Por Cristo Nuestro Señor que comenzaba de perlas el año… Noche más triste, obscura y helada no pudo soñarse: la nieve caía mansamente sobre la haz de la tierra, el viento huracanado hacía gemir con tintineante son las campanas de la iglesuca de Villabrines, uno de tantos pueblos de la montaña ignorados para los geógrafos, aldea que tenía por junto treinta casas y un centenar de habitantes.
No os llamaréis á engaño si os juro que en tal noche, pasadas ya las doce, todos los villabrinenses, chicos y grandes, mozos y mozas, dormían á pierna suelta muy metiditos en la cama, sin darse cuenta de que la nieve, obrera impertérrita, iba extendiendo sus helados cendales por la haz de la tierra.
Miento bellacamente al afirmar que todos dormían, porque de una casuca emplazada al promedio de la calle Real salió un hombre mozo que al exponer las narices al poco agradable ambiente de la noche, subióse la bufanda hasta los ojos, calóse la boina hasta las cejas y metidas las manos en las profundidades de los bolsillos del pantalón, rompió á andar con pisar recio por la calleja á cayo final abríase un sendero que conducía á un bosque de nogales y castaños.
Si á ti lector te da el naipe por pararte á reflexionar en esta historia que te cuento, es posible que presupongas que muy mal estaba con su persona quien en parecida noche tan locamente la exponía, pero sí te advierto que el amor hacía mover tan gentilmente las piernas de nuestro personaje, encontrarás muy disculpable el caso: que por amor sabido es que se cometen mil y una tonterías. Bueno: sigo ya en línea recta mi narración.
El mozo, como iba contándote, enfiló por el sendero y empezó á tararear debajo de su bufanda una canción, sin duda para entretener el camino, disimular la crudeza del aire que zumbaba en sus oídos, entumecía su cuerpo y hacía voltijear en derredor suyo millones de mariposas blancas y heladas y aun, lo que es más seguro, para ahuyentar el miedo que tanta soledad y negrura infundía en el ánimo del caminante.
Al cabo del tiempo vióse nuestro héroe en pleno bosque y aquí ya unióse al frío de la noche aquel otro del espanto, que no hay cosa más terrorífica que millares de árboles juntos que no se ven, pero que empujadas sus copas por el aire murmuran á coro una salmodia espeluznante que os hace pensar en una macabra reunión de esqueletos.
Pero la voluntad del amor no se detiene por nada: nuestro hombre internóse en el bosque sin titubear en su camino y sin romperse una vez por minuto la crisma contra los seculares árboles que hallaba á su paso… Y cuando ya la nieve había convertido la negra boina en gorra de dormir, fileteaba los pliegues de la bufanda y los hombros de la chaqueta, nuestro enamorado personaje vio á lo lejos una hoguera que parecía un ojo tremendo abierto en la negrura y que parpadeaba con destellos rojos.
Hacia aquel faro imprevisto marcó su derrotero nuestro mozo.
Y hete aquí lector que vendría como anillo al dedo hacerte creer que el mismísimo diablo, ó algún sabio hechicero ó tal vez una hada de los bosques fué quien encendió la fogarata para atraer al incauto mancebo, pero, en la prosa vil de la vida no ocurren tamañas aventuras ni danzan tan fantásticos por personajes: en el bosque habitaba un viejo leñador, tenido por monomaniaco y á quien apellidaban el Tío Verdades.
Al llegar próximo A la hoguera el mozo dio un respiro de satisfacción, y á través de la bufanda dijo con voz que parecía por lo velada la de un borracho medio dormido:
—Buenas noches, tío Verdades.
El tío Verdades que filosóficamente se hallaba sentado en un taburete cerca de la lumbre como si estuviera en el lar de su cocina, se contentó con dirigir una mirada de soslayo la que tan de improviso venía á hacerle compañía y gruñó irónicamente:
—No es mala noche…—Y continuó con acento de curiosidad:
—Pero, Gabriel, ¿A dónde vas tú á estas horas?
—Y usté ¿qué hace aquí sentado?—observó el mozo tendiendo hacia la llama sus manos amoratadas por el frío.
—Lo de todos los años,—contestó el guarda con admirable sencillez.—Aguardo á que den las doce de la noche vieja, y á esa hora me preparo para entrar en el año nuevo.
—¿Y para eso enciende usted esta fogarata?—objetó asombrado Gabriel.
— Sí, hijo mío: durante el año apunto en un cuadernito que siempre llevo en el bolsillo de mi zamarra todos mis pesares, mis esperanzas y mis propósitos para darme el placer de ver como las llamas en un momento dan al traste con todo un año de mi vida…
—Vaya, este pobre viejo está mal de la cabeza,—pensó para su bufanda (Gabriel).
—Muchacho, —prosiguió el guarda cambiando su conversación de rumbo,—mal empiezas el año vagando por estos andurriales… Seguramente que la mozuca que te trae sorbido el caletre es la que te hace dar este paseo ¿eh? ¿Lo acierto? ¿A que vas á verla aprovechando que su padre, el tío Castañuelas, se ha largado esta mañana á Santander?
—¡Tú dixisti—hubiera contestado el montañesuco á saber latín; pero se conformó con menear afirmativamente la cabeza y decir con vehemencia:
—A verla voy, sí, señor, á verla, pero no á lo que usted piensa, á parlarla de cosas cariñosucas, ¡quiá!, á cosa de más provecho voy… ¡Eh! ¿Qué no?… ¡Vaya!… Año nuevo vida nueva, y yo le juro á usted,
tío Verdades, por estas cruces, que lo de Sabeluca acabóse de una vez pa siempre… ¡Lo he decidido hoy y marcho á decirla que yo quiero para mujer una moza que no haga cara al primer indiano que la haga cucamonas… ¡Pos no faltaba más!… ¡Asina Dios me salve que lo hago como lo digo!… ¡Ah!… Y no voy á ir más á la taberna ni vuelvo á fumar más un pitillo, aunque me repudra de necesidad… ¡Por éstas hombre, por éstas!… Desde ahora vida nueva… ¡Ni que fuera uno un buey pa no comprender lo que le hace provecho!
Calló el mozo, miróle el viejo burlonamente y dijo con acento zumbón:
—Así deben portarse los hombres. La dignidad ante todo; ¡no faltaba más! Haces bien, Gabriel, haces bien.
* * *
Ya el sol del primer día del año se oculta tras la nevada montaña…
Es un sol triste que no ha tenido fuerzas para derretir con sus besos la nieve que aun sigue cubriendo la haz de la tierra.
Tío Verdades se halla á la puerta de su choza, desafiando el cierzo, cuando ve venir en dirección hacia el pueblo á Gabriel.
Viene el mozo tambaleándose: la bufanda le arrastra por el suelo, la boina la trae á la nuca; en la boca luce un puro de los más baratos. La oscuridad es casi completa, y el frío arrecia cruelmente, haciendo apresurar el paso al caminante.
El mozo pasa por junto al viejo y dice con la incoherencia del que ha trasladado la muy diminuta bodega del estómago á la cabeza:
—¡Adiós, tío Verdades! ¡Vaya un día hermoso! ¿Eh? ¡Jesucristo, que feliz soy! ¡Pa marzo Isabeluca y yo mos casamos!… ¡Mos casamos!..
Tío Verdades, que sigue con la vista el caprichoso andar de Gabriel, murmura:
— ¡Voluntad! ¡Qué débil eres para las pasiones! Si fueras firme y perseverases sólo en el bien… ¡qué vida esta más hermosa! Pero los hombres no somos ángeles… somos hombres.
Y el tío Verdades, bajando la cabeza, se retira á su hogar, con materia para comenzar sus apuntes en el nuevo cuadernito.
Iris, Revista semanal ilustrada, Barcelona 6 de enero de 1900.