El Inca, en la terraza, vio caer el Sol, en la paz de la tarde, oyendo la misma melodía que escuchara en el camino la víspera. Había hecho detener su comitiva. Los haravicus interrogaron con las flautas, los naupachikas se internaron en el valle, pero el Inca no supo si aquella música dolorosa y extraña era de un hombre o de un ave. Ahora lo sentía algo más clara aunque imprecisa, y aguzaba sus oídos para percibirla mejor. Era un sonido mezcla de alegría y dolor, como un dulce reproches, como una queja musitada en voz baja, notas que envolvían el espíritu, que se filtraban como un puñal en los nervios, que avivaban recuerdos insepultos y dolores que el tiempo no había podido cubrir, a cuyo conjuro morían en los labios las palabras, en los ojos nacían lágrimas y en el alma honda sed de tristeza. ¿Era un ave? ¿Era un hombre? Sinchi Roca hizo apagar las resinas aromáticas y retirar a sus guardias a la puerta.
–¿Qué suena? ¿Qué vibra? ¿Qué canta? – dijo su esposa.
–Es tan divina esa música, Pachacamac, respondió Coya Cimpu, que no parece el canto de un hombre ni el sonido de una quena. Se diría que es un ave que viene a llorar bajo la luna. En estas noches vienen, desde las lejanas montañas profundas, aves raras a poblar los jardines del palacio. Yo he visto ayer una avecilla, roja como una herida, posarse en los maizales sagrados...
El noble monarca se levantó. Pausadamente miró desde la terraza la Ciudad Imperial. Abajo se extendía la población con sus templos y sus palacios. Luces rojas marcaban el lugar de las cuatro plazas y los cuatro caminos. Al frente se elevaba el Coricancha, guardado por Huillac Humus y guerreros nobles, y dentro dormía el divino tesoro de la imagen del Sol, ante la doble fila de los áureos cuerpos de los Emperadores. Delante se distinguía la Intipampa rodeada de los palacios de los nobles, y junto a la Gran Plaza, y frente al Amarucancha, el templo de los acllas elevaba sus herméticos muros de piedra. A la derecha, rodeando la plaza de Cuntisuyu, se hallaban las cárceles, detrás del río; y antes de él, a poniente, los canchones reales; al lado opuesto estaban los cuarteles, los hospicios, los bramadores para las bestias indómitas y algunos palacios de los nobles.
Y más allá de las murallas, el valle fértil dormía bajo el cielo tranquilo de esa noche azul, mientras la Luna dejaba caer sus rayos misteriosamente y una brisa perfumada ascendía hasta ella desde la tierra silenciosa. Mudo, sentóse el Inca sobre su trono de palma negra incrustado de oro.
–Si fuera un hombre el que toca esa música, me gustaría tenerlo en el palacio; si una ave, en mis jardines...
–Ordénalo, Pachacámac.
–Si fuera un hombre, sería fácil tomarlo para mi servicio; más si son aves, nada puede contra ellas mi voluntad, que son oficiantes de la pompa del Sol, mi padre...
De pronto, la Coya, haciendo un ademán suplicante, dijo:
–¡Escucha, Viracocha!
El Inca puso toda su atención, su rostro reveló la curiosidad, luego la admiración, después la duda, y dijo al fin, haciendo palmas como un niño:
–¡Yma Samiyock!... ¡Yma Samiyock! ¡Es una quena! ¡Buscad y traed a ese hombre!
Los grupos de sus servidores se esfumaron en la penumbra lunar. A una actitud del Inca, otros encendieron nuevamente sus resinas. El silencio reinó luego y se pudo percibir claramente el sonido de una quena que avanzaba. Oyéronse las voces de los guardias de puesto en puesto y en tanto la Coya decía:
–Si es un hombre, ha de ser Yactan-Naj, pues él se ha perdido... Kuychy mi servidora, me ha dicho que Yactan no está en el reino. Dicen los pastores que el Padre Sol lo arrebató de tu Imperio para que cantara en sus mansiones. Las blancas mujeres del norte dicen que Mama Quilla lo ha desterrado para que haga morir a los hombres con sus canciones de dolor. Los pescadores del Lago Sagrado dicen que vaga de noche por la Isla Solitaria; los labriegos cuentan que las aves, envidiosas de su música, le sacaron los ojos y que, ciego, cayó al río; los guardias del Amarucancha dicen que al oír su flauta les siguieron las serpientes y lo devoraron; y los chasquis aseguran oír por las noches, en la profundidad de la selva, sus canciones... Sintiéronse las voces de los guardias y, a poco apareció un grupo de servidores nobles conduciendo a un quechua. Arrodilláronse todos, con el chepi a la espalda, y el indio balbuceó tembloroso:
–¡Napaycuy, Yaya, Viracocha!
–Levantadle, dejadle venir, ¡retiraos! – dijo el Inca. Quedóse éste con la Coya y el artista. Despedazada túnica cubría mal sus carnes pálidas, las sandalias rotas, el báculo leñoso y tosco. Su cabellera despeinada y soberbia, sosteníase en la frente con una cinta a manera de llautu, y de su cuello, pendiente de un largo collar, había una flauta de cinco agujeros.
–¿Quién eres? preguntó el Inca.
–Soy, Viracocha, del ayllu vecino a la Ciudad Imperial.
–¿Quién te enseñó a tocar la flauta? ¿Por qué es tan triste tu canción?
–No me enseñó nadie, Poderoso. Fue el dolor. Lloro porque mi amada se ha perdido.
–El Inca, tu padre, quiere serte favorable: el Hijo del Sol te dará lo que quieras. Pide. Desde hoy vivirás en mi palacio y en mis jardines, donde tu alma olvidará tu dolor y tu quena alegrará el castillo. Tocarás en la quena. ¿Oyes? ¡Voy a hacerte feliz!
–No podré serlo nunca, Viracocha. Tú no puedes hacer que ella vuelva del palacio del Sol. Pero sí puedes hacerme menos desgraciado. Voy a pedirte una cosa.
–Habla.
–Me dejarás siempre correr el Imperio, pasar de las fronteras, ir por las comarcas, errar por todos los caminos. Ordenarás que nadie me cierre el paso y que nadie en tu reino me impida toca la quena. Hazme creer que el mundo es mío; y sabiendo que mi vida te pertenece, hazme creer, ¡oh Viracocha!, que puedo entregarla al dolor...
–Te daré siervos, te ennobleceré, podrás acercarte a mi trono y marchar en mi comitiva. Tendrás trajes suaves de alpacas tiernas y siervos que colmen tus deseos. Pero tocarás la quena...
–¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Déjame ir por el mundo!... Yo cantaré canciones al Inti en tu nombre. En los árboles más gruesos grabaré tus insignias y en las piedras más enhiestas pondré tus colores. Cazaré murciélagos para tu manto imperial, enseñaré a decir tu nombre y a repetir tus hechos a los guacamayos, a las kalla y a los uritu, y ellos esparcirán tus hechos en la espesura de la selva, donde no se oye la voz de tus arabecus, al amanecer de cada día, cuando el Sol, tu padre, asome... Pero déjame marchar si me quedara en tu castillo, mis canciones no te gustarían y mis notas de dolor no te llegarían al alma. ¿Quieres que sea feliz y que mi quena llore? No me des fiestas ni riquezas, ni siervos, ni palacios. El dolor no se hace. El dolor es. No se para divertir a los otros. La pena está en la luz de la luna, en la sombra de las frondas, en el silencio de la naturaleza. En lo gris de las nubes que se juntan y opacan en las cimas, cuando llueve, allí está el dolor. En el viento frío que sopla en la tempestad, en el retumbar del trueno, en la lluvia incesante y torrencial, en la blanca nieve sagrada, en el río que rompe el lecho y enrojece el agua con la arcilla, en el rayo, allí vive el dolor. Nada de eso hay en tus jardines, Pachacámac. El dolor es inmenso como el mar, orgulloso como el cóndor, multicolor como el bosque. Tú no conoces el dolor... Déjame, pues, salir, Hijo del Sol, Poderoso, Viracocha; no me arrebates lo único que me queda en la tierra: mi tristeza; no desencantes mi quena, no deshagas mi vida...
–Eres y no eres de mi reino. Ve por el mundo, Divino errante. Lleva esta insignia del Inca para que nadie se oponga a tu marcha. Es una pluma de mi diadema... Vé... ¡Yma sumac yaqui!...
–¡Aiguayá! ... ¡Aiguayá!...
Dijo y besó el suelo a los pies del Monarca. Los soldados volvieron hacia él. Escoltado, bajó las escalinatas del palacio. Volvieron a su puesto los guardias. Alimentaron las resinas y, poco a poco, bajo la luz serena y silenciosa de la Luna, volvió a oírse el eco triste y desolado de la quena en las frondas lejanas.
–¡Yma sumac yaqui! ... ¡Yma sumac yaqui!... dijo el Inca a la Coya.
–¡Aiguayá!... sonó a lo lejos la voz del artista.
La luna se ocultó.