En la tertulia nocturna que se forma en la señorial morada de la Condesa de Almeida, dama prócer del más puro y rancio abolengo aristocrático, constituyese en cantón independiente un corrillo, en el que figuran un senador por derecho propio, rechonchete y parlanchín, que, las contadas veces que ha dicho «esta boca es mía», en la alta Cámara, ha empezado con un «Entiendo yo, señores»; un bizarro general, más famoso en los campos de Venus que en los de Marte; un D. Felipe Gutiérrez, banquero y cristiano, aunque parezca turco por el número de «odaliscas» que sostiene con munificencia de nabab; y D. Jerónimo Acuña de Mendoza, magistrado del Supremo: un cuarteto que suma un total de doscientos cincuenta años: los cuatro señores son calvos, y solemnes; juegan al tresillo, y cuando no juegan, discurren sobre trascendentales problemas políticos, jurídicos ó sociales, charlan de sus dolencias, ó rememoran su mocedad.
Una de estas noches, y á propósito de una sangrienta colisión habida en las calles por la chusma insubordinada, derivó el dialogar de los sesudos vejestorios hacia la particularísima psicología de las multitudes.
—Entiendo yo, señores míos —afirmaba quien ustedes se suponen— que el alma de las muchedumbres es perversa y...
—¡Alto allá, Peribáñez! —refutaba el banquero, un Pangloss con automóvil— las muchedumbres son siempre manadas de borregos.
—Amigos míos —intervino el General,— borregos que se convierten en leones. Recuerdo yo que cuando lo de Treviño...
Y disponíase á colocar por milésima vez lo de la heroica carga, cuando Acuña cortó el hilo de su narración, afirmando gravemente:
—Difícil, por no decir imposible, es determinar el espíritu de las multitudes: depende de la clase de individuos que las componen, de la causa que los impulsa, y del momento en que se manifiestan; siempre son masas inconscientes, volubles, impresionables, á las que guía, no el sereno dictado de la razón, sino el del sentimiento...
En una noche, para mí inolvidable, pude apreciar la versatilidad del monstruo de mil cabezas, como se llamaba en mis tiempos al «respetable» público.
Fué la cosa en un teatro, y por la fuerza de las circunstancias, resulté el anima vili de los «morenos», porque, yo, señores míos, he sido cómico cantante en uno de los más populares coliseos de la villa matritense...
Asombro inaudito produjo la declaración de D. Jerónimo.
—¿Tú, cómico? —preguntó el General.
—¿Cantante el respetabilísimo Acuña? —siguió Peribáñez.
—¡Cosa estupenda é increíble! —agregó el Banquero.
—Sí, amigos míos; el lance es una de esas contadas páginas sentimentales y quijotescas que los hombres escribimos en nuestra historia. Para mayor claridad de lo que se sigue, conviene puntualizar que yo era en aquel entonces, joven, gallardo y un poquito calavera: acababa de recibir mi título de doctor en leyes, y me disponía á ingresar en la magistratura. Poseía una voz de barítono que los amigos declaraban de «primissimo cartello», y era asiduo concurrente al minúsculo escenario del salón-café de Eslava, hoy radicalmente transformado.
La causa de mi asiduidad, aparte mis aficiones á la farándula, obedecía á una gentil suripanta, que tal nombre recibían las coristas en la época del polisón. ¡Qué mujer, señores, tan guapa, tan reidora, tan espléndida de carnes, tan desaprensiva!... Habíale puesto yo cerco, y cuando más próximo creía mi triunfo... un tramoyista, más feo que el respetabilísimo é inolvidable don Claudio Moyano, que en tales calendas era tenido como el hombre más feo de España, llevóse de rositas á la dama de mis malos pensamientos. Final tan lamentable para mi amor propio, no hace muy al caso en mi relación, es sólo un inciso que prueba mi mala suerte en aventuras galantes, y corrobora que es axiomático el adagio de que el hombre y el oso...
En la noche de autos, perdónenme el terminillo, llegué, como de costumbre, á la caja de pasas, es decir, al escenario en donde pretendía alcanzar sabrosísima victoria.
Había empezado la ciento y pico representación de una revista simbólico-bailable: la música, tan ligera como la ropa en que se envolvían las esculturales hembras que interpretaban la obrilla, hízose popular, y no había guitarra de ciego, piano casero ó de café, acordeón, ni voz de Maritornes, que no «ejecutase» la partitura de Los demonios colorados, que tal se llamaba la afortunada producción escénica, especialmente, un dúo grotesco entre un gomoso y una damita cursi. Esto, era el obligado en toda tertulia de Cachupín, y aun en las más entonadas de la aristocracia. Con el dúo éste alcancé yo más de un ruidoso triunfo en casa de las de Veloncillo y de las de Paniagua.
Bueno; ato ya de manera definitiva la bolsa de los recuerdos juveniles, y, ciñéndome al caso, he de decir á ustedes que en tal noche encontré, con cara de las que anuncian un desastre, á Pepe Valdecilla, primer actor y director de la compañía, cómico excelente y que aun cuando cantaba como una grulla, era muy admirado y querido del público. Al ver á Valdecilla tan tristón y preocupado, sospeché que había recibido algún disgusto gordo, de los que con harta frecuencia se originan entre cómicos.
No era esto lo que ponía al hombre en tan manifiesta y dolorosa inquietud, sino algo más íntimo y sensible. Su mujer le anunciaba, desde Valencia, adonde había ido á pasar una temporada, que Isabel, su hija, había sido atacada de insólita enfermedad que ponía en riesgo su vida.
En cumplimiento del deber, salió el malaventurado padre á escena, y en tal punto, penetró en el escenario un ordenanza de telégrafos.
Valdecilla advirtió la entrada del mensajero, demudóse su rostro, se alteró su voz, y dando un corte al diálogo altamante cómico que sostenía con unos diablillos estrafalariamente cubiertos con descomunales sombreros de copa, metióse entre bastidores, recogió con ansiedad dolorosa el telegrama, rasgó, temblando, su cierre, y leyó...
Y todos leímos también en los ojos del infeliz la noticia escueta, brutal, trágica...
Sollozó, y cuantos presenciábamos el lance, rodeámosle impulsados por afectuosa conmiseración.
«¡Ha muerto!... ¡Hija de mi vida!», hipaba estrujando el funesto papel.
El traspunte, olvidándose, en cumplimiento de su oficio, de que era hombre, y padre de familia, acercóse al grupo, diciendo con voz no muy firme:
«¡Don José, prevenido!»
Y fuese corriendo á dar la «prevención» á otros artistas. Con mirada indescriptible, mirada de rabia y de angustia, de dolor y de resignación, como miraría una víctima á su verdugo, don Pepe vió cómo se alejaba aquel que, en trance tan horrible, hacía oir la voz de su deber de cómico: cuantos presenciábamos esto, sentimos el escalofrío que pone lo trágico irremediable, y nos miramos los unos á los otros en silencio.
«¡Don José, á escena!», volvió á oirse la voz.
Y don José, no salió á escena, salió, en su lugar, un servidor de ustedes...
—¡Bravo, Acuña! —palmoteó entusiasmado el Banquero.
—Conociéndote como te conozco, esperaba tu salida —indicó conmovido el General, dándole una cariñosa palmadita en el hombro.
—¡Rasgo admirable! —asintió el Senador, frotándose rápidamente con la diestra las narices, que era su forma característica de manifestarse emocionado.
—Salí llevado de ese impulso generoso que no razona, y que, según las circunstancias, convierte al individuo en heroico defensor, ó en paladín ridículo. Mi aparición produjo en la sala, y entre bastidores un murmullo de sorpresa. La damita que había de cantar conmigo el famoso dúo, acercóseme azorada, y en voz baja me preguntó: «¿Por qué sale usted, hombre de Dios?...» El hombre de Dios, hubiérale replicado: «Señora, por caridad, por evitar á su infelicísimo compañero que apure hasta las heces el cáliz de su amargura; porque no se dé el horroroso contraste de que un hombre que sólo tiene en su garganta sollozos, cante alegremente, en tiempo de vals, el amor, y el placer, como, ahora, usted y yo, vamos á cantar.»
Pero no había tiempo para el enunciado de tal réplica.
La orquesta atacaba ya el número, y yo, muy poseído de que lo cantaría un poquito mejor que el pobre Valdecilla, solté el chorro de mi voz con propósito de lucirme: inmodestia hija de mis pocos años y de mi ignorancia; que no es lo mismo cantar en casa, á tiempo de hacerse el tocado, ó en un salón de amigos, que en público.
Yo no sé como fué; pero es el caso que, al final del dúo, solté uno de esos gallos escandalosos que obliga al que los oye á llamar «animal» al que lo suelta. Y animal, y aun cosas más denigrantes, me llamaron los «morenos», mientras que me obsequiaban con una grita fenomenal, estupenda.
Quedóme anonadado, sobrecogido de espanto, como si me hallara frente á frente de una fiera monstruosa, apocalíptica, irritada, que rugía feroz y estruendosamente. Miré á mis pies por ver si había cerca un escotillón para hacer mutis. Entre bastidores, acentuábase el rumor de las protestas, y manos airadas se alzaban contra mí. El empresario me gritaba furibundo: «Sálgase usted ya, hombre.» La damita, mi compañera, temblando como la hoja en el árbol, murmuraba entre dientes algo así como: «¡Estúpido!» Y yo, señores, que reacciono, que me sublevo contra la despiadada conducta del público, así la juzgaba.
Irreflexivamente también, avancé hasta las candilejas, tendí las manos hacia el «respetable», que enmudeció repentinamente, y, dije, poco más ó menos: «Señores: perdonen ustedes que yo haya cantado en lugar del notable actor Valdecilla, que en estos momentos acaba de recibir la horrible noticia de la muerte de una hija suya. Por piadosa conmiseración he salido á sustituirle.»
El público, el monstruo de las mil cabezas, el niño terrible é impresionable, recibió mis palabras con un aplauso unánime, entusiástico, ensordecedor. «¡Bravo! ¡Bravo!», repetían mil bocas: las damas agitaban los pañuelos, y, yo, ante tales demostraciones, sentí honda emoción, las lágrimas anublaban mis ojos, y, á instancias del público, hubo de repetirse el dúo que yo canté en el estado de ánimo que ustedes supondrán. Repitióse formidable y estrepitosa la ovación, me vi, sin saber cómo, entre bastidores, rodeado de casi toda la compañía que me felicitaba. Valdecilla estrechó efusivamente mi mano, y me dijo: «Nunca olvidaré lo que ha hecho usted por mí.» El empresario, librándome de abrazos y apretujones, me llevó á un rincón, para susurrar en mis oídos tentadoras proposiciones: quería contratarme, porque acababa de entrar en el teatro por la puerta grande que —según aseguraba— es por la que sólo entran los actores que han de ganar muchos aplausos y una «barbaritat» (era valenciano) de dinero.
—¿Y no aceptaste la halagadora proposición de empresario tan vivo? —preguntó irónicamente el General.
—¡No! Nunca. En aquella noche me enteré de lo que era el alma de las muchedumbres, y me aterrorizó conocerla. Es muy posible que si no me hubieran llamado animal á coro, ni me silbaran tan espantosamente, á estas horas, en vez de servir, como sirvo, á la austera Temis, sirviera á la regocijada Talía.