El Tejado

Alejandro Larrubiera


Cuento


Corrían los tiempos, ya tan lejanos, en los que aun España se permitía los lujos de tener virreyes en la Argentina, Perú y Méjico, y los españoles, en sus gavetas, peluconas con la vera efigies de los Filipos y de los Carolus.

La Montaña aun no había sido horadada para dar paso al tren, ni corrían los rieles de las vías férreas por el fondo de los valles, ni se agujereaban, despiadadamente, los montes para la extracción del mineral, ni los montañeses leían periódicos, bien es verdad que no los había, y aun cuando los hubiese habido, faltarían los lectores, porque era como buscar agujas en un pajar encontrar persona á la que no le estorbase lo negro.

Con lo cual dicho queda que reinaba una paz encantadora en estos valles que parecen la realización del sueño de un gran poeta.

Rompió la monotonía y turbó la calma patriarcal de la aldea la llegada de Felipón de la Castañera, que, al declinar de su vida, volvía de Indias después de medio siglo de ausencia.

¡Y cómo volvía el Sr. D. Felipe! Delgado y paliduco como un cirio tronchado, porque el peso de los años, ó el de las pesadumbres, ó lo uno y lo otro, de consuno, obligábanle á encorvarse de un modo harto visible en un hombre que medía de alto dos varas de Castilla: de su estatura vínole desde chico lo de llamarle «Celipón».

Humor traíalo, pero endiabladamente triste é irascible, contrastando cómicamente con su hablar atiplado y meloso á la americana: enfurecíase por nada, y cuanta más lumbre ponía la ira en sus ojos y más recio pateaba, más ganas de reir producía oirle despotricar con su vocecita de madama, soltando unas palabrotas muy en su punto para atemorizar negros en el nuevo mundo, que no cristianos en el viejo.

Debía de padecer horrorosamente del hígado, y de seguro su cuerpo era almacén de bilis al por mayor: tal su cara de maíz reseco; tal su carácter atrabiliario.

Tío Sarín, alcalde pedáneo; Luco, el de Granda, el tabernero (que, á pesar de la pureza de costumbres, rendíase en el pueblo culto á Baco, remembranza ancestral muy disculpable), y Colás, el de Villasuso, herrero y filósofo, todo en una pieza, los tres sabihondos del humilde Concejo, como muy en autos de lo que decían, noticiaron á sus convecinos, el día mismo en que llegó Felipón de la Castañera, cosas que les hicieron abrir la boca un palmo, que es la medida asignada al asombro máximo.

Los tres próceres del lugar aseguraban, como un solo hombre, que el tal D. Felipe, que de chico marchó á América descalzo y con los pantalones agujereados en salva sea la parte, retornaba hecho un indianote, así, como suena: tanto oro había ganado, que fletó un barco para traerlo; las cajas con tal cosecha metálica, ya llegarían á su hora.

No había esperanza de que D. Felipe cometiese la tontería en la que caen casi todos los que tornan de Indias solteros y cargados de años, casarse con moza tempranera del lugar: por este lado, podían dormir tranquilas las cinco ó seis muchachas que se encontraban en el Concejo en estado de merecer.

—El indiano —sentenciaba el herrero filósofo, al dar la noticia— está en sus cabales, porque nada hay más redículo que viejo casado con mozuca.

—¿Y á qué viene enestonces? —preguntaban, un tanto despechadas, las mozas y las madres de las mozas.

—Viene á darse güeña vida, nada más, que no es poco, hijucas. Y á hacerse una casa toa de piedra, y con una cosa que, según dice el don Celipe, no la tendrá ninguna otra casa en el mundo.

—¿Y qué es ello?...

—Ya, ya se lo himos preguntao: al prencipio de frente, y luego con arrodeos é indirectas... No ha querío franquearse á nosotros: ati cuenta que ya lo sabremos, si no espichamos, que too llega, y too se sabe, y vivir pa ver, como decía mi agüela. Ello, según paece, es promesa que hizo al marcharse del pueblo.

—¿Y qué promesa hizo?....

—¡Y dale, que sois tochos!... Yo no sé cuál sería la su promesa, porque, cuando él pasó el charco, era yo chicuco de teta.

—Vamos, ti Colás, no desagere, que ya le andaban enestonces buscándole pa dir á servir al Rey.

—¡Recórcolas! Si Celipón marchó, va pa cincuenta años, y yo tengo cincuenta y dos: niñuco de teta era, como vos digo... Los únicos que lo saben en el pueblo, porque ya eran en aquel tiempo personas de sentío, son ti Fonso, y ti Rumalda, la sorda. Himos preguntao á dambos, y dambos no saben palabra de la tal promesa: ti Fonso, dice que se alcuerda de cuando Celipón partió pa Indias, que ayudaba al su tío Quicón, que ya pudre tierra, en el tejar de la Cotera; pero que no se alcuerda, y es lo que agora venía al caso, de la promesa que hizo... En cuanto á ti Rumalda, ¡los gritos que la himos dao pa que contara lo que pasó!... ¡Pues mesmamente como si hubiéramos gritao á una cajiga!...

Hallábase el lugar muy intrigado con lo que ofrecía poner en su casa el indianote: á medida que las piedras iban dando á la nueva vivienda el aspecto vulgar y corriente de todas las casas montañesas, con gran portalada, escudo espléndido, balcón saledizo y otros arrequives, crecía el desencanto de los curiosos, y acentuábaseles el deseo de averiguar qué pondrían en la casa para que no hubiese ninguna otra parecida en el mundo. ¡Son tan caprichosucos y fantasiosos estos indianos!...

Trazóse la armadura del tejado, y en este punto ocurrieron grandes novedades. Alzáronse, rodeando toda la casa, unos grandes telones de lienzo embreado: llegaron al pueblo tres franchutes (todo extranjero era francés para los indígenas), y hasta una media docena de cajas, no muy grandes, que debían ser de sobra pesadas, porque para cada una empleóse en su transporte una carreta de bueyes. Y los animalitos llegaban á la obra babeando, con la lengua fuera y chorreando agua de cuernos á rabo.


Era un hermoso día de Mayo: el sol lucía en un cielo azul purísimo.

Felipón invitó al pueblo á ir á la cotera: desde tal punto, situado en lo alto de un cerro, en el que aun había restos de un tejar, dominábase todo el valle: el indianote pagaba una merendona á sus convecinos, en albricias de haber terminado su casa, y, principalmente, para demostrarles que era hombre que cumplía sus promesas, aun cuando transcurriese medio siglo desde el momento de formularlas hasta el de su realización.

Á la fiesta asistió todo el pueblo: chicos y grandes, jóvenes y viejos. La merienda fué espléndida, la alegría de los convidados mucha, y mayor aún que la alegría, la curiosidad, porque, desde aquellas alturas, sólo veían los telones que ocultaban la casa.

Al terminar el rústico banquete, D. Felipe levantóse de la fresca yerba, y llevándose á la boca un silbato de plata, dió un silbido estridente y prolongado, que repercutió en todo el valle.

Los curiosos lanzaron un ¡ah! de asombro, y pusiéronse en pie, como movidos por un resorte, al ver que caían á tierra los telones, descubriendo el flamante edificio.

—¡Madre del Señor, la casa está ardiendo! —gritó la mayoría apartando los ojos horrorizados.

—¡No arde, mis hijitos! —protestó con su amadamada vocecilla el indiano, en cuyo rostro había por vez primera, una sonrisa de satisfacción.— Es el sol, ¿saben?, que cae de lleno sobre el tejado, y como las tejas son de oro, ¿estamos?, parece como que arde la casa...

—¿De oro? —preguntaron múltiples voces, voces de sorpresa, de duda.

—De orito de lo fino —afirmó Felipón.— El tejado ese me ha costado unos cuantos miles de pesos, porque las tejas están forradas de oro.

—¿De oro, don Celipe?... —insistió Colás de Villasuso, rascándose la cabeza, como hombre que no se chupa el dedo, ni comulga con ruedas de molino.

—De oro, mi amigo, de oro, aunque le parezca mentira —asintió gravemente el aludido.

Y dirigiéndose á todos continuó, señalando majestuosamente á su finca:

—Al ausentarme de aquí hice la promesa de que, si volvía á la tierruca, había de hacer una casa cubierta de tejas de oro, como no hubiera otra en el mundo... ¡Y ahí está!... ¡Cosa linda, mis hijitos!...


No sólo en el pueblo, sino en todos los aledaños en unas cuantas leguas á la redonda causó enorme sensación el fastuoso capricho del indianote, y en las primeras semanas acudían de todas partes los curiosos para ver tal maravilla.

Desde las cimas de los montes que limitaban el valle, desde los altozanos y alcores, desde cualesquiera de los sitios colocados en un plano superior al que en lo hondo de la cañada servía de asiento á la aldea, veíase el ya famoso tejado que, al pronto, fingía ser una gran llamarada. La ilusión óptica era distinta, según que el sol cayese ele plano sobre el valle ó que á éste alumbrara la luz cruda y blanquecina, tan peculiar de la montaña en esos días en que esconden las nubes al astro rey; en las noches de luna era aun más fantástico el espectáculo al quebrarse los rayos de plata sobre aquellas láminas de oro.

Pasado el asombro al contemplar cosa tan peregrina, no había espectador que no murmurase acerca de tamaño derroche con más ó menos acritud, según el carácter y temperamento del individuo.

Los que más criticaban y zaherían al propietario de tan estupenda novedad eran precisamente sus convecinos, y entre éstos los que protestaban más desaforados y coléricos, tío Sarín, Luco, el de Granda y Colás de Villasuso: los proceres y sabihondos del lugar. Ponían el grito en el cielo; aquello del tejado parecíales un crimen.

—Güeno está —discurrían en su lógica de palurdos— que Celipón pusiera en la su casa un tejado con tejas de lo fino y aun pintaducas de negro, de verde ó de amarillo, de esas que relumbran como si fueran de cristal, por algo fué tejero en las sus mocedades; pero con tejas de oro, vamos, clamaba al cielo, habiendo en la aldea tantos pobretucos que pa mal comer un poco de torta y unos bisanes tenían que echar el alma en la tierra de sol á sol.

Y á este propósito sacaban á relucir todas las miserias del lugar. El tío Pingales, que había tenío que vender el su jato pa pagar la contrebución; la tía Nasia, que, como se le murió el su hombre y estaba imposibilitá por la reuma, pedía limosna; los del solarón: padre, madre, cinco hijos pequeñucos, abuelo y tía, toos lampando de hambre porque la Josticia les había embargao hasta la caldera pa pagar al lagartón de ti Perrucas unos veinticinco doblones que le debían.

Y así, sin número de desventuras que habrían tenido pronto y eficaz remedio con un par de tejas de aquellas.

—Si vos digo —murmuraban sentenciosamente los próceres parlanchines del Concejo— que cosa como la que ha hecho el Celipón es propia de herejes. Porque, ¿pa qué sirve ese oro en el tejao?... Pa ná; pa darle una satisfación de amor propio al indianote, que Dios sabe cómo habrá ganao el su dinero pa hacer de él lo que hace.

Y bajando la voz, gruñían sus aprensiones de que tal vez lo hubiese robado asesinando á algún cristiano.

—Hijucos, es una soberbia que el Siñor castigará al su tiempo, porque no da riquezas á los hombres pa que las empleen en tejaducos de oro, sino en amparar en las sus necesidades al prójimo, sigún rezan los Santos Avangelios.

Todos los de la aldea, desde el alcalde pedáneo al último chicuelo, cuando pasaban por casa de D. Felipón levantaban la vista hacia el tejado, y en sus ojos leíase un deseo irresistible... ¡Si pudieran siquiera coger una teja!... Pero esto no pasaba de ser una mala tentación que no se realizaría jamás. ¡Pues así que el indianote no vigilaba la finca!... Sólo salía de ella por las mañanitas, é íbase á la Cotera á contemplar su obra, y el resto del día pasábalo encerrado en casa, con el criado, un negro que se trajo de Indias y un mastín que ponía miedo; amén de tales defensas naturales, sabíase que por las noches dormía don Felipe en la respetable compañía de un trabuco y de un pistolón.

Sin precisarse quién ni cómo, es el caso que empezó á cundir por la aldea el runrún de que la casa del tejado de oro estaba embrujada, y hubo papanatas que juró que había visto por las noches danzar á los diablos sobre la áurea techumbre. Y hasta señalaban el tamaño de los cuernos de los bailarines, y que llevaban el traje rojo como la sangre.


Aquello tenía que suceder: ya lo habían profetizado los prohombres de la aldea. Dios castigaba la soberbia del indiano, el cual, aunque de día en día aparecía más amarillo, más irascible y más encorvado, reíase de los diabólicos chismes con que á su costa se entretenían los maldicientes.

Pocos meses después de terminada la casa, la Suprema Voluntad llamó á Sí á Felipón de la Castañera; una mañanita encontróle el negro en la cama, dormido para siempre. El médico aseguró que la muerte había sido ocasionada por un aneurisma.

Durante el día asomaron la gaita por la casa, más por curiosidad de husmear novedades que por piadosa intención hacia el difunto, todos sus convecinos; ya entrada la noche, sólo quedaron en la estancia mortuoria el señor cura, un viejecito que era un santo, y el negro, sentados en unas sillas á ambos lados del ataúd, puesto en tierra, y el perro, echado á los pies; los blandones iluminaban el tétrico cuadro y chisporroteaban como si se quejaran.

Ya muy avanzada la noche, desencadenóse sobre el valle una horrorosa tormenta; imponente y medrosamente retumbaba el trueno, y los relámpagos esclarecían todos los ámbitos con sus parpadeos de cegadora luz; rezaban azorados el señor cura y el negro; el perro removíase, aullando sordamente. Al fragoroso preludio sucedió un aguacero enorme, inacabable: caía furiosa el agua á torrentes, fustigando los montes, el valle y las casas; resonaba como una catarata cloqueando reciamente sobre la tierra.

Y así una hora y otra, y otra, sin interrupción.

De pronto ocurrió en la estancia algo prodigioso, inaudito: apagáronse los blandones, y el señor cura y el negro levantáronse de sus asientos, presas de gran estupor; sobre sus cuerpos, sobre el ataúd, en toda la estancia, caía una lluvia torrencial. El perro lanzó un feroz aulló y puso sus ojos, como sus acompañantes, en la techumbre.

—¡Han robado el tejado, señor cura! —murmuró el negrito, temblando de miedo.

—¿Qué dices, hombre? ¿Robar el tejado?... —preguntó atónito el buen señor.

—¡Lo juraría! —insistió el criado.— Por eso cae aquí el agua... ¡Pobrecito amo mío!...

Los dos hombres, seguidos del perro, salieron á tientas de la estancia.

Efectivamente: el tejado había sido robado; muchas de las láminas de oro que cubrían las tejas fueron arrancadas violentamente. Alguien que pasó la noche en vela contó al día siguiente, en el entierro del indiano, que vió, cuando más recia era la tempestad, tres fantasmas andando por el tejado famoso; los fantasmas no eran otros que ti Sarín; Luco, el de Granda, y Colás de Villasuso.

Los tres próceres eran los que más empeño ponían en afirmar que los mismísimos diablos habían cometido la fechuría de destejar la casa de D. Felipe, y con la mala intención que caracteriza á los palurdos socarrones, decían:

—¡Anda, anda, pon tejaduco de oro, pa que cuando te mueras te pase lo mesmo que á los perros que mueren en el campo! ¡Si ya vos decía yo que al su tiempo Dios castigaría la soberbia de ese hombre!...


* * *


Como Felipón de la Castañera no tenía parientes ni amigos, ni se hallaron entre los papeles suyos ninguno referente á su última voluntad, la justicia incautóse de la casa tan oportunamente que ya no la cubría ni una sola teja.

Hoy sólo se ven en el solarón que aquélla ocupaba unas cuantas piedras; nadie del pueblo pasa junto á las mismas sin receloso temor; es tradición que tales ruinas sirven de refugio á las ánimas en pena de todos cuantos destejaron la casa famosa, y que acabaron sus días trágicamente.


Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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