Es el caso, señoras mías, que en un reino chiquitín sólo famoso por los higos que producía su territorio, había una princesa encantada, cosa corriente y vulgar en historias fantásticas de añejas edades, en que alentaban Merlines por el mundo y almas sencillas que dormían medrosas pensando en duendes, brujas y trasgos espantables.
Diz quien me inspiró este cuento, que la tal princesa llamábase Anémona y que sus ojos eran de un azul casi puro, como el de ciertas anémonas dobles. Su padre reinaba en el país de los higos: Anémona era hermosa como cumple serlo á las heroínas de estos romances que se cuentan en los pueblos al amor de la lumbre en las eternas y frías noches del crudo invierno, y, Lavisko, el papá de la princesa, era un caballerete enano, patizambo, narigudo, cruel, sanguinario y antojadizo, que más no había que pedir: el rey era una caricatura humana por lo ridículo de su estampa y la hija un dechado de belleza.
Antojósele á la niña en la florida edad en que el corazón balbucea el
de amor, adorar á Neluskio, el capitán de la guardia real, un buen mozo, yo os lo fío, tan diestro en rendir corazones como en quebrar lanzas en la guerra, un Apolo risueño que donosamente embrazaba el escudo de Marte.
Al principio, las cosas marcharon por el caminito rosado que siempre siguen ilusiones y amores, pero pronto unas y otros detuviéronse horrorizados: salióles al paso el tirano Lavisko.
Y sin preámbulos, decretó que el capitán fuese colgado de la higuera más alta que hubiese en el reino, para que el caso sirviera de saludable lección á los mentecatos que tuvieran la osada fantasía de requerir de amores á princesas como Anémona.
A su hija mandó encerrarla en una torre aislada, próxima á Palacio.
Y como si hubiera ejecutado una buena obra, retiróse Lavisko á sus habitaciones.
Disponíase á sepultar su enteca, desmirriada y ridícula personalidad en el lecho, cuando apareció ante él, como evocada por arte mágica, una viejecita enlutada, de ojos enrojecidos por el llanto.
—¿Qué buscas, bruja del demonio?—preguntó el rey castañeteando los dientes de miedo.
—Busco á tu hija,—contestó con voz finísima la aparición.
—¿Mi hija?… ¿Y qué la quieres?…
—¡Salvarla!
—¿Tu?… ¿Y de qué?…
—De una espantosa desgracia que la amenaza.
—¿Y quién osará arrancar lágrimas á mi hija?…
—Quien todo lo puede en tu reino: Wolska.
Al oír este nombre, la cara del rey palideció como la de un muerto, y angustia mortal reflejaron sus ojos: Wolska era un ser extraordinario que habitaba en el bosque, siendo el vengador eterno de injusticias é iniquidades. Wolska era adorado por el pueblo que veía en él á su libertador.
El poder suyo era sobrehumano: los árboles del bosque inclinábanse á su vista; los buhos y los mochuelos mantenían con él diálogos inacabables; creíanle un taumaturgo nacido de un rayo de sol y atribuíanle una influencia decisiva en lo que ocurría en el país de los higos famosos.
—Y tú, mujer, ¿quién eres que así te presentas ante mí como fatídica agorera?…
—La Compasión. Escucha; hay un medio de salvar á tu hija.
—¿Cuál?…
—Casarla con Neluskio.
—¡Jamás!… Mañana al romper el día habrá en mi reino un imbécil colgado de una higuera y ese imbécil será Neluskio… Díselo asi á Wolska…
Desapareció la viejecita tan misteriosamente como se había presentado en la cámara real, y el tirano, satisfecho de su enérgica decisión, metióse entre finísimas holandas.
Y durmió unas cuantas horas, hasta que vino á interrumpir su sueño un infernal bullicio que al pie del palacio se sentía formidable.
—¿Qué pasará?—dijo levantándose.
E iba á llamar á sus guardias, cuando entró en el aposento, con cara desolada, el Gran Canciller del reino, un hombrecito rechoncho
con la nariz del tamaño y del color de una berenjena.
—Señor,—tartamudeó, —perdonad si evito cortesías. ¡Levantaos!
—Pero ¿qué sucede, Niva?
—Las cosas más estupendas que pudierais imaginar.
Y abriendo de par en par una de las ventanas de la regia estancia, á trueque de que Su Majestad atrapase un constipado, añadió:
—¡Mirad!
Lavisko dirigió una ansiosa mirada hacia el punto señalado.
La torre donde tenía encerrada á su hija la princesa Anémona, había sufrido una metamorfosis extraordinaria, y las piedras y el ladrillo aparecieron convertidos en cristal finísimo y transparente. Anémona encontrábase en sus habitaciones encantada: al pie de la torre, una inmensa muchedumbre comentaba lo ocurrido levantando un rumor de tempestad.
Lavisko está inconsolable: el único afecto que le ligaba á este mundo era su hija.
En los primeros momentos, intentó desbaratar la torre y libertar á la princesita. pero la vieja de marras hubo de presentársele para advertirle que el primer mortal que pusiera sus manos sobre la torre ocasionaría la muerte de Anémona.
Wolska había encantado á la princesa y tendríala reclusa en su prisión de cristal hasta que hubiese un hombre que sin tocar á la torre se apoderase de Anémona, he aquí el arduo problema que se le ofrecía á Lavisko.
Y por todo el reino y por todos los ámbitos del mundo envió heraldos que pregonasen el terrible dilema. Al feliz mortal que lo resolviese se le colmaría de dinero y de honores.
A la corte de los higos famosos llegaron á bandadas los sabios de todos los países, y el rey y los de su Consejo pasábanse horas y horas escuchando los más extraños y disparatados medios que el caso sugería á unos y á otros.
Y la princesa seguía inmóvil, como estatua de rosado mármol en su torre de paredes cristalinas.
Entre el sinnúmero de extranjeros, ya caducos en su mayoría, que á diario rodeaban la torre pensando el medio de desencantar á la infeliz princesa, había uno joven de rubias melenas y ojos negros que permanecía como en éxtasis los días y las noches, fija su mirada en la desdichada Anémona: á ratos, sus ojos adquirían un brillo de felicidad; á veces, enturbiábalos una nube de tristeza; suspiraba como un enamorado y con las puntas de sus dedos enviaba besos á la torre.
Aquel extranjero aun no se había presentado al rey como salvador de su hija: ya os he dicho que lo más del tiempo estábase como embebecido al pie de la torre.
Una noche, desde un campo cercano á la prisión de Anémona, el joven escudriñaba en las tinieblas.
No veía á su adorada: sólo la luz luminosa de las antorchas de los soldados que guardaban la torre, reflejábase siniestra en sus cristales.
Sentía el extranjero una pena que le producía ahogo: sus ojos estaban impregnados de lágrimas.
—¡No, imposible!—monologaba,—el encantamiento de la princesa será eterno. Si á trueque de salvarla tuviese que dar mi vida, la daría ahora mismo…
Concluir de decir esto y encontrar á su lado una viejecita enlutada, de ojos enrojecidos por el llanto, todo fué uno.
—Nada hay imposible para el que quiere,—dijo al oído del joven.
—Pero, ¿cómo destruir sin armas ni herramientas esa torre?.
—¿Y quién te ha dicho á ti que necesitas tales cosas para desencantar á la princesa?
Quedóse el joven muy sorprendido con la réplica, y mirando á su interlocutora arguyó con entereza:
—¿Y creéis que si así fuera, encontraríase aún encerrada esa niña?
—Arrogante os mostráis, pero probad el temple de vuestra alma y de lo que sois capaz por conquistar el oro que puede valeros la empresa.
—No es el oro el que me guía: es el amor el que me empuja.
El amor, hace milagros.
Sí, pero no desencanta princesas.
¡Probad!
—Lo intento,pero la voluntad cede ante lo inútil del esfuerzo.
—¡Quién sabe!… ¡No desmayéis!…
—Si por constancia fuera, el cristal de esa prisión, había de derretirse con los tiernos suspiros que mi pecho envía.
—Esperanza y constancia son dos hermanas para las que nada hay imposible.
Dijo la vieja, y desapareció.
Mohínos y cariacontecidos hubieron de retirarse los sabios al ver que su ciencia nada podía contra aquella débil fortaleza de cristal en donde moraba insensible la hija del rey Lavisko.
La corte y el pueblo, con su soberano á la cabeza, perdieron también la esperanza; todos miraron ya á la torre como se mira á un monumento que excita la curiosidad ó despierta un recuerdo: solo el extranjero de rubias melenas no había perdido la fe ni la constancia,
antes al contrario, desde que no pululaban sabios al pie de la prisión de Anémona era más ostensible su adoración á la princesa que como rosa de té, parecía sepultada en gigantesco Horero: el pueblo designó al incógnito huésped como El enamorado de la torre.
Habían transcurrido muchos meses y aún permanecía impertérrito en su contemplación aquel hombre que parecía querer con la mirada dar vida á la encantada princesa.
Cierta tarde, un viejecito envuelto en amplia capa verde, acercóse al joven y le dijo con acento profétuo:
—Tú harás que Anémona sea desencantada.
—¿Y qué sabes tú, pobre viejo?—replicó con acento de duda é ironía el aludido.
—¡Yo lo sé todo! —afirmó con acento de superioridad el anciano.—¿Dudas de que Anémona sea desencantada?
—¡No!—contestó resueltamente el joven.
—Pues no dudes tampoco de mis palabras.
—¿Y quién eres tú?…
—Yo soy Wolska.
—¿Tú?…
La emoción más viva retratóse en el semblante del extranjero.
—Lo que los sabios con su talento no han podido resolver,—continuó Wolska,—lo decidirás tú con tu cariño, pero antes quiero probar hasta donde llega tu constancia y tu amor: este y aquella eran lo que yo deseaba, porque Anémona ha muerto por el amor y por el amor tomará á su prístino ser.
Durante un año permanecerás sentado frente á la torre. Si te mueves, el encantamiento perduraría.
Al cumplir el año, te levantarás é irás en derechura á la torre y ese cristal será para ti débilísima muralla de humo… ¿Me prometes cumplir lo que te ordeno?…
—Por el amor de Anémona haré cuanto me pidas.
Y asi fué: el enamorado de la torre con asombro de todos los que le conocían permaneció por espacio de un año sentado frente á la fortaleza de Anémona. Al cumplir el plazo, levantóse con gran trabajo del sitio que había ocupado durante doce meses y, con paso vacilante como el de un niño que empieza á andar, dirigióse hacia la torre y atravesó el cristal que le separaba de Anémona, la cual radiante de hermosura y de felicidad le esperaba como se espera al esposo amado.
Y aún cuando se trate de un cuento fantástico ya veis como constancia y esperanza son dos hermanas para las cuales nada hay imposible en el mundo.
Iris, Barcelona 9 de noviembre de 1901.