César

HIstoria madrileña

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II
III

I

Dirigir un cotillón, explicar el último figurín de La Moda Elegante, ser cronista de los líos y trapisondas en el gran mundo, guiar caballos, valsar, correr una juerguecita, hablar de toros y ponerse con muchísimo chic una flor en el ojal de la levita, salvo estas habilidades César no tenía ninguna otra, y respecto a instrucción la recogía á diario en las reuniones, en las columnas de los periódicos, en las mesas de juego del casino y en los colmados; los viejos y pisaverdes eran sus catedráticos en la ciencia infusa del buen tono.

En el gran mundo César resultaba uno de tantos advenedizos: no tenía renta, oficio ni beneficio; era un enigma viviente para muchos, excepto para doña Josefa, su patrona, que sabía á qué atenerse respecto á las grandezas y fastuosidades de su huésped. Su pasado, su presente y su porvenir los fundaba en el tapete verde y en los trozos de cartulina con cantos dorados.

César era hijo de un médico que á fuerza de despachar gente para el otro mundo se había hecho una renta cortísima para empleada en lujos, pero suficiente para sufragar las necesidades de una vida metódica. Al recibir César en la Universidad el título de bachiller, celebraron consejo el médico y su consorte doña Berenice, que lo veía todo á través del cristal de su fantasía. El padre quiso que César se consagrara á la medicina y recogiese, andando el tiempo, amén de unos cuantos pesos duros de herencia, la clientela suya. Doña Berenice protestó con todas las fuerzas de su vocecilla atiplada contra el designio de hacer del muchacho un doctorcito. ¡Bien estaría esto si su hijo se denominase prosaicamente «Juan,» como se le antojó al padre bautizarle; pero llamándose «César,» como quiso ella que se llamase, soñando que llegaría á eclipsar las proezas históricas de todos los Césares, ¡no por Dios! La carrera más adecuada era la de las armas. E ingresó en la academia de Toledo, y ni aprendió palabra de arte militar, ni los profesores, después de poner en juego todos los recursos, quisieron molestarse al ver que César era de los de la cascara amarga, y más que su discípulo parecíalo de Venus por sus múltiples amoríos y aventuras, que mejor que asistir á clase concurría á los garitos y chirlatas, y que antes que estudiar seriamente ideaba el hacer diabluras con los compañeros y burlarse de sus profesores.

Un día entró César en el gabinete de su padre y compungido explicó que por tírria ó venganza injustificada habíanle expulsado de la academia los envidiosones de los jefes. El padre puso el grito en el cielo, la madre creyó en lo de la tirria contra su Cesarito, y cata la guerra civil declarada en el tranquilo hogar de D. Cosme. Aquel estado de cosas duró unos cuantos meses, hasta que el bueno del doctor, convencido de lo inútil de sus ruegos, amonestaciones y amenazas para que el señorito fuera hombre de provecho, le expulsó de su lado con la agravante de excomunión mayor.

César no se apuró mucho ni poco. Hízose amigote de unos cuantos compañeros de academia tan troneras como él, pero de más dinero y representación social, y á sus expensas se abrió paso en el gran mundo. Muchos sinsabores, muchas humillaciones, muchos desprecios, muchas comedias hubo de costarle el hacerse un hombrecito entre la pollería linajuda y millonaria, pero lo consiguió. César opinaba que el fin justifica los medios. Y del que así opina, puede esperarse todo.

Vivía del juego. Las cartas parecían corresponder á su adoración. Contadas veces podía acusarlas de infidelidad. El no se apuraba por tan poca cosa. Habilidosamente recurría al bolsillo de los amigos.

Cierta tarde me encontré á César que salía de casa de Ansorena, el joyero de la Carrera de San Jerónimo.

—¿Qué haces aquí?, le pregunté.

—Acabo de comprar un magnífico aderezo por cuatro mil pesetas.

—¡Soberbia compra! Y ¿á quién la destinas?..

—A mi futura.

—Pero ¿te casas?, le interrumpí asombrado.

—Sí; me caso con la hija del barón de Aguaperla; ya sabes, Aurora. No es muy guapa que digamos, pero en cambio es de las más ricas herederas de Madrid. Y vayase lo uno por lo otro.

—Según eso, haces una excelente boda…

—De conveniencia, chico, de conveniencia… ¡Qué diablo!.. ¿Crees que yo me casaría así á humo de pajas?.. ¿Perder la hermosa libertad de soltero porque una Fulanita te mire con ojos tiernos? ¡Jamás!.. Yo soy hijo de este siglo: muy positivista… Dos y dos son cuatro… Ya que uno se condene, que sea en coche.

—Y en este caso tu futura será la que lo ponga, que lo que es tú…

—¿Yo? Yo no tengo ni un céntimo… Nada más que buenas prendas personales, dicho sea sin modestia; algo de crédito, muy buen humor y fama de hombre de mundo, elegante y decidor… Lo que es estas cualidades nadie me las discute… ¡Mira qué corbatita azul glaçé me he comprado!… ¡Monumental! Pero, volviendo á mí cuento; tú no sabes los trabajos que me ha costado el que Aurora aceptase mis relaciones y que su padre no se opusiese… ¡Naturalmente! Hay en Madrid tantos tiburones disfrazados de frac, que en cuanto hay una buena dote en perspectiva es cosa de titanes el lograrla: una hazaña de Hércules… Yo he triunfado. Gracias á los señores usureros: unas buenas personas, después de todo. Sí no fuese por ellos, ¿cómo saldría yo de mi compromiso en relaciones tan costosas?.. Teatros, paseos, giras, rifas, ramilletes mil, y en obsequios que hay que hacer á cada paso para sólo conquistar una sonrisa del dueño bien amado… En fin, chico, mi boda es ya casi un hecho. Asistirás á ella, pues quedas comprometido desde ahora á servirme de testigo en la vicaría, en casa del notario y en la iglesia… ¡Ah!, y á redactar un sueltecito de los buenos dando cuenta del enlace de don César López y López con la bellísima señorita doña Aurora de Tal y Tal (lo de bellísima es una mentira de á folio; pero, anda, que muchas más de esta índole pesarán sobre tu conciencia). Y sigue el suelto hablando de mi magnífico suegro, el… ¿qué diremos?… Sí, opulento barón de Aguaperla; suena mucho y es verdad… Luego no se te olvide lo de que los desposados han salido para sus posesiones; no se á las que iremos… Y la bomba final, con lo de desearnos una eterna luna de miel. Un sueltecito de amigo, ¿eh?

II

El depositario de la fe pública, un hombrecillo gordo, coloradote, con cara de risa y ceremonioso de sobra, nos acogió haciéndonos tal cortesía que se me antojó zalema oriental.

Fuimos presentados los testigos y se procedió á la lectura de la carta de dote.

La voz del notario atacó con valentía los primeros párrafos, y en medio de un silencio solemne escuchamos la retahila de títulos y honores del muy excelentísimo Sr. barón de Aguaperla. (César paseaba sobre los concurrentes una mirada de satisfacción como si quisiera decirnos: «¡Eh! ¡Vaya un señor suegrecito el mío!» La novia, indolentemente reclinada en uno de los divanes, tenía un gestecillo desdeñoso como si le molestaran aquellas fórmulas de la ley; el señor barón clavaba sus ojillos verdosos sobre su yerno y una sonrisa de complacencia se dibujaba en sus labios secos y descoloridos. Llegóse en la lectura á la lista de las ropas, alhajas, enseres y ajuar de casa, y más de tres cuartos de hora empleó el representante del Nihil prius fide, enumerando ropas interiores y de vestir, muebles, chucherías y regalos que alcanzaban una tasación escandalosa, figurando por veinticinco mil y pico de duros lo que escasamente valdría cinco mil. César reconcentraba su atención en la lectura. Esperaba él y esperábamos todos que aquello fuera el preludio, y que el dinero y las fincas, lo más substancioso de la dote, vendría á renglón seguido; pero lo que vino fué el otorgamiento y por consiguiente el final de la escritura, sin otros alboroques que los veinticinco mil de marras, de los cuales se daba por recibido César á título de administrador legal de su futura esposa.

Cuando el notario entregó la pluma al señor barón para que firmarse, hizo César una mueca que nadie mas que yo pudo observar: en ella leí un estupor muy grande.

El enlace se celebró al día siguiente con gran fastuosidad; pero todo resultó frío, ceremonioso y antipático.

Bien á las claras se veía que aquella era una boda de conveniencia.

Nada más.

III

Por espacio de unos cuantos años viví alejado de la corte. Al poco tiempo de mi regreso me encontré en el café de Fornos con un individuo astrosamente vestido, de luenga y canosa barba, pómulos salientes y descarnados, ojos hundidos y sin expresión que, deteniéndome en el preciso momento en que iba á sentarme, me dijo con voz enronquecida por el alcohol:

—¡Hombre! ¿No me conoces?

Quedé sorprendido al escuchar tal pregunta y murmuré una negativa.

—Soy César, insistió el que yo creía un mendigo importuno.

—¿Tú?, pregunté con la misma entonación que si representara una comedia.

—¡Yo, hombre, yo!, afirmó con acento amargo. ¡La víctima de mi magnífico suegro!.. Pero, ante todo, ¿me convidas á café?.. ¿Y á un puro?.. Va ves que aún soy el mismo: tengo todos los vicios de un gran señor.

Al ver que yo accedía á sus deseos, palmoteo alegremente; cuando le sirvieron la taza de café y hubo encendido el cigarro comenzó dicíéndome con un tonillo que él quería hacer cómico:

—La vida es de los listos: indiscutible, axiomático; pero á veces los listos cometemos una gran tontería y para siempre nos estrellamos contra la suerte… Yo me equivoqué de medio á medio al querer asegurar con el casamiento una posición brillante. He perdido mi libertad, ¿y para qué? Para sablear vergonzosamente á los contados amigos que aún me quedan, porque yo soy un cobarde á quien asusta el frío de un revólver puesto en la sien.

—Pero ¿qué es?.. ¿Te has arruinado?..

—¡Ja, ja, ja! ¡Arruinado!.. Pero ¿tú no sabes lo que me ha sucedido?..

—No: he permanecido ausente de Madrid mucho tiempo.

—Te repito que el lance ha sido chistoso…, casi, casi una novela de Paul de Kock… Ya sabes que en la carta dotal de Aurora sólo figuran trapos y muebles valorados excesivamente. Yo firmé en la convicción de que mi respetable suegro, sin duda para ahorrarse el pago de los derechos reales de transmisión, eliminaba el dinero y valores públicos que constituían la cuantiosa fortuna con que dotaba á su hija, según cálculo de los más avisados. Me casé, y por delicadeza dejé pasar una semana, dos, tres, un mes, hasta que un día me despertó mi ayuda de cámara con la cantilena de que ni el tendero, ni el abastecedor de carne, ni nadie, en fin, me fiaba ya el valor de un céntimo. «¿Cómo se entiende?, pregunté muy furioso. ¿Dudan de mí esos imbéciles?.. Ahora verán.» Y me dirigí á casa del papá suegro. Le hallé almorzando muy sosegadamente. Después de darme un estrechísimo abrazo le indiqué lo que me ocurría, es decir, que vivía del crédito y que en casa no tenía ni un «perro chico» para atender á las más apremiantes necesidades.

—¡Vaya, hombre, vaya, me dijo con aire de resignación, mal andan tus asuntos!

Echó mano á la cartera y sacó de uno de sus departamentos un billete que puso en mis manos.

—Pero ¿qué es esto?, pregunté entre confuso y avergonzado.

—¡Mil pesetas, un alivio de costas, hombre!.. ¡Caramba y no abuses mucho de mi bondad, hijito!

—Pero ¿y lo que constituye la dote de Aurora, de su hija?, pregunté furioso de tal flema.

Si le hubiera preguntado por el gran Tamerlán de Persia no habría expresado mayor asombro.

—¿La dote? Pero.¿cuántas veces quieres tú recibir la dote?.. ¿No te has hecho ya cargo de veinticinco mil duros?..

—Sí; en muebles, en cintajos, en chucherías, barboteé ahogándome la rabia.

—Pues hijo, no había más.

—¿Qué? Pero siendo usted rico, inmensamente rico…

—Lo fuí, me atajó sonriéndose con amargura. Ahora estoy arruinado. La casa de los Aguaperla ha sido de las más opulentas; pero en la actualidad le ocurre lo que á las mujeres hermosas, que en la vejez sólo viven del recuerdo de sus pasados triunfos. Todo el mundo me cree archimillonario, y como el negar esto sería por mi parte una imbecilidad que llenaría de gozo á más de cuatro, dejo que cuenten fábulas de mis riquezas y sostengo el rango de la casa, gracias á mi suerte en el treinta y cuarenta.

Después de estas palabras, agrióse más el diálogo entre nosotros, hasta el punto de arrojarme mi suegro del comedor, diciéndome que jamás socorrería nuestras necesidades, y que si me había casado mi obligación era la de mantener á mi esposa.

En el estado de ánimo fácil de comprender, regresé á casa. Le conté á Aurora lo ocurrido. No se inmutó siquiera. Con palabras que expresaban el sentimiento de su dignidad ofendida me manifestó que no le sorprendía el paso que yo había dado y que lo esperaba para cerciorarse de que me había casado con ella por el dinero. Y ya que éste no existía, me dejaba en libertad absoluta, porque ella jamás sería mi esposa, sino en la apariencia.

Al día siguiente de esta entrevista, que me dejó anonadado, recibí una carta de Aurora en la que me manifestaba que volvía al lado de su padre y que para ahorrarme molestias me suplicaba no la volviese á ver.

Luego, ya adivinarás. Horrorizado de mi situación y del escándalo que sobrevendría, teniendo yo aún un resto de pudor, me marché á París huyendo de la sociedad que perdona al que triunfa y aborrece al que se deja vencer.

Mi vida ha sido una odisea de calamidades, de cuya enumeración te hago gracia para ahorrarte el disgusto de que vieses las lacerias y corrupción de sentimientos en que he caído… Mi pobreza de miserable me sirve de disfraz en la corte… Ya nadie me conoce ó lo finge. Ya no recuerda nadie al joven más elegante de Madrid, al famosísimo César López, encanto de los salones, que por querer hacer del matrimonio un negocio se ve mendigando un perro grande para comer y otro y otro para alquilar por la noche un mal jergón donde descansar de su fatigosa miseria.


Publicado el 23 de julio de 2023 por Edu Robsy.
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