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Cuento.
16 págs. / 29 minutos / 31 KB.
1 de mayo de 2020.
–El Sol nunca abandona a su pueblo. Algún pecado se cometió en el reino cuando él ha permitido y ha mandado a esos animales blancos y funestos, en castigo. ¡Ah, Atahualpa! ¡Atahualpa! ¡Bastardo y extranjero!...
Otras veces, para distraerlos y para darles ánimo, después de hacer la oración, se reunían formando grandes círculos de improvisadas tiendas para pasar la noche, rodeados de sus rebaños, y el Curaca o un amauta viejo, les decía cómo eran los dominios del Sol. Ellos escuchaban encantados y al calor de estos cuentos los niños se quedaban dormidos y, poco a poco, los mozos y las mujeres, para levantarse al nuevo día, llenos de esperanzas. El país del Sol, donde iban a morar y a ser recibidos era un inmenso país donde los hombres vivían felices; departían diariamente con los incas, tenían trajes maravillosos, chichas desconocidas y exquisitos manjares. Allí los frutos eran grandes y perfumados, las mujeres eran mucho más bellas que las recogidas en el Cuzco. Músicas divinas invadían el aire. Pájaros de multicolor belleza cantaban canciones exquisitas y tiernas, y todas las casas eran de oro y piedras fantásticas, los lechos mullidos; y tenían servidores diligentes y amables. Nada faltaba a los más exigentes deseos. Y todo estaba iluminado con una luz radiante, blanca como el algodón y transparente como la nieve que se congela en las lagunas. La luz lo invadía todo, el cuerpo y el alma, los objetos, las flores, la vida, los sueños, el amor y los deseos... Era el reino de la luz, del oro, de la paz, de la felicidad. Llegaron por fin a unas colinas donde el calor empezó a reemplazar el frío de las punas. Aquello les pareció de buen agüero porque allí donde el clima era más cálido debía estar el comienzo de los dominios del Sol. Aquel día Inquill se sintió alegre y rió. Así, animosos y fervientes, caminaban largas jornadas a despecho del calor y así iban descendiendo a los llanos. Las pocas aldeas que encontraban usaban distintos trajes, las unjus eran casi transparentes. Y todas las tardes, al crepúsculo, entonaban la misma oración y la misma plegaria: