El Momento Oportuno

Alejandro Larrubiera


Cuento


El excelentísimo señor D. Quintilio Azara del Valle, experimentó la más dolorosa de las sorpresas al «encontrarse» viejo, y sin haber realizado ninguna de las tres cosas que, según un proverbio oriental, ha de ejecutar el hombre, si quiere que su paso por este valle de lágrimas sea meritorio: plantar un árbol, publicar un libro ó tener un hijo.

¿Un hijo?... Por tenerle sería capaz del más estupendo de los sacrificios, ¡hasta olvidarse de que era millonario y que por serlo había consumido lo mejor y más florido de su existencia! De pobre abogadillo provinciano, llegó á ser, á fuerza de paciencia y de astucia, de humillaciones y de padecimientos, un Creso de la Banca, senador vitalicio, un personaje en fin. ¿Y para qué todo este oro y todos estos esplendores suyos?... Para encontrarse en los linderos de la vejez sin haber recibido lo que tantos y tantos pobrecitos hombres reciben en el propio hogar: besos de mujer y caricias de niño.

Acuciado por el loable propósito de ser pater familias, lanzóse denodadamente el excelentísimo señor en busca de esposa, sin que en este negocio, el más arduo y peligroso de cuantos hubo de emprender en su dilatado vivir, pesara las ventajas ni los inconvenientes. Como náufrago que sólo ve su salvación en alcanzar el madero que flota en el tumultuoso mar, así D. Quintilio, en el mar de la vida, trataba de asirse al matrimonio como á un leño salvador.

No es cosa que asombre el que su excelencia encontrase, á las primeras de cambio, una colaboradora para la magna y retardada empresa que quería acometer. Y tampoco hay para qué sonreírse maliciosamente si se afirma que la novia era joven, guapa, cariñosa, de conducta intachable y de una familia de las más linajudas madrileñas. ¡Así contara tantas talegas como blasones!

Fué la boda, por su fastuosidad, como las de encanto que se refieren en los cuentos de hadas. Don Quintilio, en aquel día memorable, gozó lo que en diez lustros no había gozado. Temblaba de emoción, y su dicha sería colmada si no pensase, suspirando, que aquel acto trascendental debía haberlo realizado cuando no necesitaba encasquetarse un «bisoñé» para ocultar la escandalosa calva. Pero, aparte esta reflexión retrospectiva, su excelencia considerábase el más feliz de los mortales.

Y para serlo indefinidamente —que el hombre es de sobra ambicioso— determinó liquidar su casa de banca, no parecer por el Senado, ni meterse en más negocios. Todo el tiempo antojábasele corto para emplearlo en la prosecución de su más caro ideal.

¡Oh, Lucina! La más irónica y cruel de las deidades, que así te burlas de los pobres hombres que, anhelosos, te ruegan seas propicia á sus designios de hacerlos padres, cuando se ven calvos y con patas de gallo, ridículas manifestaciones de decrepitud.

¡Oh, Lucina! Tú dejaste transcurrir uno, dos y tres años sin dar señales visibles de haber atendido la férvida demanda. Y si es cierto que la luna de miel dura lo que tarda en aparecer en escena el primer rorro, luna de miel tendrían para rato los señores de Azara.

Desconsolado D. Quintilio, desconsolada su señora, decidieron acudir á los medios á que en caso parecido acuden todos los matrimonios ricos ganosos de fruto de bendición. Consultaron en primer término con los médicos más caros, que son los más eminentes, y todos los consultados, después de profundas meditaciones, convinieron en que podría ser un hecho felicísimo lo que justamente pretendían los esposos. Y unos doctores aconsejaron los baños para doña Encarnación; baños, como es de suponer, á cientos de leguas de España, que, cuanto más lejanos, más eficaces; otros, recetaron al marido una porción de específicos de nombres enrevesados, pero de resultados maravillosos; quiénes, afirmaron gravemente que la Naturaleza, dormida, despertaría para cumplir sus fines cuando menos se lo pensara el matrimonio; quién, en fin, habló de la Calipedia, ciencia prodigiosa que los sabihondos de hogaño tachan de quimérica.

—¡Ah, señores! —exclamó el erudito y «calipédico» doctor, no se sabe si impulsado del entusiasmo ó por sutilísima ironía— si esa ciencia se practicase tal como los griegos de Pericles la practicaban, la Humanidad alcanzaría la suma perfección física como hubo de alcanzarla el pueblo heleno: las mujeres serían unas Venus y los hombres unos Apolos.

Don Quintilio, que no sabía palabra de tan extraordinaria ciencia, en cuanto regresó á casa, buscó en un diccionario su descripción, y al conocerla, sonrióse entre desdeñoso y amargo. ¡No! El no pretendía crear una Venus ni un Apolo: era más modesto en sus aspiraciones escultóricas. Con que hubiera un hijo, como lo son casi todos los hijos, se conformaba.

Don Quintilio y señora rodaron por el mundo en busca de aguas milagrosas para el delicado menester que perseguían; hicieron píos votos á los santos de todas las ermitas, iglesias y catedrales que encontraban al paso en su peregrinación... por el hijo. Don Quintilio empeoró de la dispepsia que padecía á fuerza de tragar pócimas, píldoras y sellos, convirtiendo su estómago en almacén de farmacéutico rico.

El buen señor, desesperado con la solución negativa de su empeño en alcanzar una paternidad, de que tan pródigamente gozan millones de seres que no van de la Ceca á la Meca, ni visitan santuarios, ni importunan eminencias, acudió como un pobrecito hombre á los aparatosos antros en donde explotan la humana credulidad, á ciencia y paciencia de la civilizada Europa, cartománticos, hechiceros, brujos y adivinadores.

Después de soltar un puñado de pesetas y de practicar con la misma fe que zafia maritornes las estúpidas maniobras que para el logro de sus propósitos le ordenaba la taifa aquella de engañabobos, advertía, corrido de vergüenza, que todo era falsedad y mentira. ¡Y el hijo sin parecer!

Como último y desesperado intento, dirigióse, en Alemania, casa de un famoso doctor que aseguraba, en anuncios escandalosamente laudatorios, haber inventado un anillo magnético, con el cual podía alcanzarse la edad de Matusalén, sin padecer jamás dolencia alguna. Garantizaba el inventor —esto le llegó á lo vivo al señor Azara del Valle— que, con su anillo, se prolongaban las fuerzas físicas hasta el punto de que un nonagenario podía competir ventajosamente con un hombre de treinta abriles. El autor del portentoso anillo, al enterarse de la solicitud de D. Quintilio, le reconoció cachazudamente. Terminado el examen, vino á decirle, sobre poco más ó menos:

—¡Oh, señor! ¡Tarde acudís á mi ciencia! Nada en el mundo puede devolveros las energías precisas para conseguir lo que os proponéis... ¡Es demasiado tarde!...

—Pero, la virtud de vuestro invento —replicó desolado su excelencia.

—¡Oh, señor! Mi maravilloso invento no tiene la suficiente virtud para convertir en papá á todo el que lo desea.

—Pero usted, doctor, afirma que con él, un hombre de noventa años...

—Paradoja, señor, pura paradoja, con la que pretendo llamar la atención del público...

—Es decir que no debo tener ya ninguna esperanza...

—¡Ninguna! Para ser papá, como para todo, hay que aprovechar el momento oportuno, según dijo uno de los siete sabios de Grecia...¡Habéis dejado pasar la oportunidad... hace lo menos veinte años!

—Verdad, doctor —afirmó suspirando tristemente D. Quintilio al ver desvanecido para siempre su más caro ideal.— ¡Hace veinte años!...


Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
Leído 4 veces.