El Tío de Indias

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II
III
IV
V

I

Harto de oír hablar de grandezas en Indias y más harto aún de pasarse los días de sol á sol cumpliendo el precepto divino de regar la tierra con el sudor de su frente, Marcelo se decidió á figurar en las levas de emigrantes que para desgracia nuestra merman las costas cantábricas.

Días antes de abandonar el terruño experimentó el mozo un vago malestar que le obligaba á poner la cara lánguida y tristona: que para quien nunca creyó que el mundo pudiera extenderse más allá de las queridas montañas del valle natal, es doloroso y estupendo el transponerlas y dejar, tal vez, para siempre, amigos y deudos… ¡Perder el aire del terruño que vivifica el corazón, es perderlo todo!..

La marcha resultaba para el mozo mucho más triste porque en la ultima entrevista que tuvo con Pilar, su novia, habíale dicho ésta al oído una de esas cosas que obligan á poner la cara seria aun al hombre más irreflexivo.

Marcelo, después de recobrarse de su natural sorpresa, no supo decirle á Pilar más que

—¿Tienes fe en mí?

—¡Como en mí propia! —afirmó la joven sin vacilar.

—¿Esperarás que vuelva?..

—Aunque tardes un siglo, pero ¿y si no vuelves?

—¡Volveré!, dijo resueltamente el mozo, como si en lo por venir pudiera leer un feliz regreso.

—¡Por Dios, Marcelo, no me olvides! Siquiera por…

Y la pobre muchacha no pudo terminar la frase, porque las lágrimas la ahogaban de pena.

Marcelo replicó solemnemente:

—¡Te lo juro!

Y con sólo estas palabras despidiéronse los novios.

II

Barco que hace su derrotero por el mar de la fortuna, es innegable que siempre tiene viento próspero.

Al cabo de unos cuantos años de estancia en América, realizó Marcelo mayor caudal que el que su pobre fantasía anhelara, tanto que, empujado por fina nostalgia tristona del terruño, decidió volver á él y realizar el sueño dorado de su vida: el que los de la aldea le vieran á él, el pobretuco destripaterrones, convertido en un señorón que vestía á lo duque y llevaba sortijones de brillantes y al pecho tremenda cadena y dijes de oro: propiamente un muestrario de joyería.

Y tal como lo pensó, lo hizo.

Marcelo desembarcó en las suspiradas playas de la madre patria una tarde de otoño, templada y suave.

III

Esperaba la visita y la temía.

—¿Qué se habría hecho de Pilar?.. Al principio escribiéronse los novios asiduamente; luego él, ciego en la lucha por la existencia, comenzó á empalagarse de los dulzores, aún saturados de olor á manzana fresca, que contenían las misivas. Dejó de contestar á una carta, luego á otra y otra y diez más. Y aquí acabó el cuento.

O debía de haberse muerto la muchacha, ó bien, á pesar de «aquello,» habría encontrado alguno del lugar que apechugase con ella: cosa después de todo no tan extraordinaria, porque á mujer guapa y hacendosa pocas habría que la igualasen.

Esta sería la mejor solución para el «indiano;» el cual, y no favorece mucho al héroe de nuestra historia lo que sigue, al verse rico, empezó á sentir fiaquear el afecto que profesaba á su prometida, afecto que él creía inmutable. Se sintió en la ardiente América más despierto á percibir otras sensaciones para él casi desconocidas, á disfrutar sibaríticamente de la vida: cotejó á su Pilar con aquellas señoritas que a

diario entraban á comprar en su establecimiento, y halló á las tales dignas de ser colocadas en retablos y á la montañesuca terriblemente fea y bastóla: no sabía hablar, no entendía ni jota de los pulidos remilgos que eran el mejor encanto del señorío. A veces la conciencia le atraía al joven por el sendero que olvidaba… «¿Y si era cierta la noticia?..» Este era el punto difícil… Quedábase pensativo un momento, y luego… otra vez á soñar con las señoritas aquellas que hablaban de París como de su propia casa, de las últimas modas y de los últimos escándalos galantes, con charla alegre, picaresca, siempre encantadora… «¿Y ¿por que yo en mi tierra no me he de casar con una señorita así parecida?..,» se preguntaba Marcelo.

Y suspirando, seguía el soliloquio:

«Lo peor es lo de Pilar… Lo que menos pensará es en casarse conmigo… Si se muestra inconveniente, ya sabré yo salir del paso. Voy allá á ver á mi gente y á verla á «ella.» ¿Que llora y se desespera y me llama esto y lo otro y lo de más allá?.. ¡Esta bien!.. Yo erre que erre… La doy unas cuantas onzas y… punto concluido. La conciencia tranquila, y á vivir y á gozar de lo que tantos sudores me ha costado; á ver más mundo, y allí donde encuentre una de esas señoritas tan guapas, tan bien educadas, tan elegantes y ricas, me caso, ¡vaya si me caso! Mi figura todavía es aceptable.»

Y añadía al monólogo una sonrisa de íntima satisfacción.

Al ver entrar en su casa á Pilar, seguida de una muchachita como de ocho años, guapa y ataviada con los trapitos de los días de fiesta, Marcelo se vio asaltado por repentino ahogo que le obligó á saludar torpemente á su prometida.

Ésta, al verle tan señor, con muchas sortijas en los dedos y mucha cadena de oro pendiente del chaleco quedóse indecisa un momento, y dando rienda suelta á las lágrimas que revelaban la alegre emoción suya de volver á encontrarse con el que ya creía para siempre perdido, fuésele acercando hasta que sus brazos enlazaron el cuello del de Indias que, ¡gran mastuerzo!, permanecía como atontado, mira que mira á la chicuela, la cual más atenta estaba á contemplarse las puntas de los zapatos nuevos que aquel señor con cara de color de membrillo.

Extrañada del frío recibimiento y estúpida perplejidad de su novio, Pilar, desapartándose de sus brazos, le dijo con acento de dulce reconvención:

—Pero, hombre, ¿qué tienes?.. ¡Ni siquiera das un beso á nuestra hija!..

—¿Nuestra hija?, repitió el de Indias.

—Sí, nuestra hija, afirmó Pilar abriendo mucho los ojos, como si quisiese cerciorarse mejor de que Marcelo era el que tal sinrazón le preguntaba.

Después, rápida como el pensamiento, cogió á la niña por la cintura, la levantó en alto hasta nivelar su cabecita orlada de rubia cabellera con la muy crespa del indiano.

—¡Bésala!, le ordenó con acento intraducible.

El hombre obedeció como un autómata tartamudeando:

—¡Es… muy… guapa!

—¡Como un sol!, replicó Pilar, reflejándose en sus ojos una mirada de agradecimiento. ¡Mírala Marcelo!.. ¡Es tu vivo retrato!..

—Sí.., sí.., gruñó el ricacho.

Y como si le disgustara el sesgo sentimental de la conversación, murmuró:

—Tenemos que hablar, Pilar.

—A eso he venido.

Aprovechándose, Mari, la niña, de que nadie se ocupaba de ella, se acercó á una mesita sobre la que se veía una porción de objetos americanos.

Sentáronse frente á frente los dos novios: Marcelo, sin saber cómo empezar el discurso que durante la travesía preparóse, jugueteaba con la leontina de oro; Pilar, sin atreverse á romper el angustioso silencio que reinaba en la habitación, miraba á su hija.

—Oye, mujer, comenzó diciendo el indiano con voz tartajosa sin levantar la vista del suelo, he pensado que nuestra situación es…, vamos, ¿cómo te diría yo?.. Anormal. Eso es; anormal.

—¿Y qué quieres decirme con eso?..

—Pues… verás… Yo no sé cómo hacerte ver que las circunstancias nuestras…, nuestras circunstancias han cambiado mucho.

—¡Y tanto!, suspiró Pilar. Tú pareces un rey y yo sigo siendo una pobre…

¡Ahí no le duele precisamente;! pero… no es que yo te desprecie, ¡eso no, mujer!, exclamó Marcelo, á quien el demonio de la soberbia hacía hablar. Lo que hay es que, rodando por el mundo, se aprenden muchas cosas y se cambian los gustos, y lo que antes nos parecía blanco resulta después negro… y viceversa.

—No sé á qué vienen esos amenes… Tú te explicarás.

—Pues… muy fácil.

Marcelo tosió reciamente, se estiró los puños de la camisa á estilo de orador tribunicio, y accionando como si llevara con las manos el compás de la orquesta, dijo recalcando mucho la frase:

—Poco á poco se anda el camino, y yo así hago todas las cosas, despacio, pensándolo mucho antes…, viendo el pro y el contra del negocio… Gracias á esto he podido reunir unos cuantos miles de duros .. ¡A costa de muchos trabajos, mujer: no creas que por estarme mano sobre mano!.. Y á Dios gracias, que muchos pasan el charco y allá abajo quedan hechos unos pobres, sin tener donde caerse muertos… Bueno, pues… muchas veces he pensado en ti… y en lo demás (dijo esto último como quien confiesa un crimen), y me he dicho «¡Hombre, si la suerte me ayudara pues… podría hacer feliz á Pilar!..» volvía al pueblo y la decía: «Ya soy rico. No te faltará nada..»

—Lo que yo he querido siempre, Marcelo, es que volvieras… Pobre ó rico: me es igual. Ya estás aquí y aún no te he preguntado si venías hecho un «indiano» ó tan pobretuco como cuando nos conocimos.

—¡Verdad! Ya sé yo que tú no eres interesada… Y así me gustan á mí las personas… Pero nunca está demás el dinero y…

—Bueno; no hablemos de eso, interrumpió con frialdad la joven.

Marcelo quedóse un poco parado.

—De algo hemos de hablar, observó. Y bajando más el tono, dijo: como ya te he advertido, han variado mucho las circunstancias, y si vengo al pueblo es sólo por ti…

—¡Gracias, Marcelo, gracias!, exclamó húmedos los ojos.

Y como un torrente que se desborda, con acento ínfimamente pasional continuó:

—¡Nunca dudé yo de tus palabras!.. Siempre me he dicho: «Marcelo es bueno. Volverá.» Y le pedía á la Virgen que te protegiese. Cuando supe que volvías, lloré mucho, muchísimo… ¡De alegría, Marcelo!.. No porque vengas á porque vengas á casarte conmigo ni porque seas rico… Por nada de esto… Por esa pobretuca niña…

Y la señalaba á Mari.

Marcelo, que desde el comienzo de esta escena, se mostraba visiblemente contrariado, murmuró secamente, como quien desea acabar pronto un asunto enojoso:

—He venido para despedirme de ti…

Pilar, estupefacta, miró como loca al de Indias.

—¿Vuelves otra vez allá?.. ¿Solo?..

Marcelo movió afirmativamente la cabeza.

—¿Es decir, que nos abandonas otra vez?

—Yo lo siento, pero…

—No sigas, le interrumpió Pilar levantándose con aire resuelto. Ya sé adonde van tus palabras… ¿A qué te traes esas retóricas conmigo?.. Para tí soy yo una pobretona, un trapo… ¡Sí! ¡Eso es, hombre, la verdad!

Y… cuando me pediste relaciones, ¿qué eras tú, Marcelo?.. Tan cascanueces como yo, tan pobretuco ó más que yo.

Y sobreponiéndose al llanto pronto á desbordarse, terminó con frase de rabiosa desesperación:

—¡Márchate!.. Dios no me ha abandonado hasta aquí… ¡Vete!..

—¡Terminemos!, gruñó el de Indias. No sé de qué vienen esos desplantes. Creo que dejándote el dinero suficiente…

—¡Yo no necesito nada tuyo!,. ¡No lo he necesitado nunca!.., replicó con hermosa entereza la mujer, avanzando hacia el hombre, que retrocedía paso á paso, espantado de la actitud trágica de Pilar. ¿O te crees tú que con unas cuantas onzas reparas el daño que nos has hecho á mi hija y á mí?.. No, no quería más que tu cariño… Tu dinero,¡no! Te lo guardas, hombre… Amor con amor se paga y el cariño con el cariño… El que yo te admitiese ahora tus ochavos sería una venta… Y yo, tú lo sabes muy bien, ¡no me vendo!..

Y dirigiéndose á la niña, que con sus grandes ojos azules contemplaba azorada la escena, la cogió en brazos y salió de la estancia, fulminando sobre el indiano una mirada de suprema indignación mientras que sus labios exclamaban como un anatema:

—¡Mal hombre!..

IV

Recortábanse en caprichosa greca de sombra, sobre los claros de luna que había en las silenciosas calles de la aldea, los salientes de los tejados.

Como eco de misteriosa plegaria, llegaba el rumor de los millares de hojas del bosque vecino al ser movidas por el viento gallego.

Entró en la calle mayor del pueblo un hombre ya de edad, vestido á uso de gente rica, y después de cerciorarse de que nadie le veía, se arrimó á una de las ventanas de cierta casita de paredes terrosas que había al promedio de la empingorotada calleja.

A través de las entornadas maderas, el hombre pudo sorprender un cuadro apacible, digno del pincel de un Tenniers: era el interior de la habitación una cocina de pueblo, vivamente iluminada por los rojizos resplandores del fuego que ardía en el lar. Sobre las ahumadas paredes veíanse varios aperos de labranza. La luz de un candil, colgado su garabato á la repisa de la chimenea, parecía una estrella en un ciclo cárdeno.

Dos mujeres, una de ellas guapa y joven, trajinaban disponiendo la mesa para la cena: un hombre, labrador á juzgar por sus trazas, encontrábase sentado en un taburete cerca del fuego, fumando solemnemente una pipa; oíase el clo, clo, producido por el hervor de los pucheros y el sonar de los cubiertos de estaño al chocar contra la vajilla ordinaria del servicio.

Después de ver el cuadro, quedóse el incógnito personaje indeciso.

Fué corta su indecisión; cruzó por frente de la ventana y se detuvo delante do la puerta de entrada á la casa.

Golpeó con el bastón la madera.

—¿Quién va?, preguntó con firmeza una voz fresca y juvenil.

—¡Gente de paz!, replicó el que llamaba.

Fuéle franqueada la puerta, y el hombre, seguido de la mujer joven, penetró en la cocina.

La luz de la llama daba de lleno sobre el rostro pálido y demacrado del huésped: leíase en él una melancólica tristeza.

—¡Marcelo!, gritó la más vieja de las dos mujeres, acercándose al hombre.

—¡Pilar!, exclamó Marcelo, que él era el misterioso rondador.

La joven acercóse mientras al de la pipa, y en voz baja le dijo al oído unas cuantas palabras.

—No me habías reconocido, ¿verdad, Pilar?, preguntó con deje amargo el de Indias. No me extraña, quince áños de ausencia son lo suficiente para olvidarse…

—No, Marcelo, yo nunca te he olvidado, dijo con acento de reconvención Pilar.

Y señalándole el grupo que formaban los jóvenes, añadió:

—Pregúntaselo, si quieres, á tu hija.

Marcelo, emocionado, tendió los brazos y en ellos se precipitó Mari.

El hombre de la pipa tenía lágrimas en los ojos.

—¡Abraza también á ese!.., siguió diciendo Pilar al de Indias, empujándole suavemente hacia el joven. Es también tu hijo: el esposo de Mari…

V

Marcelo comenzó así su relato:

«Vuelvo á vosotros como volvió á su casa el hijo pródigo… El demonio del orgullo, ¡qué graves daños acarrea!… Tardío es mi arrepentimiento; pero si Dios es servido, intentaré reparar en algo el mucho mal que os he hecho.»

Marcelo hizo una pausa, y tendiendo una mirada cariñosa hacia las dos mujeres y el hombre que le escuchaban, sin apartar de él ni siquiera un segundo los ojos, continuó:

«Al verme rico creí que hallaría la felicidad, no aquí Pilar, en apacible vida contigo, sino allá, en la corte, con alguna de aquellas señoritas tras de las que se me iban los ojos en mis mocedades… Llegué á Madrid, dándome tonos de príncipe y queriendo alternar con el señorío, sin caer en la cuenta, ¡ciego!, de lo ridículo de mi pretensión, porque hay necesidad de haber vivido mucho tiempo en los salones para poder apreciar los escollos, los peligros y las burlas á que frecuentemente se halla expuesto cualquier advenedizo acaudalado que en los mismos quiere lucirse.

»En una de tantas reuniones á las que era invitado, gracias á los amigotes que me proporcioné á costa de mi dinero, fui presentado á una señorita joven, bellísima, rica… según las gentes, mejor de lo que yo anhelara para realizar mis sueños de oro… La hice el amor, pareció no disgustarle el ser la señora del «Tío de Indias,» como burlonamente me denominaban en el mundo elegante, y nos casamos, regiamente, según pintaba la boda en una revista un periodista amigo mío.

»La vanidad de ser el dueño de una mujer que era el encanto de los salones de la buena sociedad, no me hizo ver que la fama de sus caudales… era sólo fama, nada más, ni advertí hasta muchos años después lo peligroso de mi enlace con una joven astuta, voluble, coqueta y soñando siempre en eclipsar con sus fastuosidades al mundo entero… Yo padecí mucho, pero callé. Se me prohibía hacer ninguna advertencia: ¡harto satisfecho debía estar con poseer la estrella de los salones!.. Además, como un sambenito pesaba sobre mí lo humildísimo de mi origen… ¡Ah, Pilar! ¡Cuántas veces, mordido el ánimo por los celos, tanto más rabiosos cuanto más impotentes, hastiado de la agitada vida de placeres para la que yo no servía, recordaba mi mocedad: ¡cuando tú y yo éramos tan felices con tan poco, en las romerías del valle, gastándonos nuestro peculio: un puñado de ochavos en avellanas!.. ¡Cuánto daría yo ahora por haber detenido el curso del tiempo en el punto y hora en que nos conocimos!.,»

Pilar interrumpió al narrador, diciéndole:

—¡Esperaba yo esto, hombre!.. ¡Que algún día volvieses arrepentido á la montaña!.. Y en esta esperanza te he permanecido toda la vida fiel.

—¡Gracias, Pilar!.., replicó Marcelo; pero estaba de Dios que tenía que representar hasta el fin mi papel de tío de Indias. Ha sido escandalosamente explotada mi candidez por los que se llamaban mis amigos: así me arruinaban… Mi mujer murió hace tres años. ¡Dios la haya perdonado!.. El tiempo que malgasté en la corte pesa sobre mí como plomo. He llegado á adquirir el convencimiento de que la paz reina en la aldea para los que en ella nacimos, de que la ventura debe buscarse en la mujer amante, aunque no vista sedas ni sepa deslumbrar á nadie con el brillo de costosa pedrería… Al verme solo, aunque tenía aquí una familia para el mundo ignorada, temiendo morir entre extraños, temblando de frío en mi dorada soledad, Dios me inspiró á que encaminase mis pasos al punto de donde nunca debí apartarlos… Y ante vosotros tenéis al tío de Indias, gran culpable, que os pide perdón y un puesto á vuestro lado; que le dediquéis un poco de cariño que amortigüe el helamiento de alma que el aire cortesano le ha producido… ¿Me lo negaréis?..

Y dirigió á su auditorio una ansiosa mirada.

Mari y Pilar rodearon con sus brazos á aquel tío de Indias, que entonces, por vez primera en su vida, lloraba de felicidad…


Publicado originalmente en La Ilustración Artística el 22 de abril de 1895.


Publicado el 23 de julio de 2023 por Edu Robsy.
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