Cuarto Menguante

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II

I

Hombre mas crédulo y aprensivo que D. Lucas, el boticario, dudo que exista. Antes de levantarse se santigua, como buen cristiano que es, y procura que el pie derecho sea el primero que pise la alfombrilla que tiene delante de la cama: colócase las babuchas; y en paños menores, luciendo unos calzoncillos y camiseta de bayeta roja, que le hacen parecer un enorme cangrejo cocido, atisba desde los cristales del balcón si el cielo está raso y si muestra el sol su ardiente cara. Se sonríe si así ocurre; si no, masculla con gesto contristado:

¡Malorum! ¡Malorum!...

A este D. Lucas, mi vecino, no hay cosa que más tristón le ponga que sea martes, mayormente si es día trece, ni bicho que más le azore que un moscardón zumbando por encima de su calva —que el hombre perdió el pelo en lucha consecutiva con 60 inviernos.

Si casualmente en la calle tropieza con algún carro fúnebre, es seguro que por la noche, á trueque de asfixiarse, se echa por encima de la cabeza los embozos de sábanas, mantas y colcha. Y aun así y todo, sueña con que el incógnito difunto ha dado en la gracia de colarse, por arte de birlibirloque, en la alcoba.

Si el tal carro no lleva su triste carga, D. Lucas, con las manos metidas en los bolsillos, gruñe:

—Hoy recibo yo algún desengaño gordo.

En lo cual no miente; porque, ¿quién no recibe al día un desengaño, y aun ciento?...

Si en la vecindad aulla algún perro, D. Lucas, cruzándose de brazos, murmura proféticamente:

—¡Ya ha caído pieza!

Es decir, algún vecino está para liárselas al otro barrio. Y D. Lucas se impresiona, «enfunebreciéndose», y en la farmacia no da pie con bola, y despacha crémor tártaro por bicarbonato, y cosas por el estilo, y en casa ni almuerza, ni come, ni sabe en dónde puso las babuchas, ni en dónde dejó La Correspondencia, preocupado con la defunción anunciada por el chucho.

Y como no hay nada que más contagio produzca que la superstición, la patrona y los huéspedes creen artículos de fe cuantas miedosas tonterías se le ocurren á D. Lucas, y primero se hacen moros, que comer en donde haya reunidas 13 personas, y hallan un consuelo grande en lamentar, con exageraciones propias de gitanos, la desgracia de que la sal se desparrame por el suelo, ó se rompa la luna de algún espejo, ó cualquiera nombre cierto reptil que no designo por si alguien padece la misma preocupación que el protagonista de este relato.

D. Lucas, más parece vivir en los tiempos feudales, en que agoreros, alquimistas, nigromantes, buscadores de la piedra filosofal, magos, adivinos, saludadores y echadores de cartas, creíalos el vulgo enviados de Satanás, y aun los más esforzados varones soñaban con brujas, duendes, trasgos, espíritus infernales, aparecidos, fantasmas y ánimas en pena, que por la noche vagaban envueltos en sábanas, montados en escobas, deteníanse en lo alto de las torres, caían por las chimeneas, surgían de los artesonados, danzaban, bailaban, gritaban, maldecían, blasfemaban en poblado, á campo descubierto, en las montañas, en las grutas, en cualquiera parte; aprensiones de una edad pletórica de ignorancia y fanatismos.

D Lucas es solterón empedernido.

El por qué no quiso pasar por las horcas caudinas del matrimonio, es cosa de chiste, y prueba una vez más la tonta credulidad del buen hombre.

—Primero mártir que casado —se dice.

Y no supongáis que sea misógino, ni que en su larga travesía por el mundo haya sido tal su desgracia que no encontrase alguna fulanita dispuesta á compartir con él el puchero y demás que D. Lucas buenamente pudiera ofrecerle; pero es el caso que, la maldita superstición se la jugo de puno en el preciso momento en que se disponía á saborear la luna de miel, que precisamente por ser tan dulce y tan golosos los que la poseen, dan pronto con ella al traste.

Joven, no mal parecido, y algo romántico (cuestión de la época), D. Lucas se enamoró de una muchachita, que, si no era un portento de hermosura, tenia los naturales encantos de la edad, propios para que cualquier Lucas quisiera hacerla su mujercita.

D. Lucas concertó la boda con los papás del pimpollo, y hubo los consiguientes preliminares de buscar casa; por cierto que, después de mucho visitar cuartos desalquilados, encontraron uno, que ni pintiparado, en la calle del Burro.

Compró el futuro el mobiliario y menaje de casa imprescindibles, regaló á la novia el consabido traje de boda, amén de un aderezo de oro con brillantes falsos (que para más no alcanzaban los ahorros), y hecho esto, recibida ya la ropa interior, primorosamente bordada por la futura; después de quinientas y una visitas al vicario, cura y sacristanes, en regla los papeles, dispuesta la comida en los Viveros, y dispuesta la suegra á comerse al yerno vivo, hechas verbalmente las invitaciones para tan desgraciado suceso, que el caso no siempre es infortunio mayúsculo, tanto más si no va aderezado con el vil metal, D. Lucas, digo, metióse entre sábanas la noche víspera del más grande y rosado día de su existencia.

Quiso conciliar el sueno; pero el hombre desvelóse trágicamente, es decir, se le convirtió el magín en insoportable agorero, que no le presagiaba sino catástrofes, infidelidades, sorpresas terribles, lances peliagudos; en una palabra, la parte más fea y espeluznante de la hombrada que iba á cometer.

Quiso el diablo —y bueno será echarle á éste la culpa— que D. Lucas, renegando de las ridiculas aprensiones de su espíritu, abandonara el lecho, y como era verano, creyese como medio más oportuno, para desvanecer la pesadilla, asomarse al balcón y sorprender el despertar de la aurora del día de sus nupcias.

Cansado de ver los tembloreos de luz de los faroles públicos y la triste soledad de la calle, miró al cielo y...

Os juro que, al contemplar la luna, quedóse D. Lucas mas pálido que si hubiera leído su sentencia de muerte.

—¡Aviso del cielo!... Aviso del cielo! —exclamó nerviosamente.

Y saliendo del balcón, cerró sus maderas, y, deprisa, como si algún enemigo le persiguiera puñal en mano, metióse en la cama y arrebujóse con el embozo de la sábana...

II

D. Lucas, cuando alguien se va á casar, le pregunta solícitamente:

—¿Qué día se celebra la boda?...

—Tal día —le responden.

D. Lucas sepulta la mano en el bolsillo interior de la americana y saca un calendario de cartera,

—Luna llena —dice después de encontrar el día que le han dicho— puedes casarte.

O por ejemplo:

—Cuarto creciente: aunque te cases, ¡psch! no importa.

—Luna nueva: algo peliagudo es casarse en esta luna; pero si es buena la novia...

Si es en «cuarto menguante», el hombre murmura con acento sibilítico:

—¡No! ¡No te cases!... ¡Jamás!... ¿Tú has visto bien el aspecto de la luna en ese cuarto?...

Y si el interrogado no sabe ni palotada de sclenotopografia, añade:

—¡Fíjate! Casarse estando de esa forma la luna, es de mal agüero... ¡No seas niño!... Hay que tener en cuenta, muy en cuenta, ese aviso del cielo, que nos indica no cometamos bajo su influjo la deplorable tontería de casarnos...

Mira, la víspera de mi boda me asome casualmente por la noche al balcón y vi una luna hermosísima en cuarto menguante...

Pues tuve la fuerza de voluntad suficiente para no casarme... Y aún doy gracias á Dios que no me ha hecho caer en tentación... Créeme á mí, ciertas suposiciones que parecen extravagancias, locuras ó niñadas, se cumplen casi siempre... Y buena tontería es, sabiéndolo, correr un albur parecido...


Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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