El Recuerdo del Tirano

Alejandro Larrubiera


Cuento



I

La mesnada de Juan León tenía algo del huracán: arrollaba cuanto á su paso se oponía.

Era el caudillo un hombre ambicioso y cruel: su pecho era más duro que la peña: su cabezal era de hierro. Y es claro, las cabezas de hierro no sienten.

Armado de todas armas, caballero en brioso alazán, el cuerpo encerrado en las duras planchas de la armadura tinta en sangre de cien peleas, al frente de sus parciales —un puñado de aventureros, buitres humanos, ávidos de sangre y de oro— Juan León apareció una tarde á la entrada del valle; un valle de la montaña, cubierta su extensa vega de maizales, cuajados de verdes mazorcas. El cierzo hacía balancear los tallos, arrancándoles un suave y prolongado quejido.

El sol poniente besaba con tibia y dorada luz las casucas de las aldeas y arrancaba luminosos destellos á los campanarios de las iglesias; los badajos golpeaban melancólicamente las metálicas paredes de las esquilas y campanillos, y en el aire resonaban las notas del Agnus Dei y el chirrido de las carretas perezosamente arrastradas por los bueyes. Algunos aldeanos cruzaban los senderos de la vega, al hombro el dalle y en la boca una canción de triste cadencia como lo son todos los cantos formados por la musa popular de la montaña.

Al pie de unos nogales hicieron alto aquellos guerreros.

Juan León dirigió una codiciosa mirada al valle y pensó en voz alta:

—¡Esta tierra ha de ser nuestra!

—Lo será—afirmó con fe ciega el que hacia las veces de lugarteniente.

II

¡Lo fue!...

La tropa de Juan León se apoderó por sorpresa del valle.

Donde jamás resonaron otros silbidos que los de los montañeses llamando á sus bueyes, silbaron las flechas. Ante el peligro, reuniéronse al toque de somatén de los concejos todos los hombres hábiles de la comarca. Bajaron al valle, en pelotón, armados de hoces, de palas y picos, con hondas y guijarros. Sin guía ni jefe, sólo en el pecho de cada cual la rabiosa indignación del que se ve desposeído de lo que más ama, arrojáronse bravamente á la pelea contra aquellos guerreros que tenían por divisa: «Luchar y vencer».

El combate duró poco: se hizo cuerpo á cuerpo; rugían los unos, blasfemaban los otros; las mujeres, en lo alto de los montes, lloraban; los viejos, con la cabeza caída al pecho, temblaban; todo era espanto.

Los más valientes cayeron regando con su sangre la tierra que les pertenecía, los más cobardes se entregaron sin resistencia; las mujeres y los ancíanos, dócil rebaño, siguieron al triunfador, inconmovible á las plañideras lamentaciones de los pusilánimes vencidos.

La chusma guerrera entregóse al pillaje: saqueó los concejos, violó á las doncellas, martirizó á los niños, incendió las casas; de tan grosera crueldad padeció siempre el ánimo guerrero en su embriaguez de triunfo.

III

En una meseta del monte, desde donde se dominaba todo el valle, quiso Juan León perpetuar su hazaña de latrocinio, levantando soberbia mansión feudal.

Arrancáronse de cuajo los árboles seculares de la meseta y las matas de florecillas y pensamientos que la tapizaban, regia alfombra de múltiples colores, y andando el tiempo, elevóse, tan altivo y duro como su dueño, un hermoso castillo de piedra, y en donde antes azotaba el aire las cimas de robles centenarios, azotaba ahora las cimeras de los cascos de la gente de guardia en las almenas y torreones.

Harto de guerrear, cansado por los años, como pantera ahita aue se guarece en su cubil, así Juan León encerróse en su fortaleza, y cual ánima en pena vagaba de un lado para otro del amurallado recinto.

De día en día la faz de Juan León iba ensombreciéndose más y más. El tedio le devoraba. Las canosas barbas se ensortijaban desmañadamente; el tronco, antes robusto, se encorvaba: le iban faltando las fuerzas, casi no podía ya alzar un lanzón el que en la corte gozó fama de diestro y forzudo.

Solo, sin afecciones de familia, más huraño, más feroz que nunca, Juan León miraba á su derredor con medrosa insistencia, como si en el aire columbrara la sombra de un enemigo. Hostil, refunfuñando una maldición, dirigíase á la azotea del castillo, y allí, apoyados los codos en la rasante de una barbacana sumíase en muda contemplación. La melancolía del paisaje aumentaba la negrura de su tristeza. En los helados días de invierno, la niebla que descendía de las montañas, le hacía extremecer de frío, pero se regocijaba á la vista de aquellos tules blanquecinos que todo lo envolvían: la niebla le recordaba su edad pasada, la nube de polvo que en los combates ciega hasta arrancar lágrimas.

Las noches de tormenta, aquel gran decrépito extremecíase de gozo, y abandonando los ensamblados aposentos, íbase á la torre, y, allí, extático, con los brazos cruzados al pecho y la mirada fija, veía abrirse las negruras del horizonte, arrojando á la tierra en culebreante vertiginosidad lumínica el rayo, y sin que los relámpagos que iluminaban con deslumbradora y rápida los fosforescencia la atmósfera, le hicieran cerrar los párpados. El tableteo del trueno era para él deliciosa algarabía de victoria guerrera. Bien podían los medrosos vasallos arrebujarse con las ropas de la cama para no escuchar el fragor tempestuoso; su amo y señor, como el espíritu del mal, permanecía de pie en lo más alto del castillo, sombrío vigía del valle, con los brazos cruzados al pecho, la vista de águila sondando la inmensidad, mientras que el viento huracanado soplaba reciamente, silbando hórrido por entre el bosque, haciendo estrellar unas contra otras las cimas de los árboles brutalmente sacudidas, batiendo con furia las paredes del castillo y azotando de continuo los canosos mechones de la cabellera del castellano y los enmarañados hilos de su luenga barba. Mientras, la lluvia torrencial caía sobre el valle y empapaba la negra túnica de Juan León,

El tiempo deslizábase monótono en el interior del castillo. La gente de armas ejercitábase en sus interminables ocios en la caza; los más jóvenes abandonaban ésta por el amor; un amor salvaje, que no respetaba nada y era conquistado por la fuerza, amparado por el señor feudal, propicio siempre á perdonar los crímenes que pudieran cometer sus pecheros; los más viejos jugaban á los dados, y muchas veces el puñal intercedía en favor de alguna jugada malamente hecha al agitar el cubilete.

IV

El hastio determinó en Juan León una ansia horrible; tiranizó á sus vasallos hasta el punto de que todos, cuando veían cruzar a su señor por el valle, temblaban de espanto, barboteando contra él una maldición.

En pasados tiempos gozó la comarca de una paz octaviana; ahora veíase agitada, convulsa, como víctima aherrojada sobre la cual pendiera un hacha pronta á herir. Impuestos onerosos, vejaciones crueles, tremendos castigos; no había mujer segura de su honra ni hombre libre; muchos días amanecieron colgados de las almenas algunos pobres diablos que no cometieron otro delito que el de cruzar alguna tierra, propiedad del señorío.

Así transcurrieron los años.

Juan León extremaba infernalmente con los pobres vasallos sus instintos de hiena; el terror atajaba en todos los labios la censura y paralizaba los medios de defensa. Era el lobo hambriento que exterminaba á su sabor en el aprisco á un rebaño de borregos.

Juan León, al presentir cercana la muerte, tuvo un extraordinario prurito; quiso antes de abandonar el mundo, dejar en él un recuerdo que perpetuase su memoria, y a este fin dedicó sus postreras energías; dióse á discurrir de qué forma legaría su nombre, y después de mucho pensarlo advirtió que Nerón lo legó por sus horripilantes fechorías... ¡Ahí Si él en lugar de ser amo de miserables aldeas lo hubiera sido de Roma, seguramente que plagiaría al hijo de Agripina incendiando la Ciudad Santa.


* * *


De todos los ámbitos del valle subía al cielo en son de súplica un gran clamoreo. Los horrores del tirano habían llegado al summum de crueldad.

«El diablo se había personificado en Juan León.»

Esto es lo que murmuraban con la boca pegada al oido los infortunados montañeses.

V

Juan León se acostó en su espléndido lecho, para no levantarse más.

El tirano estaba herido de muerte.

Un abad, viejecito, con cara de cera, rugosa, auiliaba espiritualmente al señor feudal en su agonía.

—Di, padre —preguntó el enfermo fijando en el monje sus ojos casi vidriados— ¿crees tú que después de muerto se acordarán de mí?...

—Sí; por el daño que has cometido.

Una sonrisa de satisfacción se dibujó en la descarnada fisonomía del castellano.

—¿Es decir que lo que tú llamas mis maldades harán para siempre famoso mi nombre?...

—¿Para siempre?... ¡No! El recuerdo del mal pasa. Solo el del bien es perdurable.

—¡Bah! —replicó despreciativamente Juan León.— Eres un pobre hombre, padre.

—Respétame en tu hora postrera y atiende, hijo —indicó con mansa y dulce voz el padre.— A los que en el mundo hicieron mucho bien se los recuerda siempre y pasa su nombre de generación en generación... El árbol sano que presta al caminante su sombra, es recordado por éste con agradecimiento. El árbol podrido, cuyo tronco corroen los gusanos, aleja al viandante.

Hizo una pausa corta y prosiguió:

—Tu soberbia, tas crímenes, rodearán tu nombre de sangrienta aureola que se extinguirá pronto... Si alguien te recuerda, será con la misma repugnancia que el caminante al árbol desprovisto de ramaje, cuajado de gusanos.

Más duran las llores del campo, humildes, que el nombre de los príncipes de la tierra. Estos quedan convertidos para siempre en polvo; aquéllas, por el contrario, todos los años se renuevan y todos los años lucen sus galas y perfuman el ambiente...

VI

Cientos de años han transcurrido.

El castillo feudal ha desaparecido y el nombre de Juan León nadie lo recuerda, ni nadie, en fin, sabe siquiera su existencia.

En cambio, en la meseta cuajada de árboles, de florecillas y pensamientos, destruidos para levantar el soberbio castillo del tirano, brotan hoy día nuevos árboles, nuevas florecillas y nuevos pensamientos de variados matices que suavemente se extremecen al ser besados por las brisas primaverales...


Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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