Era un ente extraño y estrambótico el vecino de la boardilla. Vivía en ella completamente solo, y, a no ser por la portera (unico ejemplar de la especie humana con el cual se comunicaba), tomárase a D. Miguel por uno de esos filósofos recalcitrantes que odian al prójimo y viven y mueren en el mundo como plantas parásitas.
D. Miguel vivía como el caracol, siempre metido en su concha, y solo se permitía el exceso de salir de ella una voz al mes.
Cosa extraña era, a la verdad, tal régimen, y mas extraña era la catadura que ofrecía el dicho inquilino cuando salía a la calle a hacer su visita mensual.
Y si extrañas eran estas circunstancias, no le iban en zaga los atavíos con que adornaba su escuálida, amojamada y peregrina personalidad.
Eran aquellos unos zapatones de cuero con mas años, acaso, que céntimos tiene una peseta; unos pantalones azules de ancha campana, tan ancha, que se podía tomar muy bien como modelo en tela de la célebre de Toledo; un chaleco con solapas de a tercia; un gabán de color indefinible, largo, ancho y lleno de lamparones; y como remate un sombrero de copa, coetáneo de los zapatos, y todo el lleno de bollos y con el pelo planchado al revés por los anos.
A esto, que le daba aspecto de trapero de tiempos de O’Donnell agréguense una bufanda de lana que D. Miguel malamente se anudaba al cuello, y un bastón, mejor cayado, en que apoyaba su descarnada diestra, y burla burlando hemos dado a conocer los trapitos con que el vecino de la boardilla se emperejilaba para efectuar su excursioncita mensual.
Era también de notar que siempre que regresaba de esta volvía acompañado de un mozo de cuerda que traía a la mano y con sumo cuidado varias cosas de formas y hechuras heterogéneas, muy envueltas en periódicos y atadas con bramantes.
La ociosidad, dicen, es madre de todos los vicios; pero yo tengo que la curiosidad lo es de todas nuestras flaquezas morales.
Y digo esto al tanto de que, no siendo muy amigo de entablar conversación con porteras, decidí preguntar a la mía la vida y milagros del inquilino de la boardilla.
D. Miguel (según la portera, que se precia de saber de todo un poco) era un D. Quijote; pero no como el famoso andariego, desfacedor de entuertos y azote de malandrines. !Quia! D. Miguel hacía quijotadas muy distintas, pero archifenomenales y estupendas, eso si. !Como que se había declarado nada menos que Quijote de las alturas, o, mas propiamente, escudriñador y defensor de las cosas que giran y ruedan en el cosmos! Era aquella la gran chifladura, la non plus de las chifladuras.
—Si viera usted, señorito—decía Isabel,—que chirimbolos tan relucientes, que antojos tan largos y que papeles con colorines usa D. Miguel, se quedaba patidifuso.
Toda la boardilla la tiene llena de esos cachivaches. !Aquello es la mar!
—Y ¿qué hace con ellos?—pregunte.
—Pues mire usted, señorito: en casa anda D. Miguel con una bata negra muy larga y un gorro encarnado que concluye en punta.
—¡Estará guapo!
—Lo que es eso… no; da miedo. Pues bien: D. Miguel, durante el día, se sienta en un butacón delante de una mesa atestada de papeles con números y signos, y desde que se levanta hasta que anochece está dale que dale, echando cuentas y tirando rayas. Hay díia que no come, ni bebe, ni fuma: !tan metido esta en eso de la destronomia!
—¿Astronomía?
—Si, eso es, según el me dice.
—Muy embebido esta en ella cuando tal hace.
—Usted no lo sabe bien: si le salen mal las cuentas se pone furioso, se tira de las barbas, llora como una Magdalena, y se mete en la cama y se arropa en ella, como los niños cuando creen que va a venir el coco, y algunas mañanas, cuando le subo la comida, le he visto así y le he dejado; porque, si no, es capaz de tirarme a la cabeza lo primero que halle a las manos.
—Y ¿qué hace así acostado?
—Yo creí, al principio, que rezaba; pero luego he observado que echa las cuentas de memoria. Y cuando le salen bien estas, !Jesus, Maria y Jose! ¿Usted sabe lo contento que se pone? Como que me abraza y me da una peseta u tres, según lo que lleve en los bolsillos.
—!Que cosa mas original! Y por las noches… ¿se acostara?
—!Quia! No, señor: se las pasa en vela.
Anoche me dio curiosidad de ver lo que hacía, y… !condesines!… toda la santa noche se paso mirando por un antojo.
—¿Anteojo?
—Si, señor; antojo, antiojo o anteojo, no se como se llama: un estrumento que reluce como el oro y se parece a un tubo de cañeria.
—¿Es largo?
—Mas que la paciencia de un pobre; lo menos tiene cuatro varas: ya ve usted.
!Como que sale de la ventana mas de una vara!
—¿Será algún telescopio?
—Eso es mismamente. Pues anoche, a pesar del frío que helaba las narices, don Miguel tuvo abierta la ventana de la boardilla, y el sin quitar ojo a mirar las estrellas con el telespoco ese. A veces se levantaba, iba a la mesa, cogia un compás, luego la pluma, garrapateaba un poco en el papel, y vuelta a mirar.
—!Ese D. Miguel debe de ser un sabio!—exclame admirado.
—!Ya lo creo que si, señorito! Y si le oyera usted hablar de destronomía, astros, planetas, cometas, estrellas, zodiacos, perijiles y apogeos, eclises, y que se yo que mas relación, se quedaba usted bizco.
—Dios no lo permita.
—Vamos, es un decir. Hace dos años, por ahora precisamente, que le dio a don Miguel la manía de salirse al tejado con unos lentes y otros artefatos, y el sereno, al verle, creyó que el diablo habla abandonado el infierno para bajar a la boardilla… y dio parte al ispetor de la secreta, y gracias a que este senor era una persona deslustrada, que, si no, mete al bueno de D. Miguel en chirona. Y mire usted, lo hubiera sentido, porque desde que esta en la casa ya no necesito comprar todos los años, como antes, el Zaragozano, porque el me dice cuando va a llover, cuando va a hacer sol y a soplar el viento y a eclisarse la luna.
Cuando aquello del ciclón, el me lo dijo un mes antes.
—Y ¿por qué no anuncia en los periódicos sus apreciaciones?
—!Ta, ta, ta! Porque hay por ahí muchos envidiosones, y luego, que D. Miguel es muy modesto y no quiere que nadie sepa nada de lo que el hace; que si no fuera así, y a el le diera por figurar, a estas horas estaría de maestro en el Oservatorio.
—Y ese señor no tiene familia? ¿es solo?
— Esta casado y tiene un hijo, pero se ha separado de ellos, porque dice que no le dejaban a sus anchas con su destronomía.
—¿Es rico?
—No, señor; vive del sueldo que cobra como coronel retirado.
—He observado que nunca sale.
—Todos los meses una vez, que es cuando va a cobrar la paga. Y por cierto que mas de la mitad de esta se la gasta en librotes mas grandes que misales y en estrumentos de su arte. !Y le digo a usted, señorito, que el tal D. Miguel es un sabio de los de punta! Pero como es así, tan encogido de genio, no hará carrera en lo poco que le resta de vida.
Aqui terminó su relato la portera, y yo me quede pensativo, exclamando para el cuello de mi camisa:
—¡Que haya todavía Quijotes en el siglo XIX! ¡¡Y Quijotes astronómicos!!
Y, sin embargo, a pesar de hacer tales reflexiones, hoy cada vez que veo al inquilino de la boardilla, siento que mi alma se entristece, porque la chifladura de don Miguel es hermosa y sublime… !que se yo!… pero la ciencia en manos de tal es tan desdichada como puede serlo una rosa en las manos de una coqueta.