I
Encanto de los ojos era Dolores, que no parece sino que la Naturaleza quiso con ella dar un mentís á las más hermosas creaciones artísticas. Era la muchacha de las de rompe y rasga, y si en sus pupilas relampagueaba el odio era como destello de puñal que ciega y atemoriza; en cambio, si amante entornaba los párpados, un pecho de roca se extremecería dulcemente conmovido.
Y como no eran de roca los de quienes tal belleza admiraban, á los ojos de chicos y grandes subíase á llamaradas el gozo y traducíase la admiración en exclamaciones, finas las menos, groseras las más, en todas se encerraba un deseo pecaminoso.
Altiva como una reina, sin hacer caso de los murmullos de entusiasmo que a su paso producía, como á través de las hojas de los árboles produce múltiple susurro el aire, iba Lola al obrador; que la chica era planchadora de oficio, aunque por su hermosura mereciera ser princesa.
Inclinado el ondulante y escultural busto sobre el niveo lienzo que recubría la tabla, roja la faz, brillantes los ojos, aprisionada la plancha por sus manos de duquesa, Lola pasábase el dia sacando brillo á las camisolas, y entre planchazo y planchazo, si no seguía el palique con las compañeras, continuaba el canto; el más popular y de moda, el más chulo y picante.
La tienda era como ermita en despoblado, que todo el que pasa se detiene á contemplar la vera effigies del santo milagroso: no había varón barbado ó sin barbas, que no pegase las narices al cristal del escaparate y se quedara como embobalicado en la contemplación de tan lindos perfiles, empleados en labor tan prosaica.
Había quien apretaba el paso, como el que rehuye un peligro; había quien, menos cauto, se paraba en firme, y, después de hacer visajes y gestos admirativos, que le valían chistes por parte de las planchadoras, esperaba á la salida del obrador á la ciudadanita, y he aquí que cuando ésta aparecía en la calle con el pañuelo de seda rojo y el mantón de lana color ceniza encubriendo el tentador cuerpo, el Tenorio sentíase turulato, y si osaba pegarse á las faldas y mosconear simplezas, cosechaba al vuelo una de calabazas que habría para proveer á todas las confiterías de la Península: que así era Lola de espléndida en el dar y franca en el trato cuando la incógnita del amor le salía al encuentro; las mieles de sus labios de cereza trocábanse en hieles, y destrozaba con una risa ó un chiste el sensible corazón del que á la zaga iba detrás del suyo.
II
Al mirar á aquel hombre que tembloroso le pedía correspondiese á su cariño, Lola experimentó una sensación para ella desconocida, mezcla de complacencía y temor; un dulce ahogo que destruía las frases de replica y le empujaba á decir que si á aquel sumiso pretendiente.
Justo —llamábase así el héroe— sujetó con las cadenas del cariño el corazón de Lola.
Todas las noches, á la salida del obrador, se veían ambos novios: se daban las manos, estrechándoselas mutuamente, y, luego, despacito, hablándose á media voz, iban calle arriba; él le pintaba su anhelo amoroso, así, á su modo, con mucho sentimiento y poca retórica, que no es obligación en un carpintero la de saber adornar las frases como un Dante; pero la frase salía de los labios, nacida de lo más hondo. No había más que fijarse en las pupilas del muchacho, incendiadas por la pasión, fijas en el rostro de Lola que, confiada y feliz, dejaba asomar á sus luminares todo lo que sentía en aquellas ratos de palique.
—«Cuando nos casemos...»
Era la frase eterna de ambos, la que resumía todos sus ideales, toda su felicidad para lo porvenir. Acompañaban la frase con un suspiro, y se miraban ansiosos, llenos de rubor.
Y sin saber cómo, sus manos se entrelazaban de manera misteriosa, á hurtadillas de los transeúntes, que no reparaban en que la felicidad cruzaba á su lado, encarnada en aquella airosa mujer de pañuelo á la cabeza y en aquel modesto obrero.
Los domingos encontraban diversión toda la tarde encerrándose en un café, y allí, muy cerca uno del otro, se amaban mirándose más á su sabor, diciéndose mil ternuras y mil bobadas, emborrachábanse de pasión; y ya encendidos los faroles, regresaban á sus casas, lamentándose por el camino de que los días de fiesta durasen tan poco.
Para Lola, el amor aquel suyo era agua en boca de un sediento; bebía sin límites y sin cuidarse del hartazgo.
Siempre pensaba en Justo.
Y le reconocía cualidades y condiciones dignas de la epopeya. Justo era el mejor, el más guapo, el más valiente y cariñoso de los hombres. ¡Ningún cantor de Grecia pintó con mayor entusiasmo á Aquiles que aquella muchacha á su novio!
Le quería como quieren las mujeres del pueblo, con toda su alma; y para él tenía caricias y ternuras sin cuento, impropias de su educación y estofa... Al pensar que cualquiera otra mujer podía cautivar á aquel que ella hacia suyo con todos los egoísmos de la pasión, sentía mortal congoja, y una oleada de fuego inundaba su organismo.
III
¡Lástima grande que la hebra de oro que ata los corazones sea tan sutil que se rompa al menor esfuerzo, y lástima grande que el amor sea muchas veces vencido por ese otro propio, hijo en muchos casos de la soberbia!
El gran cariño que los héroes de este lance novelesco se tenían, deshízose como sal en el agua, amargándola; deshízose por una niñada, por un empeño fútil, por cuestión de amor propio, por prurito de mujer que, escudándose en la terquedad, quiere ser vencedora, no vencida. Una nube, sin consecuencias al parecer, pero que fué en este cielo amoroso nubarrón lleno de electricidad, que descargó en torrentes de lágrimas por parte de la mujer, en imprecaciones por parte del hombre, que á toda costa quería hacerse valer como tal.
—¡No la volveré á ver más!—se juró él.
—¡Le olvidaré!—se dijo ella.
Y se separaron, deshecho el corazón, pero con el gesto de la altivez el uno, con la sonrisa del desprecio la otra, pensando cada cual en que volvería el que jurara no volver.
Esperaba Justo que Lola le escribiría; confiaba ésta en que Justo iría á su encuentro; y en parecidas esperanzas pasó el tiempo.
Amor en casos tales, es fantasma que lo llena todo de pavor y sombra, desaparece pronto y deja en torno suyo un vago recuerdo tan melancólico, como atardecer de invierno á orilla del mar.
Guiada por el despecho, Lola aceptó el cariño del primer hombre que se le ofreció, sin preguntarle quién era, ni el móvil que le guiaba, ni tampoco le preocupó el no sentir hacia el nuevo adorador nada de lo que la llevara á aceptar á Justo. Le bastaba el que fuera otro hombre el que la vengara inconscientemente del despecho sufrido.
Y con el nuevo galán extremó las mimoserias y... acabó por amarle como amó á Justo; misterio este psicológico que nadie podrá explicar, pero que en la vida se repite con harta frecuencia.
IV
La casualidad quiso que Lola y Justo se encontraran en la calle.
Al reconocerse, ambos palidecieron.
Justo fué el primero que rompió el silencio.
—Tenemos que hablar, Lola.
—¡De nada! Todo acabó entre nosotros —indicó la aludida, terciándose arrogantemente el mantón que envolvía su cuerpo.
—¡Escucha! —suplicó el joven.
—¡Bastante te he escuchado otras veces! —volvió á replicar Lola.
—¡Te ha de pesar! —rugió el hombre.
—¡Ay, qué susto! —exclamó la moza con acento de burla, alejándose.
«Él» se quedó parado en medio de la acera. Con los ojos inyectados y un temblorco en todo el cuerpo, como jamás sintiera, vió alejarse á la mujer de sus amores; lágrimas de rabia hiciéronle ver todo nubloso: aún resonaba en sus oídos el sarcasmo último.
Una idea horrible, que germinaba en su mente, le dió escalofrío.
—¡Antes que de otro, la mato!
* * *
Fué la persecución tenaz, loco el empeño; guiaba el ánimo la
venganza por el insulto recibido. La vista de Lola vino á exhumar el
amor suyo, que cobraba más vida, mayor intensidad que nunca. Lo que
Justo creía muerto para siempre, resucitaba ahora con delirios y deseos
jamás sentidos. Odiaba y adoraba: sentía celos horrorosos y pegábase á
la mujer como si fuera su sombra: una sombra medrosa que extremecía á
Lola.
Agradecía ésta que en aquellos días no estuviera en la corte su nuevo adorado... ¡Quién sabe lo que podría suceder á encontrarse los rivales!...
—¡Déjame en paz, Justo! —le decía con acento de rabia.
—¡No! ¡Tienes que volver á ser mi novia! —repetía él con terquedad de maniaco, acercándose aún más á la muchacha que, con gesto de miedo y asco, le rehuía, achocándose materialmente á las fachadas de los edificios que formaban á todo lo largo de la acera.
—¡Vete, por Dios! —volvía á suplicarle con los ojos llenos de lágrimas.
Y como suprema razón, con la voz afónica, le decía:
—¡Todo ha terminado entre nosotros!... ¡No soy nada tuyo!...
V
Una tarde, la más espléndida y perfumada de las tardes de primavera, antes que el sol traspusiera el horizonte, salió Dolores del obrador, y allí, cerca de la puerta, se encontraba al acecho Justo, tembloroso, con las manos metidas en los bolsillos de la americana. La palidez de su rostro contrastaba con la blancura del cuello de su camisa. Venía vestido como en los días de fiesta, cuando iba con su novia.
—¡Lola! —dijo con acento intraducibie, cerrándole el paso.
La joven se quedó parada, sin saber qué decir: en sus ojos se leía el miedo.
—¡Lola! —insistió Justo, avanzando su rostro de muerto hacia el de su ex-novia.
—¡Qué! ¿Vas á comerme?
—Por última vez, Lola, ¿me quieres?
—¡No!
—Piénsalo bien.
—Lo tengo pensado
—Mira que vas á ser causa de la perdición de los dos.
—Aunque lo sea.
—Por última vez...
—¡Te digo que no!... ¡Nunca!... Antes seré una de esas mujeres... ¡Retírate!... Me das asco... ¡Déjame pasar, ó pido socorro!...
E intentó desviar á Justo.
Este, impasible, murmuró:
—¿Tú lo quieres?... ¡Sea!
En su diestra brilló un revólver... Sonó una detonación y un grito, luego otra detonación.
* * *
Una porción de curiosos rodeaba el trecho de acera en donde
agonizaban un hombre y una mujer: el hombre tenía los brazos extendidos
hacia la mujer: en su rostro había una sonrisa de triunfo. La mujer
conservaba aún la mueca de espanto en su faz lívida.
En el corro, la mayoría de los curiosos, comentaban á su capricho lo acaecido: en la primera fila reinaba lúgubre silencio; había quien tenía los ojos empañados por las lágrimas; quien volvía la cara con terror.
Ya era noche cuando llegó el Juzgado.
La luna enviaba sus rayos á la casa á cuyo pie yacían los cadáveres... Alumbraba fuertemente el enjabelgado rojo de la fachada, arrancaba destellos de plata á la cristalería del balconaje, pero no tocaba su luz el trozo de acera que sirvió de escenario al final dramático.
Diñase que la melancólica luz del satélite no quería ahuyentar las sombras que envolvían á aquel amor muerto.