Los ojos de la hermosa princesa Brisamor son como esmeraldas cuando el sol las acaricia con su lumbre de oro.
Los ojos de la hija del rey Amaranto jamás han sido empañados por el pesar.
Desconoce lo que es padecer, y su vida es como la de esos riachuelos del país del Encanto, que se deslizan plácidos entre riberas cuajadas de flores, sin que el espejo movible de sus aguas copie el negro nubarrón de las tempestades: el cielo que copia es eternamente azul, sonríe eternamente.
Todo cuanto rodea á Brisamor es azul y risueño: ni la más ligera nubecilla, formada por el desencanto ó la contrariedad, ha ensombrecido el espejo de su alma inocente.
Ni aun Eros, la más tiránica de las divinidades, ha sido huésped enojoso, como lo es casi siempre que se alberga en los humanos corazones: Brisamor se ha casado enamorada de su primero y único pretendiente, el príncipe que para galán hubieran soñado las más románticas princesas.
Todo sonríe en el camino de flores y de venturas que el destino ha trazado á la gentil y hermosa hija del rey Amaranto.
Sus ojos, del color de las esmeraldas cuando el sol las acaricia con su lumbre de oro, jamás han sido empañados por el dolor, antes por el contrario, de día en día es su brillo más intenso: que la alegría de vivir es antorcha prodigiosa para iluminar las pupilas de los mortales.
Ha llegado á la corte de Amaranto un viejo estrambótico llamado
Alfa, que cubre su esquelético cuerpo con una arlequinesca hopalanda
bipartida: rosa y negro son sus colores, y la caperuza con que se cubre
es de un tejido de oro que deslumbra.
Alfa, según la Fama, que es solícito pregonero de los contados seres excepcionales que hacen su derrota por el mundo, es un prodigio de sabiduría: á su lado, Salomón y Merlín son unos parvulillos. Alfa lo sabe todo, no ignora nada; lee como en un libro abierto en los ojos de los mortales y en aquellos otros de inmensidad abrumadora que parpadean de noche en los cielos: sabe curar todas las dolencias del cuerpo y del espíritu. Es un mago, un taumaturgo, un encantador que sólo tiene un rival invencible en el tiempo, ese gran tirano de los seres y de las cosas, en el cual todo nace y todo muere, transformándolo todo á medida que avanza en el camino del que ningún hombre sabe el comienzo ni el fin.
Alfa ha sido alojado espléndidamente en Palacio, que para reyes discretos valen uno y lo mismo sabios y príncipes.
Ha platicado con Brisamor: ha leído en las esmeraldas de sus ojos su felicidad, y ha escuchado en silencio las palabras de la Princesa, que dicen no saber lo que son lágrimas ni duelos: unos cortesanos aduladores, valga el pleonasmo, han predicho que tan hermosos luminares nunca jamás serán inundados por la ola de llanto que forma la pesadumbre.
El sabio de la hopalanda bipartida ha sonreído como sonríe el sol entre nubes de tormenta: desmayada y melancólicamente. Al ser interrogado por Brisamor, que le pide confirme los halagadores presagios de su corte, ha respondido enigmáticamente:
—No hay tallo, rama, flor ni hoja de árbol que el viento no humille.
Y no ha dicho más el perínclito y sapientísimo señor, que recibe, en vez de plácemes por su apotegma, sonrisitas desdeñosas del entonado auditorio. Brisamor ha hecho un gestecillo que el sabio traduce por un «¡Pobre hombre, qué chiflado está!»
La princesa Brisamor es madre de un niño hermosísimo: Alfa, que
ha asistido al alumbramiento, ha ahorrado á la ilustre dama los dolores y
molestias que tal lance ocasiona.
Ahora más que nunca se siente venturosa Brisamor, y bendice al cielo, que ha colmado sus ansias con el regalo de aquella encantadora criatura, en la que resume todos sus amores é ilusiones.
Por vez primera la hija del rey Amaranto ha sentido inquietud extraña y sus ojos no esplenden la luz de siempre.
Al despertar en aquella mañana y acercarse á la regia cuna le ha parecido ver un lirio caído en la nieve.
Alfa acude al llamamiento de la conturbada madre.
Quédase mirando fijamente al augusto enfermito, y aunque sabe que su dolencia es leve, por ocasionarla un empacho, quiere dar una lección á Brisamor y tomarse el desquite de las sonrisitas y desdeñoso gestecillo con que fué acogido su apotegma del dolor.
Frunce el ceño, se quita la áurea caperuza, llévase la palma de la diestra mano á la frente y finge ensimismarse en trascendentalísima meditación...
Suspira, vuelve á mirar al niño y dice con voz pausada, que suena como nunca ha sonado voz humana en los oidos que le escuchan:
—Plegue á la voluntad divina, señora, que encontremos el remedio para curar la extraña dolencia de vuestro hijo...
—¿Tan difícil es?... —pregunta Brisamor, aunque sobresaltada, con acento que trasluce la soberbia de los que se creen todopoderosos.
—Dificilísimo —replica lacónicamente el viejo, sacando del bolsillo de la parte negra de su hopalanda un estuche repleto de frascos diminutos: recoge uno qué contiene un licor oleoso, y entregándoselo á la Princesa, reanuda el diálogo:
—Preventivamente daréis á beber al enfermo el contenido de este frasquito... Después...
Torna á suspirar y torna á llevarse la mano á la frente, como agobiado por un pensamiento torturador.
—¿Qué remedio necesitáis?... No titubeéis, señor, en decírmelo. Sea el que sea, se conseguirá; yo os lo prometo —insiste, trémula, Brisamor.
—Es casi imposible concertar remedio tan singularísimo. Para salvar á vuestro augusto hijo es preciso rodear su cuello con un collar de diamantes.
—¡Un collar de diamantes! —exclama la princesa en ese tono de voz que pone la alegría de vencer un obstáculo que se teme insuperable, y la ironía amarga del que descubre la exageración de un peligro irrisorio.
—Sí —replica Alfa sin inmutarse,— un collar de diamantes, todos de un mismo tamaño, de igual peso y de idéntico brillo. Para que surta su portentosa eficacia, es preciso que antes que anochezca ciña la garganta del enfermo... ¡Juzgaréis que todo esto es casi irrealizable!...
—¡Lo tendréis! —afirma con altanera concisión la princesa.
—Y yo me felicitaré del hallazgo tanto como vos, señora —dice, con sonrisita de incredulidad, el viejo taumaturgo, cubriéndose con su áurea caperuza y dando por terminada la visita.
Brisamor ha requisado con ansia febril su espléndido joyero; ha
reunido los collares de diamantes, y éstos rápidamente han sido
desmontados por un famoso engastador. Los que parecen ajustarse á las
condiciones exigidas por Alfa son separados.... y con ellos no puede
trazarse el collar: faltan dos terceras partes.
Multitud de emisarios han recorrido, en nombre de la atribulada Brisamor, las joyerías de la capital, las casas de los cortesanos y las de aquellos que se sabe guardan diamantes.
Como cascada de luz deslumbradora ha caído sobre la mesa del engarzador toda la pedrería que se ha logrado reunir, y el diamantista, desolado, ha advertido que el collar no podía formarse...
Llevado de un piadoso deseo, lo ha trazado, presentándoselo á la princesa, que, rebosante de satisfacción, se lo entrega á Alfa, diciéndole triunfal:
—Ahí tenéis el remedio que os parecía imposible concertar.
Brisamor se sienta en una silla, al lado de la cuna, y atisba, no sin angustiosa inquietud, al viejo, que repasa el precioso collar, que finge hilo de luz irisada en la mano rugosa que lo sujeta.
El taumaturgo mueve la cabeza, y, con terrible parsimonia para una madre que aguarda, deposita la deslumbrante joya sobre un velador próximo.
—¿Qué hacéis? —ruge, más bien que habla, Brisamor.
—El collar no sirve —dice Alfa con acritud.— Los diamantes parecen, pero no son todos de un mismo tamaño, de igual peso y de idéntico brillo...
—Entonces...—murmura, trágica, la madre.
—Entonces... No se salvará vuestro augusto hijo.
A la conclusión de su mortal sentencia, Alfa hunde su puntiaguda barbilla en el pecho. La princesa, con los codos apoyados en la cuna y la cabeza entre ambas manos, llora.
Llora sin consuelo, aquejada de un dolor que desgarra las fibras de su sér.
El taumaturgo acércase paso á paso hacia la sin ventura, y, al estar á su lado, dobla su cuerpo hasta emparejar su cabeza con la de Brisamor, y murmura conmovido:
—¡Cesad en vuestro lloro, Princesa!... ¡Vuestro hijo se ha salvado! ¡Mirad!...
Y señala con el índice de su diestra el regazo de Brisamor, que lanza un grito de profundo asombro y se refriega los ojos, empañados de llanto, como si dudase de la realidad de lo que mira.
En su regazo hay un montón de diamantes que irradian luces cegadoras por su intensidad.
Brisamor hunde sus perlinas manos de hada en el montón prodigioso, é interroga, anhelante de venturosa esperanza y de curiosidad:
—¿Estos diamantes...?
—Son vuestras lágrimas, señora—dice reverentemente el portentoso viejo, mientras que saca del bolsillo de la parte rosa de su hopalanda un hilillo de oro, y, como por arte mágico, ensarta los diamantes, que recoge del regazo principesco, hasta formar un collar, que entrega á la maravillada Brisamor.
—Fijáos, señora —la advierte en tono solemne:— todos estos diamantes son de un mismo tamaño, de igual peso y de idéntico brillo, como tallados por el dolor, que en todos los humanos corazones fabrica lágrimas... No para vuestro hijo, cuya insignificante dolencia está ya curada, sino para vos, princesa, es este collar, con el que os ruego os adornéis.
Y acentuando la gravedad en su discurso, terminó de decir el viejo taumaturgo:
—Ese collar confirma mi aserto de que no hay tallo, rama, flor ni hoja de árbol que el viento no humille, ni existencia humana que el pesar no visite... Un hijo, señora, aun á las madres más venturosas, las hace saber lo que es el dolor.... ¡lo que son lágrimas!