I
La mayoría de los amigos de D. Ruperto, al saber la fausta nueva de su enlace, hicieron muy sabrosos comentarios, porque á los cincuenta y pico de años, es loco el empeño de acometer tan arriesgada empresa, mucho más si la novia, como en el caso presente ocurría, contaba menos primaveras que reales un duro.
Y con maleante intención murmuraban los amigos:
—¡Incauto manchego! ¡En que lances se aventura!...
A ésta, como á otras más exageradas muestras caritativas, hacia D. Ruperto oídos de mercader, y si alguno de sus íntimos, machacón y suspicaz, le enumeraba las aprensiones que el casorio le producía, encogíase bonitamente de hombros, sonreía desdeñoso y, engallándose, replicaba en son de ciudadano que sabe ver más allá de sus narices:
—¡Hombre! Ya se yo lo que me hago. ¿Crees que si no estuviera bien convencido de que nada malo ha de ocurrirme me metería así como así en la boca del lobo?... ¡Quiá! Estoy á cubierto de cualquiera catástrofe que pudiera sobrevenirme...Tengo el orgullo de proclamarme, urbis et orbe, el único marido que sabrá sorprender el pensamiento de su mujer sin que ella lo advierta... No, no he hecho pacto con ningún espíritu infernal; he arrancado á la ciencia uno de sus más peregrinos secretos, que no en balde pasé la vida estudiándola, y aunque esto no fuera así, mi futura es una muchacha de conducta irreprochable, y si se casa conmigo no es por un interés grosero, sino por un cariño apacible, puro, fraternal.
Si á D. Ruperto se le estrechaba para que indicase la índole de su invento, excusaba el deseo, exclamando con acento de orgullosa satisfacción:
—¡Ese es mi gran secreto!
Y quedáronse todos los que en el descubrimiento querían meter baza, in albis y contrariados, y muchísimo más deseosos de descubrir la non plus de las maravillas, y D. Ruperto contrajo matrimonio y dió que reir á más de cuatro, que siempre es sainete un novio de cincuenta Abriles.
II
Digo que este D. Ruperto de mi historia, era hombre sabio si los hay, habilísimo mecánico, químico consumado é inventor digno de loa.
Su invento tenia por base el fonógrafo de Edisson. Consistía en una caja especialisima, la cual podía ser depositada en cualquiera parte, debajo de un mueble, por ejemplo, y durante un número fijo de horas, cuantos ruidos se produjesen en la habitación se fijaban en la cubierta sensible de varios cilindros que giraban por medio de un ingenioso aparato de relojería, emplazado en el fondo de la sorprendente caja.
Y esto dicho, prodigue la historia.
D. Ruperto, desde el día siguiente al de su enlace con la bella Elena —que Elena y bella era su mujercita— cuidóse de encerrar cotidianamente en los sitios menos sospechosos de las habitaciones de su señora, y á hurtadillas de todos los de la casa, los portentosos aparatos de su invención.
El resultado de sus experimentos anotábalos en un cuaderno por dias.
Los apuntes de los dos primeros meses no ofrecían nada de particular; sin número de conversaciones insulsas de amigüilas que iban á visitar á Elena; algún que otro chinarrazo á la edad de D. Ruperto, y alguna que otra picante alusión al «heroísmo» de su cónyuge.
Ésta siempre mostrábase la esposa digna.
La monotonía de lo escrito en las primeras páginas del Memorandum fonográfico, interrumpíase con esta expresiva frase, trazada con pulso trémulo:
«¡Empiezo a escamarme!»
He aquí ahora algunos fragmentos entresacados del Memorándum en los días subsiguientes:
III
Día 13
No soy supersticioso, pero hoy, al preparar la audición, siento
un vago presentimiento de que ha de serme fatal la cifra del día.
¿Llegaré á escuchar la muerte de mis ilusiones?
¿Al elegir a Elena habré sido víctima de un terrible espejismo?...
Se me figura esta caja que yo he formado la de Pandora... ¿Qué sonidos guardará en su interior?
Decidámonos.
* * *
La audición empieza alegremente... el canario del gabinete de
Elena gorjea... Escucho ruido de una silla al sentarse una persona.
—Señorita... (Voz de la criada.)
—¿Qué quieres? (Mi mujer.)
CRIADA.—¿El Sr. Vizconde de Altamar que si puede recibirle la señora?...
ELENA. —(¡Él otra vez!) Que pase.
(Pausa.) (Este canario es insoportable... El diálogo se pierde... Un minuto... Dos... Tres.. Cesa el canto.)
ELENA.—Caballero, ya le advertí ayer que debíamos olvidar el tiempo pasado. (¡Muy bien dicho!)
VIZCONDE.—Olvidémosle en buena hora... Nuestro presente puede ser más hermoso.
ELENA.—Olvida V. que estoy casada.
VIZCONDE.—Si; con un viejo. (¡Yo!)
ELENA.—Muy bueno, muy...
VIZCONDE.—Bueno sí, pero viejo. (¡Y dale!)
ELENA.—Que mis deberes...
VIZCONDE.—No existen cuando el egoísmo los produce.
ELENA.—Expliqúese V.
VIZCONDE.—¿Será V. conmigo tan franca como yo voy á serlo con V.?
ELENA.—Lo seré.
VIZCONDE.—¿Ama V. á su marido?
ELENA.—Esa pregunta, Vizconde...
VIZCONDE.—¿Como á un amante?
ELENA.—¡No! (¡Dios mío!)
VIZCONDE.—Usted le quiere como á un padre... ¿Verdad?
ELENA.—Lo mismo...
VIZCONDE.—¿Y va V. á sacrificar su juventud? ¿Y acepta usted el suplicio de encadenar su belleza y lozanía á la antipática y helada de un hombre caduco?
ELENA.—Mis deberes...
VIZCONDE.—¡Otra vez!
(Es oportuno el bichito.. ¡Yo mato al canario!... El demonio hace que gorjee ahora.)
Día 14
Hoy mi angustia no tiene limites.
Mi mujer toca al piano el Dúo de Hugonotes... De nuevo el Vizconde penetra en el gabinete... Elena sostiene con él una conversación insulsa, se comenta el estado atmosférico.
* * *
VIZCONDE.—Al lado de V. todo lo olvido: el tiempo queda en suspenso.
ELENA.—Gracias por la galantería.
VIZCONDE.—Esos ojos tan hermosísimos me sugestionan.
ELENA.—Los cerraré.
VIZCONDE.—No sea V. tan cruel... Aunque supiera abrasarme en ellos, le suplico no los aparte...
CRIADA.—Las señoras de Granvilla.
ELENA.—Que pasen á la sala... Vizconde...
VIZCONDE.—Me retiro, con su permiso... Adiós.
ELENA.—¡Ay!
VIZCONDE.—¿Le he hecho á usted mucho daño?
ELENA.—No, no ha sido nada... Estrechó V. la mano con tal fuerza...
VIZCONDE.—Perdón, Elena..
Día 15
Mi mujer ha salido á paseo. No hay audición.
Día 16
El calvario de mi curiosidad es horrible...
No percibo ningún sonido... El rum rum de los coches se fija en el aparato... Se casa la hija del Marqués que vive en el principal, y en la calle el trasiego de carruajes es ensordecedor.
Día 17
Última página del Memorándum
La pluma se resiste á estampar mi desdichada suerte.
¡Soy el más infeliz y el más cándido de los maridos!...
Parece que me comprime el pecho una mano vigorosa que aprieta... aprieta.
Los celos y los sufrimientos más horribles batallan en mi cerebro, llenándole de sombras.
En verdad que he sido un gran necio en casarme.
He creído realidad el fingimiento de una mujer habilidosa.
Ella no tiene la culpa...
Me culpo a mi mismo.
* * *
Para adoptar la solución que voy á poner en práctica he tardado más de una hora.
Debo abandonar á esa mujer, debo alejarme de su lado é irme á remotos países.
Si alguien osa preguntarme por que no vengué mi daño, le diré que haciendo público mi invento seré el vengador uníversal de cuantos maridos tengan, como yo, el triste convencimiento de que sus mujeres no buscan en el matrimonio el cariño mutuo de las almas, sino el egoísmo de un porvenir que poniéndolas á cubierto de privaciones las deje en libertad de lanzarse á aventuras peligrosas...