I
Terminada la carrera de ciencias en la Universidad de Berlín, no quiso el doctor Franz ser uno de esos sabios de biblioteca, pobres folicularios que no saben de la vida más allá de lo que buenamente les cuentan sus libracos. Estudiar la naturaleza en todas sus manifestaciones, exhumar el recuerdo de pasados tiempos, contemplar de cerca tanta y tanta grandeza como yace olvidada entre el polvo del tiempo y el polvo del olvido, esos eran los propósitos del joven y rico doctor alemán.
Visitó el Egipto, primitiva cuna de la civilización, pudo desenmarañar los signos de su escritura ideográfica esculpidos en las suntuosas moles de granito de sus tumbas faraónicas, y quedó sorprendido del espíritu ferviente de aquellos hombres que se construían para la eternidad palacios gigantescos; en Oriente leyó en los artísticos ladrillos de sus pagodas y mezquitas las máximas del Alcorán y cuanto la fantasía de los pueblos árabes ha producido; Persia, Asiria y la Media descubriéronle los secretos del poderío de sus imperios en los enrevesados ideogramas de su escritura cuneiforme; pero estos conocimientos no tenían para el doctor otro interés que el de aumentar su cultura; no le llevaban á ningún fin práctico.
Imbuido por una filosofía extraña á toda escuela conocida, Franz quiso descubrir el logos, el verbo, palabra ó signo de un algo que él no había encontrado en ningún códice ni en incunable alguno, pero que debía existir. La mitología pagana describe con el más seductor de los optimismos las fuentes de salud que por siempre conservaban incólume la hermosa juventud del cuerpo á los que bebían de su agua milagrosa.
Empeño loco y disparatado era buscar estas fuentes; encontrar en la naturaleza un equivalente á tales prodigios acercábase algo á la realidad. «Si junto al veneno se encuentra el antídoto, si al lado de la muerte palpita de continuo la vida, si en el universo —discurría el doctor— todo está equilibrado con inimitable armonía, debe de existir un principio de virtualidad que no altere la arcilla humana á través de los años de vida.» No es que él pretendiera el sostenimiento á perpetuidad de la Psiquis que mueve nuestro sér corpóreo; pretendía la juventud eterna dentro de la existencia prefijada a los mortales en el libro del Destino.
Obsesionado por esta idea, recorría el mundo de parte á parte en busca del soñado elixir.
Y al cabo de los anos, el sabio berlinés vió con desconsuelo que su rostro se arrugaba, sus cabellos encanecían, encorvábansele las espaldas y poníansele temblorosas las piernas.
Y de la milagrosa panacea no había ni señales...
II
Acurrucado al pie de un cinamomo secular, en pleno bosque indio, hablaba al doctor Franz un fakir ó sacerdote mendicante, parecido á una momia mal encubierta en unos harapos.
Decíale en sánscrito, la antigua lengua del culto sacerdotal de la India:
—He oído, Prangui, con el silencio de la piedra, el deseo que te anima. Serás servido. El gran Brahma quiso que yo leyese en los himnos sagrados de los Vedas la interpretación fiel de su omnisciente voluntad.
Indra, el sol, es la divinidad que preside á la formación del universo; el primer hombre fué hijo del rayo, el alma del mundo es solo fuego. Mi cabeza se ha doblado sobre las leyes del sabio Manú, mis ojos han sido escaldados por la lectura del Mahabhárata. Sobre mi cuerpo han caído muchísimas veces las rosadas vacas de Indra.
Puedo hablarte como hablan los ancianos de mi casta; mi boca es la verdad, mi cabeza es la razón.
El gran Brahma habla en mí.
Lo que nos mantiene la vida es el fuego interno que arde en nosotros.
Prangui, á sostener ese fuego debo prestarme; la juventud será para ti una aurora; la noche será tu muerte.
Un joghis que contaba más de un siglo de penitencia austera, me llamó para auxiliarle, á la hora en que el espíritu se despide del cuerpo.
Escrita en hojas de palmera me entregó antes una revelación.
Visnú habíale soplado á la oreja su voluntad.
Él hombre podía disfrutar durante su vida de la juventud.
Las cortezas del ponna y del sek habían de ser hendidas por el filo del hacha bendecida por un bracmán.
Destilarían las árboles un líquido sangriento, siempre que el que lo recogiese fuera puro de cuerpo y de espíritu.
Yo realicé esta operación y mezclé el líquido con sangre de tigre y con el jugo de las plantas que indicaban las hojas de palmera del joghis.
Franz escuchaba al fakir incrédulamente.
—¿Y por qué has dejado que aniquile tu cuerpo la vejez?—replicó.
—Prangui, el destino hace que el que busca la juventud no pueda disfrutarla... Este elixir sólo tiene virtud para el extranjero. Brahma quiere que los incrédulos vuelvan hacia él los ojos en vista de la inmensidad de su poder.
Ven esta noche á la pagoda. Después de hacer la ofrenda á Visnú te regalaré una anforita del elixir... Tu cuerpo viejo recobrará sus bríos, tu epidermis se desarrugará y quedará tersa y lozana.
He de advertirte que sólo tú puedes hacer uso del elixir... Para los demás no sirve.. Únicamente si quieres apreciar sus efectos en otra persona, verás cómo queda dormida con un sueño parecido á la muerte... Podrás arrancarla las entrañas si quieres, y luego, volviéndolas á colocar en su sitio, recobrará la vida sin que padezca el más mínimo desarreglo.
III
El fakir cumplió su palabra.
El sabio berlinés entró en la pagoda sexagenario y salió de ella joven.
Visnú había realizado en un simple mortal uno de sus avatares.
El elixir famoso no era un mito.
IV
El elixir, al realizar el milagro, había hecho al doctor un mal servicio.
Despertó en él una ansia ardiente, un sentimiento para él totalmente desconocido: el amor.
Siempre impulsado por aquella filosofía suya divorciada en sus principios con todas las conocidas, sintió un gran desaliento al ver que su ciencia no había analizado aún á la mas bella mitad del linaje, que no sabia palotada de lo que eran pasiones á pesar de sus estudios psicológicos, que aquel mundo ideal por él entrevisto en las nebulosas de una juventud vieja, no tenia el menor punto de conexión con aquel otro materialisimo que le robó las primicias de su vida... El doctor quedó anonadado al reconocer tamaña ignorancia.
Fausto, enamorado de Margarita, acudió al genio del mal, para que, remozándole, le regalase el amor de una mujer tan pura como bella; Franz no había necesitado del diablo para su metamorfosis; pero si eso estuviera hoy en boga, se entregaría á él con tal de que le ilustrase acerca de lo que es amor, de lo que es una mujer.
Metido en estas cavilaciones, que le hacían pasar las noches en claro y en turbio los días, revolvía el alemán infolios y libros, consultaba todos los autores, y cada vez con mayor ansia de ser correspondido en aquel afecto suyo que henchía su alma con emociones vagas, dulces, tiernas, miraba con ojos de rabiosa curiosidad á cuantas mujeres hallaba al paso, mirábalas á los ojos y cada vez veía mas cerrados los ventanales de sus almas... Y es que el alma de la mujer no se asoma á los ojos, como pretenden los incautos.
Nuestro sabio topó al fin con un librote de pergamino que tenia esta advertencia, que él creyó luz que le iluminaría para encontrar lo que tantas malas noches y vigilias le costaba hallar:
«Busca el corazón de una mujer, analízalo y sabrás cómo ama.»
Y Franz, aprovechando el consejo, emperegílose á lo sabio, es decir, desmañadamente, su seudo-juvenil persona y dióse á buscar una mujer...
La encontró.
Y lo que es más notable, aquella mujer, que poseía todas las seducciones de la materia y todos los encantos del alma, le aseguró en una hora de amor que su corazón palpitaba por él como nunca palpitó por hombre alguno.
Era una realidad la mujer que el doctor forjó en la turquesa de su pensamiento, para ser amado como él quería serlo.
V
Aquel sabio, nunca satisfecha su sed de ciencia, quiso conocer un imposible: el corazón de la mujer que idolatraba; aún más; quería ver lo que encerraba, compulsar él mismo las afirmaciones que acerca del corazón femenil decían sus autores predilectos, hallar la verdad en aquel caos de opiniones favorables y adversas que van siempre aparejadas cuando se habla del eterno femenino.
¡Ah! De algo había de servirle el maravilloso licor regalado por el fakir.
Obsesionado hasta la locura por realizar su estrambótico análisis, una noche atrajo á su laboratorio á la mujer de sus amores. Encontrábase ya todo dispuesto para la realización de aquella fantasía de sabio: un potente foco de luz eléctrica, suspendido en el centro del gabínete, lo iluminaba como si fuera pleno día: múltiples caloríferos de agua hirviente producían una temperatura mucho más elevada que la de la India; el termómetro marcaba más de los cien grados; una atmósfera asfixiante.
En Avatar, genial obra de Gautier, el viejo doctor Cherbonneau, al realizar el cambio de espíritus entre los dos protagonistas de la obra, no pudo experimentar mayor emoción, mayor ansia ni interés más grande que aquel viejo joven que iba á arrancar un corazón palpitante de vida para sorprender en él un latido amoroso.
Magnetizó á su amada, y con la pulcritud de una madre, la despojó de sus ropas.
* * *
El cuerpo de la joven descansaba á todo lo largo sobre una mesa
de mármol: el foco de luz eléctrica caía de lleno sobre su cuerpo
virginal.
Parecía una gigantesca rosa de té caida sobre la nieve.
En aquel momento supremo no existía en Franz el amante; sólo el sabio, un joven —casi un niño— que iba á realizar una empresa digna de sel glosada en los mentirosos anales de la brujería.
Franz dió toda la llave á los caloríferos: sus bocas vomitaron sobre el laboratorio bocanadas de aire cálido, abrasador, que congestionaba los pulmones.
Hecha esta operación preliminar, el berlinés vertió sobre la palma de la mano unas gotas del elixir y friccionó la frente, los labios y el lado del corazón de su amada: la epidermis fué coloreándose, coloreándose, hasta quedar roja como una brasa encendida.
El doctor, con los ojos fijos en la mujer, ofrecía un aspecto extraordinario: parecía presa de un terror sin nombre. ¡Si la operación fracasaba, la muerte de la mujer era inevitable!
Gruesas gotas de sudor inundaban el rostro del sabio al comprobar las predicciones del fakir: la joven ofrecía los síntomas propios de la catalepsia: los músculos acusaban la rigidez tetánica y la posición del equipo era la misma en que fué colocado antes de friccionarle con el elixir.
Tuvo Franz un momento de angustiosa vacilación, pero resolvió arriesgarse hasta lo último. El fakir habíale dado toda clase de seguridades, podía arrancar impunemente la entraña y volver á colocarla sin producir la mas mínima lesión al organismo vital.
* * *
Iba ya á realizar sus designios, cuando al posar sus manos sobre
aquel cuerpo que parecía amasijo de rosas caldeadas por el sol, sintió
un estremecimiento, como si recibiese la impresión de una ducha de agua
nieve: el escalpelo se le cayó de las manos, y con la ansiedad de un
hidrópico sus labios posáronse en los de su amada... Fue aquello el
impulso del hombre enloquecido por la pasión que se revela por vez
primera con todos los ardores de la juventud. La contemplación de
aquella virginal durmiente hízole olvidar su ciencia estúpida y sus
necios experimentos...
El sabio sentíase por siempre amante y rendía devoción al ídolo.
Y el ídolo—¡pese á las niara villas del elixir de todos los fakires! —al recibir la impresión de aquel beso volvió á la vida, y volvió para sostener —amante— el más dulce de los idilios.
—¡Ya sé lo que es la mujer! —deciase gozoso el sabio berlinés.— He sorprendido el momento más sublime, más real y más hermosísimo en la psicología femenil.
Y por Dios, señores, que para llegar á este ¡Eureka! no es preciso ser sabio ni pasarse en Oriente lo mejor de la vida.