El Mejor Médico, el Tiempo

Alejandro Larrubiera


Cuento



I

Al adquirir la certeza —la horrible certeza— de que el hombre á quien más había amado en el mundo era sólo una masa inerte, Carmen, de pie cerca del lecho, quedóse inmóvil con los ojos muy abiertos mirando con estúpido asombro aquella cara en la que la muerte había impreso su huella repulsiva.

No vertió lágrimas ni lanzó un suspiro: parecía no sentir nada; dijérase que la brutalidad del hecho le había aplastado el corazón como maza férrea: el espíritu habíase escapado del cuerpo, dejándole hueco, insensible.

A la habitación saturada de olor á fiebre y medicinas, llegaban amortiguados los ruidos de la calle: gritos infantiles, pregonar de vendedores ambulantes, canturrear de las fregonas de la vecindad: en el piso superior los muchachos se entretenían en arrastrar un caballo de juguete, y el áspero chirriar de sus ruedas traspasaba el techo: al pie de los balcones se paró un piano de los de manubrio y sonaron atropelladas las notas de un vals: en el exterior todo era ruido, animación y vida; en la alcoba reinaba la gran quietud que precede á las catástrofes.

Carmen, como si de pronto despertara á la realidad, lanzó un grito indescriptible, de angustia y de desesperación tremendas; á los ojos asomaron, atropellándose, las lágrimas; se inclinó hacia el lecho, y su cabeza hermosa se juntó á aquella otra que se hundía pesadamente en la almohada; los labios palpitantes se pegaron con furia á aquellos inmóviles, lirios resecos; las manos palparon con ansia los hombros y el pecho del muerto...

—¡Luis!... Luis mío!... ¡Esposo de mi alma!... —gritó con voz enronquecida por el ahogo. Y tuvo que apoyar las manos junto al corazón... Parecía que se le rompía... —¡Luis mío!...

El acento aquel resonaba tristísimo en el dormitorio, rebotaba en las paredes y en ellas vibraba con rápida sonoridad.

Duplicaba sus caricias, palpaba más de prisa el cuerpo rígido: las lágrimas caían una á una sobre el rostro de Luis, y trazando un surco se despeñaban en la boca entreabierta, humedeciendo los labios que tantas lágrimas de felicidad habían atajado en las mejillas de Carmen.

A aquel arrebato de pena sucedió otro de desesperación: irguióse súbita, y con ademán violento y amenazador alzó los brazos como si protestara ante un invisible enemigo, mesóse los cabellos, y deshecho el peinado saltaron los hilos de su negra cabellera y como un manto cubrieron sus espaldas y parte del rostro, dejándole como encuadrado en un cerco de ébano ondulante y lustroso del que se desprendía embriagador perfume.

—¡Dios mío, llévame con él! —gritó sollozando con las manos entrelazadas.

Y cayó de rodillas.

II

Febril, rendida por el cansancio, quedóse, ya casi rayano el amanecer, dormida; su sueno era agitado, su respiración anhelosa.

Despertó azorada y recordó la pesadilla, una pesadilla irónica ¡Se casaba! Otro hombre que no era Luis la conducía ante el ara, y aquel hombre la miraba con hambriento mirar de enamorado. El recordar esto —ahora despierta— le producía escalofrios. En la pesadilla miró amorosamente á aquel hombre, y al pronunciar el “sí” de desposada, lo dijo con mayor entereza si cabe, que cuando se casó con Luis.

Esto era inconcebible por lo monstruoso. Aún calientes las con las de su amado, del primer guía y único dueño de su corazón, de aquel Luis de su alma que desparramó en torno suyo la felicidad, era infame tener un sueno tan grosero... y más aún el recordarlo.

Pero ella no era la responsable, no. Lo eran la tremenda sacudida que habían experimentado sus nervios, el trastorno de su espíritu, el desequilibrio de su ser moral, el ángel malo, en fin, que aún más quería afligirla, sumiéndola con tan pecaminosas quimeras en mayor desesperación y abatimiento.

De rodillas balbuceó la pobre mujer una plegaria… Quería purificarse de aquel sueño monstruoso.

—¡Nunca, Luis mío, he de olvidarte!... ¡Nunca!... ¡Muerto tú, esperaré resignada la hora en que la Virgen me lleve á tu lado!... ¡Mi corazón ha muerto para siempre!... Una herida incurable le ha asesinado para toda la vida... ¡Toda la vida!

Desde aquel momento Carmen hizo voto solemne de consagrarse por entero á la memoria de Luis.

Estrangulaba todas las ilusiones, todas las palpitaciones de un corazón de 20 años que ayer comenzaba á saborear las dulzuras de una existencia llevada mimosamente por el amor y la fortuna.

¡Todo era nada! Faltaba él, el mago de la bienandanza que le había descubierto tesoros inmensos de pasión: al desaparecer el mago, los tesoros desaparecían también. Quedaba entregada á la más irremediable de las pobrezas: la del cariño.

Carmen se encerró en sus habitaciones, dió orden á la servidumbre de que no recibía, y á solas con su dolor, alejada de parientes y amigos, pasábase el tiempo abstraída en la contemplación de un magnifico retrato al óleo de Luis; mirábale lo mismo que en vida, amorosamente, y á veces tal era su alucinación que se dirigía hacia el lienzo con los brazos extendidos, creía ver animarse la figura, que los labios se movían como si balbucearan una frase.

El carácter antes alegre y bullicioso tornósele sombrío, casi tétrico. Su apasionado espíritu, aún ávido de amor, se entregó ardiente y fanático á las cosas divinas: lo humano le producía extraña aversión... Concluyó por hacerse mística: de rodillas ante el Crucificado sumíase en éxtasis que arrancaba lágrimas á sus ojos: el llanto era un bálsamo que calmaba la herida de su pecho, por la que se escapaba día á día, momento á momento, la ilusión de una vida rebosante de felicidades... ¡Todo truncado, todo muerto, todo frío! ¡Ah, Dios, que soledad más espantosa ¡Que realidad más brutal!...

Asustábase de verse tan sola y encontraba la casa muy grande, inmensamente grande y lúgubre: sus pasos, vacilantes, le resonaban á hueco como si el suelo protestara quejumbroso de la muerte del amo y señor. Su propia sombra la estremecía, el bullicio de la calle le ahogaba de pena, las risas desgarraban su oído. Buscaba la quietud, el reposo. Estaba siempre como adormecida: sus sueños eran pesadillas, encontrábase en todos los momentos bajo una sobreexcitación nerviosa crónica.

El dolor no trazó jamás huella tan honda en rostro humano. Tenía la faz pálida, los ojos febriles, hundidos, el traje negro que la envolvía era como un sayal. El pelo, destrenzado, caído, sin aliño. Parecía una imagen en cera de la Virgen de los Dolores.

Su sobreexcitación nerviosa aquietábase algo en el templo. A primera hora acudía todas las mañanas á oir una misa en sufragio del alma de Luis. Entraba en la casa del Señor y aspiraba con fruición el olor á incienso y cera quemada. Arrodillábase sobre las frías losas en una capillita sumida en tinieblas... Al fondo de la misma destacábase con tonos pálidos una escultura del Crucificado... Una lámpara de metal alumbraba el rostro del Salvador, dándole un aire de imponente majestad.

A los piés del Mártir permanecía la mujer arrodillada todo el tiempo que duraba el Santo Sacrificio. Casi prestaba atención al rezo que sonaba monótono por parte del oficiante, con voz infantil y breve por la del acólito. Tal era la abstracción de Carmen, que el rápido sonar de la campanilla en el momento de alzar el Santísimo le arrancaba un débil grito de susto.

Con inextinguible llama de misticismo vivía en el corazón de Carmen el amor á Dios.

III

Al ver la negra lápida del nicho sobre la que se destacaba en letras de oro el nombre de Luis, Carmen, sollozante, tuvo que apoyar sus manos en la pared de la galería, para no caerse.

Pasada aquella amargura, encontró algo de bienestar al verse en la ciudad de los muertos, tan solitaria, tan triste y callada.

Carmen rezaba, y el rezo suyo fué interrumpido por la presencia de un caballero que se quedó parado á corta distancia de la joven. Volvió ésta los ojos hacia el visitante, y vió que, descubriéndose, rezaba.

A aquella primera visita al cementerio, se sucedieron otras muchas Carmen iba casi á diario á visitar á su Luis; le llevaba flores y oraciones, las únicas ofrendas que pueden hacerse á los muertos.

Carmen reparó muchas veces en aquel caballero enlutado, joven y no mal parecido, que como ella también tenía un sér amado á quien llevar llores y plegarias.

Nunca se cruzó entre ambos una palabra; una leve inclinación de cabeza bastaba para cumplir con las reglas de la cortesía.

Así las cosas, transcurrieron dos años.

IV

Nunca la naturaleza se mostró más llena de vida, ni nunca como en aquella tarde estival el sol besó tan ardorosamente el campo, ni las flores exhalaron más penetrantes aromas, ni en los átomos invisibles del aire pareció vibrar más lánguida y acariciadora la palabra «amor».

Todo en derredor empujaba á aquel hombre y á aquella mujer á amar la existencia, á despertar en ellos la pasión dormida.

Miráronse ambos á los ojos, y en ellos flameó el deseo de amarse que resecaba sus cuerpos como el sol resecaba los campos que bordeaban el camino.

Se estrecharon las manos y suspiraron.

—Nena mía, ¡qué felices somos!

—Muchísimo, Alfredo mío, muchísimo.

Volvieron á suspirar y miráronse con apasionamiento.

Caminaron buen trecho silenciosos y como ensimismados en su cariño.

Los ojos de la mujer tenían lágrimas.

—¿Qué te sucede, Carmen? —pregunto con inquietud el hombre.

—No nada. ¡Perdóname!... Pensaba en... ya sabes...

—¿En... “él”... verdad? —tartamudeó Alfredo.

—Sí... y tú, ¿no recuerdas a «ella»?... —le preguntó Carmen con mimosa reconvención.

—Oye, nena... Aquello me parece un sueño... La amaba mucho; mejor, creí amarla... Pero... ¡no tengas celos de una muerta!... A ti, á ti sólo he amado en mi vida.. Te vi tan triste, tan amante, tan fiel á la memoria de «él», que me sentí conmovido y anhele vivir para verte... ¡Nada más que verte! Ninguna idea bastarda se despertó en mí.. Llegué á olvidar mis propios dolores.. Eras mi ángel de paz, la que sólo con su presencia embellecía mi camino árido y sombrío... La tarde que no te veía consagrada á tu culto de amar á un muerto, no sabía rezar; estúpidamente miraba la lápida de «él» como si escuchara oir una voz que me dijese: «¡Espera!» Sin la feliz casualidad de aquella tarde en que la lluvia nos hizo refugiarnos á los dos en un mismo sitio, no nos habríamos hablado nunca, porque tenía por profanación hablarte, interrumpir tu oración... Te hablé y tu acento resonó aquí dentro de mi alma como jamás resonó ninguna voz... ¡Nena mía!... ¡Amémonos: esa es la vida!...

—Es un egoísmo —suspiró Carmen— pero... ¡amémonos!..

Y bañados los ojos en lágrimas miró al cielo, al cielo que por su transparencia parecía de cristal azul.

Como una plegaria, balbuceó:

—¡Luis, perdóname! ¡Me falta fortaleza!... ¡Soy una mala mujer!... Aquel sueno era una profecía... Me ha faltado valor para resistir, para luchar contra el enemigo... ¡Y he caído en sus brazos! Y volviéndose hacia Alfredo le dijo mirándole con pasión infinita:

—Oye, es un crimen amarnos... Debimos consagrar nuestras vidas á la memoria de los nuestros; pero ya que somos cobardes para vencer al corazón, amémonos mucho, ¡muchísimo! ¡Si ellos no nos perdonan, nos perdonará Dios!...


Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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