Cuentos

Alejandro Larrubiera


Cuentos, colección



Carta abierta

Sr. D. Enrique de la Riva.

En Madrid


Mi fraternal amigo:


El móvil que te impulsa á fundar la Biblioteca Española, es el de divulgar las obras de nuestros más eminentes escritores contemporáneos, y dar á conocer aquellas otras de la juventud literaria —puñado escaso de valientes soldados— que, con la pujanza que da la sangre moza, caldeada por el entusiasmo, lucha denonadamente en pro de nuevos y generosos ideales: algunos de estos soldados pueden ya lucir sin sonrojo las insignias del generalato, por habérselas conquistado con el esfuerzo de una labor genial imperecedera.

No puede ser más hermoso el espíritu que preside á la fundación de esta Biblioteca, mucho más digno de encarecimiento aquí en donde para todo lo que sea beneficioso á las Letras se encuentran prietos los bolsillos y más prietas aún las voluntades.

Como no eres editor de oficio, sino que te empuja á realizar tu intento la fe y el entusiasmo hacia la Literatura, es indudable que tu obra ha de acarrearte sacrificios de todo linaje, ya que quieres darla á los vientos de la publicidad con lujos y ringorrangos que parecen incompatibles con lo módico de su precio.

Cierro esta carta deseándote de corazón que el público atienda como se merece á tu Bibliotea, en la cual el único pecado de origen que encuentro es el de que el más oscuro é inútil soldado de la literatura contemporánea, sea el que reciba el honroso encargo de romper marcha.

Tu cariñosa amistad para conmigo así lo quiso

¡Caiga sobre tí toda la culpa!

Recibe un abrazo de tu agradecido amigo.


Alejandro.

En Madrid a fines del año de 1895.

La felicidad del ajenjo

Camino de Vicálvaro en medio de un campo erial, se levanta un pino raquítico y contrahecho. Los pájaros jamás han anidado en él: en la carcoma de su podrida madera se deslizan los reptiles más asquerosos: cuando el viento Norte sopla iracundo, sus ramas resecas se quiebran con ruido siniestro... En las noches en que la luna viste con túnica blanquecina la tierra, el árbol es un espía en medio de la soledad. Parece retorcerse con la más violenta contorsión de espanto por verse tan solo, tan abandonado...


* * *


La corbata traíala mal hecha y como si aspirase á ceñirse al cogote; el traje, más pecaba de sucio que de elegante; el cuello y la pechera parecían haber reñido con el agua y el almidón; los pantalones, deshilachándose, rozaban el suelo; las botas tenían barro adherido á los bordes de la suela y los tacones torcidos. Por las mejillas paliduchas avanzaban revolucionariamente las barbas mal perjeñadas; los ojos, como los de las muñecas de biscuit, brillaban mucho, pero sin expresión; el sombrero que coronaba tales ruinas y roñosidades, ofrecíase abollado, grasiento. Tan astroso é incorrecto encontré la otra tarde á la puerta del café del Diván á mi amigo Luis, que no há pocos meses era el joven más elegante, atildado y rico de la buena sociedad madrileña: encanto de señoritas en estado de merecer, desvelo de señoras casadas, mimo de mamás con ascenso inmediato á suegras y temor de padres, hermanos y maridos celosos de su honor.

Nos dimos las manos, y Luis, conociendo la sorpresa que su empaque me producía, me dijo, sonriéndose irónicamente:

—No te asombres de esta facha, ni creas tampoco que estoy aquí como socio del club al aire libre del «sablazo amistoso». No me he arruinado aún; es que me he vuelto demócrata, casi casi socialista... Si quieres saber una historia triste, entremos en el café; elijamos una mesa aislada de cómicos y toreros, y de seguro que al vernos á tí y á mi, mano á mano, creerán unos y otros que soy un zascandil de la escena que viene á recibir el préstamo... Tú harás bien tu papel; tienes cara de empresario primo.

Aquella cháchara me hacia daño en boca de Luis, que era el prototipo de la seriedad; supuse que hablaba de tal modo por aturdirse á si mismo.

—Muchacho —dijo Luis al mozo que se había acercado á nuestra mesa— sirve al señor lo que pida, y á mi ya sabes: ajenjo, ajenjo puro.

—Pero, ¿estás en tu juicio? —le hice observar.— ¿Tú sabes lo que bebes?

—¿Que si lo sé?... ¡Ya lo creo! ¡Ajenjo! El enemigo amargo de la razón, el gran ilusionista, el que mejor nos hace olvidar las penas que, ocultas en el pecho, como ratones en un queso, le roen hasta destrozarle... En la hora melancólica del anochecer, en la «hora verde», que dicen los parisienses, el ajenjo inunda la masa gris de extraordinarios resplandores; las ideas todas son luminosas; para cualquier infortunio se encuentra un gran consuelo; para los problemas más arduos, una solución; para los remordimientos, razones que los alejan; las cansadas fuerzas del espíritu reviven prepotentes; el ajenjo es un néctar que nos embriaga deleitándonos; es como el opio: trae la pesadilla inexplicable de luz y armonías; de mujeres que son hadas deliciosas y de placeres en que la materia parece vibrar en un eterno beso, en una continua caricia voluptuosa; el ajenjo es un enemigo mimoso para nosotros, grandes desgraciados, que corremos el mundo solos, sin otra alegría en lontananza que la total paralización del ser... la inmovilidad absoluta, la negación de todo, la única verdad positiva: el más halagüeño de los goces... ¿Verdad, Alejandro?

—Estoy maravillado de tus teorías, de tus desilusiones, de tu actual manera de ofrecerte á mis ojos —repliqué.— Tú, el más alegre, el menos filósofo y el más feliz...

—¡Alto! —interrumpió mi amigo.— Feliz... lo he sido pocos meses... Tú no ignoras que la felicidad es un usurero que presta sus tesoros por contadas horas, y en cambio cobra un irritante interés, del cual sólo puedes librarte dentro de una fosa... A tí te puedo confiar mi pena, porque al menos no serás tan cruel como lo son la mayoría de los amigos que parecen interesarse por la desgracia ajena y luego la consuelan con una vulgaridad ó una tontería, ó se callan porque te escuchan por compromiso... Yo fuí feliz cuando vi correspondido mi amor por Carmen, una de tantas chicas de la clase media que viven miserablemente al lado de «papá» y «mamá»; salen á paseo, á caza de novio, los domingos y fiestas de guardar, y sueñan de continuo con un caballerete de buenas prendas que las libre de las estrecheces tiránicas del hogar paterno... Tan locamente me enamoré de Carmen, que, gozoso, cometí la tontería mayor. ¡Me casé! La vida matrimonial en los primeros meses se deslizó sonriente, sin asomo de nubes; todo era sol; todo era azul y rosa; las tormentas en tal cielo parecían mitos... ¡y qué diablos! sería optimista mi felicidad que antojábanseme ángeles mis suegros... Bueno es advertirte que antes de casarme llegaron hasta mis oídos conceptos no muy piadosos acerca de mi futura, y que la portera y vecinos de la casa, sonriéndose compasivamente, parecían decirme cada vez que me encontraban en la escalera: «¡Pobre hombre! ¡En qué líos se mete!» Achaqué todo esto á envidias, y... La luna de miel en que se reflejaba mi vida venturosa, fué como luna de espejo que se rompe de un trastazo y deja asomar las fealdades del cartón que resguarda el azogue... No sé decírtelo de otro modo: una mañana mi mujer amaneció tal cual era; es decir, sin hipocresías; se mostró conmigo displicente, desenamorada, coqueta, avara de sí propia; me negaba las caricias de que tan pródiga se mostró siempre; pasábase las horas muertas en su cuarto tocador; salía á paseo, á hacer visitas y compras, á oir misa ó al teatro, sin decirme palabra; yo no servía más que para figurar en las facturas de los comercios en que se surtía mi señora... No me quejaba. Era tan ciego que todo me parecía bien; lo único que me irritaba era su desvío... ¡Cuántas veces, á solas, reflexionaba sobre tales metamorfosis, y cuántas veces el recuerdo de las pasadas maledicencias me angustiaba el ánimo, y me veía á mi mismo como un marido cándido y tonto de los piés á la cabeza!... Los celos, celos horribles y sin causa racional que los motivase, desgarraban tira á tira mi felicidad... Callaba... ¿Qué iba á hacer? Encontraba tan hermosa á mi Carmen, que, por no perderla, perdía yo mi dignidad de hombre, y como el que mendiga un favor, sometíame complaciente á cuantos caprichos y locuras ideaba; un día regañé con ella y ella se manifestó resueltamente enemiga. Con estúpido asombro escuché de su boca frases de vendedora de plazuela... Adquirí una tristísima certidumbre: se había casado conmigo llevada de la misma idea que el escultor cuando busca un suntuoso pedestal para su estatua: para que resalte más y tenga mayor lucimiento... ¡Dios mío! Me consideré tan desgraciado que lloré lágrimas de rabia, de vergüenza. ¡A qué extremos nos empuja la pasión!... Aquella nube pasó; intenté atraer á Carmen al buen camino; agoté todos los recursos, todas las energías, todas las reflexiones. No conseguí nada... Burlábase de mis afanes, y se vanagloriaba de haber hecho siempre cuanto se le antojaba...

¿Adivinas el resto? Carmen se marchó de mi lado llevándose un... buen golpe de alhajas y de dinero... ¿Ha ido con algún amante? No lo sé... Supongo que sí... He intentado por cuantos medios me sugería mi dolor encontrarla... Mi espíritu parece que ha quedado en suspenso desde su huida... Soy un escéptico que se abandona al azar y sepulta sus desdichas en una copa de ajenjo... Esta me proporciona una felicidad de un segundo; una borrachera de ilusiones que escapan rápidas, volviéndome después á una realidad que encuentro mucho más triste y desconsoladora... Ya sé que abusar de la felicidad del ajenjo es ir camino de la locura... Pero dime tú, ¿qué mejor cosa podría yo hallar para mi ínfortunio?...


* * *


Sin saber por qué extraña evolución de la mente, recordé, mientras Luis me daba cuenta de su desdichado matrimonio, el pino raquítico y contrahecho que se levanta en medio de un campo erial, camino de Vicálvaro, sin que jamás los pájaros hayan hecho en él su nidada; únicamente en la carcoma de su podrida madera se deslizan los reptiles más asquerosos...

Corazón

I

Terminada la carrera de ciencias en la Universidad de Berlín, no quiso el doctor Franz ser uno de esos sabios de biblioteca, pobres folicularios que no saben de la vida más allá de lo que buenamente les cuentan sus libracos. Estudiar la naturaleza en todas sus manifestaciones, exhumar el recuerdo de pasados tiempos, contemplar de cerca tanta y tanta grandeza como yace olvidada entre el polvo del tiempo y el polvo del olvido, esos eran los propósitos del joven y rico doctor alemán.

Visitó el Egipto, primitiva cuna de la civilización, pudo desenmarañar los signos de su escritura ideográfica esculpidos en las suntuosas moles de granito de sus tumbas faraónicas, y quedó sorprendido del espíritu ferviente de aquellos hombres que se construían para la eternidad palacios gigantescos; en Oriente leyó en los artísticos ladrillos de sus pagodas y mezquitas las máximas del Alcorán y cuanto la fantasía de los pueblos árabes ha producido; Persia, Asiria y la Media descubriéronle los secretos del poderío de sus imperios en los enrevesados ideogramas de su escritura cuneiforme; pero estos conocimientos no tenían para el doctor otro interés que el de aumentar su cultura; no le llevaban á ningún fin práctico.

Imbuido por una filosofía extraña á toda escuela conocida, Franz quiso descubrir el logos, el verbo, palabra ó signo de un algo que él no había encontrado en ningún códice ni en incunable alguno, pero que debía existir. La mitología pagana describe con el más seductor de los optimismos las fuentes de salud que por siempre conservaban incólume la hermosa juventud del cuerpo á los que bebían de su agua milagrosa.

Empeño loco y disparatado era buscar estas fuentes; encontrar en la naturaleza un equivalente á tales prodigios acercábase algo á la realidad. «Si junto al veneno se encuentra el antídoto, si al lado de la muerte palpita de continuo la vida, si en el universo —discurría el doctor— todo está equilibrado con inimitable armonía, debe de existir un principio de virtualidad que no altere la arcilla humana á través de los años de vida.» No es que él pretendiera el sostenimiento á perpetuidad de la Psiquis que mueve nuestro sér corpóreo; pretendía la juventud eterna dentro de la existencia prefijada a los mortales en el libro del Destino.

Obsesionado por esta idea, recorría el mundo de parte á parte en busca del soñado elixir.

Y al cabo de los anos, el sabio berlinés vió con desconsuelo que su rostro se arrugaba, sus cabellos encanecían, encorvábansele las espaldas y poníansele temblorosas las piernas.

Y de la milagrosa panacea no había ni señales...

II

Acurrucado al pie de un cinamomo secular, en pleno bosque indio, hablaba al doctor Franz un fakir ó sacerdote mendicante, parecido á una momia mal encubierta en unos harapos.

Decíale en sánscrito, la antigua lengua del culto sacerdotal de la India:

—He oído, Prangui, con el silencio de la piedra, el deseo que te anima. Serás servido. El gran Brahma quiso que yo leyese en los himnos sagrados de los Vedas la interpretación fiel de su omnisciente voluntad.

Indra, el sol, es la divinidad que preside á la formación del universo; el primer hombre fué hijo del rayo, el alma del mundo es solo fuego. Mi cabeza se ha doblado sobre las leyes del sabio Manú, mis ojos han sido escaldados por la lectura del Mahabhárata. Sobre mi cuerpo han caído muchísimas veces las rosadas vacas de Indra.

Puedo hablarte como hablan los ancianos de mi casta; mi boca es la verdad, mi cabeza es la razón.

El gran Brahma habla en mí.

Lo que nos mantiene la vida es el fuego interno que arde en nosotros.

Prangui, á sostener ese fuego debo prestarme; la juventud será para ti una aurora; la noche será tu muerte.

Un joghis que contaba más de un siglo de penitencia austera, me llamó para auxiliarle, á la hora en que el espíritu se despide del cuerpo.

Escrita en hojas de palmera me entregó antes una revelación.

Visnú habíale soplado á la oreja su voluntad.

Él hombre podía disfrutar durante su vida de la juventud.

Las cortezas del ponna y del sek habían de ser hendidas por el filo del hacha bendecida por un bracmán.

Destilarían las árboles un líquido sangriento, siempre que el que lo recogiese fuera puro de cuerpo y de espíritu.

Yo realicé esta operación y mezclé el líquido con sangre de tigre y con el jugo de las plantas que indicaban las hojas de palmera del joghis.

Franz escuchaba al fakir incrédulamente.

—¿Y por qué has dejado que aniquile tu cuerpo la vejez?—replicó.

—Prangui, el destino hace que el que busca la juventud no pueda disfrutarla... Este elixir sólo tiene virtud para el extranjero. Brahma quiere que los incrédulos vuelvan hacia él los ojos en vista de la inmensidad de su poder.

Ven esta noche á la pagoda. Después de hacer la ofrenda á Visnú te regalaré una anforita del elixir... Tu cuerpo viejo recobrará sus bríos, tu epidermis se desarrugará y quedará tersa y lozana.

He de advertirte que sólo tú puedes hacer uso del elixir... Para los demás no sirve.. Únicamente si quieres apreciar sus efectos en otra persona, verás cómo queda dormida con un sueño parecido á la muerte... Podrás arrancarla las entrañas si quieres, y luego, volviéndolas á colocar en su sitio, recobrará la vida sin que padezca el más mínimo desarreglo.

III

El fakir cumplió su palabra.

El sabio berlinés entró en la pagoda sexagenario y salió de ella joven.

Visnú había realizado en un simple mortal uno de sus avatares.

El elixir famoso no era un mito.

IV

El elixir, al realizar el milagro, había hecho al doctor un mal servicio.

Despertó en él una ansia ardiente, un sentimiento para él totalmente desconocido: el amor.

Siempre impulsado por aquella filosofía suya divorciada en sus principios con todas las conocidas, sintió un gran desaliento al ver que su ciencia no había analizado aún á la mas bella mitad del linaje, que no sabia palotada de lo que eran pasiones á pesar de sus estudios psicológicos, que aquel mundo ideal por él entrevisto en las nebulosas de una juventud vieja, no tenia el menor punto de conexión con aquel otro materialisimo que le robó las primicias de su vida... El doctor quedó anonadado al reconocer tamaña ignorancia.

Fausto, enamorado de Margarita, acudió al genio del mal, para que, remozándole, le regalase el amor de una mujer tan pura como bella; Franz no había necesitado del diablo para su metamorfosis; pero si eso estuviera hoy en boga, se entregaría á él con tal de que le ilustrase acerca de lo que es amor, de lo que es una mujer.

Metido en estas cavilaciones, que le hacían pasar las noches en claro y en turbio los días, revolvía el alemán infolios y libros, consultaba todos los autores, y cada vez con mayor ansia de ser correspondido en aquel afecto suyo que henchía su alma con emociones vagas, dulces, tiernas, miraba con ojos de rabiosa curiosidad á cuantas mujeres hallaba al paso, mirábalas á los ojos y cada vez veía mas cerrados los ventanales de sus almas... Y es que el alma de la mujer no se asoma á los ojos, como pretenden los incautos.

Nuestro sabio topó al fin con un librote de pergamino que tenia esta advertencia, que él creyó luz que le iluminaría para encontrar lo que tantas malas noches y vigilias le costaba hallar:

«Busca el corazón de una mujer, analízalo y sabrás cómo ama.»

Y Franz, aprovechando el consejo, emperegílose á lo sabio, es decir, desmañadamente, su seudo-juvenil persona y dióse á buscar una mujer...

La encontró.

Y lo que es más notable, aquella mujer, que poseía todas las seducciones de la materia y todos los encantos del alma, le aseguró en una hora de amor que su corazón palpitaba por él como nunca palpitó por hombre alguno.

Era una realidad la mujer que el doctor forjó en la turquesa de su pensamiento, para ser amado como él quería serlo.

V

Aquel sabio, nunca satisfecha su sed de ciencia, quiso conocer un imposible: el corazón de la mujer que idolatraba; aún más; quería ver lo que encerraba, compulsar él mismo las afirmaciones que acerca del corazón femenil decían sus autores predilectos, hallar la verdad en aquel caos de opiniones favorables y adversas que van siempre aparejadas cuando se habla del eterno femenino.

¡Ah! De algo había de servirle el maravilloso licor regalado por el fakir.

Obsesionado hasta la locura por realizar su estrambótico análisis, una noche atrajo á su laboratorio á la mujer de sus amores. Encontrábase ya todo dispuesto para la realización de aquella fantasía de sabio: un potente foco de luz eléctrica, suspendido en el centro del gabínete, lo iluminaba como si fuera pleno día: múltiples caloríferos de agua hirviente producían una temperatura mucho más elevada que la de la India; el termómetro marcaba más de los cien grados; una atmósfera asfixiante.

En Avatar, genial obra de Gautier, el viejo doctor Cherbonneau, al realizar el cambio de espíritus entre los dos protagonistas de la obra, no pudo experimentar mayor emoción, mayor ansia ni interés más grande que aquel viejo joven que iba á arrancar un corazón palpitante de vida para sorprender en él un latido amoroso.

Magnetizó á su amada, y con la pulcritud de una madre, la despojó de sus ropas.


* * *


El cuerpo de la joven descansaba á todo lo largo sobre una mesa de mármol: el foco de luz eléctrica caía de lleno sobre su cuerpo virginal.

Parecía una gigantesca rosa de té caida sobre la nieve.

En aquel momento supremo no existía en Franz el amante; sólo el sabio, un joven —casi un niño— que iba á realizar una empresa digna de sel glosada en los mentirosos anales de la brujería.

Franz dió toda la llave á los caloríferos: sus bocas vomitaron sobre el laboratorio bocanadas de aire cálido, abrasador, que congestionaba los pulmones.

Hecha esta operación preliminar, el berlinés vertió sobre la palma de la mano unas gotas del elixir y friccionó la frente, los labios y el lado del corazón de su amada: la epidermis fué coloreándose, coloreándose, hasta quedar roja como una brasa encendida.

El doctor, con los ojos fijos en la mujer, ofrecía un aspecto extraordinario: parecía presa de un terror sin nombre. ¡Si la operación fracasaba, la muerte de la mujer era inevitable!

Gruesas gotas de sudor inundaban el rostro del sabio al comprobar las predicciones del fakir: la joven ofrecía los síntomas propios de la catalepsia: los músculos acusaban la rigidez tetánica y la posición del equipo era la misma en que fué colocado antes de friccionarle con el elixir.

Tuvo Franz un momento de angustiosa vacilación, pero resolvió arriesgarse hasta lo último. El fakir habíale dado toda clase de seguridades, podía arrancar impunemente la entraña y volver á colocarla sin producir la mas mínima lesión al organismo vital.


* * *


Iba ya á realizar sus designios, cuando al posar sus manos sobre aquel cuerpo que parecía amasijo de rosas caldeadas por el sol, sintió un estremecimiento, como si recibiese la impresión de una ducha de agua nieve: el escalpelo se le cayó de las manos, y con la ansiedad de un hidrópico sus labios posáronse en los de su amada... Fue aquello el impulso del hombre enloquecido por la pasión que se revela por vez primera con todos los ardores de la juventud. La contemplación de aquella virginal durmiente hízole olvidar su ciencia estúpida y sus necios experimentos...

El sabio sentíase por siempre amante y rendía devoción al ídolo.

Y el ídolo—¡pese á las niara villas del elixir de todos los fakires! —al recibir la impresión de aquel beso volvió á la vida, y volvió para sostener —amante— el más dulce de los idilios.

—¡Ya sé lo que es la mujer! —deciase gozoso el sabio berlinés.— He sorprendido el momento más sublime, más real y más hermosísimo en la psicología femenil.

Y por Dios, señores, que para llegar á este ¡Eureka! no es preciso ser sabio ni pasarse en Oriente lo mejor de la vida.

Fonógrafo perfeccionado

Ó quien escucha, se mal oye

I

La mayoría de los amigos de D. Ruperto, al saber la fausta nueva de su enlace, hicieron muy sabrosos comentarios, porque á los cincuenta y pico de años, es loco el empeño de acometer tan arriesgada empresa, mucho más si la novia, como en el caso presente ocurría, contaba menos primaveras que reales un duro.

Y con maleante intención murmuraban los amigos:

—¡Incauto manchego! ¡En que lances se aventura!...

A ésta, como á otras más exageradas muestras caritativas, hacia D. Ruperto oídos de mercader, y si alguno de sus íntimos, machacón y suspicaz, le enumeraba las aprensiones que el casorio le producía, encogíase bonitamente de hombros, sonreía desdeñoso y, engallándose, replicaba en son de ciudadano que sabe ver más allá de sus narices:

—¡Hombre! Ya se yo lo que me hago. ¿Crees que si no estuviera bien convencido de que nada malo ha de ocurrirme me metería así como así en la boca del lobo?... ¡Quiá! Estoy á cubierto de cualquiera catástrofe que pudiera sobrevenirme...Tengo el orgullo de proclamarme, urbis et orbe, el único marido que sabrá sorprender el pensamiento de su mujer sin que ella lo advierta... No, no he hecho pacto con ningún espíritu infernal; he arrancado á la ciencia uno de sus más peregrinos secretos, que no en balde pasé la vida estudiándola, y aunque esto no fuera así, mi futura es una muchacha de conducta irreprochable, y si se casa conmigo no es por un interés grosero, sino por un cariño apacible, puro, fraternal.

Si á D. Ruperto se le estrechaba para que indicase la índole de su invento, excusaba el deseo, exclamando con acento de orgullosa satisfacción:

—¡Ese es mi gran secreto!

Y quedáronse todos los que en el descubrimiento querían meter baza, in albis y contrariados, y muchísimo más deseosos de descubrir la non plus de las maravillas, y D. Ruperto contrajo matrimonio y dió que reir á más de cuatro, que siempre es sainete un novio de cincuenta Abriles.

II

Digo que este D. Ruperto de mi historia, era hombre sabio si los hay, habilísimo mecánico, químico consumado é inventor digno de loa.

Su invento tenia por base el fonógrafo de Edisson. Consistía en una caja especialisima, la cual podía ser depositada en cualquiera parte, debajo de un mueble, por ejemplo, y durante un número fijo de horas, cuantos ruidos se produjesen en la habitación se fijaban en la cubierta sensible de varios cilindros que giraban por medio de un ingenioso aparato de relojería, emplazado en el fondo de la sorprendente caja.

Y esto dicho, prodigue la historia.

D. Ruperto, desde el día siguiente al de su enlace con la bella Elena —que Elena y bella era su mujercita— cuidóse de encerrar cotidianamente en los sitios menos sospechosos de las habitaciones de su señora, y á hurtadillas de todos los de la casa, los portentosos aparatos de su invención.

El resultado de sus experimentos anotábalos en un cuaderno por dias.

Los apuntes de los dos primeros meses no ofrecían nada de particular; sin número de conversaciones insulsas de amigüilas que iban á visitar á Elena; algún que otro chinarrazo á la edad de D. Ruperto, y alguna que otra picante alusión al «heroísmo» de su cónyuge.

Ésta siempre mostrábase la esposa digna.

La monotonía de lo escrito en las primeras páginas del Memorandum fonográfico, interrumpíase con esta expresiva frase, trazada con pulso trémulo:

«¡Empiezo a escamarme!»

He aquí ahora algunos fragmentos entresacados del Memorándum en los días subsiguientes:

III

Día 13


No soy supersticioso, pero hoy, al preparar la audición, siento un vago presentimiento de que ha de serme fatal la cifra del día.

¿Llegaré á escuchar la muerte de mis ilusiones?

¿Al elegir a Elena habré sido víctima de un terrible espejismo?...

Se me figura esta caja que yo he formado la de Pandora... ¿Qué sonidos guardará en su interior?

Decidámonos.


* * *


La audición empieza alegremente... el canario del gabinete de Elena gorjea... Escucho ruido de una silla al sentarse una persona.

—Señorita... (Voz de la criada.)

—¿Qué quieres? (Mi mujer.)

CRIADA.—¿El Sr. Vizconde de Altamar que si puede recibirle la señora?...

ELENA. —(¡Él otra vez!) Que pase.

(Pausa.) (Este canario es insoportable... El diálogo se pierde... Un minuto... Dos... Tres.. Cesa el canto.)

ELENA.—Caballero, ya le advertí ayer que debíamos olvidar el tiempo pasado. (¡Muy bien dicho!)

VIZCONDE.—Olvidémosle en buena hora... Nuestro presente puede ser más hermoso.

ELENA.—Olvida V. que estoy casada.

VIZCONDE.—Si; con un viejo. (¡Yo!)

ELENA.—Muy bueno, muy...

VIZCONDE.—Bueno sí, pero viejo. (¡Y dale!)

ELENA.—Que mis deberes...

VIZCONDE.—No existen cuando el egoísmo los produce.

ELENA.—Expliqúese V.

VIZCONDE.—¿Será V. conmigo tan franca como yo voy á serlo con V.?

ELENA.—Lo seré.

VIZCONDE.—¿Ama V. á su marido?

ELENA.—Esa pregunta, Vizconde...

VIZCONDE.—¿Como á un amante?

ELENA.—¡No! (¡Dios mío!)

VIZCONDE.—Usted le quiere como á un padre... ¿Verdad?

ELENA.—Lo mismo...

VIZCONDE.—¿Y va V. á sacrificar su juventud? ¿Y acepta usted el suplicio de encadenar su belleza y lozanía á la antipática y helada de un hombre caduco?

ELENA.—Mis deberes...

VIZCONDE.—¡Otra vez!

(Es oportuno el bichito.. ¡Yo mato al canario!... El demonio hace que gorjee ahora.)


Día 14


Hoy mi angustia no tiene limites.

Mi mujer toca al piano el Dúo de Hugonotes... De nuevo el Vizconde penetra en el gabinete... Elena sostiene con él una conversación insulsa, se comenta el estado atmosférico.


* * *


VIZCONDE.—Al lado de V. todo lo olvido: el tiempo queda en suspenso.

ELENA.—Gracias por la galantería.


VIZCONDE.—Esos ojos tan hermosísimos me sugestionan.

ELENA.—Los cerraré.

VIZCONDE.—No sea V. tan cruel... Aunque supiera abrasarme en ellos, le suplico no los aparte...

CRIADA.—Las señoras de Granvilla.

ELENA.—Que pasen á la sala... Vizconde...

VIZCONDE.—Me retiro, con su permiso... Adiós.

ELENA.—¡Ay!

VIZCONDE.—¿Le he hecho á usted mucho daño?

ELENA.—No, no ha sido nada... Estrechó V. la mano con tal fuerza...

VIZCONDE.—Perdón, Elena..


Día 15


Mi mujer ha salido á paseo. No hay audición.


Día 16


El calvario de mi curiosidad es horrible...

No percibo ningún sonido... El rum rum de los coches se fija en el aparato... Se casa la hija del Marqués que vive en el principal, y en la calle el trasiego de carruajes es ensordecedor.


Día 17


Última página del Memorándum


La pluma se resiste á estampar mi desdichada suerte.

¡Soy el más infeliz y el más cándido de los maridos!...

Parece que me comprime el pecho una mano vigorosa que aprieta... aprieta.

Los celos y los sufrimientos más horribles batallan en mi cerebro, llenándole de sombras.

En verdad que he sido un gran necio en casarme.

He creído realidad el fingimiento de una mujer habilidosa.

Ella no tiene la culpa...

Me culpo a mi mismo.


* * *


Para adoptar la solución que voy á poner en práctica he tardado más de una hora.

Debo abandonar á esa mujer, debo alejarme de su lado é irme á remotos países.

Si alguien osa preguntarme por que no vengué mi daño, le diré que haciendo público mi invento seré el vengador uníversal de cuantos maridos tengan, como yo, el triste convencimiento de que sus mujeres no buscan en el matrimonio el cariño mutuo de las almas, sino el egoísmo de un porvenir que poniéndolas á cubierto de privaciones las deje en libertad de lanzarse á aventuras peligrosas...

La cuerda matrimonial

Cartas íntimas

I

De la Señora Doña Elena Pérez de Villabrín á la Señora Doña Julia Gómez del Soto


«Madrid 10 Enero 1895.


Queridísima Julia: ¡Soy muy desgraciada! Figúrate que en el período de la luna de miel, aún no lejano, he gustado de todas las dichas y dulzuras anejas a tan famoso y efímero satélite: Julieta no pudo encontrar en brazos de su Romeo tanto cariño como yo en los de mí Eduardo. Y más feliz yo que la heroína de Shakespeare, me sentía orgulloso de pasear con mi marido por las calles de esta Babel madrileña, y ver que los demás transeúntes, al cruzarse en nuestro camino, nos dirigían una mirada envidiosa... ¡Tanta era la felicidad que emanaba de nuestro ser!...

Yo soy algo soñadora (no diré romántica, porque nunca me forjé para amante mío ningún príncipe celeste, ni suspiré en tonto al tocar con la prosaica realidad), eso tú lo sabes demasiado. Y sí no, recuerda las múltiples charlas sostenidas acerca de nuestro porvenir. Creía yo, ¡inocente!, que el hombre al casarse se abstraía por completo en su nuevo estado, consagrándose en todo y por todo á su «mujercita»; en una palabra, resumía su existencia matrimonial en un idilio perpetuo; pero, ¡ay, amiga mía! los besos de los amantes son tan dulzones, que pronto empalagan; las dulces cadenas de los brazos concluyen por ser cadenas de acero; las caricias y las ternuras, los apasionamientos y «romantiquerías» del corazón satisfecho, aleluyas que, como esas otras que arrojan al paso de las procesiones, las arrastra el viento, allí donde se le antoja. Más claro: en la luna de miel creí ver el comienzo de la vida felicísima del amor, y no me preocupé gran cosa de que el prólogo vale más que la vida matrimonial en conjunto.

El dúo amoroso entre Eduardo y yo, ha tenido «gallos», que, naturalmente, hemos procurado no dar á conocer al público. Desafinamos de una manera horrorosa.... ¡Si tú vieras!... ¿Quién es el culpable?... No me atrevo á designarlo, amiga mía... Tú, que llevas más años de casada, y, por lo tanto, reúnes mayor experiencia, podrás ser juez en este pleito intimo, y señalar sin escrúpulos al criminal.

Hé aquí el proceso. Hace noches, Eduardo, á pretexto de un negocio de interés (siempre emplea el hombre el mismo embuste cuando quiere abandonar á la mujer), salió de casa. Era noche y fría y triste por más señas. Me acomodé en la butaca, cerca de la chimenea del gabinete, y me quedé en esa actitud con que todos los escritores que en el mundo son y han sido, pintan á los héroes de su fábula, en los momentos de duda, hastio ó pesadumbre, con los brazos caídos á lo largo del cuerpo y con los ojos fijos en el fuego que ardía en la chimenea: un fuego alegre, bullicioso que, con su roja lengua, lamía las negruras interiores de su cárcel.

Contemplando la lucha de la llama, que quería subir Dios sabe dónde, y lo inútil de sus oscilaciones, olvidé por un momento mí desgracia. Porque la primera noche que un marido falta de casa, debe de ser para su esposa una desgracia. No hagas tú aquí, á mi costa, alguna reflexión poco caritativa y me llames tonta de capirote ó cosa peor. Ello es que por un momento tuve la imaginación en suspenso; poco á poco, y cual si despertara de una pesadilla, fui «creando» (esta es la palabra) un mundo aparte del que yo conozco, y en el que había porción de mujeres sin vergüenza al acecho de hombres indolentes, amigos calaveras y burlones, maridos olvidadizos, y todos estos señores estaban de juerga. (Me da asco la palabreja, pero la empleo.)

En esta bacanal vi, ¿á quién creerás?... A mi Eduardo, á mi propio señor esposo, convertido en uno de tantos desarrapados de cariño, que, abandonando el que legítimamente les aguarda en su bogar, prefieren el que de mentirijillas les otorga una de esas fulanas. Figúrate tú: mi Eduardo, mi ídolo, haciendo gala de cínico con las actrices del amor, con amigos sin lacha; mi Eduardo riéndose en aquella fiesta de su mujer, de mí, llamándome entre grandes carcajadas de los comensales, sensiblera, empalagosa, ¡qué sé yo!

A tanto llegó mi fantasear, que el chisporroteo de la leña se me antojó rumor de besos y batir de alas, que dijo mi poeta predilecto: Bécquer. Más aún: creía oir ecos de burla, charlas y carcajadas, cantos y taponazos... algo de eso que yo imagino habrá en las reuniones de hombres y mujeres sin pudor.

Ya ves tú á lo que arrastra la fantasía... ¡Cuántas veces te he dicho que al quemarse la leña creía escuchar un quejido, algo así como protesta de la egoísta ingratitud humana! Un sentimentalismo como otros muchos, que me ponen melancólica y me hacen ver... visiones, allí donde no hay más que ascuas.

Bueno. Es el caso que mientras yo me devanaba los sesos, el reloj, á su vez, devanaba impertérrito su cuerda. Dieron la una, las dos, y Eduardo ¡sin parecer!

Inquieta, nerviosa, me levantaba de la butaca, pascaba á todo lo largo del gabinete, como fiera enjaulada, descorría los visillos del balcón, y pegando mi rostro al cristal frío y lloroso, veía un trozo de calle: un farol esparcía desmayada claridad sobre la acera. A grandes intervalos, un transeúnte la cruzaba de prisa... Y ninguno era Eduardo.

Vuelta otra vez á detenerme delante de la chimenea, á contemplar el leño cubierto ya de ceniza, casi apagado, á sentarme desasosegada, trazando in mente los más disparatados absurdos: ya me fingía á Eduardo en brazos de otra mujer; ya lo veía muerto, aplastado por un carro ó un tranvía; ya lívido en una cama de la casa de socorro: una porción de terribles inquietudes que crecían á medida que las agujas del reloj ganaban terreno en la esfera.

Tuve intenciones de salir de aquel gabinete é ir en busca de Eduardo... Pero, ¿a dónde?... Además, á las cuatro de la madrugada y con un tiempo como el que hacía, el intentarlo era tan peligroso como disparatado. Me resigné. Era forzoso «esperar los acontecimientos»... La resignación, ante la incertidumbre, es lo que el agua del río al cielo; corre el agua, pero copia siempre en un mismo punto la nube. Tenía fiebre, dolor de cabeza, frío y una angustia sin cuento...

Entró en el gabinete Eduardo. Al verme aún levantada y en actitud de quien espera desesperándose, se quedó perplejo, sin saber qué hacer. Yo no supe si llorar de alegría y echarme a su cuello gritando: «¡Salvo!», ó quedarme seria y recriminarle por su acción. Intentó» darme un beso y lo rechacé. Me habló con locuacidad de saca muelas, como aquel que quiere con borbotones de charla hacer olvidar su delito.

—Si yo hubiera sabido esto, no te habría abandonado mujercita mía... —me dijo.— Pero, quién iba á figurarse que la junta de accionistas... Ya ves: se trataba de unos títulos...

Y me habló del tanto por ciento de beneficio. Pero yo no hacia caso... Permanecía seria, sin pronunciar palabra, aunque por dentro me sentía alegre, con ganas de hablarle mucho, de acariciarle; pero el amor propio de mujer ofendida se sobrepuso á mis sentimientos de amante. Con la cortesía de quien escucha un cuento que no interesa, le hice comprender que su charla no justificaba lo hecho, ni podía, aunque lo intentara, hacerme creer en una junta de accionistas, pasándosela noche en claro, discutiendo «primas» ni «dividendos». Se lo dije con frialdad, con ese frío de la frase acerada que hace sangre y hiela á un mismo tiempo.

Aquello le produjo un efecto contrario al que yo esperaba. Eduardo, por vez primera, dejó asomar las garras de león... ¡Y yo que le creía siempre humilde cordero!... Politicamente me indicó que el hombre, cualquiera que sea su estado, es siempre hombre, y por lo mismo, su libertad es omnímoda.

Le repliqué á esto, alzó él la voz, y acentuó colérico sus frases: lloré; ahí acaban siempre las energías de las mujeres. Él se sentó en un diván; yo me retiré á la alcoba... ¡Nunca la encontré más triste! Me acosté, y con el oído atento seguía los menores ruidos que en el gabínetito próximo se producían... Eduardo leía un periódico... Me disponía á llamarle, á rogarle que me perdonase: pero una oleada de amor propio ahogo mi intención, y, rabiosa conmigo misma, contra él, contra todo, pasé la noche desvelada, escuchando ya el crujir de los muelles del diván al cambiar Eduardo de postura, ya el desdoblar del periódico, ya el rag rag de las cerillas al encender el cigarro... Una noche tristísima, bien lo sabe Dios.

Todo el día estuvimos sin hablarnos palabra. Esperaba yo que él se ablandara, que me pediría perdón... ¡Tenía yo tantas ganas de perdonarle!... Se mantuvo en sus trece, y lo que es más doloroso, á la misma hora que en la de la noche precedente, cogió el sombrero y me dijo como si diera una orden á un criado de confianza:

—Puedes acostarte cuando gustes. Volveré tarde...

¡Y tan tarde, amiga mía!... Ya el sol, en la plenitud de su carrera, iluminaba el gabinete, cuando regreso Eduardo. No le dije una palabra; pero en mi rostro macilento y en mis mejillas escaldadas por las lágrimas, debió ver la horrible pena que con su conducta me produjo.

Hasta aquí el proceso. ¿Qué debo hacer?... Te envía un abrazo y espera tu consejo tu desventurada amiga,


Elena.»

II

De la misma á la misma


«Madrid 30 Enero 1895.


...Sí, querida Julia: he seguido tu consejo al pie de la letra. He logrado más con mimos y dulces reconvenciones, que mostrándome altiva y desdeñosa. Es una verdad la que señalas en tu carta: el amor propio, en nosotras las señoras casadas, es como espantajo en el campo: ahuyenta los vencejos. Y en este campo del matrimonio ahuyenta el cariño y las confianzas: lo que más debe cuidar en retener la esposa.

Aunque la frase sea populachera, tienes razón en lo de que al marido hay que darle cuerda, ni tan larga que le lleve muy lejos extraviándolo, ni tan corta que le ate á las faldas de la mujer, hastiándolo. Ni más ni menos que ocurre á los caballos con el freno: si se aprieta demasiado, se desboca; si no se le pone, va por donde bien le parece: el talento estriba en saber regirlo sin que se dé cuenta de que tal freno le sujeta... A cambio de tu hermosísima lección, te envía millones de besos tu feliz amiga,


Elena.»

El peor consejero, orgullo

I

Encanto de los ojos era Dolores, que no parece sino que la Naturaleza quiso con ella dar un mentís á las más hermosas creaciones artísticas. Era la muchacha de las de rompe y rasga, y si en sus pupilas relampagueaba el odio era como destello de puñal que ciega y atemoriza; en cambio, si amante entornaba los párpados, un pecho de roca se extremecería dulcemente conmovido.

Y como no eran de roca los de quienes tal belleza admiraban, á los ojos de chicos y grandes subíase á llamaradas el gozo y traducíase la admiración en exclamaciones, finas las menos, groseras las más, en todas se encerraba un deseo pecaminoso.

Altiva como una reina, sin hacer caso de los murmullos de entusiasmo que a su paso producía, como á través de las hojas de los árboles produce múltiple susurro el aire, iba Lola al obrador; que la chica era planchadora de oficio, aunque por su hermosura mereciera ser princesa.

Inclinado el ondulante y escultural busto sobre el niveo lienzo que recubría la tabla, roja la faz, brillantes los ojos, aprisionada la plancha por sus manos de duquesa, Lola pasábase el dia sacando brillo á las camisolas, y entre planchazo y planchazo, si no seguía el palique con las compañeras, continuaba el canto; el más popular y de moda, el más chulo y picante.

La tienda era como ermita en despoblado, que todo el que pasa se detiene á contemplar la vera effigies del santo milagroso: no había varón barbado ó sin barbas, que no pegase las narices al cristal del escaparate y se quedara como embobalicado en la contemplación de tan lindos perfiles, empleados en labor tan prosaica.

Había quien apretaba el paso, como el que rehuye un peligro; había quien, menos cauto, se paraba en firme, y, después de hacer visajes y gestos admirativos, que le valían chistes por parte de las planchadoras, esperaba á la salida del obrador á la ciudadanita, y he aquí que cuando ésta aparecía en la calle con el pañuelo de seda rojo y el mantón de lana color ceniza encubriendo el tentador cuerpo, el Tenorio sentíase turulato, y si osaba pegarse á las faldas y mosconear simplezas, cosechaba al vuelo una de calabazas que habría para proveer á todas las confiterías de la Península: que así era Lola de espléndida en el dar y franca en el trato cuando la incógnita del amor le salía al encuentro; las mieles de sus labios de cereza trocábanse en hieles, y destrozaba con una risa ó un chiste el sensible corazón del que á la zaga iba detrás del suyo.

II

Al mirar á aquel hombre que tembloroso le pedía correspondiese á su cariño, Lola experimentó una sensación para ella desconocida, mezcla de complacencía y temor; un dulce ahogo que destruía las frases de replica y le empujaba á decir que si á aquel sumiso pretendiente.

Justo —llamábase así el héroe— sujetó con las cadenas del cariño el corazón de Lola.

Todas las noches, á la salida del obrador, se veían ambos novios: se daban las manos, estrechándoselas mutuamente, y, luego, despacito, hablándose á media voz, iban calle arriba; él le pintaba su anhelo amoroso, así, á su modo, con mucho sentimiento y poca retórica, que no es obligación en un carpintero la de saber adornar las frases como un Dante; pero la frase salía de los labios, nacida de lo más hondo. No había más que fijarse en las pupilas del muchacho, incendiadas por la pasión, fijas en el rostro de Lola que, confiada y feliz, dejaba asomar á sus luminares todo lo que sentía en aquellas ratos de palique.

—«Cuando nos casemos...»

Era la frase eterna de ambos, la que resumía todos sus ideales, toda su felicidad para lo porvenir. Acompañaban la frase con un suspiro, y se miraban ansiosos, llenos de rubor.

Y sin saber cómo, sus manos se entrelazaban de manera misteriosa, á hurtadillas de los transeúntes, que no reparaban en que la felicidad cruzaba á su lado, encarnada en aquella airosa mujer de pañuelo á la cabeza y en aquel modesto obrero.

Los domingos encontraban diversión toda la tarde encerrándose en un café, y allí, muy cerca uno del otro, se amaban mirándose más á su sabor, diciéndose mil ternuras y mil bobadas, emborrachábanse de pasión; y ya encendidos los faroles, regresaban á sus casas, lamentándose por el camino de que los días de fiesta durasen tan poco.

Para Lola, el amor aquel suyo era agua en boca de un sediento; bebía sin límites y sin cuidarse del hartazgo.

Siempre pensaba en Justo.

Y le reconocía cualidades y condiciones dignas de la epopeya. Justo era el mejor, el más guapo, el más valiente y cariñoso de los hombres. ¡Ningún cantor de Grecia pintó con mayor entusiasmo á Aquiles que aquella muchacha á su novio!

Le quería como quieren las mujeres del pueblo, con toda su alma; y para él tenía caricias y ternuras sin cuento, impropias de su educación y estofa... Al pensar que cualquiera otra mujer podía cautivar á aquel que ella hacia suyo con todos los egoísmos de la pasión, sentía mortal congoja, y una oleada de fuego inundaba su organismo.

III

¡Lástima grande que la hebra de oro que ata los corazones sea tan sutil que se rompa al menor esfuerzo, y lástima grande que el amor sea muchas veces vencido por ese otro propio, hijo en muchos casos de la soberbia!

El gran cariño que los héroes de este lance novelesco se tenían, deshízose como sal en el agua, amargándola; deshízose por una niñada, por un empeño fútil, por cuestión de amor propio, por prurito de mujer que, escudándose en la terquedad, quiere ser vencedora, no vencida. Una nube, sin consecuencias al parecer, pero que fué en este cielo amoroso nubarrón lleno de electricidad, que descargó en torrentes de lágrimas por parte de la mujer, en imprecaciones por parte del hombre, que á toda costa quería hacerse valer como tal.

—¡No la volveré á ver más!—se juró él.

—¡Le olvidaré!—se dijo ella.

Y se separaron, deshecho el corazón, pero con el gesto de la altivez el uno, con la sonrisa del desprecio la otra, pensando cada cual en que volvería el que jurara no volver.

Esperaba Justo que Lola le escribiría; confiaba ésta en que Justo iría á su encuentro; y en parecidas esperanzas pasó el tiempo.

Amor en casos tales, es fantasma que lo llena todo de pavor y sombra, desaparece pronto y deja en torno suyo un vago recuerdo tan melancólico, como atardecer de invierno á orilla del mar.

Guiada por el despecho, Lola aceptó el cariño del primer hombre que se le ofreció, sin preguntarle quién era, ni el móvil que le guiaba, ni tampoco le preocupó el no sentir hacia el nuevo adorador nada de lo que la llevara á aceptar á Justo. Le bastaba el que fuera otro hombre el que la vengara inconscientemente del despecho sufrido.

Y con el nuevo galán extremó las mimoserias y... acabó por amarle como amó á Justo; misterio este psicológico que nadie podrá explicar, pero que en la vida se repite con harta frecuencia.

IV

La casualidad quiso que Lola y Justo se encontraran en la calle.

Al reconocerse, ambos palidecieron.

Justo fué el primero que rompió el silencio.

—Tenemos que hablar, Lola.

—¡De nada! Todo acabó entre nosotros —indicó la aludida, terciándose arrogantemente el mantón que envolvía su cuerpo.

—¡Escucha! —suplicó el joven.

—¡Bastante te he escuchado otras veces! —volvió á replicar Lola.

—¡Te ha de pesar! —rugió el hombre.

—¡Ay, qué susto! —exclamó la moza con acento de burla, alejándose.

«Él» se quedó parado en medio de la acera. Con los ojos inyectados y un temblorco en todo el cuerpo, como jamás sintiera, vió alejarse á la mujer de sus amores; lágrimas de rabia hiciéronle ver todo nubloso: aún resonaba en sus oídos el sarcasmo último.

Una idea horrible, que germinaba en su mente, le dió escalofrío.

—¡Antes que de otro, la mato!


* * *


Fué la persecución tenaz, loco el empeño; guiaba el ánimo la venganza por el insulto recibido. La vista de Lola vino á exhumar el amor suyo, que cobraba más vida, mayor intensidad que nunca. Lo que Justo creía muerto para siempre, resucitaba ahora con delirios y deseos jamás sentidos. Odiaba y adoraba: sentía celos horrorosos y pegábase á la mujer como si fuera su sombra: una sombra medrosa que extremecía á Lola.

Agradecía ésta que en aquellos días no estuviera en la corte su nuevo adorado... ¡Quién sabe lo que podría suceder á encontrarse los rivales!...

—¡Déjame en paz, Justo! —le decía con acento de rabia.

—¡No! ¡Tienes que volver á ser mi novia! —repetía él con terquedad de maniaco, acercándose aún más á la muchacha que, con gesto de miedo y asco, le rehuía, achocándose materialmente á las fachadas de los edificios que formaban á todo lo largo de la acera.

—¡Vete, por Dios! —volvía á suplicarle con los ojos llenos de lágrimas.

Y como suprema razón, con la voz afónica, le decía:

—¡Todo ha terminado entre nosotros!... ¡No soy nada tuyo!...

V

Una tarde, la más espléndida y perfumada de las tardes de primavera, antes que el sol traspusiera el horizonte, salió Dolores del obrador, y allí, cerca de la puerta, se encontraba al acecho Justo, tembloroso, con las manos metidas en los bolsillos de la americana. La palidez de su rostro contrastaba con la blancura del cuello de su camisa. Venía vestido como en los días de fiesta, cuando iba con su novia.

—¡Lola! —dijo con acento intraducibie, cerrándole el paso.

La joven se quedó parada, sin saber qué decir: en sus ojos se leía el miedo.

—¡Lola! —insistió Justo, avanzando su rostro de muerto hacia el de su ex-novia.

—¡Qué! ¿Vas á comerme?

—Por última vez, Lola, ¿me quieres?

—¡No!

—Piénsalo bien.

—Lo tengo pensado

—Mira que vas á ser causa de la perdición de los dos.

—Aunque lo sea.

—Por última vez...

—¡Te digo que no!... ¡Nunca!... Antes seré una de esas mujeres... ¡Retírate!... Me das asco... ¡Déjame pasar, ó pido socorro!...

E intentó desviar á Justo.

Este, impasible, murmuró:

—¿Tú lo quieres?... ¡Sea!

En su diestra brilló un revólver... Sonó una detonación y un grito, luego otra detonación.


* * *


Una porción de curiosos rodeaba el trecho de acera en donde agonizaban un hombre y una mujer: el hombre tenía los brazos extendidos hacia la mujer: en su rostro había una sonrisa de triunfo. La mujer conservaba aún la mueca de espanto en su faz lívida.

En el corro, la mayoría de los curiosos, comentaban á su capricho lo acaecido: en la primera fila reinaba lúgubre silencio; había quien tenía los ojos empañados por las lágrimas; quien volvía la cara con terror.

Ya era noche cuando llegó el Juzgado.

La luna enviaba sus rayos á la casa á cuyo pie yacían los cadáveres... Alumbraba fuertemente el enjabelgado rojo de la fachada, arrancaba destellos de plata á la cristalería del balconaje, pero no tocaba su luz el trozo de acera que sirvió de escenario al final dramático.

Diñase que la melancólica luz del satélite no quería ahuyentar las sombras que envolvían á aquel amor muerto.

Señor Dimas

I

Encorvado con el peso de los años, canosos los mechones de pelo, rebeldes á encarcelarse en la grasienta y agujereada pared de un sombrero de fieltro de alas abarquilladas, brillantes los ojos negros de dulce y melancólico mirar, crecidas las barbas de plata, el cutis como pergamino estrujado, la perlática mano abarrotando una cayada, necesario puntal para que el vetusto edificio del cuerpo no se desplomara, pulcro en medio de su pobreza, impregnado el continente de un aire señoril, vestigio de tiempos mejores, señor Dimas, cuando la rosada mano de la aurora descorre tímidamente la negra cortina de la noche para mostrar á los humanos el sol, su amante, salía de su albergue —choza más que casa— perdido en una hondonada, cerca del Manzanares, teniendo á sus espaldas los arenosos montículos de San Isidro y á su frente el Palacio Real, en tal momento sus inmensos lienzos de piedra bañados de tibia luz que resbala por la cristalería del balconaje sin romper sus cuadrados de negra sombra.

Señor Dimas, más por afición al trabajo que por necesidad, lleva un saco á la espalda y el gancho de trapero colgado de uno de los ojales de su chaquetón de pana, empedrado de remiendos zurcidos y costurones.

A paso tardo y ruidoso al chocar las ferradas botas contra los guijarros de la calleja, dirígese el valetudinario camino de la metrópoli madrileña, que entre las brumas del amanecer se columbra á lo lejos, en alto, levantando al aire las cúpulas de sus torres, como la fe puede alzar los brazos hacia lo infinito.

Siempre triste, cual si de continuo le abrumara un desconsolador recuerdo, caida la cabeza al pecho y sosteniendo á duras penas el saco que parece péndulo de las espaldas, torna á su albergue Sr. Dimas de vuelta de su conquista á ignotos apartadijos de lo que estorba y vuelca la ciudad en sus calles: el saco viene repleto de inutilidades, convertidas de nuevo en útiles por la industria mañosa de la necesidad, el trapero deposita las heterogéneas materias en la sala, si así puede llamarse un cuartucho sin pavimento, de paredes terrosas, que recibe la luz por una mal encajada vidriera de emplomados vidrios, sin otro mobiliario ni menester que un butacón cojitranco y rodeado tal armatoste de sin fin de cosas informes: bastones huérfanos de puño y de contera, rotos, astillados; varillajes y armazones de paraguas; chisteras que parecen clacs por el apabullamiento; carteras destrozadas; botes de hoja de lata, roñosicos, sustituido su contenido de conservas por colillas de puros y pitillos de todas clases, habanos aristocráticos, democráticos peninsulares, unidos en la anárquica fraternidad de lo miserable, exhalando un olor nauseabundo; pedazos de espejo; cabos de vela; brazos escultóricos de gótico sillar y mal torneados travesaños de sillas de Vitoria; jaulas destrozadas; piras de huesos de animales; montones de trapos; montones de papelitos: unos conservan el resto de una carta, quién sabe si una frase de amor ó una blasfemia, un ruego ó una amenaza; otros, impresos, desgarrones de periódicos, con un relato de un crimen, una noticia de boda, un debate político ó una corrida de toros...

II

Los convecinos del Sr. Dimas fingieron á propósito de su llegada al suburbio las más estupendas novedades.

Motivo si hubo, porque en una barriada en donde á las monedas de plata teníaselas por mitológicas muestras de riqueza, era cosa de milagro ver que un caballero compra una casa y en ella se encierra como los alquimistas de la Edad Media en su laboratorio, es decir, sin dejar resquicio en puerta ni ventana por donde poder atisbar sus actos. Los vecinos de mayor numen fantástico soñaron que el señor aquel, D. Dimas, era el mismísimo demonio —que aún hay almas cándidas que ven á Luzbel en cualquiera que se rodea del misterio— los menos idealistas discurrieron que tan estrambótico ciudadano debía de ser algo así como criminal perseguido por la justicia, principe venido á menos ó simplemente un pobre chiflado. Nadie atinaba con la verdad del caso.

Al mes, día más ó día menos, de su estancia en el barrio, y cuando ya los chicos y las comadres pasaban de prisa y restando mentalmente una oración al enfilar frente á la casa de don Dimas, abrió el tal su puerta y mostróse transformado, casi desconocido, con traje de obrero; con rostro triste, los ojos hundidos, la cabeza caída al pecho y en toda su persona algo de majestad derrocada.

Los timoratos quedáronse patidifusos; con la boca a todo abrir y recelosos, metiéronse en sus cuchitriles; los valientes esperaron á pie firme, pero no menos asombrados a que el convecino los saludara.

Así lo hizo D. Dimas, humildemente, con voz que resonaba á lágrimas,

—Buenas tardes, hermanos.

—Muy buenas las tenga V. —tartamudeó el más atrevido.

Y al notar que el misterioso señor se llevaba la mano á susombrero de fieltro, quitáronse las gorras respetuosamente.

—¿Quién será? —se preguntaron al verle alejarse hacia Madrid.

—¡Cualquiera lo sabe!

—Un tío muy raro.

—El tiempo nos lo dirá.

Y así fue: el tiempo, gran descubridor de historias, hizo patente la del Sr. Dimas.

Viósele una mañana convertido en trapero, y salir desde aquel día siempre al amanecer con el saco á cuestas y regresar á la tardecita.

Comenzó á tratar á sus convecinos, y al año no había en el suburbio joven ni vieja, chico ni grande que no profesase á Sr. Dimas respetuosa simpatía, proclamándole como el más bueno y el más sabio de los hombres.

Cuando ya la confianza ató el ánimo de todos al del trapero, cierta noche de verano, en que se encontraban la mayor parte de los de la barriada holgadamente tomando el fresco, amén de una limonada que pagó el Sr. Dimas, éste, con voz quejumbrosa, contó su vida, y todos —aunque muchas cosas resonaban á griego en sus oídos— escucháronle con religioso silencio, tan sólo interrumpido á ratos por el pitar de los tranvías de Carabanchel y los toques de corneta del próximo campamento.

Al final del relato todos los ojos estaban aguanosos, todos los pechos oprimidos, todos los labios balbuceando una admiración.

La historia era tan sencilla como conmovedora.

Sr. Dimas era uno de tantos con quien la suerte se mostró despiadada, cruel. Rico en sus mocedades, con un espíritu fogoso, amante de la libertad y llevado de lo nobilísimo de sus ideales, entregóse de lleno á derrocar la tiranía, á propagar un credo fraternal, hermosamente humano.

Su entusiasmo político le arruinó, le hizo expatriarse, huir al extranjero, en donde por amor se unió a una mujer que, cuando le vio pobre, huyó con un amante: consagró á la hija, único fruto de su desdichado enlace, los tesoros de su grande alma, y la hija, cuando todo hacía esperar al padre una vida de acrisolada virtud, fué coqueta y voluble, siguió la senda del victo y cayó en uno de tantos pozos del mal como existen en las ciudades populosas.

Deshechos todos los ideales, escarnecido en lo que más amaba, amargado para siempre el corazón, tocando casi en la vejez, aquel hombre, ante el egoísmo, la mala fe, la ingratitud y el crimen de que había sido victima, nuevo judío errante, vagó por todas las naciones europeas, dando lecciones á unos y á otros de lo que por puro adorno aprendió en sus buenos tiempos: dibujo, música, esgrima, y en todas partes sentía mortal nostalgia de la patria, aquella España de su alma que veía en sueños. Llegó un día en que no pudo resistir más su patriótico afán y tornó á la corte. Nuevos desengaños le esperaban; los que en los tiempos espléndidos le adularon, llamándole su amigo más querido y ofreciéndose á él, porque sabían de antemano que no los necesitaba, se mostraron olvidadizos, despreciándole y esquivando encontrársele; parecía que les sonrojaba la honrada pobreza del vencido.

Más generoso que ellos, conservó aún Sr. Dimas la virginidad de sus ideales, lamentando que no pudiera ser un hecho su apostolado de unir á todos los hombres en un abrazo redentor: consideróse á sí mismo máquina inservible para elevar el espíritu de este siglo que caduca en brazos del más estupendo de los egoísmos, el del placer; y olvidando su alcurnia, su historia, la gente que le rodeaba y su pecado de lesa gratitud, señor Dimas quiso conocer lo que en las alturas denominaban el pantano social, el pudridero humano. Inútil para el trabajo del taller, colgó de sus hombros el saco del trapero, proponiéndose con esto más adecuado disfraz para sus fines.

Sembrar en el pantano flores de ternura, de caridad y amor humanos y ver si fructificaban.

III

La barriada en donde el pudridero fangoso de sus callejas era tal vez más claro que el que había en el fondo de muchas almas, convirtióse en limpia, cariñosa y honrada. Todos miran á Sr. Dimas como un santo, todos le tienen por un ser superior: hay quien cree descubrir en él los rasgos fisonómicos de alguno de los apóstoles del cristianismo.

Sr. Dimas aceptó la soberanía con que un centenar de almas hubo de aclamarle, y más humilde y más sabio que todos, en las horas en que la diaria labor le deja libre, congrega —desde hace tres lustros— como los patriarcas de la antigüedad, á la puerta de su casa, á su pueblo en miniatura, y le ilustra haciéndole ver, sin emplear ditirámbicos conceptos ni fantásticas descripciones, sino familiarmente, con la lógica de los hechos, lo que sería la Humanidad libre y amorosa, guiada por el precepto más grande: aquel que llevó al Calvario al más sublime de los Mártires.

No tan sólo con palabras, sino con acciones, empuja á sus hijos —así los llama Sr. Dimas— al objetivo de su vida. Enseña á leer á los niños, y á los padres les da nociones de lo más práctico para la existencia; cuida á los enfermos; costea los gastos de la enfermedad, privándose él de lo más preciso; con la mayor justicia es juez y árbitro en rencillas; procura armonizar los derechos de cada cual, y lo consigue, siendo acatados sus fallos por querellantes y conocedores de ellos.

Enemigo de los triunfos groseros de la materia, repudia cuanto á ellos atañe; y si antes en la barriada ignoraban lo que era dignidad y moral, ahora practican ésta y saben lo que es aquélla, al recibir la santa doctrina del ignorado trapero que comparte con sus convecinos sus penas y alegrías.

El suburbio, en otro tiempo campo de Agramante, semillero de vicios y ruindades, disfruta en el presente de una paz octaviana, nacida al calor de un ideal sublime.

Cuando en el pantano se siembra con fe, brotan flores de exquisito perfume...

IV

Muchos ratos se encuentra solo Sr. Dimas á la puerta de su casuca, fumando su pipa y entregado mentalmente á sus reflexiones.

Los ojos del viejo trapero se clavan con insistencia en Madrid, siempre envuelto en flotante gasa polvorienta.

Y muchas veces Sr. Dimas murmura en voz baja, con acento profético de triunfador que entrevé su conquista á través del tiempo:

—¡Se redimirá!

Cuando esto dice tal hombre extraordinario, mira amorosamente á la ciudad, bañada de la roja luz del sol poniente…

La campana de Chang-té-ku

I

Es un cuento chino escrito en tablillas de bambú por Ti-chen, historiógrafo del hijo del cielo, hermano del sol y de la luna, y Gobernador único en la tierra, que estas denominaciones recibe modestamente el Cha ó Emperador de los de las narices chatas, vulgo, chinos.

Remonta el historiador su relato 10.000.000 de años antes de nacer Jesucristo, un grano de anís si se compara á la afirmación de Lassen, émulo de Confucio que con toda formalidad asegura que el celeste Imperio cuenta 92.000.000 de años historiables.

En la época señalada por Ti-chen, reinaba Chang-té-ku, que dicho sea sin ánimo de ofenderle, á pesar de ser hijo del cielo y pariente de los astros, era un chino clásico de vientre abultado, tez de barquillo, orejas de sátiro, frente cuadrangular y su poquitin de «coleta», amén de unos piés diminutos, única cosa admirable que orgullosamente podía ostentar el gran señor chinesco.

Chang-té ku, debía presentir á Luis XI de Francia: gobernaba sus estados lo más hipócritamente posible; disfrazándose de santo y justiciero hacía cuantas atrocidades se le antojaban; más claro: era el chino más chino: tiraba la piedra y escondía la mano.

Ello es —y aquí empieza la historia jeroglífica— que al hermano del sol le pareció cosa extraordinaria que las fulanitas de su reino, máxime las guapas en clase de chinas, se casaran con cualquiera de sus súbditos, así sin más ni más.

Y aunque el Gobernador único en la tierra sabía de sobra que podía disponer de la vida y honra de cualquier ciudadano, que sus menores caprichos recibíanse como órdenes divinas y que todo bicho viviente debía idolatrarle, discurrió, después de pensarlo á lo chino, es decir, astuta y pacienzudamente, que sin desprestigiarse en el concepto de hijo del cielo podía hacer que el número de sus esposas aumentase de una manera dignísima, sin que los criticones de la corle cayesen en la cuenta de que al gran señor le gustaban todas las ciudadanas de buen ver, con perdón sea dicho.

Y cátate que una mañana, una legión de mandarines salió de palacio con la misión de recorrer ciudades, villas y aldeas, promulgando en nombre del pariente celestial una revelación divina, la cual sin pecar de indiscretos podremos traducir libremente, al cabo de 10.000.000 de años:

«Yo Chang-té-ku, á vosotros mis súbditos ricos y pobres, que estáis en vísperas de matrimoniaros con una ó más mujeres según el estado de vuestros caudales, sabed; que he dispuesto que si en cualquiera torre de mi Imperio la noche precedente á un matrimonio, suena la campana, es señal de que la novia debe presentárseme acompañada de su futuro.»

II

Ocurrió, que pocos meses después, el hermano del sol, se dió un paseo por sus estados, y al llegar á un pueblecillo no distante de la capital, toparon sus ojos de ardilla con una chinita ¡ay! que era en el género una venus de oro.

Verla el consabido hijo del cielo y desearla para su ya numerosa colección de mujeres, fué obra de un instante.

Dio las órdenes oportunas para averiguar quién pudiera ser tan peregrina belleza y uno de sus edecanes le informó en estos términos:

—Gran señor: Fu-fá es esa moza, y según tengo entendi1do, mañana será entregada por sus padres en matrimonio á un pariente cuyo nombre ignoro.

—Está bien —gruñó el soberano.

Y dirigiéndose al mandarín de la provincia, que llevaba más de tres cuartos de hora haciéndole reverencias, le dijo:

—Fi-fú, es preciso que esta noche suene la campana en la boda de Fu-fá.

El mandarín, al escuchar esto, tornóse rojo á pesar de su cara de membrillo.

—Está bien... gran señor —tartamudeó el infeliz.

III

En la carrera del tiempo, aquella noche hacíasele interminable a Chang-té-ku. A pesar de su origen celeste tenía las impaciencias de un enamorado vulgar.

Fu-fá, era sin disputa, la más hermosa china que jamás vieron sus ojos; no había otra mejor en el reino; así es que el hermano de los astros se paseaba impaciente por su real pabellón construido de maderas olorosas. Asomábase á la ventana y dirigía melancólicas miradas hacia la torre que en la lejanía elevaba sus nueve pisos reverberando la tibia luz del satélite sobre las incrustaciones grecas y adornos de porcelana del frontispicio, abrillantando las tejas verdes de la cúspide en donde una campana de bronce había de resonar aquella noche fatídicamente para la boda de Fu-fá. Pero... la campana no lanzaba al viento la metálica vibración con terrible sorpresa del hijo del cielo, que, estupefacto, vió cómo las luces de la aurora teñían de rosa las sombras de la noche.

En el colmo de su rabia dísponíase á tomar atroz venganza de la desobediencia de Fi-fú, el mandarín de la provincia á quien encargo la ejecución de su orden, cuando un chino de la servidumbre penetró azorado y confuso en el pabellón de su soberano y ahorrándose, á pesar de la etiqueta, el ceremonial de costumbre, dijo con espanto:

—Señor, al pie de la torre he encontrado muerto á Fi-fú, que tenia apretada contra el pecho esta tablilla escrita.

El Emperador leyó:

«Chang-té-ku, sé que me aguarda una muerte horrorosa por desobedecer tu mandato, pero, has de saber, ¡oh hijo del cielo!, que mi novia era Fu-fá y que con ella pensé realizar mañana todos mis anhelos... Llévatela, es tu sierva...

Y no ignores tú, el Gobernador único en la tierra, que el hombre que ama con todo su espíritu a una mujer, nunca la difama... Prefiere antes morir... Aunque sea un chino.»

¿Quién dijo miedo?

I

A cualquiera hora el bueno de D. Olegario diría con el poeta:


«Frescas viuditas, cándidas doncellas,
al veneno de amor busco tríaca;
ya más no quiero ser Perico entre-ellas:
a la que guste ofrezco mi casaca.»


¡Un demonio se casaba él! ¿Qué se había de casar?... No olvidaba el solterón tan fácilmente aquel proverbio de la Biblia que dice:

«El hombre no es malo, sino por un reflejo de la maldad de la mujer.»

Pues si uno, viviendo alejado, siente el reflejo, ¿qué no será coyundándose para in aeternum?... Y entre veinticinco mil y una razones en contra de la institución matrimonial, la de que si al principio el lazo de Himeneo parece cintita rosada con olorcillo á incienso, más tarde —y cuenta que esto ocurre casi siempre— se transforma en circulo de hierro que oprime sin piedad, y acaba por estrangular todas las ilusiones.

Y basándose en la nota egoísta, inherente á todos los miembros de la familia humana, es un solemne bobalías el que pudiendo estar bien quisto con su independencia individual, se las da de puritano y se declara marido, sinónimo de esclavo.

Y todo por ser el dueño absoluto y legal (¿?) de una ciudadana, que al fin y á la postre, y así se lo digan frailes descalzos, no cree que el hombre ha hecho una heroicidad casándose.

En una palabra, apoyándose en un terceto del más satírico de nuestros escritores:


«A los hombres que están desesperados
Cásalos en lugar de darles sogas;
Morirán poco menos que ahorcados»


D. Olegario creía de buena fe que el matrimonio es el oidium de la vida y que las mujeres siempre serán veletas con faldas... Y de ahí no pasaba. Si alguien le encarecía las ventajas que reporta el más simpático de los Sacramentos.

—Pero, hombre, ¿cree V. que la vida del soltero no las tiene? —replicaba.— Y muchas... No es tan triste ni aburrida como se supone, ¡quiá!... Duerme uno en su cama, á sus anchas; se despierta sin ruidos; come aquí ó acullá, donde pilla; puede divertirse como bien le parezca y hacer lo que se le antoje, sin traer á relación los santos deberes del matrimonio (como Vdes dicen). No se le pasa a uno por las mientes el recuerdo del pan nuestro de los niños propios, ni las obligaciones del pater familias. ¡Zarandajas estas que hacen que la mayoría de los prójimos se encuentren poco menos que in puribus dándose de calabazadas! Objetan muchos que las miras del solterón obedecen á apreciaciones altamente egoístas... ¿Y cree usted que las de los casados no tienen sus miajitas de interesadas?... Claro que sí, y á fe que no estaba muy en sus trece el filósofo que, declamando contra el estado de doncellez, decía que sus adeptos ofenden á Dios, á su patria y a la Naturaleza.

II

Las noches de invierno son a más de frías, tristes.

No es de extrañar que don Olegario, al llegar á su casa, satisfecho de haber charlado de lo lindo en el café Oriental, su circulo de recreo y cátedra nocturna, echase un suspiro, y al calarse el gorro de dormir, y meterse después en la cama, luego que un benéfico calorcillo se difundía por su cuerpo, viniera en ganas de fantasear delicias conyugales, más sabrosas en noches en las que en el arroyo se pasea junto con los serenos la traidora pulmonía, hija para nosotros los madrileños de ese puerto de Guadarrama, siempre cubierto con su manto de nieve.

Y, ya á oscuras la habitación, y el cigarro agonizante. D. Olegario daba la última chupetada, y allá sobre el estuco de la pared reflejábase el puntito de lumbre, agrandándose... A pique de hundirse en el pesado mar del sueño, D. Olegario escuchaba pisadas en el tramo de la escalera, después abrir despacito la puerta del cuarto de en frente.

—D. Quintín —refunfuñaba el solterón á solas con la almohada— ¡ya tengo música!... Pero ¡qué felices son algunos y qué desgraciado yo en venir á meterme en la boca del lobo! Yo, el apóstol de la soltería, tengo que sufrir, mal que me pese, la vecindad de unos recién casados. Y, á juzgar por lo que veo y escucho, entienden a maravilla y aun sobradamente sus obligaciones... A mí me crispan los nervios esos habítantes de la luna de miel... La culpa la tiene la avaricia de los arquitectos y maestros de obras, que construyen casas que, como en esta, los patios son tan angostos, que á poco esfuerzo, si usted se asoma, mete las narices en la habitación del vecino, y los tabiques son otros tantos telones acústicos que le transmiten a uno las conversaciones del prójimo... No, si yo... ¡Atiza!... ¡Ya empieza la sinfonía!... Bien, hombre, bien... Mañana digo á Pacomia que traslade los bártulos... Esto es subversivo... Estoy tentado de dar unos golpecitos en la pared; pero... sería confesarles mi envidia... Seamos filósofos; subamos el embozo de las sábanas, y que Morfeo sea con nosotros... Pero, hombre, ese don Quintín, ¿será oficial de Artillería?...

III

D. Olegario, en aquella para él pesada mañana, estaba de un humor infernal... Había recibido una esquelita muy perfumada de un íntimo amigo suyo, tan recalcitrante como él... Y, ¡si parece cuento! el heterodoxo en cuestiones matrimoniales, se convertía en ortodoxo, y, según su misiva, inscribía con gusto su nombre en el gran libro de entradas de la cofradía de San Marcos ó de San Lucas (que en esto no estaba muy seguro). «¡Habráse visto chiflado! —barboteó el solterón.— ¡Casarse!... Y lo que más me irrita es el consejo: «Busca, Olegarito —así, con diminutivo— una buena «paloma», cásate y verás, verás cómo me das las gracias. Ya es hora de que vayas á carenarte en el astillero del matrimonio...» ¡Un tiro! ¡Un cuerno, hombre!...

«….¡Casarme!... Antes, para mi entierro, venga el cura, que para desposarme…»

Esto decía D. Olegario en tanto preparaba las navajas de afeitar y colgaba el espejo en la ventana del cuarto de aseo, que venía á estar vis á vis de la del comedor de los vecinos... Ya era tarde; lo menos las doce... Enjabonó su rugosa faz y se dispuso á despoblarla de los hilillos plateados que contrastaban notablemente con el cutis cetrino de su poseedor. De pronto cesó en la tarea, y dando una tremenda patada en el suelo, dijo á intervalos, como hombre muy agitado:

—¡En mis barbas!... Ellos de seguro que no me han visto, que si no... ¡Asi se pasan la vida!... ¡Donosa vida!... Primero empiezan con Paquita arriba y Quintinito abajo; prepara la señora el mantel, lo extiende, pone los chirimbolos de comer, trae el almuerzo... Supongo que no tienen criada... Al primer plato, menos mal; están marido y mujer sentaditos y formales, al segundo plato, las sillas casi se besan; al tercero, ya se parecen los señores á los enamorados que pintan en las novelas, cuando el amor se sube á la cabeza; á los postres, grandes risotadas, muchos minutos, y al café. ¡Santa Lucía nos valga! Entra el capítulo de los retozos y los arrullos... La marejada crece, crece, y salen del comedor muy agarrados del brazo. Estas son las observaciones que vengo haciendo, sin querer, desde que alquilaron el cuarto... ¡Válate Dios! ¿Estarán siempre así?...

Nadie pudo averiguar la idea que aquel día le pasó á D. Olegario por las mientes; pero es el caso que el pelo y bigote del caballero sufrieron transformación radicalísima; que anduvo por esas calles haciendo el Tenorio, pisando recio y dirigiendo miradas propias de estudiante á las modistillas y señoritas que hallaba al paso...

Luego, en el café, habló largo y tendido acerca de... las ventajas del matrimonio; y cuando iba á acostarse, no gruñó, como era su costumbre, de los vecinos, sino que, mirándose en la luna del armario ropero, dijo:

—Ya no tengo envidia de ese D. Quintín, ni se me alargarán los dientes con escenas como las que todas las mañanas presencio... Ya he puesto cerco á la plaza, y aun cuando no soy ningún pollo... ¿quién dijo miedo?

El Ministro Cachivache

I

La cosa pública fue siempre para Manolo Cachivache el verbo de todo lo existente, y en tal estima tenía y tan sabrosa hallaba la cotidiona comidilla de la política, que, sentado en la angostez de su taller de zapatero, sito en el portalucho de una casa de la calle de la Ruda, pasábase, de sol a sol, con las antiparras caladas y los diarios resbalando por sus narices á tres milimetros lo negro del impreso del blanco de los ojos; y parroquiano o parroquiana que acertase á encajar su persona en el metro en cuadro del tabanque era sabido que, antes de finalizar en el ajuste de los remiendos de las mal traídas botas, derrochaba, quieras que no más de una hora en oirle al Marat de obra prima, un programa político ad-usum del pueblo, con el tan socorrido «corte de cabezas», democracia y libertad, ¡mucha libertad!, todos los ciudadanos fraternizando en una misma comunión de ideas... Y nada de pobres y ricos; lo tuyo, mío; y lo mío, mío; un reparto social, y cátate la pobre España hecha una balsa de aceite, y tutilimundi, un bienaventurado que no tendría quebraderos de meollo para agenciarse el pan nuestro, mejor, cocido de cada día.

Y esto decíalo Cachivache con la cabeza erguida, á la nuca un desperdicio de gorro verde, con más lamparones que sotana de sacristán perdulario, las antiparras en perenne equilibrio sobre la punta roja de su nariz, que


«Las doce tribus de narices era»


y en el gesto no se qué de apóstol furibundo que con altisonancias, gritos y aspavientos quisiera convencer al auditorio de la infalibilidad de sus doctrinas.

Y aunque el hombre tenía ahito el cerebro de grandilocuencias tribunicias, como quiera que también trailo ayuno de composición, trabucaba lastimosamente los conceptos, y allá iban silogismos donde iban frases, pero, á bien que para la gente del barrio, aquel Manolo Cachivache, era algo más que Demóstenes, y oíanle boquiabiertos y embobecidos, y al salir del portalucho, hacíanse cruces de tan gran sabiduría en tan ruin zapatero. «¡Vaya un pico el del hombre!» «¡Si en vez de remendar zapatos hubiera estudiao latines, me río yo de Castelar!»

Y después de una de esas frases de orador callejero «romper las odiosas cadenas de la tiranía», «ríos de sangre de los traidores», «la santa aureola de la libertad», añadía misteriosamente, con guiños en los ojos, y sonrisa de modestia mal disfrazada:

—¡Si yo fuera ministro!

Y tanto dio en repetir la muletilla, y tanto se la oyeron sus convecinos, que, al fin y á la postre, y cuando menos podía esperárselo el Sr. Manolo, diéronle posesión los del barrio de un ministerio, creado entre burlas y regodeos irónicos, y todo el mundo apellidábale, acaso por lo eufónico de la frase:

—«El Ministro Cachivache.»

II

En aquella triste mañana de Diciembre, la niebla envolvía á la gente del barrio, estacionada en la calle de la Ruda.

—¡Que salga el Ministro Cachivache!

—¡El Ministroo!...

—¡Cachivache!...

Y los gritos de la muchedumbre iban en aumento. Resonaban como una esperanza. Era preciso defenderse, levantar barricadas, proporcionarse armas y municiones, y los cachidiablos aquellos, en su mayoría vendedores de tres al cuarto, ante el amago de revolución que se les venía encima pedían un jefe; necesitaban que se colocara á la cabeza del movimieuto revolucionario, uno con prestigiosa popularidad en el barrio.

En el bullir de opiniones, en la fermentación de la idea salvadora, cuando la sobreexcitación de los ánimos llegaba á su colmo, uno de los del pelotón, indicó al maestro zapatero como único jefe posible, y la turba palmoteo gozosa y acudió en tropel al portalucho del Sr. Manolo, encontrándose con la puerta cerrada,

A los gritos y á la zambra popular, respondió el elegido abriendo el portón, y, aun cuando era en pleno invierno, asomóse en mangas de camisa, descalzo, los pantalones mal abrochados, con la faz pálida y soñolienta, los ojos como puños.

Escuchóse en la calle un atruendoso ¡¡viva!! que debió resonar en los oídos de Cachivache como un grito de gloria.

—¡Que salga! ¡Que se ponga al frente de nosotros! ¡Viva el Ministro Cachivache! —vociferaban todos.

Los más exaltados arremetieron contra el maestro zapatero y sacáronle al arroyo.

Cachivache, por la soberana voluntad del pueblo, convirtióse en capitán general de aquel minúsculo ejército de valientes.

III

Ya está levantada la barricada.

Agazapados detrás de la pira de colchones y piedras están los defensores que han constituido en cantón la estrecha calle de la Ruda; encuéntranse cerrados todos los huecos de las fachadas, alguna que otra cabeza atisba, con tanta curiosidad como miedo, la marcha de aquel día nefasto, en que la pasión política azuza los ánimos. El señor Manolo, en mangas de camisa, descalzo, los pantalones mal abrochados, con la faz pálida, un fusil de chispa al hombro, vuelto de espaldas á la barricada, da órdenes á la veintena de héroes anónimos para que preparen las armas.

—¡Ya están ahí esos! ¡Chicos, á defenderse! —grita, llevándose el fusil á la cara.

En la calle de Toledo se escucha toque de cornetas, y á poco, la tropa enfila, frente por frente á la barricada.

—¡Fuego! —ordena el jefe militar.

Y una lluvia de proyectiles cae sobre las piedras del parapeto; sus defensores contestan rabiosamente al grito de ¡viva la libertad! Un humo acre, negruzco, envolvió á los héroes sobre los que se destacaba como un Dantón el Ministro Cachivache. Una bala se clavó en su brazo, y al sentirse herido rugió como una fiera acorralada, y aun cuando la lucha era imposible, seguía defendiendo la barricada como una madre pudiera defender á su hija. Y cuando el ardor era más grande, en lo más recio del fuego, cuando las balas, como espíritus malignos, cruzaban la calle de un extremo á otro, silbando, inscrustándose en las paredes, rebotando sobre los hierros del balconaje, haciendo crujir las maderas, destrozando los cristales; cuando los gritos de furor salían más roncos de las gargantas de los hombres y la corneta hacíase oir extridente; cuando los ayes de los heridos rasgaban la neblina como un supremo apóstrofe, dirigido á la inmensidad, por aquella ludia fratricida, allá, en medio de la calle, víose á una pobre chicuela de ojos azules y cabellos rubios, tan hermosamente provista por la naturaleza como desheredada por la fortuna.

La niña, sin duda burlando la vigilancia de los suyos, había salido al arroyo.

Y en él permanecía la pobre con los ojos muy abiertos, mirando estúpidamente aquel cuadro que á cada segundo reforzaba sus sombríos tintes.

Cachivache barboteó un juramento, y, siguiendo los impulsos de su corazón, salto de la barricada y corrió hacia el sitio donde se encontraba la niña.

—¡Métete en tu casa, demonio! ¡Que te van á matar! —le gritaba el Sr. Manolo.

Pero la chica, asustada al ver los fogonazos y el estrellamiento de las balas que pasaban como cohetes silbadores por su lado, miraba con expresión de asombro á aquel Sr. Manolo que corría hacia ella.


No llegó donde la chicuela; una bala cortó la vida del héroe.

La niña, al ver caer en tierra á tres pasos de ella al ministro Cachivache, que tantas mimoserias le prodigó siempre, dió un grito de horror y echó á correr espantada, refugiándose en el portal de su casa.


* * *


Aún se conserva memoria en el barrio de la heroicidad del Ministro Cachivache.

Decidme ahora si, de muchos ministros efectivos, puede decirse otro tanto.

El reloj del amor

I

El espejo es el acusador más terrible de la mujer, sobre todo de las hijas de Venus: refleja los estragos de su vida licenciosa, las arrugas que contraen la epidermis, el cerco tenebroso que orla las mejillas, el prematuro hundimiento de los ojos que parecen esconderse avergonzados de ser testigos de tanta rijosa complacencia, la resecura de los labios, la pérdida del coral de las encías, la ruina, en fin, del organismo.

Así se veía Amparo, aquella mujer para la cual el amor tranquilo é idealísimo de dos almas que se arrullan como tórtolas fué siempre tema de burlas é ironías.

Y al verse tan vieja, sentía impulsos de romper la luna de azogue que en no muy lejanos tiempos copiaba un irreprochable perfil femenino, turgente, unos ojos borrachos de vida, unos labios de granada abierta, un cuello y unos brazos redondeados como los de la estatuaria griega: una mujer hermosa, con todas las seducciones, con todas las plasticidades de la Afrodita.

II

Aquella tarde, Amparo libraba la única y más grande batalla de su vida.

Quería saber positivamente si un hombre correspondería ó no á la pasión que en ella había despertado con las exigencias peregrinas de una pureza envuelta en nimbos del mayor romanticismo.

El corazón de aquella mujer resucitaba para el amor con todas las vehemencias de un tirano proscripto que triunfa y reclama sus derechos,

León acudiría á la cita: llegaría de un momento á otro, pero á Amparo hacíansele siglos los minutos de espera. Paseábase impaciente, nerviosa, de un extremo á otro del lujoso gabinetito de su casa, atestado con prodigalidad de preciosas chucherías y artísticos objetos que harían la delicia del anticuario más exigente en arte retrospectivo: á ratos interrumpía su pasear caprichoso, deteníase delante de cualquier mueble, y luego, vuelta otra vez á medir la estancia con pasos desiguales, asomábase al balcón, y aunque sobre él caía de plano un solazo de Agosto, poníase de bruces sobre la barandilla y miraba á la desierta calle.

Volvía á entrar en el gabinete, parábase delante de la espléndida luna biselada de un espejo de pared y parecía quedar satisfecha de si propia, á juzgar por la sonrisa que dibujaban sus labios ligeramente teñidos de carmín.

—¿Vendrá León?—se preguntaba, no sin justificado recelo al recordar lo infructuosas que le resultaron sus argucias para atraer á aquel joven que tan mal correspondía á los halagos de una mujer que padecía hambre de amores... Lo que es ahora estaba segura de triunfar... Quemaría hasta el último cartucho en la batalla amorosa y vería a sus piés al enemigo implorando perdón… Y ella... ella le perdonaría estrechándole entre sus brazos como jamás estrechó á ningún hombre,

—¡Dios!... ¡Qué despacio anda ese reloj!—murmuraba mientras que sus piés, calzados en unas primorosas zapatillas turcas, golpeaban impacientes el pavimento.

Hubo un instante en que Amparo sospechó que el dueño de sus afanes no acudiría á la cita... Fue el momento más amargo en su azarosa existencia... ¡Ah! La despreciaba porque no era una niña... ¡Gran estúpido! Como si no pudiera ofrecerle todavía sinnúmero de encantos; como si la plasticidad de su cuerpo fuera aún cosa despreciable... ¡Si viniera!...

Estaba decidida á todo; derrocharía con él todas las seducciones, todos los halagos, todas las miserías de que es capaz una mujer que ha hecho de la galantería un oficio, le fascinaría y —aunque fuera impropio en hembras de su estofa— le diría con los ojos entornaditos, moribundos de dicha:

—Te amo más que á mi vida. Esto que te digo nace de aquí, de lo mas hondo (señalándose el corazón). No veas que quien te habla es una gran infeliz que creyó que el enamorarse era una tontería; no, no tengas en cuenta mis años; mi cuerpo acaso no será para ti tan mozo, pero dentro de él palpita por ti no sé qué afecto que jamás sentí hacia nadie... Quisiera ser una niña cándida para regalarte todas las inocencias... Lo único que pido de ti es que no me desprecies... Seré tu esclava, besaré donde tú pises, haré lo que tú quieras: seré criminal, seré una santa, seré una mala mujer, lo que á ti se te antoje que sea, eso seré... Habla, te obedeceré sin réplica... Tú eres mi señor: yo no soy nada... El tener una vida de lujos y placeres me obligó á mentir á los demás hombres, á tiranizarles... Les conduje á la ruina con refinada crueldad, gozándome de verlos tan locos y tan fatuos, hechos unos mendigos de su vergonzosa pasión; pero tú, tú eres otra cosa, alma de mi alma; los sentimientos que, sin tú saberlo, me inspiras, me regeneran... Mi corazón es sincero; no te miente. Quiero consagrarme á ti, viviré donde tú vivas, iré adonde tú vayas: lo mismo á un palacio que á un desierto... En mi pasión quiero demostrarte desinteresadas abnegaciones.

Amparo le diría esto, muchísimo más... En la comedia de las pasiones nunca fué más que una vulgar rapsodista; ahora, el demonio de un cariño tardío en manifestarse, haríale ser una actriz que siente su papel.

Y al llegar á este capitulo de reflexiones, Amparo dirigía una mirada de odio al reloj de plata y bronce que había en el centro de la tabla de mármol de la chimenea. Aquel reloj era el prólogo en su vida alegre. Se lo regaló su primer amante: un hombre de muy buen gusto artístico... El reloj representaba el globo terráqueo sostenido por ninfas y coronado por un Cupido, que en el polo norte de aquel mundo de metal cantaba con cadenciosos sones las horas esmaltadas sobre su meridiano.

Amparo llamaba á esta joya El reloj del amor.

¡Cuántas horas de deleite marcó su manecilla!...

—Él es —exclamó palmoteando loca de contento al escuchar el timbre.

E impulsada por su ansia febril, salió al encuentro de León.

III

Anochece.

Amparo se encuentra de pie, junto á la chimenea del gabinetito.

León acaba de marcharse.

—¡Ese hombre es de hielo!... ¡No me quiere, no me querrá nunca! —gimotea con hipo de llanto.— Me encuentra acaso nmy vieja... muy fea... ¡Todo ha sido inútil!... ¡No volverá más!...

Y llora: sus lágrimas resbalan por la pintura rosa de sus mejillas; al caer al suelo caen rojas como si fueran de sangre.

¡Cosa digna de lástima!

—Todo inútil— repite con tristeza.

Y dirige una mirada de mudo reproche hacia el reloj, que parece respetar la pena de Amparo: el isócrono tic tac de su péndulo ha enmudecido.

La mujer nota esto: quédase pensativa, y como si respondiese á una consideración que le punza el alma hasta lo infinito de una pena irremediable, murmura amargamente:

—¡Se ha parado para siempre el reloj del amor...!

Un grande hombre

I

Tenía 16 años y no obstante representaba 20: vivía en el arroyo: era un gurriato callejero que vagaba con el bote de las colillas de aquí para allá, descalzo, con unos pantalones grises con grandes remiendos multicolores en las posaderas y rodillas, una blusa azul, desgarrada, sucia, y la gorra de seda negra encasquetada hasta las orejas: así vestía Tin, como le llamaban los de su harapienta cofradía. Vivía feliz, os lo juro, porque la felicidad muchas veces es moneda falsa en manos del rico y de preciados quilates en las del mendigo: nada hay más relativo.

Desde que la noche desaparecía barrida por la claridad del alba, hasta que el crepúsculo vespertino corría sus sombríos tules, Tin paseaba la villa y corte de un extremo á otro; desde el Rastro á la calle del Príncipe; desde la buñolería de la calle de La Chopa, al aristocrático local de Tornos: sus piés, en invierno, poníansele amoratados por el frío, pero estaba hecho á la intemperie: y cuando había lluvia aprovechaba el que ésta arreciase más para ponerse en medio del arroyo con la gorra metida en las untosas profundidades del bolsillo del pantalón, en donde tenían su domicilio la chaira ó navaja de muelles, albaceteña, los grasientos naipes para jugar al cané, el peón y otras baratijas, amén de mendrugos de pan, terrones de azúcar, hebras de mojama: una abacería.

Digo, que se consideraba con aquella salvaje independencia suya, felicísimo, y que aquel vivir, tenía para el muchacho encantos desconocidos para el resto de la gente: todos los días amanecía sin saber cómo ni en dónde había de tropezar con la «gracia de Dios», y él se las ingeniaba de forma que comía, si no precisamente á lo príncipe, como á su clase de «golfo» correspondía: bazofia, y á veces, podía darse el gustazo de un banquete de gallineja en los restaurants al aire libre de las rondas de Atocha ó de Toledo.

Gozaba de todos los espectáculos gratuitos: concurría con la puntualidad de un recluta á la parada de Palacio; se encaramaba, los días de corrida, á los medios puntos de las puertas de entrada á la plaza y columbraba, mejor dicho, tenía la fantasía de ver la corrida y pulsar cómo habían quedado los de coleta, según los silbidos ó aplausos de los espectadores: en la época de carreras, metíase entre las ruedas de los coches hasta lograr soplarse en pleno hipódromo: en las procesiones cívicas ó religiosas, subíase á lo alto de las rejas para ver mejor que nadie la carrera: amén de estas diversiones, tenía otras personalísimas en el juego á las cartas ó á las navajas con sus amigótes: otros golfos como él. La función, siempre acababa á moquetazo limpio, porque los más guapos querían dar el pego.

Casa no tenía ninguna y teníalas todas, que los huesos del chico eran acomodaticios para reposar, lo mismo en el arenoso lecho de una de las covachas de San Isidro, que en el no muy limpio de algún tejar ó en el poco mullido almohadón de algún peldaño ó dintel de entrada á casa grande.

Tin, tenia como una persona mayor su correspondiente amorío con una «socia», así la denominaba él y nosotros, con su permiso, le agregaremos el calificativo de golfa; una chica sin pudor ni limpieza que vivía en comandita con los de su igual, chicos y chicas; novia, que para Tin, era como perro fiel que a todas partes le seguía, siempre humilde y cariñosa, salvo en los ratos, que no eran pocos, en que el caballero novio, por aquello de querer hacerla saber su supremacía, se enredaba á puñetazos con la socia. Entonces ésta, echando sangre por boca y narices barboteaba un:

—¡Bárbaro!—expresión suprema de su dolor é impotente rabia para vengarse de tamaño ultraje recibido.

Pero, de allí no pasaba. Calmados los ánimos, el idilio tenia todo el resplandor del sol después de un aguacero.

II

Cierto día, la «socia», llorando á lágrima viva, contaba á sus camaradas, mientras éstos hacían una fogata á la entrada de una cueva abierta en el desmonte de un solar extrarradio:

—Pus como sus iba iciendo, Tin se ha marchao.

—¿A ónde?— preguntó uno de los granujas.

—¡A la guerra!

—¿A la guerra, Chata?...

—Sí; el otro día, veréis vosotros, fué Tin y va y me dice: Oye, «socia», ¿sabes lo que ocurre? —¿El qué? —le pregunto.— Pus ¡cuerno! un grano de anís; que mus quieren quitar un piazo de I ierra que tenemos no sé onde. —¿Y quién? —le pregunto.— Pus el extranjero —me dice.— Me he enterao esta mañana en los papeles (ya sabís vusotros que Tin, papel que cae en sus manos, lo lee de corrío). Bueno; ¿y eso qué te importa á ti? —voy y le digo. Y va él y muy furioso —que creí que me daba dos tortas— me risponde: ¿Qué no me importa? Pus sí, y mucho, y á toos los que semos españóles, ¿te enteras?... —¿Y tú qué le vas á hacer, hombre?... —Pus, náa; lo que debo; dir de soldao á la guerra. —Ya vis con lo que salió el hombre.

Los granujas permanecieron silenciosos escuchando el pintoresco relato de la socia.

—Bueno; y naa más —terminó de decir ésta.— Tin se fué al cuartel a sentar plaza, y anoche le vi ya vestio de militroncho. ¡Si vierais qué guapo estaba y qué bien le caían los calzones coloraos!... ¡Josús!... Sus digo que me hubiá io con él de más güeña gana!...

—¿Y no le has güelto á ver?

—¡Ya lo creo; esta mañana bajemos á la estación á dispidirle!

—¡Anda, Dios! ¿Entonces iba Tin en el regimiento que salió hoy pá la guerra?...

—¡Mesmamente!

Y la Chata hizo esta afirmación con voz que resonaba á lágrimas, mientras que sus ojos, lo único hermoso que poseía, dirigieron al cielo cuajado de estrellas, una mirada de sincero dolor...

III

Ha transcurrido mucho tiempo. El ejército expedicionarioha vuelto; y á Tin nadie le ha visto, ni nadie sabe de él una palabra.

La Chata se halla inconsolable; siente la nostalgia de las caricias del golfo y rechaza á todo el que la ofrece consuelo, basándose en el axioma popular: «la mancha de la mora con otra verde se quita».

Espera á Tin.

La ausencia ha despertado en la Chata con toda la fuerza de una gran pasión que se revela, un cariño idólatra hacia Tin.

¡Pobre muchacha!

¡Le espera en vano!

Tin no volverá; ha muerto como mueren los patriotas; en el campo de batalla.

Su último suspiro fué para la socia; la única persona que le había acariciado en el mundo.

El mejor médico, el tiempo

I

Al adquirir la certeza —la horrible certeza— de que el hombre á quien más había amado en el mundo era sólo una masa inerte, Carmen, de pie cerca del lecho, quedóse inmóvil con los ojos muy abiertos mirando con estúpido asombro aquella cara en la que la muerte había impreso su huella repulsiva.

No vertió lágrimas ni lanzó un suspiro: parecía no sentir nada; dijérase que la brutalidad del hecho le había aplastado el corazón como maza férrea: el espíritu habíase escapado del cuerpo, dejándole hueco, insensible.

A la habitación saturada de olor á fiebre y medicinas, llegaban amortiguados los ruidos de la calle: gritos infantiles, pregonar de vendedores ambulantes, canturrear de las fregonas de la vecindad: en el piso superior los muchachos se entretenían en arrastrar un caballo de juguete, y el áspero chirriar de sus ruedas traspasaba el techo: al pie de los balcones se paró un piano de los de manubrio y sonaron atropelladas las notas de un vals: en el exterior todo era ruido, animación y vida; en la alcoba reinaba la gran quietud que precede á las catástrofes.

Carmen, como si de pronto despertara á la realidad, lanzó un grito indescriptible, de angustia y de desesperación tremendas; á los ojos asomaron, atropellándose, las lágrimas; se inclinó hacia el lecho, y su cabeza hermosa se juntó á aquella otra que se hundía pesadamente en la almohada; los labios palpitantes se pegaron con furia á aquellos inmóviles, lirios resecos; las manos palparon con ansia los hombros y el pecho del muerto...

—¡Luis!... Luis mío!... ¡Esposo de mi alma!... —gritó con voz enronquecida por el ahogo. Y tuvo que apoyar las manos junto al corazón... Parecía que se le rompía... —¡Luis mío!...

El acento aquel resonaba tristísimo en el dormitorio, rebotaba en las paredes y en ellas vibraba con rápida sonoridad.

Duplicaba sus caricias, palpaba más de prisa el cuerpo rígido: las lágrimas caían una á una sobre el rostro de Luis, y trazando un surco se despeñaban en la boca entreabierta, humedeciendo los labios que tantas lágrimas de felicidad habían atajado en las mejillas de Carmen.

A aquel arrebato de pena sucedió otro de desesperación: irguióse súbita, y con ademán violento y amenazador alzó los brazos como si protestara ante un invisible enemigo, mesóse los cabellos, y deshecho el peinado saltaron los hilos de su negra cabellera y como un manto cubrieron sus espaldas y parte del rostro, dejándole como encuadrado en un cerco de ébano ondulante y lustroso del que se desprendía embriagador perfume.

—¡Dios mío, llévame con él! —gritó sollozando con las manos entrelazadas.

Y cayó de rodillas.

II

Febril, rendida por el cansancio, quedóse, ya casi rayano el amanecer, dormida; su sueno era agitado, su respiración anhelosa.

Despertó azorada y recordó la pesadilla, una pesadilla irónica ¡Se casaba! Otro hombre que no era Luis la conducía ante el ara, y aquel hombre la miraba con hambriento mirar de enamorado. El recordar esto —ahora despierta— le producía escalofrios. En la pesadilla miró amorosamente á aquel hombre, y al pronunciar el “sí” de desposada, lo dijo con mayor entereza si cabe, que cuando se casó con Luis.

Esto era inconcebible por lo monstruoso. Aún calientes las con las de su amado, del primer guía y único dueño de su corazón, de aquel Luis de su alma que desparramó en torno suyo la felicidad, era infame tener un sueno tan grosero... y más aún el recordarlo.

Pero ella no era la responsable, no. Lo eran la tremenda sacudida que habían experimentado sus nervios, el trastorno de su espíritu, el desequilibrio de su ser moral, el ángel malo, en fin, que aún más quería afligirla, sumiéndola con tan pecaminosas quimeras en mayor desesperación y abatimiento.

De rodillas balbuceó la pobre mujer una plegaria… Quería purificarse de aquel sueño monstruoso.

—¡Nunca, Luis mío, he de olvidarte!... ¡Nunca!... ¡Muerto tú, esperaré resignada la hora en que la Virgen me lleve á tu lado!... ¡Mi corazón ha muerto para siempre!... Una herida incurable le ha asesinado para toda la vida... ¡Toda la vida!

Desde aquel momento Carmen hizo voto solemne de consagrarse por entero á la memoria de Luis.

Estrangulaba todas las ilusiones, todas las palpitaciones de un corazón de 20 años que ayer comenzaba á saborear las dulzuras de una existencia llevada mimosamente por el amor y la fortuna.

¡Todo era nada! Faltaba él, el mago de la bienandanza que le había descubierto tesoros inmensos de pasión: al desaparecer el mago, los tesoros desaparecían también. Quedaba entregada á la más irremediable de las pobrezas: la del cariño.

Carmen se encerró en sus habitaciones, dió orden á la servidumbre de que no recibía, y á solas con su dolor, alejada de parientes y amigos, pasábase el tiempo abstraída en la contemplación de un magnifico retrato al óleo de Luis; mirábale lo mismo que en vida, amorosamente, y á veces tal era su alucinación que se dirigía hacia el lienzo con los brazos extendidos, creía ver animarse la figura, que los labios se movían como si balbucearan una frase.

El carácter antes alegre y bullicioso tornósele sombrío, casi tétrico. Su apasionado espíritu, aún ávido de amor, se entregó ardiente y fanático á las cosas divinas: lo humano le producía extraña aversión... Concluyó por hacerse mística: de rodillas ante el Crucificado sumíase en éxtasis que arrancaba lágrimas á sus ojos: el llanto era un bálsamo que calmaba la herida de su pecho, por la que se escapaba día á día, momento á momento, la ilusión de una vida rebosante de felicidades... ¡Todo truncado, todo muerto, todo frío! ¡Ah, Dios, que soledad más espantosa ¡Que realidad más brutal!...

Asustábase de verse tan sola y encontraba la casa muy grande, inmensamente grande y lúgubre: sus pasos, vacilantes, le resonaban á hueco como si el suelo protestara quejumbroso de la muerte del amo y señor. Su propia sombra la estremecía, el bullicio de la calle le ahogaba de pena, las risas desgarraban su oído. Buscaba la quietud, el reposo. Estaba siempre como adormecida: sus sueños eran pesadillas, encontrábase en todos los momentos bajo una sobreexcitación nerviosa crónica.

El dolor no trazó jamás huella tan honda en rostro humano. Tenía la faz pálida, los ojos febriles, hundidos, el traje negro que la envolvía era como un sayal. El pelo, destrenzado, caído, sin aliño. Parecía una imagen en cera de la Virgen de los Dolores.

Su sobreexcitación nerviosa aquietábase algo en el templo. A primera hora acudía todas las mañanas á oir una misa en sufragio del alma de Luis. Entraba en la casa del Señor y aspiraba con fruición el olor á incienso y cera quemada. Arrodillábase sobre las frías losas en una capillita sumida en tinieblas... Al fondo de la misma destacábase con tonos pálidos una escultura del Crucificado... Una lámpara de metal alumbraba el rostro del Salvador, dándole un aire de imponente majestad.

A los piés del Mártir permanecía la mujer arrodillada todo el tiempo que duraba el Santo Sacrificio. Casi prestaba atención al rezo que sonaba monótono por parte del oficiante, con voz infantil y breve por la del acólito. Tal era la abstracción de Carmen, que el rápido sonar de la campanilla en el momento de alzar el Santísimo le arrancaba un débil grito de susto.

Con inextinguible llama de misticismo vivía en el corazón de Carmen el amor á Dios.

III

Al ver la negra lápida del nicho sobre la que se destacaba en letras de oro el nombre de Luis, Carmen, sollozante, tuvo que apoyar sus manos en la pared de la galería, para no caerse.

Pasada aquella amargura, encontró algo de bienestar al verse en la ciudad de los muertos, tan solitaria, tan triste y callada.

Carmen rezaba, y el rezo suyo fué interrumpido por la presencia de un caballero que se quedó parado á corta distancia de la joven. Volvió ésta los ojos hacia el visitante, y vió que, descubriéndose, rezaba.

A aquella primera visita al cementerio, se sucedieron otras muchas Carmen iba casi á diario á visitar á su Luis; le llevaba flores y oraciones, las únicas ofrendas que pueden hacerse á los muertos.

Carmen reparó muchas veces en aquel caballero enlutado, joven y no mal parecido, que como ella también tenía un sér amado á quien llevar llores y plegarias.

Nunca se cruzó entre ambos una palabra; una leve inclinación de cabeza bastaba para cumplir con las reglas de la cortesía.

Así las cosas, transcurrieron dos años.

IV

Nunca la naturaleza se mostró más llena de vida, ni nunca como en aquella tarde estival el sol besó tan ardorosamente el campo, ni las flores exhalaron más penetrantes aromas, ni en los átomos invisibles del aire pareció vibrar más lánguida y acariciadora la palabra «amor».

Todo en derredor empujaba á aquel hombre y á aquella mujer á amar la existencia, á despertar en ellos la pasión dormida.

Miráronse ambos á los ojos, y en ellos flameó el deseo de amarse que resecaba sus cuerpos como el sol resecaba los campos que bordeaban el camino.

Se estrecharon las manos y suspiraron.

—Nena mía, ¡qué felices somos!

—Muchísimo, Alfredo mío, muchísimo.

Volvieron á suspirar y miráronse con apasionamiento.

Caminaron buen trecho silenciosos y como ensimismados en su cariño.

Los ojos de la mujer tenían lágrimas.

—¿Qué te sucede, Carmen? —pregunto con inquietud el hombre.

—No nada. ¡Perdóname!... Pensaba en... ya sabes...

—¿En... “él”... verdad? —tartamudeó Alfredo.

—Sí... y tú, ¿no recuerdas a «ella»?... —le preguntó Carmen con mimosa reconvención.

—Oye, nena... Aquello me parece un sueño... La amaba mucho; mejor, creí amarla... Pero... ¡no tengas celos de una muerta!... A ti, á ti sólo he amado en mi vida.. Te vi tan triste, tan amante, tan fiel á la memoria de «él», que me sentí conmovido y anhele vivir para verte... ¡Nada más que verte! Ninguna idea bastarda se despertó en mí.. Llegué á olvidar mis propios dolores.. Eras mi ángel de paz, la que sólo con su presencia embellecía mi camino árido y sombrío... La tarde que no te veía consagrada á tu culto de amar á un muerto, no sabía rezar; estúpidamente miraba la lápida de «él» como si escuchara oir una voz que me dijese: «¡Espera!» Sin la feliz casualidad de aquella tarde en que la lluvia nos hizo refugiarnos á los dos en un mismo sitio, no nos habríamos hablado nunca, porque tenía por profanación hablarte, interrumpir tu oración... Te hablé y tu acento resonó aquí dentro de mi alma como jamás resonó ninguna voz... ¡Nena mía!... ¡Amémonos: esa es la vida!...

—Es un egoísmo —suspiró Carmen— pero... ¡amémonos!..

Y bañados los ojos en lágrimas miró al cielo, al cielo que por su transparencia parecía de cristal azul.

Como una plegaria, balbuceó:

—¡Luis, perdóname! ¡Me falta fortaleza!... ¡Soy una mala mujer!... Aquel sueno era una profecía... Me ha faltado valor para resistir, para luchar contra el enemigo... ¡Y he caído en sus brazos! Y volviéndose hacia Alfredo le dijo mirándole con pasión infinita:

—Oye, es un crimen amarnos... Debimos consagrar nuestras vidas á la memoria de los nuestros; pero ya que somos cobardes para vencer al corazón, amémonos mucho, ¡muchísimo! ¡Si ellos no nos perdonan, nos perdonará Dios!...

Cuarto menguante

I

Hombre mas crédulo y aprensivo que D. Lucas, el boticario, dudo que exista. Antes de levantarse se santigua, como buen cristiano que es, y procura que el pie derecho sea el primero que pise la alfombrilla que tiene delante de la cama: colócase las babuchas; y en paños menores, luciendo unos calzoncillos y camiseta de bayeta roja, que le hacen parecer un enorme cangrejo cocido, atisba desde los cristales del balcón si el cielo está raso y si muestra el sol su ardiente cara. Se sonríe si así ocurre; si no, masculla con gesto contristado:

¡Malorum! ¡Malorum!...

A este D. Lucas, mi vecino, no hay cosa que más tristón le ponga que sea martes, mayormente si es día trece, ni bicho que más le azore que un moscardón zumbando por encima de su calva —que el hombre perdió el pelo en lucha consecutiva con 60 inviernos.

Si casualmente en la calle tropieza con algún carro fúnebre, es seguro que por la noche, á trueque de asfixiarse, se echa por encima de la cabeza los embozos de sábanas, mantas y colcha. Y aun así y todo, sueña con que el incógnito difunto ha dado en la gracia de colarse, por arte de birlibirloque, en la alcoba.

Si el tal carro no lleva su triste carga, D. Lucas, con las manos metidas en los bolsillos, gruñe:

—Hoy recibo yo algún desengaño gordo.

En lo cual no miente; porque, ¿quién no recibe al día un desengaño, y aun ciento?...

Si en la vecindad aulla algún perro, D. Lucas, cruzándose de brazos, murmura proféticamente:

—¡Ya ha caído pieza!

Es decir, algún vecino está para liárselas al otro barrio. Y D. Lucas se impresiona, «enfunebreciéndose», y en la farmacia no da pie con bola, y despacha crémor tártaro por bicarbonato, y cosas por el estilo, y en casa ni almuerza, ni come, ni sabe en dónde puso las babuchas, ni en dónde dejó La Correspondencia, preocupado con la defunción anunciada por el chucho.

Y como no hay nada que más contagio produzca que la superstición, la patrona y los huéspedes creen artículos de fe cuantas miedosas tonterías se le ocurren á D. Lucas, y primero se hacen moros, que comer en donde haya reunidas 13 personas, y hallan un consuelo grande en lamentar, con exageraciones propias de gitanos, la desgracia de que la sal se desparrame por el suelo, ó se rompa la luna de algún espejo, ó cualquiera nombre cierto reptil que no designo por si alguien padece la misma preocupación que el protagonista de este relato.

D. Lucas, más parece vivir en los tiempos feudales, en que agoreros, alquimistas, nigromantes, buscadores de la piedra filosofal, magos, adivinos, saludadores y echadores de cartas, creíalos el vulgo enviados de Satanás, y aun los más esforzados varones soñaban con brujas, duendes, trasgos, espíritus infernales, aparecidos, fantasmas y ánimas en pena, que por la noche vagaban envueltos en sábanas, montados en escobas, deteníanse en lo alto de las torres, caían por las chimeneas, surgían de los artesonados, danzaban, bailaban, gritaban, maldecían, blasfemaban en poblado, á campo descubierto, en las montañas, en las grutas, en cualquiera parte; aprensiones de una edad pletórica de ignorancia y fanatismos.

D Lucas es solterón empedernido.

El por qué no quiso pasar por las horcas caudinas del matrimonio, es cosa de chiste, y prueba una vez más la tonta credulidad del buen hombre.

—Primero mártir que casado —se dice.

Y no supongáis que sea misógino, ni que en su larga travesía por el mundo haya sido tal su desgracia que no encontrase alguna fulanita dispuesta á compartir con él el puchero y demás que D. Lucas buenamente pudiera ofrecerle; pero es el caso que, la maldita superstición se la jugo de puno en el preciso momento en que se disponía á saborear la luna de miel, que precisamente por ser tan dulce y tan golosos los que la poseen, dan pronto con ella al traste.

Joven, no mal parecido, y algo romántico (cuestión de la época), D. Lucas se enamoró de una muchachita, que, si no era un portento de hermosura, tenia los naturales encantos de la edad, propios para que cualquier Lucas quisiera hacerla su mujercita.

D. Lucas concertó la boda con los papás del pimpollo, y hubo los consiguientes preliminares de buscar casa; por cierto que, después de mucho visitar cuartos desalquilados, encontraron uno, que ni pintiparado, en la calle del Burro.

Compró el futuro el mobiliario y menaje de casa imprescindibles, regaló á la novia el consabido traje de boda, amén de un aderezo de oro con brillantes falsos (que para más no alcanzaban los ahorros), y hecho esto, recibida ya la ropa interior, primorosamente bordada por la futura; después de quinientas y una visitas al vicario, cura y sacristanes, en regla los papeles, dispuesta la comida en los Viveros, y dispuesta la suegra á comerse al yerno vivo, hechas verbalmente las invitaciones para tan desgraciado suceso, que el caso no siempre es infortunio mayúsculo, tanto más si no va aderezado con el vil metal, D. Lucas, digo, metióse entre sábanas la noche víspera del más grande y rosado día de su existencia.

Quiso conciliar el sueno; pero el hombre desvelóse trágicamente, es decir, se le convirtió el magín en insoportable agorero, que no le presagiaba sino catástrofes, infidelidades, sorpresas terribles, lances peliagudos; en una palabra, la parte más fea y espeluznante de la hombrada que iba á cometer.

Quiso el diablo —y bueno será echarle á éste la culpa— que D. Lucas, renegando de las ridiculas aprensiones de su espíritu, abandonara el lecho, y como era verano, creyese como medio más oportuno, para desvanecer la pesadilla, asomarse al balcón y sorprender el despertar de la aurora del día de sus nupcias.

Cansado de ver los tembloreos de luz de los faroles públicos y la triste soledad de la calle, miró al cielo y...

Os juro que, al contemplar la luna, quedóse D. Lucas mas pálido que si hubiera leído su sentencia de muerte.

—¡Aviso del cielo!... Aviso del cielo! —exclamó nerviosamente.

Y saliendo del balcón, cerró sus maderas, y, deprisa, como si algún enemigo le persiguiera puñal en mano, metióse en la cama y arrebujóse con el embozo de la sábana...

II

D. Lucas, cuando alguien se va á casar, le pregunta solícitamente:

—¿Qué día se celebra la boda?...

—Tal día —le responden.

D. Lucas sepulta la mano en el bolsillo interior de la americana y saca un calendario de cartera,

—Luna llena —dice después de encontrar el día que le han dicho— puedes casarte.

O por ejemplo:

—Cuarto creciente: aunque te cases, ¡psch! no importa.

—Luna nueva: algo peliagudo es casarse en esta luna; pero si es buena la novia...

Si es en «cuarto menguante», el hombre murmura con acento sibilítico:

—¡No! ¡No te cases!... ¡Jamás!... ¿Tú has visto bien el aspecto de la luna en ese cuarto?...

Y si el interrogado no sabe ni palotada de sclenotopografia, añade:

—¡Fíjate! Casarse estando de esa forma la luna, es de mal agüero... ¡No seas niño!... Hay que tener en cuenta, muy en cuenta, ese aviso del cielo, que nos indica no cometamos bajo su influjo la deplorable tontería de casarnos...

Mira, la víspera de mi boda me asome casualmente por la noche al balcón y vi una luna hermosísima en cuarto menguante...

Pues tuve la fuerza de voluntad suficiente para no casarme... Y aún doy gracias á Dios que no me ha hecho caer en tentación... Créeme á mí, ciertas suposiciones que parecen extravagancias, locuras ó niñadas, se cumplen casi siempre... Y buena tontería es, sabiéndolo, correr un albur parecido...

El recuerdo del tirano

I

La mesnada de Juan León tenía algo del huracán: arrollaba cuanto á su paso se oponía.

Era el caudillo un hombre ambicioso y cruel: su pecho era más duro que la peña: su cabezal era de hierro. Y es claro, las cabezas de hierro no sienten.

Armado de todas armas, caballero en brioso alazán, el cuerpo encerrado en las duras planchas de la armadura tinta en sangre de cien peleas, al frente de sus parciales —un puñado de aventureros, buitres humanos, ávidos de sangre y de oro— Juan León apareció una tarde á la entrada del valle; un valle de la montaña, cubierta su extensa vega de maizales, cuajados de verdes mazorcas. El cierzo hacía balancear los tallos, arrancándoles un suave y prolongado quejido.

El sol poniente besaba con tibia y dorada luz las casucas de las aldeas y arrancaba luminosos destellos á los campanarios de las iglesias; los badajos golpeaban melancólicamente las metálicas paredes de las esquilas y campanillos, y en el aire resonaban las notas del Agnus Dei y el chirrido de las carretas perezosamente arrastradas por los bueyes. Algunos aldeanos cruzaban los senderos de la vega, al hombro el dalle y en la boca una canción de triste cadencia como lo son todos los cantos formados por la musa popular de la montaña.

Al pie de unos nogales hicieron alto aquellos guerreros.

Juan León dirigió una codiciosa mirada al valle y pensó en voz alta:

—¡Esta tierra ha de ser nuestra!

—Lo será—afirmó con fe ciega el que hacia las veces de lugarteniente.

II

¡Lo fue!...

La tropa de Juan León se apoderó por sorpresa del valle.

Donde jamás resonaron otros silbidos que los de los montañeses llamando á sus bueyes, silbaron las flechas. Ante el peligro, reuniéronse al toque de somatén de los concejos todos los hombres hábiles de la comarca. Bajaron al valle, en pelotón, armados de hoces, de palas y picos, con hondas y guijarros. Sin guía ni jefe, sólo en el pecho de cada cual la rabiosa indignación del que se ve desposeído de lo que más ama, arrojáronse bravamente á la pelea contra aquellos guerreros que tenían por divisa: «Luchar y vencer».

El combate duró poco: se hizo cuerpo á cuerpo; rugían los unos, blasfemaban los otros; las mujeres, en lo alto de los montes, lloraban; los viejos, con la cabeza caída al pecho, temblaban; todo era espanto.

Los más valientes cayeron regando con su sangre la tierra que les pertenecía, los más cobardes se entregaron sin resistencia; las mujeres y los ancíanos, dócil rebaño, siguieron al triunfador, inconmovible á las plañideras lamentaciones de los pusilánimes vencidos.

La chusma guerrera entregóse al pillaje: saqueó los concejos, violó á las doncellas, martirizó á los niños, incendió las casas; de tan grosera crueldad padeció siempre el ánimo guerrero en su embriaguez de triunfo.

III

En una meseta del monte, desde donde se dominaba todo el valle, quiso Juan León perpetuar su hazaña de latrocinio, levantando soberbia mansión feudal.

Arrancáronse de cuajo los árboles seculares de la meseta y las matas de florecillas y pensamientos que la tapizaban, regia alfombra de múltiples colores, y andando el tiempo, elevóse, tan altivo y duro como su dueño, un hermoso castillo de piedra, y en donde antes azotaba el aire las cimas de robles centenarios, azotaba ahora las cimeras de los cascos de la gente de guardia en las almenas y torreones.

Harto de guerrear, cansado por los años, como pantera ahita aue se guarece en su cubil, así Juan León encerróse en su fortaleza, y cual ánima en pena vagaba de un lado para otro del amurallado recinto.

De día en día la faz de Juan León iba ensombreciéndose más y más. El tedio le devoraba. Las canosas barbas se ensortijaban desmañadamente; el tronco, antes robusto, se encorvaba: le iban faltando las fuerzas, casi no podía ya alzar un lanzón el que en la corte gozó fama de diestro y forzudo.

Solo, sin afecciones de familia, más huraño, más feroz que nunca, Juan León miraba á su derredor con medrosa insistencia, como si en el aire columbrara la sombra de un enemigo. Hostil, refunfuñando una maldición, dirigíase á la azotea del castillo, y allí, apoyados los codos en la rasante de una barbacana sumíase en muda contemplación. La melancolía del paisaje aumentaba la negrura de su tristeza. En los helados días de invierno, la niebla que descendía de las montañas, le hacía extremecer de frío, pero se regocijaba á la vista de aquellos tules blanquecinos que todo lo envolvían: la niebla le recordaba su edad pasada, la nube de polvo que en los combates ciega hasta arrancar lágrimas.

Las noches de tormenta, aquel gran decrépito extremecíase de gozo, y abandonando los ensamblados aposentos, íbase á la torre, y, allí, extático, con los brazos cruzados al pecho y la mirada fija, veía abrirse las negruras del horizonte, arrojando á la tierra en culebreante vertiginosidad lumínica el rayo, y sin que los relámpagos que iluminaban con deslumbradora y rápida los fosforescencia la atmósfera, le hicieran cerrar los párpados. El tableteo del trueno era para él deliciosa algarabía de victoria guerrera. Bien podían los medrosos vasallos arrebujarse con las ropas de la cama para no escuchar el fragor tempestuoso; su amo y señor, como el espíritu del mal, permanecía de pie en lo más alto del castillo, sombrío vigía del valle, con los brazos cruzados al pecho, la vista de águila sondando la inmensidad, mientras que el viento huracanado soplaba reciamente, silbando hórrido por entre el bosque, haciendo estrellar unas contra otras las cimas de los árboles brutalmente sacudidas, batiendo con furia las paredes del castillo y azotando de continuo los canosos mechones de la cabellera del castellano y los enmarañados hilos de su luenga barba. Mientras, la lluvia torrencial caía sobre el valle y empapaba la negra túnica de Juan León,

El tiempo deslizábase monótono en el interior del castillo. La gente de armas ejercitábase en sus interminables ocios en la caza; los más jóvenes abandonaban ésta por el amor; un amor salvaje, que no respetaba nada y era conquistado por la fuerza, amparado por el señor feudal, propicio siempre á perdonar los crímenes que pudieran cometer sus pecheros; los más viejos jugaban á los dados, y muchas veces el puñal intercedía en favor de alguna jugada malamente hecha al agitar el cubilete.

IV

El hastio determinó en Juan León una ansia horrible; tiranizó á sus vasallos hasta el punto de que todos, cuando veían cruzar a su señor por el valle, temblaban de espanto, barboteando contra él una maldición.

En pasados tiempos gozó la comarca de una paz octaviana; ahora veíase agitada, convulsa, como víctima aherrojada sobre la cual pendiera un hacha pronta á herir. Impuestos onerosos, vejaciones crueles, tremendos castigos; no había mujer segura de su honra ni hombre libre; muchos días amanecieron colgados de las almenas algunos pobres diablos que no cometieron otro delito que el de cruzar alguna tierra, propiedad del señorío.

Así transcurrieron los años.

Juan León extremaba infernalmente con los pobres vasallos sus instintos de hiena; el terror atajaba en todos los labios la censura y paralizaba los medios de defensa. Era el lobo hambriento que exterminaba á su sabor en el aprisco á un rebaño de borregos.

Juan León, al presentir cercana la muerte, tuvo un extraordinario prurito; quiso antes de abandonar el mundo, dejar en él un recuerdo que perpetuase su memoria, y a este fin dedicó sus postreras energías; dióse á discurrir de qué forma legaría su nombre, y después de mucho pensarlo advirtió que Nerón lo legó por sus horripilantes fechorías... ¡Ahí Si él en lugar de ser amo de miserables aldeas lo hubiera sido de Roma, seguramente que plagiaría al hijo de Agripina incendiando la Ciudad Santa.


* * *


De todos los ámbitos del valle subía al cielo en son de súplica un gran clamoreo. Los horrores del tirano habían llegado al summum de crueldad.

«El diablo se había personificado en Juan León.»

Esto es lo que murmuraban con la boca pegada al oido los infortunados montañeses.

V

Juan León se acostó en su espléndido lecho, para no levantarse más.

El tirano estaba herido de muerte.

Un abad, viejecito, con cara de cera, rugosa, auiliaba espiritualmente al señor feudal en su agonía.

—Di, padre —preguntó el enfermo fijando en el monje sus ojos casi vidriados— ¿crees tú que después de muerto se acordarán de mí?...

—Sí; por el daño que has cometido.

Una sonrisa de satisfacción se dibujó en la descarnada fisonomía del castellano.

—¿Es decir que lo que tú llamas mis maldades harán para siempre famoso mi nombre?...

—¿Para siempre?... ¡No! El recuerdo del mal pasa. Solo el del bien es perdurable.

—¡Bah! —replicó despreciativamente Juan León.— Eres un pobre hombre, padre.

—Respétame en tu hora postrera y atiende, hijo —indicó con mansa y dulce voz el padre.— A los que en el mundo hicieron mucho bien se los recuerda siempre y pasa su nombre de generación en generación... El árbol sano que presta al caminante su sombra, es recordado por éste con agradecimiento. El árbol podrido, cuyo tronco corroen los gusanos, aleja al viandante.

Hizo una pausa corta y prosiguió:

—Tu soberbia, tas crímenes, rodearán tu nombre de sangrienta aureola que se extinguirá pronto... Si alguien te recuerda, será con la misma repugnancia que el caminante al árbol desprovisto de ramaje, cuajado de gusanos.

Más duran las llores del campo, humildes, que el nombre de los príncipes de la tierra. Estos quedan convertidos para siempre en polvo; aquéllas, por el contrario, todos los años se renuevan y todos los años lucen sus galas y perfuman el ambiente...

VI

Cientos de años han transcurrido.

El castillo feudal ha desaparecido y el nombre de Juan León nadie lo recuerda, ni nadie, en fin, sabe siquiera su existencia.

En cambio, en la meseta cuajada de árboles, de florecillas y pensamientos, destruidos para levantar el soberbio castillo del tirano, brotan hoy día nuevos árboles, nuevas florecillas y nuevos pensamientos de variados matices que suavemente se extremecen al ser besados por las brisas primaverales...

Prueba diabólica

I

Antojósele á S. M. el diablo —gran padre de antojos— averiguar si eran cuentos chinos lo que a propósito del amor decíanle cuantos infelices caían en la morada infernal, y con ánimo torcido (que cosa derecha no ha de hacer quien con lo tortuoso goza) se disfrazó de persona decente estéticamente hablando, es decir, quitóse los cuernos y el rabito clásicos con que le describen las viejas y le pintan en retablo los fantaseadores del arte pictórico.

Asi arreglado como cualquier hijo de vecina que tiene dinero y gusto para vestirse, «surgió» Papá Botero á la haz terrestre, y como no era oportuno el corretear solo por este solarón ni mucho menos era práctico para hacer la prueba que intentaba, el señor demonio se trajo consigo una de las más deslumbrantes bellezas que encerraba en su vastísimo palacio. Era Zoa —así se llamaba la prójima— de lo más hermoso que pudiera soñarse y la tan acreditada tía Javiera de la hermosura, la Venus de Milo avergonzaríase —si es posible que una estatua se avergüence— de haber tenido engañada á la humanidad por espacio de muchos años á propósito de su singular y harmónica belleza femenil. Con decirles á Vdes. que al propio Lucifer se le hacía la boca agua al contemplar la plasticidad de su súbdita, creo decirlo todo. Y si, aún tú, lector malévolo, encontraras ditirámbicas mis afirmaciones, cierra por un segundo los ojos é imagínate la mujer más bellísima que para ti quisieras y esa es la fulana de mi historia. Y con esto ahorraremos, yo el buscar epítetos, y tú el cansancio de leerlos.

Con tan amable compañera, bien repleto el bolsillo de pecuniam dineritis, que no porque fuese S. M. diabluna, iba á eximirse de pagar como cualquier fulano lo que se la antojase comprar, halláronse Lucifer y Zoa en una carretera cierta tardecita de verano.

—Ya lo sabes, chiquilla —díjole el diablo á Zoa poniendo cara de señorito bobo.— Nuestra misión ahora es la de sembrar cizaña entre los amantes. Tú serás el quid de la tremolina, que por algo naciste tan hermosa, que sí yo en illo témpore te hubiera hallado en mi poder, lo que es San Antonio peca, ¡vaya si peca!

Sonrióse Zoa satisfecha de la estima en que la tenía su señor y éste miró sin pestañear la dentadura más fresca y nacarada que vió en los siglos de su vida.

—Yo —continuó Satán— me valgo de la coquetería de las mujeres para que los hombres cometan mil desatinos. Pero tú sobre todo has de ocasionar un gran estrago allí donde encuentres un hombre, ¡Verás qué gran triunfo alcanzamos!

—Pero señor —objetó Zoa— ¿á la fuerza he de dedicarme á ser coqueta con todos?... Esa empresa es superior á mi.

—¿A todos? ¡No, mujer!.... ¡Bueno sería! Únicamente á los amantes de veras: quiero darme la satisfacción inmensa de derrotar á ese diablillo suelto del amor que en algunas ocasiones me ha vencido, pero que ahora...

II

Pasado un año de este diálogo Zoa y S. M. infernal iban por un camino de travesía, mustios y cabizbajos.

Caminaban despacito buscando un punto conveniente para entrar en su palacio subterráneo.

—¡Voto va á mi mismo! —decíase Lucifer mirando con el rabillo del ojo á Zoa— que hemos hecho lucida campaña en la Tierra... No creo que me ciegue el coraje, pero esta muchacha es de lo más hermoso en clase de mujeres y eso que yo he visto millones de ellas...

Hizo pausa y continuó:

—A los desocupados, á los viejos verdes, á los libertinos, á chicos y grandes, á los que peinan barbas y á los que por suciedad, ó carencia no las peinan; á todo ciudadano «del ardiente al helado polo», ha cautivado esta mujer y hasta se han atrevido á ir en su seguimiento miles y miles, con lo que más parecía nuestro viaje romería que otra cosa. A cada instante he tenido que acordarme de que soy el mismísimo diablo en persona para evitar desmanes y tropelías, pero no hemos conquistado ni uno siquiera de los mortales que entregan su corazón á una mujer y que por ésta serían capaces de entregarme á mi la vida. Zoa ha sido un D. Juan Tenorio con faldas cerca de los amantes y como si cantara. La mayoría de los que intentaba seducir y cuento desde el pastor al príncipe, desde el emperador al mendigo, desde el mozo de mulas al magnate, todos quedábanse pasmados de la belleza de mi súbdita y al acercarme yo para preguntarles:

—¿Os gusta Zoa?

Me respondían:

—Es hermosa.

—¿La cambiarías por tu amada?...

A esta pregunta seguía una mirada de Zoa que haría temblar á un santo de talla.

Y como si no. Replicaban estúpidamente:

—¡Quiá! Es muy bonita esa mujer, pero lo es más mi Fulana (la novia, mujer ó amante del que queríamos que perjurase).

Mohíno con la negativa, indicábale:

—Si te casas con esta mujer, serás inmensamente rico.

—¿Y qué me importa á mi el dinero?... Mi única felicidad, mi único tesoro, es el cariño de Fulana..

El diablo hizo punto en sus reflexiones. Delante de él se abría la boca del infierno.

Cuando se vió dentro del mismo, legiones de diablos rodearon á su señor, preguntándole que tal había sido la cosecha de enamorados.

—¡Buena cosecha! ¡Buena!... Ni uno sólo. Decididamente todos los amantes son unos San Antonios.

—¡O unos ciegos! —añadió Zoa, despechada como mujer y como agente infernal.


Publicado el 19 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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