Una Familia Corsa

Alejandro Dumas (hijo)


Novela



I

Viajaba yo por Córcega, a principios de marzo de 1841.

Nada más pintoresco y cómodo que un viaje a Córcega: se embarca uno en Tolón, veinte horas después está en Ajaccio, o veinticuatro horas más tarde en Bastia. Allí se compra o se alquila un caballo: si se le alquila, está uno del otro lado con cinco francos diarios; si se le compra, con ciento cincuenta de una vez. Y no hay que reir de la modicidad del precio; el tal caballo, comprado o alquilado, realiza, como el famoso del gascón que saltaba al Sena desde el Puente Nuevo, cosas que no harían ni Próspero ni Nautilus, héroes de las carreras de Chantilly y del Campo de Marte. Pasa por caminos en que el mismo Balmab hubiera tenido que usar alpenstock, y por puentes en que Auriol mismo pediría balancín.

En cuanto al viajero, basta con que cierre los ojos y deje que el animal se las componga: nada tiene que ver con el peligro.

Eso, fuera de que con ese caballo, que pasa por todas partes, puede andar unas quince leguas diarias sin pedir ni que comer ni que beber.

De tiempo en tiempo, cuando uno se detiene a visitar algún viejo castillo edificado por cualquier gran señor, héroe y jefe de tradición feudal, a dibujar alguna antigua torre levantada por los genoveses, el caballo pace una mata de hierba, descorteza un árbol, lame una roca cubierta de musgo, y basta.

En cuanto al alojamiento nocturno, la cuestión es aún más sencilla: el viajero llega a la aldea, atraviesa la calle principal en toda su longitud, elige la casa que le conviene, y golpea a la puerta. Un instante después, el amo o la señora aparece en el umbral, invita al viandante a echar pie a tierra, le ofrece la mitad de su cena, el lecho entero—si lo tiene,—y al siguiente día, al acompañarle hasta la puerta le da las gracias por la preferencia de que ha sido objeto.

Claro está que ni siquiera se hace mención de recompensa alguna: el amo consideraría insultante la menor alusión a ese respecto. Si alguna muchacha sirve en la casa, puede ofrecérsele algún pañuelo, con el que se hará un tocado pintoresco cuando vaya a la feria de Calvi o a la de Corti. Si hay un criado aceptará gustoso algún puñal, con el cual, si le encuentra, podrá matar a su enemigo.

Pero antes hay que informarse de algo: de si los criados, cosa que sucede alguna vez, no son parientes del amo, menos favorecidos que él por la fortuna, y que, en tal caso, prestan servicios domésticos aceptando en cambio casa, comida y tres francos por mes.

Y no vaya a creerse que los amos servidos por sus primos o sobrinos en cuarto o vigésimo grado estén menos atendidos. No, nada de eso. La Córcega es un departamento francés, pero aún está muy lejos de ser Francia.

En cuanto a ladrones, no se oye hablar de ellos; bandidos a montones, sí; pero no hay que confundir a los unos con los otros. Id sin temor a Ajaccio, a Bastia, con una bolsa llena de oro colgada del arzón, y habréis atravesado la isla entera sin correr la sombra de un peligro; pero no vayáis de Ocana a Levaco, si tenéis un enemigo que os haya declarado la vendetta; porque nadie podría responder de vosotros en ese trayecto de dos leguas.

Hallábame, pues, en Córcega, como ya he dicho, a principios de marzo. Estaba solo, porque Jadin se había quedado en Roma.

Al llegar de la isla de Elba había desembarcado en Bastia, donde compré un caballo, por el precio mencionado ya. Visité Corte y Ajaccio, y recorría en aquel momento el distrito de Sartène.

Aquel día iba de Sartène a Sollecaro. La etapa era corta: diez leguas más o menos, a causa de los rodeos, y de un contrafuerte de la cadena principal que forma la espina dorsal de la isla, y que tenía que atravesar: de modo que había tomado un guía, temiendo extraviarme entre la maleza.

A eso de las cinco llegamos a lo alto de la colina que domina al propio tiempo a Olmeto y Sollecaro. Allí nos detuvimos un instante.

—¿Dónde desea hospedarse su señoría?—preguntó el guía.

Dirigí la vista a la aldea en cuyas calles podía hundirse mi mirada y que parecía desierta; sólo se veían algunas pocas mujeres, que caminaban con paso rápido y mirando en torno suyo.

Como, en virtud de las reglas de hospitalidad establecidas y de que ya he hablado, tenía la elección entre las ciento o ciento veinte casas que componen la aldea, busqué con los ojos la que pudiera ofrecerme más probabilidades de comodidad, y me detuve en una casa cuadrada, construida a modo de fortaleza, con buhardas delante de las ventanas y encima de la puerta. Era la primera vez que veía esas fortificaciones domésticas, pero debo decir también que la provincia de Sartène es la tierra clásica de la vendetta.

—¡Ah!, muy bien—me dijo el guía, siguiendo con los ojos la indicación de mi mano,—vamos a casa de la señora Savilia de Franchi. Vaya, vaya, su señoría no ha elegido mal, y se ve que no le falta experiencia.

Bueno es agregar que en el octogésimo sexto departamento de Francia se habla constantemente en italiano.

—Pero—pregunté,—¿no hay inconveniente en que vaya a pedir hospitalidad a una mujer?; porque, si he entendido bien, esa casa pertenece a una mujer...

—Sin duda—replicó el guía con aire sorprendido,—¿pero qué inconveniente quiere su señoría que haya?

—Si esa mujer es joven—repuse, movido por un sentimiento de recato, o quizá, confesémoslo, de amor propio parisiense,—¿no puedo comprometerla pasando una noche bajo su techo?

—¡Comprometerla!—replicó el guía, buscando evidentemente el sentido de la palabra que yo había italianizado, con el aplomo que nos caracteriza a los franceses cuando nos atrevemos a hablar algún idioma extranjero.

—¡Sin duda!—exclamé comenzando a impacientarme.—Esa señora es viuda, ¿no es verdad?

—Sí, excelencia.

—Entonces... ¿puede recibir en su casa a un joven?

En 1841 contaba yo treinta y seis años y medio, y me titulaba todavía joven.

—¡Si puede recibir a un joven!—repitió el guía.—Pero ¿qué puede importarle que sea usted joven o viejo?

Vi que nada conseguiría continuando con aquel sistema de interrogación.

—Y, ¿qué edad tiene la señora Savilia?—pregunté.

—Cuarenta años, más o menos.

—¡Ah!—dije, contestando a mis propios pensamientos.—Entonces todo está muy bien. Y tiene hijos, sin duda...

—Dos, dos verdaderos buenos mozos.

—¿Los veré?

—Verá usted a uno de ellos, al que vive con la señora.

—¿Y el otro?

—El otro está en París.

—¿Qué edad tienen?

—Veintiún años.

—¿Ambos?

—Sí, son gemelos.

—Y, ¿qué profesión piensan seguir?

—El que está en París va a ser abogado.

—¿Y el otro?

—El otro será corso.

—¡Ah!—exclamé, hallando que la respuesta era bastante característica, aunque el guía me la hubiera dado con el acento más natural.—¡Pues! vaya por la casa de la señora Savilia de Franchi.

Y volvimos a ponernos en camino.

Diez minutos después entrábamos en la aldea; entonces noté algo que no había podido ver desde lo alto de la colina: todas las casas estaban fortificadas como la de la señora Savilia, no con buhardas, porque la pobreza de los habitantes no les permitía sin duda ese lujo de fortificaciones, sino pura y simplemente con tablones, con los que se había guarnecido la parte inferior de las ventanas, no sin dejar aberturas para el cañón de las escopetas. Otras ventanas estaban defendidas con ladrillos rojos. Pregunté al guía cómo se llamaban aquellas troneras, y me contestó diciéndome que eran saeteras, contestación que me hizo comprender que las vendette, cosas eran anteriores a la invención de las armas de fuego.

A medida que avanzábamos por las calles, la aldea iba tomando mayor carácter de soledad y de tristeza. Varias casas parecían acabar de sostener un sitio, y estaban acribilladas de balas.

De vez en cuando, a través de las troneras veía relampaguear un ojo curioso que nos miraba; pero era imposible discernir si el ojo en cuestión pertenecía a un hombre o a una mujer.

Llegamos a la casa que señalé a mi guía, y que, efectivamente, era la más importante de la aldea. Pero una cosa me llamó la atención: que, fortificada en apariencia por las buhardas, no lo estaba en realidad, es decir, que las ventanas no tenían tablones, ni ladrillos, ni saeteras, sino simples cristales, defendidos por la noche con postigos de madera.

Verdad que esos postigos conservaban huellas que un ojo observador reconocía al punto como agujeros de bala. Pero esos agujeros eran antiguos y remontaban visiblemente a unos diez años atrás.

Apenas golpeó el guía, abrióse la puerta: no tímida, vacilante, entornada, sino de par en par, y en ella apareció un criado...

Al decir un criado me equivoco. Debí decir un hombre. Lo que hace al criado es la librea, y el individuo que nos abrió iba vestido con una simple blusa de terciopelo, un calzón de lo mismo, y unas polainas de cuero. Sostenía el calzón en la cintura un cinturón de seda de colores, del que salía el mango de un cuchillo de forma española.

—Amigo mío—le dije,—¿es indiscreto que un extranjero que no conoce a nadie en Sollecaro, venga a pedir hospitalidad a la señora?

—De ningún modo, excelencia—contestóme;—el extranjero honra la casa ante la cual se detiene. María—continuó, dirigiéndose a una criada,—avise usted a la señora Savilia que es un viajero francés que pide hospitalidad.

Al mismo tiempo bajó la escalera de ocho gradas, muy pendientes, que conduce a la puerta de entrada, y tomó las riendas de mi caballo.

Eché pie a tierra.

—Su excelencia no tiene para qué preocuparse de nada—continuó;—su equipaje será conducido a su habitación.

Aproveché aquella cortés invitación a la pereza, una de las más agradables que puedan hacerse a un viajero, escalé ágilmente las gradas y di algunos pasos en el interior.

En el extremo del pasadizo me encontré frente a una mujer alta y vestida de negro. Comprendí que aquella mujer, de treinta y ocho a cuarenta años, era la dueña de la casa, y me detuve:

—Señora—le dije inclinándome,—debo parecerle a usted muy indiscreto; pero las costumbres del país me disculpan, y la invitación de su criado me autoriza.

—Es usted bienvenido para la madre—contestó la señora de Franchi,—y dentro de un momento lo será también para el hijo. Desde este instante, caballero, esta casa es suya; obre usted en consecuencia.

—Vengo a pedirle a usted hospitalidad sólo por una noche, señora. Mañana, al amanecer, me marcharé.

—Es usted dueño de hacer lo que le convenga, caballero. Sin embargo, espero que cambiará usted de opinión, y que tendremos el honor de retenerle algún tiempo más.

Me incliné por segunda vez.

—María—continuó la señora de Franchi,—conduzca usted al señor a la habitación de Luis. Encienda fuego y lleve agua caliente. Sé que la primer necesidad de un viajero fatigado es el agua y el fuego. Tenga usted la bondad de seguir a la muchacha, señor. Pídale usted cuanto llegue a hacerle falta. Comeremos dentro de una hora, y mi hijo, que estará entonces de vuelta, tendrá el honor de hacerle preguntar si está usted visible.

—Disculpará usted mi traje de viaje, señora...

—Sí, señor—contestóme sonriendo,—si usted por su parte disculpa lo rústico del recibimiento.

La criada iba subiendo ya la escalera. Me incliné por última vez y la seguí.

La habitación se hallaba en el primer piso y daba a la parte trasera de la casa; las ventanas se abrían sobre un lindo jardín, plantado con mirto y laurel rosa, y atravesado al sesgo por un encantador arroyuelo que iba a volcarse en el Taravo. En el fondo, la vista quedaba limitada por una especie de cerca de abetos tan juntos que parecían una pared. Como en casi todas las habitaciones de las casas italianas, las paredes estaban blanqueadas con cal, y adornadas con algunos frescos representando paisajes.

Y mientras María encendía el fuego y preparaba el agua, dióme ganas de levantar el inventario de mi cuarto, y de darme, por el mueblaje, idea del carácter del que lo habitaba.

Pasé al punto del proyecto a su realización, girando sobre los talones y ejecutando de ese modo un movimiento de rotación sobre mí mismo que me permitió pasar revista sucesivamente a los diferentes objetos que me rodeaban.

El mueblaje era completamente moderno, lo que en aquella parte de la isla, hasta la que todavía no ha llegado la civilización, no deja de ser bastante raro. Se componía de un lecho de hierro con tres colchones y una almohada, un diván, cuatro sillones, seis sillas, una biblioteca de dos cuerpos, y un escritorio, todo esto de caoba, y procedente, sin duda, del establecimiento del primer ebanista de Ajaccio. El diván, los sillones y las sillas estaban tapizados con indiana floreada, y de las ventanas y el lecho colgaban cortinas del mismo género.

Aquí había llegado en mi inventario cuando salió María, y me permitió llevar más lejos la investigación.

Abrí la biblioteca y encontré la colección de nuestros grandes poetas: Corneille, Racine, Molière, Lafontaine, Ronsard, Víctor Hugo y Lamartine; de nuestros moralistas: Montaigne, Pascal, Labruyère; de nuestros historiadores: Mézeray, Chateaubriand, Agustín Thierry; de nuestros sabios: Cuvier, Beudant, Elie de Beaumont, y por fin, algunos volúmenes de novela, entre los que saludé, no sin cierto orgullo, mis Impresiones de Viaje.

En los cajones del escritorio estaban las llaves; abrí uno.

Encontré fragmentos de una historia de Córcega, un trabajo sobre los medios de abolir la vendetta, algunos versos en francés, varios sonetos italianos: todo ello manuscrito.

Era cuanto necesitaba, y tuve la pretensión de creer que no era necesario llevar más lejos la investigación para formar juicio acerca del señor Luis de Franchi. Debía ser un joven bondadoso, estudioso y partidario de las reformas francesas.

Comprendí entonces que hubiera ido a París a hacerse abogado. En aquel proyecto había para él, sin duda, todo un porvenir de civilización.

Hacía estas reflexiones vistiéndome. Como lo había dicho a la señora de Franchi, mi traje, aunque no dejara de ser pintoresco, necesitaba de alguna indulgencia. Se componía de una blusa de terciopelo negro, abierta en las costuras de las mangas para que me entrara el aire en las horas más calurosas del día, y que por aquella especie de acuchillados a la española dejaba pasar mi camisa rayada de seda; de un pantalón semejante, oprimido desde la rodilla hasta el tobillo por polainas españolas, hendidas a un lado y bordadas con seda de colores, y de un sombrero de fieltro que tomaba cuanta forma se le quisiera dar, pero especialmente la del chambergo.

Acabé de ponerme esa especie de traje que recomiendo a los viajeros como el más cómodo que conozco, cuando se abrió la puerta y el mismo hombre que me había introducido apareció en el umbral.

Su entrada tenía por objeto anunciarme que su joven amo, el señor Luciano de Franchi, acababa de llegar y solicitaba el honor, si estaba yo visible, de venir a darme la bienvenida.

Momentos después oí un paso rápido que subía la escalera, y casi al mismo tiempo me hallé frente a mi huésped.

II

Era, como me lo había dicho el guía, un joven de veinte a veintiún años, de tez tostada por el sol, cabellos y ojos negros, más bien bajo que alto, pero admirablemente bien formado.

En su prisa por ir a presentarme sus cumplimientos había subido como estaba, es decir, con su traje de a caballo, que se componía de una casaca de paño verde, a la que daba cierto aire militar, una cartuchera puesta a guisa de cinturón, un pantalón de paño gris, guarnecido interiormente de cuero de Rusia, y botas con espuelas; un casquete por el estilo del de nuestros cazadores de África completaba su traje.

De un lado de la cartuchera colgaba un látigo, del otro una cantimplora.

Llevaba, además, en la mano, una escopeta inglesa.

A pesar de la juventud de mi huésped, cuyo labio superior estaba apenas sombreado por un ligero bozo, notábase en su persona un aire de independencia y de resolución que me sorprendió.

Veíase en él al hombre educado para la lucha material, acostumbrado a vivir en medio del peligro sin temerlo, pero también sin desdeñarlo; grave porque es solitario, tranquilo porque es fuerte.

De una sola mirada había visto todo mi equipaje, mis armas, el traje que acababa de quitarme, el que llevaba puesto; su ojeada era tan rápida y segura como la de todo hombre cuya vida depende algunas veces de ella.

—Me disculpará usted si le incomodo, señor—me dijo,—pues lo hago con una buena intención, la de informarme si no le falta a usted nada. Jamás veo sin cierta inquietud que llega un hombre del Continente, porque somos todavía tan salvajes los corsos que ya no ejercemos sin temblar, sobre todo, tratándose de franceses, la vieja hospitalidad que, por otra parte, pronto será la única tradición que conservaremos de nuestros padres.

—Y hace usted mal en temer, señor—le contesté;—es difícil adivinar mejor que la señora de Franchi, las necesidades de un viajero; por otra parte—continué paseando la mirada por la habitación,—no es aquí sitio apropiado para quejarse de esa pretendida rusticidad de que usted me habla, y si no tuviera ante la vista este admirable paisaje podría creerme en mi cuarto de la Calzada de Antín.

—Sí—repuso el joven;—era una manía de mi pobre hermano Luis: le agradaba vivir a la francesa, pero dudo de que a su vuelta de París le baste esta pobre parodia de civilización que tendrá que abandonar, como le bastaba antes de su partida.

—Y, ¿hace mucho que su hermano de usted ha salido de Córcega?

—Un año.

—¿Le aguarda usted pronto?

—Nunca antes de tres o cuatro años.

—Es una ausencia bien larga para dos hermanos que, sin duda, no se habían separado nunca.

—Sí, y sobre todo que se quieren como nos queremos nosotros.

—¿Pero vendrá sin duda, antes de terminar sus estudios?

—Es probable; por lo menos así nos lo ha prometido.

—En todo caso, nada impediría que, usted por su parte, fuera a hacerle una visita.

—No, yo no salgo de Córcega.

En el acento con que me dió esta respuesta vibraba ese amor a la patria que confunde en el mismo desdén a todo el resto del Universo.

Me sonreí.

—Le parece a usted extraño—agregó, sonriendo a su vez,—que haya quien no quiera salir de un país tan pobre como el nuestro. Qué quiere usted, soy una especie de producto de la isla, como la encina verde y el laurel rosa; necesito mi atmósfera, impregnada con los perfumes del mar y las emanaciones de la montaña; necesito mis torrentes que atravesar, mis rocas que trepar, mis bosques que explorar, necesito espacio, necesito libertad; si me llevaran a una ciudad me parece que me moriría.

—Pero, entonces, ¿cómo es que hay una diferencia moral tan grande entre usted y su hermano?

—Habiendo tanto parecido físico entre ambos, podría usted añadir si le conociera.

—¿Se parecen ustedes mucho?

—Hasta el punto de que, cuando éramos pequeños, mi padre y mi madre mismos tenían que ponernos una señal en la ropa para distinguirnos al uno del otro.

—¿Y más tarde?

—Más tarde la diferencia de nuestras costumbres ha producido una diferencia en el color del cutis, nada más. Siempre encerrado, siempre doblado sobre los libros y los dibujos, mi hermano se ha puesto más pálido, mientras que yo, por el contrario, siempre al aire libre, siempre en la montaña o en el llano, me he puesto moreno.

—Espero—dije—que me hará usted juez de esa diferencia encargándome de alguna comisión para el señor Luis de Franchi.

—Con muchísimo gusto, si usted quiere tener esa deferencia; pero perdóneme usted: veo que está usted más adelantado que yo en cuanto al traje, y dentro de un cuarto de hora nos sentaremos a la mesa.

—¿Va usted a darse el trabajo de cambiar de traje?

—Aunque así fuera tendría usted que reprochárselo a sí mismo, puesto que me ha dado el ejemplo; pero, de todos modos, estoy en traje de jinete y tengo que ponerme el de montañés. Después de comer tengo que hacer una diligencia, en la que me incomodarían mucho las botas y las espuelas.

—¿Saldrá usted después de comer?

—Sí—me contestó,—tengo una cita.

Me sonreí.

—¡Oh! no en el sentido que usted supone. Es una cita de negocios.

—¿Me cree usted lo bastante presuntuoso para suponer que tengo derecho a sus confidencias?

—¿Por qué no? Hay que vivir de modo que pueda decirse en voz alta lo que se hace. Jamás he tenido queridas, jamás las tendré. Si mi hermano se casa y tiene hijos es probable que yo no me case. Si por el contrario no se casa, será menester que lo haga yo; pero en ese caso lo haré únicamente para que no se extinga la raza. Ya le he dicho a usted—agregó riendo,—que soy un verdadero salvaje, y que he venido al mundo cien años después de lo que debiera; pero sigo charlando como una corneja, y no voy a estar listo para la hora de la comida.

—Pero podemos continuar la conversación—repliqué.—¿No está su cuarto frente a éste? Deje usted la puerta abierta y hablemos.

—Haga usted más: véngase conmigo; me vestiré en mi gabinete. Mientras tanto, ya que, según me parece, es usted aficionado a las armas, puede examinar las mías; hay algunas que no carecen de valor, histórico se entiende.

El ofrecimiento respondía demasiado bien a mi deseo de comparar las habitaciones de los dos hermanos para que no lo aceptase. Me apresuré, pues, a seguir a mi huésped quien, abriendo la puerta de su habitación, pasó delante para enseñarme el camino.

Aquella vez creí entrar en un verdadero arsenal.

Todos los muebles eran del siglo XV y del XVI: el lecho esculpido, con pabellón sostenido por grandes columnas salomónicas, estaba tapizado con damasco verde y flores de oro; las cortinas de las ventanas eran de la misma tela; las paredes estaban cubiertas de cuero de España, y en todos los intervalos, los muebles sostenían trofeos de armas góticas y modernas.

No podía uno engañarse respecto a las aficiones del dueño de aquella habitación: eran tan belicosas cuanto apacibles las de su hermano.

—Ya lo ve usted—me dijo, pasando a un gabinete,—aquí estamos en medio de tres siglos: examínelo usted; yo voy a vestirme de montañés, como se lo había advertido, porque no puedo dejar de salir después de comer.

—¿Y cuáles, entre estas espadas, arcabuces y puñales, son las armas históricas de que me hablaba usted?

—Hay tres, procedamos por orden. Busque usted, a la cabecera de la cama, un puñal aislado, de ancha taza, y cuyo pomo forma un sello.

—Ya lo encontré. ¿Y?

—Pues ésa es la daga de Sampiero.

—¿Del famoso Sampiero, el asesino de Vanina?

—El asesino no, el matador.

—Es lo mismo, me parece.

—En el resto del mundo puede ser; en Córcega no.

—¿Y este puñal es auténtico?

—Mírelo usted. Lleva las armas de Sampiero; sólo que la flor de lis de Francia no aparece en ellas todavía; ya sabe usted que no se le autorizó a poner en su blasón la flor de lis, hasta después del sitio de Perpignan.

—No, ignoraba esa circunstancia; ¿y cómo ha pasado ese puñal a poder de usted?

—¡Oh! está en la familia desde hace trescientos años. Fué regalado a un Napoleón de Franchi por el mismo Sampiero.

—¿Y sabe usted con qué motivo?

—Sí. Sampiero y mi antepasado cayeron en una emboscada genovesa y se defendieron como leones; cayósele el casco a Sampiero y un genovés a caballo iba a herirlo con la maza de armas, cuando Napoleón le hundió el puñal en la juntura de la coraza; el jinete, al sentirse herido, espoleó el caballo y huyó llevando el puñal de Napoleón tan profundamente clavado en la herida que éste no había podido sacárselo; ahora bien, como según parece, mi abuelo quería mucho aquel puñal, y lamentaba haberlo perdido, Sampiero le regaló el suyo. Napoleón no perdió en el cambio, porque éste, que es de fábrica española, perfora dos monedas de cinco francos superpuestas.

—¿Puedo ensayarlo?

—¡Sin duda alguna!

Puse dos monedas de cinco francos en el suelo y las di un golpe vigoroso y seco. Luciano no se había engañado. Cuando levanté el puñal las dos monedas estaban clavadas en la punta, agujereadas de parte a parte.

—¡Vaya, vaya!—exclamé,—no cabe duda de que es el puñal de Sampiero. Pero lo que me sorprende es que teniendo una arma semejante se haya valido de una cuerda para matar a su mujer.

—Ya no lo tenía, puesto que se la había regalado a mi antepasado.

—Es verdad.

—Sampiero tenía más de sesenta años cuando volvió expresamente de Constantinopla a Aix para dar al mundo la gran lección de que no les toca a las mujeres mezclarse en los asuntos del Estado.

Me incliné en señal de asentimiento y volví a poner el puñal en su sitio.

—Y ahora—dije a Luciano que estaba acabando de vestirse,—ya está en su clavo el puñal de Sampiero; pasemos a otro.

—¿Ve usted dos retratos, uno al lado del otro?

—Sí, Paoli y Napoleón.

—¡Bien! Cerca del retrato de Paoli hay una espada.

—Efectivamente.

—Era la suya.

—¿La espada de Paoli? ¿Y tan auténtica como el puñal de Sampiero?

—Por lo menos, porque, como el puñal, fué regalado, no a uno de mis antepasados sino a una de mis abuelas. Sí; puede que haya oído usted hablar de una mujer que, cuando la guerra de la independencia, fué a presentarse a la torre de Sollecaro, acompañada por un jovencito.

—Cuénteme usted la historia.

—¡Oh! es muy corta.

—Mejor, porque ya no tenemos tiempo de charlar.

—Pues bien, la mujer y el jovencito se presentaron en la torre de Sollecaro, solicitando hablar con Paoli. Pero como éste estaba ocupado escribiendo, no se les dejó entrar; la mujer insistió y los centinelas la apartaron. Paoli, que había oído ruido, abrió la puerta y preguntó lo que ocurría. «Soy yo—dijo la mujer,—que deseaba hablarte». «¿Y qué tenías que decirme?». «Quiero decirte que yo tenía dos hijos; ayer supe que el mayor ha muerto defendiendo la patria, y he andado veinte leguas para traerte al segundo».

—Me cuenta usted una escena de Esparta.

—Sí, a lo menos, se le parece.

—¿Y quién era esa mujer?

—Mi abuela. Paoli se desprendió la espada y se la dió.

—¡Vamos! mucho me agrada esa forma de pedir disculpas a una mujer.

—Sí, era digna del uno y de la otra.

—¿Y ese sable?

—Era el que Napoleón llevaba en la batalla de las Pirámides.

—¿Y ha venido a parar a la familia de una manera análoga a la de la espada y el puñal, sin duda?

—Exactamente. Después de la batalla, Bonaparte dió orden a mi abuelo, oficial de los guías, de que cargara con unos cincuenta hombres a un pelotón de mamelucos que se sostenía aún, alrededor de un jefe herido. Mi abuelo obedeció, dispersó el grupo y llevó el jefe herido al primer cónsul. Pero, cuando quiso volver a envainar el sable, resultó que la hoja estaba tan mellada por los sables damasquinados de los mamelucos, que no pudo entrar en la vaina. Mi abuelo tiró entonces el sable y la vaina, como inútiles, y Bonaparte, que le vió, le dió el suyo.

—Pero, en su lugar de usted, me agradaría tanto o más tener el sable de mi abuelo, mellado y todo como estaba, que el del general en jefe, por intacto que se haya conservado.

—También; mire usted enfrente y lo encontrará. El primer cónsul lo recogió, le hizo incrustar en la empuñadura el diamante que lleva y lo envió a mi familia con la inscripción que puede usted leer en la hoja.

Efectivamente, entre las dos ventanas, medio fuera de la vaina en la que ya no podía entrar, estaba el sable, mellado y torcido, con esta sencilla inscripción: «Batalla de las Pirámides, 21 julio 1798».

En ese momento, el mismo criado que me introdujo y que fué a anunciarme la llegada de su joven amo, reapareció en el umbral.

—Excelencia—dijo dirigiéndose a Luciano,—la señora de Franchi manda avisar que la comida está en la mesa.

—Está bien, Griffo—contestó el joven;—dígale usted que bajamos en seguida.

Y salió de su gabinete, vestido, como él decía, de montañés, es decir, con una blusa redonda de terciopelo, calzón y polainas; del otro traje sólo conservaba la cartuchera en la cintura.

Me encontró ocupado en mirar dos carabinas colgadas una frente a la otra, y ambas con una fecha incrustada en la culata: 20 de septiembre de 1819, once de la mañana.

—Y estas carabinas—pregunté,—¿son también armas históricas?

—Sí, por lo menos para nosotros. Una es la de mi padre...

Y se interrumpió.

—¿Y la otra?—pregunté.

—La otra—dijo riendo,—la otra es la de mi madre. Pero bajemos, ya sabe usted que nos aguardan.

Y pasando adelante para enseñarme el camino, me invitó a seguirle.

III

Confieso que bajé preocupado con la última frase de Luciano: «Ésa es la carabina de mi madre».

Me hizo mirar con mayor atención aún que en nuestra primera entrevista a la señora de Franchi.

Al entrar en el comedor, el joven le besó la mano, y ella recibió aquel homenaje con la dignidad de una reina.

—Disculpe usted, mamá, pero creo que la hemos hecho esperar.

—La culpa sería mía, señora—dije inclinándome;—el señor Luciano me ha contado y mostrado cosas tan curiosas que, con mis incesantes preguntas, le he hecho perder el tiempo.

—Tranquilícese usted—contestó la dama,—acabo de bajar en este mismo instante; pero—continuó dirigiéndose a su hijo,—tenía prisa por pedirte noticias de Luis.

—¿Está, acaso, indispuesto?—pregunté.

—Luciano lo teme—contestó la señora.

—¿Ha recibido usted cartas de su hermano?

—No, y eso es precisamente lo que me inquieta.

—Pero, ¿cómo sabe usted que está indispuesto?

—Porque yo también lo he estado en estos últimos días.

—Disculpe usted mis eternas preguntas... pero eso no me explica...

—¿No sabe usted que somos gemelos?

—Sí, me la dijo el guía...

—¿No sabe usted que cuando vinimos al mundo estábamos aún unidos por el costado?

—No; ignoraba esta circunstancia.

—Pues hubo que recurrir al escalpelo para separarnos, y sin duda por eso, por alejados que estemos ahora, seguimos teniendo el mismo cuerpo, de tal modo que la impresión, física o moral que experimenta uno cualquiera de nosotros, repercute en el otro. Pues bien, en estos últimos días, y sin motivo alguno, he estado triste, taciturno, sombrío. He sentido crueles opresiones del corazón: es evidente que mi hermano está sufriendo algún profundo pesar.

Miré con asombro a aquel joven, que me afirmaba cosas tan extrañas sin que pareciera abrigar la menor duda, sobre ellas; la madre, por lo demás, parecía tener la misma convicción; sonrióse tristemente y dijo:

—Los ausentes están en la mano de Dios. Lo principal es que tengas la seguridad de que vive.

—Si hubiese muerto—dijo tranquilamente Luciano,—yo lo hubiera vuelto a ver.

—Y me lo hubieras dicho, ¿no es verdad, hijo mío?

—¡Oh! ¡Inmediatamente; se lo juro a usted, madre!

—Bien... Y perdóneme usted, caballero—agregó, volviéndose hacia mí,—si no he sabido reprimir mis inquietudes de madre: pero no sólo se trata de que Luis y Luciano sean mis hijos, sino también de que son los últimos de nuestro nombre... Tenga usted la bondad de sentarse aquí, a mi derecha... Luciano, siéntate ahí.

E indicó a su hijo el asiento vacío de su izquierda.

Nos sentamos en el extremo de una larga mesa, en la cual había, en el opuesto, otros seis cubiertos, destinados, a lo que en Córcega se llama la familia; es decir, a esos personajes que en las grandes casas están entre los amos, y los criados.

La mesa fué copiosamente servida; pero confieso que, aunque dotado por el momento de un apetito devorador, me contenté con aplacarlo materialmente, sin que mi espíritu preocupado me permitiera saborear ninguno de los delicados placeres de la gastronomía. Me parecía, en efecto, al entrar en aquella casa, haber entrado en un mundo extraño, en el que vivía como en un sueño. ¿Quién era aquella mujer, que tenía su carabina como un soldado? ¿Quién aquel hermano que sentía los mismos dolores de su otro hermano, a trescientas leguas de allí? ¿Qué quería decir aquella madre que hacía jurar a su hijo que si veía a su hermano muerto, no dejara de decírselo?

Se confesará que en lo que me pasaba había amplio tema para la meditación.

Sin embargo, como observé que mi silencio podía parecer descortés, levanté la frente sacudiendo la cabeza, como para alejar aquella masa de pensamientos.

La madre y el hijo vieron al punto que deseaba volver a la conversación.

—Y—dijo Luciano, como si reanudara un tema interrumpido,—¿se ha decidido usted a venir a Córcega?

—Sí, como usted ve; tenía hace mucho este proyecto, y por fin he podido realizarlo.

—Y la verdad es que ha hecho usted bien en no tardar demasiado, porque dentro de algunos años, con la invasión progresiva de los gustos y las costumbres francesas, los que vengan buscando la Córcega, ya no la encontrarán.

—En todo caso—repliqué,—si el antiguo espíritu nacional retrocede, ante la civilización y se refugia en algún rincón de la isla, ha de ser seguramente en la provincia de Sartène, y en el valle del Taravo.

—¿Lo cree usted?—dijo el joven sonriendo.

—Pero... me parece que cuanto tengo en torno mío y a mi vista es un bello y noble cuadro de las viejas costumbres corsas...

—Sí, y sin embargo, entre mi madre y yo, frente a cuatrocientos años de recuerdos, en esta casa con buhardas y almenas, el espíritu francés ha venido a buscar a mi hermano, nos lo ha quitado, lo ha transportado a París... Cuando vuelva, ya abogado, vivirá en Ajaccio en lugar de habitar la casa de su padres; pleiteará: si tiene talento llegará, quizás, a ser procurador del rey; entonces perseguirá a los pobres diablos que han «quitado un pellejo», como se dice por aquí; confundirá al asesino con el matador, como lo hacía usted hace un momento; pedirá, en nombre de la ley, la cabeza de los que hayan hecho lo que nuestros padres consideraban deshonroso no hacer; substituirá el juicio de los hombres al juicio de Dios, y, por la noche, cuando haya reclutado una cabeza para el verdugo, creerá haber servido al país, haber aportado su piedra al templo de la civilización... como dice nuestro prefecto... ¡Ay, Dios mío, Dios mío!

Y el joven alzó los ojos al cielo, como debió hacerlo Aníbal después de la batalla de Zama.

—Pero—le contesté,—ya ve usted que Dios ha querido equilibrar las cosas, pues mientras ha hecho a su hermano sectario de los nuevos principios, lo ha hecho a usted partidario de las viejas costumbres.

—Si, pero ¿quién me dice que mi hijo, si lo tengo, no imitará a su tío en vez de imitarme a mí? Y, vamos, ¿acaso yo mismo no me dejo llevar a cosas indignas de un de Franchi?

—¡Usted!—exclamé asombrado.

—¡Sí, yo, Dios mío, yo! ¿Quiere usted que le diga lo que ha venido a buscar a la provincia de Sartène?

—Diga usted.

—Ha venido con su curiosidad de hombre de mundo, de artista o de poeta; no sé quién es usted ni se lo pregunto; nos lo dirá cuando nos separemos, si tiene gusto en ello: siendo huésped nuestro, puede usted guardar silencio; tiene usted la más completa libertad... ¡Pues bien! Usted ha venido con la esperanza de ver alguna aldea entregada a la vendetta, de ser puesto en relación con algún bandido original, como los que Mérimée ha pintado en su Colomba.

—Pues me parece que no he caído mal—contesté;—o no he mirado bien, o esta casa es la única que no está fortificada en la aldea.

—Lo que prueba que yo también degenero; mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, cualesquiera de mis antepasados, hubieran tomado partido a favor de una de las dos facciones que dividen la aldea desde hace diez años. ¡Pues bien! ¿Sabe usted lo que soy en medio de todo esto, entre los tiros de escopeta, los estiletazos y las puñaladas? Pues soy árbitro... Ha venido usted a la provincia de Sartène para ver bandidos, ¿no es verdad? Pues véngase esta noche conmigo, y le enseñaré uno.

—¡Cómo! ¿permite usted que le acompañe?

—Si puede interesarle, sólo depende de usted.

—¡Caramba! pues acepto con el mayor gusto.

—Este caballero está muy fatigado—dijo la señora de Franchi, dirigiendo una mirada a su hijo, como si compartiera la vergüenza que éste experimentaba al ver degenerar de aquel modo la Córcega.

—No, madre, no; es necesario que venga, y cuando en algún salón parisiense se le hable de las terribles vendette y de los implacables bandidos corsos, que todavía causan miedo a los niños de Bastia y Ajaccio, pueda por lo menos encogerse de hombros; y decir la verdad.

—¿Pero, de qué ha nacido esa gran querella que, según me parece comprender, está ahora a punto de apagarse?

—¡Oh!—dijo Luciano,—en una querella cualquiera no es el motivo sino el resultado lo que importa. Si una mosca al volar de través ha causado la muerte de un hombre, no por tratarse de una mosca deja de haber un hombre muerto.

Comprendí que le costaba decirme la causa de la terrible guerra que, desde hacía diez años, asolaba a Sollecaro. Pero, como es natural, cuanto más discreto se mostraba más exigente fuí.

—Esa querella tiene necesariamente que tener algún motivo, por pequeño que sea. ¿Es un secreto?

—¡Oh, no, Dios mío! La diferencia nació entre los Orlandini y los Colonna.

—¿A raíz de qué?

—Ya que usted lo exige, le diré que una gallina escapó del gallinero de los Orlandini y fué a parar al de los Colonna. Los Orlandini fueron a reclamar su gallina; los Colonna sostuvieron que era suya; los Orlandini amenazaron a los Colonna con llevarlos ante el juez de paz y hacerles prestar juramento. Entonces la anciana madre que tenía la gallina en la mano le retorció el pescuezo y se la tiró a la cara a la vecina, diciéndole: «¡Bueno, ya que es tuya, cómetela!». Uno de los Orlandini recogió entonces la gallina por las patas y quiso golpear con ella a la que la había tirado a la cara de su hermana. Pero, en el mismo momento en que levantaba la mano, un Colonna que, por desgracia, tenía la escopeta cargada, le descargó un tiro a quema ropa y lo dejó muerto.

—¿Y cuántas existencias han pagado esa riña?

—Ya van nueve personas muertas...

—¡Y eso por una miserable gallina que no valía un franco!

—Sin duda; pero ya le he dicho a usted que no hay que considerar la causa sino el resultado.

—Y, porque ha habido hasta aquí nueve personas muertas, es necesario ahora que haya una décima...

—Ya ve usted que no, puesto que me he convertido en árbitro...

—¿A ruego, sin duda, de una de las dos familias?

—¡Ah, no! Dios mío, a ruegos de mi hermano, a quien han hablado del asunto en casa del canciller de Francia. ¡Y yo le pregunto a usted qué diablos tienen que ver en París con lo que ocurre en una pobre aldea de Córcega! Sin duda debe ser el prefecto quien nos ha hecho esa mala partida, diciendo que, si yo consentía en decir una palabra, todo acabaría como en las comedias con un casamiento y una copla al público; entonces se habrán dirigido a mi hermano, que ha tomado el asunto por su cuenta y que me ha escrito diciéndome que ha comprometido su palabra en mi nombre. ¡Qué quiere usted!—agregó el joven alzando la cabeza,—no podía decirse allí que un de Franchi había comprometido la palabra de su hermano y que este hermano no había hecho honor al compromiso.

—¿De manera que usted lo ha arreglado todo?

—¡Mucho lo temo!

—¿Y vamos a ver al jefe de uno de los partidos, sin duda?

—Precisamente, anoche vi al otro.

—¿Y ahora, vamos a visitar a un Orlandini o a un Colonna?

—A un Orlandini.

—¿La cita es lejos de aquí?

—En las ruinas del castillo de Vicentello d’Istria.

—¡Ah! es verdad, me habían dicho que esas ruinas se hallaban en estos alrededores.

—A una legua de aquí, más o menos.

—¿De modo que llegaremos en unos tres cuartos de hora?

—Cuando mucho.

—Luciano—dijo la señora de Franchi,—no te olvides de que no hablas de ti. Tú, montañés, necesitas tres cuartos de hora apenas; pero el señor no podrá ir por los caminos que recorres tú.

—Es verdad; necesitaremos por lo menos hora y media.

—Entonces no hay tiempo que perder—agregó la señora de Franchi mirando el reloj.

—¿Permite usted entonces que la dejemos?—dijo Luciano.

La madre le tendió la mano, que el joven besó con el mismo respeto que la vez anterior.

—Sin embargo—dijo Luciano, dirigiéndose a mí,—si prefiere usted terminar tranquilamente de comer y luego subir a su habitación a calentarse los pies mientras fuma un cigarro...

—¡No, no!—exclamé.—¡Me ha prometido usted un bandido, y no me voy sin él!...

—¡Pues bien! vamos a tomar las escopetas, y en marcha.

Saludé respetuosamente a la señora de Franchi, y salimos, precedidos por Griffo que nos alumbraba.

No tardamos mucho en prepararnos. Me puse un cinturón de viaje, que había mandado hacer antes de salir de París, del que pendía una especie de cuchillo de caza, y que encerraba de un lado la pólvora, y del otro las municiones.

En cuanto a Luciano, reapareció con su cartuchera, una escopeta de dos cañones de Mantón, y un gorro puntiagudo, obra maestra de bordado salido de las manos de alguna Penélope de Sollecaro.

—¿Voy también con su excelencia?—preguntó Griffo.

—No, es inútil—contestó Luciano;—pero suelta a Diamante; puede que levante algún faisán, y con esta luna se le podrá tirar como si fuera de día.

Un momento después, un gran perro de caza daba saltos aullando de alegría en torno nuestro.

Dimos diez pasos fuera de casa.

—A propósito—dijo Luciano, volviéndose,—avisa en la aldea que si oyen algunos tiros los habremos tirado nosotros, cazando.

—Descuide usted, excelencia.

—Sin esta precaución—agregó Luciano,—hubieran podido creer que habían vuelto a empezar las hostilidades, y hubiéramos oído el eco de nuestras escopetas, repercutiendo en las calles de Sollecaro.

Dimos algunos pasos más, y luego tomamos a la derecha, en una callejuela que conducía en línea recta a la montaña.

IV

Aunque apenas estuviéramos a principios de marzo el tiempo era magnífico, y hubiera podido decirse que hacía calor, si una brisa encantadora no nos refrescara, trayéndonos, al propio tiempo el acre y vivaz perfume de la mar. La luna clara y brillante levantábase detrás del monte de Cagna, y hubiérase dicho que derramaba cascadas de luz sobre toda la vertiente occidental que separa la Córcega en dos partes y forma en cierto modo de una sola isla dos países diferentes, siempre en guerra o poco menos el uno contra el otro. A medida que subíamos y que las gargantas en que corre el Tavaro se hundían en una noche cuya obscuridad trataba en vano de penetrar la vista, veíamos el Mediterráneo tranquilo, semejante a un bruñido espejo de acero, extenderse en el horizonte. Ciertos ruidos peculiares de la noche, sea porque durante el día desaparecen bajo otros ruidos, sea porque realmente se despiertan con las tinieblas, dejábanse oir entonces y producían—no en Luciano que, acostumbrado a ellos, podía reconocerlos, sino sobre mí, para quien eran extraños,—singulares sensaciones de sorpresa, y mantenían en mi espíritu esa emoción continua que presta mayor interés a todo cuanto se ve.

Cuando llegamos a una especie de pequeña encrucijada en que el camino se dividía en dos, es decir en un camino que parecía rodear la montaña y en un sendero además visible que subía recto por ella, Luciano se detuvo.

—Veamos—dijo,—¿tiene usted piernas de montañés?

—Piernas, sí, pero vista, no.

—¿Es decir que siente usted vértigos?

—Sí, el vacío me atrae irresistiblemente.

—Entonces podemos tomar este sendero que no le presentará precipicios sino simples dificultades de terreno.

—¡Oh! en cuanto a las dificultades del terreno estoy tranquilo.

—Tomemos, pues, el sendero que nos ahorra tres cuartos de hora de camino.

—Tomemos el sendero.

Luciano se internó adelante en un bosquecillo de encinas verdes, y yo le seguí. Diamante caminaba a cincuenta o sesenta pasos de nosotros, registrando el bosque a derecha e izquierda, y volviendo de vez en cuando al sendero, meneando alegremente la cola para anunciarnos que podíamos sin peligro y confiados en su instinto, continuar tranquilamente nuestra marcha. Se veía que como los caballos comodines de los semielegantes, agentes de cambio por la mañana y petimetres a la tarde, que buscan un animal que les sirva al propio tiempo para el tílbury y la silla, Diamante estaba adiestrado para la caza del bípedo y el cuadrúpedo, el bandido y el jabalí.

Para no parecer completamente ignorante de las costumbres corsas, hice esta observación a Luciano.

—Se engaña usted—me contestó,—Diamante caza al propio tiempo animales y hombres, pero los hombres que caza no son bandidos, son la triple raza del gendarme, el soldado de caballería y el voluntario.

—¡Cómo!—exclamé.—¿Diamante es entonces un perro de bandido?

—Usted lo ha dicho. Diamante pertenecía a un Orlandini a quien de vez en cuando enviaba yo al campo pan, pólvora, balas, las diversas cosas que puede necesitar un bandido. Fué muerto por un Colonna, y al día siguiente recibí su perro que, como tenía costumbre de ir a casa, me tomó fácilmente cariño.

—Pero me parece que desde mi cuarto, o desde el de su hermano de usted, mejor dicho, he visto a la cadena un perro que no era Diamante.

—Sí, ése es Brusco; tiene las mismas cualidades que éste, pero me viene de un Colonna muerto por un Orlandini: de esto resulta que cuando voy a visitar a un Colonna tomo a Brusco, y cuando, por el contrario, tengo que ver a un Orlandini, desalo a Diamante. Si se tiene la desgracia de desatar a ambos al mismo tiempo, se hacen pedazos. También—continuó Luciano con risa amarga,—los hombres pueden reconciliarse, hacer las paces, comulgar con la misma hostia, pero los perros no volverán a comer en el mismo plato...

—¡Vaya en gracia!—exclamé riendo a mi vez,—éstos si que son verdaderos perros corsos; pero me parece que Diamante, como todos los corazones modestos, rehuye nuestras alabanzas: desde que hablamos de él no hemos vuelto a verlo.

—¡Oh! no se preocupe usted por eso; sé dónde está.

—¿Dónde, si no es una indiscreción?

—Está en el mucchio.

Iba a hacer una nueva pregunta, a riesgo de fatigar a mi interlocutor, cuando se dejó oir un aullido, tan triste, tan prolongado y tan lamentable que me estremecí y me detuve poniendo la mano en el hombro del joven.

—¿Qué es eso?—pregunté.

—Es Diamante que llora.

—¿Y a quién llora?

—A su amo. ¿Cree usted que los perros son hombres, y que olvidan a los que los han amado?

—¡Ah! ¡comprendo!—exclamé.

Diamante dejó oir un segundo aullido, más prolongado, más triste y más lamentable que el primero.

—Sí—continuó,—su amo ha sido muerto, y nos acercamos al sitio en que le mataron, precisamente, y el perro nos ha abandonado para ir al mucchio.

—¿De modo que el mucchio es la tumba?

—Sí, es decir, el monumento que cada uno que pasa va erigiendo sobre la fosa de todo hombre asesinado, arrojando sobre ella una piedra o una rama de árbol. De ahí resulta que en lugar de achatarse como las demás tumbas bajo los pies de ese gran nivelador que se llama el tiempo, la tumba de la víctima va creciendo sin cesar, símbolo de la venganza que debe sobrevivirle y crecer sin tregua en el corazón de sus parientes más próximos.

Sonó un tercer aullido, pero esta vez tan cerca de nosotros que no pude dejar de estremecerme, aunque ya supiese perfectamente su causa.

En efecto, en la curva de un sendero, vi blanquear, a unos veinte pasos de nosotros, un montón de piedras que formaba una pirámide de cuatro o cinco pies de altura. Era el mucchio. Diamante estaba sentado al pie de aquel extraño monumento, con el cuello tendido y la boca abierta.

Luciano recogió una piedra, y quitándose el gorro, se acercó al mucchio.

Hice lo mismo, imitándole en todo.

Cuando llegó junto a la pirámide rompió una rama de encina, arrojó primero la piedra y en seguida la rama; luego hizo con el pulgar la rápida señal de la cruz, costumbre corsa, si las hay, que se le escapaba al mismo Napoleón en ciertas circunstancias terribles.

Yo repetí todas sus acciones.

En seguida volvimos a ponernos en camino, pensativos y silenciosos. Diamante se quedó detrás.

Habrían pasado unos diez minutos cuando oímos un postrer aullido, y casi al mismo tiempo con la cabeza baja y la cola entre las piernas Diamante pasó junto a nosotros, avanzó un centenar de pasos, y volvió a su papel de explorador.

Seguíamos avanzando, entretanto, y como me lo advirtiera Luciano, el sendero iba haciéndose cada vez más escarpado. Me colgué la escopeta, pues vi que pronto iba a necesitar de mis dos manos. En cuanto a mi guía, continuaba caminando con la misma soltura, y no parecía notar las dificultades del terreno.

Después de trepar durante algunos minutos a través de las rocas, ayudándonos con las lianas y las raíces, llegamos a una especie de plataforma dominada por algunas murallas en ruinas. Esas ruinas eran las del castillo de Vicentello d’Istria, y allí terminaba nuestro viaje. Al cabo de cinco minutos habíamos terminado otra escarpada más difícil y áspera que la primera. Luciano, que había llegado a la última plataforma, me tendió la mano y me ayudó a subir junto a él.

—¡Vaya, vaya!—exclamó,—no lo hace usted tan mal, para ser parisiense.

—Consiste—le contesté,—en que el parisiense a quien acaba usted de ayudar a hacer el último salto, ha hecho ya varias excursiones de este género.

—Sí—dijo Luciano riendo,—¿no tienen ustedes cerca de París una montaña que se llama Montmartre?

—Sí, pero además de Montmartre, de la que ni me avergüenzo, he trepado también otras montañas, que se llaman el Righi, el Faulhorn, el Gemni, el Vesubio, el Stromboli, el Etna.

—¡Oh! pues ahora le toca a usted tenerme en menos, porque jamás he subido a otra que el Monte Rotondo. Sea como sea, ya hemos llegado; hace cuatro siglos, mis antepasados le hubiesen abierto a usted las puertas diciéndole: «Sed el bienvenido a nuestro castillo». Hoy, el descendiente le muestra a usted esta brecha y le dice: «Sea usted el bienvenido a nuestras ruinas».

—¿Este castillo ha pertenecido a su familia de usted después de la muerte de Vicentello d’Istria?—le pregunté reanudando la conversación en el punto en que la habíamos dejado.

—No; sino antes de su nacimiento: era entonces la morada de una de mis antepasadas, la famosa Savilia, viuda de Luciano de Franchi.

—¿No se lee en Philippini una terrible historia sobre esa mujer?

—Sí, si fuese de día podría usted ver todavía, desde aquí, las ruinas del castillo de Valle; allí habitaba el señor de Giudice, tan odiado como amada era ella, tan feo como ella hermosa. Él se enamoró, y como Savilia no se apresuraba a corresponder a ese amor de acuerdo con sus deseos, la hizo advertir de que, si no se resolvía a aceptarle por esposo en un plazo dado, sabría apoderarse de ella por la fuerza. Savilia fingió que cedía, e invitó a Giudice a que fuera a comer con ella. Giudice, loco de contento, olvidando que no había arribado a aquel halagüeño resultado sino por medio de amenazas, fué a la cita, acompañado por unos pocos servidores solamente. Cerróse la puerta tras ellos, y cinco minutos después, Giudice, prisionero, era encerrado en un calabozo.

Pasé por el camino indicado, y me encontré en una especie de patio cuadrado. A través de las aberturas excavadas por el tiempo, la luna tendía sobre el suelo sembrado de escombros, grandes manchas de luz. Todo el resto del terreno permanecía en la sombra que proyectaban los muros todavía en pie.

Luciano sacó el reloj.

—¡Ah!—dijo,—hemos llegado veinte minutos antes; sentémonos; debe usted estar cansado.

Nos sentamos, o mejor dicho, nos acostamos en un declive cubierto de césped frente a la gran brecha.

—Pero me parece que ésa no es la historia completa—dije.

—No—continuó Luciano;—porque todas las mañanas, y todas las tardes Savilia bajaba al calabozo en que estaba encerrado Giudice, y allí, separado de él por una simple reja, se desnudaba, y mostrándose desnuda al cautivo: «Giudice—le decía,—¿cómo es que un hombre tan feo como tú, ha podido creer nunca que poseería todo esto?» Este suplicio duró tres meses, renovándose dos veces al día. Pero, al cabo de esos tres meses, gracias a una criada a quien compró, Giudice logró escapar. Volvió entonces con sus vasallos, mucho más numerosos que los de Savilia, tomó el castillo por asalto, y apoderándose a su vez de Savilia la expuso desnuda, en una jaula de hierro, en una encrucijada del bosque llamada Bocca di Cilaccia, ofreciendo él mismo la llave de esa jaula a todos los que, al pasar, se sentían tentados por aquella belleza: al cabo de tres días de esta prostitución pública Savilia murió...

—¡Caramba!—exclamé,—parece que sus antepasados no entendían del todo mal la venganza, y que sus descendientes han degenerado un poco cuando se limitan a matarse de un tiro o de una puñalada...

—Sin añadir que van a acabar por no matarse de ninguna manera. Pero, por lo menos—agregó el joven,—las cosas no han pasado así en esta familia. Los dos hijos de Savilia, que estaban en Ajaccio, bajo la tutela de su tío, fueron educados como verdaderos corsos y continuaron haciendo la guerra a los hijos de Giudice. Esa guerra ha durado cuatro siglos, y como usted puede haberlo visto, en las carabinas de mi padre y de mi madre, no terminó hasta el 21 de septiembre de 1819 a las once de la mañana.

—En efecto, recuerdo esa inscripción, cuya explicación no tuve tiempo de pedirle, a usted, pues acababa de leerla cuando nos llamaron a la mesa.

—Hela aquí: En 1819 sólo quedaban dos hermanos de la familia Giudice; de la de los de Franchi no existía más que mi padre, que se había casado con una prima.

Tres meses después de este casamiento, los Giudice resolvieron acabar de un golpe con los nuestros. Uno de los hermanos se emboscó en el camino de Olmeto para aguardar a mi padre que volvía de Sartène, mientras que el otro, aprovechando esa ausencia, debía asaltar nuestra casa. El plan se ejecutó, pero acabó de una manera que no aguardaban los agresores. Mi padre, avisado, se puso en guardia; mi madre, advertida también, reunió a sus pastores, de modo que en el momento del doble ataque ambos estaban a la defensiva: mi padre en la montaña, mi madre en su propio cuarto... Al cabo de cinco minutos de combate los dos hermanos Giudice caían, el uno herido por mi padre, el otro por mi madre. Viendo caer a su enemigo mi padre sacó el reloj: ¡eran las once! Viendo caer a su adversario, mi madre miró el reloj de su cuarto: ¡eran las once! Todo estaba terminado en el mismo minuto: ya no había Giudice, la raza quedaba destruída. La familia de Franchi, victoriosa, quedó desde entonces tranquila, y como había realizado dignamente su obra durante esa guerra de cuatro siglos, ya no se mezcló en nada; pero mi padre hizo grabar la fecha y la hora de aquel extraño acontecimiento en la culata de las carabinas y las colgó a ambos lados del reloj, donde usted las ha visto. Siete meses después mi madre dió a luz dos gemelos, uno de los cuales es un servidor de usted, el corso Luciano, y el otro el filántropo Luis, su hermano.

En ese mismo instante, y en uno de los trozos de terreno iluminados por la luna, vi proyectarse la sombra de un hombre y un perro.

Era la del bandido Orlandini, y la de nuestro amigo Diamante.

El reloj de Sollecaro daba lentamente las nueve.

Mas ese Orlandini era, según se ve, de la misma opinión de Luis XV, que tenía por máxima, como se sabe, que la puntualidad es la cortesía de los reyes.

Era imposible ser más puntual que aquel rey de la montaña, a quien Luciano había dado cita a las nueve en punto. Al verle, ambos nos pusimos en pie.

V

—¿No está usted solo, señor Luciano?—dijo el bandido.

—No se preocupe usted por eso, Orlandini: el señor es un amigo que ha oído hablar de usted y que ha querido visitarle. Me ha parecido que no debía negarle esa satisfacción.

—El señor es el bienvenido en el campo—dijo el bandido inclinándose y dando en seguida algunos pasos hacia nosotros.

Le devolví el saludo con la más puntual cortesía.

—¿Deben ustedes haber llegado hace ya rato?—continuó Orlandini.

—Sí, hace unos veinte minutos.

—Eso es; oí la voz de Diamante que aullaba en el mucchio, y hace ya un cuarto de hora que me alcanzó. Qué animal tan bueno y fiel, ¿no es verdad, señor Luciano?

—Sí, ésa es la palabra, Orlandini, bueno y fiel—contestó Luciano acariciando al perro.

—Pero desde que usted sabía que el señor Luciano estaba aquí—le pregunté:—-¿Por qué no ha venido usted antes?

—Porque no teníamos cita hasta las nueve—contestó el bandido,—y es ser tan poco puntual llegar un cuarto de hora antes como un cuarto de hora después.

—¿Me lo echa usted en cara, Orlandini?—preguntó Luciano riendo.

—No, señor, podía usted tener sus razones para eso; además, está usted acompañado, y probablemente ha faltado a sus costumbres a causa del señor; porque usted también es puntual, señor Luciano, y yo lo sé mejor que nadie: se ha incomodado tantas veces por mí...

—No hay para que agradecérmelo, Orlandini, porque probablemente esta vez será la última.

—¿No tenemos algo que decirnos al respecto, señor Luciano?—preguntó el bandido.

—Sí, y si quiere usted seguirme...

—Estoy a sus órdenes.

Luciano se volvió hacia mí, diciendo:—Usted me disculpará, ¿no es cierto?

—Es usted muy dueño, siga usted.

Ambos se alejaron, y subiendo a la brecha en que se me había aparecido Orlandini, se detuvieron permaneciendo de pie, y destacándose vigorosamente sobre la luz de la luna que parecía bañar los contornos de sus dos siluetas sombrías, con un flúido de plata.

Sólo entonces pude mirar atentamente a Orlandini.

Era un hombre alto, de larga barba, y vestido exactamente del mismo modo que el joven de Franchi, con la única diferencia de que sus vestidos llevaban la huella de un frecuente contacto con los matorrales en que vivía como propietario, las zarzas entre las que había tenido que huir más de una vez, y la tierra en que dormía noche a noche.

Yo no podía saber lo que decían, primero porque estaban a unos veinte pasos de mí y luego porque hablaban en dialecto corso. Pero, por sus ademanes, veía fácilmente que el bandido refutaba con gran calor una serie de razonamientos que el joven exponía con una calma que hacía honor a su imparcialidad en el asunto. Por último, los ademanes de Orlandini fueron haciéndose menos frecuentes y menos enérgicos; su misma palabra pareció languidecer: ante una postrera observación bajó la cabeza y luego, al cabo de un instante, tendió la mano al joven.

No cabía duda de que la conferencia había terminado, porque ambos se adelantaron hacia el sitio en que yo me hallaba:

—Mi querido huésped—dijo Luciano,—aquí está Orlandini que desea estrecharle la mano para darle las gracias.

—Las gracias ¿de qué?—le pregunté.

—Pues de que acceda usted a ser uno de sus padrinos. Me he comprometido en su nombre de usted.

—Si se ha comprometido usted por mí, ya comprenderá usted que acepto sin saber siquiera de qué se trata.

Tendí la mano al bandido que me hizo el honor de tocarla con la punta de los dedos.

—De ese modo—continuó Luciano,—podrá usted decir a mi hermano que todo queda arreglado de acuerdo con sus deseos, y hasta que usted mismo ha firmado el contrato.

—Lo que quiere decir que se trata de un casamiento...

—No, todavía no, pero ya vendrá probablemente.

Una sonrisa desdeñosa pasó por los labios del bandido.

—Vaya por la paz, señor Luciano, ya que usted lo exige—dijo,—pero nada de alianzas: no se habla de eso en el tratado.

—No—dijo Luciano,—sólo está escrito, según todas las probabilidades, en lo porvenir. Pero, hablemos de otra cosa, ¿no ha oído usted nada mientras hablábamos con Orlandini?

—¿De lo que ustedes decían?

—No, sino de lo que hacía un faisán por aquí cerca.

—En efecto, me parece haber oído cacareo de un faisán; pero temí equivocarme...

—Pues no se equivocaba usted: hay un macho posado en una rama del gran castaño que usted conoce, señor Luciano, a cien pasos de aquí. Lo oí hace un momento, cuando pasaba por allí.

—¡Vaya, pues!—exclamó alegremente Luciano,—hay que comérselo mañana.

—Ya estaría en el suelo—dijo Orlandini,—si no hubiera temido que en la aldea creyeran que no se trataba sólo de un faisán.

—He hecho avisar—replicó Luciano.

Y volviéndose hacia mí, añadió echándose al hombro la escopeta que acababa de cargar.

—A usted le corresponde el honor.

—Perdone usted, pero no estoy tan seguro como todo eso de mi puntería; me importa mucho tener mi parte en el faisán; de modo que debe usted tirarle.

—La verdad es—dijo Luciano,—que usted no está acostumbrado a cazar de noche y tiraría demasiado bajo; además, si no tiene usted nada que hacer durante el día, podrá tomar el desquite mañana.

Salimos de las ruinas por el lado opuesto al de nuestra entrada, y Luciano iba a la cabeza; en el momento que nos internábamos en los matorrales el faisán, denunciándose a sí mismo, se puso a cacarear de nuevo.

Estaba a ochenta pasos de nosotros, casi oculto entre las ramas de un castaño al que no era posible acercarse, pues estaba rodeado de matorral por todos lados.

—¿Cómo se acercará usted a él, sin que le oiga?—pregunté a Luciano.—No me parece cosa fácil.

—No—me contestó.—Si pudiera verlo le tiraría desde aquí.

—¿Cómo desde aquí? ¿Tiene usted una escopeta que mate faisanes a ochenta pasos?

—A munición, no; a bala, sí.

—Ah ¿conque a bala? no hablemos más; ha hecho usted bien en encargarse del tiro.

—¿Quiere usted verlo?—preguntó Orlandini.

—Sí—contesté;—confieso que me agradaría.

—Aguarde usted entonces.

Y Orlandini se puso a imitar el cloqueo del faisán hembra.

Inmediatamente, sin ver el faisán, notamos un movimiento en las hojas del castaño; el faisán iba subiendo de rama en rama, mientras contestaba con su cacareo a las invitaciones que le hacía Orlandini.

Por fin apareció en la copa del árbol, perfectamente visible, destacándose vigorosamente sobre el blanco mate del cielo.

Orlandini calló, y el faisán se quedó inmóvil.

Luciano bajó la escopeta, y después de apuntar un segundo, disparó el tiro.

El faisán cayó como una pelota.

—¡Busca!

Y Diamante se lanzó al matorral y cinco minutos después volvió con el faisán en la boca. La bala le había atravesado el cuerpo.

—Lindo tiro—dije.—Lo felicito a usted, sobre todo por haberlo hecho con una escopeta de dos cañones.

—¡Oh!—dijo Luciano,—tengo menos mérito del que usted cree; uno de los cañones es rayado y dispara con bala como una carabina.

—No importa, aunque fuese con carabina, el tiro merecería una mención honorífica.

—¡Bah!—exclamó Orlandini interviniendo,—con carabina el señor Luciano perfora una moneda de cinco francos a trescientos pasos.

—¿Y tira usted lo mismo con pistola?

—Pues—contestó Luciano,—a veinticinco pasos más o menos, cortaría siempre seis balas sobre doce en la hoja de un cuchillo.

Me quité el sombrero y saludé a Luciano.

—¿Y su hermano—le pregunté,—es de su misma fuerza?

—¡Mi hermano! ¡Pobre Luis! Jamás ha tocado una escopeta ni una pistola. Por eso, mi gran temor es que se encuentre con alguna cuestión en París. Porque, valiente como es, y por sostener el honor del país, se haría matar.

Y Luciano guardó el faisán en el ancho bolsillo de su blusa de terciopelo.

—Y ahora hasta mañana, mi querido Orlandini—agregó.—Conozco su puntualidad; a las diez, usted, sus parientes y sus amigos se encontrarán en el extremo de la calle, ¿no es así? Del lado de la montaña, al extremo opuesto de la calle se encontrará Colonna con sus parientes y sus amigos. Nosotros estaremos en el atrio de la iglesia.

—Está convenido, señor Luciano; gracias por la molestia. Y usted, señor—continuó Orlandini, volviéndose hacia mí y saludando,—gracias por el honor que me hace.

Y después de este cambio de cumplidos, nos separamos, Orlandini se internó en los matorrales, y nosotros tomamos otra vez el camino de la aldea.

Diamante se quedó un momento indeciso entre Orlandini y nosotros, mirando alternativamente a derecha e izquierda. Después de cinco minutos de vacilación nos hizo el honor de preferirnos.

Confieso que no había dejado de causarme inquietud, mientras subíamos la doble muralla de rocas de que he hablado, la manera de bajarla; la bajada es, generalmente, como se sabe, mucho más dificultosa que la subida. Vi, pues, no sin placer, que Luciano, adivinando sin duda mi pensamiento, tomaba otro camino.

Este camino ofrecía una ventaja más y era la de la conversación que naturalmente, interrumpían los parajes escarpados. Ahora bien, como el declive era suave y el camino fácil, apenas hubimos andado cincuenta pasos me entregué a mis habituales interrogaciones.

—¿De modo—dije,—que está hecha la paz?

—Sí, y como usted ha podido verlo, no sin trabajo. Pero, en fin, le he hecho comprender que todas las ventajas eran dadas por los Colonna, en primer lugar éstos habían tenido cinco muertos, y los Orlandini sólo cuatro. Los Colonna habían consentido ayer en la reconciliación, mientras los Orlandini no consentían hasta hoy. Por fin, los Colonna se comprometían a devolver públicamente una gallina viva a los Orlandini, concesión que demostraba que reconocían su falta de razón. Esta última consideración lo decidió.

—¿Y mañana debe celebrarse esa conmovedora conciliación?

—Mañana a las diez. Ya ve usted que tiene suerte. ¿Esperaba usted ver una vendetta? ¡Bah!—agregó el joven riendo con risa amarga,—¡linda cosa es una vendetta! Desde hace cuatrocientos años, en Córcega no se oye hablar de otra cosa. Verá usted una reconciliación, y eso es mucho más raro que una vendetta.

Me eché a reir.

—Ya ve usted—me dijo,—que se está riendo de nosotros, y tiene razón; somos, en verdad, gentes muy curiosas.

—No—le contesté,—me río de una cosa extraña: de verlo a usted furioso contra sí mismo, por haber tenido éxito en esta cuestión.

—¿No es verdad? ¡Ah! si hubiera usted podido comprender, hubiera admirado mi elocuencia. Pero, dentro de diez años, puede usted volver tranquilo; todo el mundo hablará en francés.

—Es usted un excelente abogado.

—No, entendámonos, soy árbitro. ¡Qué diablos quiere usted! el deber de un árbitro es lograr la conciliación. Si se me nombrara árbitro entre Dios y el diablo, trataría de reconciliarlos, aunque en el fondo del corazón estaría convencido de que, al escucharme, Dios haría una majadería.

Como vi que este género de conversación no hacía más que agriar a mi compañero de camino, la dejé decaer, y como él, por su parte, no trató de reanimarla, llegamos a su casa sin pronunciar una palabras más.

VI

Griffo nos aguardaba. Y antes de que su amo le dirigiera la palabra, ya había registrado el bolsillo de la blusa y sacado el faisán. Bastóle oir el tiro para conocerlo.

La señora de Franchi no estaba acostada todavía; pero se había retirado a su habitación, encargando a Griffo que invitara a Luciano a que fuera a hablar con ella antes de acostarse.

El joven averiguó si podía faltarme algo, y ante mi respuesta negativa me pidió permiso para entrar a ver a su madre.

Le di, naturalmente, libertad completa, y subí a mi habitación.

Volví a verla con cierto orgullo. Mis estudios acerca de las analogías no me habían engañado, y me envanecía de haber adivinado el carácter de Luis, como hubiera adivinado también, en el mismo caso, el carácter de Luciano. Desnudéme, pues, lentamente, y después de tomar las Orientales, de Víctor Hugo, en la biblioteca del futuro abogado, me metí en cama satisfecho de mí mismo.

Acababa de leer por la centésima vez el Fuego del Cielo, cuando oí unos pasos en la escalera, que luego iban a detenerse muy quedo a mi puerta; sospeché que fuera mi huésped deseoso de darme las buenas noches, pero al propio tiempo temeroso de que me hubiera dormido ya.

—Entre usted—dije,—dejando el libro sobre la mesa de noche.

Abrióse la puerta, efectivamente, y apareció Luciano.

—Dispense usted—me dijo,—pero pensando en ello, me parece que he estado tan malhumorado esta noche, que no he querido acostarme sin presentarle mis excusas; vengo, pues, a pedirle disculpa y como parece que tiene usted todavía numerosas preguntas que hacer, a ponerme enteramente a sus órdenes.

—Le agradezco muchísimo la atención—le contesté;—gracias a su amabilidad, por el contrario, estoy ya más o menos al corriente de lo que deseaba averiguar, y sólo me queda por saber una cosa, que me he prometido no preguntarle a usted.

—¿Por qué?

—Porque la pregunta sería sobrado indiscreta. Sin embargo, le advierto a usted que no debe estrecharme para que se la diga; en tal caso no respondo de mí.

—Pues entonces, déjese usted llevar; malo es no satisfacer una curiosidad. De ese modo se da naturalmente pábulo a las suposiciones, y de tres suposiciones, siempre hay por lo menos dos más perjudiciales al que es objeto de ellas que la verdad misma.

—Tranquilícese usted a ese respecto; mis suposiciones más injuriosas acerca de usted conducen sencillamente a creer que es usted brujo.

El joven se echó a reir.

—¡Diablos!—exclamó,—va usted a ponerme en tanta curiosidad como usted mismo; diga usted de qué se trata, ahora se lo ruego yo.

—Pues bien, ha tenido usted la bondad de aclarar todo lo que era obscuro para mí, menos un solo punto; me ha enseñado usted las hermosas armas históricas que aún le pediré permiso para ver otra vez antes de marcharme.

—Y va una.

—Me ha explicado usted lo que significaba la doble e igual inscripción de las culatas de las carabinas.

—Y van dos.

—Me ha dado a comprender cómo, merced al fenómeno de su nacimiento, siente, a pesar de hallarse a trescientas leguas de distancia, las mismas sensaciones que experimenta su hermano, como éste por su parte, sin duda, recibe las que experimenta usted.

—Y van tres.

—Pero, cuando la señora de Franchi a propósito del sentimiento de tristeza que usted sintió y que le hizo creer en que le hubiera ocurrido algo enojoso a su hermano, le preguntó si no había muerto, usted le contestó: «No, si hubiese muerto, yo le hubiera vuelto a ver».

—Sí, es verdad, eso contesté.

—Pues bien, si la explicación de esas palabras puede llegar a un oído profano, explíquemelas usted, se lo ruego.

El rostro del joven había ido tomando a medida que yo hablaba, una expresión tan grave, que pronuncié las últimas palabras vacilando.

Y hasta sucedió que cuando hube terminado de hablar, reinó un momento de silencio.

—¡Vamos!—le dije,—bien veo que he sido indiscreto. Considere usted que no he dicho nada.

—No—me contestó,—sólo que es usted un hombre de mundo, y algo incrédulo por lo tanto. Pues bien, temo que trate usted de superstición una antigua tradición de familia que subsiste entre nosotros hace cuatrocientos años.

—Escuche usted—exclamé,—le juro una cosa, y es que nadie, en cuestión de leyendas y tradiciones, es más crédulo que yo, y que hay una clase de cosas en que creo muy especialmente, las cosas imposibles.

—¿De modo que usted creería en las apariciones?

—¿Quiere usted que le diga lo que me ha pasado a mí mismo?

—Sí, ese relato me infundirá valor.

—Pues mi padre murió en 1807, por consiguiente, cuando yo no tenía tres años y medio todavía; como el médico había anunciado el próximo fin del enfermo, me trasladaron a casa de una vieja prima que habitaba un edificio con jardín. Ésta me preparó una cama frente a la suya, me acostó a la hora acostumbrada, y a pesar de la desgracia que me amenazaba y de la que, por otra parte, no tenía conciencia, me dormí. De repente suenan tres violentos golpes a la puerta de la habitación; me despierto, bajo de la cama y me encamino hacia la puerta.

—¿Dónde vas?—preguntó la prima que, despertada también por los tres golpes, no podía dominar cierto temor, pues sabía que, estando cerrada la primera puerta de la calle, nadie podía golpear en la de la habitación en que nos hallábamos.

—Voy a abrirle a papá, que viene a decirme adiós—contesté.

Ella fué entonces quien se tiró de la cama, y fué a acostarme de nuevo, muy a pesar mío, pues yo lloraba y seguía gritando.

—Papá está a la puerta y yo quiero ver a papá, antes que se vaya del todo.

—Y, después, ¿se ha renovado esa aparición?—preguntó Luciano.

—No, aunque yo la haya invocado muy a menudo; pero quizá también Dios acuerda a la pureza del niño privilegios que niega a la corrupción del hombre.

—¡Pues bien!—me dijo Luciano sonriendo;—en nuestra familia somos más dichosos que usted.

—¿Ven ustedes a sus parientes muertos?

—Cada vez que va a producirse o se ha producido algún gran acontecimiento.

—Y ¿a qué atribuye usted ese privilegio acordado a su familia?

—Oiga usted lo que se ha conservado entre nosotros por la tradición oral. Ya le he dicho a usted que Sivilia dejó dos hijos.

—Sí, lo recuerdo.

—Esos hijos crecieron queriéndose con todo el amor que hubieran repartido con los demás parientes, si éstos hubieran vivido. Juráronse, pues, que nada podría separarlos, ni siquiera la muerte, y a raíz de no sé qué poderoso conjuro, escribieron con su sangre, en dos trozos de pergamino, que se cruzaron, el juramento recíproco de que el primero que muriese aparecería al otro, primero en el momento de su muerte, y después en todos los momentos supremos de la vida. Tres meses más tarde uno de los hermanos fué muerto en una emboscada, en momentos en que el otro estaba cerrando una carta dirigida a él; pero cuando éste acababa de apoyar el sello de su anillo en el lacre hirviente, oyó tras él un suspiro y volviéndose, vió a su hermano de pie y con la mano apoyada sobre su hombro, aunque no sintiera el peso de esa mano. Entonces con un movimiento completamente maquinal, le tendió la carta que le dirigía; el otro tomó la carta y desapareció.

La víspera de su muerte volvió a verle.

Sin duda ambos hermanos se habían comprometido para sí y por sus descendientes porque, desde aquella época, las apariciones se han renovado, no sólo en el instante de la muerte de los que fallecían, si no la víspera de todos los grandes acontecimientos.

—¿Y ha tenido usted alguna aparición?

—No, pero como mi padre, durante la noche que precedió a su muerte, fué avisado por su padre de que iba a morir, presumo que mi hermano y yo gozaremos del privilegio de nuestros antepasados, pues nada hemos hecho para perder ese favor.

—¿Y ese privilegio es acordado solamente a los varones de la familia?

—Sí.

—Es extraño.

—Pero así es.

Miré a aquel joven, que me decía, frío, grave y tranquilo, una cosa considerada como imposible, y repetí con Hamlet:


There are more things in heaven and earth, Horatio,
Than are dreamt of in your philosophy!


En París hubiera tomado a aquel joven por un sofisticador; pero en el fondo de la Córcega, en una aldehuela ignorada, era menester considerarle o como un loco que se engañaba de buena fe, o como un ser privilegiado, más dichoso o más desgraciado que el resto de los hombres.

—Y, ahora—me dijo,—¿sabe usted todo cuanto quería saber?

—Sí, gracias—contesté,—mucho agradezco su confianza en mí, y prometo a usted guardar el secreto.

—¡Oh! ¡Dios mío! si no hay secreto alguno en eso, y el primer campesino de la aldea le hubiera contado a usted esa historia como se la he contado yo; pero supongo que en París mi hermano no se habrá vanagloriado de ese privilegio, cuyo resultado sería, probablemente, hacer que la gente se le riera en la cara, y que las mujeres sufrieran ataques de nervios.

Y esto diciendo se levantó, me dió las buenas noches, y se retiró a su cuarto.

Algo me costó dormirme, aunque estuviera bastante fatigado, y aun cuando me dormí, mi sueño fué agitado. Volví a ver confusamente todos los personajes con quienes me había puesto en relación durante aquel día, pero forjando entre sí una acción confusa y sin dilación. Sólo al amanecer me dormí con un sueño real, y no desperté sino al repique de las campanas que parecían sonar junto a mi oído.

Tiré del cordón de la campanilla, pues mi sensual antecesor había llevado el lujo hasta el extremo de poner al alcance de su mano la única que probablemente había en la aldea.

Griffo apareció en seguida con el agua caliente. Vi que el señor Luis de Franchi había educado bastante bien a aquella especie de ayuda de cámara.

Luciano había preguntado ya dos veces si estaba yo despierto, declarando que, si no me movía a las nueve y media, entraría en mi cuarto.

Eran las nueve y veinticinco, de modo que no tardé en verle entrar.

Se me apareció vestido de francés, y hasta de francés elegante. Llevaba levita negra, chaleco de fantasía y pantalón blanco, pues ya a principios de marzo hace rato que se pueden llevar pantalones blancos en Córcega.

Vió que le miraba con cierta sorpresa.

—Admira usted mi traje—me dijo,—es una nueva prueba de que me estoy civilizando.

—Sí, a fe mía—contesté,—y le confieso que no estoy poco admirado de que se encuentre un sastre capaz de tanto en Ajaccio. Pero yo, con mi traje de terciopelo, voy a hacer muy triste figura al lado suyo.

—Como que el mío es del sastre Humann, ni más ni menos, huésped mío. Como mi hermano y yo tenemos exactamente el mismo cuerpo, Luis me ha dado la broma de enviarme un guardarropa completo, que no uso, como usted supondrá, sino en las grandes solemnidades: cuando pasa el señor prefecto; cuando el general comandante del octogésimo sexto departamento hace su jira; o también, cuando recibo un huésped como usted, y esa dicha se combina con un acontecimiento tan solemne como el que va a realizarse.

Tenía aquel joven una eterna ironía que, manejada por un espíritu superior, mientras incomodaba un tanto a su interlocutor, no pasaba, sin embargo, nunca, los límites de la perfecta corrección.

Me contenté, pues, con inclinarme, dando las gracias, mientras él se calzaba, con todas las precauciones de estilo, un par de guantes cortados para su mano por Boivin o Rousseau.

Con aquel traje tenía, realmente, el aspecto de un elegante parisiense.

Yo, entretanto, terminé de vestirme.

Dieron las diez menos cuarto.

—Vamos—me dijo,—si quiere usted ver el espectáculo; creo que es hora de que tomemos nuestras plateas; a menos que prefiera usted almorzar, lo que, según creo, sería más razonable.

—Gracias, rara vez como antes de las once o las doce: puedo hacer frente, pues, a ambas operaciones.

—Entonces, vamos.

Tomé el sombrero y le seguí.

Desde lo alto de la escalinata de ocho escalones por la que se llegaba a la puerta de la fortaleza habitada por la señora de Franchi y su hijo, dominábase toda la plaza.

Al contrario de lo que ocurría el día antes, la plaza estaba llena de gente, sin embargo, todo aquel gentío se componía únicamente de mujeres y de niños de menos de doce años: no se veía un hombre.

En el primer escalón del atrio de la iglesia hallábase uno solo, ceñido con la banda tricolor; era el alcalde.

Bajo el pórtico, otro hombre vestido de negro estaba sentado a una mesa, con un papel escrito delante. Aquel hombre era el notario; el papel escrito era el acta de la reconciliación.

Tomé asiento a uno de los lados de la mesa junto con los padrinos de Orlandini. Del otro lado estaban los padrinos de Colonna—detrás del notario se colocó Luciano, que estaba tanto por el uno como por el otro.

En el fondo, en el coro de la iglesia, veíanse los sacerdotes, prontos a decir la misa.

El reloj dió las diez.

Inmediatamente, corrió un estremecimiento por la multitud entera, y las miradas se dirigieron hacia los extremos de la calle si puede llamarse calle un intervalo desigual dejado entre ellas por unas cincuenta casas construídas a capricho de sus propietarios.

Al punto se vió aparecer a Orlandini del lado de la montaña y a Colonna del lado del arroyo: ambos eran seguidos por sus partidarios; pero, de acuerdo con el programa convenido, ni uno solo llevaba armas; hubiérase dicho, a no ser por las caras algo hurañas, que eran honrados cofrades siguiendo una procesión.

Los jefes de ambos partidos presentaban un contraste físico bien marcado; Orlandini, como ya he dicho, era alto, delgado, moreno, ágil. Colonna era bajo, grueso, vigoroso; tenía la barba y el cabello rojos; llevaba barba y cabellos cortos y rizados.

Ambos tenían en la mano una rama de olivo, simbólico emblema de la paz que iban a sellar, y al propio tiempo poética invención del alcalde.

Colonna llevaba también, asida de las patas, una gallina blanca, destinada a reemplazar a título de daños y perjuicios, la gallina que, diez años antes, había dado margen a la querella.

La gallina estaba viva.

Ese detalle tuvo que ser discutido largamente, y había estado a punto de echar a perder las cosas, pues Colonna consideraba doble humillación devolver viva la gallina que su tía había arrojado, muerta, a la cara de la prima de Orlandini.

Sin embargo, a costa de lógica, Luciano había logrado, que Colonna diera la gallina, como había conseguido, a fuerza de dialéctica, que Orlandini la recibiera.

Apenas aparecieron los dos enemigos, las campanas, que habían callado un momento, fueron echadas a vuelo.

Al verse, Colonna y Orlandini hicieron el mismo movimiento, indicando bien a las claras su mutua repulsión; sin embargo, continuaron su camino.

Detuviéronse exactamente en frente de la iglesia, a cuatro pasos el uno del otro.

Si, tres días antes, aquellos dos hombres se hubiesen encontrado a cien pasos de distancia, uno de los dos hubiera quedado seguramente allí.

Durante cinco minutos reinó, no sólo en los dos grupos, sino también en la muchedumbre entera, un silencio que, a pesar del objeto conciliador de la ceremonia, nada tenía de pacífico.

Y el alcalde tomó la palabra.

—¡Vamos, Colonna!—dijo.—¡Ya sabe que a usted le toca hablar!

Colonna hizo un esfuerzo sobre sí mismo y pronunció algunas palabras en dialecto corso.

Creí comprender que expresaba su sentimiento por haber estado diez años en vendetta con su buen vecino Orlandini, y que, como reparación, le ofrecía la gallina blanca que llevaba en la mano.

Orlandini aguardó a que la frase de su adversario estuviera completamente terminada y contestó con algunas frases corsas que, por su parte, eran la promesa de no acordarse de nada más, que de la reconciliación solemne que se celebraba bajo los auspicios del señor alcalde, el arbitraje del señor Luciano, y la redacción del señor notario.

Y ambos volvieron a callar.

—Y, ¡señores!—dijo el alcalde,—¿no estaba convenido, me parece, que se darían ustedes las manos?

Con un movimiento instintivo, ambos adversarios echaron al mismo tiempo la mano a la espalda.

El alcalde bajó entonces el escalón en que estaba, fué a buscar a la espalda de Orlandini la mano de éste, volvió hacia Colonna a hacer la misma operación con él, y después de algunos esfuerzos que trató de disimular a sus administrados, con una sonrisa, logró unir ambas diestras.

El notario aprovechó el momento, se levantó y leyó, mientras el alcalde sostenía firmemente las dos manos, que en un principio hicieron cuanto pudieron por desasirse, pero que al fin se resignaron a permanecer unidas.


«Ante nos, Giuseppe Antonio Sarrola, notario real de Sollecaro, provincia de Sartène,

«En la plaza principal de la aldea, en presencia del señor alcalde, de los padrinos y de toda la población,

«Entre Gaetano Orso Orlandi, llamado Orlandini,

«Y Marco Vincenzo Colonna, llamado Schioppone,

«Ha quedado solemnemente convenido lo siguiente:

«A partir de este día de hoy, 4 de marzo de 1841, cesará la vendetta declarada hace diez años entre ellos.

«A partir de este mismo día vivirán como buenos vecinos y compadres, como vivían sus parientes antes de la desgraciada cuestión que sembró la desunión entre sus familias y sus amigos.

«En fe de lo cual, han firmado el presente, bajo el pórtico de la iglesia de la aldea con el señor Polo Arbori, alcalde de la comuna, el señor Luciano de Franchi, árbitro, los padrinos de cada uno de los dos contratantes, y nos, el notario.—Sollecaro, Este, 4 de marzo de 1841».


Observé con admiración que, por exceso de prudencia, el notario no había dicho la menor palabra a propósito de la gallina que ponía a Colonna en tan mala situación respecto de Orlandini.

También, el rostro de Colonna se iluminó en razón directa de lo que se obscureció el de Orlandini. Este último miró la gallina que tenía en la mano, como con violentas ganas de tirarla a la cara de Colonna. Pero una mirada de Franchi mató en germen esa mala intención.

El alcalde vió que no había tiempo que perder; subió hacia atrás, manteniendo entre las suyas las manos de los recién reconciliados, sin perder a éstos de vista un segundo. Luego, para adelantarse a una nueva discusión que no podía dejar de sobrevenir en el momento de firmar, desde que cada uno de los adversarios consideraría que hacerlo primero era una nueva concesión, tomó la pluma, firmó, y convirtiendo la vergüenza en honor, pasó la pluma a Orlandini que la tomó de sus manos, firmó y la pasó a Luciano quien, usando del mismo subterfugio pacificador, la pasó a su vez a Colonna que hizo su cruz.

En aquel mismo instante oyéronse los cánticos eclesiásticos, como se canta el Te Deum después de una victoria.

Firmamos todos en seguida, sin distinción de rango ni de título, como la nobleza de Francia signara, ciento veintitrés años antes, la protesta contra el duque del Mainez.

En seguida, los dos héroes de la jornada entraron en la iglesia y fueron a arrodillarse a ambos lados del coro, cada cual en el sitio que le había sido destinado.

Noté que, desde aquel momento, Luciano se quedó completamente tranquilo: todo había terminado, la reconciliación estaba jurada, no sólo ante los hombres sino también ante Dios.

El resto del oficio divino pasó, pues, sin acontecimiento alguno que merezca la pena de ser apuntado.

Terminada la misa, Orlandini y Colonna salieron con el mismo ceremonial. A la puerta y mediante una invitación del alcalde, volvieron a tocarse las manos; luego cada cual tomó, con su cortejo de amigos y parientes, el camino de su casa a la que desde hacía tres años, no había entrado ninguno de los dos.

En cuanto a Luciano y yo, volvimos a casa de la señora de Franchi, donde nos aguardaba el almuerzo.

Fácil me fué ver, por el aumento de atenciones de que era objeto, que Luciano había leído mi nombre por arriba de mi hombro cuando firmé el acta, y que ese nombre no le era completamente desconocido.

Aquella mañana había anunciado a Luciano mi intención de partir después de almorzar; era imperiosamente llamado a París para dirigir los ensayos de mi comedia Un mariage sous Louis XV, y a pesar de las instancias de la madre y el hijo, persistí en mi primera resolución.

Luciano me pidió entonces permiso para aceptar mi ofrecimiento, escribiendo por mi intermedio a su hermano, y la señora de Franchi, que bajo su fuerte carácter antiguo no dejaba de ocultar un corazón de madre, me hizo prometerle que entregaría la carta en mano propia.

La incomodidad no era grande, por otra parte, pues Luis de Franchi, como verdadero parisiense que era, vivía en la calle de Helder, núm. 7.

Pedí que me dejaran visitar por última vez el cuarto de Luciano, quien me condujo a él, y mostrándome con la mano todo cuanto allí había, me dijo:

—Tenga usted muy en cuenta que si hay entre todos estos objetos uno que le agrade debe tomarlo porque es suyo.

Fuí a descolgar un puñalito colocado en un rincón lo bastante obscuro para indicarme que no tenía valor alguno, y como había visto antes que Luciano miraba mi cinturón de caza, y le había oído alabar su distribución, le rogué que lo aceptara; tuvo el buen gusto de tomarlo sin hacerse de rogar.

En ese mismo instante apareció Griffo en la puerta; iba a anunciarme que el caballo estaba ensillado y que el guía aguardaba.

Yo había puesto a un lado el obsequio que destinaba a Griffo: era una especie de cuchillo de caza, con dos pistolas pegadas a ambos lados de la hoja y cuyos gatillos estaban ocultos en la empuñadura.

Jamás he visto alegría semejante a la suya.

Bajé y encontré a la señora de Franchi al pie de la escalera; me aguardaba para desearme buen viaje en el mismo sitio en que me había deseado la bienvenida. Le besé la mano, pues sentía gran respeto hacia aquella mujer tan sencilla y al propio tiempo tan digna.

Luciano me condujo hasta la puerta.

—Cualquier otro día—me dijo,—ensillaría mi caballo y tendría el gusto de acompañar a usted hasta más allá de la montaña, pero hoy no me atrevo a salir de Sollecaro, pues temo que uno u otro de los dos nuevos amigos haga alguna tontería.

—Y hace usted bien—le contesté;—en cuanto a mí, crea usted que me felicito de haber presenciado una ceremonia tan nueva en Córcega, como la que acabo de ver.

—Sí, felicítese usted, pues ha visto una cosa que ha debido hacer estremecer en sus tumbas los despojos de nuestros abuelos...

—Comprendo: la palabra era para ellos tan sagrada, que la presencia de un notario en una reconciliación, les hubiera parecido un insulto...

—¡Es que ellos no se hubieran reconciliado!

Y me tendió la mano.

—¿No me encarga usted de dar un abrazo a su hermano?

—¡Oh, sí, si eso no le es incómodo a usted!

—Pues, abracémonos entonces; no puedo dar lo que no he recibido.

Nos dimos un abrazo.

—¿Nos volveremos a ver algún día?

—Sí, si vuelve usted a Córcega.

—No; pero usted puede ir a París.

—No iré jamás—dijo Luciano.

—Sea como sea, hallará usted tarjetas con mi nombre sobre la chimenea de la habitación de su hermano. No olvide usted la dirección.

—Le prometo que, si algún acontecimiento me lleva un día al Continente, mi primera visita será para usted.

—Queda convenido.

Me dió la mano por última vez, y nos separamos; pero, mientras pudo verme bajar por la calle que conduce al arroyo, me siguió con la vista desde la puerta de su casa.

Todo en la aldea estaba bastante tranquilo, aunque todavía podía observarse en ella esa especie de agitación que sigue a los grandes acontecimientos, y me alejé fijando los ojos, a medida que pasaba, en cada puerta, contando siempre con ver salir a mi ahijado Orlandini que, a la verdad, bien me debía las gracias, y no me las había dado.

Pero dejé atrás la última casa de la aldea, y me interné en el campo sin haber visto a nadie que se le pareciese.

Creí que me había olvidado por completo, y debo agregar que, en medio de las graves preocupaciones que debía tener Orlandini en semejante día, le perdonaba sinceramente ese olvido, cuando, de pronto, al llegar a los matorrales de Bicchisano, vi salir de la espesura a un hombre que se puso en medio del camino, y al instante reconocí a quien, en mi impaciencia francesa y en costumbre de corrección parisiense, tachaba ya de ingrato.

Noté que ya había tenido tiempo de volver a ponerse el traje en que se me apareció en las ruinas de Vicentello; es decir, que llevaba la cartuchera con la pistola de rigor, y que iba armado con escopeta.

Cuando estuvo a unos veinte pasos se quitó el sombrero, mientras yo espoleaba mi caballo para no hacerlo esperar.

—Señor—me dijo,—no he querido dejarlo salir de Sollecaro sin darle las gracias por el honor que se ha dignado usted hacer a un campesino sirviéndole de testigo, y como allá no tenía el corazón a mis anchas ni la lengua libre, vine a esperarlo aquí.

—Lo agradezco—le contesté,—pero no había necesidad de que usted descuidara sus asuntos por tan poca cosa, y el honor ha sido para mí.

—Además—agregó el bandido,—qué quiere usted, señor: no se pierden en un día las costumbres de cuatro años. El aire de la montaña es terrible; cuando uno lo ha respirado una vez, se sofoca en todas partes. Hace un rato, cuando estaba en esas miserables casas, a cada instante creía que el techo se me iba a caer encima.

—Pero—repliqué,—va usted a reanudar su vida habitual. ¿No tiene usted, según me han dicho, una casa, un campo y una viña?

—Sí, sin duda, pero mi hermana cuidaba de la casa, y ahí estaban los luqueses para labrar mi campo y vendimiar mi uva. Nosotros, los corsos, no trabajamos.

—¿Qué hacen ustedes, entonces?

—Vigilamos a los trabajadores, nos paseamos con la escopeta al hombro, cazamos.

—Pues bien, mi querido Orlandini—le dije, tendiéndole la mano,—¡buena caza! Pero no olvide usted que mi honor, como el suyo, está comprometido, y que ya no debe usted hacer fuego, de aquí en adelante, sino sobre los carneros silvestres, los gamos, los jabalíes, los faisanes y las perdices, y nunca contra Marco Vincenzo Colonna ni contra nadie de su familia.

—¡Ah, excelencia!—exclamó mi ahijado con una expresión fisonómica que hasta entonces no había observado sino en la cara de los litigantes normandos,—¡la gallina que me devolvió estaba tan flaca!

Y sin agregar una palabra más, se metió entre los matorrales, desapareciendo en seguida.

Yo continué mi camino meditando sobre aquella probable causa de ruptura entre los Orlandini y los Colonna.

Aquella noche dormí en Albiteccia. Al día siguiente llegué a Ajaccio. Ocho días después estaba en París.

VII

El mismo día de mi llegada me presenté en casa del señor Luis de Franchi; había salido.

Dejé mi tarjeta con una línea anunciándole que acababa de llegar directamente de Sollecaro, y que tenía para él una carta del señor Luciano. Le preguntaba a qué hora podía recibirme, agregando que me había comprometido a entregarle la carta en mano propia.

Para llevarme al gabinete de su amo, donde debía escribir dichos renglones, el criado me hizo atravesar sucesivamente el comedor y la sala. Miré en torno mío con la curiosidad que debe comprenderse, y reconocí los mismos gustos que ya había notado en Sollecaro; sólo que esos gustos estaban perfeccionados por toda la elegancia parisiense. Me pareció, pues, que el señor Luis de Franchi tenía un lindísimo departamento de soltero.

Al día siguiente, y cuando me estaba vistiendo; es decir, a las once de la mañana, mi criado me anunció a su vez al señor Luis de Franchi. Ordené que se le hiciera entrar en la sala, se le diesen los diarios, y se anunciase que al momento me pondría a sus órdenes.

En efecto, cinco minutos después, me presentaba en la sala.

Al ruido que hice, el señor de Franchi que, sin duda por cortesía, estaba leyendo un folletín mío que aparecía en La Presse, levantó la cabeza.

Me quedé petrificado al ver su parecido con Luciano.

Se puso de pie.

—Señor—me dijo,—trabajo me costaba creer en mi buena suerte, al leer el billetito que me entregó el criado cuando volví. Le hice repetir diez veces las señas de usted, para convencerme de que estaban de acuerdo con sus retratos; en fin, esta mañana, en mi doble impaciencia de darle a usted las gracias y de tener noticias de mi familia, me he presentado en su casa sin preocuparme mucho de la hora, lo que me hace temer haber sido demasiado madrugador...

—Perdón—le dije,—si no comienzo por contestar a su cortés cumplido; pero, se lo confieso a usted, le estoy mirando, y me pregunto si tengo el honor de hablar a don Luis o a don Luciano de Franchi.

—Sí, ¿no es verdad? el parecido es grande—agregó sonriendo,—y cuando yo me hallaba todavía en Sollecaro, los únicos que no nos equivocábamos éramos mi hermano y yo; sin embargo, si después de mi partida no ha abjurado de sus costumbres corsas, usted ha debido verlo constantemente en un traje que crea alguna diferencia entre nosotros.

—Pues precisamente—repliqué,—la casualidad ha hecho que al separarme de él, estuviese, salvo el pantalón blanco, que aún no es tiempo de ponerse en París, exactamente vestido como usted, de lo que resulta que no tengo, para separar su presencia del recuerdo de Luciano, ni siquiera esa diferencia de traje de que me habla. Pero—continué sacando la carta de mi cartera,—comprendo que tiene usted prisa por saber noticias de su familia; tome usted esta carta, que le hubiese dejado ayer, si no hubiera prometido a la señora de Franchi entregársela a usted mismo.

—¿Dejó usted a todos buenos?

—Sí, pero inquietos.

—¿Por mí?

—Por usted. Pero lea usted su carta, se lo ruego.

—¿Usted me lo permite?

—¡Sin duda alguna!

El señor de Franchi abrió la carta, mientras yo preparaba un cigarrillo.

Entretanto le seguía con los ojos mientras su mirada recorría rápidamente la epístola fraternal; de tiempo en tiempo sonreía murmurando:

—¡Querido Luciano! ¡madre mía!... Sí, sí, comprendo...

Yo no había vuelto aún de mi asombro ante aquel extraño parecido; sin embargo, y como lo había dicho Luciano, observé que Luis era más blanco y que pronunciaba más claramente el francés.

—¡Y bien!—le dije, ofreciéndole un cigarrillo que encendió en el mío,—ya lo ve usted: como se lo había dicho, su familia estaba inquieta, pero veo con satisfacción que no tenía motivo para ello.

—No—me dijo con tristeza,—no del todo. No he estado enfermo, es verdad, pero he tenido un pesar, un pesar bastante violento, que, se lo confieso a usted, aumentaba aún ante la idea de que, al sufrir aquí, hacía sufrir allá a mi hermano.

—El señor Luciano me había dicho ya lo que acaba usted de decirme; pero para que yo creyese una cosa tan extraordinaria y la tuviera por una verdad y no por una preocupación de su espíritu, era menester la prueba que tengo en este instante; de modo que usted también está convencido, señor, de que el malestar que sentía su hermano en Sollecaro dependía del sufrimiento que usted experimentaba aquí.

—Sí, señor, completamente convencido.

—Entonces—repuse,—como su respuesta afirmativa tiene por resultado el de interesarme doblemente en lo que le pasa a usted, permítame que le pregunte, por interés, y no por curiosidad, si el pesar de que me hablaba hace un momento ha pasado, y si está usted en camino de complacerme.

—¡Oh, Dios mío! ya sabe usted, caballero, que los dolores más vivos se adormecen con el tiempo, y si ningún accidente viene a emponzoñar la herida de mi corazón, ¡vamos! seguirá sangrando quién sabe cuanto, pero al fin se cicatrizará. Y ahora, reciba usted mis más expresivas gracias, y concédame el permiso de venir de tiempo en tiempo a hablarle de Sollecaro.

—¡Con el mayor placer!—le contesté;—¿pero por qué no continuamos ahora mismo una conversación que es para mí tan agradable como para usted? ¡Vamos! aquí está el criado: viene a anunciarme que el almuerzo está servido. Hágame usted el gusto de comer un par de chuletas conmigo y conversaremos a nuestras anchas.

—¡Imposible! y de veras que lo siento. Recibí ayer una carta del canciller de Francia, pidiéndome que pase hoy mismo, a mediodía, a verlo por el Ministerio de Justicia, y, ya comprende usted que yo, pobre abogadillo en barbecho, no puedo hacer esperar a tamaño personaje.

—¡Ah! pues probablemente lo llamará a usted por el asunto de los Orlandini y los Colonna...

—Así me parece, y como mi hermano me dice que la querella ha terminado...

—Ante notario, puedo darle a usted noticias ciertas de ello; firmé el contrato, como padrino de Orlandini.

—En efecto, mi hermano me dice algo al respecto.

Y luego, sacando el reloj, añadió:

—Oiga usted; faltan pocos minutos para las doce; voy, pues, primero, a anunciar al canciller que mi hermano ha cumplido mi palabra...

—¡Oh! religiosamente, puedo atestiguarlo.

—¡Querido Luciano! bien sabía yo que, aunque no pensara así, no dejaría de hacerlo.

—Sí, y hay que agradecérselo, se lo aseguro a usted, porque le ha costado bastante.

—Más tarde hablaremos de eso, pues como usted comprenderá, es una gran satisfacción para mí volver a ver con los ojos del pensamiento y evocados por usted, a mi madre, a mi hermano, a mi país. De modo que si usted tiene la bondad de decirme a qué hora...

—Eso es bastante difícil. En estos primeros días de mi llegada tengo necesariamente que ser un tanto vagabundo. Pero dígame usted mismo dónde puedo encontrarlo.

—Diga usted: mañana hay baile de máscaras en la Ópera, el baile de Cuaresma, ¿no es verdad?

—¿Mañana?

—Sí.

—¿Y bien?

—¿Irá usted a ese baile?

—Sí o no, según. Sí, si me lo pregunta usted para que nos encontremos allí; no, si no tengo interés alguno en ir.

—En cuanto a mí, es necesario que vaya; estoy obligado a ir.

—¡Ah, ah!—exclamé sonriendo,—ya veo, como me lo decía usted hace un instante, que el tiempo adormece los más vivos dolores, y que la herida de su corazón ha de cicatrizar...

—Se engaña usted, porque probablemente iré en busca de nuevos dolores.

—Entonces no vaya usted.

—¡Ah, Dios mío! ¿acaso se hace lo que se quiere en este mundo? Me veo arrastrado a pesar mío; voy hacia donde me empuja la fatalidad. Más valdría que no fuese, bien lo sé, y sin embargo, iré.

—¿Así, pues, hasta mañana en la Ópera?

—Sí.

—¿A qué hora?

—A las doce y media, si no tiene usted inconveniente.

—¿Dónde?

—En el foyer. A la una tengo cita debajo del reloj.

—Perfectamente.

Nos estrechamos la mano y Luis de Franchi salió rápidamente de mi casa. Iban a dar las doce.

Ocupé toda aquella tarde y todo el día siguiente en las diligencias indispensables de un hombre que acaba de hacer un viaje de diez y ocho meses.

A las doce y media de la noche me hallaba en el punto de la cita.

Luis se hizo esperar un rato; había seguido por los corredores a una máscara que creyó reconocer, pero ésta se perdió entre el gentío y no pudo alcanzarla.

Traté de hablar de Córcega, pero Luis estaba demasiado distraído para seguir tema tan serio de conversación; sus ojos estaban constantemente fijos en el reloj y de pronto se separó de mí exclamando:

—¡Ah! ¡ahí está mi ramito de violetas!

Y atravesó el gentío para reunirse con una mujer que, efectivamente, llevaba un enorme ramillete de violetas en la mano.

Como, por fortuna para todos los paseantes, había en el foyer ramilletes de toda especie, pronto se me reunió uno de camelias blancas, que tuvo a bien felicitarme por mi feliz regreso a París.

Al ramillete de camelias sucedió uno de rosas.

Al de rosas uno de heliotropos.

Por fin me hallaba con mi quinto ramillete cuando encontré a D**.

—¡Ah! ¡es usted, querido!—exclamó,—sea usted el bienvenido, porque llega de perlas: esta noche cenaremos en casa de Fulano y Zutano (me nombró a tres o cuatro de nuestros comunes amigos), y contamos con usted.

—Muchísimas gracias—contesté;—pero, a pesar de mi gran deseo de aceptar la invitación, no me es posible, porque estoy acompañado.

—Pero me parece que no hay para qué decir que cada cual tiene el derecho de llevar a su cada cual; en la mesa están preparados seis vasos de agua cuyo único objeto será mantener frescos los ramilletes...

—¡Ay! querido, se engaña usted: no tengo ramilletes que poner en sus vasos; estoy con un amigo...

—Pues ya sabe usted el refrán: los amigos de nuestros amigos...

—Es un joven que usted no conoce.

—Así nos conoceremos.

—Le ofreceré tan buen momento.

—Y si rehúsa, llévelo usted por fuerza.

—Haré lo que pueda, se lo prometo... Y ¿a qué hora nos pondremos a la mesa?

—A las tres; pero, como nos hemos de quedar hasta las seis, tiene usted margen...

—Perfectamente.

Un ramillete de myosotis, que probablemente había oído la última parte de nuestra conversación, tomó el brazo de D** y se alejó con él.

Minutos después me encontré con Luis, que, según todas las probabilidades, había terminado con su ramillete de violetas.

Como mi dominó estaba dotado de un ingenio bastante mediano, la envié a intrigar a uno de mis amigos, tomé el brazo de Luis y le dije:

—¿Ha sabido usted lo que deseaba saber?

—¡Oh, sí!—exclamó.—Ya sabe usted, y demasiado, que en los bailes de máscaras, generalmente, no se nos dice sino lo que se debería dejarnos ignorar.

—¡Pobre amigo mío!...—le dije.—Y perdone usted que lo trate así; pero me parece que le conozco desde que conocí a su hermano... ¡Vaya!... ¿Es usted desgraciado, no es cierto? ¿Qué es lo que le pasa?

—¡Oh, Dios mío! nada que valga la pena de ser repetido.

Vi que deseaba guardarse su secreto, y callé.

Dimos dos o tres vueltas en silencio; yo, bastante indiferente, porque no aguardaba a nadie; él, con el ojo siempre avizor, y examinando cuanto dominó pasaba al alcance de nuestra vista.

—¡Vamos!—dije por fin,—¿sabe usted lo que debería hacer?

Se estremeció como el hombre a quien se arranca a sus penas.

—¿Yo?... ¡yo!... ¿qué dice usted? Oí, disculpe usted...

—Le propongo una distracción de que me parece necesitar mucho.

—¿Cuál?

—Véngase usted a cenar conmigo en casa de un amigo.

—¡Oh, no, caramba!... sería un convidado demasiado tétrico...

—¡Bah! se han de decir tantas locuras, que al cabo acabarán por alegrarlo.

—Por otra parte, no estoy invitado.

—Se engaña usted: lo está.

—Su anfitrión de usted es muy galante, pero, palabra de honor, no me considero digno...

En ese momento nos cruzamos con D**. Parecía muy ocupado con su ramillete de myosotis. Sin embargo, me vió.

—¿Y?—me dijo,—quedamos convenidos, ¿no es así? A las tres.

—Menos convenido que nunca, amigo mío; no puedo ir...

—¡Váyase usted al diablo, entonces!

Y continuó su camino.

—¿Quién es ese caballero?—preguntó Luis, visiblemente por decir algo.

—Pues el señor D**, uno de nuestros amigos, mozo de mucho talento, aunque sea gerente de un periódico.

—¡El señor D**!—exclamó. Luis;—¿Conoce usted al señor D**?

—Sin duda alguna. Hace dos o tres años que estoy en relaciones de intereses y sobre todo de amistad con él.

—¿Y se trataba, acaso, de ir a cenar a su casa esta noche?

—Sí.

—¡Oh, entonces es otra cosa; acepto, acepto, con muchísimo placer!

—¡Gracias a Dios! ¡No ha costado poco!

—Quizá no debiera ir—agregó Luis, sonriendo con tristeza;—pero ya sabe usted lo que le decía anteayer; nadie va donde debe ir, todo el mundo va hacia donde lo empuja el destino, y la prueba es que yo no debería haber venido aquí esta noche.

En ese momento volvimos a cruzarnos con D**.

—Querido—le dije,—veo que he cambiado de opinión.

—¿Y es usted de los nuestros?

—Sí.

—¡Ah, bravo! Sin embargo, debo prevenirle una cosa.

—¿Cuál?

—Que todos los que cenen esta noche con nosotros deben volver a cenar con nosotros pasado mañana.

—¿En virtud de qué ley?

—En virtud de una apuesta con Chateau-Renaud.

Sentí estremecerse vivamente a Luis, cuyo brazo tenía bajo el mío. Me di vuelta: aunque estuviese más pálido que un momento antes, su rostro había permanecido impasible.

—¿Y qué apuesta es ésa?—pregunté.

—¡Oh! el cuento es demasiado largo para decírselo en este sitio. Además, hay una persona interesada en la apuesta, que podría hacérsela perder si oyera hablar de ella.

—Perfectamente; hasta luego a las tres.

—Hasta luego.

Nos separamos nuevamente: al pasar frente al reloj miré y vi que eran las dos y treinta y cinco minutos.

—¿Conoce usted a ese señor Chateau-Renaud?—me preguntó Luis con una voz cuya emoción trataba en vano de disimular.

—De vista solamente; le he encontrado algunas veces en sociedad.

—¿De modo que no es amigo suyo?

—Ni siquiera conocido.

—¡Ah! ¡me alegro!—dijo Luis.

—¿Por qué?

—Por nada.

—Pero ¿usted le conoce?

—Indirectamente.

A pesar de lo evasivo de la respuesta, fácil me fué comprender que entre el señor de Franchi y el señor de Chateau-Renaud existía una de esas misteriosas relaciones cuyo conductor es la mujer. E instintivamente comprendí que sería mejor para mi compañero que nos volviéramos a nuestras respectivas casas.

—Oiga usted, amigo mío—le dije.—¿Quiere usted seguir mi consejo?

—Vamos...

—Pues, dejemos esa cena en casa de D**.

—¿Por qué razón? ¿No nos aguarda, o mejor dicho, no le ha anunciado usted que le lleva un convidado?

—Sí: no se trata de eso.

—Entonces, ¿por qué?

—Sencillamente porque creo que sería mejor que no fuéramos.

—Pero, al fin y al cabo, ¿tiene usted un motivo para cambiar así de opinión? Hace un momento insistía usted en llevarme, casi a pesar mío.

—Y nos encontraremos con Chateau-Renaud.

—Tanto mejor: dicen que es muy amable, y me agradaría conocerlo bien.

—¡Entonces, sea!—dije.—Vamos, ya que usted lo quiere.

Bajamos a buscar nuestros sobretodos.

D** vivía a dos pasos de la Ópera; la noche estaba hermosa: pensé que el aire libre calmaría un tanto el espíritu de mi compañero. Le propuse, pues, que fuéramos a pie, y aceptó.

En la sala encontramos a varios amigos míos, y, como yo lo había sospechado, dos o tres máscaras sin careta, que tenían sus ramilletes en la mano, aguardando el momento de ponerlos en los vasos. Presenté al señor Luis de Franchi, a unos y a otras, y demás está decir que fué cortésmente recibido por todos.

Diez minutos más tarde llegó también D**, conduciendo al ramillete de myosotis, que se quitó el antifaz con un abandono y una facilidad que indican, primero, a la mujer bonita; y después, a la mujer acostumbrada a esa clase de fiestas.

Cuando puse en contacto a de Franchi y a D**, mi amigo B** hizo la más oportuna de las indicaciones:

—Si ya no queda nadie por presentar pido que nos sentemos a la mesa.

—Todo el mundo está presentado, pero todos los invitados no han venido—contestó Dujarrier.

—¿Quién falta?

—Chateau-Renaud.

—¡Ah, es verdad! ¿no tiene una apuesta pendiente?—preguntó V**.

—Sí, por una cena de doce personas que pagará si no trae a cierta dama que se ha comprometido a traer.

—¿Y quién es esa dama—preguntó el ramillete de myosotis,—tan esquiva que da motivo a apuestas semejantes?

Miré a de Franchi; estaba tranquilo en apariencia, pero pálido como la muerte.

—¡Vamos!—dijo Dujarrier,—no creo que sea una indiscreción decir el nombre de esa máscara; tanto más cuanto que es muy probable que no la conozcan ustedes. Es la señora...

Luis puso la mano en el brazo de Dujarrier.

—Señor—le dijo,—en obsequio a nuestra nueva amistad, hágame usted un favor...

—Cuanto usted desee...

—No nombre usted a la persona que debe venir con el señor Chateau-Renaud: bien sabe usted que es una mujer casada.

—Sí, pero el marido está en Esmirna, en las Indias, en Méjico, qué sé yo dónde. Cuando un marido está tan lejos es, ya sabe usted, como si no existiera.

—Pues el marido vuelve dentro de pocos días; le conozco, es un caballero y yo desearía evitarle, si es posible, que a su vuelta conozca la inconsecuencia de su mujer.

—Entonces, discúlpeme usted—contestó Dujarrier.—Ignoraba que conociese usted a esa señora; hasta dudaba de que fuera casada: pero, desde que usted la conoce y conoce al marido...

—Los conozco.

—Seremos de la mayor discreción. Señoras y señores, venga o no venga Chateau-Renaud, llegue solo o acompañado, pierda o gane su apuesta, ruego a ustedes que guarden el secreto de esta aventura.

Todos lo prometieron a una voz, probablemente no por sentimiento muy profundo de las conveniencias sociales, sino porque tenían mucho apetito y, por consiguiente, estaban deseando ponerse a la mesa.

—Gracias, señor—dijo de Franchi estrechando la mano de Dujarrier,—le aseguro a usted que acaba de hacer una buena acción.

Pasamos al comedor y nos sentamos. Dos sillas quedaron desocupadas: la de Chateau-Renaud, y la de la persona que debía acompañarle.

El criado fué a sacar los cubiertos.

—¡No!—dijo el dueño de la casa;—deje usted esos asientos: Chateau-Renaud tiene plazo hasta las cuatro de la mañana. A las cuatro sacará usted el cubierto: a las cuatro en punto habrá perdido su apuesta.

Yo no dejaba de mirar a de Franchi; vi que volvía los ojos hacia el reloj que señalaba las tres y cuarenta.

—¿Anda bien ese reloj?—preguntó fríamente de Franchi.

—No me preocupa—contestó Dujarrier,—pues he hecho arreglar el reloj por el de Chateau-Renaud, para que no tenga motivo alguno de queja.

—Pero, señores—dijo el ramillete de myosotis,—puesto que no se puede hablar de Chateau-Renaud y su desconocida, no hablemos más de ellos, porque vamos a caer en los símbolos, las alegorías y los enigmas, lo que resulta mortalmente fastidioso.

—Tiene usted razón, Estela—contesto V**;—hay tantas mujeres de quienes se puede hablar y que no quieren otra cosa...

—A la salud de ellas—dijo Dujarrier.

Y comenzaron a llenarse las copas de champaña helado. Cada uno de los convidados tenía una botella frente a él.

Noté que Luis humedecía apenas los labios en su copa.

—Beba usted—le dije;—ya ve que no va a venir.

—Todavía no son más que las cuatro menos cuarto—replicó.—A las cuatro, y por atrasado que esté, le prometo igualar al que vaya más adelante...

—¡Magnífico!

Mientras cambiamos estas palabras en voz baja, la conversación había ido haciéndose general y bulliciosa; de tiempo en tiempo, Dujarrier y Luis dirigían la vista al reloj que continuaba su marcha impasible, a pesar de la impaciencia de las dos personas que consultaban sus minuteros.

A las cuatro menos cinco miré a Luis.

—A su salud—le dije.

Tomó la copa sonriendo, y había bebido la mitad o poco menos, cuando sonó un campanillazo.

Yo hubiera creído que no hubiese podido ponerse más pálido de lo que estaba, pero me engañé.

—¡Él es!—dijo.

—Sí, pero no quizá con ella—repliqué.

—Es lo que vamos a ver.

El campanillazo había despertado la atención de todo el mundo, y el más profundo silencio sucedió a la ruidosa conversación que rodaba alrededor de la mesa saltando a veces por encima de ella.

Se oyó una especie de discusión en la antesala.

Dujarrier se levantó y fué a abrir la puerta.

—Le he conocido la voz—me dijo Luis tomándome el puño que me oprimió con fuerza.

—¡Vamos! ¡valor! sea usted hombre, es evidente que si viene a cenar con un hombre a quien apenas conoce y entre gentes a quienes no conoce, se trata sencillamente de una perdida, y una perdida no es digna del amor de un caballero.

—Pero entre usted, señora, se lo suplico—decía Dujarrier en la antesala,—entre usted: le aseguro que estamos completamente entre amigos.

—Pero entra, mi querida Emilia—agregaba Chateau-Renaud;—si no quieres, no te quitarás la careta...

—¡Qué miserable!—murmuró Luis.

En ese mismo instante una mujer entró, arrastrada más que conducida por Dujarrier, que creía cumplir así con su deber de dueño de casa, y por Chateau-Renaud.

—Las cuatro menos tres minutos—dijo en voz baja Chateau-Renaud a Dujarrier.

—Muy bien, querido, ha ganado usted.

—Todavía no, señor—dijo la desconocida, dirigiéndose a Chateau-Renaud, e irguiéndose,—pues ahora comprendo su insistencia de usted: ¿había usted apostado a que me traería a cenar aquí, no es cierto?

Chateau-Renaud calló. La desconocida se dirigió entonces a Dujarrier.

—Puesto que este hombre no contesta—dijo,—conteste usted, señor: ¿No es verdad que el señor Chateau-Renaud había apostado que me traería a cenar en esta casa?

—No puedo ocultarle a usted, señora, que el señor Chateau-Renaud me había hecho abrigar esa esperanza.

—Pues bien, el señor Chateau-Renaud ha perdido, porque yo ignoraba dónde me conducía, y creía venir a casa de una de mis amigas: ahora, como no he venido voluntariamente, creo que el señor Chateau-Renaud debe perder su apuesta.

—Pero ya que estás aquí, mi querida Emilia—repuso el señor Chateau-Renaud,—te quedarás, ¿no es cierto? Observa que tenemos excelente sociedad de hombres, y alegre compañía de mujeres.

—Ya que estoy aquí—dijo la desconocida por toda contestación,—agradeceré al señor, que me parece el dueño de la casa, la cortés acogida que quiere hacerme, pero como, desgraciadamente, no puedo aceptar su galante invitación, rogaré al señor Luis de Franchi que me ofrezca el brazo para acompañarme a casa.

—Le haré observar a usted, señora—dijo Chateau-Renaud, con los dientes apretados de cólera,—que yo la he acompañado a usted hasta aquí, y que, por consiguiente, a mí me toca llevarla hasta su casa.

—Señores—dijo la desconocida,—son ustedes cinco, y me pongo bajo la salvaguardia de su honor; espero que no se permitirá que el señor de Chateau-Renaud me haga la menor violencia.

Chateau-Renaud hizo un movimiento: todos nos levantamos.

—Está bien, señora—dijo aquél;—queda usted libre, ya sé con quién tendré que habérmelas.

—Si es conmigo, señor—dijo Luis de Franchi con una altanería imposible de describir,—me encontrará usted mañana todo el día en la calle de Helder, núm. 7.

—Muy bien, caballero; quizá no tenga el gusto de presentarme personalmente en su casa, pero espero que querrá usted recibir en mi lugar a dos de mis amigos.

—No le faltaba a usted, señor—dijo Luis de Franchi, encogiéndose de hombros,—sino dar esa clase de citas delante de una dama. Venga usted, señora—continuó, tomando del brazo a la desconocida,—y crea usted que agradezco desde el fondo del corazón el honor que usted me dispensa.

Y ambos salieron en medio del más profundo silencio.

—¡Vaya, y qué!—dijo Chateau-Renaud, apenas se cerró la puerta:—he perdido y nada más. Hasta pasado mañana a la noche, todos los presentes, en la fonda de los Frères-Provençaux.

Se sentó en uno de los asientos desocupados, y tendió la copa a Dujarrier, para que se la llenara.

Pero, como se comprende, y a pesar de la ruidosa hilaridad de Chateau-Renaud, el resto de la cena resultó bastante sombrío.

VIII

Al día siguiente, o mejor dicho, aquel mismo día, hallábame a las diez de la mañana a la puerta del señor Luis de Franchi. Al subir la escalera me encontré con dos jóvenes que bajaban: el uno era, evidentemente, un hombre de sociedad; el otro, con la condecoración de la Legión de Honor, parecía, aunque estuviese vestido de particular, un oficial del ejército.

No me cupo duda de que aquellos dos caballeros salían de la casa de de Franchi, y los seguí con los ojos hasta el pie de la escalera, para continuar luego mi camino y llamar a la puerta de mi joven amigo.

El criado acudió a abrir: su amo se hallaba en el bufete.

Cuando entró para anunciarme, Luis, que se hallaba sentado escribiendo, levantó la cabeza.

—Pues precisamente—dijo arrugando el billete comenzado y arrojándolo al fuego,—esta esquela era para usted, e iba a enviarla a su casa. Está bien, José, no estoy para nadie.

El criado salió.

—¿No ha encontrado usted a dos caballeros en la escalera?—continuó Luis acercando su sillón.

—Condecorado uno de ellos...

—Precisamente.

—Sospeché que salían de aquí.

—Y ha adivinado.

—¿Venían de parte del señor Chateau-Renaud?

—Son sus padrinos.

—¡Ah! caramba, conque ha tomado la cosa a lo serio, por lo que se ve...

—No podía ser de otro modo, como usted comprenderá—contestó Luis.

—¿Y venían?...

—A pedirme que enviara dos de mis amigos a conversar del asunto con ellos: entonces pensé en usted.

—Mucho le agradezco su recuerdo, pero no puedo ir solo a verme con ellos.

—He rogado a uno de mis amigos, el barón Giordano Martelli, que venga a almorzar conmigo. Estará aquí a las once. Almorzaremos juntos, y a mediodía tendrán ustedes la bondad de ir a casa de esos señores que han prometido no salir hasta las tres. Aquí están sus nombres y sus señas.

Y Luis me presentó dos tarjetas.

El uno se llamaba el vizconde René de Chateaugrand, el otro el señor Adriano de Boissy. El primero vivía en la calle de la Paz, número 12; el segundo, que, como yo lo había sospechado, pertenecía al ejército, era teniente de los cazadores de África, y vivía en la calle de Lille, número 29.

Volví y revolví las tarjetas en la mano.

—Y... ¿qué es lo que le preocupa a usted?—preguntó Luis.

—Quisiera saber, francamente, si toma usted este asunto a lo serio. Ya comprende usted que nuestra conducta depende de eso.

—¡Cómo! ¡Muy en serio! Por otra parte, ya lo ha visto usted, me he puesto completamente a las órdenes del señor Chateau-Renaud, y él es quien me envía sus padrinos. No me toca, pues, nada más que dejarlo hacer.

—Sí, seguramente, pero al fin y al cabo...

—Termine usted—dijo Luis sonriendo.

—Pero, al fin y al cabo, hay que saber por qué se baten ustedes. Uno no puede ver que dos hombres se maten sin conocer, por lo menos, el motivo del combate. Ya sabe usted que la posición del padrino es más grave, en cuanto a responsabilidad, que la del combatiente.

—Por eso también, voy a decirle a usted en dos palabras el motivo de esta disputa. Helo aquí: A mi llegada a París, uno de mis amigos, capitán de fragata, me presentó a su mujer. Era hermosa, era joven; al verla sentí tan profunda impresión que, temiendo enamorarme de ella, aproveché lo menos posible el permiso de ir a su casa a cualquier hora. Mi amigo se quejaba de mi indiferencia, y tanto se quejó que, al fin, acabé por decirle francamente la verdad: que su mujer era demasiado encantadora para exponerme a verla demasiado a menudo. Se sonrió, me tendió la mano, y exigió que fuese a comer con él ese mismo día.

—Querido Luis—me dijo a los postres,—dentro de tres semanas saldré para Méjico; quizá permanezca ausente tres meses, quizá seis, quizá más... Nosotros, los marinos, sabemos a veces cuándo marchamos, pero nunca cuándo volveremos. Le recomiendo a Emilia durante mi ausencia. Emilia, te ruego que trates a Luis de Franchi como a un hermano.

La joven contestó tendiéndome la diestra.

Yo estaba estupefacto: no supe qué contestar, y debí parecer de lo más tonto a mi futura hermana.

Mi amigo partió efectivamente, tres semanas después.

Durante aquellas tres semanas había exigido que fuere a comer con ellos por lo menos una vez cada semana.

Emilia se quedó con su madre: no necesito decirle a usted que la confianza de su marido había hecho que fuera sagrada para mí, y que, sin dejar de amarla mucho más que a una hermana, nunca la consideré de otro modo.

Pasaron seis meses. Emilia vivía con su madre, y su marido antes de marcharse le había exigido que continuara recibiéndome. Mi pobre amigo no temía nada tanto como la reputación de hombre celoso: el hecho es, también, que adoraba a Emilia, y que tenía absoluta confianza en ella.

Emilia continuó recibiéndome, pues. Por otra parte sus recibos eran íntimos, y la presencia de la madre quitaba hasta a los espíritus más perversos todo pretexto de reproche; así es que nadie dijo palabra que pudiera empañar siquiera su reputación.

Hace tres meses, poco más o menos, el señor Chateau-Renaud se hizo presentar. Usted cree en los presentimientos, ¿no es cierto? Pues al verlo me estremecí; no me dirigió la palabra; se mostró lo que debe ser un hombre de mundo en un salón, y sin embargo, cuando salió... yo le odiaba ya. ¿Por qué? Yo mismo lo ignoraba, o mejor dicho, había notado que él también había sentido la impresión que sentí al ver a Emilia por primera vez.

Parecíame también que Emilia, por su parte, lo había recibido con desusada coquetería: me engañaba sin duda, pero, ya se lo he dicho a usted, allá en el fondo del corazón no había dejado de amar a Emilia, y estaba celoso.

Así es que, en la siguiente velada no perdí de vista al señor de Chateau-Renaud; quizá notara mi persistencia en seguirlo con los ojos, pues me pareció que, hablando a media voz con Emilia, trataba de ponerme en ridículo.

Si hubiera dado oídos únicamente a mi corazón, aquella misma noche hubiera provocado un incidente con cualquier pretexto, y me hubiese batido con él; pero me contuve, diciéndome que semejante conducta sería absurda.

¡Qué quiere usted! de allí en adelante, cada viernes fué para mí un nuevo suplicio. El señor de Chateau-Renaud era un hombre de mundo en toda la extensión de la palabra, un elegante, un león; bajo muchos conceptos, yo mismo reconocía su superioridad sobre mí, pero me parecía que Emilia lo colocaba mucho más alto que lo debido.

Pronto supe que no era yo sólo el que había observado la preferencia de Emilia hacia el señor de Chateau-Renaud; esa preferencia aumentó de tal modo y se hizo tan visible que Giordano, que también frecuentaba la casa, me habló de ella.

Desde aquel momento tomé mi partido: resolví hablar a mi vez a Emilia, convencido como estaba de que por su parte aquello no era todavía más que una inconsecuencia, y que con sólo abrirle los ojos sobre su conducta reformaría cuanto hasta entonces hubiera podido hacerla acusar de ligereza.

Pero, con grande asombro mío, Emilia tomó a broma mis observaciones, pretendiendo que yo estaba loco y que cuantos participaban de mis ideas estaban tan locos como yo.

Insistí.

Emilia me contestó que no tenía que pedirme consejo en un asunto de esa especie, y que un hombre enamorado era necesariamente un juez poco imparcial.

Me quedé estupefacto: ¡el marido se lo había dicho todo!

Ya comprende usted que, desde aquel momento, mi papel, encarado como el de un amante desgraciado y celoso se hacía ridículo, y hasta odioso si se quiere: cesé de ir a casa de Emilia.

Pero no por eso dejé de tener noticias suyas; no por eso dejé de saber lo que hacía, y de sufrir, pues ya comenzaban a notarse las asiduidades del señor de Chateau-Renaud, con Emilia, y a hablarse de ellas en alta voz.

Resolví escribirle; lo hice con toda la mesura de que soy capaz, suplicándole, en nombre de su honor comprometido, en nombre de su esposo ausente y lleno de confianza en ella que pensase seriamente en lo que hacía; pero no me contestó.

¡Vamos! El amor es independiente de la voluntad; la pobre criatura amaba, y como amaba estaba ciega, o mejor dicho, quería estarlo a toda costa.

Poco tiempo después oí decir públicamente que Emilia era la querida de Chateau-Renaud. No puede usted figurarse lo que sufrí...

Mi hermano sintió entonces la repercusión de mi dolor.

Entretanto pasaron varios días, y usted llegó.

El mismo día de su llegada, yo había recibido una carta anónima: Venía de parte de una dama desconocida que me daba cita en el baile de la Ópera. Decíame la dama que tenía algunos datos que ofrecerme acerca de una señora amiga mía, de la que, por el momento se contentaba con darme el nombre de bautismo: Emilia...

En cuanto a la autora de la carta, la reconocería en el baile por un ramillete de violetas.

Recuerdo haberle dicho a usted entonces que no debía ir a aquel baile; pero, lo repito, iba empujado por la fatalidad.

Fuí. Encontré a mi dominó a la hora y en el sitio indicado por ella. Me confirmó lo que ya me había dicho: que Emilia era la amante de Chateau-Renaud, y como yo lo dudara o mejor dicho fingiera dudarlo, la desconocida me dió esta prueba: el señor de Chateau-Renaud había apostado que llevaría a su nueva querida a cenar en casa de Dujarrier.

La casualidad hizo que usted conociese a Dujarrier, que éste le invitase a cenar, que usted le pidiera autorización para llevar a un amigo, y que ese amigo fuera yo...

Ya sabe usted lo demás.

Y ahora, ¿qué puedo hacer, sino aguardar y aceptar las proposiciones que se me hagan?

Nada había que replicar a esto, de modo que incliné la cabeza.

—Pero—dije al cabo de un momento, con cierto temor,—creo recordar, y espero engañarme, que su hermano me ha dicho que jamás ha tocado usted una pistola ni una espada.

—Es cierto.

—¡Pero, entonces, está usted a la merced de su adversario!

—¡Qué quiere usted! ¡Dios dirá!

En aquel mismo instante el criado anunció al barón Giordano Martelli.

Era, como de Franchi, un joven corso de la provincia de Sartène; servía en el regimiento 17, en que, dos o tres admirables hechos de armas lo habían hecho nombrar capitán a los 23 años. De más parece decir que iba vestido de particular.

—¡Vamos!—exclamó después de saludarme,—las cosas han llegado adonde tenían que llegar, y según lo que me has escrito vas a recibir hoy la visita de los padrinos del señor de Chateau-Renaud...

—Ya han venido.

—¿Te dieron su nombre y dirección?

—Aquí están sus tarjetas.

—¡Bueno! el criado me ha dicho que la mesa estaba servida... Almorcemos, y en seguida iremos a devolverles la visita.

Pasamos al comedor, y ya no se volvió a tratar del asunto que nos reunía.

Luis me interrogó entonces acerca de mi viaje a Córcega, pues hasta entonces aún no había tenido tiempo de contarle cuanto ya sabe el lector.

En aquel momento, cuando el espíritu del joven se había tranquilizado con la seguridad de que al día siguiente se batiría con Chateau-Renaud, todos los sentimientos de patria y de familia le rebosaban del corazón. Me hizo repetir veinte veces lo que para él me había dicho su madre y su hermano. Lo que más le conmovía, conociendo las costumbres realmente corsas de Luciano, eran los esfuerzos que había hecho para apaciguar la querella de los Orlandini y los Colonna.

Dieron las doce.

—Creo, y esto no importa despedirlos—dijo Luis,—que ya es hora de ir a devolver la visita a esos caballeros; tardando más podría creerse que los descuidamos.

—¡Oh! en cuanto a eso, tranquilícese usted—repliqué.—No hace dos horas que han salido de aquí, y han tenido que darle a usted el tiempo necesario para avisarnos.

—No importa—dijo el barón Giordano;—Luis tiene razón.

—Pero, ahora—agregué,—es necesario que sepamos si prefiere usted la espada o la pistola.

—¡Oh! ¡Dios mío! ya sabe usted que me es completamente indiferente, puesto que no sé manejar ninguna de las dos. Por otra parte, el señor de Chateau-Renaud me ahorrará el trabajo de elegir. Sin duda se considerará ofendido, y con este título podrá imponer el arma que le convenga.

—Sin embargo, la ofensa es discutible. Usted no ha hecho más que tomar el brazo que se le ofrecía.

—Escuche usted—me contestó Luis,—a mi juicio cualquier discusión podría tomar el aspecto de un deseo de arreglo. Soy de inclinaciones muy pacíficas, como usted sabe; estoy muy lejos de ser un duelista, pues éste es el primer duelo que tengo, pero precisamente a causa de todas esas razones quiero jugar con toda liberalidad...

—Fácil es decirlo, querido; pero usted juega sólo la vida, y nos deja a nosotros, ante toda su familia, la responsabilidad de lo que ocurra...

—¡Oh! en cuanto a eso puede usted estar tranquilo, conozco a mi madre y a mi hermano. Se limitarán a preguntarle a usted: «¿Se ha conducido Luis como un caballero?» Y cuando usted les haya contestado «Sí», dirán a su vez: «está bien».

—Pero, ¡caramba! de todas maneras necesitamos saber qué arma prefiere usted.

—Pues, si se propone la pistola, acepten ustedes en seguida.

—Es también mi opinión—dijo Giordano.

—Vaya por la pistola—murmuré,—ya que ambos la prefieren. Pero la pistola es un arma perversa.

—¿Tengo tiempo de aprender a manejar la espada de aquí a mañana?

—No. Pero quién sabe si con una buena lección de Grisier no llegara usted a defenderse un tanto...

Luis sonrió.

—Créame usted—dijo;—lo que ha de sucederme mañana, está ya escrito allá arriba, y hagamos lo que hagamos, no lo podemos variar...

Le dimos un apretón de mano y bajamos.

Nuestra primer visita fué, naturalmente, para aquel de los padrinos que vivía más cerca, es decir, el señor de Chateaugrand, que, según ya dije, vivía en la calle de la Paix, número 12.

Este caballero no estaba visible para nadie que no se presentara en nombre del señor Luis de Franchi. Así, pues, apenas presentamos nuestras tarjetas y dijimos quién nos enviaba, fuimos introducidos en la casa.

Hallamos en el señor de Chateaugrand un perfecto hombre de mundo. De ninguna manera permitió que nos diéramos el trabajo de ir a casa del señor de Boissy, diciéndonos que ambos habían convenido que aquél en cuya casa nos presentásemos enviaría en busca del otro. E inmediatamente envió a su lacayo a avisar al señor de Boissy que estábamos aguardándole en su casa.

Durante aquel momento de espera no se trató para nada del asunto que nos reunía. Se habló de carreras, de la ópera, de cacerías...

Diez minutos después llegaba el señor de Boissy.

Ni siquiera mencionaron la pretensión de elegir armas: la espada y la pistola eran igualmente familiares para el señor de Chateau-Renaud, que dejaba la designación al señor de Franchi o a la suerte.

Se tiró una moneda de cinco francos al aire, la cara para la espada, la cruz para la pistola: cayó cruz.

En seguida se resolvió que el encuentro se efectuase al día siguiente, a las diez de la mañana, en el bosque de Vincennes; que los adversarios se colocarían a veinte pasos de distancia, que se darían tres palmadas, y que a la tercera harían fuego.

Fuimos a comunicar este resultado al señor de Franchi.

Aquella noche, al volver a casa, encontré las tarjetas de los señores de Chateaugrand y de Boissy.

IX

Me había presentado a las ocho de la noche en casa del señor de Franchi, a preguntarle si no tenía alguna recomendación para hacerme, y él me había rogado que aguardara hasta el día siguiente, contestándome con un aire particular.

—La noche trae consejo.

Al día siguiente, pues, en lugar de ir a buscarle a las ocho, lo que nos hubiera dado suficiente margen para estar a las nueve en el sitio de la cita, me presenté a las siete y media en casa de Luis de Franchi.

Estaba en su gabinete, escribiendo.

Al oir el ruido que hice abriendo la puerta, se volvió. Estaba muy pálido.

—Discúlpeme usted—me dijo—voy a acabar de escribir a mi madre; siéntese usted y tome un diario. La Presse trae un folletín encantador del señor Mery.

Tomé el diario indicado y me senté considerando con asombro el contraste que formaba la palidez, casi lívida del joven con su dulce voz, grave y tranquila.

Traté de leer, pero mientras seguía las letras con los ojos, las palabras no presentaban a mi espíritu el menor significado. Al cabo de cinco minutos me dijo Luis:

—He terminado—y llamó al ayuda de cámara, para ordenarle:—José, no estoy para nadie, ni siquiera para Giordano; si viene, hágalo usted entrar en el salón; deseo estar diez minutos a solas con este señor, sin ser interrumpido.

El criado salió y cerró la puerta.

—Usted sabe, mi querido Alejandro, que Giordano es corso, tiene ideas corsas; por eso no puedo fiarme de él; le pediré que guarde el secreto, y nada más; en cuanto a usted, es necesario que me prometa ejecutar punto por punto mis instrucciones.

—Sin duda alguna, ¿no es ése el deber del testigo?

—Deber tanto más real cuanto que de ese modo ahorrará usted una segunda desgracia a mi familia.

—¿Una segunda desgracia?—pregunté sorprendido.

—Tome usted, lea esta carta que dirijo a mi madre:

Tomé la carta de manos de de Franchi y leí con creciente asombro:


«Mi querida madre:—Si no supiese que es usted fuerte como una espartana y sumisa como una cristiana, emplearía todos los medios posibles para prepararla al horrible acontecimiento que va a herirla a usted: ¡cuando reciba usted esta carta ya no tendrá sino un hijo, Luciano, mi excelente hermano que la amará por los dos!

«Anteayer me ha dado un ataque de fiebre cerebral, cuyos primeros síntomas descuidé; el médico ha llegado demasiado tarde; querida madre mía, ya no hay remedio para mí, si no sobreviene un milagro, ¿y qué derecho tengo de esperar que Dios haga por mí ese milagro?

«Le escribo a usted en un momento lúcido; si muero, esta carta será echada al correo un cuarto de hora después de mi muerte; porque, en el egoísmo de mi amor hacia usted, quiero que usted sepa que he muerto sin echar de menos otra cosa que su cariño y el de mi hermano.

«Adiós, madre mía, no llore usted; el alma y no el cuerpo era lo que la amaba a usted, y a cualquier parte a que vaya continuará amándola.

«Adiós, Luciano; no te alejes nunca de nuestra madre, y recuerda que ya sólo le quedas tú.—Luis de Franchi».


Después de leer estas palabras me volví hacia el que las había escrito.

—Pero—le pregunté,—¿qué significa esto?

—¿No lo comprende usted?—me preguntó.

—No.

—Es que seré muerto a las nueve y diez minutos.

—Que, ¿lo van a matar a usted?...

—Sí.

—¿Pero está usted loco? ¿Por qué abrigar una idea semejante?

—No estoy loco, ni preocupado, amigo mío. Estoy prevenido, nada más.

—Prevenido, ¿y por quién?

—¿Mi hermano no le ha contado a usted—preguntó sonriendo Luis,—que los varones de mi familia gozan de un privilegio singular?

—Es verdad—contesté, estremeciéndome a pesar mío.—Me ha hablado de apariciones...

—Precisamente. Pues bien, esta noche se me ha aparecido mi padre; por eso me ha encontrado usted tan pálido: la vista de los muertos hace palidecer a los vivos.

Lo miré con asombro no exento de terror.

—¿Usted ha visto a su padre esta noche, dice?

—Sí.

—¿Y le ha hablado?

—Me ha anunciado mi muerte.

—Sería algún horrible sueño.

—Era una terrible realidad.

—¿Estaba usted dormido?

—Velaba. ¿No cree usted que un padre puede visitar a su hijo?

Bajé la cabeza, pues en el fondo de mi corazón no creía en esa posibilidad.

—¿Cómo sucedió?—le pregunté.

—¡Oh, Dios mío! de la manera más sencilla y más natural. Hallábame leyendo y aguardaba a mi padre, pues sabía que si corría algún peligro se me aparecería, cuando a la media noche mi lámpara palideció sin que hubiera causa visible para ello, la puerta se abrió lentamente y apareció mi padre.

—Pero ¿cómo?—pregunté.

—Pues como cuando vivía: vestido con el traje que llevaba habitualmente; sólo que estaba muy pálido y sus ojos no miraban.

—¡Oh, Dios mío!

—Acercóse lentamente a mi lecho. Yo me incorporé, sosteniéndome en el codo.

—Sea usted el bienvenido, padre mío—le dije.

Acercóse a mí, me miró fijamente, y me pareció que sus ojos sin brillo se animaban por la fuerza del amor paterno...

—Continúe usted. ¡Eso es terrible!...

—Entonces movió los labios, y cosa extraña, aunque sus palabras no produjeran ruido alguno, las oí resonar en mi interior, distintas y vibrantes como un eco.

—¿Y qué le dijo a usted?

—«¡Piensa en Dios, hijo mío!»—«¿Seré muerto en ese duelo?»—pregunté.—Y vi que dos lágrimas corrían de aquellos ojos sin luz, deslizándose por el pálido rostro del espectro. «¿Y a qué hora?»—interrogué.—Volvió el índice hacia el reloj. Seguí la dirección indicada. El reloj señalaba las nueve y diez minutos.—«Está bien, padre»—dije entonces.—«Que se haga la voluntad de Dios. Dejo a mi madre, es verdad, pero voy a reunirme con usted». Una pálida sonrisa vagó entonces por sus labios, y haciéndome una señal de adiós se alejó de mí. Abrióse la puerta a su paso... desapareció y la puerta se cerró tras él.

Este relato estaba tan sencilla y tan naturalmente dicho, que me pareció evidente que la escena contada por Luis de Franchi había sucedido realmente, o que en la preocupación de su espíritu había sido juguete de una ilusión que había tomado por la realidad, y que, por consiguiente, era tan terrible como ella.

Enjugué el sudor que me corría por la frente.

—Ahora bien—continuó Luis,—usted conoce a mi hermano, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué cree usted que hará en cuanto sepa que he sido muerto en duelo?

—Saldrá inmediatamente de Sollecaro para venir a batirse con el matador.

—Precisamente, y si lo mata también, mi pobre madre quedará tres veces viuda, viuda de su marido, viuda de sus dos hijos.

—¡Lo comprendo! Eso sería horroroso.

—Pues bien, eso es lo que hay que evitar... Creyendo que he muerto de una fiebre cerebral, mi hermano no atacará a nadie, y mi madre se consolará más fácilmente, si cree que me ha arrebatado la voluntad de Dios, que si sabe que he muerto a manos de un hombre... A menos que...

—¿A menos qué?—repetí.

—¡Ah, no!...—exclamó Luis.—Espero que no ha de suceder semejante cosa.

Comprendí que contestaba a un temor personal, y no insistí.

En ese momento la puerta se entreabrió.

—Mi querido de Franchi—dijo el barón Giordano, presentándose,—he respetado tu consigna mientras ha sido posible. Pero son las ocho, la cita es para las nueve, tenemos legua y media que andar, y debemos ponernos inmediatamente en marcha.

—Estoy pronto, querido—dijo Luis.—Entra. Ya he dicho a este caballero cuanto tenía que decirle.

Y se puso un dedo en los labios, mirándome.

—En cuanto a ti, amigo mío—volviéndose hacia la mesa y tomando un sobre lacrado,—he aquí lo que te destino. Si me sucediera una desgracia, lee este billete y confórmate, te lo ruego, con lo que en él te pido.

—¡Perfectamente! ¿Estaba usted encargado de las armas?—me preguntó el barón Giordano.—¿Están en el carruaje?

—Sí—contesté,—pero al salir he notado que uno de los gatillos funcionaba mal. De paso tomaremos en casa de Devisme una caja de pistolas.

Luis me miró sonriendo y me tendió la mano; había comprendido mi intención de no dejarlo matar con mis pistolas.

—¿Tienen ustedes un carruaje—preguntó Luis,—o hay que mandar en busca de uno con José?

—Ahí está mi cupé—dijo el barón,—y apretándonos un poco cabremos los tres. Como ya estamos algo retrasados, siempre andaremos más ligero con mis caballos que con los de un fiacre.

—Vamos—dijo Luis.

Y bajamos. En la puerta nos aguardaba José.

—¿Iré con el señor?—preguntó.

—No, José, es inútil; no lo necesito—contestó Luis.

Y quedándose hacia atrás:

—Tome, amigo mío—agregó, poniéndole en la mano unas monedas de oro,—y si he sido duro con usted en algún momento de mal humor, perdónemelo.

—¡Oh, señor!—exclamó José con las lágrimas en los ojos,—¿qué significa eso?

—¡Nada!—dijo Luis, lanzándose al carruaje, en el que se sentó entre nosotros dos.

—Era un buen servidor—dijo mirando por última vez a José,—y si uno u otro puede serle útil, lo agradeceré de veras.

—¿Lo despides acaso?—preguntó el barón.

—No—contestó Luis sonriendo.—Lo dejo, nada más.

Nos detuvimos frente a casa de Devisme, nada más que el tiempo necesario para tomar una caja de pistolas, pólvora y balas; después salimos al trote largo de los caballos.

A las nueve menos cinco minutos estábamos en Vincennes, un carruaje llegaba al mismo tiempo que el nuestro: era el del señor de Chateau-Renaud.

Nos internamos en el bosque por dos caminos diferentes. Nuestros cocheros debían reunirse en la gran alameda.

Pocos instantes después nos hallábamos en el punto de la cita.

—Señores—dijo Luis, bajando primero,—ya saben ustedes que no hay arreglo posible.

—Pero, sin embargo...—dije.

—¡Oh, querido! recuerde usted la confidencia que le he hecho; usted, menos que nadie, tiene derecho para hacer ni recibir proposiciones...

Bajé la cabeza ante aquella voluntad absoluta, que, para mí, era una voluntad suprema.

Dejamos a Luis junto al carruaje, y nos acercamos a los señores de Boissy y de Chateaugrand; el barón Giordano llevaba la caja de pistolas.

Cambiamos un saludo.

—Señores—dijo el barón Giordano,—en circunstancias como ésta, los cumplidos más cortos son los mejores, porque podemos ser incomodados de un momento a otro. Nos encargamos de traer las armas: helas aquí. Pueden ustedes examinarlas: acabamos de tomarlas de casa del armero, y damos a usted nuestra palabra de que el señor Luis de Franchi no las ha visto siquiera.

—Esa declaración era inútil, caballero—contestó el vizconde de Chateaugrand,—ya sabemos con quién tenemos que habérnoslas.

Y tomando una pistola mientras que el señor de Boissy tomaba la otra, los dos testigos hicieron jugar los gatillos y examinaron el calibre.

—Son pistolas comunes de tiro—dijo el barón,—y no han servido todavía: ahora falta saber si los adversarios pueden hacer uso de ellas puestas al pelo.

—Me parece—dijo el señor de Boissy,—que cada cual debe hacer lo que le convenga y lo que acostumbre.

—Sea—contestó el barón Giordano.—Todas las probabilidades iguales son aceptables.

—Entonces, usted se lo advertirá al señor de Franchi, y nosotros se lo diremos al señor de Chateau-Renaud.

—Perfectamente; ahora, caballero, como nosotros hemos traído las pistolas, a ustedes les corresponde cargarlas.

Los jóvenes tomaron cada uno una pistola, midieron rigurosamente la misma carga de pólvora, tomaron al azar dos balas, y las metieron en el cañón, empujándolas con la baqueta.

Mientras duraba la operación, en la que no quise tomar parte, me acerqué a Luis, que me recibió con la sonrisa en los labios.

—No olvide usted nada de cuanto le he pedido—me dijo,—y trate de conseguir que Giordano, a quien, por otra parte, se lo pido en la carta que le di, no cuente nada ni a mi madre ni a mi hermano. Trate usted también, de que los diarios no hablen de este asunto, y si lo hacen, de que no pongan nombres.

—¿Sigue usted teniendo la terrible convicción de que este duelo ha de ser fatal?—le pregunté.

—Estoy más convencido que nunca; pero hágame la justicia por lo menos de confesar que veo venir la muerte como un verdadero corso.

—Su tranquilidad, mi querido de Franchi, es tan grande que me da la esperanza de que ni usted mismo esté bien convencido.

Luis sacó el reloj.

—Todavía tengo siete minutos de vida—dijo,—y ahora que pienso en ello, tome usted mi reloj; guárdelo, se lo ruego, como un recuerdo mío: es un excelente Bregut.

Tomé el reloj y estreché la mano de Franchi.

—Dentro de ocho minutos—exclamé,—espero poder devolvérselo.

—No hablemos más de eso; esos caballeros se acercan.

—Señores—dijo el vizconde de Chateaugrand,—aquí, a la derecha, debe haber un claro que me ha servido a mí mismo el año pasado; ¿quieren ustedes que lo busquemos?

—Guíenos usted, caballero—dijo Giordano,—le seguimos a usted.

El vizconde echó a andar delante y lo seguimos, formando dos grupos separados. En efecto, a unos treinta pasos de allí, siguiendo un declive apenas sensible, nos encontramos en medio de un claro que en otro tiempo, sin duda, debía haber sido una charca semejante a la de Auteuil, y que, completamente desecada, formaba una hondonada completamente rodeada por un talud; el terreno parecía, pues, hecho a propósito para servir de teatro a una escena como la que iba a desarrollarse.

—Señor de Martelli—dijo el vizconde,—¿quiere usted medir los pasos conmigo?

El barón contestó con un saludo de asentimiento; luego, poniéndose al lado del señor de Chateaugrand, ambos midieron los veinte pasos convenidos.

Todavía permanecí algunos instantes solo con de Franchi.

—A propósito—me dijo,—encontrará usted mi testamento sobre la mesa en que escribía cuando entró usted esta mañana.

—Muy bien—contesté;—esté usted tranquilo.

—Señores, cuando ustedes dispongan—dijo el vizconde de Chateaugrand.

—Aquí estoy—contestó Luis.—Adiós, querido amigo; gracias por todos los trabajos que le he dado, sin contar—agregó con melancólica sonrisa—los que aún tengo que darle.

Le tomé la mano. Estaba fría, pero sin agitación alguna.

—¡Vamos!—exclamé,—olvide usted la aparición, y apunte lo mejor que pueda.

—¿Se acuerda usted del Freischütz?

—Sí.

—Pues, entonces, ya sabe usted que cada bala tiene su destino. Adiós.

Encontró a su paso al barón Giordano que tenía la pistola destinada a él; la tomó, la amartilló, y sin mirarla siquiera fué a ocupar su sitio, indicado por un pañuelo.

El señor de Chateau-Renaud estaba ya en el suyo.

Hubo un instante de terrible silencio mientras ambos jóvenes saludaban a sus testigos, luego a los de sus adversarios, y luego se saludaban entre sí.

El señor de Chateau-Renaud parecía estar acostumbrado a esta clase de asuntos, y sonreía como un hombre seguro de su destreza. Quizá supiera que de Franchi tomaba por primera vez una pistola.

Luis estaba tranquilo y frío; su hermosa cabellera parecía la de un busto de mármol.

—¡Vamos, señores!—dijo Chateaugrand,—prepárense ustedes.

Y en seguida, golpeando las manos, exclamó:

—Una... dos... tres.

Los dos tiros se confundieron en una misma detonación. Y al mismo tiempo vi que Luis de Franchi giraba dos veces sobre sí mismo, para caer luego sobre la rodilla izquierda.

Chateau-Renaud quedó en pie. Sólo tenía atravesado por la bala el faldón de la levita.

Me precipité hacia Luis.

—¿Está usted herido?—pregunté, aunque lo estuviera viendo.

Trató de contestarme, pero sin conseguirlo; en sus labios apareció un poco de espuma sanguinolenta. Al propio tiempo dejó escapar la pistola y se llevó la mano al costado derecho.

En la levita apenas se le veía un agujerito, en que cabría la punta del dedo meñique.

—¡Señor barón!—exclamé,—corra usted al cuartel y traiga al cirujano del regimiento.

Pero de Franchi, reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, detuvo a Giordano indicándole con un movimiento de cabeza que la diligencia era inútil.

Y cayó sobre la otra rodilla.

Chateau-Renaud se alejó al punto, pero sus testigos se acercaron al herido.

Mientras tanto habíamos abierto la levita y rasgado el chaleco y la camisa.

La bala penetraba debajo de la sexta costilla de la derecha y salía algo más arriba del cuadril izquierdo.

A cada respiración del moribundo, la sangre salía por las dos heridas.

No había remedio.

—Señor de Franchi—dijo el vizconde de Chateaugrand,—crea usted que sentimos muchísimo el desenlace de este malhadado asunto, y esperamos que no guardará usted rencor al señor de Chateau-Renaud.

—Sí, sí...—murmuró el herido,—sí, le perdono... pero que se marche, que se marche...

Luego, volviéndose hacia mí, me dijo:

—¡Recuerde usted su promesa!

—¡Oh! le juro que la cumpliré.

—Y ahora—agregó sonriendo,—mire usted el reloj.

Y se desplomó lanzando un suspiro.

Era el último.

Miré el reloj: señalaba, precisamente, las nueve y diez minutos.

En seguida dirigí la vista hacia Luis de Franchi: ¡estaba muerto!

Condujimos el cadáver a la casa, y mientras el barón Giordano iba a hacer su declaración ante el comisario de policía del barrio, yo, ayudado por José, le subí a su cuarto. El pobre mozo lloraba a mares.

Al entrar, mis ojos se dirigieron involuntariamente al reloj: señalaba las nueve y diez minutos.

Sin duda habían olvidado de darle cuerda, y se había detenido en la hora fatal.

Un momento después, el barón Giordano entró con gente del juzgado que, advertida por él, iba a poner los sellos.

Quería enviar tarjetas a los amigos del difunto, comunicándoles la dolorosa noticia, pero le rogué que antes leyera la carta que le había dejado Luis al partir.

En esa carta le rogaba que ocultase a Luciano la causa de su muerte, y lo invitaba a que hiciera el entierro con el menor ruido posible, y sin pompa alguna.

El barón Giordano se encargó de todos esos detalles, y yo fuí a visitar a los señores de Boissy y de Chateaugrand, para rogarles que guardaran reserva sobre el desgraciado suceso, y que aconsejaran a Chateau-Renaud que saliera por algún tiempo de París.

—Sería muy posible—les dije,—que de otro modo tuviera este duelo mayores consecuencias para él: naturalmente no hay que decírselo...

Me prometieron secundar mis deseos en cuanto estuviera en sus manos, y mientras iban a casa de Chateau-Renaud, yo fuí a poner en el correo la carta que anunciaba a la señora de Franchi que su hijo acababa de morir de una fiebre cerebral.

X

Contra lo acostumbrado en esta clase de asuntos, el duelo hizo poco ruido. Los mismos periódicos, retumbantes y desafinadas trompetas de la publicidad, callaron. Sólo algunos amigos íntimos acompañaron el cuerpo del desgraciado joven al cementerio de Père-Lachaise. Pero, por mucho que se le instara, el de Chateau-Renaud no quiso salir de París.

Pensé por un momento hacer seguir la carta de Luis a su familia con una mía; pero, aunque el fin fuera excelente, aquella mentira respecto de la muerte de un hijo y de un hermano me repugnaba; hallábame seguro de que el mismo Luis había combatido mucho, antes de decidirse, y que para ello había sido necesario toda la importancia de las razones que me dió.

A riesgo de pasar, pues, por indiferente e ingrato, guardé silencio, convencido de que el barón Giordano había hecho lo mismo. Cinco días después del acontecimiento, a eso de las once de la noche, hallábame trabajando en mi escritorio, al lado del fuego, solo, y con una disposición de espíritu bastante displicente, cuando entró mi criado, cerró la puerta tras de sí, y con voz bastante agitada me dijo que el señor de Franchi deseaba hablarme.

Me volví y lo miré fijamente: estaba muy pálido.

—¿Qué dice usted, Víctor?—le pregunté.

—¡Ay, señor!—exclamó,—a decir verdad, ni yo mismo lo sé.

—¿De qué señor de Franchi, quiere usted hablar? ¡Veamos!...

—Pues del amigo del señor... del que ha venido ya dos o tres veces...

—¡Está usted loco!... ¿No sabe que hemos tenido la desgracia de perderlo hace cinco días?

—¡Sí, señor, y precisamente por eso estoy tan turbado!... Llamó a la puerta; yo estaba en la antecámara, acudí a abrir, y al verlo retrocedí... Entonces entró: preguntó si el señor estaba en casa; yo me hallaba tan turbado que contesté que sí; en seguida me dijo: «Pues vaya usted a decirle que el señor de Franchi desea hablarle...».

—Usted está loco, no hay duda; la antecámara estaría mal alumbrada, y ha visto mal; estaría dormido, y ha oído mal también. Vuelva y pregúntele su nombre otra vez.

—¡Oh! es completamente inútil, le juro al señor que no me equivoco; he visto y he oído muy bien.

—Pues entonces, hágalo entrar.

Víctor volvió temblando hacia la puerta, la abrió, y sin salir de la habitación, dijo:

—Tenga usted la bondad de pasar.

Al punto oí, a pesar de la alfombra que los amortiguaba, unos pasos que atravesaban el salón y se dirigían a mi bufete. Casi inmediatamente vi aparecer en la puerta al señor de Franchi.

Confieso que mi primer sensación fué de terror; me levanté y di un paso atrás.

—Disculpe usted que le incomode a semejantes horas—me dijo el señor de Franchi,—pero hace diez minutos que he llegado, y ya comprenderá usted que no he querido aguardar hasta mañana para conversar con usted.

—¡Oh, mi querido Luciano!—exclamé corriendo hacia él y estrechándolo entre mis brazos,—¡es usted, conque es usted!

Y, muy a pesar mío, algunas lágrimas se escaparon de mis ojos.

—Sí—contestó.—Soy yo.

Calculé rápidamente el tiempo transcurrido: la carta apenas podía haber llegado, no diré a Sollecaro, sino a Ajaccio.

—¡Ah, Dios mío!—exclamé,—pero usted no puede saber nada todavía.

—Lo sé todo—contestó.

—¿Cómo todo?

—Víctor—dije volviéndome a mi criado, muy poco tranquilo todavía,—déjenos usted, o más bien, vuelva dentro de un cuarto de hora con una bandeja servida; cenará usted conmigo, Luciano, y dormirá aquí, ¿no es cierto?

—Acepto gustoso—me contestó.—No he comido desde Auxerre. Como nadie me conocía, o, mejor dicho, como todos veían en mí a mi pobre hermano, no han querido abrirme en su casa, que acabo de dejar toda convulsionada...

—En efecto, mi querido Luciano, su parecido con Luis es tan grande, que yo mismo me he sorprendido, hace un momento.

—¿Cómo—exclamó Víctor, que aún no había tenido valor para alejarse,—el señor es el hermano...?

—Sí, pero vaya usted y sírvanos.

Víctor salió, dejándonos solos. Tomé a de Franchi de la mano, le hice sentarse en un sillón y me senté a su lado.

—Pero—le dije más sorprendido cada vez,—estaría usted en camino cuando recibió la triste noticia...

—No, me encontraba en Sollecaro.

—¡Imposible! la carta de Luis habrá llegado hoy, cuando mucho.

—Ha olvidado usted la balada de Bürger, mi querido Alejandro: «Los muertos andan ligeros».

Me estremecí.

—¿Qué quiere usted decir? Explíquese usted, porque no le comprendo.

—¿No recuerda usted ya lo que le he contado respecto de las apariciones comunes en nuestra familia?

—¿Ha vuelto usted a ver a su hermano?—exclamé.

—Sí.

—¿Cuándo?

—En la noche del 16 al 17.

—Y le ha contado a usted...

—Todo.

—¿Le ha dicho que había muerto?

—Me dijo que había sido muerto; ¡los muertos no mienten!

—¿Le ha dicho a usted cómo?

—En duelo.

—¿Y por quién?

—¡Por el señor de Chateau-Renaud!

—¡No!—exclamé, fuera de mí,—no, usted ha sabido eso de cualquier otra manera, ¿no es verdad? No ¡no puede ser!...

—¿Le parece a usted que estoy en disposición de hacer bromas?

—Perdóneme usted, pero, a la verdad, lo que usted me dice es tan extraño, y todo lo que sucede con usted y con su hermano está tan fuera de las leyes de la Naturaleza...

—¿Que no quiere usted creerlo, no es así? ¡Lo comprendo! Pero, mire usted, ahora—agregó entreabriéndose la camisa y mostrándome una marca azulada impresa en su piel, bajo la sexta costilla de la derecha,—¿no creerá usted en esto, tampoco?

—La verdad es—exclamé,—que ése es precisamente el sitio en que fué herido su hermano de usted!

—¿Y la bala salió por aquí, no es cierto?—continuó Luciano, poniendo el dedo sobre el cuadril izquierdo.

—¡Milagroso!—exclamé.

—Y ahora—añadió Luciano,—¿quiere usted que le diga a qué hora murió?

—¡Diga usted!

—A las nueve y diez minutos.

—Vamos, Luciano, cuéntemelo usted todo de un tirón, porque mi espíritu se extravía en este interrogatorio al escuchar sus fantásticas respuestas. Primero un relato...

—¡Dios mío! la cosa no puede ser más sencilla: el día que mataron a mi hermano, yo había salido muy de mañana a caballo a visitar nuestros pastores de cerca de Carboni, cuando en momentos en que, después de mirar la hora ponía el reloj en el bolsillo del chaleco, recibí un golpe tan violento en el costado, que me desmayé. Cuando volví a abrir los ojos me encontré acostado en el suelo, entre los brazos de Orlandini, que me estaba echando agua en la cara. Mi caballo se hallaba a cuatro pasos, y estiraba el hocico hacia mí, soplando y resollando.

—¿Qué es lo que ha pasado?—me preguntó Orlandini.

—¡Dios mío! ni yo mismo lo sé; pero, ¿ha oído usted un tiro?

—No.

—Es que me parece que acabo de recibir un balazo, aquí—y le señalé el sitio en que sentía el dolor.

—En primer lugar—replicó Orlandini,—no ha habido tiro alguno, ni de escopeta ni de pistola; y además, la ropa no está agujereada.

—Entonces—exclamé,—acaban de matar a mi hermano.

—¡Ah!—me dijo entonces,—eso es otra cosa.

Me abrí las ropas y encontré la señal que acabo de mostrarle a usted; pero, en un principio, estaba viva y como sangrienta.

Tan postrado estaba por el doble dolor, moral y físico, que estuve a punto de volver a Sollecaro; pero pensé en mi madre, que no me aguardaba hasta la hora de comer. Era necesario explicarle la razón de aquel repentino regreso, y no tenía razón que darle; por otra parte, no quería, sin estar muy seguro de ello, anunciarle la muerte de mi hermano.

Continué, pues, mi camino, y no volví hasta las seis de la tarde.

Mi pobre madre me recibió como de costumbre; era evidente que nada sospechaba. Apenas terminé de comer, subí a mi habitación.

Al pasar por el pasadizo que usted conoce, el viento apagó la vela. Iba a bajar para encenderla de nuevo, cuando a través de las rendijas de la puerta, vi que en la habitación de mi hermano había luz.

Creí que Griffo tuviera algo que hacer en ese cuarto, o que se hubiese olvidado de apagar la lámpara.

Empujé la puerta: un cirio ardía junto al lecho de mi hermano, y sobre ese lecho, mi mismo hermano estaba tendido, desnudo y ensangrentado.

Confieso que me quedé un instante inmovilizado por el terror. Después me aproximé, lo toqué... Ya estaba helado.

Una bala lo había atravesado en el mismo punto en que yo sintiera el golpe, y algunas gotas de sangre caían de los labios violeta de la herida.

Era evidente para mí que mi hermano había sido muerto.

Caí de rodillas, apoyando la cabeza en la orilla del lecho, y comencé a rezar con los ojos cerrados.

Cuando los volví a abrir me hallaba en la más profunda obscuridad; el cirio se había apagado, y la visión había desaparecido.

Palpé el lecho: estaba vacío.

Me creo tan valiente como otro hombre cualquiera, pero, cuando salí a tientas de la habitación, le confesaré que llevaba los cabellos erizados y la frente cubierta de sudor frío.

Bajé en busca de otra luz. Mi madre me vió y lanzó un grito.

—¿Qué tienes—exclamó,—y por qué estás tan pálido?

—¡Nada!—le contesté, y tomando otra luz subí a mi cuarto.

La vela no se apagó esa vez, y entré en la habitación de mi hermano. Estaba vacía.

El cirio había desaparecido por completo, y los colchones de la cama no tenían huellas de peso alguno.

A pesar de la falta de nuevas pruebas, ya había visto lo bastante para hallarme convencido. Mi hermano había sido muerto a las nueve y diez minutos de la mañana.

Entré en mi cuarto y me acosté.

Como usted comprenderá, pasé mucho tiempo sin poder dormirme; por fin, la fatiga pudo más que la agitación, y el sueño se apoderó de mí.

Entonces todo continuó en la forma de un sueño: Vi la escena tal como había pasado. Vi al hombre que lo mató, y escuché su nombre también: se llama el señor de Chateau-Renaud.

—¡Ay! todo eso es, desgraciadamente, demasiado cierto—dije a mi vez.—Pero, ¿qué viene usted a hacer en París?

—Vengo a matar al que mató a mi hermano.

—¿A matarlo?

—¡Oh! tranquilícese usted, no a estilo corso, detrás de una cerca o por encima de una tapia: no, no, a la moda francesa; con guante blanco, chorrera y puños de encaje.

—¿Y la señora de Franchi sabe que viene usted a París con esa intención?

—Sí.

—¿Y qué le ha dicho a usted, al despedirse?

—Me dió un beso en la frente y me dijo: «Ve». Mi madre es una verdadera corsa.

—¡Y ha venido usted!

—Aquí estoy.

—¡Pero, mientras vivía, su hermano de usted no quería ser vengado!...

—Entonces—dijo Luciano, sonriendo con amargura,—habrá cambiado de modo de pensar después de muerto...

En aquel instante entró el criado llevando la cena: pusímonos a la mesa. Luciano comió como un hombre libre de toda preocupación. Después de cenar le acompañé a su habitación; me dió las gracias, me estrechó la mano, y me deseó buena noche.

Tenía la tranquilidad que, en las almas fuertes, sigue a toda resolución inquebrantable.

Al día siguiente entró en mi cuarto apenas el criado le dijo que yo estaba visible.

—¿Quiere usted acompañarme hasta Vincennes? Es una piadosa peregrinación que deseo hacer; si no tiene usted tiempo, iré solo.

—¿Cómo solo? ¿y quién le indicará a usted el sitio?

—¡Oh! lo reconoceré perfectamente; ¿no le dije a usted que lo he visto en mi sueño?

Me dió curiosidad de saber hasta dónde llegaría aquella singular intuición.

—Lo acompañaré a usted—dije.

—Bueno, entonces, apróntese usted mientras escribo a Giordano: ¿me permite usted disponer de su criado para que lleve la carta?

—Está a sus órdenes.

—Gracias.

Salió y volvió diez minutos después. Yo había enviado a buscar un cabriolé. Subimos y nos dirigimos a Vincennes.

—Nos acercamos, ¿no es cierto?—dijo Luciano, cuando llegamos a la encrucijada.

—Sí, a los veinte pasos nos hallaremos en el sitio por donde entramos al bosque.

Momentos después:

—¡Aquí está!—dijo el joven, deteniendo el cabriolé.

Era exactamente el sitio.

Luciano se internó en el bosque sin vacilar, y como si lo hubiera visitado cien veces. Fué directamente a la hondonada, y apenas llegó, se orientó un momento. Luego, adelantándose hasta el punto en que había caído su hermano, se inclinó hacia tierra y viendo una mancha rojiza:

—¡Aquí es!—exclamó.

Y bajando lentamente la cabeza besó el césped.

Luego, levantándose con los ojos encendidos, y atravesando la hondonada para llegar al puesto desde donde había tirado Chateau-Renaud.

—¡Aquí—exclamó,—aquí lo verá usted tendido, mañana!

—¡Cómo!—le dije.—¿Mañana?

—Sí, o es un cobarde, o mañana me dará el desquite aquí mismo.

—¡Pero, mi querido Luciano!—exclamé,—ya sabe usted que un duelo no puede acarrear más consecuencias que las naturales de ese duelo. El señor Chateau-Renaud se ha batido con su hermano de usted, a quien había provocado, pero no tiene nada que hacer con usted.

—¡Ah, de veras! ¡conque el señor de Chateau-Renaud ha tenido derecho de provocar a mi hermano porque éste ofrecía su apoyo a una mujer a quien acababa de engañar traidoramente, y según dice usted, tenía derecho de provocarlo! ¡El señor de Chateau-Renaud ha muerto a mi hermano que jamás había tocado una pistola; lo ha muerto con tanta seguridad como si hubiera hecho fuego sobre ese cervatillo que nos está mirando! ¿Y yo no tengo derecho de provocar al señor de Chateau-Renaud?... ¡Vamos, hombre!

Bajé la cabeza sin contestar.

—Por otra parte—agregó,—usted nada tiene que hacer en todo esto. Tranquilícese usted: he escrito a Giordano, y cuando volvamos a París ya estará todo arreglado. ¿Cree usted que el señor de Chateau-Renaud rechazará mi proposición?

—Desgraciadamente, el señor de Chateau-Renaud tiene una reputación de valor que no permite abrigar la menor duda a ese respecto.

—Entonces, todo anda a las mil maravillas...—dijo Luciano.—Vámonos a almorzar.

Volvimos a la alameda y subimos al cabriolé.

—Cochero—dije,—a la calle Rívoli.

—No, no—replicó Luciano,—yo me lo llevo a almorzar... Cochero, al café de París. ¿No almorzaba mi hermano generalmente allí?

—Así me parece.

—Por otra parte, allí he dado cita a Giordano.

—Entonces, al café de París.

Media hora más tarde nos deteníamos a la puerta del restaurant.

La entrada del joven fué una nueva prueba del singular parecido que con su hermano tenía. El rumor de la muerte de Luis habíase esparcido, aunque no con todos sus detalles; pero se había divulgado, al fin, y la aparición de Luciano pareció dejar estupefacto a todo el mundo.

Pedí un gabinete particular, previendo lo que tendría que decirnos el barón Giordano.

Nos dieron el del fondo. Luciano se puso a leer los diarios con una sangre fría que parecía rayana de la insensibilidad. Estábamos a la mitad del almuerzo cuando entró Giordano.

Los jóvenes no se habían visto desde hacía cuatro o cinco años; sin embargo, toda su manifestación de amistad se redujo a un efusivo apretón de manos.

—¡En fin! todo queda arreglado—dijo Giordano.

—¿El señor de Chateau-Renaud acepta?

—Sí, pero con la condición de que, después de usted, se le dejará tranquilo.

—¡Ah, que no tenga cuidado por eso! Soy el último de los Franchi. ¿Lo ha visto usted a él personalmente, o a sus testigos?

—A él mismo. Se ha encargado de avisar a los señores de Boissy y de Chateaugrand. En cuanto a armas, hora y sitio, son los mismos.

—Perfectamente... Siéntese usted, y almuerce.

El barón se sentó, y comenzaron a hablar de otras cosas.

Después de almorzar, Luciano nos rogó que lo hiciéramos reconocer por el comisario de policía que había puesto los sellos; y por el propietario de la casa que habitara su hermano: quería pasar en el mismo cuarto de Luis la noche que lo separaba de la venganza.

Estas diligencias nos ocuparon gran parte del día, y Luciano no pudo entrar en las habitaciones de Luis hasta después de las cinco de la tarde.

Lo dejamos solo. Los grandes dolores tienen su pudor y es necesario respetarlo.

Luciano nos dió cita para el día siguiente a las ocho de la mañana, rogándome que llevara las mismas pistolas, y que las comprase si se vendían.

Dirigíme en seguida a casa de Devisme, y cerramos el negocio por seiscientos francos.

Al día siguiente, a las ocho menos cuarto, me presentaba en casa de Luciano.

Cuando entré ocupaba el mismo asiento y escribía en la misma mesa en que vi al hermano escribiendo también.

Tenía la sonrisa en los labios, aunque estuviera muy pálido.

—Buenos días—me dijo,—estoy escribiendo a mi madre.

—Espero que le anunciará usted una noticia menos dolorosa que la que, hace ocho días, le anunciaba su hermano...

—Le anuncio que puede rezar tranquilamente por su hijo, y que éste está vengado.

—¿Cómo puede usted hablar con esa seguridad?

—¿Mi hermano no le anunció a usted su propia muerte? Pues yo, ahora, le anuncio la del señor Chateau-Renaud. Mire usted—agregó levantándose y poniéndose el dedo en la sien,—le introduciré la bala por aquí.

—¿Y usted?

—No me tocará siquiera.

—Pero aguarde usted, por lo menos, hasta la terminación del duelo, para enviar esa carta...

—Es completamente inútil.

Llamó y apareció un criado.

—José—dijo,—lleve usted esta carta al correo.

—Pero, ¿ha vuelto usted a ver a su hermano?—exclamé.

—Sí.

¡Extraños duelos aquéllos, en cada uno de los cuales uno de los adversarios estaba condenado de antemano!...

Giordano llegó en ese momento.

Eran ya las ocho. Salimos.

Luciano tenía tanta prisa por llegar y hostigó tanto al cochero que, diez minutos antes de la hora convenida, estábamos ya en el punto de reunión. Nuestros adversarios llegaron a las nueve en punto. Los tres iban a caballo, seguidos de un criado, a caballo también. El señor de Chateau-Renaud tenía la mano en la abertura de la levita, y por un momento creí que llevaba la mano en cabestrillo.

Desmontaron a veinte pasos de nosotros, entregando al lacayo las riendas de sus caballos.

El señor de Chateau-Renaud se quedó atrás, pero, sin embargo, dirigió una mirada a Luciano; por muy alejados que estuviéramos, le vi palidecer. Se volvió, y con el latiguillo que llevaba en la mano izquierda se entretuvo en cortar las florecillas que brotaban entre el césped.

—Henos aquí, señores—dijo Chateaugrand.—Pero ya saben ustedes nuestra condición: este duelo será el último, y cualquiera que sea su desenlace, el señor de Chateau-Renaud no tendrá que responder a nadie de su doble resultado.

—Así está convenido—contestamos.

Luciano se inclinó en señal de asentimiento.

—¿Han traído ustedes las armas, señores?—preguntó el vizconde de Chateaugrand.

—Sí, las mismas.

—Seguramente, el señor de Franchi no las conoce...

—Mucho menos que el señor de Chateau-Renaud, quien ya se ha servido una vez de ellas. El señor de Franchi no las ha visto todavía.

—Perfectamente, caballeros. Ven, Chateau-Renaud.

Inmediatamente nos internamos en el bosque sin pronunciar una palabra más: apenas repuestos de la escena cuyo teatro íbamos a volver a ver, todos sentíamos que iba a pasar algo no menos terrible.

Llegamos a la hondonada.

El señor de Chateau-Renaud, merced a una gran fuerza de voluntad y a un gran dominio de sí mismo, parecía tranquilo; pero los que lo habíamos visto en los dos encuentros podíamos apreciar la diferencia.

De tiempo en tiempo dirigía al soslayo una mirada a Luciano, y esa mirada reflejaba una inquietud muy semejante al espanto. Quizá lo preocupara el gran parecido de los hermanos, y creyera ver en Luciano la misma sombra de Luis...

Mientras se cargaban las pistolas vi que, por fin, sacaba la mano de la abertura de la levita; la llevaba envuelta en un lienzo húmedo para tranquilizar sus movimientos febriles.

Luciano aguardaba con la mirada tranquila y firme, como seguro de la venganza.

Sin que se le enseñara su sitio fué a tomar el que ocupara su hermano, lo que, naturalmente, obligó a Chateau-Renaud a volver al que ya había sido el suyo.

Luciano recibió su arma con una sonrisa de alegría. El señor de Chateau-Renaud, al tomar la suya, de pálido que estaba se puso lívido. Luego se pasó la mano entre el cuello y la corbata, como si éste lo sofocara.

Puede imaginarse el sentimiento de terror involuntario con que miraba yo a aquel joven, buen mozo, rico, elegante, que la víspera por la mañana creía tener largos años de vida y que, en aquel momento, con la frente cubierta de sudor, con el corazón oprimido por la angustia, se veía condenado a muerte...

—¿Están ustedes prontos?

—Sí—contestó Luciano.

El señor de Chateau-Renaud hizo una señal afirmativa.

Yo miré hacia otro lado.

Oí las dos palabras sucesivas, y a la tercera la detonación de las pistolas.

Me volví. El señor de Chateau-Renaud estaba tendido en el suelo, muerto instantáneamente, sin haber podido exhalar un suspiro, sin haber podido hacer un movimiento.

Me acerqué a él, impulsado por la invencible curiosidad que nos lleva a seguir hasta el fin una catástrofe: la bala le había penetrado por la sien, por el mismo sitio que me había señalado Luciano.

Corrí hacia éste; se había quedado tranquilo e inmóvil; pero, al verme cerca de él, dejó caer la pistola y se arrojó en mis brazos.

—¡Oh! mi pobre, mi pobre hermano—exclamó rompiendo en sollozos.

Eran las primeras lágrimas que derramaba por la muerte de Luis.


Publicado el 22 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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