El Himno de Riego

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II
III
IV
V

I

El Café del Diamante recibía sórdida y melancólicamente la luz diurna por la puerta de entrada y ventana abiertas á la calle del Ave María, una de las más típicas de los barrios bajos madrileños. El color rojo rabioso de sus paredes tenía una solución de continuidad en los espejos, encuadrados en molduras doradas; del techo, pintado alevosamente al óleo por un mamarrachista, pendían los aparatos de la luz del gas. En este café ejercía yo las funciones de pianista.

Como tantos otros aventureros del arte, llegué á la corte (hace ya muchos años de esto, Dios mío) llena la maleta de papel pautado, de aire los bolsillos y de ilusiones el magín.

En mi pueblo, el organista de la catedral, famoso contrapuntista, me había iniciado en el arte de Beethoven; cuando hubo vaciado en mí toda su ciencia, que no era escasa, me dijo: «Perillán, si quieres alcanzar honra y provecho lárgate á los Madriles; aquí, la música no te servirá ni para mal sazonar la puchera.»

Rodé unos cuantos días, como un ave zonza, por la coronada villa, rompiendo en su molestísimo empedrado mis zapatones lugareños; admirando el polisón de las madamas y los sombreros como tubos de chimenea de los pisaverdes, y en aquel vagar forzoso á que me obligaban las circunstancias me encontraba más solo y desamparado de día en día, y de día en día más tenaz y resuelto en conquistar el vellocino de oro: que es prodigiosa fábrica de fantasías un cerebro juvenil.

Un paisano mío, un buen hombre que se despepitaba por servir á los de la tierra, hizo que yo entrara de pianista en el Café del Diamante, que acababa de abrirse al público.

Tal camino no era, ciertamente, el más indicado para llegar al templo de la Fama; pero, señores, todos llevamos en nosotros mismos al más implacable tirano, el estómago, Sancho Panza que casi siempre obliga á claudicar al Don Quijote de nuestros ideales.

Recuerdo conmovido aquella lejana y hermosa época, en la cual, luciendo una levita azul, escandalosamente reñida con la moda; pantalones color de barquillo, corbatín granate y chaleco de seda, me sentaba á un infame piano de cola, que sonaba como una sartén. De ocho de la noche á una de la madrugada, era yo el Rubinstein de tres pesetas, con el plus de café y media tostada, encargado de turbar con armónicas sonoridades el silencio de tumba que imperaba en el salón, tan falto de parroquianos, como sobrado de moscas, porque hay que advertir que era verano, y los incómodos dípteros valsaban, con y sin música, por encima de mi cabeza, la del amo y las de los cuatro camareros, únicos pobladores del mísero café.

Impertérrito y heroico en tan espantosa soledad, aporreaba las teclas, interpretando con el entusiasmo de un «virtuoso» las páginas más sublimes de la música.

Los camareros se dormían como ángeles, y D. Baltasar, el dueño, rompía muchas veces el encanto para decirme con brusco acento aragonés:

—¡Toque usted la jotica, hombre, á ver si nos alegramos!...

Complacíale de bonísima gana. Mientras duraba la jotica parecía olvidarse de la triste realidad, y sonreía satisfecho; era feliz.... y yo también, aunque por causa harto diferente de la suya. Al preludiar el canto más alegre de España, salía al mostrador la hija del cafetero, una aragonesita hermosa como una flor de Mayo...

Y yo, por retener á mi público, es decir, á ella, tocaba sin interrupción jotas y más jotas, las populares, las que escribieron los maestros.... y las que yo improvisaba, inspirándome en los ojos de Pilarcita.

II

En remuneración de mi trabajo, don Baltasar me entregaba todas las noches tres pesetas; siempre, al embolsármelas, sentía yo un calor extraño en las mejillas, algo muy parecido al remordimiento. Noches hubo en que estuve por decirle:

—Venda usted por lo que le ofrezcan, ese cascajo que ocupa inútilmente una gran parte de su café, y no recree usted con músicas á los cinco ó seis pelagatos que en toda la noche vienen aquí á tomarse un real de agua de limón; por lo menos, se ahorrará usted las tres pesetas del pianista, item el vaso de café y la media tostada que su liberalidad le asigna...

Pero... el estómago, el grosero enemigo del Don Quijote del espíritu, me aconsejaba:

—¡Cállate! No seas necio ni te sientas puritano... Deja correr la bola.

Y yo callaba egoístamente, y aun solía poner reparos á la media tostada de mi café.

Desconsolaba ver una noche y otra noche, salvo la de los domingos, en que había un poco de animación, el cuadro que ofrecía el cafetín. Don Baltasar, paseándose, fruncidas las cejas, por entre los veladores, ó sentado al mostrador, haciendo números: indefectiblemente, sus operaciones aritméticas acababan siempre en el taco más castizo y rotundo que puede soltar un aragonés enfurecido; los mozos entretenían el eterno compás de espera que se abría de parroquiano á parroquiano, charlando como cotorras, fumando y leyendo en comandita La Correspondencia de España; el cocinero, con gorro y mandil, asomado á la puerta de la cocina, y un servidor dale que le darás al piano para que me oyesen... las moscas, y en los «entreactos», sentado en una silla, cerca de la entrada, con la vista fija en el techo, en el que se veían jugando al corro, en un cielo de algodón en rama, unos amorcillos panzudos con carne de color de chocolate. Mis ojos no reparaban en aquella blasfemia pictórica; la hada buena de los artistas, la bendita ilusión, vagaba lejos del Café del Diamante.

Don Baltasar venía á sentarse muchas veces á mi lado para contarme sus cuitas... El negocio aquel en que había puesto todos sus ahorros, iba de mal en peor, y presentía un final desastroso. Lamentábase de su falta de previsión en abrir un establecimiento como el suyo, en el riñón de los barrios bajos, en donde no debían abrirse más que tabernas y buñolerías. Un excesivo y disculpable amor propio forzábale á ponderar las excelencias de su café, que reputaba por uno de los mejores de la villa.

Varias eran las causas que contribuían al alejamiento del público: una, el calor excesivo propio de los meses estivales; otra, importantísima, el malestar predominante en la Nación, abocada á un cambio brusco y radical en su organismo político. No estaban los ciudadanos en humor de divertirse; quién más, quién menos, todos barruntaban, por las señales inequívocas que preceden á una revolución, que hallábase pronta á descargar la tormenta; la gente cuchicheaba en voz baja, propalando noticias estupendas, en las que se designaba por sus nombres, ó alias populares, á los jefes del movimiento sedicioso; se establecían clubs clandestinos, se distribuían de ocultis hojas volantes, periódicos y folletos, libelos feroces, sarcásticos, sangrientos, que fomentaban el escándalo, y encendían el espíritu patrio; las canciones satíricas, los himnos á la libertad, las represalias del Gobierno contra aquel estado de cosas que amenazaba con arrollarlo todo, como ola gigantesca que avanzase implacable, llevaban el desasosiego público hasta el punto de pedir los ciudadanos más pacíficos y apegados á sus ideales conservadores, que descargase el nublado, para que cesara la zozobra y se purificase el ambiente malsano de rencillas, odios y venganzas que se producía en todas partes.

—El calor y la política concluirán por arruinarme —suspiraba el atribulado cafetero.— Es preciso discurrir, para salvar esta situación, algo que nos permita llegar con el café abierto hasta Diciembre... ¿No se le ocurre á usted, hombre, ninguna ideíca para atraer á la gente?...

Cuantas veces me hacía esta pregunta, cuantas veces quedábame yo mirándole estúpidamente, sin dar con la ideíca que pedía á mi magín, sólo atiborrado de notas musicales.

Una noche, D. Baltasar me dijo sonriente y satisfecho, como quien ha encontrado el medio de resolver un problema difícil:

—¡Ya di con eso!.... con la ideíca. Y es de las que no marran.

Y misteriosamente añadió:

—¿Es usted hombre capaz de hacer lo que yo le diga?...

—¡Ya lo creo!— afirmé con decisión espartana.

—La cosa es bien sencilla: usted se va á estar toda la noche sentado al piano, y no va usted á tocar más que el himno de Riego cuando yo le avise.

Al oir orden para mí tan inesperada como inexplicable, confieso que me quedé estupefacto. ¿Para qué querría D. Baltasar que yo tocase solamente el himno prohibido por el Gobierno, que le conceptuaba como el más pecaminoso, subversivo y revolucionario de los himnos?...

Sin detenerme á considerar los riesgos que corría, me senté al piano, y pacienzudamente esperé la orden de tocar la contradanza que el pueblo había convertido en himno patriótico.

Don Baltasar, asomado á la puerta, atalayaba la calle de extremo á extremo: cuando veía avanzar en dirección al café un grupo de transeúntes, volvía la cabeza hacia mí, y, como si ordenase hacer una descarga sobre el enemigo, gritaba:

—¡Maestro, el himno!...

Y yo, como el más furibundo de los progresistas, tocaba con férvido entusiasmo el himno: los camareros tarareaban en voz baja la letra:


Si Riego murió en un cadalso,
No murió por infame y traidor,
Que murió con la espada en la mano
Defendiendo la Constitución.


El grupo, al enfrontar con el café, parábase sorprendido delante de la puerta ó de la ventana, abiertas de par en par.... y después de oir la tocata, comentándola á sabor, proseguía su camino calle arriba ó calle abajo, sin dignarse corresponder á la original invitación revolucionaria.

No era hombre D. Baltasar que se amilanase por tan poco; á cada nuevo grupo, nueva orden, dicha con desolado acento, que más parecía lamentación:

—¡Maestro, el himno!...

Y yo volvía á tocar la celebérrima contradanza una y cien veces, y el café seguía desierto, sin que patriota alguno entrase á escuchar cómodamente el bélico canto.

Y esto repetíase una noche, y otra noche, y todas; cuando se cerraba el establecimiento formábamos tertulia: el amo con cara de pocos amigos; contristada, Pilarcita; los camareros, melancólicos; el cocinero, el pinche y yo, cariacontecidos. Quién más, quién menos, todos nos lamentábamos de la mala sombra que presidía á «nuestro» café, que, según nosotros, debiera ser el más favorecido de la corte por lo esmerado de su servicio y el patriótico ardid de su dueño. El ardor que poníamos en las lamentaciones y protestas, de absoluta sinceridad, como son siempre las que produce la ingrata perspectiva de ver en el arroyo el propio puchero, templábase, mejor dicho llegaba á congelarse, con la leche merengada y los sorbetes que nos servíamos á discreción, según la resistencia estomacal de cada uno de los forzados consumidores de aquellas gollerías que se habían quedado incólumes en las garrafas.

¡Cuántas veces me sorprendió la aurora en mi infame camastro de huésped de dos pesetas, revolcándome quejumbroso, presa de los violentos retortijones producidos por la cantidad de hielo que había caído como nevada copiosa sobre el café y la media tostada que constituían mi cena!... ¡Cuántos amaneceres, rendido de fatiga, dormía soñando en que aún tocaba el himno, el himno perturbador, y escuchaba, junto con el zumbar de las moscas, el tararear bronco de los camareros:


Si Riego murió en un cadalso,
No murió por infame y traidor.

III

Una noche, ¡oh fortuna inesperada!, un grupo compuesto de cuatro individuos detúvose á la puerta contados instantes para escuchar las bélicas notas, y penetró resueltamente en el café.

Don Baltasar, henchido de satisfacción tuvo para los recién llegados la más placentera de las sonrisas; los mozos acudieron solícitos, y yo expresé mi gratitud elevando al fortissimo el tono del himno. ¡Aquellos parroquianos eran unos patriotas admirables!...

—¿Qué va á ser, señores?...—preguntó con el tono mas melifluo el camarero, mientras pasaba el paño sobre el velador.

—¡Ver al amo!—dijo seca y autoritariamente el mejor trajeado.

Sorprendido, paró el mozo en la limpieza del mármol, é hizo seña á D. Baltasar de que se acercara.

Confieso ingenuamente que en mi vida he experimentado emoción más honda que la que recibí aquella noche, y que no es la pluma la que puede describir el asombro y azoramiento que á los del café nos produjo oir de boca del mismo que había pedido hablar con el amo, que éste y el pianista quedaban incontinenti detenidos y á disposición de la autoridad «competente», por «sediciosos y perturbadores del orden público».

Con toda energía protestó D. Baltasar y protesté yo de tales calificativos.

—En este café se toca todas las noches el hizno de Riego—afirmó acremente el que hacía cabeza del grupo.

—Sí, señor; se toca el himno como se podía tocar la Marcha Real —objetó don Baltasar;— ¿y qué mal hay en eso?...

—Demasiado lo saben ustedes: ese hizno está terminantemente prohibido por la ley; ustedes han faltado á la misma, á conciencia, valiéndose de un sitio público como éste para incitar á la rebelión.

—¡Como no sea á las moscas! —estuve por replicar al faraute gubernativo. Pero la ocasión no era la más oportuna para andarse en bromas: volvimos á insistir en que éramos inocentes. Don Baltasar, con aquel acento suyo aragonés francote y sincerísimo, contó las tribulaciones que le llevaron á que se tocara en su café el malhadado himno.

—Aquí se toca eso ¡...! (un taco de los buenos), para ver si se llama á los parroquianos, no para encalabrinar, como usted dice, á la gente. El señor —señalándome— y yo somos en política dos mansísimos borregos, que estamos conformes siempre con el que manda, y ya es conformidad... ¡...! (aquí otro taco con redoble). Y no nos metemos en dibujos, ni conspiramos, ni se nos importa un pito que gobierne Juan ó que gobierne Roque... El señor con sus folías y yo con mi mal negocio del café, tenemos bastantes quebraderos de cabeza para ir á meternos en esas camisas de once varas en que usted dice que nos metemos... ¿Estamos?...

El policía contestó con la misma frialdad que si acabaran de contarle un cuento tártaro:

—¡Al Juzgado con esas historias! Mi misión es la de llevarles á ustedes ahora mismo á la cárcel. Aquí traigo el mandamiento.

Y nos mostró la fatal orden extendida en toda regla.

Renuncio á describir la escena. Pilarcita rompió á llorar sin consuelo, abrazada á su padre; éste, azorado, pretendía calmar la aflicción de su hija con besos, las razones supremas que se emplean en parecidos infortunios; los camareros miraban hostilmente á los polizontes y gruñían á la sordina como lebreles amenazados con el látigo de un extraño; el cocinero, un francesón como una loma, murmuraba llevándose las manos al gorro:—¡Qué atropegllo, mon Dieu, qué atropegllo!—Yo, lleno de susto, procuraba aparecer impasible.

Delante del café habíase estacionado una muchedumbre ruidosa, en cuya primera fila asomaban sus carátulas inconfundibles los agentes de la secreta.

Después de ser conducidos como unos desalmados criminales, dimos con nuestros huesos aquella misma noche en la destartalada, infecta y ruinosa cárcel de hombres, vulgarmente conocida por El Saladero.

IV

La cosa pública iba de mal en peor y El Saladero llenábase de gente, en su inmensa mayoría compuesta de sediciosos tan terribles como D. Baltasar.

Periodistas, comerciantes, hijos del pueblo, todos confundidos en el departamento de presos políticos, nos lamentábamos de nuestra suerte, renegando del Gobierno que tan furiosamente sacudía palos de ciego sobre quienes, como nosotros, nada teníamos que ver con la «espantable hidra revolucionaria» —tópico entonces muy en boga.— Los inocentes nos rebelábamos iracundos contra la injusticia cometida por sólo la razón del más fuerte: así es que, el que antes de verse en tal trance era tímido cordero, rugía ahora como león enfurecido.

Don Baltasar, triste y caviloso, permanecía horas enteras con la mirada fija en el suelo: únicamente se reanimaba al ver detrás del enrejado de la sala de comunicación el rostro de su hija, á la cual rodeaba la mayor parte de la servidumbre del café... Rayo de sol era para mí también la presencia de Pilarcita... Mientras escuchaba su voz, en la que ponía consoladoras esperanzas, era yo felicísimo y la inmunda sala me parecía un edén.

De boca de uno de los camareros supimos la causa de nuestra desventura, producida, no por la pasión política, sino por otra más bastarda: un jefe de policía habíase enamorado de la hija del cafetero, y como ésta no diese oídos á sus pretensiones, ruinmente se valió de la ocasión que se le ofrecía para vengarse á mansalva de los desdenes de Pilar, encarcelando al padre... y al pianista, por el nefando crimen de tocar el himno de Riego.

Dentro de la prisión corrían temerosos noticiones acerca de la suerte que á los allí reunidos nos reservaba la ira gubernamental: el más esperanzoso y optimista veíase ya deportado camino de las Chafarinas.

Don Baltasar, al confiarme sus temores, que eran los de todos nosotros, me aseguró con aquella ruda y simpática franqueza que le caracterizaba:

—Créame usted que, por mí, no siento ni poco ni mucho verme, como me veo, metido en este berenjenal: lo que me ocurre ha precipitado mi ruina, porque el negocio del café me iba dejando ya por puertas... Por mi Pilar es todo mi sufrimiento.... ¡y por usted, hombre!, que le he metido dentro de la boca del lobo.

Misericordiosamente intentaba yo convencerle de que no á él, sino á mi mala estrella, debían achacarse mis malandanzas, las cuales, le argüía, no debían preocuparle, puesto que yo, en realidad, no me preocupaba con las contingencias de aquella situación que, velis nolis, me convertía en «temible revolucionario». Era una aventura que debía envanecerme, puesto que á los ojos del mundo aparecía como un mártir de la Libertad.

Y dando suelta á mi cándido optimismo, confiábale mis esperanzas de que tal vez lo que parecía una desdicha trocárase para mí —si caía el Gobierno— en ventura imponderable. Mi anónima personalidad artística desaparecería, y llevar un nombre en la lucha por el Arte, es casi tener conquistada la mitad del triunfo. Y á él aspiraba yo por entero. Me sentía con fuerzas para alcanzarle en el teatro y mi nombre, como el de Arrieta, Barbieri, Caballero, Gaztambide y Oudrid, gozaría de los prestigios de la popularidad.

El cafetero oíame atento, y sólo murmuraba entre dientes, al pintarle mi soñada apoteosis:

—¡Qué hermoso es tener veinte años!


* * *


La revolución había triunfado.

Pocos días después, en una plácida mañana otoñal, nos franquearon la puerta á todos cuantos habíamos sido encarcelados como tremebundos conspiradores.

Á la entrada del Saladero nos esperaban Pilarcita, Manuel, el más viejo de los camareros, el monsieur de la cocina y su pinche.

Al vernos aparecer en el portal corrieron á recibirnos con los brazos abiertos: Pilarcita y su padre, sollozando de alegría, diéronse un fuerte y prolongado abrazo; yo recibí las efusivas muestras de afecto de mis compañeros de café. El monsieur del fogón, que, según lo que tartamudeaba, debía de haber solemnizado ya nuestra libertad en todas las tabernas del camino, me dió un feroz apechugón contra su pecho y depositó en mis mejillas un ruidoso ósculo.

La muchedumbre, estacionada frente á la cárcel, nos saludó con vítores y aplausos entusiásticos.

Conmovido, arrasados de lágrimas los ojos, recibí aquella ovación, la primera que escuchaba en mi vida. Emocionado, miré á Pilar, y yo no sé lo que leí en su rostro, pero es lo cierto que me sentí otro hombre, que mi espíritu anheló conquistar los laureles del triunfo para ofrecérselos á «ella», mi Musa adorada.

V

La situación en que nos veíamos no podía ser ni más deplorable ni más angustiosa. En lo que á mí se refiere, me encontraba peor aún que en aquellos días en que, recién llegado á la corte, discurría por sus calles en busca del vellocino de oro: por lo menos, entonces poseía en mi faltriquera unas cuantas monedas de plata y muchas más ilusiones en el magín; en cuanto á D. Baltasar hallóse con la terrible novedad de ver que todo había desaparecido del café del Diamante, hasta su título, trazado con letras de latón dorado en la portada: los acreedores habían caído como aves de rapiña al final de una batalla, sobre los enseres del establecimiento.

Veíase el pobre hombre totalmente arruinado.

Su hija le infundió la consoladora esperanza de mejor fortuna. Por lo pronto, según afirmaba, brillándole los ojos de satisfacción, había resuelto el problema de la vida.

Enlazando con sus brazos el cuello de su padre, le dijo:

—¿Creías que tu Pilarcita se iba á estar mano sobre mano al ver la iniquidad que contigo cometían?... Era preciso ayudarte á salir del atolladero en que la desgracia nos ha metido á todos, y empecé por buscar trabajo en las tiendas de ropa blanca. Y, á Dios gracias, lo he encontrado, y un día con otro, vengo á sacar de jornal ¡dos pesetas!... Pero no pongas esa cara, hombre, que aun no he acabado de decirte todo lo que he hecho... He alquilado á Manuel, nuestro camarero, dos alcobitas: su mujer nos hará la comida, y así estaremos hasta que se te arreglen los asuntos, que sí se te arreglarán, porque la Virgen no ha de desampararnos... Conque, señor mío, no hay para qué poner esa cara de Viernes Santo... Antes no te he dicho nada de estas cosas para no aumentar tu pena, que de sobra la tendrías al verte encerrado como un criminal en aquella casona tan horrible.


* * *


Azorado, tristón y hambriento, vagaba yo por las calles, tratando de resolver el problema más prosaico, más arduo y apremiante de los problemas: el del propio cocido. Después de emplear mi tiempo en recorrer el penoso vía crucis del infeliz buscavidas, me acostaba en mi camastro con una ilusión menos, lleno de aire el estómago y de ideas fatídicas la cabeza.

Algunas tardes subía á un piso cuarto de una casa de vecindad de la calle de Santa Isabel, en donde vivía mi Musa: de sus ojos brotaba para mí la más risueña y consoladora de las esperanzas: en su presencia olvidábame de todos mis infortunios, y hasta el hambre insolente callábase pudorosa.

En una de aquellas tardes, D. Baltasar me recibió radiante de alegría y de satisfacción; previo un abrazo me dijo:

—¡Estamos de enhorabuena!

Y sin darme tiempo á que replicara, prosiguió:

—He pasado unos días del demonio, hombre... Créame usted, que si no hubiera sido por esta hija mía (y señaló á Pilarcita), por este ángel que Dios me ha dado, á estas horas habría hecho yo alguna tontería de las gordas... Pero no hablemos ya de esto ni de la canallada de que usted y yo hemos sido víctimas... Ya conoce usted mi carácter, hombre; soy de los de «Á Zaragoza ó al charco...!» ¡...! (la inevitable y característica interjección aragonesa). Bueno, pues ya lo tengo todo arreglado, todo, y ¿á que no acierta usted para qué?...

—No sé, don Baltasar —contesté intrigado y curiosico.

—Pues para que volvamos á las andadas. Mañana abro otra vez el café del Diamante.

Al oir esto, quedéme poco airosamente con la boca abierta.

—Pero ¿es de veras eso, don Baltasar?

—Tan de veras como que ahora es de día... Todo el dinero que me ha hecho falta me lo ha prestado el primer amo que yo tuve en Madrid, y que ahora vive de sus rentas, retirado del negocio. ¡No va usted á conocer nuestro café!... Ya lo tengo todo á punto de solfa: decorado, mobiliario, servicio, mozos, cocinero... No me falta más que la música... Y ésa, usted dirá, hombre, si quiere volver á tocar el himno de Riego en mi café.

—¡No he de querer, don Baltasar! Con mil amores, y agradécidísimo á sus bondades...

—Es lo menos que puedo hacer por quien, como usted, ha estado en chirona por mi culpa... Ahora, ahora vamos á tocar, es decir, tocará usted todo lo más rabiosamente que pueda el himno... ¡Á ver qué guapo se atreve á llevarnos á la cárcel!... ¡Ah, le advierto que tiene usted un piano flamante, de lo mejorcito que he encontrado en los almacenes!...


* * *


Fué un gran acontecimiento en el barrio la reapertura del café del Diamante. Invadió éste la muchedumbre, hasta el extremo de no quedar ni un solo asiento disponible: en la calle, un gentío inmenso contemplaba con asombro la transformación del local, antes pobretonamente decorado, falto de luz; ahora lujoso, confortable, esplendente.

El piano de cola era un magnífico piano, con el cual podía yo lucirme.

Después de ejecutar un potpourri de aires populares, hice sonar briosamente los primeros compases del himno de Riego.

El público del café y el de la calle manifestaron con un viva atronador el entusiasmo que despertaban en sus almas las notas valientes de aquel canto, nunca como entonces grito jubiloso de la patria, expresión inefable de triunfo: las notas del piano servían sólo para marcar el ritmo; todos los concurrentes del café, todos los curiosos de fuera, hombres, mujeres y niños, y hasta la propia pareja de la benemérita, estacionada á la puerta, cantaban al unísono la letra popular del himno con ese acento inenarrable con que canta el pueblo vencedor sus cantos de guerra: aquellos acentos, que resonaban imponentes y majestuosos, enardecían la sangre é inundaban el cerebro de ideas heroicas. Cuando vibró la última nota, estalló, como un trueno formidable, una salva de aplausos, y vivas prolongados premiaron mi modesta labor artística.

Al levantarme para dar gracias al auditorio me vi rodeado por todas partes de hombres que tendían hacia mí sus manos; querían estrechar las mías, las de un patriota de los buenos, que había padecido por la santa causa; un grupo numeroso rodeaba también al cafetero, otro patriota, otro héroe de la libertad.


* * *


Toca á su fin esta historia romántica.

El dios Éxito, el más inconsecuente y halagador de los dioses inventados por el hombre, protegía el café del Diamante, invadido todas las noches por un público de furibundos patriotas, que no se cansaba de oirme tocar su canción favorita.

Voló mi nombre en alas de la fama, y conseguí, sin gran esfuerzo, estrenar en uno de los teatros de la corte mi primera obra musical, que alcanzó éxito mucho más halagüeño que el que yo ambicionaba.

Para que mi ventura fuese completa, el cielo me concedió el dón más preciado con Pilarcita, mi hermosa y abnegada Musa.

No me tentó el diablo de la soberbia: todas las noches me sentaba al piano del café del Diamante, y con gratitud sólo comparable á mi felicidad, tocaba el himno famoso.

El público, entusiasmado, coreaba á todo pulmón:


Si Riego murió en un cadalso,
No murió por infame y traidor,
Que murió con la espada en la mano
Defendiendo la Constitución.


Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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