La Mariscala

Biografía novelada de Doña Francisca Zubiaga de Gamarra

Abraham Valdelomar


Novela corta, historia, crónica



Introducción

Doña Francisca de Zubiaga y Bernales de Gamarra, cuya vida refiere y comenta Abraham Valdelomar, en la Ciudad de los Reyes del Perú - MCMXIV.

OFRENDA:

A la Imperial Ciudad incaica, nido de cóndores y de leyendas, hija predilecta del Sol, en cuyos palacios de piedra y de oro se deslizó la vida de magníficos señores; donde vive aún, a través de tantas desventuras, junto a la dulce melancolía de las quenas, la indómita soberbia de la Raza; a la Ciudad del Cusco, cuna de tan gran mujer, dedica estas páginas, el autor.

A. V.


Esta Mujer nacida para grandes destinos, que en el ostracismo entregara su espíritu a Dios, es una de las más completas figuras en nuestra incipiente nacionalidad. Su vida fue corriente tumultuosa de vibraciones sonoras, de inextinguibles energías. Gobernó a hombres, condujo ejércitos, sembró odios, cautivó corazones; fue soldado audaz, cristiana fervorosa; estoica en el dolor, generosa en el triunfo, temeraria en la lucha. Amó la gloria, consiguió el poder, vivió en la holgura, veló en la tienda, brilló en el palacio y murió en el destierro. Religiosa, habría sido Santa Teresa; hombre, pudo ser Bolívar.

¿Qué vida más hermética, qué castidad más pura, qué alma más blanca que la suya en el Convento? ¿Qué fiereza más arrebatadora y valor más temerario, y corazón más fuerte que el suyo, atravesando Lima al frente de su ejército, bajo el fuego graneado de los orbegosistas? ¿Qué lamentaciones más femeniles y bellas que las suyas, despidiéndose para ir al destierro? ¿Y qué corazón más generoso que el suyo, haciendo un viaje a lejano país, para recoger y adoptar al hijo del primer matrimonio de su marido? En nuestra cortísima vida republicana, tan llena de aventuras, donde se realizaron tantos hechos vituperables; donde la historia de cada hombre es sucesión de voliciones inconexas, sin método ni finalidad; en nuestra historia gubernativa tan llena de desfallecimientos musulmanes y de violencias bárbaras, de caracteres tan desiguales, de tan ilógicos métodos, tan absurdas empresas, tan locos desvaríos; historia, que parece inspirada por un dios inconsciente y paradójico; cuyas características han sido la ambición frenética, el lucro temerario, la tropical molicie, la acción prematura, la reflexión tardía y la desorientación mental, brillan algunos espíritus grandes, y entre ellos el de esta mujer, raro ejemplo de voluntad y de constancia, cuyos actos eran concordes con un ideal definido, que no abandonó su fortuna a la casualidad, que nada realizó al azar y que fue consecuente con sus principios hasta en la hora definitiva de la muerte.

Los padres, el nacimiento, las hermanas

Don Antonio Zubiaga, español de Guipúzcoa, establecido en el Perú, rico de hacienda y parco de carácter, contrajo matrimonio con la dama cusqueña Doña Antonia Bemales, persona de calidad, que brillara en su época en la capital limeña.

Viajaban, don Antonio y su mujer, camino al Cusco, cuando ésta, fue sorprendida por los preliminares del alumbramiento y llegando del pueblo llamado Huarcaray o Anchibamba, del distrito de San Salvador de Oropesa, distante cinco leguas del Cusco, dio a luz una niña que fue bautizada en Oropesa, con el nombre de Francisca, teniendo por padrino a don Juan Pascual Laza, paisano del padre. Esta niña nació en 1803 y tuvo más tarde dos hermanas, Antonia y Manuela.

A consecuencia de la guerra de emancipación, Zubiaga vióse obligado a volver a España dejando a su joven esposa en Lima. El salón de la señora Bernales abríase con frecuencia para cobijar a la buena sociedad; reputáronse sus tertulias por las mejores, y hacíanse con «música de viento», verdadero lujo en aquella época.

Antonia, la segunda hermana de Francisca, era de un carácter raro. Cuéntase de ella que padecía de «luna». Dominante, irascible y altanera, las gentes de su casa la temían. Más tarde, cuando la niña se transformó en mujer y dueña del hogar, malgrado su misticismo, precisó su carácter altivo, orgulloso y hasta cruel. Cuenta uno de sus nietos que para castigar a los esclavos, hacíales amarrar desnudos junto a una escalera donde los azotaban tan fuertemente, que sus hijas, consternadas por las lamentaciones de los infelices, arrodillábanse ante la «señora» para implorar, llorando, que cesase el martirio, y a veces éste era tan inquisitorial que, cuando los azotes volvían «carne viva» el cuerpo de los esclavos, hacíales frotar con neroniana fruición, sobre las llagas, una mezcla de sal y orines, desesperante. Bien es verdad —dice ingenuamente uno de sus nietos— que los criados le hacían cosas graves. Una vez, por ejemplo, dio uno de ellos en la rara manía de despreciar los alimentos y llenarse el estómago con tierra. La señora le hizo poner un bozal con candado que sólo se abría a las horas de comer.

Casó con un señor Rodríguez, y el tal debió ser de aquellos filósofos serenos, cuyo espíritu, lejos de torturarse ante las cosas irremediables, se conforta en la paz y la íntima contemplación. Espíritu cristiano, débil para contrarrestar el exaltado carácter de su mujer, concluyó por temerla. Y si al principio osó discutir, pasado el año de matrimonio fue siervo complaciente de doña Antonia. Un grito de ella bastaba para definir en él un estado de alma. Por el más banal pecado de un esclavo estallaba una tempestad doméstica; gritaba la ama, temblaban los criados, plañía el autor de la catástrofe, atado a la escalera, bajo el rebenque vengador, lamentábanse las chiquillas, una llama voraz invadía la mansión. El bien marido encerrábase en su alcoba, y socráticamente hacíase leer «la muy loable vida de Fray Martín de Porres», lectura que hacíale un adolescente, Miguelito Iglesias, pupilo de ese matrimonio. Así, mientras el esclavo se retorcía con los ardores de la sal, él conseguía un poco de paz para su corazón de cristiano. El adolescente que leyera la vida de Fray Martín, fue más tarde el Exmo. General don Miguel Iglesias, Presidente del Perú.

La menor hermana de doña Francisca fue doña Manuela, que con ser la flor más sensible del hogar de los Zubiaga, era digna hermana de la Presidenta. Esta señora, que fue casada con don Pedro Salmón, Administrador de la Aduana del Callao, también dominó en su hogar como una reina, llegando a ejercer tal imperio sobre su cónyuge, que por las mañanas, al salir a misa, dejaba al marido encerrado y con llave, demorábase con frecuencia más de lo que es prudente en quien, tiene en prisión a tan importante personaje, y el pobrecillo esperaba a qué la buena doña Manuela concluyera de conversar con las amigas y fuera a darle libertad.

Esta ángel de Salmón murió, dejando a su viuda de sesenta arios, la cual, según dicen, para distraerse del dolor de tan terrible pérdida, embarcóse para Europa. En París se recluyó voluntariamente en un convento de la rue Leonie, del cual salió para marchar a Roma llevando un cofre con águilas de oro para el Santo Pastor del Vaticano. El Papa recibió amablemente el donativo, y gentes del Vaticano, a más de limosnas, le pidieron dinero para fundar una obra pía en el norte de África. Además, algunas onzas le costó conseguirse una zapatilla del Papa, un vaso de cristal y unos pedazos de pan de la mesa donde Su Santidad comía.

Creyendo que no había cumplido aún con Dios, fuése a Palestina y Egipto. Visitó los santos lugares, e hizo largas y penosas jornadas a lomo de camello. Fue luego a Lourdes y de allí volvió directamente al Perú, trayendo consigo veinte o treinta cajones de botellas de Agua de Lourdes. Esto dio lugar a que enteradas las gentes de Lima de que en poder de la señora existían tales benditos recuerdos, la importunasen diariamente con peticiones de la panacea.

Refiere miembro de su familia que doña Manuela, cuya casa estaba en la Calle de San José, tenía una criada zamba, llamada Fermina; y que con frecuencia se realizaba este diálogo:

—¡Fermina! ¿Quién llama a la reja?

—Vienen a pedirle a su mercé un poco de agua de Lourdes para un enfermo grave de la vecindad…

—Y el enfermo ¿qué clase de gente es? ¿Es gente de calidad?…

—No, niña; es un pobre del pueblo…

—Dale agua corriente del caño. La fe es la que sirve…

Tales eran las hermanas de nuestra heroína.

Los primeros años de doña Francisca pasaron en el Cusco. En medio de esa naturaleza espléndida, con el espectáculo perenne de un cielo pensativo y hondo, al calor de leyendas y relatos, oyendo las lamentaciones de la Raza, esclavizada entonces, su espíritu fue modelándose taciturno y silencioso.

La Ciudad del Sol tiene un sello característico de recogimiento y de melancolía. Diríase que la ciudad imperial lleva su dolor con el mismo orgullo, noble y altivo con que muriera el último de sus Incas. El tiempo habla en sus muros del pasado esplendoroso; el Coricancha cobija dioses importados; toda su grandeza es ya caduca; sobre los palacios graníticos, los templos deslumbrantes y los jardines de oro, pasó asolador el vendaval de la conquista, y desde entonces todo el espíritu de la Raza fue a vivir herméticamente en cada uno de sus hijos.

Fue en este ambiente, entre los lirios que crecen sobre las minas del Antiguo Perú, donde vivió esta rara flor, cuyas hondas meditaciones silenciosas interrumpiera tal vez la roja violencia del rayo, la monotonía de la lluvia y el ronco sonido trágico del granizo. Y la niña fue meditabunda, grave, recelosa, altiva, hostil a toda frivolidad. Zubiaga, su padre, desempeñaba un puesto de finanzas, y el Gobierno real lo hizo trasladarse a Lima. Dejó el Cusco, fuése con su familia a la capital, y en llegando, Francisca comenzó a recibirla educación más cuidadosa y elevada, «la mejor que podía darse en esos tiempos». Tenía doce años en esta época, su carácter se definía precozmente, y manifestó a sus padres del deseo de hacerse religiosa. Ellos cedieron a la súplica y la niña ingresó al claustro. Allí dio pruebas del más acendrado misticismo. Parecía entonces en su verdadera ruta. El claustro llenaba su vida, su afán espiritual placíase en ofrecerse a Dios a tal punto que la niña empezó a martirizarse; castigando su cuerpo, ayunando con frecuencia exagerada, imponiéndose penas y privaciones, llegó a comprometer su salud a extremo tal, que, por fuerza hubieron sus padres de sacarla a los diez y siete años. La joven angélica reclusa lloró y suplicó, pero fue en vano. El torno cerró se tras de ella una tarde, y una melancolía honda y creciente la invadió desde entonces.

Había dejado la tranquilidad beatífica de su recogimiento, la paz de sus blancos muros conventuales, el místico aroma de sus jazmineros, la serenidad de sus oraciones, para ingresar a un mundo donde campeaban, si bien la honestidad austera de su hogar, aquel cúmulo de frivolidades que son el fondo de la vida mundana. Su casa era visitada por lo mejor de su tiempo y el hecho de ser Zubiaga español y su esposa criolla, hacía que en sus salones se reuniesen, aún iniciadas las primeras campañas, realistas y patriotas.

Mucho preocupaba a sus padres la resolución inquebrantable de la mística criatura, de volver al convento. Para disuadirla de tal propósito Zubiaga la pasea, da saraos, la hace viajar. Pero la pobre flor se marchitaba, una melancolía infinita envolvía su vida, nada le interesaba del mundo. Así pasó algún tiempo. Zubiaga, por cuestiones de la guerra, hubo de irse a España. Francisca y su madre volvieron al Cusco. Fue entonces cuando comenzó a manifestarse la evolución que hacía tiempo iba operándose en el alma de la pensativa niña. Un día Francisca declaró a su madre que renunciaba al claustro. Alborozada la señora volvió con ella a Lima. El General Gamarra la pidió en matrimonio y éste se realizó la víspera de que el patriota cusqueño saliera para la batalla de Ayacucho. El desposado era viudo de doña Juana Manuela Alvarado, argentina, natural de Jujuy que muriera en 1813.

El matrimonio con doña Francisca se efectuó en 1824. Esperó la joven desposada que el elegido volviera del campo de batalla. Vencedor Gamarra en Ayacucho, dirigióse al Cusco, donde tuvo un recibimiento pomposo, siendo nombrado, poco después, prefecto de ese departamento. Entonces mandó llevar a su esposa, la cual hizo viaje por tierra desde Lima. Salio él con brillante comitiva a recibirla hasta Apurímac, y en el pueblo de Zuriti, de la provincia de Anta, se velaron, pues no eran sino desposados; allí se deshojaron las flores del naranjo y la prometida del Señor pasó a ser la esposa del joven Gamarra. Todos los pueblos del Cusco celebraron esta boda. Gamarra era cusqueño como su bella esposa. Laureles de victoria ceñían su frente, era la autoridad del departamento, y se unía con la belleza más prestigiosa de él. Hubo pues fiestas en todas partes, manifestación de júbilo público, entusiasmo desbordante. Y bajo tales auspicios comenzó esta faz de la vida de Francisca Zubiaga. Gamarra estaba orgulloso de ella.

Era doña Francisca, mujer de extraordinaria hermosura. Su tez admirablemente blanca; una mirada de águila, intensa, inteligente, inquisidora, salía de sus ojos pardos «en los cuales relampagueaba el orgullo». Parece que todo su espíritu, todo su encanto, el poder sobrenatural, la fascinación que ejercía en los que la trataban, residía en aquellos ojos de los cuales dijo Flora Tristán que la conociera ya en la ruina: «Como Napoleón, todo el imperio de su belleza estaba en su mirada; cuánta fiereza, cuánto orgullo y penetración; con aquel ascendiente irresistible ella imponía el respeto, encadenaba las voluntades, cautivaba la admiración!».

«Boca pequeña de blanquísimos dientes, y labios fuertemente rojos; cabellera larga, sedeña, entre castaña y rubia y formas de esbeltez y flexibilidad encantadoras… Su nariz era larga, la punta ligeramente respingada; las partes huesosas y los músculos fuertemente pronunciados, tenía una enorme cabeza rodeada de largos y espesos cabellos, que descendían muy abajo sobre la frente, sus movimientos eran muy graciosos pero traicionaban constantemente la preocupación de su pensamiento, y su toilette de dama hacía el más extraño contraste con la dureza de su voz, la austera dignidad de su mirada y la gravedad de su persona. El ser a quien Dios ha dado tales miradas no tiene necesidad de la palabra para mandar a sus semejantes». Tal era Francisca Zubiaga por los tiempos de su destierro, cuando su belleza había sufrido el embate de campañas y fatigas, cuando su espíritu había probado todas las amarguras.

Don Antonio Zubiaga, su padre, volvió de España, encontrando a su hija casada. En grave aprieto viéronse sus parientes para darle tal nueva. Pero, después de rodeos, le manifestaron claramente que su hija se había desposado con el General Gamarra, un vencedor de Ayacucho, un gran patriota…

—¡Patriota! ¡Patriota! —exclamó el de Guipúzcoa, indignado—. ¡Prefiero que me digan que se ha muerto! Y en efecto, parece que jamás vio con buenos ojos tal enlace, ni aun en los tiempos de la Presidencia de Gamarra, pues, según refieren, no perdía oportunidad para renegar de su yerno, por el cual conservó siempre aversión marcada.

Doña Francisca y Bolívar. La sugestión de la gloria

Doña Francisca para llegar al apogeo de su grandeza, parece que aprovechó de todas las fuerzas que pudieron serle favorables. Alma razonadora, lógica y de clara visión, sus voliciones siempre fueron hacia el triunfo. El más insignificante detalle era para ella una batalla por librar y vencer. Cada uno de sus actos, era el eslabón de una fuerte cadena tendida entre ella y su destino.

El matrimonio con Gamarra, nos lo comprueba, claramente. No es lógico suponer que quien demostró siempre voluntad de acero, abandonara el camino místico por una razón sentimental extraña a su carácter. En la vida que iba a abrirse para el Perú, el porvenir era de los capitanes; y los elementos de triunfo, la astucia, el valor y la ambición. Por eso cuando se resolvió a dejar los claustros, eligió, entre sus múltiples cortejantes, a Gamarra, general inteligente, audaz, bravo, intrigante, de pocos escrúpulos, apuesto, y de ambición desmedida y temeraria; quién, a pesar de todo, jamás habría culminado sin la colaboración de doña Pancha, por muchos conceptos superior a él.

Queriendo el Libertador Simón Bolívar, conocer la ciudad de los Incas, y habiéndosele manifestado de ella el deseo vehemente de que hiciera tal, emprendió el viaje el héroe. Grandes y magníficas fueron las fiestas que se organizaron en el Cusco. Levantáronse arcos triunfales, cogiéronse todas las flores de los huertos, y ardieron en entusiasmo los ánimos. Un día el Libertador apareció ante la ciudad inmortal. Brillantes cabalgatas escoltáronle, la más selecta sociedad fue a recibirle, y las gentes más distinguidas del Cusco acordaron enviar una comisión de damas para que lo saludase y le ofreciera una guirnalda de brillantes. Esta comisión «de bellezas tentadoras» fue presidida por doña Francisca Zubiaga de Gamarra; la distinguida matrona, en el tablado especial, con tal fin levantado, saludó en un discurso a Bolívar y puso sobre sus sienes la corona de brillantes que la ciudad del Cusco le ofrecía.

Aquella noche se dio un baile a Bolívar, quien obsequió a doña Francisca la corona; la llevó la dama durante la fiesta y con discreción exquisita, terminada ésta, la devolvió al Libertador. ¿Qué extraña sugestión ejerció aquel suceso en la vida de la dama? Aquel destello de gloria, aquellos clarines triunfales, aquella atmósfera sobrenatural que rodeaba a Bolívar, deslumbraron el espíritu de la joven mujer. Parece que desde entonces su espíritu que ya había conocido los halagos del triunfo, sintió la necesidad de la gloria y a buscarla se dedicó aquella voluntad invencible, aquella inteligencia clarísima.

Respecto a este suceso escribe una minuciosa pluma: «La hermosa americana señora Francisca Zubiaga de Gamarra invitó al bello sexo para hacer una corona digna de ceñir la frente del ilustre hijo de Caracas, cuya planta iba a tocar las baldosas de la Ciudad imperial; y esa invitación fue aceptada con tal ardor patriótico, que cuatro días después el maestro platero Casso y Contreras engastaba seiscientos brillantes en una rueda de oro».

«Las monjas de Santa Teresa enviaron mandaderas en pos de recaudo para fabricar unos escapularios y una banda, y el Cabildo Eclesiástico acordaba el regalo de una cruz valiosa. Las calles del tránsito desde San Sebastían a la Ciudad, adornadas como un verdadero altar, conservaron, según relato, por largo tiempo, el aroma de los perfumes derramados a los pies de Bolívar. Alzóse un tabladillo en la plaza principal donde esperaba la comitiva de señoras presidida por la Zubiaga, quien con palabras de patriótico afecto, puso la corona de brillantes sobre la cabeza de Bolívar, corona que fue rodando hasta los hombros del guerrero, pues esa cabeza, grande en ideas, era pequeña de forma, y la corona salió excesivamente holgada».

«El Cabildo Eclesiástico cumplió, y el Canónigo Florido, de pie en la nave principal de la Catedral, puso al cuello de Bolívar la cruz de oro y piedras preciosas. En la noche se dio un baile oficial en el que rivalizaron las joyas más valiosas con lo más granado de la sociedad cusqueña. La primera contradanza que bailó el Libertador en aquella fiesta fue con la señora Manuela Gárate de Usandivaras, y en seguida, sacándose la corona de brillantes que lucía en el brazo, la regaló a la cusqueña más hermosa y más inteligente, que, sin disputa, era la Zubiaga de Gamarra».

Después de esta escena de su vida, doña Francisca comienza a mostrarse ella, íntegra, completa, su vida se ha definido; ya no caben dudas en su destino. Comienza a manejar la pistola, el florete; practica la equitación. Asiste a los espectáculos más varoniles; se apasiona por la riñas de gallos, apuesta; le place el trato de varones; le interesa poco el de las damas, y comienza a ser el brazo director en los destinos de su marido. Ve de cerca el desastre de la Patria, la anarquía la hiere, la dilapidación la indigna, y resuelve intervenir en los destinos de su país; es necesario que su marido sea presidente y ha de serlo. Ningún prejuicio es bastante fuerte para detenerla. Y se lanza, viril, audaz, ardorosa, llena de fe y de valor, en una ruta por la cual ninguna, antes o después de ella se lanzara. Y comienza su vida de campaña; ya no es la monja que quiere servir al Señor en las esterilidades apacibles de los claustros; es la capitana patriota que desea gloria, dominio, una vida más vasta. ¡Y se lanza!

La épica pareja

Para realizar sus propósitos, Doña Francisca, necesitaba la colaboración de un hombre capaz de secundarla. Así eligió por compañero de su vida, «al más insignificante entre todos sus cortejadores», según el concepto ajeno, pero el más útil según su criterio. Había menester un hombre que hiciera reales los sueños de su imaginación exaltada, asumiendo papeles que ella, por razón de su sexo, no podía asumir. Realizado el matrimonio, Gamarra fue su más leal servidor, y en ello están de acuerdo todos los historiadores.

No era Gamarra un necio, ni un cobarde, ni un patán, como se ha dicho y repetido tan a menudo. Lejos de eso. Hijo de don Fernando Gamarra, y de doña Josefa Petronila Messía, había nacido en el Cusco el 27 de agosto de 1785. A los catorce años ingresó a la carrera de las armas, sirviendo en los Ejércitos reales e interviniendo como tal en el levantamiento de 1814 y 1815, a lado del General Goyeneche. En 1818 se le quitó la dirección de su tropa, destinándosele como contador interino de Rentas en Puno. En 1820, intentó una conspiración contra el gobierno real, de acuerdo con los tenientes coroneles don José Miguel Velasco, don Mariano Guillén y otros, pero «no se les pudo comprobar el hecho» en el expediente que se les siguió. Desde entonces Gamarra fue mirado con desconfianza por el virrey, más a pesar de ello, poco después, el Brigadier Canterac lo llevó a Lima, siendo Gamarra Comandante del Batallón Unión Peruana o Cusco. Llegó a Lima con sus tropas en 3 de diciembre, y el Virrey dando crédito a denuncias, y creyendo a Gamarra de acuerdo con los patriotas, le quitó la dirección de aquéllas, pues se le acusaba de participación en el paso del «Numancia»; y, para desagraviarlo le hizo su ayudante de campo, puesto que dejó para ponerse francamente al lado de los patriotas, presentándose el 20 de enero de 1820 en el cuartel de Huaura donde San Martín. En el interregno de esa fecha hasta su matrimonio en 1823, ganada la primera faz de la campaña de la independencia, fue nombrado General de Brigada por el presidente, Mariscal Don José de la Riva-Agüero. Casóse la víspera de partir a la batalla de Ayacucho. Era astuto, desconfiado, inteligente; encontraba siempre una razón para disculpar sus actos más temerarios. Poseía, como ninguno el arte maquiavélico. Su doctrina y métodos eran los de San Ignacio. Para él todos los medios eran buenos, lo que importaba era el fin. Sabía poner oídos de mercader a los asuntos que le mortificaran. Enérgico, no se desanimaba jamás ante la adversidad. Había conocido muy de cerca a todos los capitanes de su época desde Bolívar hasta Pezuela. Fue sin duda el mejor militar que tuvo el Perú independiente. Sobre los caudillos de su tiempo tuvo una gran ventaja: el talento y carácter de su mujer.

Doña Francisca, como he dicho, después de la entrevista con Bolívar, entró resueltamente a la lucha. Ordenada, metódica y lógica, para hacerse capitana comenzó por educar su cuerpo. Dedicóse con vehemencia a la esgrima, manejó con admirable maestría la pistola, se hizo la mejor amazona de su época, nadie la aventajaba en el gracioso arte de la natación. Placíale el cigarro y no tomaba jamás alcohol. Ya en el comienzo de sus campañas vistió las ropas militares y se cubría con una capa española. Así un día, en la vieja ciudad de sus abuelos, resuelto su destino, la extraordinaria pareja, con los marciales atavíos y con la capa cruzada, sobre piafantes potros de largas colas y pródigas ancas, arrogante, magnífica, tendió su penetrante mirada por la extensión silenciosa y honda de sus serranías. Y debió ser épico aquel grupo. Poético símbolo del espíritu de su tiempo, que se encarnaba en aquella pareja. Esos cóndores salían del Cusco, iban a subyugar pueblos, a dominar voluntades, a suscitar envidias, a castigar calumnias, a cautivar corazones, a dar la victoria en los combates y a ser dueños y señores de la nueva república. Tal como en otros días la primera pareja de quechuas bajará desde el cerro legendario para fundar el imperio más extenso y magnífico de América. Debieron acoplarse los pumas en la selva. Y los cóndores deslizando en el azul sus enormes alas negras debieron girar inquietos, tejiendo fantásticas coronas sobre las cúpulas y los muros inmortales de la ciudad de piedra, mientras el Sol, orgulloso de los nuevos hijos, brillaba regocijado en sus metálicos arreos.

Las primeras victorias

El Gobierno de La Mar encargó, al General Gamarra, que se hallaba en el Cusco, marchar al Alto Perú para consolidar la independencia de Bolivia, sobre la que pesaba la constitución vitalicia del Mariscal de Ayacucho. En esta campaña, la señora Gamarra resolvió acompañar a su marido. Sus hijos habían muerto pequeños, su hogar era su esposo. Conocía perfectamente la política del Perú y la capacidad de sus caudillos, y preveía sucesos favorables. Necesitaba estar allí para encauzarlos. Y por primera vez apareció la dama como guerrera. ¡Tenía veinticinco años!

Durante la campaña fue la más admirable compañera de Gamarra. Vigilaba el aprovisionamiento, la alimentación de los soldados. Daba órdenes, recibía informaciones. Era la primera en la labor y la última en el descanso. Así el ejército fue acercándose ala frontera, y viendo que el encuentro tardaría en realizarse, separóse unos días de Gamarra y realizó un viaje a la Argentina, para recoger al hijo del primer matrimonio de él. De vuelta al campamento acordóse en el ejército peruano invadir la vecina república y, doña Francisca seguida de un batallón y veinticinco lanceros de su escolta, tomó la plaza de Paria. Nada pudo detener su avasallador entusiasmo. Su épica figura produjo el fanatismo en las tropas, que la seguían, desafiando peligros. La toma de Paria trajo por consecuencia la capitulación de Piquiza, en la cual el Perú impuso condiciones que aceptó Bolivia.

En ese tratado que se celebró el 6 de julio de 1828, entre don José María Pérez de Urdinea, general en jefe del Ejército Boliviano y encargado del mando de la República, y don Agustín Gamarra, General de División de los Ejércitos de la República Peruana, y Jefe del Sur, se convenía en que saliesen de Bolivia los colombianos. Se convocaría al Congreso Constitucional en Chuquisaca, el cual recibiría el mensaje y aceptaría la renuncia de Sucre, nombraría un Gobierno Provisorio y una asamblea nacional que revisara, modificara o anulara la Constitución. Esta fue, como es sabido, la causa de la guerra con Colombia, la cual había de dar lugar a que Gamarra surgiera, más de prisa y fácilmente de lo que esperara.

La inspiración de este famoso tratado se atribuye en mucho a doña Pancha, nuestra heroína, así como se le atribuye, con todo fundamento, el haber intrigado en el ejército vencedor para que su marido fuera, como lo fue, proclamado Gran Mariscal de los Ejércitos Nacionales, después de la victoria. Así, fue ella quien decidió el premio, que por otra parte, ratificara el abúlico señor Salazar. Podía la indómita estar satisfecha, el triunfo favorecía, esta vez, al Perú y a Gamarra. Pero aún faltaba hacerlo Presidente. Era necesario no perder tiempo. La ocasión era brillante. Precisaba aprovechar todas las oportunidades, vencer todos los obstáculos, no tener muchos escrúpulos. Había ante toda otra consideración, un compromiso que cumplir, un ideal que realizar, satisfacer un vehemente afán. ¿Quién era presidente? La Mar. Era necesario derrocarlo. Y doña Pancha, la Mariscala, volvió al Cusco.

Allí ocupábase en su correspondencia. Estaba en relación con las gentes más poderosas, con las más audaces, con las de menos escrúpulos. La Fuente, Bermúdez, Elizalde, Eléspuru, Tristán y todos los hombres que sólo esperaban un instante para surgir a primera fila. Gamarra fue llamado al Norte para defender el territorio contra Colombia. La Fuente que se hallaba en Arequipa fue llamado a Lima, y al partir ambos, todo hace creer que llevaban un acuerdo tácito, como se verá luego. En tanto doña Pancha en el Cusco, dominaba; tenía a sus órdenes, las fuerzas de Cuartel.

Sea por los temores que infundiera Gamarra, o por intrigas locales, o por simple espíritu de indisciplina, una noche se sublevó la guarnición del Cusco. La soldadesca enfurecida bramaba en el cuartel como jauría hambrienta, pidiendo a gritos su vida. Súpolo a tiempo doña Pancha. Sus allegados le aconsejaron huir y hasta le facilitaron la fuga. Pero ella se resistió con indignación. Huir era una cobardía; huir de los mismos soldados a quienes había llevado a la victoria. Y además, perder para siempre, tal vez, sus expectativas. Sería una caída vergonzosa. Vistióse con sus marciales atavíos de guerra, echóse sobre los hombros la clásica capa española, calóse su kepís, tomó su fuete, y sola, serena, resuelta, se presentó en el cuartel sublevado. La sorpresa hizo enmudecer el bochinche. Dio un par de fuetazos sobre una mesa, descubrióse y se mostró tal cual era, clavando la mirada en los oficiales y dominándolos con su coraje y varonil apostura. Satisfecha del desconcierto que había causado, dijo a los soldados:

—¡Cholos!… ¿ustedes contra mí?

La Mariscala estaba magnífica. Sobre su audacia de valiente, triunfaba su belleza de mujer. Entonces, en el corazón de esas bravas y sencillas gentes, hubo un momento de conmovedora emoción. Recordaron a su heroína en el combate. Detrás de ella fueron a la muerte y encontraron la victoria. Ella había curado a los camaradas agonizantes, había lavado sus heridas, enterrado sus cadáveres, vigilado su sueño. Con ella había compartido fatigas, sed, dolores; ella era el calor en la tienda, la confianza en las jornadas, el entusiasmo en el combate; la hermana cariñosa; la taciturna madre que velaba, el jefe sagaz que dirigía. Y el corazón indio y caballeresco de aquellos soldados se enterneció. Doña Pancha miraba inmóvil, erguida, soberbia. Un grito resonó en el cuartel:

—¡Viva la Mariscala! ¡Viva la Mariscala!

Ella sabía lo que era un ejército, conocía íntimamente a los soldados. Aquel arranque de fidelidad nacido al fuetazo de su mano y a la luz de su mirada, necesitaba ser regado con un poco de oro para robustecerse. Sin agregar palabra sacó su bolsa, arrojó muchas monedas y salió.

El motín estaba sofocado.

Doña Francisca, Presidenta

En tanto que el Mariscal Gamarra hacía, al lado del presidente La Mar, la deplorable guerra con Colombia, doña Pancha se radicó en Arequipa. Desde allí dirigió aquella notable intriga que había de culminar con la expulsión de La Mar en Piura y deposición de Salazar y Baquíjano en Lima. Tan comentada fue la rebelión de Gamarra contra La Mar, que llegó a acusarse a aquél, de haber permitido pérfidamente el desastre de su ejército, para desprestigiar con la derrota al Director de la Guerra, ante los jefes y oficiales. Además, al mismo tiempo que ocurría en Piura la expulsión de La Mar, La Fuente echaba del poder, en Lima, al vicepresidente Salazar y Baquíjano. Conviene recordar que la opinión reclamaba un sucesor para La Mar, que la guerra contra Colombia era atribuida por los más doctos, a una cuestión personal entre éste y Bolívar, y que, por fin, los pueblos sentían cierta aversión al afán bélico de los caudillos. Se creía que La Mar no era propiamente peruano: estaba muy fresco el recuerdo de Bolívar, cuya personalidad comenzaba a atacarse con descaro; fresca estaba también la memoria de los excesos y altanería de los soldados colombianos en el Perú y Bolivia.

El Congreso cedió a la presión y nombró Presidente de la República al Gran Mariscal don Agustín Gamarra, y vicepresidente al General Antonio de La Fuente, el 1° de setiembre de 1829, disposición que ratificaron los pueblos el 19 de diciembre del mismo año. El periodo de gobierno era de cuatro años. La Fuente comunicó a Gamarra su exaltación y el nuevo gobernante emprendió viaje a la capital para tomar posesión de su cargo. Doña Pancha, desde Arequipa, escribió a La Fuente, ordenándole que le preparase alojamiento en Lima, para presenciar la entrada de su marido, que era su propia exaltación, y éste “preparole una casa regia, sin pararse en gastos. Muchas partidas del presupuesto —dice un historiador— fueron para comprar vajillas de plata labrada”.

La sociedad de Lima recibió con los brazos abiertos a «la presidenta» y el 25 de noviembre de 1829 a las cinco de la tarde, entró triunfalmente en la vieja capital el nuevo gobernante. La Ciudad de los Reyes, colmó de atenciones y honró su entrada; acompañándole en el desfile, con una larga fila de calesas, sus más brillantes personajes, “cortesía que se hacía no a él sino a la Zubiaga, que había venido expresamente, de Arequipa, en la corbeta Libertad”. Gamarra se ciñó la banda y la pareja se instaló en el palacio.

Entre las fiestas con que obsequió a la Mariscala, hubo una función teatral cuyo programa decía:


«En celebridad del feliz ingreso a esta capital de la Exma. señora Doña Francisca Zubiaga de Gamarra, nuestra amable Presidenta, ha dispuesto la Empresa exhibir tres funciones cívicas dignas del objeto a que se dedican y en los días siguientes.


Viernes 25, primero de Pascua.

Se dará principio con una Loa encomiástica desempeñada por toda la Compañía en general, análoga, en el asunto, a tan loable recibimiento; la que por su aparato, extraño estilo, música e invención nada común, esperamos que merecerá el aprecio de nuestros favorecedores.

En seguida se representará el superior drama en dos actos, titulado: El hombre singular o Isabel 1.ª de Rusia.

A continuación se desempeñará por la pareja de baile el minuet de Corte con gavota. Seguidamente habrá un primoroso intermedio de canto y se dará fin con el gracioso sainete:

El duelo y el baile a un tiempo».


El ideal de la infatigable dama estaba realizado. Era «la presidenta». La única dueña del Perú. En adelante ella sería la voluntad directriz, el único juez, el custodio más fiel de los intereses de su marido. Todos los escritores están acordes en que ella fue el alma del gobierno. El señor Vargas dice: «la voz de Gamarra se sobrepuso a las leyes, y a Gamarra le imponía silencio su mujer». Flora Tristán escribe: «Vino al poder después del General La Mar, la República estaba en el más deplorable estado; las guerras civiles deshacían el país en todas direcciones; no había un peso en el Tesoro; los soldados se vendían a aquellos que les ofrecían más; en una palabra, era la anarquía con todos sus horrores. Esta mujer educada en un convento, sin gran instrucción, pero dotada de un sentimiento recto y de una fuerza de voluntad, poco común, supo gobernar este pueblo ingobernable hasta para el mismo Bolívar, pues en menos de una año, el orden y la calma reaparecieron, las facciones estaban apaciguadas, el comercio floreciente, la armada volvía a tener confianza en sus jefes, y si la tranquilidad no reinaba aún en todo el Perú, al menos la mayor parte gozaba de ella. Doña Pancha parecía, por su carácter, estar llamada a continuar la obra de Bolívar, y lo habría hecho si su envoltura de mujer no hubiese sido un obstáculo».

«Doña Pancha —agrega— no tenía más deferencia por el Congreso, que Napoleón por su Senado Conservador. Ella le enviaba con frecuencia notas de su puño y letra, sin hacerlas siquiera firmar por su marido. Los ministros trabajaban con ella, le sometían los actos del Congreso y de la administración; ella leía todo, borrando los pasajes que no le parecían bien y reemplazándolos por otros; su gobierno, pues, fue absoluto en presencia de una organización republicana. Había hecho grandes servicios, su amor al bien público inspiraba confianza, fundó un orden de cosas estable, hizo prosperar al Perú, y habría sido una reina si antes de afectar la suprema autoridad se hubiera dedicado a asegurarse para siempre en el poder».

Una de sus raras virtudes era saber representar la comedia con oportunidad. Así como en el claustro supo ser la primera reclusa, y en el combate el primer soldado, así supo ser la dama distinguida de los salones palaciegos. «El gasto anual del palacio ascendía a 38 476 pesos y lo explicaba la soberbia mesa de doña Francisca». Durante su residencia en él poníase todos los días un nuevo par de medias de seda y otro de zapatos de raso, que luego eran obsequiados a la servidumbre. Otro tanto hacía con su ropa interior de finísima batista de hilo. Su guardarropa era fabuloso, sus cofres riquísimos, y en cuanto a sus exquisiteces en el vestir, se verá oportunamente la descripción que de ella hace Flora Tristán, amiga suya.

En un principio la Presidenta fue recibida con entusiasmo por la sociedad de Lima, que «veía en ella una mujer que con su inteligencia dignificaba a su sexo y con su alta posición aumentaba la influencia de éste en los asuntos del Estado». Pero poco a poco fue decayendo este sentimiento hacia ella. Los que no tuvieron la nobleza varonil de atacar al Gobierno de Gamarra, heríanla cobardemente. Se inventaron contra la dama las más torpes calumnias, se le señalaban amantes, hacíase circular caricaturas deshonestas, y se levantó, al final, la muralla de la más decidida y violenta oposición. Bien es verdad que ella, lejos de sentirse humillada acrecentaba su orgullo, castigando con su propia mano muchas veces a los miserables, y tan cruelmente, que tales sanciones no hacían más que restarle simpatías. Al terminar el tercer año de su gobierno, su despotismo había sido tan duro y opresor, tan pesado su señorío, el yugo tan doloroso, había humillado tantos espíritus, «herido tanto amor propio», que una ola hirviente se levantó contra ella.

Entre las muchas anécdotas que se refieren, hay dos que dan clara idea de una importante faz de su psicología. Ya hemos dicho que para amores y galanteos tenía el corazón helado. Decía una vez a uno de sus jefes, que concibiera por ella pasión vehementísima:

—¿Para qué necesito yo su amor? Su brazo, sólo su brazo me hace falta. Vaya Ud. con sus suspiros, sus palabras sentimentales y sus romances donde las chiquillas. Yo no soy sensible sino a los suspiros del cañón, a las palabras del Congreso y a los aplausos y aclamaciones del pueblo cuando paso por las calles.

Refiérese que un día, habiendo tenido noticia de que el Castillo del Callao estaba en malas condiciones, se dirigió a él, seguida de un pelotón de su escolta y se presentó. Rindiéronsele los acostumbrados honores presidenciales, presentáronsele las armas, revistó la presidenta las fuerzas; mas, al pasar sorprendió la señal equívoca que hacía uno de los jefes a otro, refiriéndose a ella con cierto donjuanismo. Volvió la dama y cruzo con su fuete varias veces, la cara del insolente, dándole luego un revés que lo hizo caer entre las patas de su caballo, ante la absorta e inmóvil tropa. Luego dijo:

—¡Así castiga la presidenta a quienes se atreven a faltarle el respeto!

Y salió, soberbia de orgullo y de coraje. El oficial fue dado de baja.

En otra ocasión llegó a sus oídos, por intermedio de dos oficiales, que un tercero se vanagloriaba ante ellos de haber merecido el afecto y favores del corazón de doña Francisca. Sonrióse ella aparentando no dar importancia a tal suceso• y no se habló más de ello. Algunos días después, doña Pancha invitó a comer en su comedor privado a los tres oficiales. Durante la comida la Presidenta estuvo más espiritual que nunca. Al llegar a los postres, se dirigió al supuesto amante y le dijo:

—¿Es cierto, capitán, que usted ha dicho que ha sido mi amante? Estos señores me lo han dicho y espero que usted lo desmienta, porque si es falso, usted y yo vamos a darles el castigo que merecen, y si no, yo y ellos se lo daremos a Ud…

Tan brusca fue la pregunta y tan poco limpia debía tener la conciencia el capitancillo, que palideció sin tener qué responder. Entonces la Presidenta ordenó a los otros que lo cogieran de pies y cabeza, y desnudo el cuerpo, el presuntuoso recibió por la propia mano de doña Pancha una regular azotaina y ella le dijo mientras lo zurraba:

—Si no ha sido usted mi amante, lo castigo por mentiroso; y si lo hubiera usted sido, por haberlo contado y por mal caballero…

Sabia lección para el menguado. Mas si era dura y cruel con los malsines, era en cambio generosa y hasta pródiga con sus leales a todos los que, generalmente militares, supo recompensar con largueza.

El Vicepresidente La Fuente derrotado por la Mariscala

De las catorce revoluciones que amenazaron la estabilidad de su gobierno, Gamarra vióse obligado cuatro veces a resignar el poder y marchar a sofocarlas. Las dos primeras veces le sucedió, desde el 26 de setiembre hasta el 9 de diciembre de 1829, y desde el 4 de setiembre de 1830 al 16 de abril del 31, el vicepresidente General Antonio Gutiérrez de La Fuente, que esta vez fue reemplazado por don Andrés Reyes, presidente del Senado. La tercera, don Manuel Tellería, desde el 28 de setiembre al 31 de octubre de 1832. La cuarta, Campo Redondo, desde el 25 de julio al 3 de noviembre de 1833.

En la segunda ausencia de Gamarra, se realizaron graves sucesos en los que cupo toda acción y responsabilidad a la Mariscala. Se trataba de una conspiración «del ejecutivo contra el ejecutivo», único caso, tal vez, de la historia de América. La Fuente quiso aprovecharse la ausencia de Gamarra y su estancia en el Cusco, para repetir, seguramente, la poco brillante hazaña que realizara contra Salazar y Baquíjano, y, antes y en más vergonzosa manera, contra el Presidente Riva-Agüero. Doña Pancha lo conocía perfectamente, sabía cuán desleal, intrigante y ambicioso era La Fuente, puesto que había intrigado con él. Así pues, la Mariscala resolvió no dejarse enredar en sus tramas y antes bien, deshacerse de tan peligroso personaje. Las disposiciones de la Presidenta fueron sin duda algunas temerarias, pero eficaces. Del mismo manifiesto que escribiera La Fuente se desprende la verdad de los hechos, que pasaron en la forma que voy a relatar, tomando casi todo de la relación del Mariscal La Fuente.

Agonizaba agosto de 1830, cuando el Presidente Gamarra fue noticiado de haber estallado una revolución en el Cusco. Inmediatamente hizo llamar al vicepresidente a quien informó de los sucesos, en presencia de su esposa y varios jefes y oficiales. Inquietábanle mucho los enemigos que tenía en Lima y prueba de ello eran la excesiva vigilancia y las visitas nocturnas que hacía de noche a los cuarteles, acompañado de la Mariscala. Partió Gamarra dejando el poder en manos de su sucesor legal y de un gabinete respetable. Recomendó a todos prudencia y celo y fue acompañado por La Fuente, hasta una legua de distancia. Nada parecía turbar la serenidad relativa del ambiente y menos aún las relaciones que el nuevo gobernante mantuviera con la señora Gamarra y sus partidarios.

Pero he aquí, que al día siguiente de la marcha del Jefe del Estado, fue detenida y abierta en presencia de doña Pancha, la correspondencia dirigida a La Fuente, de Arequipa. Fue al decir de éste el Coronel Escudero, el ejecutor de tan punible exceso. La Fuente protestó ante Gamarra, que no dio oídos a tal reclamo.

«En tanto —dice La Fuente— conocí que otra persona quería tomar pare en los negocios de la administración: que le desagradaba la línea de conducta que yo me había propuesto, y que alucinada por las atenciones debidas a su sexo y a su rango, pretendía someter a su influjo las decisiones del gobierno. No pude plegarme a las complacencias que degradarían mi carácter como hombre público: mas procuraba guardar la mejor armonía con esta señora y evitar que trascendiesen estos nuevos motivos de disgusto».

Afirmaba La Fuente que la señora Gamarra no lo combatía por creerle desleal, sino por haber éste dado un decreto que destruía un negociado de harinas cuyos ocultos especuladores eran doña Pancha y el General don Juan Bautista Eléspuru, prefecto de Lima, negociación que debía realizar un comerciante alemán Pfeiffer, el cual había monopolizado la existencia del precioso artículo que vendía a precio fabuloso, amparado por el decreto que prohibía la importación. La Fuente derogó tal decreto y afirmaba, con pueril ingenuidad, que ése era el motivo por el cual se le creía conspirador y enemigo de Gamarra.

«Esparciéronse —dice— lo más absurdos rumores, sobre mis miras ocultas de contrariar los planes del General Gamarra. No hay un habitante de Lima que ignore las torpes maniobras de que se echó mano con este motivo; en fin, el desorden llegó hasta el extremo de obligarme a decretar la separación de la Junta Departamental, convertida ya en ciego instrumento de las intrigas de Eléspuru y de su aliada».— «Mi tolerancia dio nuevas armas a mis enemigos. Eléspuru empezó a atacarme del modo más grosero en los papeles públicos, valiéndose de la pluma del colombiano Ayala. Nadie más que yo respeta la libertad de imprenta. Pero en el caso presente, el abuso de la libertad de imprenta era parte integrante de la conspiración que se fraguaba contra mí en la Prefectura. Convencido de que allí se escribían los artículos, se fomentaba el descontento público y se fraguaban las calumnias más atroces contra el gobierno, tomé un partido opuesto a mis sentimientos y a mis principios; di un golpe de autoridad y Ayala salió del país».

«Todos estos chismes llegaban a mí por conducto del General… el mismo que después se alistó bajo la bandera de mis asesinos. Un día —refiere— sin mi consentimiento y sin el de ningún Jefe enviaron, Doña Pancha y Eléspuru, al Cusco a un oficial del Batallón Zepita llevando pliegos. Súpelo: llamé al Coronel Guillén y, aunque merecía un castigo severo por haber suscrito a un acto tan inmoral, infringiendo las leyes de la disciplina, me limité a una simple reprensión. La señora indicada tuvo entonces una explicación conmigo, me confesó que ella era la única autora de tal exceso, intercedió por Guillén y respondí con suavidad y decoro a los cargos mujeriles que me hizo y procedían, como ella misma lo confesó, de las insinuaciones del General Salas. Al salir de ésta hice venir a dicho general a mi presencia; lo reconvine amargamente por su conducta pueril y logré avergonzarle en términos que después de haberme referido de su sobrina (Doña Pancha) hechos que nunca saldrán de mis labios, me suplicó encarecidamente que jamás lo pusiera en presencia de aquella señora».

No se sabría, a través de estas confesiones de La Fuente qué condenar más, si su débil lógica o su malevolencia. Prueba de que no era leal para con Gamarra es que la conspiración se realizaba, que destituía a los partidarios de éste, que hostilizaba en toda forma a los amigos del presidente, y que, por fin, negó a Gamarra el auxilio de tropas que le fuera solicitado. Sin embargo, poco después hacía una paz breve con doña Pancha. Dábale un banquete, que la presidenta correspondió. Pero la paz no podía alargarse demasiado. El Coronel Vidal llegó á Lima, enviado del Cusco por el presidente, y bastó el hecho de que, como era lógico se plegara al grupo de la presidenta para que La Fuente lo tomara preso y lo echara de Lima. Entonces estalló doña Pancha, llamó a La fuente y «le exigió con tono autoritario, el regreso del Coronel Vidal a Lima, reclamándolo como individuo de su familia, por ser edecán de su marido».

—«Sepa Ud. La Fuente —agregó— que yo no tolero alcaldadas».

«Y reclamó tanto —dice— que no me sería posible referir la conversación que tuvimos sin comprometer el respeto que se debe al sexo y sin presentar en su triste desnudez los excesos a que conducen las pasiones».

Así llegaron las cosas al 16 de abril de 1831 y para dar valor a nuestro relato, citaremos la descripción que hace de tan notable suceso, el historiador de Salaverry, Bilbao:


«Se creía que La Fuente procuraba, en ausencia de Gamarra, hacerse Presidente, al menos éste fue el motivo aparente que se dio para llevar a efecto el atentado que produjo la caída del Vicepresidente; pero personas sensatas de hoy han demostrado lo contrario haciendo ver que razones de una distinta especie fueron la verdadera causa, tal como el de haberse prohibido, por la autoridad a la esposa del Mariscal Gamarra, el uso de un poder que creía tener, considerándose como la representante de su marido en lo político. La obstinada y justa oposición de La Fuente a tan extraña pretensión, dio alas a la Presidenta para forjar que el Vicepresidente procuraba sublevarse contra Gamarra. Algunos hombres de la administración creyeron en la farsa, creyeron algunos militares, y animados por el espíritu varonil de la conspiradora, se resolvieron a derribar a La Fuente.

»En efecto la noche del 16 de abril cayó repentinamente una partida de tropa a la casa del Vicepresidente preguntando por él. La señora de este General logró contener un momento al oficial que los mandaba, mientras que su esposo se libraba saliendo por los techos. La partida rodeó la casa y al salir uno de los ayudantes por las azoteas, la tropa creyó que era La Fuente y en el acto gritó: —¡Ahí va! ¡Ahí va!, y le descargaron algunos fusilazos que produjeron la muerte del oficial».


La Fuente escapó a Chorrillos y de allí se dirigió a la corbeta americana Saint Lewis surta en el Callao, de donde pasó una nota al Congreso protestando de los sucesos. Pero —¡cosas de la tierra!— el Congreso se dio a ignorante de lo que había ocurrido en Lima y, como pasasen dos días sin Presidente de la República eligió para ocupar la vacante al señor don Andrés Reyes, presidente del Senado. Al día siguiente, el secretario prolijo, pudo encontrar la nota de La Fuente, pero ya era tarde.

No pretendemos disculpar el atentado contra La Fuente. Pero los antecedentes de aquél no le abonaban. La traición hecha a su Presidente en Trujillo puede aceptarse hasta que fuera útil, pero era simplemente una traición; convengamos en la vehemencia de la dama, pero también aceptemos que La Fuente era muy capaz de arrebatar el gobierno a Gamarra por cualquier medio. Tirantes y muy agrias debieron ser las relaciones entre el Vicepresidente y doña Pancha, pues al asumir el mando Reyes, Eléspuru hizo publicar el siguiente gracioso decreto que importaba un saetazo para la caída de La Fuente:


El ciudadano Juan Bautista Eléspuru, General de los Ejércitos Nacionales, prefecto del departamento de Lima, etc. Atendiendo:


1° A que la Augusta Asamblea se halla reunida conforme el voto general de los Pueblos;

2° Que este día solemne debe celebrarse con las mayores muestras de regocijo;

3° Que ha coincidido con este fausto suceso haberse encargado, en cumplimiento de la ley, del mando supremo provisorio de la República, el Excelentísimo señor Presidente del Senado;


Decreto:

1° En las noches de este día y de los siguientes los vecinos de esta capital iluminarán las puertas a la calle de sus respectivas pertenencias, y se tocará un repique general de campanas a la hora de costumbre;

2° En los tres predichos días se adornarán las habitaciones en la parte exterior con colgaduras y banderas de los colores de las repúblicas americanas, procurando la mejor y más vistosa perspectiva;

3° Se celebrará en la Iglesia Matriz una misa solemne en acción de gracias al Todopoderoso;

4° Se representará en el teatro de comedias, tres funciones de buen gusto en las que se proporcionará al público un sencillo entretenimiento.


Imprímase, etc.


J. B. Eléspuru
Mariano Antonio Zevallos


Convengamos en que la política, por aquellos días, si no era más elevada y trascendental que ahora, por lo menos era más interesante. ¡Mandar que la capital se volviera un fandango con cohetes y música, repiques y colgaduras, por darle disgustos a un individuo, es cosa espiritual que no se ve muy a menudo!…

La jornada culminante

Salvando graves obstáculos, a través de innumerables vicisitudes, después de haberse alejado cuatro veces del gobierno para batir a sus enemigos, llegó Gamarra los últimos días de su gobierno constitucional. Agonizaba el año 1833 y el mandato del Presidente; el horizonte se poblaba de nubes sombrías y amenazadoras: por una parte estaban Gamarra y sus partidarios —el elemento militar— y por otra el Congreso enaltecido con los nombres de Luna Pizarro, Vigil, Quirós y Mariátegui. Gamarra pretendía, si no quedarse en el poder, por lo menos tener un sucesor que salvando las apariencias conservase la preponderancia de sus elementos. La oposición, encabezada por Orbegoso, pretendía una sucesión nacional. Susurrábase un golpe de Estado de los Gamarrrista; la oposición no se detenía en sus ataques donde campeaba al lado de la violencia y de la audacia, la perfidia. Más que con el Presidente, se ensañaban contra su esposa. La calumnia imputaba los más horribles crímenes a Doña Pancha: amantes, latrocinios, asesinatos. Circulaban anónimamente, entre las sombras de la impunidad más villana, caricaturas innobles.

Esta misma oposición en las postrimerías del gobierno hicieron cavilar a los Gamarra. Convencida la Mariscala de que había que defenderse bravamente para ser respetados aun en el probable caso de una caída, resolvió con su marido y el Coronel Bermúdez, llamar al Presidente del Congreso y manifestarle, como lo hicieron, por boca de Gamarra, que él estaba cansado del poder, que sólo el deseo de servir a la patria lo había obligado a no abandonar antes un puesto tan delicado, que sólo por la paz del país y la obediencia a la ley que lo nombrara Presidente había tolerado el gobierno, y que estaba resuelto a no pasar del 18 de diciembre —era el 1°—; que así lo haría saber a la Nación, pasando con tal fin, una nota al Congreso. Así lo hizo efectivamente. La Convención recibió la nota y con fecha 20 de diciembre nombró Presidente provisional a don Luis José de Orbegoso, quien debía jurar al día siguiente.

El nombramiento de Orbegoso fue un golpe para el gobierno que esperaba ver nombrado, como fruto de sus maquinaciones, a Bermúdez. Gamarra disponía del Ejército aun fuera del poder, así pues, preparó el golpe de Estado que debiendo estallar el 3 de enero, fue postergado, por delación, para el 4. El 3 debió ser amarrado Orbegoso en una función teatral dada en su honor, pero fracasado esto, el 4 en la mañana, un grupo del ejército disolvió brutalmente la Convención Nacional, los batallones se sublevaron y fue proclamado Jefe Supremo del Perú Don Pedro Bermúdez. El flamante dictador era como un secretario de Gamarra y un juguetillo dúctil, aunque inepto, de doña Pancha.

Orbegoso, que se hallaba en el palacio, salvó su gobierno por un golpe de valor y sangre fría. Los castillos del Callao estaban a las órdenes del Coronel Vargas, gamarrista, que debía rechazar su autoridad reconociendo a Bermúdez. Orbegoso lo sabía. Mandó a llamarlo y, ya en el palacio, le dijo que necesitaba su compañía para ir a una empresa importante. Vargas sin peligro de ser descubierto no podía negarse a la petición del jefe del Estado y lo acompañó. El coche salió del palacio y a poco el cochero, muy bien aleccionado, tomó la carretera del Callao, donde el Presidente, sacando su pistola y poniéndola en el pecho de su acompañante, le dijo:

—¡Usted es un miserable que me traiciona. Usted va a ir conmigo al castillo!

Vargas no quiso responder. Llegaron al Callao y al castillo. Las tropas viendo al Presidente con su jefe le presentaron las armas. Entonces Orbegoso les preguntó si le reconocían como el Jefe del Estado, nombrado por la Convención y si le prestaban obediencia.

—¡Viva el General Orbegoso!

Tal fue la respuesta unánime. Vargas había fracasado. El presidente le dijo:

—Este es el castigo que su traición merece. Vaya Ud. ahora a juntarse con los miserables revolucionarios.

Y agregó a la tropa:

—Si hay alguno en las filas que no desee servir al lado mío puede salir; le doy mi palabra de honor que lo dejaré en libertad. Nadie respondió.

Ya Orbegoso era dueño del Callao, pero Gamarra, Bermúdez y la Mariscala eran dueños de Lima. La dictadura estaba en plena floración, y el 8 de enero se puso sitio al Callao por las fuerzas del dictador.

El golpe de Estado produjo en Lima sensación honda y un rechazo franco en la opinión. El cinco de enero se había dictado orden de destierro contra Luna Pizarro, Presidente del Congreso, Tenería, Zapata, Rodríguez, Piedra, Mariátegui, Macedo, Arellano, Ramírez, Evia, Zavala, Jaramillo y otros personajes. Lima apareció sombría y silenciosa. Desde el 4 no se tocaron las campanas, las gentes no salían, el comercio se paralizó y un aire de condena se respiraba. La Corte Superior que no quiso asistir al recibimiento de Bermúdez ni aun reunirse en despacho, fue amenazada por el Dictador. Los ancianos jueces amedrentados cedieron, con la honrosa excepción del Dr. Santiago García Paredes que se opuso tenazmente y salvó su voto. El Coronel Vivanco, nombrado Prefecto de Lima, obligó a los Municipales a saludarlo diciéndoles que si no iban los ponía presos. Fueron. Respetable número de civiles a quienes se nombrara para diversos empleos por Bermúdez, rechazaron el nombramiento, ocultándose luego. Suspendiéronse las fiestas y paseos. No hubo toros, «ni comedias ni fresquerías», tan grande fue la indignación de los ciudadanos por el atentado. Al gobierno constitucional de Gamarra sucedía una dictadura desenfrenada y bárbara, dirigida por un militar sin valor ni derecho alguno ante la opinión. Y todo aquel cúmulo de audacias era atribuido con fundamento a Doña Pancha. Ella era la autora de los sucesos, ella conmovía el país, ella quería seguir el reinado. Y la ola de indignación crecía y los usurpadores iban quedándose aislados. Pero ni la Mariscala, ni Gamarra, ni Bermúdez, ni Vivanco eran capaces de cejar. Antes bien, sostenían el sitio, deportaban, perseguían, se organizaban y no perdían un instante la vista del enemigo.

El cuartel de los sitiadores establecióse en «Chacarrilla». Bermúdez pasaba el día en palacio conversando y discurriendo sobre la situación con sus adeptos, pues nadie lo visitaba. Por las tardes iba al cuartel a reunirse con Doña Pancha y Gamarra, quienes para dirigirse allí se disfrazaban. Así —cosa curiosa— mientras que Doña Pancha se ponía su vestido de hombre, Gamarra, para no ser reconocido, se disfrazaba de mujer. Los tres dormían en el campamento. Pasaron los días y se agravó la situación para los gamarristas. Los soldados desertaban y se pasaban a Orbegoso, la oposición rugía en Lima, el sitio era roto a cada instante, el 24 de enero llegó a Lima la proclama del General Nieto lanzada en Arequipa incitando a los pueblos contra Gamarra y Bermúdez; y el 28 hubo una deserción definitiva: un oficial Luján, se pasó con sus tropas a Orbegoso. Ya no era posible esperar. Se pensó en la retirada. Y ésta fue heroica.

La Mariscala crecía con los reveses de la fortuna; el peligro la exaltaba; el odio acrecentaba su valor, el orgullo su audacia. Es en este momento de su vida cuando aparece más grande la invencible luchadora. Su figura de mujer se transforma con la bravura de su gesto; es una verdadera heroína que deja una hora épica en nuestro pasado republicano.

Tal vez no hay en la historia de nuestras luchas íntimas, un gesto más heroico, ni más poético, ni más hermoso. La figura de aquella mujer extraordinaria que envuelta en su gran capa, después de las fatigas de una larga campaña, lleva a sus soldados bajo el fuego enemigo, que pasa ante la muerte desafiándola y asombrándola con el cañón de su pistola, que ordena, corre, se agita, ataca, mata, se defiende, pasa por la boca del infierno y aun sostiene un combate para salvar sus provisiones militares, impresiona, conmueve y entusiasma.

Aquella hora épica es digna de divulgarse con clarines de victoria. ¡Qué importaba haber perdido un trono si quien tales hazañas realizaba era capaz de recuperarlo! No hay en estos tiempos figura más brillante y compleja, más legendaria y original, más gloriosa, más íntegra, esa mujer era digna de un trono; debió perdurar, sobre todo cuando entre los hombres que la sucedieron no hubo muchos que usaran con más tino la autoridad absoluta que la Presidenta.

La retirada debía hacerse a la sierra. La capital estaba perdida, pues el pueblo esperaba minutos para atacar. Y era necesario pasar por Lima, no sólo por ser la única retirada, sino para proteger, librando un combate, la salida del parque que aún poseían.

Al saber el pueblo que el sitio se levantaba y que los gamarristas iban a retirarse, se dirigió a la Plaza de Armas en franca actitud de desafío; se le dispersó a balazos; ocultóse breves instantes para sacar armas, y a poco volvió batiéndose bravamente.

En medio de esta confusión general, los disparos se sucedían ensordecedores, caían los heridos, yacían no pocos cadáveres en la plaza y el ejército sitiador se acercaba. Todo el pueblo se preparó a la batalla. Como a las ocho de la noche llegaron Bermúdez, Doña Pancha y Gamarra, a la cabeza de 550 hombres, entre infantes y jinetes, sosteniendo un fuego graneado de todas partes: torres, balcones, puertas y ventanas vomitaban fuego contra ellos, que lo devolvían. Así llegó el ejército de Gamarra a la Plaza de Lima, donde se distribuyó sosteniendo combate para proteger la salida de sus cargas, hasta las 12 y 30 de la noche en que no pudieron resistirse más pues los sitiados del Callao llegaron. Salió entonces Doña Pancha a la cabeza de sus tropas en medio del combate y abandonó la capital con los suyos. Poco después entraba Orbegoso.

El combate duró en Lima desde las cuatro de la tarde hasta las doce y media de la noche. En su retirada, iba a la cabeza de las tropas, entre Bermúdez y el Coronel Vivanco, la Mariscala, y al abandonar la capital, una bala dirigida al grupo, hirió a Vivanco en el brazo. Doña Pancha iba con sus trajes de campaña, «con gorra militar y capa de grana bordada de oro. Gamarra se les reunió en Tarma, allí dejó a Bermúdez a la cabeza del Ejército y partió con su esposa hacia el Cusco». Todavía quedaba por librarse una gran batalla, la definitiva para la brava Mariscala.

El último reducto, Arequipa

La salida de la Mariscala, Gamarra y el ejército que les fuera fiel, produjo grande entusiasmo en la capital. Los periódicos que durante la revolución dejaran de salir, circulaban ahora, multiplicados, y se ensañaban contra los caídos. Muchas de las gentes que adularon a la Presidenta se convertían en los más acerbos enemigos.

Pero, abandonada Lima por Gamarra, no todo estaba perdido. Quedaban auxiliares poderosos, que manejados con prudencia, podían resistir en el Sur. En el Cusco se supo la proclamación de Bermúdez el 16 de enero y ese mismo día, el prefecto Bujanda, fiel servidor y amigo de los Gamarra, hizo reunir a un grupo notable de ciudadanos que firmaron un acta comprometiéndose a sostener a Bermúdez. Entre otras firmas estaban las de Bujanda, Rosell, Guevara, Torres, Mato, Cosio, Calvo, Galdos, Vargas, Pinto, Fortón, Campana, Silva, Palomino, Calderón, Chaparro, del Castillo, Montesinos, Orihuela, Béjar. En Arequipa Nieto se opuso abiertamente a secundar a Bermúdez, y venció la resistencia del General Salas. Pero Gamarra y los suyos libraron rudo combate y Nieto fue obligado a dejar la ciudad, donde entraron las huestes de Gamarra e127 de abril de 1834. Iban con él Bermúdez, Doña Pancha, Escudero y todo el Estado Mayor de la Revolución.

La estancia en Arequipa era insostenible. En tanto que Gamarra iba hasta Arica en persecución de Nieto, su ejército cometía en la bella y viril ciudad, toda clase de excesos. Se impuso a los habitantes una extraordinaria contribución; se aprehendía a los ciudadanos por la más leve sospecha; nadie se atrevía a transitar por la ciudad desolada. La indignación del pueblo germinaba esperando sólo una oportunidad para manifestarse. La soldadesca atropellaba a las gentes pacíficas por causas fútiles, y a tal extremo, que comenzaron las más crueles represalias. Los militares de Gamarra no podían ir solos por la campiña sin ser asaltados y muertos por los labriegos. Un soldado fue muerto de una cuchillada por un fraile de quien exigía a viva fuerza, dos reales.

Un descontento general invadía todo el territorio ocupado por los gamarristas, y se deseaba con ansia el triunfo de Orbegoso. Por las calles, en el momento álgido de esta temeraria imposición, llegaron a oírse los gritos amenazadores y audaces:

—¡Viva Nieto!

—¡Viva Orbegoso!

—¡Muera Gamarra!

La libertad parecía lejana. Nieto en Arica esperaba actuar contra Gamarra, con auxilio de Orbegoso, ya en camino para Arequipa. Los gamarristas quisieron atraerle con engaños, asegurándole la derrota del caudillo constitucional y ofreciéndole ventajas que rechazó indignado, y en vista de la situación, solicitó auxilio de Santa Cruz en Bolivia.

Pero un suceso inesperado fue a cambiar el cariz de la campaña. El domingo 18 de mayo dos compañías se desertaron de parte de Bermúdez; el Mayor don Juan Lobatón, del batallón «Ayacucho»; apoderóse de la Artillería y se pronunció en la plaza con estos gritos:

—¡Viva Orbegoso! ¡Viva Nieto! ¡Viva la ley!

El pueblo odiaba a los soldados. El ejército era el foco de las más viles pasiones y aunque traiciones y deslealtades, eran moneda comente, el pueblo no creyó en la sinceridad de tal pronunciamiento: lo tomó como una estratagema que hacían los gamarristas para tener un pretexto y poder fusilar o deshacerse de sus enemigos. Convencida de ello, la poblada se lanza contra los amotinados y se produce una riña encarnizada y bárbara. Mueren veinte entre paisanos y soldados, y con ellos el propio Lobatón. Fue un error de los arequipeños, muy explicable. Arrepintiérosen amargamente de su temeraria precipitación, pero tarde, porque excitados los ánimos, deseosos de vengar tantos ultrajes, viendo los cuerpos inertes de los civiles, obsesionados por la sangre, se lanzaron sobre la casa que ocupaba la Mariscala, para saquearla y matar a la dueña.

Doña Pancha ocupaba la casa de la familia Gamio. Había visto acercarse la tempestad y serena, en tan horrible trance, no teniendo manera de escapar, arrojóse desde los altos, por una ventana, al patio de la casa vecina, donde se cobijó. Allí encontró un vestido de fraile, y, disfrazada con él, pudo presenciar cómo el populacho destruía su casa y la buscaba iracundo. Cuando el pueblo convencido de no hallarla se dirigió a saquear otras casas, ella atravesó la calle y buscó más seguro alojamiento. La carnicería fue horrorosa aquel día, igualmente se mataba a los amotinados como a los gamarristas leales, y, para perseguirlos, según sus huellas hasta la campiña. Otras partidas se ocupaban en buscar a doña Pancha, pues el odio se cernía más que sobre Gamarra y Bermúdez, sobre la brava mujer.

Gamarra, sabiendo que Nieto se acercaba, entró nuevamente a Arequipa, y allí se vio por última vez con la Mariscala, su mujer.

Clorinda Matto habla de que allí se produjo la escena que dio fin al matrimonio. No tengo dato concreto sobre esta interesante cuestión y por eso no me detengo a examinarla. Lo cierto es que hubo ruptura definitiva. Gamarra se fue a La Paz y su mujer convencida de que no era posible resistir en Arequipa, solicitó del presidente de Bolivia que lo era Santa Cruz, que la acogiese en su territorio. Santa Cruz tuvo el gesto poco generoso y caballeresco de negarle tal permiso, conducta nada gentil en un Jefe de Estado para con una dama prófuga y caída. En vista de ello doña Pancha consiguió de don Pío Tristán, Jefe Militar de Arequipa, muy amigo suyo, garantías para irse a Chile desterrada. Tristán se las ofreció. La capitana, para librarse de las iras populares hubo de salir oculta entre las sombras y disfrazada. Dirigióse a Islay, y allí tomó el barco inglés William Rusthon, que la condujo al Callao y luego a Valparaíso. Esta fue la última hazaña de la Mariscala. Todo estaba perdido. Su hogar hecho pedazos, su porvenir habíase esfumado, una grave y antigua enfermedad la asaltó con inusitada violencia: la epilepsia; y el salto prodújole un tumor interno. Así repudiada, destronada y enferma, llegó al Callao, camino del destierro. ¡Y aún no se consideraba vencida!

Un corazón español

Cuando doña Pancha, perdido todo, se alejó de Arequipa, dejando tras de sí muchas ilusiones deshojadas y glorias marchitas; cuando en la desgracia definitiva probó el terrible amargor de la ingratitud, cuando vio que de todos aquellos que la rodearon en los momentos de grandeza, ninguno fue a agitar el pañuelo en la orilla que se perdía; en medio de su dolor sereno, encontró a su lado un espíritu noble, el generoso corazón de un español, que le había dedicado gran parte de su vida, su inteligencia, su acción. Era el Coronel don Bernardo Escudero. Los dos iban a comer el pan en un país extraño.

¿Quién era Escudero? ¿Qué papel jugaba este caballero español, en nuestras luchas civiles? ¿Qué amistad tan íntima, qué servicios tan útiles le hicieron acreedor a la confianza de la Presidenta, de quien era confidente y secretario? ¿A qué sentimiento obedecía, la acción generosa y abnegada del español, sacrificándolo todo por ser leal a la Presidenta? Nosotros apuntaremos los datos recogidos: juzgue el lector. En tanto que no haya una prueba definitiva y palpable, sobre esta amistad de la cual tanto se hablara, y que fuera una de las acusaciones que se lanzaran contra la dama, es innoble acusar y temerario emitir opinión aunque ésta fuera razonada, si hubiese de herir en lo más mínimo la reputación de una mujer.

Escudero era español, uno de estos tipos peninsulares en los que el espíritu de aventura de los antiguos capitanes renacía vehemente y cálido. Como Cervantes, manejaba la espada con igual maestría que la pluma; como don Quijote iba a reñidas campañas por el amor intangible de su amada; placíanle las femeniles lides como a Quevedo; era apuesto y valiente como don Juan; amó la aventura y el peligro como Pizarro; y supo ser generoso y abnegado, como buen español. Periodista, soldado, músico, comerciante; cuando no redactaba en la tienda las órdenes de la Presidenta, o se batía al lado de ella en el combate, cantaba seguidillas con la guitarra, en el campamento.

«Era —dice un historiador— instruido, caballeroso, despierto; apto para la guerra como para la paz; alegre y de rica fantasía, tenía una conversación llena de amenidad, que unida a su buena presencia y modales finos, le atraían el afecto de los hombres y el amor de las mujeres».

Y Flora Tristán: «Este hombre extraordinario era el secretario, el amigo, el consejero de la señora Gamarra. Desde hacía tres años ocupaba cerca de esta reina una posición de intimidad, objeto de la envidia de una multitud de rivales. Él estaba dedicado a su causa, escribía para hacer prevalecer sus planes y rechazar los frecuentes ataques dirigidos contra ella; combatía bajo sus órdenes, la acompañaba en sus aventuras azarosas y no retrocedía jamás ante las empresas audaces concebidas por el genio de esta mujer y su ambición napoleónica».

Ligado el Coronel Escudero a doña Pancha, la siguió con la misma lealtad en sus glorias y en sus desgracias, y sólo se separó de ella, cuando como se verá, Dios recogió en su seno a la heroína. Flora Tristán refiere una conversación que tuvo con Escudero en Arequipa poco antes de la caída, y las opiniones que éste le diera sobre la Presidenta. Por ella se juzgará del carácter y modo de pensar de ambos.

—La señora Gamarra —dice Escudero— que es una mujer de gran mérito, trabaja, ante todo, por consolidar el poder en sus manos; su ambición viene constantemente a desbaratar mis planes de bienestar general; más, devoto a su servicio, yo estoy obligado siempre a luchar contra mí mismo.

—Yo he oído decir que usted tiene mucho ascendiente sobre esta señora.

—Más que cualquier otro, sin duda, pero muy poco en realidad. Cuando a fuerza de penas y de paciencia logró modificar sus ideas, es un suceso del cual me considero dichoso. Esta mujer tiene una voluntad de fierro, y tal, que la misma adversidad no podría doblegarla. Toda resistencia la irrita y ella está siempre dispuesta a triunfar por la fuerza. Debió ser una gran reina en un país donde sus deseos no hubieran encontrado ningún obstáculo; pero para reinar es necesario tener numerosos partidarios; para conservar la autoridad es necesario usarla lo menos que sea posible; mas la señora Pancha no lo siente así. No se le puede hacer comprender que los medios empleados para conquistar el poder, deben dejarse de lado cuando éste se ha obtenido; y que con la anarquía de opiniones y el egoísmo que reina en los peruanos, después de la expoliaciones de que han sido víctimas es necesario tener por objeto especial, la protección de las personas y propiedades, y conciliarse con todos los partidos sin unirse con uno de ellos de unas manera exclusiva. ¡Ah, señorita Flora, yo me arrepiento de haberme comprometido tanto! Hace tres años que sirvo a doña Pancha con mi pluma y con mi cerebro y no he conseguido aún obligarla a adoptar alguno de mis planes. Eso me desespera; y aunque su carácter altivo y déspota me hace desgraciado, lo soportaría con resignación si pudiera llegar a hacer el bien. No obstante, esta mujer tiene mucha necesidad de mí para que yo pueda pensar en abandonarla; yo debo trabajar hasta hacerla obtener una autoridad incontestable; y si yo lo consigo, os juro que cambio la pistola y la pluma por la guitarra, y tocaré sin miedo de ninguna especie.

Caída doña Pancha, Escudero recibió proposiciones de Santa Cruz que conocía sus méritos, pero el hecho de haber rechazado éste en su Estado a doña Pancha, le indignó a tal punto que desechó altivamente los ofrecimientos de quién, en su castellano criterio, no era buen caballero. Nieto vencedor, lo solicitó para que sirviese a su lado pero Escudero no era mercenario. Sin estar desterrado iba al destierro y uníalo su destino al de aquella dama, a la cual ligábalo un afecto hondo, sincero, inefable. ¿Amistad, simpatía, admiración, amor?

Flora Tristán, la paria

Muy a menudo aparece en este relato el nombre de Flora Tristán y es menester dar algunos datos sobre quien nos diera tantos en su libro de la Presidenta. Gracias a Flora Tristán, que la trató y observó con curiosidad, como a un rarísimo caso, se conservan hoy multitud de detalles sobre la Mariscala. Ella nos habla de su aspecto, de su voz, de sus trajes, de sus audacias, de sus infortunios. Ella nos comunica cómo la Presidenta sufría ataques violentos de epilepsia, cómo era amable y altiva, sensible y domante, de original belleza y de aristocrático porte. Flora que se encontró en Arequipa hasta pocos días antes de la caída de Gamarra, refiere curiosos sucesos que dan idea de la época de nuestro caudillaje, y en general es amena, clara y verídica, aunque exagerada en sus escritos. Con frecuencia se equivoca al hablar de determinadas personas, pero aquello es disculpable en quien debió recibir muchas informaciones de personas interesadas en desfigurarlas.

Flora Tristán, sobrina de don Pío Tristán, nació en París; su madre fue una dama francesa que durante la invasión huyó a España, donde conoció a don Manuel Tristán, hermano mayor de Don Pío. Enamoróse don Manuel de la gentil francesa y solicitó su mano, pidiendo, al propio tiempo, permiso al rey, el cual le fue negado. Optó por casarse sin él, privadamente; y en tal virtud su unión fue nula en España; marchóse a Francia con su joven mujer y allí el matrimonio por la Iglesia no tenía valor alguno. Preparábanse a legalizarlo cuando murió dejando dos hijos, y siendo Flora la mayor.

Creció la niña y, muerta su madre, separada de su esposo, con el cual se casara contra su voluntad, quedóse con una hija. Pensando en darle una dote, se propuso reclamar de su tío don Pío, la fortuna que le correspondía, y con tal objeto vino al Perú y a Arequipa. Tristán se portó villanamente con ella, pues aunque la recibió en su casa y la tuvo a su lado algunos meses, el día en que la sobrina le habló de sus derechos se los negó de plano. Flora se indignó, tratólo duramente y abandonó la casa de su tío para volverse a Europa. En Arequipa conoció a Escudero y a muchos hombres de la época. De allí pasó a Lima donde tuvo amistad con las más distinguidas gentes de su tiempo, y volvió luego a París a reunirse con su hija que era aún muy niña.

Tenía Flora un gran talento, cultura sólida, exquisita sensibilidad. Venía al Perú desde París, y aunque el cambio fuera brusco, le gustó su patria, y apuntó los más insignificantes detalles de su viaje. Vuelta a Francia, publicó su libro Pérégrinations d’une paria, en dos tomos. Tierna, dolorosa y sugestiva es la lectura de ese libro sincero y ameno; aunque un tanto exagerado, cuyo estilo sencillo y la narración salpicada de descripciones, comentarios, semblanzas y anécdotas, lo hace agradable y de gran importancia. El libro publicado en francés es la historia de su vida. Fue una Paria que jamás tuvo una hora de alegría; juventud rodeada de privaciones; matrimonio infeliz; viajes llenos de aventuras; perdida la fortuna que con derecho reclamaba. Fue sin embargo un gran carácter y una férrea voluntad.

Doña Pancha que había llegado a saber de ella por Escudero, deseaba conocerla con vehemencia. En Arequipa no pudo realizarse la entrevista pues Flora salió para Lima la víspera que llegara doña Pancha con su marido, y, como veremos, se realizó poco después. La plática de esas dos originales y tan distintas mujeres es una de las más sabrosas notas de aquellas dos vidas. Doña Pancha, varonil, guerrera, desterrada; Flora, completamente, francesa y femenil, delicada, espiritual. Eran dos flores de distinto perfume y clima; una era la flor roja, espléndida, de aroma capitoso, de nuestras montañas milenarias y exuberantes; la otra era la frágil flor de invernadero; ambas eran sensibles a su manera, ambas luchaban por un fin determinado, ambas habían caído; para las dos el matrimonio estaba destrozado. Las dos deseaban verse, y se presentían; así en la primera ocasión juntáronse esos dos polos. ¿Cuál sufrió más? Doña Pancha fue atacada dos veces por un extraño y doloroso mal y Florita salió enferma de la entrevista.

Las dos mujeres

Cuando el William Rusthon ancló en el Callao, llevando al destierro a doña Pancha el primer deseo de ésta fue escribir por intermedio de Escudero a Florita, manifestándole ambos que fuese a bordo, ya que la Presidenta no podía ir a visitarla. Flora se dirigió inmediatamente al Callao y al barco que llevaba la preciosa carga. En la escala fue recibida por Escudero, quien le manifestó una gran satisfacción al verla.

—Querido Coronel —le dijo en francés— ¿cómo se entiende que después de haberos dejado hace dos meses vencedor y Jefe en Arequipa os encuentre prisionero a bordo de esta nave y arrojado de esa ciudad?

Escudero le explicó todo. Le dijo que él no estaba desterrado; Santa Cruz, que no quisiera recibir en sus estados a doña Pancha, le había rogado que fuese él, ofreciéndole facilidades; Nieto, por su parte lo había solicitado para que sirviese a su lado; estaba libre, y agregaba:

—Usted comprende Florita, que la señora Gamarra, en su desgracia, tiene derecho a mi lealtad; mientras que esta mujer esté prisionera, desterrada, rechazada de todos, yo debo seguirla en su prisión y en su destierro…

Conmovióse la Tristán y celebró su caballerosidad. A poco las dos mujeres se encontraban frente a frente. Doña Pancha habló a Flora con gran sencillez y serenidad, no parecía una mujer que iba al destierro, sino a un viaje de placer.

«Prisionera, doña Pancha —dice la escritora— era todavía Presidenta. Lo espontáneo de su gesto manifestaba la conciencia que tenía de su superioridad. Como la cubierta estuviera llena de gente, doña Pancha hizo un ademán, significando que deseaba estar sola, y, como por encanto, se quedó desierta la toldilla». ¡Todavía la temían! He aquí cómo relata «la francesita» los preliminares de la entrevista: «Ella me examinaba con una gran atención y yo la miraba con no menos interés. Todo en ella anunciaba a una mujer excepcional y tan extraordinaria por el poder de su voluntad cuanto por lo elevado de su inteligencia. Tendría 34 ó 36 años, era de mediana talla y fuertemente constituida, a pesar de haber sido muy delgada; su figura, ante las reglas con las cuales se pretende medir la belleza no era en verdad bella, pero juzgando por el efecto que producía en todo el mundo, sobrepasaba a la mejor belleza. Como Napoleón, todo el imperio de su belleza estaba en su mirada; cuánta fiereza, cuánto orgullo y penetración; con aquel ascendiente irresistible, ella imponía el respeto, encadenaba las voluntades, cautivaba la admiración!».

«Su voz tenía un sonido sordo, duro, imperativo; hablaba de manera brusca. Tenía un traje en gros de la India, color ave del paraíso y bordado en seda blanca; bajos de seda rosa de la más grande riqueza y zapatos de satín blanco. Un gran chal de crepé de China bordado de blanco, el más bello que yo he visto en Lima y que caía negligentemente en sus espaldas. Tenía sortijas en todos los dedos, aretes de diamantes, un collar de perlas finas de la más gran belleza, y debajo, pendiendo, un escapulario pequeñito, sucio y muy usado. Viendo la sorpresa que yo experimentaba examinándola, ella me dijo con tono brusco:

—Estoy segura, que usted, cuyo vestido es tan sencillo, me encontrará bien ridícula en mi grotesco vestir, pero yo pienso que habiéndome ya juzgado, ha de comprender que estos vestidos no son para mí. Usted ve allí a mi hermana tan gentil, la pobre niña no sabe sino llorar. Ha sido ella la que me ha traído la ropa esta mañana; me ha suplicado que me la ponga y he accedido por no disgustarla ni a ella ni a mi madre. Estas buenas criaturas se imaginan que mi fortuna podría rehacerse si yo quisiera ponerme trajes venidos de Europa. Cediendo a sus instancias me he puesto esta ropa entre la cual estoy fastidiada, estos bajos son fríos para mis piernas, y este gran chal me parece que se fuera a quemar o a ensuciar con la ceniza de mi cigarro. Yo amo los vestidos cómodos para montar a caballo, soportar las fatigas de una campaña, visitar los campamentos, los cuarteles, los buques; ésos son los únicos que me convienen. Hace tiempo que recorro el Perú en todas direcciones, vestida con un largo pantalón de gruesa tela fabricado en el Cusco, mi ciudad natal, con una amplia chaqueta de la misma tela bordada en oro y con botas de espuelas de oro. El oro me gusta, es el más bello adorno del peruano, es metal precioso al cual mi país debe su reputación. Tengo también una gran capa, un poco pesada, pero muy caliente, que me viene de mi padre y que me ha sido muy útil en medio de las nieves de nuestras montañas. Usted admira mis cabellos —agrega esta mujer de mirada águila— querida Florita, en la carrera donde me ha conducido mi audacia, la fuerza muscular, ha sido menos fuerte que mi valor; mi posición ha estado muchas veces comprometida; yo he debido, para suplir la debilidad de nuestro sexo, conservar mis atractivos y servirme de ellos, para armar, según la necesidad, los brazos de los hombres.

—También, grité yo involuntariamente, esta alma fuerte, esta alta inteligencia, ha debido para dominar ceder a la fuerza brutal.

—Niña —me dice la expresidenta apretándome la mano hasta hacerme sufrir, y con una expresión que no olvidaré nunca— niña, debe usted saber que es por no haber podido someter mi indomable fiereza a la fuerza brutal, que usted me ve aquí prisionera, expatriada, por aquellos mismos que durante tres años me han obedecido.

Se indignó recordando la lucha. Un ataque de epilepsia cortó momentáneamente la entrevista, y luego continuaron:

—Doña Pancha, los jesuitas han dicho: quien quiere el fin quiere los medios, y los jesuitas han dominado la tierra…

Ella me mira largamente sin responderme y buscando también de penetrar en mi pensamiento. Rompe luego el silencio con el acento de la desesperación y la ironía, y dice:

—¡Ah Florita, su orgullo la hace abusar. Usted se cree más fuerte que yo; insensata! Usted ignora las luchas cada vez más fuertes que yo he tenido que sostener durante ocho años, las humillaciones ¡oh!, ¡las sangrientas humillaciones que he soportado! Yo he rogado, adulado, mentido; he usado de todo; no he retrocedido ante nada; y sin embargo, yo no he hecho bastante! Yo creía haber llegado al fin donde debía cosechar los frutos de ocho años de tormentos, de penas y de sacrificios, mas por un golpe infernal yo me he visto derribada, perdida! ¡Perdida, Florita! Yo no volveré jamás al Perú: ¡Ah!, gloria, cuestas muy caro. ¡Qué locura es sacrificarla felicidad de la existencia, la vida entera por obtenerte, tú no eres más que un relámpago, humo, nube, decepción fantástica, nada!… Y sin embargo, Florita, el día que yo haya perdido toda esperanza de vivir, envuelta en esta nube, en este humo, aquel día ya no habrá sol para alumbrarme ni aire para que mi pecho respire y moriré.

Tal desolación, tanta amargura, dolor tan grande había en esta mujer al pronunciar tales palabras, que Flora no pudo contenerse y las lágrimas cayeron de sus ojos. Entonces Doña Pancha, le lanzó el siguiente doloroso reproche:

—¿Tú lloras? ¡Ah! Bendito sea Dios. Tú eres joven, tienes aún vida. Llora por mí que no tengo más lágrimas, por mí que ya no soy nada, por mí que estoy muerta…

Y luego agregó, retorciéndose de dolor y de angustia:

—¿Me crees exiliada para siempre?, ¿perdida?, ¿muerta tal vez?…

No pudo concluir, un segundo ataque de epilepsia más fuerte que el primero, la hizo desvanecerse, acudió Escudero, trasladáronla a su camarote y, a poco volvió éste diciendo que era imposible seguir hablando con ella. Tenía uno de los más fuertes ataques de su vida. Flora Tristán bajó la escala, enferma, y así terminó aquella entrevista de las dos mujeres más originales e inteligentes que tuviera el Perú de aquellos días.

Al siguiente, trasladóse doña Pancha con Escudero y su servidumbre al Jeune Henriette, que a poco levó anclas llevándola camino del destierro, Flora vio como la nave se alejaba en la vaguedad azul hacia un país extraño, y la siguió con la mirada hasta que se perdió en el horizonte, para siempre, la blanca vela tersa, como una ala de gaviota, llevándose aquel espíritu genial que se desvanecía como una vaga nube de verano».

Muerte de la Mariscala

Hay un instante en nuestra existencia precaria, de máxima sinceridad: la hora de la muerte. Cuando nuestro espíritu presiente el insondable misterio, cuando el infinito se muestra a nuestros ojos inexorable y sombrío, cuando la fe es el único punto de apoyo en el naufragio de todas las cosas tangibles, desaparecen los prejuicios que nos ataran a un mundo del cual somos excluidos y con el cual ya no tendremos vínculos ostensibles. Es la hora de las grandes claudicaciones. Los espíritus más fuertes flaquean, se rebelan los débiles; en unos vence el amor a la vida; otros son amargados por los recuerdos; la mayoría se va entre pavorosos temores. Es la única hora en la cual el espíritu se detiene ante la verdad, esgrime todas sus armas, lucha en una batalla decisiva y fatal. Bastaría para conocer el espíritu de los hombres, presenciar o saber los detalles de su muerte. Casi siempre las últimas palabras, los últimos gestos, son la historia lacónica y exacta de las vidas que pasan.

La muerte de la Mariscala es la digna coronación de su vida. La manifestación suprema de aquel espíritu fuerte, indómito y sincero. Ningún temor fue a turbar el ánimo viril de la admirable capitana. Sus ojos que lloraron de coraje no se enturbiaron con el temor. Aceptó la lucha definitiva como un combate irremediable. Sola, desoladamente sola, entregó su espíritu a la Eternidad. El dolor fue su único amigo, pero lo llevó en un silencio sereno y noble. Su generoso corazón evitó a sus leales un doloroso trance. Cesó el póstumo latido y la heroína dejó de ser bajo un cielo extraño. Su cuerpo frío e inerte fue a descansar bajo un suelo donde no sonarían para ella ni los clarines de sus huestes ni los gritos de victoria, ni las duras frases enemigas.

El Jeune Henriette que la condujera desde el Callao, al exilio, llegó a Valparaíso. Allí instalóse la bella desterrada en una casa regia. Acompañábanla el Coronel Escudero y su servidumbre. Comprometióse su salud violentamente. El salto que diera en Arequipa, habíale producido un mal, interno, grave. A sus dolores físicos uníanse las torturas morales. El recuerdo de sus pasadas glorias asaltábale en su aislamiento. La triste verdad irreparable de su caída amargaba sus últimos días. La sociedad chilena la recibió con desdén. Los peruanos residentes en Valparaíso no quisieron verla, temiendo sin duda indisponerse con el nuevo poderoso. Fue menester que la dama, cuando su dolencia anunciaba un fin inmediato, se trasladase a Quillota, pero tal, en vano. Sintió que se moría y a poco volvió a Valparaíso. Así pasaron seis semanas. Un día, el 4 de mayo de 1835, el Mariscal La Fuente tuvo la generosa acción de ofrecerle el médico de una fragata peruana que acababa de fondear en el puerto. La Mariscala lo aceptó, exigiéndole que le dijera cuántos días podía vivir aún. El médico quiso resistirse, pero ella agregó:

—¿Podré vivir tres días más?

El médico no pudo engañarla y, obligado, repúsole que sólo un día le restaba. Entonces la Mariscala sin mostrar turbación le dijo:

—Bien. Hágame usted traer el Viático, sin lujo ni ostentación alguna, porque ahora soy una pobre penitente y no la Presidenta del Perú.

Ordenó que no se dijera nada a la servidumbre ni a Escudero. El sacerdote llegó y puso en sus labios la divina forma. La Presidenta dijo que nadie entrara en su alcoba hasta el día siguiente, que se sentía mal y deseaba descansar aquella noche. Sola, cambióse de ropa, vistióse toda de blanco, redactó un lacónico testamento en el cual declaraba ser cristiana, y ordenaba que su corazón fuese extraído y enviado donde su esposo, sin aún vivía, y si no al Cusco donde su tío don Pedro Bernales, deán de la Catedral; y que sus joyas se obsequiasen a su servidumbre.

Terminado que hubo, perfumó su habitación. Peinó con gracia su cabellera, recostóse en un diván, cerró sus ojos serenamente, y su espíritu voló hacia el hondo misterio como el último perfume de una gran flor que se marchitara… Así mismo murió quien supo hacer de la vida una página gloriosa. Las lágrimas no enrojecieron sus pupilas ágiles, el temor no arrebató su sonrisa, la agonía no deshizo los pliegues de su blanco ropaje ni la angustia, despeinó aquella hermosa cabellera.

Fue un espíritu completo. Una voluntad fecunda. Una inteligencia clara. Tuvo una ambición y un ideal y los realizó con exceso: supo cumplir con su destino. Su corazón fue llevado al Cusco por el Mayor don Luis La Puerta. Más tarde se exhibió en los funerales del Gran Mariscal, su marido, en 1841. Muerto Bernales, su custodio, fue depositado en el Monasterio de Santa Teresa, en el Cusco, de donde ha desaparecido.

Sobre la vida de tan gran mujer se han forjado mil leyendas. Sus audacias exaltaron la fantasía criolla. Hay todavía abuelitas que relatan sus hazañas, haciendo revivir, con plácida fruición, aquellas horas lejanas de sangre y de victoria, cuando la realidad dolorosa de la Patria las hace recordar la vida de tantos capitanes sepultos, de tantos heroísmos estériles, de tantos corazones legendarios. Y en el desfile luminoso y áureo: los vibrantes nombres de San Martín, Bolívar, Gamarra, Orbegoso, Salaverry, Castilla y Piérola, pasa la Mariscala, deslumbradora, en su corcel pujante, desplegada la capa y tendida sobre los paisajes de nuestras cordilleras su mirada que tenía aquel fulgor extraño de los ojos que han visto de cerca la Victoria.

Anotaciones

Doña Francisca Zubiaga de Gamarra. La notable escritora cusqueña doña Clorinda Matto de Turner, insinuaba en su biografía de la señora Gamarra, un deseo que mi trabajo no ha podido llenar, deseo que, a mi vez manifiesto, haciéndolo extensivo a que se escriba no sólo la vida de la Mariscala, sino la de Clorinda Matto, joya de la literatura peruana.

Decía así la ilustre autora de Aves sin nido: «El narrar la biografía de la señora que me ocupa, es pues una tarea muy superior a mis fuerzas, por lo que dejando este cometido a otra pluma más feliz, me honraré iniciando tan importante obra y daré sólo breves apuntes históricos que pueden servir para la biografía de la señora Zubiaga, tantos años esperada y deseada por los hijos del Cusco y desgraciadamente por ninguno emprendida».

Los padres, el nacimiento, las hermanas. Tuvo la Mariscala, a más de las dos mujeres, un hermano varón, que llegó a ser el Coronel Zubiaga, del cual, por desgracia, no he podido conseguir datos. Habla de él incidentalmente refiriéndose a la revolución de Bermúdez, el Dr. M. N. Vargas.

La infancia, el monasterio, el matrimonio. A propósito de la entrada al Cusco de la joven esposa de Gamarra, cuenta la señora Matto un incidente que marca la evolución que se iba operando en la rara dama: «La Villa de Urubamba convidó al señor Prefecto [Gamarra] y esposa, a pasar unos días, y entre otras fiestas se dio una corrida de toros. La falta de tropas de línea hizo que los nacionales de Urubamba participasen del entusiasmo y se hizo un despejo en el que emplearon en lugar de flores, escudos de oro y plata. Terminada la corrida, la señora Gamarra hizo llamar al Capitán que mandó el despejo, pues encontró en él un joven digno del Ejército y no se equivocó. Se llamaba Mariano de la Torre, quien no obstante la resistencia de su anciano padre fue destinado en clase de Teniente al Regimiento del Coronel Frías. Fue más tarde el Coronel La Torre, víctima de los vencedores de Yanacocha y fusilado por Cerdeña en el pueblo de San Sebastián siendo prisionero de guerra».

Refiere, en sus Memorias, el General Miller, un hecho curioso: Gamarra entró en la ciudad del Cusco, el día de la Natividad del Señor, de 1824, y fue recibido con vivas y aclamaciones. En una gran comida dada por el clero de San Antonio en obsequio de los generales peruanos, La Mar, Gamarra y Miller, al proponerse un brindis por el último lo anunciaron haciendo una aplicación atenta y obsequiosa, procurando probar que su llegada ala antigua capital de los Incas realizaba, en parte, una antigua tradición de la profecía recordada por el inca Garcilaso de la Vega nacido en el Cusco ocho años después de la Conquista, así como por Calancha autor de las Crónicas de San Agustín y por Herrera en sus Décadas: «Deun ego testor mihi, á don Antonio de Berreo afirmatum quemadmodud etiant et allis cognovi, quod in praecipuo ipsorum templo inter alia vaticinia quae amissione regni loquuntur et reges Peruaviae, ab diquo populo qui ex regione quadam quae Inclaterra vocetur, in regnum suum rursus introducantur».

O sea: «Declaro ante Dios que me aseguró don A. de B., así como otras personas a quienes conocí que entre otras profecías conservadas en su templo principal que hablaban de la destrucción del Imperio, había una que aseguraba que en lo venidero los incas o Emperadores o reyes del Perú serían restablecidos en su trono por una cierta gente que vendría de una país llamado Inglaterra».

Doña Francisca y Bolívar. Bolívar salió de Lima, para el Cusco el 10 de abril de 1825, llegando a Arequipa el 15 de mayo, donde se detuvo hasta el 10 de junio, llegando al Cusco el 26; allí estuvo hasta el 26 de julio, fecha en la cual dejó a la Ciudad de los Incas para dirigirse a La Paz, donde llegó el 18 de agosto de 1825. Tenía entonces el Cusco cuarenta mil habitantes.

La épica pareja. No siendo mi objeto escribir la historia de aquellos días, sino relatar sucintamente la vida de la Mariscala, no me he detenido a analizar las imputaciones que se hace a los personajes, que por otra parte son contradictorias. El General Mendiburu dice, en su Dicccionario histórico biográfico, de Gamarra: «Fue uno de los personajes más distinguidos del Perú como militar y como administrador muy honrado». Y el señor Vargas en su Historia del Perú: «era bajo, intrigante, rastrero, lleno de ambición y de envidia, las glorias de Sucre y Córdova no le dejaban dormir». Y da, sobre su origen paterno, datos que puede ver en la citada obra quien por ello se interese.

Las primeras victorias - Doña Francisca Presidenta. No cabe duda de que el golpe de Estado que diera La Fuente en Lima, y, el de Gamarra en Piura, obedecían a un plan preconcebido. Bastaría leer la correspondencia dirigida por Gamarra a La Fuente, que existe publicada en la Biblioteca Nacional de Lima. Cuando Gamarra volvía de Bolivia, después de la campaña contra los colombianos, que sostenía en ese país la constitución vitalicia, fue recibido en triunfo por La Fuente, en Arequipa; poco después llegaba y era recibida con igual pompa, Doña Pancha. La Fuente ofrecióles un banquete despidiendo a Gamarra y su división que debían ir a reunirse con La Mar en el norte; allí La Fuente, ofreció la fiesta con este brindis: «Brindó señores, por el ilustrísimo General Gran Mariscal Don Agustín Gamarra, el único y primer general peruano que puede hacer nuestra felicidad; que con su presencia en el norte y a la cabeza del Ejército nos traiga la paz». Como se ve, la actitud de Gamarra para con La Mar no fue hija de una situación del momento, puesto que el ejército que iba a guerrear con Colombia quería la paz y que «volviera al frente de él», Gamarra.

Como se increpara a Gamarra que por negligencia o maldad no había evitado el desastre del Portete, publicó un manifiesto sincerándose. Decía entre otras cosas: «Cuatro mil testigos en el Portete y aún mis propios enemigos son la salvaguardia de mi reputación».

Dice un biógrafo de Gamarra hablando de su generosidad: «No habría quien no recuerde que juzgados en consejo de guerra dos capitanes como acusados de haber querido dar muerte al Presidente de la República el año 32 la circunstancia gravante de hallarse el uno de ellos de guardia en palacio y condenados a ser pasados por las armas, el presidente les conmutó la pena en destierro temporal alegando que por el mismo hecho de haber atenido contra su persona debía y quería tratarlos con clemencia».

El historiador Vargas, cuya sinceridad comprueban en su libro, a veces hasta la dureza, los adjetivos, y poco dado al elogio injustificable, dice de la señora Gamarra: «Su honestidad difundía a su alrededor la consideración y el respeto. En más estimación tenía los honores del cuartel que las reverencias de los salones; prefería una revista a un baile; un simulacro a una función lírica; un banda a una orquesta. Ella impuso a la oficialidad la pulcritud y la elegancia del uniforme, la finura del trato y los modales; y para sentarse a su mesa tenían que pulirse más que para presentarse al Estado Mayor».

La jornada culminante. Caída la Mariscala, todos los labios que su presencia sellara abriéronse para anatematizarla. Los periódicos de la época, que callaran durante la revolución, desencadenaban sus iras viendo alejarse a la Capitana. Los ataques eran al par que grotescos e innobles, calumniosos. Por los siguientes sueltos tomados de los periódicos más autorizados de la época se podrá juzgar. «Se dice que la Pancha se halla en el puerto con su Escudero y en compañía de su Edecán; el asesino Arrisueño. Este es el último ultraje que puede recibir esta benemérita Capital si a semejante canalla se le deja ir impunemente. ¡¡Venganza, venganza claman los manes de las heroicas víctimas de Huailacucho y Porongoche!!».

«¡La Zubiaga, Escudero y Arrisueño entre nosotros!… ¿Y no se ha empezado su juzgamiento? ¿Y no se ha dicho a la Nación infamada, anarquizada, combatida y saqueada por ese infernal lodo del que estos personajes hacen la parte más interesante: Van a recibir el fallo de las leyes?».

«¡¡¡La Zubiaga!!! ¡Esa hidra horrible que recorría el 28 de enero las rebeldes filas para excitarlas a la matanza del indefenso pueblo!».

«¡Escudero, el español rapaz, el bárbaro mercenario». «Arrisueño, el asesino aleve».

«Se remata en pública subasta los artículos que a continuación se expresan pertenecientes a doña Francisca Zubiaga de Gamarra en la casa de don Juan Elizalde, calle antes de la Pelota; a saber: doce baúles que contienen un surtido de ropa riquísimo, unos ricos mantos reales y diademas, sofáes, cómodas, mesas de arrimo, silletas, mesas de cuadra, fanales, espejos, floreros, y otros varios adornos exquisitos; un servicio completo de plata labrada, un cofre de alhajas, tres retratos de Gamarra, etc.».

«Don Juan Elizalde, camarero de la Pancha Gamarra tiene en su poder el equipaje y demás útiles de su pestilencia».

«Se dice que el ropero de Pancha Gamarra está metido en El Chorrillo para que se olviden de él y también se dice que se engaña cuando piensa así pues cada día se le tiene más presente y se recuerda su finchazón con las charreteras mal adquiridas que se puso».

«Se dice que de una casa arzobispal se ha sacado un cofre de alhajas de bastante consideración».

En una información de El Telégrafo, uno de estos periódicos, se lee: «Junio 19 (de 1834) — Bergantín inglés Guillermo Ruston, procedente de Islay. Conduce de pasajeros a doña Francisca Zubiaga y don Bernardo Escudero con destino a Valparíso; cuyo buque queda incomunicado por conducir a Escudero y la Zubiaga hasta resolución del supremo gobierno».

En el mismo periódico se publica el 6 de marzo de 1834, la siguiente burla canallesca para con la dama desterrada:


«Diálogo de Agustín Gamarra, Doña Pancha y Escudero:


Celos de Agustín Gamarra
con su adorada costilla
porque ahora de San Cordeles
ésta se muestra propicia».


Y al lado de estas innoblezas, se adulaba al nuevo amo:


«Yaravíes al triunfo de los limeños».


«Al día más memorable
que tuvo el Perú en su historia
cantemos himnos de honor
cantemos himnos de gloria».

«Por el héroe invicto
que hoy mandando está
que de los tiranos
nos supo librar».

«Por el pueblo augusto
que baña el Rímac
que arrojó valiente
al déspota audaz,
¡Patriotas, el mate
de chicha tomad!».


Si los versos eran malos, las intenciones no podían ser peores, ni el servilismo más doloroso. Se llegó al extremos de atacar hasta a las personas de familia de doña Francisca. Publicaba un diario: —«Se dice que doña Antonia Bernales de Zubiaga (madre de la Mariscala) ha tenido el atrevimiento de hacer agarrar a un muchacho que vendía el papel titulado El testamento de Pando, y diciéndole—: ¡Ah pícaro. Yo te voy dar testamento del Pando!, lo amarró en el interior de su casa seguramente para no darle chuño y que a merced de haber entrado uno de los Roquitos de veseta, hizo largar al muchacho que daba grandes gritos. ¿Qué tal, señores? ¿Puede darse mayor insolencia?».

Otro día: «Se dice que el señor Cónsul de las Provincias Unidas del Río de La Plata fue en días pasados a bordo de la barca inglesa “Henriette” a hacerle una visita de despedida a Mesalina Emperatriz de Guatanay, Francisca Zubiaga de Gamarra, acompañada de las señoras doña Natividad Pinillos de Elésburro (Eléspuru) y la Duquesita doña Antuca Zubiaga y también se dice que fue recibido con la mayor burla y tratado con tanta grosería como insolencia por aquella mujerzuela».

El último reducto, Arequipa. Gamarra salió para Bolivia en la noche del 27 de mayo de 1834.

Respecto de la ruptura de Gamarra con la Mariscala, me refiere persona de insospechable veracidad, que la causa fue un asunto privado y el responsable, Gamarra. En aquel incidente definitivo la señora de éste fue tal vez, la que por una infidelidad del Mariscal, provocó la ruptura.

Flora Tristán, la paria. Si la Mariscala fue la más notable dama de su tiempo, no fueron pocas las mujeres de presidentes y de políticos que en el Perú de esos días se ocuparan con vehemencia de asuntos de Estado. Dice Flora Tristán: «Chaque fois que je suis alleé á la séance (de las Cámaras) j’ai vu un grand nombre de dames; toutes étaint en saya, lisaien un pournel, ou causaient entre elles sur la politique».

El feminismo francés coloca a Flora Tristán en un lugar prominente; se ha escrito mucho sobre ella y en una ciudad de Francia —no recuerdo el nombre— tiene, la escritora peruana, un sencillo monumento.

La muerte de la Mariscala. Como se sabe, Gamarra murió algunos años más tarde que su esposa, defendiendo el honor nacional gloriosamente en la batalla de Ingavi, el 18 de noviembre de 1841. Cuando se exhibieron sus restos púsose en el catafalco el frasco que contenía el corazón de la Mariscala. Sus restos reposan en el Cementerio General de Lima en un mausoleo frente al cual se eleva el de La Mar.

Una persona, cuyo nombre no me es dado publicar y que nunca ha dicho mentira, privada, pública, política ni social, me ha referido estos curiosísimos datos: «Hace más o menos veinte arios, que me encontraba en una hacienda entre Lurín y Cañete, donde conocía a un señor…, indio rico, ganadero, respetado por allí, el cual comió conmigo, y a los postres me dijo: —Voy a referirle a Ud. una cosa que jamás he contado a nadie: ¿Usted ha oído hablar de Gamarra, el General? —Sí; murió en Ingavi… —Pues bien, debe Ud. saber que no fue bala boliviana la que lo mató. —¿Y Ud. cómo lo sabe? —Porque fui yo quien le mató. —¿Por qué? —Porque siendo joven, Gamarra me apresó, en una leva que hizo para buscarse gente y como yo me negara a servir en su facción me martirizó hasta dejarme exánime. Yo juré vengarme cuando pudiera. Y el día de Ingavi, al comenzar la batalla, y a los primeros disparos, yo, que estaba cerca, le disparé».

Repárese en que fue muy comentada la muerte de Gamarra, y el hecho de que éste muriera antes de entrar en la refriega. Y hay personas que recuerdan haber oído el rumor, aún después, de que Gamarra había sido asesinado por la espalda. Quien desee saber el nombre del asesino, que por otra parte es perfectamente desconocido, puede recogerlo en la misma fuente que yo lo he recogido. El sujeto murió hace algunos años.

Fuentes

Clorinda Matto de Turner: Apuntes y biografías.

Flora Tristán: Pérégrinations d’une paria.

M. N. Vargas: Historia del Perú.

El Mercurio Peruano.

El Telégrafo.

Deán Valdivia: Revoluciones de Arequipa.

Bilbao: Historia de Salaverry.

M. A. San Juan: Las tres Zubiagas. (En El Ateneo).

Vivero y Lavalle: Gobernantes del Perú.

Mendiburu: Diccionario histórico biográfico.

Pruvonena: Apuntes para la Historia del Perú.

La Fuente: Manifiesto al Congreso de 1831.

Clorinda Matto de Turner. Tradiciones cusqueñas.

General Miller: Memorias.

El Genio del Rímac, El Veterano y La Revista Militar.

Del señor don José Carlos Bernales, Gerente de la Compañía Nacional de Recaudación, es senador de la República y descendiente de la madre de la Mariscala.

Del señor Don Manuel Vargas Quintanilla y Gamarra, descendiente directo del Mariscal don Agustín Gamarra.

Del señor Dr. Don Nemesio Vargas, historiador.

Del señor don Emilio Gutiérrez de Quintanilla, Director del Museo Histórico.

Del señor Don Andrés Avelino Aramburú, Director de La Opinión Nacional, decano de los periodistas del Perú.

Del señor Enrique Gamarra Hernández, descendiente del Mariscal Gamarra.

De la señora Doña Antonia Moreno de Cáceres, expresidenta del Perú.

Del señor Don Carlos A. Romero, Conservador de la Biblioteca Nacional de Lima.

De la señora Doña Carmen de La Puente y Cortez.

Algunos descendientes de los Gamarra. El Coronel don Andrés Gamarra, único hijo del Mariscal tuvo larga descendencia. Los datos referentes a esta rama de los Gamarra me han sido ofrecidos de una parte por don Manuel Vargas Quintanilla y Gamarra y de otra por don Enrique Gamarra. Don Andrés Gamarra y Alvarado tuvo tres hijos: el Coronel Manuel Florentino Gamarra, muerto en la Batalla de San Juan durante la guerra con Chile; doña Ernestina Gamarra y Saravia, casada con el coronel don Manuel M. Vargas Quintanilla, muertos ambos; y don Agustín Gamarra y Saravia. Hijos del primero fueron Manuel, Esther, Enrique, Alberto, Víctor, Alejandro, José y Consuelo. Hijos de la señora Doña Ernestina de Vargas Quintanilla: María Rosa, Manuela, Luis Felipe, Blanca, Graciela y Juan Vargas Q. y Gamarra. Hijos de don Agustín Gamarra y Saravia: Carlos, Eduardo, María Teresa, Manuela, Juana Rosa, Teodomira, Luis, César, Jorge y Alfredo.


Publicado el 8 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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