamente, si hubiese pedido a Dios valor y resignación, si hubiese buscado en las prácticas de la religión un alivio a sus dolores, hubiera vivido menos desgraciado y culpable: no nos hubiese aterrorizado con el más horrible de los crímenes y puede que hubiera podido también ser el entretenimiento de una querida familia con el relato de sus padecimientos.
Velada octava
Mi padre que consideraba la educación de sus hijos como el primero de sus deberes, no se contentaba con darnos buenos ejemplos, sino que a estos añadía los consejos, siempre que la ocasión se presentaba. Nacido lejos del fausto y la riqueza, pero educado en las prácticas de una bien entendida religión, tenía profundamente grabado en su corazón el amor al orden y al trabajo y procuraba transmitirlo a sus hijos, a la vez que la corta herencia que había recibido de sus padres, aumentada con sus economías; así pues principió la octava velada, que se proponía dedicar a hablarnos del comercio e industria de Cabrera, para darnos algunos sabios consejos sobre el trabajo y la economía.
»Hijos míos, nos dijo: ya he tenido ocasión en la anterior velada de demostraros los socorros y consuelos que el hombre desgraciado encuentra en la religión y de haceros comprender su celestial origen y el afecto que le debemos; hoy pues os quiero hablar de lo que los prisioneros de Cabrera alcanzaron con la economía y el trabajo e inspiraros amor hacia ellos. La economía es el orden en el uso de los bienes de este mundo; alejado igualmente de la avaricia y de la prodigalidad, proporciona al rico los medios de hacer abundantes limosnas, poniéndolo al abrigo de grandes reveses, así como preserva ordinariamente al pobre de una extremada miseria. Con economía los víveres que nos distribuían los españoles, podían en rigor ser suficientes para nuestras necesidades, y sin ella, algunos se comían en un día la ración de cuatro y después tenían que luchar contra el hambre más cruel.
»Si la economía en el uso de las raciones, era suficiente para evitarnos una espantosa miseria, sola y separada del trabajo no pudo jamás dulcificar nuestra situación ni reparar los males que esta nos proporcionaba, habiendo visto hombres de buena conducta y económicos vivir los cinco años de nuestro destierro sin otro recurso que la ración diaria pero ¡cuán triste y deplorable fue su situación hasta el último momento!
»A la economía es preciso unir el amor al trabajo y este amor a los sufrimientos y fatigas, es preciso buscarlo en la religión, porque ¿quién puede inspirarlo mejor que ella que se lo presenta al hombre como un deber? ¿Qué no podría yo deciros también sobre las ventajas del trabajo? Pero me debo reducir a los límites de nuestra isla; pues bien, en el mismo Cabrera, allí en donde el trabajo parecía al principio de nuestro destierro sin objeto y sin utilidad, fue nuestro guardián y nuestra salvación, además de que ejercitó nuestras fuerzas y nos evitó el aburrimiento, preparándonos recursos para el porvenir. Si no hubiésemos rodeado nuestras casas de pequeños jardines para plantar algunas hierbas y flores silvestres, no se nos hubiera ocurrido después el procurarnos algunos granos y legumbres; si los más diestros de entre nosotros no se hubiesen ocupado en labrar con cuchillos algunos bastones de sabina, cucharas y tenedores de boj, el comercio no hubiera florecido entre nosotros y ¡de cuantos socorros se hubiesen visto privados los pobres prisioneros de Cabrera! Estos ya para entretener su ocio ya para su propia utilidad se habían puesto a trabajar algunos pequeños objetos, desplegando verdaderamente una rara habilidad; muy pronto obligados por el hambre buscaron el medio de venderlos a los marineros de las chalupas y embarcaciones que nos traían los víveres; los españoles animados por la belleza del trabajo y las súplicas de los vendedores, consintieron en comprarlos, después de hacerse de rogar y no dieron sino un precio módico casi la quinta parte de su valor. Como los obreros no daban valor ni a la madera que la isla les proporcionaba en abundancia, ni al tiempo porque no sabían en qué ocuparlo, por bajo que fuese el precio no dejó de estimularles; los españoles por su parte habiendo obtenido fácilmente un beneficio por medio de sus compras, pidieron que volviesen a empezar de nuevo sus trabajos y de este modo se estableció poco a poco un comercio que debía desarrollarse y sernos tan ventajoso, encargando la construcción de castañuelas cuyo uso está tan extendido en su país.
»Algunos prisioneros que sabían trenzar el mimbre y formar diferentes dibujos originales y graciosos, animados por el buen resultado de sus camaradas escultores, hicieron bellísimas cestas que ofrecieron también a los españoles, quienes las compraron con igual diligencia, en vista de los beneficios que se prometían obtener a las primeras cestas siguieron otras de diferente clase y los obreros más hábiles fueron tomando aprendices y trabajadores alguno de los cuales iban a buscar entre las penas, cargas, no de verdadero mimbre sino de una especie de arbusto suave y flexible, y otros trabajaban bajo la dirección de su maestro, bien a jornal o por piezas según la habilidad de cada uno: está industria tomó muy pronto gran desarrollo y las embarcaciones que nos traían los víveres regresaban cargadas de cestas que enseguida eran remitidas desde Mallorca al interior de España.
»Sin embargo como relativamente a la población de Cabrera no había más que un corto número de prisioneros ocupados en esas industrias, la generalidad continuaba viviendo miserablemente y con este motivo nuestro limosnero concibió el dichoso proyecto de mandar traer cáñamo y algodón, considerando que entre nosotros debía haber algunos que hubiesen aprendido a hilar en su infancia y a hacer media o punto de aguja y por lo tanto podría darles ocupación y procurarles los medios de mejorar su posición; el buen resultado de su empresa le probó que había tenido una buena aspiración. Hasta la caridad encontró también recursos en los beneficios que produjo este pequeño comercio emprendido como una buena obra.
»A los españoles que frecuentaban la isla al ver sus utilidades se les despertó la envidia hasta el extremo de quien emplearía diariamente mayor cantidad de algodón; unos lo trajeron a los encargados de cantinas, otros se valieron de negociantes, todos quisieron aprovecharse de la actividad y pobreza de los cabrerenses. Desde entonces no fueron tan sólo los que habían aprendido en su infancia los que se pusieron a hilar y a hacer media; el campo aquel se llenó de hombres que manejaban el huso o ensayaban el manejo de las agujas; los más diestros enseñaban a otros, dirigían sus trabajos o los tomaban como aprendices; yo mismo, hijos míos, aprendí a hacer media en Cabrera recibiendo las primeras lecciones de un amigo mío. Cuando tuve alguna práctica quiso remunerarme en proporción al trabajo que yo le hacía, como su amistad era tan desinteresada como sincera y su ardiente deseo era el de mejorar mi situación, haciéndome capaz de trabajar por mi propia cuenta, empleó conmigo todo género de cuidados, en términos de que pocos meses después me encontraba en disposición de trabajar solo y hasta de tener a mi cuidado algunos aprendices.
«El impulso estaba dado; cada cual lo había recibido y quería ofrecer su talento, adoptar una industria o inventar un nuevo trabajo para salir del estado de miseria y dulcificar los rigores de su destierro; así es que los cerrajeros y cuchilleros pusieron sus talleres, batiendo el hierro sobre pedazos de piedra que colocaron en sus cabañas hasta que pudieron llevar de Mallorca yunques y algunas de las más indispensables herramientas, empezaron por trabajar para los prisioneros, pero como los había muy inteligentes concluyeron por hacerlo para los españoles; los torneros establecieron también sus talleres y como desde el principio se hilaba el algodón con el huso, confeccionaron tornos y aquel comercio tomó mayor actividad.
»En vista de aquella preponderancia, un parisiense amigo mío que vivía en la misma cabaña, se hizo mercader de ropa vieja. De vez en cuando llegaban nuevos prisioneros, los cuales poco acostumbrados al hambre, a la sed y a las privaciones de todo género, que eran la base de la vida de Cabrera, esos recién llegados se veían muy pronto reducidos a vender pieza tras pieza su ropa blanca y sus trajes para procurarse algunos trozos de pan; mi ropavejero se ocupaba en este negocio, dando dos o tres vueltas diariamente por todo el campo y trayendo camisas, trajes y pantalones para vender y muy a menudo conseguía hacerse pagar la comisión del vendedor y comprador haciendo así más lucrativa su industria. Los españoles que encontraban su ganancia en nuestro trabajo, buscaban sin cesar el medio de estimular nuestra actividad y descubrir algún nuevo ramo de industria. Nuestro comercio se hallaba todavía en su infancia cuando llegaron a la isla algunas cajas de zapatos en corte con los útiles necesarios para confeccionarlos; los zapateros emprendieron su trabajo que duró todo el tiempo de nuestro destierro.
»Parecía que el trabajo debía muy pronto sacarnos de la miseria; seguramente que obró grandes cambios en nuestra posición, pero fue preciso que transcurriese mucho tiempo, porque los salarios eran muy cortos. Para daros una idea os diré que los que trabajaban las cestas, pagaban la vara o mimbre a los que iban a cortarla a tres sueldos el millar; dos o tres sueldos la libra a los que hilaban o hacían media y que los zapateros recibían tres o cuatro sueldos por la hechura de un par de zapatos. Cuando yo empecé a hacer media, mi amigo me daba un sueldo por semana y después que supe ya confeccionar jubones y chalecos recibí un sueldo diario: muy cierto es que necesitaba valor y constancia para trabajar toda una semana por un sueldo! Pero, algo valía en nuestra desgraciada situación. Un sensible progreso coronaba mi perseverancia pues con el tiempo conseguí ganar tres o cuatro sueldos cada día y teniendo en cuenta que proporcionaba igual beneficio a los obreros que yo había ensenado, comprenderéis que mi posición era mucho mejor que al principio. ¡Ah! ¡Cuán tarde se desarrolló el trabajo entre nosotros! Tres años habíamos pasado en la más espantosa miseria cuando esto vino a ser posible entre nosotros: además hijos míos, no vayáis a figuraros que desde aquella época todos los prisioneros obtuvieran las mismas ventajas, pues hubo muchos de ellos que no pudieron nunca emprender el trabajo ya porque eran demasiado endebles y llenos de enfermedades para soportar la fatiga, o bien estaban imposibilitados para recobrar sus fuerzas y la energía que les hubiera sido necesaria.
»Si el incesante temor de la escasez, a la que diariamente nos veíamos expuestos, no hubiese vuelto egoístas a los que trabajaban, esos desgraciados hubieran al menos participado de la limosna y bienestar general, ¡pero nos parecía siempre ver cernerse el hambre sobre nuestras cabezas cual espantoso fantasma! ¡Cómo atrevernos a semejantes liberalidades! Por lo tanto hasta lo último hubo entre nosotros muchos desgraciados, muchísimos que murieron de hambre.
»Los españoles no compraban nuestro trabajo sino a precio muy bajo, así es que cuando nos vimos menos obligados por la necesidad concebimos el proyecto de establecer la competencia en nuestro provecho; entonces nos mostramos más exigentes y fuimos menos solicitados. Como todos aspiraban a reportar grandes utilidades sobre nuestro trabajo y siempre eran preferidos aquellos que nos ofrecían mejores precios, intentamos poner en contacto a unos con otros, pero a pesar de nuestra habilidad o disposición para el comercio, costaba mucho hacer subir el precio de nuestros efectos: ved ahí lo que mejor resultado nos dio.
»Algunos buques ingleses venían de cuando en cuando a nuestra isla dejándonos siempre algunas pruebas de su generosidad ya por medio de herramientas y semillas, o bien con socorros para los enfermos o personas más necesitadas. Cierto día en la época de nuestra gran desnudez un bergantín inglés nos había hecho un reparto general de ropa, en que cada prisionero había recibido alguna prenda, unos una camisa y otros un pantalón o chaqueta; por lo tanto los ingleses gozaban entre nosotros de alta reputación de generosidad. Se creyó que convendría ofrecerles algunos de los objetos fabricados por nosotros con tanta destreza; unos les reservaron bastones, cucharas y tenedores mejor trabajados; otros sus cestas más elegantes, pagando tan largamente que todos quisieron emprender comercio con ellos. Para los que trabajaban objetos cuyas primeras materias eran de su propiedad les fue enteramente fácil; para los demás, por ejemplo aquellos que hacían medias, se procuraron lana y algodón e hicieron algunos jubones para venderlos a los ingleses; así es que poco a poco nuestro comercio tomó un giro más favorable y conseguir como otros varios poder proveer a mis necesidades y economizar algunas monedas para los días de prueba.
»Hay una privación sobre la cual no he llamado vuestra atención, que y sin embargo contribuye bastante a hacernos la vida triste y monótona, es la de la sal; esta no debe nunca compararse con las demás especies de que puede uno muy bien prescindir y es también necesaria al hombre como sazón más bien que como principio higiénico; y a pesar de esto, nadie en cinco años se acordó de procurársela; calcúlese que para nuestro potaje no teníamos más que habas y un poco de aceite común y se comprenderá cuan agradable nos hubiera sido amenizar el sabor de tal potaje por medio de un poco de sal, así es que cuando la encontrábamos por casualidad a la orilla del mar ¡con qué cuidado la recogíamos!
»La sal vino a ser para nosotros un objeto de comercio; pero ¡qué valor, o más bien qué indiferencia y desprecio de la vida era menester para dedicarse a ese peligroso comercio!
»El mar en algunos parajes rompe contra los peñascos cortados a pico y tan escarpados que presentan el aspecto de esos antiguos torreones de la edad media que la intemperie ha descarnado completamente. Hacia un lado de esos peñascos a la altura de tres o cuatrocientos pies sobre el nivel del mar, se encuentran algunas hendiduras que parecen cuevas cuyas bocas se abren para tragar las olas. Sea por curiosidad o con la esperanza de algún descubrimiento, algunos aventureros se atrevieron a entrar en sus cavidades y despreciando el peligro se agarraban con pies y manos a las puntas de los peñascos y unas veces empujándose, otras sujetándose unos con otros trepaban hasta el paraje que se habían propuesto ¡qué gozo no sería suyo cuando veían delante de ellos un gran-montón de sal pura y perfectamente cristalina! Verdaderamente en los grandes temporales cuando descubre el fondo de abismos y lanza sus olas espumosas hacia el cielo, el aire las levanta hasta sus cúspides, y sus aguas se evaporan la acción del sol y producen la sal en abundancia.
»El descubrimiento era importante, pero para sacar provecho de él, era necesario, dominar serias dificultades y correr los mayores peligros siendo suficiente en esa peligrosa ascensión que le faltase tan solo un pie o una mano o se desprendiese una piedra para precipitarse sobre aquellas peñas sepultándose en las olas. Sin embargo hubo entre nosotros algunos bastante osados y desprendidos de la vida que se aventuraron a emprender el comercio de la sal; cada cuatro o cinco días emprendían uno de esos viajes que podrían llamarse aéreos: sea que aprovechasen la marea baja para descender por la playa hasta las cuevas de sal, sea que trepasen por el contrario a las cúspides de los peñascos para descender después a dichas cuevas, siempre corrían el mismo peligro y la misma fatiga: más difícil era el regreso, para lo cual nuestros mercaderes de sal se habían procurado pequeños sacos que podían contener quince o veinte litros y aunque parece insignificante, era sin embargo muy peligroso el trasportarlos por entre aquellas peñas, habiendo perecido más de veinte prisioneros en esas temerarias ascensiones.
»Desde el paraje en que nos bañábamos, cierto día a la orilla del mar, contemplábamos espantados a dos o tres infelices que iban a buscar sal; marchaban unos tras otros ayudándose mutuamente; de pronto al que iba delante le faltó el apoyo, arrastró a sus compañeros y los tres cayeron hechos pedazos en el fondo de aquellas peñas. Tales accidentes debieran haber desanimado a los que se dedicaban a este fatal comercio, pero desgraciadamente, entre correr los azares de una muerte violenta o morir de hambre y de miseria, aquellos infelices no encontraban ventaja alguna, y como el primer partido les parecía menos triste y más seguro que el segundo, perseveraron en su empresa ¡ah si los hombres tuviesen el mismo valor y mostrasen la misma constancia para merecer la gloria eterna, cuantas sublimes virtudes no les veríamos practicar; desgraciadamente no es así, pues que el hombre todo lo sacrifica por la vida presente, olvidándose de la vida futura!!!
»También se desarrolló entre nosotros otra industria
que nos era menos favorable y a la cual se dedicaban a expensas nuestras ciertos hombres de poca conciencia, los cuales se habían propuesto merodear en Cabrera así como lo habían hecho en España. Dando continuas vueltas por el campo, buscando las ocasiones, meditando nuevas rapiñas, habían adquirido cierta habilidad que sorprendía a los más avisados; añadid a esto que la vergüenza y los castigos no les hacían impresión alguna y que el hambre y la miseria les aguijoneaban continuamente y comprenderéis lo expertos y audaces que llegarían a ser, sin que hubiese cercado ni cerradura que pudiese librarnos de sus rapiñas. Penetraban en nuestras cabañas durante nuestro sueño y para evitar que nos robasen nuestras cortas provisiones no era suficiente colocar la cesta que las contenía a la cabecera de nuestra cama, siendo necesario recurrir a la astucia: ved el medio puesto en práctica con algún resultado. Se ataba un hilo bramante de un lado de la cesta y del otro al brazo o pierna de uno de los habitantes de la choza; la menor tentativa despertaba a su guardián que corría tras el ladrón; además de que para mayor facilidad teníamos continuamente al lado de nuestras camas un enorme palo al cual nos abalanzábamos para correr tras del audaz ratero. ¡Cuan triste era verse privado alguna vez de la ración de tres días y de las economías de muchas semanas! Así es que cuando lográbamos coger en flagrante delito alguno de ellos no se le tenían muchas consideraciones administrándosele desde luego una fuerte paliza. Cuando el culpable era uno de aquellos incorregibles, casi todos los días que estaba preso se le ataba fuertemente a un poste en la plaza que llamábamos Palais-Royal y todos tenían el derecho de ir a colmarlo de injurias y llenarle de bofetadas, llegando hasta el extremo de cortarle las orejas a uno de aquellos desgraciados. Les mirábamos hasta con horror y sin embargo en nuestro interior les compadecíamos porque veíamos que solo su excesiva miseria les arrastraba hacia el crimen; así es que la muerte violenta de uno de estos desgraciados, despertó entre nosotros una indignación general; sorprendido ese infeliz muchas veces en flagrante delito había sido atado al poste en donde recibía el justo castigo de sus faltas; una cuerda con nudo corredizo se le había pasado por el cuello ya por burla ya para mantenerle la cabeza levantada junto al poste y para hacerlo más visible se le había puesto una gran piedra bajo los pies: de repente llega indignado un soldado de su mismo pueblo. ¡Cómo! ¿Tú aquí todavía? exclama, dándole algunos golpes ¡Voy a acabar de una vez contigo! Al paso que de una patada hizo rodar la piedra en que estaba colocado; el infeliz se encontró suspendido en el aire, corrióse el nudo que le sujetaba el cuello y los irreflexivos espectadores se divirtieron unos momentos con el pataleo del paciente.
»Muy pronto comprendieron su imprudencia y quisieron desembarazarle de aquel nudo fatal; cual no sería su sorpresa al verle desvanecido entre sus brazos; ¡la broma había sido cruel; estaba muerto!
»Este acontecimiento que nos impresionó profundamente y nos hizo más circunspectos, no corrigió sin embargo a los ladrones; su número al contrario aumentó, de cada día y el mal ejemplo hizo el mismo efecto que una epidemia; se recurrió entonces a la prisión de los que se cogían por espacio de algunos días, pues nuestro objeto no era otro que hacerles observar el mejor régimen en el consumo de sus raciones y excitarles al trabajo.
»Por medio de la economía y el amor al trabajo, hijos míos, evité muchos padecimientos y me he procurado grandes consuelos; por medio de la economía y el amor al trabajo supliréis las riquezas de la tierra que no os haya, concedido la Divina Providencia, pero que ha reemplazado en su bondad para con vosotros y conmigo, por bienes más preciados, los de la instrucción religiosa y una educación cristiana.
Velada novena
La situación de los prisioneros franceses en Cabrera había sido considerada en las veladas precedentes bajo sus principales fases: les habíamos visto padecer el hambre, la sed, la desnudez; las enfermedades; todas las miserias cebarse contra aquellos desgraciados y por lo tanto nos era fácil apreciar su cautiverio así como los peligros sin número de los cuales se había librado nuestro padre: nuestros corazones impresionados por tan interesante narración estaban llenos de reconocimiento hacia Dios; la sola vista de nuestro querido padre; una palabra, una mirada que cambiásemos entre nosotros nos conmovía y nuestros ojos se bañaban involuntariamente de lágrimas. ¿Era este llanto de compasión, de ternura filial, de agradecimiento a Dios? De todo esto tenían nuestras lágrimas.
Como hubiese incurrido mi padre en algunas omisiones que era preciso llenar para completar los recuerdos de Cabrera, emprendió de nuevo su narración.
«La tentativa de evasión de nuestros oficiales tan fatalmente descubierta, y la más afortunada de aquellos que con tanta destreza se apoderaron de la embarcación que trasportaba el agua, hicieron despertar el deseo en algunos prisioneros de fugarse de la isla. Cuando por el desarrollo del comercio hubo facilidad para procurarse herramientas, algunos imitando el proyecto de los oficiales y a costa de ingenio y trabajo procedieron a la construcción de pequeñas embarcaciones y sobre esos frágiles maderos no temieron aventurarse a los furores del mar y de los vientos; muchos fueron bastante afortunados consiguiendo incorporarse al ejército francés que todavía ocupaba una parte de las costas de España; otros menos ingeniosos o se dejaron sorprender su proyecto o no obtuvieron a pesar de sus esfuerzos sino embarcaciones que no se sostenían el mar, viéndose obligados a destruir ellos mismos la desgraciada obra que les costara tantos meses de trabajo. Hubo algunos cuyas esperanzas vinieron a desvanecerse algo después consiguiendo ponerse en alta mar, llegar al continente en puntos dominados por los franceses y con medios para llegar hasta donde estaban, cuando fueron aprehendidos y vueltos a Cabrera mucho más desgraciados que antes por haber sonreído la esperanza de alcanzar su anhelada libertad.
«Ved una tentativa de evasión más fatal todavía para los que la realizaron, a pesar de haber visto casi brillar el crepúsculo de su libertad.
«Cierto día que la embarcación del pan había luchado largo tiempo con los caprichos de un mar tempestuoso sin poder entrar en el puerto, se decidió por fin a dar vuelta la isla con objeto de buscar abrigo en una pequeña bahía situada al medio día, desembarcando allí los víveres a la orilla. Dicha bahía está rodeada de peñascos muy elevados y cortados a pico por el lado del mar que hace muy difícil el desembarque y a sus pies se extiende una estrecha lengua de tierra que parece haber sido abandonada poco a poco por las aguas; pues allí debía efectuar su descarga.
»Los prisioneros que no habían recibido víveres hacía ya seis días, se dirigieron en masa hacia aquel lado siguiendo con ansiedad la marcha de la suspirada embarcación; más de dos mil hombres coronando aquellos peñascos echaban sobre ella su anhelante mirada. Mientras que los españoles de abordo descargaban tranquilamente los víveres en la orilla les rodearon unos sesenta prisioneros cayendo improvisadamente sobre ellos, echaron al agua a los que aún quedaban abordo, soltaron las velas y se alejaron. Sin duda creyeron haber conseguido la libertad, pero la empresa no había sido bien meditada ni calculadas bastante sus contingencias y peligros: al ver la embarcación que huía, el temor de morir de hambre y la idea de que iba a faltarles aquel auxilio; sobrecogieron a los dos mil hombres que coronaban los peñascos: en el momento prorrumpieron en violentos clamores e hicieron llover sobre los fugitivos tal granizada de piedras que hirieron a muchos obligándoles a abandonar su proyecto. Apenas llegados a la orilla, furiosos los españoles de haber sido sorprendidos, se precipitaron sobre ellos matando algunos a culatazos y tratando de prender a los demás; estos buscaron su salvación en la fuga, arrojándose unos al mar mientras que otros emprendieron otra vez el camino escarpado que les había conducido allí. Desgraciadamente para nuestros compatriotas, los peñascos rodean la bahía con un muro materialmente desnudo y descubierto contra el cual les fue imposible encontrar refugio alguno, no salvándose más que unos pocos hábiles nadadores que a pesar de los peligros de un mar tempestuoso, doblaron la punta de la bahía y consiguieron volver a entrar en el campo por otro punto de la costa.
«Si nuestro proceder no estuviese justificado por la apremiante necesidad en que nos encontrábamos y por el peligro de quedar para siempre sin víveres ¡ah! ¡Qué crueles remordimientos hubiéramos tenido de haber impedido la fuga de aquellos presos! Pero las lágrimas vertidas por su desgraciada suerte probaron bien que habíamos obrado por el natural instinto de conservación y no bajo la impresión de una envidia infame.
«El sentimiento de esta vil pasión estaba tan alejado de nuestro corazón, que en todas las circunstancias parecidas, no pudimos menos de alegrarnos y hacer votos por los fugitivos y sin embargo cada evasión era fatal para nosotros. Ya habéis visto como la intentona de la embarcación del agua hizo renacer entre nosotros los horrores de la sed, realizada en un momento; ved ahora otros hechos que motivaron esta fatal reacción.
«Algunos pescadores venían de cuando en cuando a nuestras costas y se hacían ayudar por los prisioneros a quienes pagaban largamente con pescado este pequeño servicio. Algunos de ellos se aprovecharon de la falta de vigilancia de los españoles para apoderarse de sus barcos evadiéndose con ellos; por lo tanto se prohibió a los pescadores bajo severas penas el aproximarse a la isla que nos mantenía en la esclavitud.
«Al tercero o cuarto año de nuestro destierro, sin duda porque se habían construido clandestinamente muchas pequeñas embarcaciones en las cuevas, se nombró un Gobernador a fin de que se nos vigilase de cerca. De poco nos servía aquella autoridad, puesto que la opinión general era quien nos gobernaba y si necesitábamos tomar algún consejo nos dirigíamos a nuestro buen cura párroco así como a Mr. de Monsac, oficial francés que cayó prisionero y fue conducido a Cabrera en dos últimos años de nuestro destierro. Este buen señor amable y compasivo, que comprendía tanto más nuestra situación cuanto que la compartía con nosotros, era nuestro verdadero gobernador, o más bien nuestro padre: aunque no deseaba que los malhechores quedasen impunes, sin embargo siempre recomendaba la moderación y compasión: muchas veces fue necesaria toda su bondad para calmarnos y creo que sin él más de un lamentable suceso se hubiera cometido con los rateros ¡Gracias hoy le sean dadas y pueda este tributo a su virtud alcanzarle, si todavía vive, o si ha muerto, subir hasta el cielo a fin de que le sea propicia la Divina misericordia!
«Habíamos desembarcado en Cabrera siete u ocho mil hombres procedentes de los pontones de Cádiz; durante muchos años no cesaron de llevarnos nuevos compañeros de infortunio, unas veces en número de veinte, treinta, cuarenta o ciento, según decidía la suerte de los combates, siendo el total de los que así vinieron a compartir con nosotros el destierro de unos cinco mil: añadid mil quinientos conducidos en un solo día de Alicante y resultará haber entrado de catorce a quince mil franceses en Cabrera. Calculo en quinientos el número de los que lograron sacudir el yugo del destierro, ya por medio de la evasión, ya por los alistamientos voluntarios para el servicio de España. ¿Sabéis, pues, cuántos quedábamos en resumen pendientes de nuestra libertad? Tres mil seiscientos hombres; por lo tanto, aquella isla había devorado en cinco años más de diez mil franceses!
«Muchas veces habéis temblado de horror al leer o escuchar el relato de los desastres de la campaña de Rusia: el camino de Smolensk sembrado de hombres y caballos helados en la nieve; la Beresina cubierta de cadáveres y despojos, en cuya expedición perecieron regimientos enteros, pero por haber operado menos pronto sobre las tropas de Bailen, la muerte no les respetó gran cosa. Cuando entramos en España los regimientos estaban completos y cada compañía contaba ciento cuarenta plazas; a nuestro regreso a Francia no existían más que cuatro soldados de la 7.ª Compañía de la 1.ª Legión; otras compañías estaban representadas por cinco o seis hombres; algunas se hallaban completamente extinguidas, habiendo sido la muerte más lenta pero por lo mismo más cruel.
«Debo añadir, por lo tanto, que en Cabrera fue menos poderosa contra los prisioneros procedentes de los pontones, que contra los que fueron conducidos directamente de España; si estos no se encontraban tan abatidos en un principio, estaban menos acostumbrados a las privaciones y sufrimientos haciendo la muerte entre ellos terribles estragos. Para daros una idea de ello voy a concretarme a los mil quinientos hombres venidos de Alicante: llegaron poco más o menos a mediados del tercer año, esto es, en la época de nuestra gran miseria y quedaron espantados y estupefactos de nuestro deplorable estado; no comprendían, ni podían darse cuenta de ver a ciertos hombres tan abandonados que se comiesen el alimento de cuatro días en uno solo; algunos cometieron la imprudencia de entregarse a ciertas burlas impertinentes, contentándonos nosotros, por toda respuesta, con emplazarles para dentro de seis meses al cabo de cuyo tiempo ¡cuánto había cambiado su situación! Todas las desgracias conocidas en Cabrera habían caído sobre ellos de improviso; encontraban las raciones insuficientes y para aumentarlas, habían vendido poco a poco una gran parte de su ropa, sin poder satisfacer su hambre; a la miseria se había unido el abatimiento; sin tener cabañas en donde albergarse, se hallaban acampados bajo la inmensa bóveda de la gran cueva de que os he hablado. Esta cueva húmeda y fría les fue tan fatal como lo ha sido para muchos infelices que antes que ellos quisieron habitarla y sus influencias unidas a la falta de alimentos e insalubridad, produjeron enfermedades terribles; en fin esos mil quinientos hombres venidos de Alicante, robustos y bien vestidos, después de seis meses quedaban apenas la mitad, casi todos escuálidos, demacrados, enfermos y mucho más desgraciados que los demás prisioneros.
«Entonces acabaron de despojarse de sus ropas para adquirir el derecho de ocupar en nuestras cabañas el lugar de nuestros camaradas fallecidos ¡cuán cruelmente espinadas fueron sus insensatas burlas!
«Como en esa época ganaba yo diariamente algunos sueldos con mi trabajo y podía proporcionarme alguna mayor comodidad, compré una camisa a uno de aquellos infelices, pues hacia más de seis meses que no tenía ninguna; poco tiempo después compré una segunda y más tarde una tercera, cambiando además mi traje con otro en mejor estado, por manera que cuando llegó el momento de la marcha era yo uno de los que se encontraban mejor equipados.
No fue esta la única ventaja que saqué de mi trabajo el cual me permitió efectuar algún cambio en mi modo de vivir; los primeros años, con objeto de tener menos apetito, permanecía acostado hasta mediodía; después de levantarme de la cama me arreglaba un poco de sopa, esto es, remojaba poco más o menos una media ración de pan en el agua en donde había hecho cocer mis habas; después de esta ligera sopa, comía un pequeño pedazo de pan y para dejar más pronto la idea de la comida, dedicaba en seguida una hora al paseo; por la noche arreglaba una sopa enteramente igual a la de la comida y me acostaba después. Cuando empecé a trabajar, continué haciendo únicamente dos comidas, solo que la sopa era algo mejor, aderezaba mis legumbres y comía un huevo de vez en cuando: todas las noches tomaba también un buen vaso de vino que no me costaba más que un sueldo y los días que me despertaban agradables recuerdos, me permitía algún recreo en la cantina con mis amigos. Obra de las ventajas que debí al trabajo fue la de hacerme nombrar de servicio. Os parecerá tal vez extraño que os hable de servicio, y sin embargo, más que en ningún otro paraje era este pesado y frecuente en Cabrera; algunos individuos estaban encargados cada semana, en la primera época, de disponer la hoguera fúnebre y más tarde de cavar las fosas del cementerio y enterrar los muertos.
«Después, como os dije hace poco, se nos envió un Gobernador que tenía su familia y con él un Comisario encargado de la distribución de los víveres; fue necesario por lo tanto construir habitaciones a dichos señores y este fue el trabajo que nos proporcionó mayor lucro. Quisieron más tarde mejorar su vivienda, añadir nuevas habitaciones a las antiguas o proporcionarse las diversiones de tener un jardín mayor y mejor cerrado e hicieron un llamamiento a los trabajadores. Como estos eran generalmente los más dispuestos, ofrecían la ventaja de poderse libertar a precio de oro. El gobernador era excelente y su esposa compasiva, si sus disposiciones no nos eran siempre favorables, sabíamos distinguirlas y apreciar los sentimientos de su corazón, siéndonos poco sensibles los días que trabajábamos por su cuenta, que él sabía recompensarnos. No sucedía así con el Comisario, pues era este un hombre duro, cruel, avaro y que procuraba siempre hacer sus trabajos a expensas nuestras, así como tampoco tenía inconveniente en sisarnos sobre el aceite y las legumbres cuya distribución se le estaba confiada; ni se avergonzaba cuando veía recoger del suelo alguna haba a aquellos infelices de darles en las espaldas un fuerte golpe con una doble correa que siempre llevaba en la mano; pro también puede estar seguro de haber obtenido nuestra animadversión y nuestro desprecio en sumo grado. Otro día os referiré el modo como se lo hemos probado.
»Jamás comprenderéis, hijos míos, toda la extensión y valor de los cuidados de la Divina Providencia con las criaturas; para poderlos apreciar es preciso haberse visto privado de todo, como en Cabrera; sabed al menos reconocerlo y mostraos toda la vida agradecidos hacia vuestro padre celestial que vela constantemente por vosotros desde lo alto de los cielos.
Décima y última velada
»Después de haberos referido los padecimientos de nuestro largo cautiverio, llego por fin a los días de verdadera y pura satisfacción que hemos pasado en Cabrera.
Así es como mi padre, empezó esta velada que debía ser la última; en su fisonomía generalmente melancólica, abatida, animada por el valor o la esperanza, según los diversos recuerdos que la agitaban, brillaba la expresión de la alegría y de la felicidad: su frente resplandecía y dos lágrimas ligeras rodaban por sus mejillas; nosotros participábamos de su emoción, nos regocijábamos con él, así como con él habíamos sufrido; mi padre continuó:
»Hacía cinco años que nos hallábamos en Cabrera y la esperanza de salir de allí se había alejado de nuestro corazón, no aspirando más que a hacer llevadera nuestra situación; de repente se esparce la noticia de que una goleta llevando bandera blanca se hallaba a la vista y que impelida por un viento favorable se acerca rápidamente como una saeta hacia el puerto. Más de una vez habíamos visto pasar y volver a pasar embarcaciones que se creían argelinas llevando bandera blanca; yo estaba trabajando y continué sin alterarme, pero algunos que no tenían otra ocupación que vigilar la llegada de extranjeros para excitar su compasión y ver de conseguir de ellos algún socorro, bajaron en el momento a la orilla del mar. Llegó entre tanto la goleta desconocida, la cual aferró sus velas y entró en el puerto; el número de los curiosos fue aumentando hasta llegar a ser una multitud apiñada y compacta, cuando uno de los individuos de la tripulación cogió una larga bocina, se encaramó en la cofa y con un tono enérgico y fuertemente articulado exclamó: ¡Libertad! ¡Libertad para los prisioneros! Los que se hallaban en la orilla, unos se precipitaron a nado hacia sus libertadores, otros se unieron a los ecos de los peñascos para repetir la dichosa nueva y esparcirla por todas partes. Muy pronto llegó a nuestras cabañas; un frío temblor recorrió los miembros de los que se habían quedado trabajando; la sorpresa y el gozo les oprimían el corazón. Yo estaba sentado en mi hamaca y quedé allí inmóvil sin poder respirar... ¿Habré oído bien?... Y me pasé la mano por los ojos... ¿Es tal vez un sueño? ¡Nuestra libertad! No es posible. ¿Será algún pérfido engaño? ¡Nuestra libertad! No podíamos creerlo.
»Al mismo tiempo nuestras reflexiones se dirigían hacia la goleta francesa; ¿por qué esa bandera blanca? ¿Qué se hicieron los colores de las Pirámides, de Marengo y de Auslerlitz? ¿Qué se hicieron las águilas victoriosas que no hace mucho ondeaban sobre Roma, Madrid y Berlín? Todo era enigma y misterio para nosotros.
»Mientras que estas reflexiones se presentaban en nuestra imaginación, mezclándose a los recuerdos de la patria y la familia, el Comandante saltó en tierra con algunos hombres de la tripulación en un bote que había echado al agua y desembarcó en medio del grupo de prisioneros que acudían por todas partes, reuniéndose en el puerto como por encanto; las preguntas se multiplicaron, se cruzaron y se confundieron, siendo imposible al Comandante y a su gente responder a todas ellas; sabiendo que entre nosotros había un oficial, pidió hablar con él, presentándose enseguida Mr. de Monsac.
»Mientras estos se dirigieron al Fuerte y que el Comandante le dio conocimiento de los reveses y caída del Emperador Napoleón; del restablecimiento de los Borbones en el trono de Francia y de los tratados estipulados entre las potencias aliadas, tanto para el arreglo de los derechos de cada nación como para el canje de los prisioneros, su Teniente Mr. Duperré, hoy Almirante, nos leyó diferentes proclamas, que nos revelaron dichos acontecimientos.
«Nuestra sorpresa iba siempre en aumento ¿Cómo ha podido caer aquel que quebrantaba los cetros y las coronas? ¿Cómo el hombre invencible ha podido ser vencido? Para poder comprender nuestro asombro, sabed, hijos míos que ignorábamos absolutamente cuanto había pasado en Europa y que nuestras últimas noticias databan a lo menos de dos años, las cuales nos habían sido dadas por unos prisioneros venidos a nuestro destierro, en cuya época Napoleón estaba en el apogeo de su poder y de su gloria. Posteriormente los españoles nos habían hablado de derrotas y reveses, pero como nos habían inventado tantas veces acontecimientos fabulosos y teníamos una tan alta idea de los héroes franceses, no les habíamos dado crédito alguno. El restablecimiento de Luis XVIII en el trono de sus mayores no nos admiraba menos; desterrados casi todos los de su raza desde el año 1807, y no sabiendo más que por el relato de nuestros padres quien era Luis XVIII, lo habíamos olvidado por completo, siendo para nosotros como un sueño: no habiendo conocido más que a nuestro Emperador, no comprendíamos el entusiasmo con que hubiese podido ser acogida en Francia la entrada de los Borbones.
«Cuando el Comandante y Mr. de Monsac bajaron de la fortaleza, nos repitieron que Napoleón había dejado de reinar y que la nación entera había saludado con grandes aclamaciones la vuelta del rey, hijo de San Luis y de Enrique IV.
«El rey promete hacer la felicidad de la Francia, añadió el Comandante y ante todo quiere hacer la vuestra; él es quien os devuelve la libertad ¡Viva el rey!
«La alegría de salir de Cabrera y de volver a ver a su patria, ahogó las afecciones que habíamos conservado al Emperador y miles de voces repitieron ¡Viva el rey! Algunos antiguos veteranos manifestaron en voz baja su descontento pues a tanto precio hubieran preferido la esclavitud a la libertad. Sea enhorabuena; si vosotros no queréis la libertad, se les contestó, podéis quedaros aquí; nosotros queremos regresar a nuestra patria y abrazar a nuestros padres y ¡Viva la Francia y viva el Rey!
«Si bien el Comandante no pudo llevarnos consigo, nos ofreció que dentro de ocho días a más tardar vendrían algunos buques para conducirnos a Marsella.
«A pesar de la palabra empeñada por un Oficial francés y confirmada por Mr. de Monsac, que estaba perfectamente enterado de las proclamaciones y tratados, no podíamos llegar a volver en sí de nuestra sorpresa y persuadirnos de nuestra felicidad; nuestros corazones permanecían oprimidos y los trasportes de alegría salían violentamente de nuestro pecho hasta que el Comandante para reanimarnos nos hizo distribuir una ración de vino. El vino alegra el corazón del hombre y así como una alegría tan grande como la nuestra por tanto tiempo reconcentrada, podía sernos peligrosa, el vino le abrió libre paso esparciéndose con una impetuosidad difícil de describir. La marinería francesa y hasta los mismos españoles cedieran a la misma influencia; en todos los barrios, en todas las calles, delante todas las cabañas, se veían hombres, saltar, bailar y echarse sobre la hierba como locos; algunos prorrumpían en estrepitosas carcajadas, mientras que otros se abrazaban mutuamente llorando.
«Nuestros trasportes eran casi extravagantes; corríamos de un lado a otro sin saber lo que nos hacíamos; nuestra felicidad era demasiado grande y superior a nosotros, puesto que nos había sumergido en un verdadero frenesí, solo capaz de aliviar nuestros corazones.
«¡Qué espectáculo ver a tres mil seiscientos hombres extenuados por la miseria y el hambre, vestidos de harapos o precisados a cubrirse con follaje, cantando y danzando o entregándose a los excesos del delirio más extraño! ¿Quién hubiera podido permanecer impasible a tanta dicha?
«Llego la noche, dice Mr. Duperré en una relación de su viaje a Cabrera, y tuvimos que detenernos a causa de los vientos contrarios, siéndonos imposible permanecer tranquilos espectadores de aquella extraordinaria alegría, que el lugar de la escena y sus actores hacían tan atractiva. Pusimos iluminación, suspendimos faroles en las puntas de las vergas y salvas de artillería respondieron a sus aclamaciones de regocijo; los músicos se colocaron en el puente e hicieron oír algunos aires patrióticos.
«Apenas la música dejó oír sus primeros acordes todos corrimos al puerto para gozar de la fiesta con que se nos brindaba; pero ¿cómo dar testimonio de nuestro agradecimiento? Un grito unánime se escapó instantáneamente de todos los pechos ¡Viva el Comandante de la goleta y su tripulación! Respondiendo ellos ¡Vivan los valientes prisioneros de Cabrera!
»El Capitán había mandado poner iluminación para celebrar nuestra libertad ¿no podíamos nosotros también hacer lo propio? ¡Una gran hoguera! gritan algunos ¡Una gran hoguera! repitieron todos los prisioneros; en el momento corrimos todos al campo a buscar leña; unos trajeron los haces que tenían guardados, otros arrancaron ramaje y hierbas secas y la hoguera ardió como por encanto; muy pronto fueron arrancadas todas las cercas que cerraban nuestros jardines, haciendo subir hacia el cielo, como homenaje a Dios, una magnifica columna de humo, saltando nosotros de gozo alrededor de la hoguera gritando a intervalos ¡Viva el Comandante de la goleta y su tripulación! y cada vez ésta respondiendo ¡Vivan los valientes prisioneros de Cabrera! Tal era el entusiasmo, que hasta la lancha cañonera acabó también por iluminarse. Al día siguiente el Comandante tomó sus medidas para dejarnos víveres en abundancia, haciendo que continuasen dándonos la ración de arroz y después de asegurarnos nuevamente que dentro de ocho días estarían allí los buques de Marsella, se hizo a la vela.
«Nuestras demostraciones de agradecimiento siguieron a la goleta a su salida del puerto y nuestros votos la acompañaron durante toda la travesía; mas ¿cómo pasar el tiempo hasta el momento de la marcha? La alegría del primer día había sido demasiado grande para que fuese duradera; sin embargo continuó hasta la llegada de los buques prometidos; verdad es que la abundancia de los víveres contribuyó a prolongarla, si bien es cierto que se alimentó más todavía con la idea de la dicha de volver a ver a nuestra patria y familia queridas.
»Hacía seis años y medio que no había tenido noticia alguna de mis padres; seis años y medio que no había podido siquiera enviarles un abrazo por medio de una caria y decía para mi ¡dentro de pocos días les estrecharé entre mis brazos! Esta sola idea hacia palpitar mi corazón y excitaba en mí una viva emoción; caía sumergido en un éxtasis de amor filial, las lágrimas humedecían mis ojos y saboreaba en silencio los placeres de mi regreso! Algunas veces una duda terrible y sombría intentaba trastornar mi alma ¿encontraré aún a toda la familia? ¡Dios mío! ¡Dios mío! exclamaba ¿No he sufrido bastante todavía? ¡No permitáis que la tribulación derrame una sola gota de amargura en la deliciosa copa que me habéis preparado! Las ideas tristes se disipaban; me figuraba estar abrazando a mis padres, a mis hermanos y hermanas; nada faltaba a mi ternura, era yo feliz y ellos también felices: aquella felicidad, hijos míos, de que yo anticipadamente gozaba, no era una vana y engañosa ilusión... Aquel día tan afortunado debía lucir pronto para mí, Dios me lo preparaba y me lo mostraba en lontananza.
»El día fijado por el Comandante de la goleta llegó por fin, la aurora apareció con más brillantes colores y el sol se levantó más radiante que nunca; trepamos aquellos peñascos no menos áridos y solitarios que en los tiempos de escasez, pero risueños entonces y llenos de alegría, extendiéndose el mar a nuestros pies inmenso y débilmente agitado. Cuatro bajeles aparecieron en el horizonte como si fueran puntos negros; parecían inmóviles y sin embargo fueron acercándose poco a poco, pudiendo pronto admirar el gracioso movimiento de sus velas hinchadas por el soplo de un viento favorable; nuestra vista se dirigía a reconocer su pabellón! Llevan bandera blanca... son nuestros libertadores! Y les aclamamos y saludamos con gritos de júbilo.
»El Comandante de la flotilla enternecido al ver aquella multitud de hombres desnudos enteramente y comprendiendo que no era posible conducirlos a Francia en aquel estado les vistió con ropa de los marineros y se ocupó enseguida de la marcha; pero sufrió una dificultad. No había podido aparejar más que cuatro gabarras que podrían recibir a bordo a la mitad de los prisioneros; ¿Quiénes serían los elegidos para la primera expedición? Todos habían de querer formar parte de ella ¡Nos era tan enojoso el destierro desde algún tiempo! El Comandante manifestó su propósito de llevarse a los enfermos, a los más delicados y pusilánimes, movido por un sentimiento de caridad, pero los más antiguos creyeron tener un derecho incuestionable a marchar los primeros; formularon sus reclamaciones y se dispusieron a hacer valer su derecho; por espacio de tres días insistió el Comandante en su resolución y tres días los opositores se obstinaron en su pretensión, temerosos de que un acontecimiento imprevisto viniese a cerrarles las puertas de su libertad; convencidos por fin con la palabra del Comandante y nuestras propias reflexiones, cedimos nuestro derecho y satisfechos de haber obrado aquella buena acción, aplaudimos la marcha de nuestros hermanos e hicimos por ellos fervientes votos al cielo.
«¡Bogad, dichosa embarcación, acelerad vuestra rápida marcha, pues que vais a devolver a la patria a esos desgraciados tanto tiempo víctimas de la desgracia y el destierro; que el Señor aleje de vosotros los escollos y las tempestades y que su soplo divino os conduzca rápidamente a vuestro destino!
»Así es como nos despedimos de los que abandonaban los peñascos de Cabrera. De pie sobre cubierta todo el tiempo que pudieron, nos dirigieron por medio de la palabra o de los ademanes su último adiós y su agradecimiento, correspondiendo nosotros del mismo modo a sus testimonios de amistad y hasta después de haberles perdido de vista les seguíamos aún con la mirada y la imaginación!
«Al día siguiente nos entregamos nuevamente a las ordinarias ocupaciones de los últimos ocho días, esto es, a las más dulces ilusiones, a los juegos más ruidosos y locos; en una palabra a todo el enajenamiento de la felicidad, pareciéndonos que ya teníamos a una parte de nosotros mismos navegando hacia Francia.
»Apenas habían trascurrido ocho días, cuando la pequeña escuadra impelida siempre por un viento favorable se presentó nuevamente: los preparativos de nuestro viaje terminaron muy pronto, sin embargo de que era preciso darle con toda solemnidad el último adiós a Cabrera. Esta vez no hicimos subir al cielo la vacilante y vigorosa llama de una gran hoguera alimentándola con los cercados de nuestros jardines, puesto que fueron las cabañas enteras las que entregamos al incendio. En vano a petición de los españoles el Comandante francés había prohibido que se destruyese objeto alguno; ¡cómo! dijimos; nuestros enemigos se aprovecharían de nuestros trabajos y sudores! No; jamás ¡Nos han hecho padecer demasiado! Pocos momentos después un humo negro y denso salía a borbotones elevándose en abundante nube que envolvía casi toda la Isla; aunque como las cabañas estaban cubiertas de una gran capa de tierra, no hicieron muy buena hoguera.
»El espíritu de destrucción y venganza se había apoderado de nosotros y nos arrastraba ¡a la casa del Comisario! Grito que retumbó por todas partes y nos puso fuera de razón. Las puertas fueron destruidas y el mobiliario entregado al saqueo; muchas pipas de aceite robadas de nuestras raciones fueron hechas pedazos y unos quince carneros que debían servir para el hospital fueron degollados y distribuidos, sin tomarse siquiera la molestia de desollarlos; todo lo demás fue presa de las llamas: afortunadamente el Comisario se había puesto anticipadamente a salvo temiendo sin duda que nuestro adiós pudiera serle funesto; después de haberle demostrado nuestro desprecio y aborrecimiento hubiéramos querido todos significar nuestro aprecio y afecto al Gobernador D. Baltasar y al venerable D. Damián Estelrich. Este buen sacerdote en particular merecía nuestro reconocimiento por su compasiva e industriosa caridad, pero al ver arder nuestras cabañas, todos los españoles se habían refugiado a bordo del buque de guerra, el cual levó el ancla y se hizo a la mar durante nuestros preparativos de marcha:
«Un prisionero después de la llegada de la goleta bendecida había puesto en verso el adiós a Cabrera: ved la misma estrofa de que me acuerdo.
Adieu, rochers, adieu, montagnes,
Grottes, déserts, autres affreux;
Nous laissons vos tristes campagnes
Pour revoir un séjour heureux.
Nous pouvrons chanter á la ronde
Que la paix nous ressuserta;
Car on revient de l'autre monde
Quan on revient de Cabrera.
«Cantando este adiós y mientras ardían nuestras cabañas, tomamos
posesión de las embarcaciones francesas: nuestro destierro había
terminado y parecía ya que respirábamos una atmósfera más pura. Llegados
a Cabrera el día 5 de Mayo de 1809, y embarcados para Marsella a fines
del mismo mes del año 1814, habíamos permanecido allí, ¡cinco años y
algunos días!
»Los alegres y frenéticos transportes que habían señalado nuestra última semana en la desgraciada Isla parecían ir en aumento a medida que nos acercábamos a nuestra querida patria ¿por qué pues a la vista de Marsella, cuando íbamos a pisar la tierra de Francia vino la muerte a interrumpirlos y extender en nuestro bordo sus lúgubres sombras? ¡Ah! ¡Cuán amargas fueron las lágrimas que vertimos sobre su desgraciada víctima en el momento en que el mar sepultó para siempre sus restos mortales! ¡Para qué resistir a los horrores del destierro para morir después a la vista de su patria!
»En Marsella encontramos a los prisioneros del primer convoy; hasta los más delicados habían recobrado sus fuerzas: después de algunas dificultades y retrasos que tuvimos que salvar con nuestra energía y el deseo de ver a nuestras familias, nos pusimos por fin en camino.
»A excepción de los infelices que habían recibido la ropa de los marineros, los demás íbamos con el mismo traje que teníamos en Cabrera, así es que hizo una dolorosa impresión la vista de aquellos tres mil hombres tostados, flacos y casi desnudos; la ciudad se puso en conmoción; las mujeres corrieron llorando hacia nosotros mientras que los hombres, asomados a las ventanas o a las puertas nos animaban con el gesto y la palabra diciéndonos ¡Gritad viva el Rey! Amigos míos no temáis nada que iréis a vuestra casa. En el momento sacaron comestibles de todas clases obligándonos a que tomásemos alimento; sin detenernos comimos y bebimos, considerándose muy dichosos aquellos a quienes les tomábamos mayor cantidad. También nos ofrecieron ropa; uno dio una camisa, otro un pantalón o una chaqueta; aquí un par de zapatos, allí un sombrero; por manera que antes de salir de la población todos los prisioneros estábamos provistos de todo lo necesario, pero con qué variedad de trajes! ¡Cuántas transformaciones singulares y extravagantes! Unos se habían convertido en marineros, otros en peluqueros, este en comerciante, aquel otro en banquero así es que apenas podíamos reconocernos unos a otros.
¡Ah! Hijos míos ¡Cuán bella y generosa fue la conducta que observaron con nosotros los habitantes de Marsella! Cuánta bondad demostraron por los pobres prisioneros de Cabrera! ¡Que Dios les recompense tanta caridad!
»Desde Marsella tomamos el camino de Aix; hacia mediados de Junio y a pesar de un calor excesivo, llegamos allí muy pronto. Esta ciudad era el punto designado para nuestra separación; aquella excitación febril que nos había acompañado desde el destierro y empujado hasta Aix se había calmado; cada cual había vuelto a su estado normal y se hallaba dispuesto a desaparecer muy pronto de allí, yendo a buscar en el seno de su familia nuevas emociones, cuya única esperanza de llegarlo a alcanzar nos había vuelto casi locos de alegría y felicidad en los peñascos de Cabrera.
»Yo marché sin avisar mi regreso; a la vista de la casa paterna, me sentí desfallecer; toda mi sangre sé revolvió en mis venas y me aproximé con ansiedad. Era un domingo cerca de medio día: jamás olvidaré aquel instante de mi vida; mi corazón estaba oprimido, mi respiración entrecortada; gané la puerta con emoción; mi padre estaba sentado junto al fuego a donde me lance; precipitándome en sus brazos; ¡me apretó entre los suyos sin proferir una palabra! Mi pobre padre lloraba sin poder separarse de mí! Mis hermanos y hermanas también me abrazaron y en la vehemencia de su ternura, casi me sofocaron con sus brazos! Al mismo tiempo pregunto por mi madre, tan buena y tan amante, puesto que antes de mi llegada ya sabia que nadie de la familia faltaría a mis afecciones; pregunto por mi madre, pero había marchado a Suzanne (aldea del departamento de la Somme) con objeto de enterarse de mi vuelta, en casa de los padres de mi querido amigo Lavalard de quien se decía que había regresado a su patria, siendo así que yo recibiera su último suspiro en el destierro! Mi pobre madre regresaba triste y desconsolada, rezando y llorando en el camino; mientras que nosotros disfrutábamos de la más pura felicidad; pero ¿cómo darle la noticia? ¡cuánta sorpresa y cuánta emoción para ella! Afortunadamente algunos amigos se apresuraron a prevenirla convenientemente, de lo contrario el golpe hubiera sido demasiado fuerte y tal vez fatal.
Hijos míos; no olvidéis nunca mis padecimientos, repetidlos a vuestros hijos, añadiéndoles cada vez que los refiráis, que en los días de las grandes y terribles pruebas, siempre Dios fue mi amparo y mi sostén.