Fuera de Combate

Alejandro Larrubiera


Novela



Al ilustre maestro

Don Jacinto Octavio Picón

Por cariño, por gratitud у por admiración.


Alejandro Larrubuiera.

I

Los pobres de espíritu y de bolsillo, fracasados y los poetas chirles calumnian á la Fortuna motejándola de loca y de antojadiza, pareciéndose en esto á los que beben los vientos por conseguir los favores de una beldad, y, al ser desdeñados, se vengan ridiculamente llamándola voluble, coqueta y, si á mano viene, fea y antipática.

No la denigran los que ella favorece y encumbra; pero, en cambio, creyendo debérselo todo, y aun más, á los propios méritos, la son olvidadizos é ingratos, que tal es la condición humana.

En el número de estos felices mortales podía contarse á D. Roque Gutiérrez, comerciante acaudalado, de gran crédito en la plaza madrileña.

En realidad, D. Roque no se lo debía todo á la diosa que preside al bien y al mal, hay que hacerle esa justicia: había luchado desde pequeñito en la lóbrega tienda de un famoso pañero por emular á éste en riqueza y en crédito, y tales fueron sus mañas, que al cabo de los años se vió dueño del almacén de su principal. Y cátate á Roque hecho un personaje en el mundo mercantil, y su tenducha, sita en la calle de Toledo, cerca de la de la Colegiata, mirada con envidia por sus colegas, que si murmuraban de la estrechez y de la obscuridad de la misma y del inmueble ruinoso y de un solo piso en que se encontraba, no podían menos de reconocer que su propietario valía «cien mil duros», mal contados. Y esta es una cifra, señores, que cuando se pronuncia hace abrir tamaños ojos y tamaña boca.

La verdad es que D. Roque, si quisiera demostrar su gratitud por sus bienandanzas, dirigiríase, como buen cristiano, á Dios, á la Virgen ó al santo de su particular devoción, y no de modo alguno á una diosa cuya existencia le era tan desconocida como la cuadratura del círculo. Sólo una vez tuvo ocasión de mirar la vera efigies de aquélla y le ocasionó su conocimiento un disgusto.

Encargó á un litógrafo un millar de facturas, y el litógrafo, que tenía un hijo dibujante, y que además quería complacer al parroquiano, dispuso que su vastago se luciese adornando la cabeza del impreso con una Fortuna.

Al ver D. Roque parecida figura de mujer, ciega y calva, con alas en los pies, corriendo por entre nubes y como si jugara al aro con una rueda, creyó que el de la litografía se burlaba de él y negóse á recibir las facturas: el litógrafo, después de decirle en sus narices—barbas no tenía—que era un asno enriquecido, le citó judicialmente para que le pagara su trabajo, cosa que hizo don Roque á vueltas de maldecir de la loca Fortuna y del mentecato que la dibujó.


Hallábase el almacén de paños, en aquella tarde estival, sumido en consoladora penumbra, gracias al toldo y al telón de lona que, á modo de falda, caía del mismo á medio metro de la acera. La tarde era bochornosa; un viento cálido, más bien bocanada de fuego, levantaba el telón á intervalos; la luz, entonces vigorosa, inundaba la tienda, rompiendo la semiobscuridad de ésta y dando el tono preciso de su color á las piezas de paño, simétricamente colocadas en los estantes que corrían á lo largo de las paredes.

Don Roque, sentado en un sillón frailuno, dormía, con las manos beatíficamente puestas en el abdomen y apoyada la cabeza en el respaldo; gruesas gotas de sudor corrían á lo largo de su cara rechoncha, de color rojizo; su respiración era penosa, desigual, parecía que dentro de la garganta maullaba un gato: subía el diapasón y trocábase en un ronquido que llenaba la tienda de extravagante sonoridad.

Detrás del mostrador, y próximo á la puerta de entrada, sentado á un pupitre forrado de bayeta verde, veíase al dependiente mayor, factótum y hombre de confianza de D. Roque; llamábase Melquíades Chinchilla, su edad sería la de cincuenta ó pocos más años; era larguirucho y desgarbado, enjuto de carnes, cetrino el rostro, sobresaliéndole los pómulos de un modo disforme, la nariz, parecida á la hélice de un trasatlántico, aunque un poco menos grande; el bigote, ceniciento; lucía una calva, que en brillo podía competir con el vetusto chaquet que traía puesto, y al que se adherían en los brazos los clásicos mangotes de percalina negra.

Otro personaje había en la tienda: Perico, el recadero; muchacho como de doce años, recio, carirredondo, cejijunto, con expresión entre abobada y maliciosa; apoyado de codos sobre el mostrador, dormitaba, abriendo mucho los ojos de vez en cuando, como si de súbito recordara, azorado, que en aquel sitio el único que podía dormir á sus anchas era el principal.

Don Melquíades, atento á despachar la correspondencia del día, interrumpíase á ratos en la faena de abrir sobres, registrar libros y escribir cartas para entregarse á un extraño ejercicio; de pie entre el mostrador y los anaqueles, convertía sus brazos en aspas, que hacía girar sobre su eje todo lo más aprisa posible; concluida esta primera parte, y tras breve descanso, apoyaba la una mano en el pupitre y la otra en el borde del mostrador y hacía describir á sus piernas el mismo movimiento rápido y continuado que se emplea para dar de puntapiés una cosa; á veces calculaba mal la distancia y los asestaba formidables á los fardos de tela que había al pie de la anaquelería; esto le obligaba á reprimir á duras penas un ¡ay! doloroso.

Rendido con tal gimnasia, volvía á sentarse, y el ruido suave de su pluma deslizándose por el papel, formaba dúo con la estrepitosa respiración de D. Roque.

Perico, al contemplar los grotescos ejercicios en que se entretenía su jefe inmediato, no se permitía una sonrisa ni expresaba asombro ó inquietud; estaba hecho á tales rarezas y sabía del pie que cojeaba D. Melquíades, aun cuando tan bizarramente movía los suyos; este D. Melquíades era un aprensivo extraordinario, un maníaco candoroso por la conservación de la salud ¡tenía formidable apego á la vida, y de ahí que con sólo oir la fatídica palabra «muerte» sufriera escalofríos horrorosos; en su cerebro la «conservatibidad» preponderaba sobre las demás facultades.

Algo excepcional debió hallar D. Melquíades en una de las cartas recibidas aquel día, por cuanto dejando la pluma sobre la mesa, monologueó á media voz, vicio en él irremediable:

—¡Archisorprendente!..... ¡Esto sí que no se lo espera D. Roque! ¡Ni doña Sole!..... ¿Qué han de esperar?..... ¡Encontrarse como llovidos del cielo con un par de parientes que se les cuelan en casa para in aetertitinum!.... la bien que D. Roque no tiene hijos!.... ¡Ni los tendrá!.... Ha sido una locura casarse á sus años con una mujer como doña Sole, que está en la plenitud de la vida; veintiséis abriles: la mejor edad para «ella», la peor para «él», que es un cascajo que pasa de los cincuenta y seis Estos viejos son imprudentes y temerarios No saben apreciar la vida y se ríen cuando oyen decir que la salud es el único negocio serio á que se debe atender en el mundo ¡Hay que conocerse, señor, hay que conocerse; porque, supongamos que yo me hubiera casado con una mujer cuyo temperamento fuera contrario al mío; pues buena la habría yo hecho por mi falta de sentido común ¡Yo mismo me hubiera buscado mi ruina!

Don Melquíades se levantó del asiento, y con la carta en la mano avanzó dos pasos.

—El caso es—se dijo deteniéndose—que no debo despertarle así, de sopetón Podría emocionarse demasiado, y á su edad, gordo como está y amenazado de una apoplejía, lo más seguro es un accidente desagradable ¡Yo no sé por qué ha de dormir recién comido! Cuidado, que siempre estoy diciéndole: «Don Roque, cuando se es como usted, tan sanguíneo, tan pletórico, y se tiene el cuello tan corto, el peor enemigo es el sueño, y el sueño después de levantarse de la mesa es el más traicionero Pues ¡como si cantara!.....

Don Melquíades hubiera hecho interminable el soliloquio á no recordar que era la hora precisa de propinarse unas pastillas de bicarbonato para favorecer la digestión del sempiterno filete de carne que constituía su cotidiano almuerzo.

Tomadas las pastillas, avanzó resuelto hacia su principal, y dándole cariñosos cachetitos en el hombro, susurró á su oído:

—¡Psss!... ¡Don Roque!... ¡Psss!.... ¡Eh, D. Roque!...

Como si callara.

Alzó más la voz, y zarandeándole por un brazo pudo despertarle.

—¿Qué ocurre?—preguntó el pañero refregándose los ojos con ambas manos.

—Se trata de una carta de su familia de usted ¡interesantísima!

—Bueno, bueno—gruñó mal humorado D. Roque.—¿Y qué dice?.....

—En primer término una cosa desagradable..... Su primo de usted, D. Galo, el señor cura...., pues....

Aquí D. Melquíades habló para el cuello de su camisa:

—¿Y cómo le digo yo que el buen señor se ha muerto?

—Bueno, ¿qué?.... ¡Acaba!—ordenó don

Roque, que se había levantado del sillón y con un pañuelo de los llamados de hierbas se enjugaba el sudor que corría por su rostro.

—Pues que D. Galo está muy grave ¡Peor aún!

Don Melquíades acompañó estas palabras con un gesto grotescamente doloroso: bajó la cabeza, apretó los labios y puso los ojos en blanco

—¡Demonio! ¿Se ha muerto?

El dependiente hizo un signo afirmativo.

—¡Pobre Galo! Era un santo Y el que más valía en la familia.

—¡Pobre señor! ¡Pobre señor!—repetía quejumbroso D. Melquíades sin dar con una frase que consolara á su principal, realmente afectado con la triste nueva.

Sólo acertó á decir:

—Ahí tiene usted la carta: trae más noticias

Cogió D. Roque el plieguecillo, y arrimado á la puerta de la calle lo leyó pausadamente; de vez en cuando soltaba una interjección de esas que por su crudeza no pueden estamparse. Al final manifestóse indignadísimo, estrujando la misiva y paseándose nervioso á lo largo del almacén, con gran zozobra de Perico y consternación de D. Melquíades.

—Pero ¿qué se creerán estos parientes míos—se decía,—que aquí se atan los perros con longanizas? ¿Que yo apaleo el dinero ó que lo robo?

Se detuvo súbito en su paseo para volver á leer en voz alta:

Te enviamos á los dos muchachos que tenia recogidos nuestro buen Galo: Luis y Joaquín. Ya sabes que nosotros somos pobres y no podemos auxiliarlos como ellos semerecen.—Y ¿yo soy algún millonario?—Nuestro primo (que en paz descanse) les ha dejado en el testamento unas mandas para que se le costee la carrera á Luis y se establezca Joaquin, redimiéndolos también d ambos del servicio militar. Pero hemos hecho un cálculo de los bienes relictos y escasamente habrá para cumplir con esto ultimo.—¡En buenas manos ha caído el pandero!¡Ya harán ver estos zamacucos la noche día!—Ahí, á tu lado, podrán hacerse hombres, mientras que aqui no harían nunca nada de provechoSeguramente han de serte muy útiles en el trajín de tu casa—¿Para qué quiero yo ni para qué necesito la ayuda de ese par de zánganos?.... ¡Pues así que la vida es barata en Madrid y no le cuesta á uno pocos sudores ganarse el pan que se come!.....—Don Roque decía esto refregándose con el pañuelo la cara, parecida á una enorme amapola cuajada de rocío.—Dios te recompensará esta buena obra y el pobre Galo te bendecirá desde el cielo.

Al llegar á este punto quedóse el lector pensativo: D. Melquíades juraría que su principal tenía los ojos arrasados de lágrimas.

—¡Bien! ¡Muy bien!—gruñó D. Ro que, sentándose, como abrumado, en el sillón frailuno.—Dios no le da á uno hijos, pero el diablo le da sobrinos; digo, menos que sobrinos; porque ¿qué parentesco pueden tener los hijos de mis primos conmigo? ¡Melquíades! Estos huéspedes que se me cuelan de sopetón, ¿qué son míos?

—Sobrinos segundos, señor.

—Que es como si no fueran nada ¡Es una felicidad que haya siempre un tonto en ta familia! Y el tonto soy yo ¡Claro! Creen que, porque tiene uno casaabierta y maneja cuatro ochavos, está en la obligación de atender á los zánganos de la parentela ¡Pues, no, señor! ¡Ya me canso yo de ser bueno y de hacer el burro! ¡Clarito! El que quiera peces ¡No faltaba más! ¡No y no! En cuanto vengan los sobrinitos les compro los billetes de vuelta y los facturo para él pueblo, y que me dejen á mí en paz y allá se las campaneen, que mi casa no es ningún hospicio ni ningún bodegón ¡Ea!

Don Roque respiró ferozmente, como si se ahogara; D. Melquíades, que sabía en qué paraban estos barruntos de tempestad, permanecía silencioso, fingiendo hallarse embebecido en su trabajo.

—No; y el caso es—volvió á decirse el pañero dulcificando la voz—que los pobres chicos no tienen la culpa, ¡qué diantre! Si á mí, cuando vine á la corte, recomendado á D. Judas, me plantifican en la del rey, ¡me luzco como hay Dios! ¡Psss! Todo será echar un puñado más de garbanzos á la olla ¡Melquíades!

—¡Señor!

—¿Nos convendría poner á los prójimos esos al despacho?

—¡Ya lo creo que sil ¡Estamos abru mados de trabajo!... Digo, usted bien lo sabe.

—Bueno: mañana bajas á la estación y los recoges.

—Pero ¿no ha leído usted que salen el mismo día que la carta?

—¡Atiza! Estos cazurros de pueblo son de lo que no hay Es decir, ahí te escribo y ahí te mando los mochuelitos ¡Y fastidiate, Roque!

—Supongo que no les habrá ocurrido nada malo, por más que es de extrañar su tardanza.

—¡A ver si es que se han perdido en este maremaznum.

Don Roque, dicho esto, acercóse á uno de los testeros del almacén, que tenía en el centro—rompiendo la monotonía de los estantes—una mampara: daba la misma á una escalera de caracol, por la que se subía al primero y único piso del inmueble.

Cerca de la mampara había un timbre que hizo sonar D. Roque.

A los pocos momentos apareció en el almacén doña Soledad.


Alta, esbelta, arrogante, de facciones correctamente dibujadas; los ojos y el pelo negros; la nariz un poquito arremangada; los labios rojos, delgados, sensuales; el cutis moreno claro, aterciopelado; las manos chiquitas y regordetas; el seno combado por manera atrevida y escultural, armonizando la voluptuosidad de su línea con la de las caderas ondulosas, redondeadas con amplitud de hembra espléndidamente dotada por la Naturaleza: tal se ofrecía la mujer de D. Roque; en su rostro, gracioso, simpático, algo picaresco, vagaba de continuo una sonrisa burlona, y á sus ojos, rasgados y brilladores, parecía asomarse el alma de aquella mujer del pueblo; porque Soledad (ó Sole, como la llamaban familiarmente) era hija de una pobre costurera en blanco. De todo su sér se desprendía el aire vulgar de la mujer enriquecida de pronto, sin que fuera parte á disimularlo, más bien lo acentuaba, su estudiado afán de aparecer señoril y elegante: el riquísimo traje, las joyas costosas, los adornos primorosos con que cubría su cuerpo y aderezaba su hermosura, resentíanse de la falta de ese exquisito buen gusto, de esa encantadora sencillez y distinción cuyo secreto sólo poseen las damas de abolengo y muy contadas mujeres de la clase mesocrática.

En sus ademanes, en sus gestos, en sus palabras, en su manera de pensar y de sentir, la doña Soledad de hoy era la Sole que correteaba por las calles para ir á ganarse en un obrador el pan cotidiano; la que en las noches estivales formaba corro con los vecinos á la puerta de su casa, y los días festivos bajaba á la Bombilla, á las Ventas ó al puente de Toledo con sus compañeras de oficio á bailarse, según arte chulapón, una polca, una habanera ó un schottisch con el primero que solicitaba ser su pareja.

Sole, al casarse con D. Roque, se creyó en el caso de hacer de señorona; le pasó lo que á las malas actrices: no sabía interpretar su papel; creyó de buena fe que el señorío lo da la ropa y el dinero, nada más; y de ahí su error, del cual, seguramente, no había de sacarle el más interesado en ello; á D. Roque no se le alcanzaba lo más mínimo en punto á finuras y elegancias: le parecía su mujer digna de sentarse en un trono y quedábase ante ella como abobado, encontrándola mejor cuanto más recargada, vistosa y llamativa era la indumentaria.


—Pues, hijo, no hay que apurarse En la mesa de San Francisco donde comen cuatro comen cinco—replicó Sole.—Lo peor es lo de las camas, ¿dónde se colocan? En fin, que duerma uno en la tienda y el otro al otro le colocamos en el cuarto obscuro que hay en el pasillo de arriba.

—¡Muy bien, Solita, muy bien!—asintió D. Roque con voz melosa, envolviendo á Sole en una tierna mirada; realmente estaba enamorado de su mujer; un observador nada perspicaz afirmaría lo contrario respecto de Sole.

—Subo á prepararlo todo ¡Hasta ahora!

Se disponía á empujar la mampara cuando en la entrada del almacén se detuvo indeciso un muchacho fornido, alto, vestido de luto riguroso; el traje, modesto y de un corte vulgar, traíalo cubierto de polvo; á la mano llevaba una maleta.

—¿Don Roque Gutiérrez?—preguntó con timidez.

—Yo soy. Pase usted. ¿Qué se le ofrece?

Entró el muchacho, dejó en un rincón la maleta, y dijo:

—Soy Joaquín, su sobrino

—¿Tú?—exclamó atónito el almacenista.—¡Chico, estás desconocido! ¡Qué muchachón te has vuelto! ¡Vamos, un abrazo!

Tío y sobrino se abrazaron: doña Sole, Melquíades y Perico contemplaban curiosamente al recién llegado.

—Es un hombre fuerte ¡un hermoso animal!—murmuró por lo bajo D. Melquíades.

—¡El sobrinito es un guapo mozo!—pensó Soledad.

É inconscientemente dejó escapar un suspiro.

Don Roque hizo la presentación de Quin á Sole.

Reparó que faltaba Luis, y preguntó entre curioso y sorprendido:

—¿Y tu primo? ¿No ha venido contigo?

Quedóse el mozo algo perplejo y contestó:

—Sí, sí, señor; ha venido conmigo, pero al llegar aquí ha hecho una de las suyas ¡Está detenido en la Prevención!

—¡En la Prevención! Pues ¿qué ha pasado?—preguntó Sole.

—¿Qué dices hombre? ¡Pues sí que entráis con buen pie! ¿Qué habéis he cho, di, qué habéis hecho?—gruñó don Roque frunciendo el ceño.

—Ha sido él—protestó el joven.—Al bajar del tren y encontrarnos solos en la estación, cogimos las maletas, y enterados del camino que debíamos seguir para llegar á casa de usted, subimos por una calle muy ancha y empingorotada.

—Sí; la Cuesta de San Vicente—observó el pañero.

—La misma. Al final nos vimos en una plaza donde hay un cuartel. Tuvimos que detenernos, porque había una porción de gente parada viendo desfilar un regimiento de Cazadores. Soltamos las maletas y nos pusimos también nosotros á mirar ¡Una cosa hermosa! Ni Luis ni yo habíamos visto nunca tantos soldados juntos. Al pasar la bandera del regimiento, Luis se quitó la gorra, me dió á mí un codazo para que hiciera lo mismo, y gruñó no sé qué porque un señorito muy peripuesto que había á nuestro lado no se descubría; el señorito, al oir á Luis, se encogió de hombros y le llamó en voz alta: «¡Imbécil!¡Nunca se lo hubiera dicho al Alaestro Ciruela!

—¿El Maestro Ciruela?—repitió D. Roque sorprendido.

—Así llamo yo á Luis Como siempre está con sus libracos á vueltas y sabe latín y dice unas cosas muy raras Bueno, pues Luis, que es incapaz de matar una mosca, es una fiera cuando se sulfura Le atizó al caballerete una bofetada de padre y muy señor mío; el caballerete enarboló el bastón; yo—¡claro es!—me dispuse á secundar á mi primo; acudieron los guardias y la cosa no pasó á mayores: el señorito, echando fuego por los ojos y diciendo con su vocecita de gallo tempranero palabrotas feas, entregó su tarjeta á uno de los guardias, y les dijo: «Bajo mi responsabilidad, que lleven detenido á ese insolente: soy hijo del Sr. Gómez del Alamo, senador vitalicio Ahí tienen ustedes mis señas Papá se entenderá con ustedes.Al oir tales cosas, descubriéronse los guardias, cogieron á Luis y se lo llevaron á la Prevención. Por el camino me dijo que no le pesaba lo hecho, porque el señorito estaba más obligado que nadie, por su categoría social, á descubrirse ante la insignia de la Patria y á respetar á ésta como debe respetarse á la que es madre de todos En resumen: llegamos á la Prevención, y un caballero gordo que allí había nos recibió riéndose de la ocurrencia Allá se quedó Luis con él, y yo hevenido para que haga usted el favor de sacar de su encierro al Maestro Ciruela.

—Respiro: creí que había sido alguna barbaridad ¡Estos alfeñiques de señoritos creen que todo se lo merecen y que no deben respetar nada. ¡Ea, Quin, vamos á redimir al cautivo! ¡Tú! ¡Chico! El sombrero y el bastón.

Perico se internó en la trastienda, volviendo rápido con lo pedido por su principal. 

—Adiós, mujercita, hasta ahora.

—Adiós, señora—dijo el muchacho respetuosamente.

—Vayan ustedes con Dios.

—¡Ehl ¿Qué es eso?—protestó D. Roque.—¡Ni que se tratara de extraños! Túteale, mujer, ¡no faltaba más! Y tú, Quin, la llamas tía ¡lo que es!

Doña Sole sonrió el equívoco y acompañó hasta la puerta al tío y al sobrino.

Quedóse allí un gran rato siguiéndolos con la vista, y, al entrar, murmuró, como si respondiese á sus propias ideas:

—¡Vaya si es un real mozo el sobrinito! Algo palurdo y bruscote pero aquí le afinaremos

II

Más vale caer en gracia que ser gracioso, es un refrán que encierra honda filosofía.

Joaquín, al punto que entró en el almacén, captóse las simpatías de sus tíos, de don Melquíades, de Perico, de la criada y hasta de Titi, un hermoso gato blanco de Angora.

Luis fué recibido con estudiada parsimonia: ni física ni moralmente se parecía á Quin; su primo era alegre, comunicativo, servicial, dicharachero; á los ojos saltaba su falta de instrucción, lo grosero de sus gustos é inclinaciones, la tosquedad de su cerebro; pero, en cambio, poseía, como pocos, el instinto de la propia conservación, la voluntad firme para hacerse sitio, cuanto más visible mejor, en el escenario de la vida; las artes adecuadas para saber plegarse á las circunstancias, adular al que le convenía, ocultar en lo más recóndito las decepciones y amarguras del amor propio herido; á los pocos días de hallarse en el almacén se resolvió á seguir impávido, sin desmayos, el camino que la casualidad le deparaba en casa de D. Roque; sus aptitudes, sus aficiones, sus esperanzas, todo lo que puede determinar en el hombre fe inquebrantable para acometer una empresa, le llevaban á ser comerciante, había nacido para comprar y vender, para meterse de lleno en el alma de los negocios y ser en éstos alimaña insaciable que sabría sacar su parte sin escrúpulos ni remilgos; los del almacén, instintivamente, sintiéronse unidos á aquel muchacho que era como ellos: rama de un mismo tronco; el espíritu de clase vino á consolidar su estimación.

En cambio, Luis se les ofreció tal como era: serióte, melancólico, idealista; su cuerpo desmirriado, flacucho, no prometía grandes arrestos físicos; sus ojos negros, somnolientos, como de quien no sabe mirar al terruño que pisa, sino al cielo de su fantasía: su frente ancha, abombada, pletòrica de ideas; sus labios, en los que se dibujaba á ratos una sonrisa de sutil ironía; su hablar señoril, sin jactancia; su dialéctica incontrovertible y profunda chocaban en aquel almacén, donde toda vulgaridad tenía asiento y eco todo positivismo.

Para doña Sole, Quin, escultóricamente considerado, reunía más perfecciones que el Apolo de Belvedere (y ya supondrá el lector que la buena señora no establecería tal término de comparación, porque en estatuaria hallábase á la misma altura que su esposo en mitología); D. Roque admiraba el instinto de aquel muchacho, que se sentía más mercachifle que él mismo; D. Melquíades ponderaba, con cierto respeto y algo de envidia, la salud escandalosa del «hermoso animal», y la criada, al verle, sentía íntima complacencia por recordarle á un roblizo gañán de su pueblo, con el que pensaba casarse en cuanto reuniese en la corte unos ochavos.

Luis se presentó humilde, cariñoso sin exceso, propicio á ganarse su pan en el trajín de la tienda; pero desprendíase de su persona un no sé qué de superioridad, y eran tan nuevas y extrañas sus ideas, ajenas en un todo al vulgar utilitarismo de los que le rodeaban, que la antipatía que produjo desde el primer momento en sus parientes y servidores, trocóse bien pronto en animadversión, igual á la que produciría entre retrógrados un revolucionario.

Don Roque, en los coloquios íntimos con su mujer, afirmaba que Luis no haría carrera en su almacén ni en ningún otro.

Tiene muchos pájaros metidos en la cabeza, y aunque él no lo dice, está á disgusto detrás del mostrador; aspira á otra cosa: se cree rebajado. Estos muchachos tan leídos y escribidos no sirven para nada práztico. Les gusta pintarla en los cafés echando discursos, ó en los periódicos, escribiendo pestes contra el Gobierno.

Tal era el concepto que á D. Roque merecía su sobrino.

La mujer exageraba aun más la nota, y no porque la convencieran los razonamientos aducidos por su esposo, sino porque en presencia de Luis sentíase como avergonzada y no se creía la señorona, sino lo que había sido antes: la costurerilla de poco más ó menos. Y aunque Luis, en realidad, no se preocupara en ridiculizar á doña Sole, ésta adivinaba feroces ironías y sarcasmos en las miradas y en las frases, aun en las más inocentes, que le dirigía el sobrino.

Don Melquíades dispensaba el más olímpico desdén á aquel nerviosillo de mucha-cho que, andando el tiempo, sería, según profetizaba el cómico podrigorio, un neurótico insoportable.


Valíanse de todas las malas artes que les sugería su animadversión para mortificar constantemente al pobre Luis; viniese ó no á cuento, ensalzaba D. Roque las portentosas disposiciones de su primo: él jamás escuchó una frase alentadora, sólo gruñidos é interminables catilinarias por su ineptitud en desdoblar las telas, plegarlas, medirlas y colocarlas según arte pañeril; al primo le habían destinado una habitación bastante confortable en el piso alto, y á él le habían armado un mal camastro en un rincón de la trastienda; al otro le llenaban siempre el plato, le ponían la botella de vino á su disposición, y durante la comida le colmaban de atenciones, mientras que á él le servían la ración escasa, un cortadillo de vino y apenas si le dirigían la palabra. Y así, por este orden, en todo.

Luis hubiera protestado mil veces, herido en su exquisita sensibilidad; pero tenía el pobre muchacho el defecto de la gratitud, y parecíale desconsiderado querellarse de tales ruindades contra quien le había abierto las puertas de su casa.

Su alma, tierna, cándida y apasionada, se abatía miserablemente en la estrechez del almacén de paños.

¡No! El no había abandonado la intensa y vivificadora luz de los campos para encerrarse en tan ruin cárcel; no se había quemado las pestañas en un Instituto, ni adquirido valioso caudal de conocimientos, para abandonarlos, como cosas inútiles, en la mecánica de medir varas de tejido y conocer sus marcas, y cuáles fabricantes los expendían en más ventajosas condiciones; para tan prosaica faena su saber era un estorbo, su inteligencia una negación; más aptos son para estos menesteres los múltiples hombres parecidos intelectual mente á esas cajitas de música que sólo tienen una sonata, que no los que, como Luis, recitan en la majestuosa lengua del Lacio las inmortales creaciones de Virgilio.

Al decirle sus parientes, insignes Nebrijas en gramática parda:«Vas ála corte, allí te harás hombre de pro», Luis, con gozo sólo comparable á su ansia, vió desvanecerse, de una vez para siempre, los celajes que en la aldea le nublaban el sol de la ilusión, el hermoso sol de los diez y seis años.

¡Madrid!

Vosotros, los que habéis nacido en él, no sospecháis con qué férvido entusiasmo, con qué misteriosa complacencia y alegría se pronuncia su nombre en los pueblos, cuanto más lejos, más admirado; los ávidos de gloria, de poderío ó de riqueza, le suponen el único palenque posible para conseguir el logro de sus afanes ó de sus ambiciones; los que trabajan con rudo empuje, regando con su sudor el ignorado terruño, porque en ese nombre de Madrid entreveen una existencia más fácil, menos trabajosa; la mayoría de los lugareños por insólita curiosidad. ¡Se lo han ponderado tanto! Se susurran tales historias á propósito de su grandeza, de su vida febril y enloquecedora, que los pobres sueñan, como con el más preciado de los dones, con poder asomarse alguna vez á la Babel cortesana para conocerla de visu, y al retornar á la aldea excitar la envidia de los convecinos con descripciones exageradas y fabulosas de lo que en ella se ve ó se adivina.

¿Quién podrá determinar lo que ambiciona el que empieza á vivir como hombre y trae en su cerebro el cinematógrafo de la ilusión y pureza tal en el pecho que ignora la falsía y el egoísmo en que se agitan los mortales?

Luis quería ser algo en este mundo, donde la casi totalidad es nadie; sus estudios, realmente superiores á cuanto podía esperarse de sus cortos años, despertaron en él legítimas esperanzas de éxito en la lucha; todo nombre de héroe, de santo ó de genio, le suscitaba noble emulación: si hubiera tenido que empuñar la espada, no habríase contentado con menos que con ser un Aníbal; si la pluma, un Cervantes; si el pincel, un Velázquez; y así por este orden, en la filosofía, en la ciencia, en la política ó en la industria: el primero, el más grande, el más genial; no medianía obscura, satélite vergonzoso, sino potencia esplendorosa, astro de primera magnitud.

Bien mirado, todos los que pecan por exceso de imaginación ambicionan, con disculpable candidez, ser como antorchas luminosas que guíen á la Humanidad.

El tiempo, ese gran viejo irónico, se encarga de repetirles al oído la fábula de la lechera


De niño, Luis, llevado de melancolía impropia de su edad, íbase al bosque, y allí, sentado cabe la sombra protectora de un añoso árbol, pasábase horas y horas contemplando con suma atención lo primero que se le ofrecía á la vista; ya el pájaro que se posaba en una rama; ya la hormiga que corría afanosa con su carga; ya el buho fatídico que, inmóvil, comoun símbolo de la quietud, poníase en la horquilla de los robles. Luis seguía de día en día los progresos de la planta, y de minuto en minuto la vida de los insectos y de los pájaros; el instinto le llevaba á ser observador concienzudo de efectos cuyas causas forzosamente su inteligencia en embrión no atinaba áexplicarse; ya cuando fué mayorcito é iluminaba su razón la luz de las enseñanzas de D. Galo, dedicaba las horas de asueto á dos ocupaciones para él predilectas: irse al bosque á leer los clásicos, de que estaba bien provista la biblioteca de su tío, y después encerrarse en la iglesia, y sentado en uno de sus bancos, permanecer como ensimismado en la contemplación de las santas imágenes, algunas de las cuales eran verdaderas herejías artísticas; el niño creía candorosamente que los ojos de lasesculturas le veían y dirigíalas—impulsado por encantador misticismo—plegarias á su modo. Pedíales su santa intervención para cuando él fuera hombre; y un día decíale á San Juan Bautista, patrono del pueblo: «Si llego á ser General, San Juanín mío, he de levantarte para ti solo una iglesia muy grande y muy hermosa en la plaza. » Y otro día, encarándose con Santa Isabel, tendićndole los brazos: «Haz porque sea yo cura como mi tío, y te hago promesa de llenar tu delantal de rosas de oro.» Y así pedía á los santos aquel dón ó aquella gracia que de momento impresionaba su inquieta imaginación. Don Galo, sorprendiéndole á veces en tan extraños pedimentos, cogíale en brazos y materialmente se lo comía á besos, diciéndole con voz que embargaba la emoción:

—Luisín, Luisín, tú serás un santo en la tierra.

La lectura de los clásicos conmovíale hasta el punto de lanzar ayes de admiración, de tristeza ó de espanto, según que los pasajes eran asombrosos, trágicos ó patéticos; los héroes de la Iliada ó de la Eneida despertaban en él un valor guerrero inconcebible. «Yo seré como ellos», se decía. Las picarescas aventuras de la gente de la hampa, de que tan pródiga se muestra la literatura de nuestro siglo de oro, hacíanle suspirar por el azaroso vivir de los que con sus malas artes paseaban su hambre, su miseria y desvergonzonería por los ámbitos de España, dueña y señora entonces de la mayor parte del mundo; las heroicidades del Cid; las caballerosas hazañas de nuestro Romancero; las graves enseñanzas de los escolásticos; los tiernos y encendidos acentos de los místicos; el teatro de Rojas, Lope, Calderón, Tirso y Moreto, conceptuoso, rico de poesía, formado de enredos y sutilezas, de discreteos y lances inverisímiles; en una palabra, todo cuanto se salía de la pauta de la vulgaridad, hallaba eco en aquel corazón y en aquel cerebro infantiles, tan nutridos de sentimientos y de ideas.


En cierta ocasión D. Galo llamó á su sobrino Luis á su despacho en la Rectoral, y punto más, punto menos, he aquí en substancia lo que le dijo:

—No me avergüenza confesar, hijo mío, que ya no tengo nada que enseñarte; toda mi ciencia, bien escasa por cierto, la he vertido generosamente en ti; tampoco he escatimado mis consejos y advertencias para encarrilarte por el camino que deben seguir los que, como tú, muestran tan hidalgas partes en el sentir y en el pensar. Muchas otras cosas aprenderás en el transcurso del tiempo, que ni las enseñan los libros ni puedo yo decirte, por estar sujeto su conomiento á la práctica de la vida. Para no quebrar en flor las lisonjeras esperanzas que hace concebir tu privilegiada imaginación, es preciso que nos separemos y que vayas á la capital, en donde, terminado el bachillerato, podrás seguir la carrera que más sea de tu agrado.

—No, tío—protestó Luis:—la que usted señale.

—No; á tu albedrío queda: es peligroso forzar en esto la natural inclinación. Así se ve por el mundo á tantos infelices abrumados con la carga inútil de una carrera que les impusieron. Ahora que vas á separarte de mi lado, voy á hablarte de ciertos asun-tillos que te conciernen

Tras breve pausa, prosiguió D. Galo:

—No ignoras la horrible tragedia que costó la vida á tus padres y á los de tu primo Quin, cuando aún los dos no levantabais un palmo del suelo: una desdichada imprudencia os dejó huérfanos, y cambió en tragedia la diversión inocente de pasear por la bahía de Santander. Zozobró la débil embarcación y perecieron todos cuantos en ella iban, resultando inútiles las tentativas que se hicieron para salvarlos Dios así lo dispuso Enjuga tus lágrimas y perdóname tan tristes recuerdos

Os recogí á ambos: era mi deber, como pariente y como sacerdote. Mis primos Lucio y Pedro, ya sabes tú que son unos pobretucos; Roque, el de Madrid, vive muy metido en sus negocios, y no había por qué confiaros á él, siendo, como erais entonces, dos criaturitas; así, pues, yo me constituí en vuestro amparador. Y doy gracias á Dios por haberlo sido: en ti se vanagloria mi amor propio de maestro Respecto á Joaquín es otra cosa Prefiere á los estudios corretear por los campos, subirse á los frutales propios y ajenos, andar á cantazo limpio, hecho un Napoleón de la hueste muchachil del pueblo, contra las de los inmediatos; sabe leer, escribir y contar, gracias á ser yo pacienzudo y tenaz en mis empeños También sabe doscientas mil truhanerías. Aunque sois ramas de un mismo árbol la diferencia es extraordinaria: tú eres mi predilecto, mi bien amado, y por eso quiero hacer por ti lo que no puedo hacer por el otro, debido á su índole

Hizo aquí nueva pausa el señor cura; Luis advirtió que, sacando un pañuelo del balandrán, se lo pasó por la cara como si quisiera enjugarse el sudor. En realidad enjugóse los ojos y prosiguió:

—Hay que vivir siempre prevenidos: esta es la conducta que debe observar el hombre prudente. Nunca se sabe si el sol que vemos aparecer por la mañana le veremos declinar por la tarde Aunque eres muy jovencito y no sabrás dar el verdadero alcance á esta charla, he de advertirte que en mi testamento hay una cláusula por la cual, si el Señor fuera servido llamarme á Sí antes de que se logren mis afanes, tú, al menos, podrás terminar la carrera que elijas, sacar tu título y vivir sin ser gravoso á nadie; también en el testamento consigno la insignificante cantidad que, tanto á ti como á tu primo, os pertenece por la legítima de vuestros padres. Esto es lo que quería decirte, hijo mío.

Luis quiso expresar su gratitud con palabras, pero no pudo: sus brazos, rodeando el cuello de su tío, y sus labios, posándose en su rostro, supieron demostrársela más tiernamente.


Luis hizo su carrera de abogado conquistándose en todas las asignaturas la codiciada matrícula de honor.

Su temperamento le inclinaba á ser artista; un exceso de modestia hacíale dudar de que realmente llegara á ser un gran pintor, un gran escultor ó un gran músico: esto por un lado; por otro, deteníale considerar que el dinero que se gastaba en los estudios no era suyo, sino de su tío, y no debía exponerlo en una tentativa cuyo resultado final tal vez fuera un fracaso; debía elegir entre las carreras literarias, científicas ó militares; dadas sus creencias de que tanto más felices son los pueblos cuanto menos aparato de fuerza armada sostienen, no podía, en conciencia, ser jamás lo que debe ser un buen soldado: un entusiasta de su oficio; para las carreras científicas, la impresionabilidad suya tampoco contribuiría á sacarle airoso de su empeño: los que van á la vanguardia de la ciencia han de ser espíritus excepcionalmente serenos y escrutadores que no se dejen deslumbrar por lo aparente ni arrastrar por impaciencias: eligió, pues, la abogacía como la menos costosa y la que más armonizaba con sus miras para lo porvenir.

Una desgracia, tan inesperada como terrible, le obligó á interrumpir sus estudios cuando sólo le faltaba un año para recibirse de licenciado en Derecho.

El primo Quin, con aterrador laconismo y muchísimas faltas de ortografía, requeríale para que en cuanto recibiese su carta se pusiera en camino, porque el tío Galo había muerto repentinamente de una angina de pecho.

Traspasado de dolor, llegó Luis á la aldea.

Ni aun tuvo el triste consuelo de depositar un beso en los ojos del que tanto le amó.

En casa de D. Galo instaláronse, á título de presuntos herederos, Lucio y Pedro, los primos del cura, acompañados de sus respectivas mujeres é hijos.

Luis, sin atender á los vulgares razonamientos y frases de consuelo que le prodigaban los parientes con machacona insistencia, corrió al cementerio, y sobre la removida tierra, que ya para siempre pesaría sobre su amado protector, oró, sollozante y de rodillas, por su alma.

Quin le esperaba á la puerta del camposanto.

—Vengo á buscarte—dijo,—porque allá, en la Rectoral, es imposible que hablemos. ¡Se han apoderado de ella esos hambrones de palurdos!

—¿Qué tienes que decirme?—preguntó Luis enjugándose aún el llanto.

—¡Friolera! Hablar de nuestras cosas; de lo que debemos hablar ahora ¿Sabes cómo quedamos con la muerte del tío?¡Pues peor que pobres de pedir limosna, porque ésos, después de todo, ya están acostumbrados.

—Déjate ahora de hablar de ese asunto, Quin—repuso Luis con disgusto.

—¡Siempre serás lo mismo! ¡Un tonto! ¿Crees que no he llorado yo tanto ó más que tú la muerte del pobre tío? Pues, sí, más que tú; porque, al fin, yo estaba á su lado y me he pasado solito todas las penas Pero esto no quita para que piense uno en sus cosas Los tíos, en cuanto supieron la noticia, cayeron en la Rectoral como una bandada de gavilanes Habías de haberlos visto, como yo, husmeándolo todo, registrando mesas y armarios.

—¿Para qué?—preguntó Luis cándidamente.

—¿Para qué había de ser, hombre? Para buscar el «gato» Pero fui yo más listo y lo cacé antes que ellos, ¡no faltaba más! Buenos ciento setenta y dos duros tenía.

Y, guiñando el ojo izquierdo, truhanescamente, agregó:

—¡El que primero se levanta primero se calza!

—Pero ¿has hecho tú eso?

—Con estas manos que se han de comer la tierra—afirmó fríamente el joven.

—Pero ese dinero no es tuyo, ¡no! ¡No lo es! Debes dejarlo en donde estaba.

—¡Cuando yo digo que á ti los estudios te han entontecido!—replicó Quin enérgicamente, moviendo la cabeza.—¿Que no es mío? Es mío y tuyo; porque ¿á quiénes tenía el tío Galo en casa? ¿Á quiénes quería más? ¡Pues á nosotros! ¿Y di ces tú que vuelva yo á dejar ese dinero para que con sus manazas puercas, que no se las lavan nunca, se lo lleven esos lambrijas de parientes? Vamos, Luis, lo dicho, á ti te falta un tornillo. Con este dinero podemos hacernos hombres Será lo único que saquemos en limpio, porque tú no sabes una cosa, y esa voy á decírtela yo

Hizo breve pausa el mozo, y acercándose más á Luis, que instintivamente le rehuía, continuó con tono misterioso:

—El tío tenía hecho testamento Pedro y Lucio lo sacaron anoche de la mesa del despacho y lo leyeron En él hay varias mandas; entre ellas una de 8.000 pesetas para que puedas sacar tu título de abogado, y otra de 4.000 para un servidor—¡el tío te quería á ti doble que á mí!—De estas mandas hay que descontar lo que cueste el redimirnos de ser soldados: esta es una condición precisa en el testamento Bueno, ¿pues sabes lo que oí decir á nuestros queridísimos tíos? Que el bueno de Galo soñaba con grandezas, porque gracias si la herencia daba para pagarnos un hombre en las quintas Es decir, que dinero sí habrá con creces para cumplir todas las mandas, pero no veremos nosotros ni un cuarto, ¡se quedarán con todo esos hambrones y harán ver lo blanco negro! ¡Me los sé de memoria!

Y como observase que Luis permanecía callado y pensativo, continuó Quin, con verbosidad no exenta de entusiasmo:

—Con los ciento y tantos duros, tú y yo nos vamos á Santander, y en el primer vapor que salga para Cuba, Méjico ó Buenos Aires, nos embarcamos ¡Hay que probar fortuna! Ya sabes tú que yo siempre he soñado con ser algo en este mundo, y no un pobre destripaterrones ¡lo que es eso sí que no! No ha nacido el hijo de mi madre para contentarse con ser un burro de carga Nos vamos, como se han ido muchos; como se fué, sin ir más lejos, Gaspar, el hijo de tío Maizprestao Y ya ves cómo ha vuelto el hombre: hecho un indianote, con sortijas de brillantes y con más onzas que pesa ¡Medio pueblo es ya suyo! Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué te pones tan mustio? ¡Ni que te propusiera yo que nos colgáramos de una cajigal.....

—No no es eso—replicó Luis vio lentándose para dar entonación amistosa á sus palabras.—Puedes hacer lo que gustes tú solo Yo ¡déjame seguir mi camino con mis tontunas ó lo que sean!

—¡Está bien! ¡Como quieras!—asintió Quin algo confuso.

En silencio tornaron ambos jóvenes á la Rectoral. Quin hilvanando el prólogo de la comedia de ambición que pretendía representar en el mundo; Luis abrumado por el dolor y por los recuerdos de su tío, entre los cuales, y obsesionándole, destacábase el de esta frase que hubo de escucharle la última vez que le vió:

—Más inquietud tengo por tu porvenir que por el de tu primo Ese sabrá abrirse paso en el mundo; tiene espíritu práctico..... En las estatuas tú sólo sabes ver el arte; él de qué están hechas

III

A las diez menos minutos comenzaba el desfile delante de la mesa escritorio, en la que había un tintero sin tapa y un portaplumas, tan sucio y roñoso, como el bade, sobre el cual se destacaba un pliego de papel de barba.

Eran los señores empleados de aquella oficina del Estado, que se veían en la ineludible obligación de firmar la entrada. Fernández, el portero mayor, un viejo rechoncho, bajito, con las narices rojas por el abuso del mosto, y los canosos bigotes retostados por el cigarro puro, que no se le caía de la boca, era el encargado de recoger, á las diez y media, minutos más, minutos menos, la lista para entregársela al Jefe del personal. El que no acudía á tiempo, entraba á firmar al despacho del Jefe, exponiéndose á una chillería, ó se iba á la calle á desfogar su disgusto por no percibir un día de haber. Los más listos, ó más vivoscomo ahora se dice—rezagados impenitentes, solían valerse de algún compañero blando de corazón que les remedaba firma y rúbrica; y para que Fernández no fuera con el cuento á su superior, le regalaban tagarninas ó le convidaban á tomar el enjuague, que, en cafeteras abolladas y no muy limpias, subían del próximo cafetucho.

Si no estuvierais en el secreto de que se trataba de una oficina, y os fuerais fijando en los que desfilaban por la portería, creeríais que más que de gente burocrática se trataba de una reunión de pobres diablos ó de mendigos vergonzantes; por excepción hallaríais alguno bien trajeado; todos ofrecían un astroso conjunto; chaquetas que brillaban en las espaldas y en los codos, como si en tales sitios se hubiera trocado el paño en hule; levitas y chaquets de todas las épocas y de todos los cortes; prendas ridiculas en su vejez; pantalones con flecos, con manchas, con remiendos, mayormente en aquella parte por donde alcanzan mísero fin los calzones; sombreros de todas las formas ideadas y para todos los gustos, desde el de copa alta, soberbio morrión de fieltro, hasta el hongo de cono truncado ó el que semeja una sartén invertida, no faltando el cordobés de grandes alas, el flexible hendido en el centro ó mostrando su esferoide sañudamente abollado; el calzado era de lo más risueño y pintoresco que podría hallarse reunido en un tenderete del Rastro: tacones torcidos, elásticos con las gomas caídas, punteras abiertas en dos mitades, suelas agujereadas, toda la triste vejez del calzado del pobre.

Hallábase situada la oficina en los pisos altos de una vetusta casa de vecindad. Las habitaciones, bajas de techo, recibían la luz por ventanas yacentes; se habían acomodado las mesas según el espacio disponible; cada dos empleados ocupaban una, salvo el Jefe, que no la compartía con nadie; una sala muy amplia, con quince mesas, venía á ser como el centro ó eje de aquella oficina sui géneris: todos los otros despachos daban entrada al «salón», como le designaban los oficinistas, considerándose como dignos de lástima á los que tenían puesto en el mismo, por hallarse sujetos á la vigilancia ominosa de D. Dióscoro, el Jefe, un viejo asmático que gruñía siempre: «El buen empleado ha de ser esclavo de su deber.» No por practicar él parecida esclavitud alcanzó la jefatura, sino por su parentesco con un alto funcionario palatino.

Las horas en el «salón» transcurrían terriblemente soporíferas; no se oía más que el rasgueo de las plumas sobre el papel y el ruido que se producía al doblar las hojas de los monumentales libros-registros, interrumpido de vez en cuando por el áspero frotamiento de algún fósforo en el rascador de la caja, el toser angustioso de D. Dióscoro ó el crujir de alguna de las viejas sillas en que se sentaban los empleados; continuamente oíase el rag-rag de los ventiladores girando más ó menos aprisa, según el viento, en lo alto de los cristales de las cuatro ventanas que daban al caballete de un tejado.

En las otras dependencias no era tan monótono ni apacible el ritmo del trabajo; se hablaba, se leía, se retozaba buenamente, se tiraban los cigarrillos ó la caja de cerillas de una mesa á otra, se leía los periódicos, se comentaba todo lo comentable; había quien sacaba á relucir las intimidades del hogar; quien contaba cuentos más picantes que guindillas verdes; quien silbaba un trozo de zarzuela (Marina y La tempestad eran las predilectas); quien tarareaba el couplet de moda, ó quien, á la sordina, se salta por cante jondo; se bebía vino traído de ocultis, se almorzaba levantando las tapas de los pupitres, se hacían cigarrillos y por haber, había prójimo que, provisto de aguja é hilo, se cosía un «siete» ó se afianzaba un botón que amenazaba caerse.

No hay exageración: aquella oficina hubo de formarse de prisa y corriendo para realizar las operaciones de una estadística harto complicada, que daría por resultado conocer el censo de población de España.

Lo exiguo de la remuneración (dos pesetas cincuenta céntimos por día laborable); la seguridad de que, ultimado el trabajo, acabaría el empleo; la incertidumbre, muy natural entre españoles, de que tal vez se suspendiera la estadística por agotarse la cantidad presupuestada para la misma, ó por una crisis ministerial, fueron parte á que no solicitaran las plazas más que gente pobretona, hambrienta; individuos de escasas luces naturales; muchachos que sólo vetan en tales destinos un pasatiempo ó un compás de espera mientras conseguían cosa mejor, y perdularios arrojados de otras oficinas por lo dudoso de su conducta.

El día último de mes se abría el pago á los «amanuenses»; en el personal era un día de emociones, sobre todo á la hora de salida; en la portería, en los tramos de las escaleras, en el portal, en la acera, en las próximas esquinas, hombres y mujeres esperaban ansiosos la aparición de los empleados: era la nube de usureros, tenderos, sastres, mozos de café, empeñistas, patronas y esposas y madres desconfiadas, prontas á caer sobre los bolsillos, asaz raquíticos, de los amanuenses; contado era el que no debía algo; con insistencia feroz, con grosería de acreedores del céntimo, íbanse sobre los deudores; cada cual acorralaba al suyo; todos defendían sus cuartos: los unos, con razones, con excusas, con protestas de pagarlo todo al mes siguiente; los otros, con amenazas, con improperios, con frases gordas, con querer cobrar sus pesetas á todo trance; la mayoría de estos diálogos se empezaban pianissimo para ir en crescendo hasta concluir en un fortissimo desagradable, que, á veces, lo era de estacazos ó de mojicones.

Algunos deudores, duchos en estos azarosos trances, en cuanto cobraban huían el bulto sin esperar á la hora de salida; otros intentaban conmover al habilitado para que les facilitase la paga la víspera del día del cobro; lo importante era poner el dinero á salvo de las garduñas; después ya se las arreglarían como bien pudieran para dar largas á los «ingleses».


Luis vió anunciadas en El Heraldo las oposiciones á unas cuantas plazas de auxiliares en el Ministerio de Hacienda.

Decidió acudir al concurso; el programa de materias exigidas para el examen se lo sabía de coro; las oposiciones celebraríanse seis meses después de la convocatoria. Luis, sin consultar á nadie, presentó su solicitud y los documentos requeridos.

Este era el primer paso hacia la emancipación; cuando alcanzase una de las plazas, terminaría su carrera, con la cual abriríase nuevos horizontes, porque la vida burocrática la aceptaba temporalmente, como un modus vivendi forzoso; tenía por axiomático lo que había leído en una revista española que, á su vez, lo copiaba de otra italiana: «La burocracia aniquila toda personal energía, y es una inmensa trilladora donde los hombres entran como espigas, para salir hechos paja triturada.»

Por el pronto, Luis deseaba salir del almacén de su tío; la inquina que contra él mostraban todos—su primo no les iba en zaga—era ya tan manifiesta, que, por propio decoro debía separarse, de una vez para siempre, de aquellos deudos que tan innoblemente practicaban la hospitalidad; más aún que esto, con ser mucho, le descorazonaba ver tanto egoísmo, tanta vulgaridad, tanta ignorancia y grosería en los que le rodeaban; para ellos no había nada más hermoso y ponderativo que el dinero; los únicos sabios dignos de loa, aquéllos que más pesetas supieron agenciarse; cerebros aritméticos, prosaicos adoradores del becerro de oro que, como dijo el poeta, en todo y por todo opinan que


Más substancia dan cuatro cañamones
que veinte mil quinientas ilusiones.


A los pocos días de presentar la solicitud, ofreciósele á Luis ocasión pintiparada para abandonar la tienda.

Uno de los más importantes parroquianos del pañero, un sastre, con el que se vestía lo mejorcito de la corte, habló de que un cliente suyo, Subsecretario de no sé qué Ministerio, le había ofrecido dos plazas de amanuense para una flamante oficina del Estado.

Luis, con gran asombro de D. Roque y  de su primo, le rogó que solicitara para él una de aquellas plazas.

Con tal decisión fué hecho el ruego, que el sastre, al día siguiente volvió á la tienda mostrando con aire de triunfo un pliego de papel de oficio cuidadosamente doblado.

—Aquf está el nombramiento, joven, y ojalá me encargues algún día el uniforme de Ministro No te cobraré las hechuras—dijo con cómica gravedad el improvisado protector de Luis.

El Maestro Ciruela se despidió aquella misma noche de sus tíos, de su primo y de D. Melquíades; nadie tuvo una frase cariñosa para retenerlo; leíase en las caras la alegría del que se ve libre de un estorbo ó de un compromiso.

—Más libertad tendrás como empleado que como hortera—le dijo irónicamente don Roque.

—¡Es muy bajo este oficio!—agregó Sole con punzante sarcasmo.

—Sí, sí; tú no has nacido para andar con la vara de medir Eso se queda para mí, que soy un bodoque, no para ti, que sabes mucho y tienes una carrera ¡Lástima que el tío Galo se gastara contigo lo que se gastó para que ganes dos cincuenta: menos que un albañil

—Amiguito—advirtió con tono doctoral D. Melquíades,—no sabe usted lo que se hace La vida sedentaria de empleado le ocasionará multiples enfermedades Aquí me tiene usted á mí hecho una carraca, una completa carraca Y gracias á mis tónicos y á mi jarabe de rábano yodado y al vino de Peptona, que si no, ¡adiós organismo! ¡Deshecho, materialmente deshecho!

A nadie ni á nada replicó Luis; contentóse con sonreír desdeñoso; miró á su tío con cierta conmiseración; le lastimaba verle tan pobre hombre, tan rutinario, tan comerciante en fin; á doña Sole y á su primo los envolvió en una altiva mirada de desprecio, no exenta de asco; á D. Melquíades, encogiéndose de hombros.

A fuerza de ruegos, y para que no atribuyese á orgullo lo que sólo era dignidad, aceptó de D. Roque un billete de cien pesetas, que le entregó diciéndole;

—Toma ese dinero, te hará falta para los primeros gastos Por el pronto tendrás que pagar un mes adelantado dondequiera que vayas Yo quisiera darte más; pero, hijo mío, los tiempos están muy malos, el comercio anda como Dios quiere, no se hace ningún negocio.... ¡Bien lo sabes tú Roque se había embolsado aquel día 3.000 pesetas líquidas de ganancia.—Yo no soy rico Estoy agobiado de gastos ¡Todo bicho viviente sacándole á uno dinero del bolsillo!

—Muchas gracias, tío. Acepto esta cantidad á título de préstamo.

—¡No! ¡Eso sí que no!—replicó el pañero resentido.—¿Qué te has creído que soy yo? ¿Algún tío negrero? Más de medio año llevas en mi casa y no te he dado ni un céntimo, bien es verdad que tampoco lo has ganado»... Pero eso no es cuenta; guárdate esas pesetas que yo te regalo, ¡y san se acabó! ¡Al fin y al cabo eres de mi sangre!


Al entrar en la oficina quedóse Luis confuso. El, que era sorprendente analizador de la Psiquis humana, adivinó dolorosas historias de hambre y de abatimiento en aquellos pobres diablos que la casualidad le deparaba como compañeros.

Fué destinado por el jefe á una de las secciones más alejadas del «salón»; en la misma había cuatro mesas ocupadas por siete empleados; él haría el octavo.

Se presentó á sus nuevos camaradas tímidamente; aun perduraba el asombro que le produjo el personal que había en el «salónbajo la férula de D. Dióscoro; los compañeros recibiéronle con cierta ceremoniosa frialdad.

El más viejo de los allí reunidos, que tenía todo el aire de un militar retirado, calvo, seco, estirado, embutido en una levita de las que dieron fama á Caracuel, con unos bigotes canosos recortadas sus guías, fué el que, encarándose con el novato, le dió la bienvenida con estas frases poco tranquilizadoras:

—Aleluya! ¡Aleluya! ¡Otro pez ha caído en la pecera! ¡Otro incauto manchego! ¡Desconocido joven, me inspira usted lástima! ¡Si yo estuviera en el pellejo de usted, y no fuese ya un vejestorio—¡badajo!—si estaba yo metido ni un segundo en este pozo de inmundicia

—¡Es usted incorregible, Labartín!—atajó un señor, que frisaría en los cuarenta años, grueso, con cara risueña, como de hombre satisfecho, trajeado como un príncipe, y que se entretenía en remover majestuosamente con un mango de pluma el líquido contenido en una cafetera.—No estan fiero el león Este joven se habrá asustado de lo brusco de su recibimiento.

—Mi señor D. César—replicó airado el viejo,—para los que como usted todo lo ven de color de rosa y no les falta nada de lo más preciso para vivir, y tienen siempre buena cama, regalada mesa y unos duros en el bolsillo, y vienen aquí, como usted dice, á pasar el tiempo—¡badajo!—es natural que les parezca el león, el león que yo pinto, el más dulce y encantador de los borregos

—La verdad, no es ninguna ganga el destino éste—suspiró con un hilito de voz casi perceptible un joven escuálido, que tenía dibujadas en las mejillas las fatídicas rosetas,—y si está uno aquí

—¡Sí! ¡Ya! Ya se lo he dicho al señor—afirmó Labartín:—si está uno en la pocilga ésta, es porque si no, se moriría uno de hambre Yo, si no estuviera aquí, tendría que ir con mi pobrecita hija por esos mundos de Dios tocando el clarinete, que es lo único que sé tocar Y por el estilo todos los que aquí están tendrían que buscarse la madre gallega, salvo—aquí el viejo acentuó!a ironía—mi señor D. César, que es el Creso del negociado.

—¡Usted exagera, de Labartín! Sería ofender á Dios si yo me quejara de mi suerte Aunque pocas, tengo algunas rentas.

—Oiga usted, compadre—intervino otro empleado que se entretenía en la inocente tarea de construir con alambre una jaulita para un grillo:—si yo tuviera rentas, como usted, en seguida venía yo aquí á aguantar las chinchorrerías del «rey del salón», vulgo Dióscoro, ni á tragar polvo en estas guardillas.

Mientras se sucedían estos diálogos, Luis se instaló en el único sitio disponible; su compañero de mesa era joven; vestía con humildad rayana en la pobreza; lo despejado de su frente, lo somnoliento de sus grandes ojos garzos, las revueltas guedejas de pelo queie caían á las sienes dábanle aspecto de poeta romántico.

En realidad, no defraudaba la impresión.

Llamábase Julio del Espino y era la musa de la oficina.


Pronto estuvo Luis enterado de las historias de sus compañeros de sección.

Historias tristes y obscuras como las almas y las vidas de sus héroes, colocados por su nacimiento y su educación en esa clase media tan desdichada, en la cual el menesteroso quiere lo que no puede y puede lo que no quiere.

Hogares empobrecidos, miserables, en los que, á diario, se lucha por el céntimo. Seres desventurados que pasan por el mundo como sombras, sin que jamás puedan proporcionarse su cuerpo ni su espíritu otros deleites ni otros placeres que aquellos que no cuestan dinero: pasearse, tomar el sol y ser espectadores vergonzantes en las fiestas de los más afortunados. Existencias que se pierden baldías en las estrecheces de los tabucos abiertos en las casas de vecindad, sin luz, sin aire, sin alegría, sin nada, en fin, de lo que tienen los otros. Hormigas desdichadas que todo el año trabajan bajo la pesadumbre de una carga superior á sus fuerzas para traer á su granero un montón de ochavos, que sólo sirve para mitigar groseramente el hambre de los suyos y mal cubrir las más apremiantes necesidades; temerosos siempre de que la ironía de su sino—¡cruel ironía!—les oponga en la angosta senda que recorren el obstáculo terrible de una malandanza; falta de trabajo, enfermedad ú otra desdicha cualquiera Vividores agobiadospor las deudas; hurones que husmean los escondrijos en que se venden las menudencias, para ellos precisas, á un bajo precio; negociantes eternos de los cuatro pingos y alhajillas que constituyen su riqueza, siempre en manos de los prestamistas; «marionetasá merced del Destino, ese buen dios de los paganos, que debe estar ya desquijarado de tanto reir á costa de la tremenda é ilógica división que separa á los mortales entre sí; unos, tan ricos, tan ahitos de todo, tan ruidosamente celebrados y festejados en todas partes; otros, tan míseros, tan hambrientos, que no arman en su calvario por el mundo otro ruido que el fúnebre de la esquila de un cementerio saludando sus fríos despojos.

Luis, que desconocía en absoluto lo que era la vida, que no sabía de ella más que lo que le enseñaron los libros y el plácido deslizarse de los días al lado de su tío y en el Instituto, vióse sorprendido dolorosamente ¡Mejor se creyó él que era para todos! Una ternura inmensa inundó su pecho y rebelóse contra su pobreza, que le hacía estar al lado de los desventurados, sin poder aliviarlos en nada, teniéndoles que oir con forzada indiferencia contar sus angustiosos infortunios ¡Ah, si él fuera un rico, un poderoso de la tierra! Y ante esta suposi ción temblaba de gozo y decíase como paradoja sublime de su altruismo: «Nada vale el dinero que no sabe acallar un bostezo de hambre ó ahorrar una lágrima de vergüenza.»

A veces, dejándose llevar de su natural vehemente, hablaba en voz alta aquello que él deseaba fuera la vida.

Y sus compañeros, sugestionados, oíanle boquiabiertos y asentían con inclinaciones de cabeza, sintiéndose felices por un instante, mientras les duraba la alucinación.

Y es que Luis sabía leer en aquellos cerebros la protesta callada por espacio de muchos años y la traducía en conceptos llenos de virilidad, exhalando el acre perfume de las flores bravias que se crían en los campos «Todo hombre tiene derecho á la vida—decíales—y la vida no es angustia, no es lobreguez, no es miseria eterna que encorve las espaldas por su peso abrumador, ni obscurezca el espíritu ni aniquile el cuerpo Todos los hombres tienen derecho á disfrutar de un pedazo de pan, de un rayo de sol y de un sorbo en eso que han dado en llamar los poetas la copa del placer Y si no se disfruta de estas cosas no se vive.»

Aquellos discursos, que dictaba la sinceridad de su alma virgen, valiéronle á Luis la admiración de los amanuenses, que, sin recatar su entusiasmo., le decían:

—Gundara, usted ha nacido para ser un grande hombre.

Gundara se sonreía, y les replicaba burlonamente:

—Pues ya ven ustedes cómo voy levantándome el pedestal de mi grandezaI

IV

Quin se encontraba en el mejor de los mundos... Aquel teje maneje de comprar y vender, y, sobre todo, de poder engañar á los parroquianos, le entusiasmaba.

No iba descaminado el bueno de D. Roque; el sobrinito tenía madera de comerciante: «Tú llegarás á ser mi sucesor, llegó á decirle en el colmo del entusiasmo.

Desde la partida del Maestro Ciruela acrecentóse la importancia de Quin; su tío, que jamás consultó con nadie sus asuntos, pedíale consejos; Quin se los daba á su manera, siempre sobre la base de que «todo negocio es viable y decoroso si se gana dinero». Don Melquíades, el eterno verdugo de si mismo, aparte la admiración que le producía ver aquel caso de salud excepcional, mostrábase agradecido al mozo, porque era el único en la casa que no se reía de su maniaco afán de curarse enfermedades imaginarias, antes por el contrario, advertíale solícito, y con regularidad cronométrica: «Sr. Chinchilla, las once; á tomar la kola.» Perico dispensaba cierta sumisión respetuosa á los puños del señorito Quin. Sole, desde que se vió libre de las miradas de Luis, que ella suponía de una impertinencia inquisitorial inaguantable, manifestóse más cariñosa, risueña y complaciente con el sobrino de su esposo. Otro que no éste y su factótum, harto ocupado con su risible farmacopea, encontraría imprudentes por lo comprometedoras ciertas demostraciones de afecto, algunas miradas y risitas de doña Sole hacia el fornido montañés, el cual, sin darse cuenta, poníase en tales ocasiones rojo como la amapola y con los ojos como candelillas ardiendo.

La vida de los comerciantes deslizase monótona, acompasada; son esclavos de su oficio; no pueden abandonar la tienda y fiarse de los dependientes, porque para ellos parece escrito lo de «hacienda, tu amo te vea» ó «el ojo del amo » Levántanse con el sol, y cuando éste se oculta, ya están rendidos de cansancio, hartos de bregarcon el público y con sus servidores; cenan después de cerrar y se acuestan con el bocado en la boca; al día siguiente repiten con matemática precisión lo de la víspera, y asi toda la vida; únicamente los domingos y días de gran solemnidad recrean el ánimo: pasear con la familia, ver una función de teatro, tomar café ó irse á los toros ó de merendona con los amigos, son sus únicos esparcimientos.

Claro es que no todos siguen esta linea de conducta, y, según la clase de comercio, pueden disponer de más ó menos libertad; esto le ocurría á D. Roque, que, sin ser una excepción de la regla que dejamos señalada, ibase por la noche, alzados los manteles, á matar un par de horas al próximo café de El Gallo, un café típico del Madrid antiguo, que evoca el recuerdo de las botillerías de antaño; alrededor de una mesa situada al fondo del pasillo (que esto parece la crujía central del vetusto café de la plaza Mayor), formábase con sin igual perseverancia hacía más de diez años una tertulia de comerciantes viejos y acaudalados; los temas predilectos de su conversación, eran la política, los toros y las mujeres ¡El de las mujeres sobre todos! Había un D. Trifón del Camino, gorrero en la misma plaza, que todas las noches, indefectiblemente, contaba su conquista de la víspera. Y dábase tan gracioso arte para relatar la aventura, describir á la dama y urdir las peripecias del lance hasta su final, siempre sabroso y sugestivo, que hacíaseles la boca agua á los carcamales que le escuchaban, y, á sabiendas de que todo era una fábula, se decían: «Pero ¡qué diablo de Trifón, y qué suerte tiene con las mujeres! »

A las once próximamente retirábase el pañero á su domicilio.

Recién casado, quiso substraerse á la tertulia aquélla y dedicar las veladas á su mujercita; pero al mes escaso le aguijó tal deseo de oir las historias donjuanescas de Trifón y las maldiciones de los otros contra el Gobierno, fuera el que fuese, que pretextando serle necesario reunirse con los compañeros para estar al tanto del negocio, volvió, como hijo pródigo, á su tertulia del café de El Gallo.

Quiso compensar á Sole dedicándole por entero los domingos, y como sabía lo mucho que le gustaba ir á los toros, no por el espectáculo que éstos ofrecen, sino por el que ella daba á los que la veían tan hermosota y provocadora, con la mantilla de madroños encuadrando su rostro de legítima madrileña de los barrios bajos, ceñido el pañolón de chinos y rosas á su cuerpo escultural, indolentemente retrepado en la «mañuela», D. Roque se abonó á dos delanteras de grada Iba en el coche tan orondo, tan satisfecho, que le faltaba poco para gritar: «¡Esta real hembra es mi mujer!»

No hay dicha completa. Nuestro pañero, tan linfático y abotagado, sentíase otro hombre en la plaza, y era de los que no resisten á la tentación de vocear como energúmenos, llamando «animal»al presidente: «tumbón», «canalla», «hijo de la gran tal», al piquero, y otras cosas aun más brutales al resto de los lidiadores, y era sabido: enronquecía, poníase afónico, el rostro encendido, congestionado. Tornaba á casa doliéndole la cabeza, zumbándole los oídos, resoplando como un rinoceronte, quebrantado, como si hubiera recibido una paliza, y jurándose, in petto, no volver más á los toros, y si volvía, permanecer mudo, sin excitarse por nada ni por nadie.

Otras veces íbase al Retiro ó á la Castellana con su mujer, ó bien se la llevaba á cenar á los Viveros; tales finezas le costaban casi una enfermedad, porque volvía jadean-do, empapado en sudor, muerto de cansancio ¡No! No estaba él para esos trotes, ¡qué había de estar! Le convenía el reposo; los paseos kilométricos son para andarines ó gente amojamada ¡Y aun decía el imbécil de Melquíades que debía irse por las mañanitas á la Puerta de Hierro!

Renunció á los toros y á los paseos, y como tampoco podía entrar en cafés ni en teatros, porque el calor de estos lugares le producía una tos convulsiva, rogó á su suegra que los días de precepto acompañara á su hija y se divirtieran ambas como mejor les pareciese.

El mientras echaría una siesta de canónigo, y luego después se daría una vuelta por los soportales de la plaza Mayor, lo suficiente para estirar las piernas.

En el café de El Gallo, y á solas con una taza de café, esperaba la vuelta de su Sole y de doña Gervasia, la suegra, un fenómeno de mujer, por lo bigotuda y lo obesa, con cara siempre de dolor de estómago, el hablar ronco, las narices como un pimiento, el lenguaje más picante que una guindilla.

A D. Roque, su suegra le producía terror y asombro inauditos: terror, por su genio irascible y su lenguaje agrio, descompuesto y desvergonzado; asombro, por verla siempre tan fresca, tan ágil, como si su mole fuese de algodón en rama.


Don Roque dijo á su sobrino la tarde de un día de fiesta, al mes escaso de la partida de Luis:

—Pero ¿qué? ¿Tú no sales nunca? Vaya, vaya, coge el sombrero y lárgate por ahí á divertirte la tus años me daba yo unos tutes en la Fuente de la Teja bailando con las criadas!

Y como observara que el sobrino permanecía indiferente, continuó:

—¿Es que no te gusta tomar el aire?

—Sí, señor; pero

—Pero ¿qué? ¿Quieres dinero?—Don Roque echó mano apresuradamente al bolsillo del chaleco y sacó hasta cinco ó seis pesetas en plata.

—No, no es eso, tío Es que no me gusta salir solo, y como no conozco á nadie, á no ser que fuera á buscar á don Melquíades.

—¡Nunca!.... Te morirías de aprensión En cuanto á buscarte amigos, no te lo aconsejo, porque el mejor ocasiona siempre disgustos Oye, ¿por qué no sales con la tía y con doña Gervasia? Al menos tendrás con quien charlar.

—Bueno; como usted quiera, tío.

—No; eso allá tú Mira, yo no voy con ellas por una tnsinificancia: porque á tu tía le gusta correr mucho, y yo no estoy para darme un trote cochinero

Quin convirtióse desde aquel día de fiesta en rodrigón de Sole. El pañero sentíase gozoso con haber proporcionado á su esposa acompañante de las prendas de Quin; doña Gervasia agradecía con un gruñido (muestra inequívoca de gratitud en la bigotuda señora) el librarse de ir toda la tarde espantando los múltiples moscones que piropeaban á su hija.

A Sole la encantó desde el primer momento ser acompañada por el joven; á su lado hacía un papel más airoso que con don Roque ó con su madre. Sobre que ésta le aburría lo indecible con su sempiterna canción, idéntica á la de su marido: «El comercio es una ruina » Y desarrollaba el temalata y soporíferamente. Hablaba del comercio la vieja, y no á humo de pajas, porque desde sus mocedades se dedicó á vender ropa blanca de niño en un inmundo portalucho de la calle de Cuchilleros. Y ahora que, debido á la generosidad de su yerno, se sentía dueña y señora de una tiendecita confortablemente instalada en los soportales deSanta Cruz, renegaba del beneficio, predisposición innata en ciertos seres, de proclamar inmejorable lo pretérito.

Quin no era hombre que sedujese por su oratoria ni por sus prendas intelectuales; era bastote, rudo, incapaz de sentir una emoción muy honda ni de expresar una delicada ternura; seguía siendo por dentro el muchacho que allá en el pueblo andaba á cantazos con los chicos, por vanagloria de que le diputaran el más valiente, y á pedradas con los gorriones por el gusto de comérselos, sin emocionarle abrir la cabeza del camarada, ni presenciar la agonía del pájaro.

El primer domingo estuvo un si es no es encogido y molesto; nunca había acompañado á una «seflorona» así, y no sabía cómo ir á su lado, ni qué decirla; pero cuando se percató de que los hombres la miraban sorprendidos con su hermosura, y volvían la cabeza para contemplarla más á su sabor, despertóse su vanidad y se enorgulleció de su papel. ¡Ah, si en vez de ser la esposa de tío Roque lo fuera suya, la daría el brazo, no por deferencia ni cariñosa solicitud hacia la mujer, sino porque supieran que él era su único poseedor y le envidiaran! Sole, por su parte, también pensaba en algo parecido: de muy buena gana se colgaría del brazo del arrogante mozo para que creyesen que era su «hombre» y proclamasen su buen gusto.

Doña Gervasia razonaba para sus adentros: «Da gusto ver acompañada así á mi hija Hacen estos muchachos una gran pareja.» Y como síntesis de su pensamiento, finalizaba: «Este Quin debía ser el amo del almacén, y el encargado la marmota de Roque.»


En toda mujer del pueblo hay un gran fondo de romanticismo, y Sole no era una excepción: gustábanle las historias de santos y de bandidos que oyó recitar en la niñez á los romancistas callejeros; sus ídolos, como hombres y como galanes, eran el Trovador, Diego de Marsilia, Don Juan Tenorio, Don Alvaro, seres reales ó fingidos que vió de bulto en la escena, que la conmovieron y la admiraron con sus pasionales acentos, sus terribles arrebatos de celos ó de desesperación, su arrogancia y gallardía; anhelante, leía los folletones de los diarios; le encantaba poder ir al campo, perderse en las frondosidades de los árboles y, sentada al pie de uno de éstos, sumirse en un mundo quimérico, en donde ella dejaba de ser la Sole, mujer de un pañero muy gordo y muy viejo; convertíase en una de aquellas heroínas que en el teatro ó en la novela hirieron más á lo vivo su imaginación; veíase adorada por un galán y gentil caballero que susurraba á sus oídos frases que ella jamás sospechó pudieran decirse con tal fuego, con tal arte. No las entendía; pero le sonaban á música, llegándole al corazón como si fueran saetas de luz abrasadora que, á la par que le iluminaban, hacíanle arder con fuego de amor que, cuanto más abrasa, más deleita El murmurio de los árboles, la inmensa bóveda del cielo, el majestuoso y solemne reposo de los campos impresionaba entonces á aquella pobre mujer, que se sentía como sobrecogida y espantada de sus sueños y rompía el encanto con una risotada, diciéndose á sí propia, en su lenguaje populachero: «¡Vaya unas chifladuras raras que me entran!» Y, no obstante, después de aquel romántico soñar, quedábale en lo hondo de su ser como un sedimento amargo de desilusión y descontento de sí misma; hallaba harto prosaico y fastidioso al bueno de D. Roque, y de sobra aburrido el vivir en las obscuridades de un almacén de paños.

En sus paseos con el sobrino procuraba alejarse de la gente; sin saber por qué, hallaba más atractivos que en lucirse ella y lucir á Quin, en internarse en lo más apartado del Retiro ó en lo más frondoso é inexpugnable de la Casa de Campo ó de la Moncloa, en un sitio donde hubiese árboles, sombras, quietud; donde se saborease el campo, valga la frase, y allí, sentada al lado de Quin, soñar con apuesto caballero que susurraba á sus oídos palabras que sonaban á música y llegaban al corazón como si fueran saetas de luz abrasadora Al romperse el encanto no tropezaría con un marido viejo y gordinflón, sino con un acompañante joven y guapo. El sobrino de su tío maldito si se percataba de aquellos rápidos éxtasis de doña Sole, y aun cuando los sorprendiera, no eran sus labios precisamente los que sabían modular frases como las del gentil caballero.

Los jóvenes sentábanse en el santo suelo, próximos á un árbol; doña Gervasia encontraba algo chocante que á su hija le diese el naipe por pasear entre zarzas: seguía la sin protesta, y así que veía un sitio ad hoc se sentaba trabajosamente; con la contera de su sombrilla rayaba la tierra, sin advertir que con su entretenimiento despanzurraba á unas cuantas hormigas; entrábale á poco mortal somnolencia y quedábase dormida, con la cabeza caída al pecho.

Sole, que en estos paseos se sentía parlanchína y decidora, aprovechaba el sueño de la vieja para charlar á su gusto con el sobrino; eran diálogos íntimos que parecían chichisveos de enamorados.

A Quin le contaba la real moza lo que nunca contó á su marido; manifestábase sin doblez ni artificio; abandonaba sus humos señoriles para ser la hija del pueblo; eran páginas de su vida relatadas en el lenguaje picaresco y ocurrente de la madrileña nacida en el riñón de la corte; había en aquellas páginas algo de candorosidad pueril que su interlocutor no advertía; eran sus confidencias dominicales algo quejumbrosas, como piar del pájaro que se rebela contra su jaula

—¿Sabes?—le decía á su seudo pariente.—Yo no he sido feliz, yo no he vivido nunca á mi gusto Cuando yo era muy pequeñita recuerdo que mi padre era el único en casa que me hacía caricias Mimadre siempre ha tenido un genio de los demonios, y más entonces: entre-los berrinches que se tomaba en el portalillo con la venta de la ropa y los que le daba mi padre por no encontrar nunca trabajo y pasarse los dias enteritos en la «tasca», jugando, pues, ¡no quiero decirte! Doña Gervasia era un puro veneno, y yo la que pagaba siempre el pato

Ya mayorcita, en la escuela pasé las de Cain; la señora, una andaluza muy redicha y muy ridicula, que se habla quedado para vestir imágenes y traer á todas horas puestos los papillotes sobre la frente, me había tomado tirria porque no me gustaba coser ¡Eso nunca me ha gustado! Y tú que no quieres caldo tres tazas Tenía yo costurapor la mañana y por la tarde. ¡Los coscorrones que me habrá dado la maestra!

Al salir del colegio tuve que apencar con el oficio de mamá, coser en blanco; el negocio del portalillo no iba muy boyante; mi padre había muerto, y los gastos que ocasionó esta desgracia trajeron la ruina Y mira tú por dónde la Soledad, que cuando pasaba junto á una sedería cerraba los ojos para no ver las agujas, se desojaba de siete á siete en el verano y de ocho á ocho en el invierno, salvo la hora de comer, cosiendo camisas, calzoncillos, chambras, enaguas, de todo.....

¡Eso sí! Los días de fiesta me desquitaba; me ponía mis cuatro trapitos, me calzaba las botas de charol, me echaba sobre los hombros mi mantón de seda, mi única joya. ¡Pobrecita, cuántas veces estuvo en el quitamanchas!

—¡Qué! ¿Tanto se le manchaba á usted, tía?—preguntó Quin admirado.

La tía soltó una gran carcajada.

—¡Tonto! Es que estaba en la casa de préstamos Pues, como te decía, muy retecompuesta y retepeinada, me iba con las amigas del obrador á paseo ó al baile.....¡Aquellos fueron mis mejores tiempos!

Hacía una larga pausa, y pronunciaba con esfuerzo:

—Luego ¡me casé!

Aquí la narradora daba un sesgo al relato, como si rehuyese tratar de lo de su matrimonio; le repugnaba instintivamente aquel asunto, y, sobre todo, tener que confesar que su boda había sido un vergonzoso amaño de su madre, cegada por el dinero de D. Roque.

Saltaba como sobre ascuas en lo referente á sus relaciones con el que debía ser su esposo, y callábase, por prudencia, los galanteos con unos cuantos mozalbetes del barrio

Hablaba de los esplendores que hubo en su boda, una de las más rumbosas y celebradas ¡Como que salió en los papeles en letras de molde! En el campo se dió la gran comilona y asistió lo más granado del elemento mercantil de la calle de Toledo y de la plaza Mayor.

Callábase las lágrimas que le costó verse á solas con el que era ya su dueño

El cetáceo del hombre, aquella vez más congestionado, más sudoroso y más imponente que nunca, resultó también el más cándido, el más torpe y el más ridículo de los amadores. No encontraba palabras con que expresar la hinchazón de ventura que sentía al verse amo y señor de una mujer tan hermosa, tan fragante..... Y balbuciaba como un niño: «¡Lo que te quiero, Sole, lo que te quiero! Y de ahí no salía, ni tampoco de dar vueltas alrededor de ella á la manera de un gato que aguarda impaciente le den una golosina.

En aquellos momentos Sole sintió inexplicable angustia; vió de cerca á lo que se había sacrificado por seguir los consejos de su madre y atender á su propio egoísmo de vivir vida cómoda y fastuosa.

¡Dios mío! Aquella no era la emocio nante noche de nupcias que había entrevisto en su imaginación, ayudada algún tanto por las veladas descripciones de parecidos casos leídas en las novelas, y un mucho por los intencionados y maleantes paliques escachados en el obrador y en la vecindad.

La habitación era lujosa, tenía muebles riquísimos, la cama matrimonial, colgada de damasco azul y oro, resultaba casi regia, como ella no pudo soñarla y, no obstan te, aquella habitación parecíale de aterradora severidad, y el lecho un catafalco. Miraba, azorada, en torno suyo: sus ojos parecían buscar algo que ella no sabría decir precisamente lo que era, pero cuya falta presentía ¡Amor! Sólo tenía ante sí la tardía pasión de un viejo zafio que prometía pasarse la velada rondando en torno suyo, susurrando como una letanía:

—¡Lo que te quiero, Sole, lo que te quiero!

Sentíase nerviosa, inquieta, disgustada con aquel hombrón que hacía retemblar el pavimento con sus pisadas, que jadeaba amenazando estallar el flamante frac en uno de aquellos resoplidos.

Siquiera D. Roque hubiese podido hablar, ó sido hombre de mundo, habría resultado menos desairada su situación en tan críticos momentos.

Súbitamente se le ocurrió acercarse á la llave de la luz eléctrica y dejar á obscuras la habitación.

Sole le agradeció tan feliz idea.

Himeneo aquella noche encendió, gruñendo y de mala manera, la peor de sus antorchas.


Naturalmente, aquellos recuerdos reservábaselos Sole para ella. Esforzábase por hacer ver á su confidente su gratitud hacia el que la había sacado de la nada para elevarla hasta él. Jamás podría pagarle ella sus bondades, su cariñosa solicitud, su querer desinteresado, noble, serio, formal: una carretada de elogios, en los que había un no sé qué de punzante é irónico.

Quin oía todo lo referente al matrimonio de su tío con religioso silencio; allá, en su magín, veía la cosa desde el punto en que él veía todo lo de este mundo, por el lado del negocio, de lo práctico, y, mentalmente, reconocía en Sole un talento sagacísimo, puesto que había sabido «atrapar» al viejo, y, de una vez para siempre, resolver el magno problema de un modtis vivendi espléndido.


Se hallaban sentados, cabe la sombra protectora de unos álamos blancos.

Sole preguntó á Quin, mimosa, con deje de hermana mayor que quiere sonsacar al hermano:

—Oye, oye Cuéntame ¿Qué tal andas de novia?

El montañés púsose encendido como la grana, y, como si se atragantase, replicó, un si es no es amoscado:

—Pero, tía, ¿usted cree que yo pienso en esas cosas?

—¡Hombre! la tus años!

—¡Lo primero es labrarse un porvenir!....—dijo con énfasis el mozo.

—Vamos, sí; entonces piensas buscar novia ya talludito, como el tío.

La ironía era harto manifiesta.

—No, no tanto

—Y ¿cómo te gustan á ti las mujeres? Quin, como si no comprendiera la pregunta, quedóse mirando á su tía estúpidamente.

—¿Morenas? ¿Rubias? ¿Altas? ¿Bajas? ¿Delgadas? ¿Gruesas?

Y como su interlocutor hiciera á todas estas preguntas un movimiento negativo, Sole, impaciente, exclamó:

—¡Pero, chiquillo! ¿No te gustan las mujeres?

—¡Ya lo creo!

—Pues entonces, ¿cómo las quieres tú?

Quin bajó la voz, y mirando algo confuso á la hermosa, murmuró:

—¡Como usted, tía!

Tan inesperada respuesta produjo en Sole el efecto de una descarga eléctrica; encendiéronsele las mejillas y tembláronle los labios.

Hubo una pausa corta. Sole intentó serenarse, y con un «gracias por el cumplido», dió por terminado el diálogo.

Al ir á levantarse del sitio en donde se hallaba sentada, Quin le tendió la mano y notó que la de Sole ardía como si tuviese fiebre.

Silenciosos regresaron del paseo.

Cerca de un ventorro vieron á una pobre vieja que pedía limosna:

—¡Vaya una parejita de novios que hacen! ¡Dios los bendiga!

Sole se detuvo en su marcha, y tendió instintivamente los brazos, como si fuera á caerse de bruces; su madre y Quin acudieron solícitos.

—¿Qué te pasa, hija?

—¿Qué es eso, tía?

—¡Nada! ¡No ha sido nada!—contestó, intentando una sonrisa.—¡Sólo un tropezón!...¡Creí que me caía!

Dijo esto último como quien responde maquinalmente, embargado el espíritu por múltiples pensamientos.

Y en tal ocasión, los de la pañera no podían ser más perniciosos.

Sobre todo para su marido.

V

La cariñosa oficiosidad de su compañero de oficina D. César, proporcionó á Luis cómodo alojamiento en casa de una tal doña Telesfora, mujer entrada en años, viuda de un famoso cocinero.

El piso segundo de aquella casa de moderna construcción, situada en la calle de Fuencarral, cerca de la Glorieta de Bilbao, hallábase dividido en tres cuartos: el del centro lo ocupaba D. César, y tenía en la puerta una placa de metal dorado, en la que se leía en caracteres negros:


MARIE
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MODES


En el cuarto de la derecha vivían dos señoras pensionistas: madre é hija, y en el de la izquierda doña Teles, como llamaban en la vecindad á la viuda del cocinero.

Era una patrona ideal por lo mismo que no era una patrona; doña Teles, al vestir las tocas de la viudez, suspiró por tener en su compañía una persona decente que la diera sombra y ayudase á pagar el cuarto; lo último, casi un pretexto, porque el «difunto» había hecho con sus salsas, guisos y pasteles un regular capitalito que, íntegro, pasó á manos de la viuda.

Cayó Luis como agua de Mayo: doña Teles le recibió alborozada, y le destinó las mejores habitaciones, las que en vida ocupaba su Bernardino: un gabinete con balcón á la calle, y una alcoba estucada, en cuyo centro, imponente y majestuosa, alzábase una cama aderezada á la antigua, es decir, con jergón y cinco colchones; en el gabinete, las sillas eran de tapicería forradas de raso amarillo; la mesa-ministro de roble, y el armario-librería de idéntica madera; los libros eran escasos: la Historia de España, de Lafuente, unas cuantas novelas encuadernadas á la holandesa, de Fernández y González, y varios libros culinarios, entre los que podrían citarse, en loa de su poseedor, el Arte de cocina, de Martínez Montino; La fisiologia del gusto, de Brillat-Savarin; el recetario de Angel Muro y otros manuales que debe conocer un buen cocinero.

Doña Teles daba de comer opíparamente á su huésped, recordando los platos que más le gustaban al difunto, el cual fué en vida un príncipe, si se le juzgara por el aforismo de su maestro: «Dime lo que comes y te diré quién eres. En cuanto á las otras minucias referentes al aseo del cuarto y persona de Luis, ni la más solícita madre las atendería con tan celoso cariño.

Y para que el señorito lo tuviese todo á punto, doña Teles dejó de asistir ájubileos, novenas, trisagios y otras funciones religiosas que antes consumían su tiempo; en casa entreteníase leyendo el Año Cristiano, y más de una vez la sorprendió el huésped de rodillas, delante de alguna de las múltiples imágenes de santos y santas, que en sendos marcos encerradas, cubrían las paredes de las habitaciones.

A los dos días de su instalación, supo Luis la vida y milagros de los de la vecindad por boca de doña Teles, que en lo de averiguar historias del prójimo no tenía precio.

De tan cumplidísima información sólo escuchó el joven con algo de interés lo que se refería á D. César.

—Yo soy más clara que el agua—le dijo la parlanchína señora.—Las cosas como son: el tal D. César es muy buena persona; pero, hijito, tan fantasioso, tan vano, que no cabemás Siempre trae en la boca que alterna con lo mejorcito de Madrid Para él no hay título, ministro, banquero, periodista ni cómico célebre al que no tutee ¡Con todos dice que ha ido á la escuela!..... Para él tampoco hay reunión, soirée, lunch, baile ó fiesta del gran mundo á la que no le inviten y casi siempre anda con el frac á vueltas, que, eso sí, como buena ropa, la tiene..... Todas estas grandezas son mentiray ganas de farolear y darse tono La pobre de su mujer es digna de lástima, que vive aperreada con su oficio de modista para que el señor coma, beba, fume y la pinte con los amigotes Desde que los conozco—¡ya hace años de esto!—jamás ha tenido el caballero otra ocupación que la de paseante en corte Siempre espera á que vengan los suyos, y como es liberal cuando mandan los conservadores, y viceversa, pues se está santamente con los brazos cruzados Ahora le han dado un empleo al gran señor El otro día me lo encontré en la es-calera, y me dijo, como él dice las cosas, hispándose más que un pavo: «Doña Teles, si algo se le ocurre, en el Ministerio de la Gobernación, estoy á sus órdenes en la secretaría particular del Ministro. ¡Se trata de un amigo de la niñez! Y sacó á relucir lo de que había ido con el Ministro á la escuela. Y como yo le dijese: «Don César, será decentito el empleo, ¿eh?», me contestó: «¡Psss! No todo lo que debía ser ¡Ocho mil pesetas!.....—y aun dice que es poco!—Pero esto, me dijo, no es más que un compás de espera hasta las próximas elecciones en que me darán el acta de diputado.» Y yo me dije para mis adentros: «Gracias á Santa Rita, abogada de imposibles, que la pobre doña María ha podido ver empleado al zángano del marido. Y ya es un sueldo: ocho mil pesetas ¿Verdad, señorito Luis?

El señorito Luis, que había escuchado sin pestañear, asintió con un ligero movimiento de cabeza.

Sabía respetar las debilidades del prójimo.


Luis acudió puntual á la cita que para su casa le había dado D. César.

La propia madame Marie salió á recibirle: la señora del farfantón era una mujer baja de estatura, escuálida, angulosa, pero de fisonomía risueña y agradable; traía puesta una bata de color salmón, de corte irreprochable y cruzando el pecho como insignia de su oficio, el metro flexible.

—Pase usted, caballero, pase usted—dijo con sonrisa é inclinación de cabeza idénticas á las que dedicaba á sus mejores clientes.

Don César, en bata y zapatillas, cubierto con un gorro de terciopelo bordado en oro, apareció en el pasillo:

Previos los saludos y presentaciones de rúbrica, dijo á Luis, mostrándole una puerta de escape:

—Pasa, pasa á mi biblioteca.

Quedóse el joven atónito; la biblioteca era una modestísima habitación, en la que había una mesa de despacho, vieja; un sofá, tres sillas deterioradas de reps azul, y un estante de pino sin barnizar, colgado de unas cuerdas á dos escarpias: en el estante hasta una docena de libros usados y entre éstos cinco volúmenes de la Guia oficial de distintos años: las paredes se veían cubiertas por lienzos antiquísimos pintados al óleo pésimamente: eran retratos de gente de golilla; las molduras de los cuadros tenían el tono cobrizo peculiar del descascarillamiento del dorado: sobre la mesa, cubierta de periódicos y papeles, había una teresiana.

Sentados los dos amigos en el sofá, por cuyo asiento asomaban sus espirales los muelles, D. César dió una palmada y gritó:

—¡María Tudor!

Apareció la modista en el vano de la puerta y preguntó mimosamente:

—¿Qué quieres, mi César?

—¡Que nos sirvan el café!

—¡Al momento!

Fuese la señora, y D. César, radiante de gozo, dijo:

—¡Estamos de enhorabuena! La fortuna nos sonríe, el mundo es nuestro, y á ti—¡oh joven!—el Destino te reserva la coronade laurel propia del vencedor—D. César era en todo rimbombante.—He guardado mi secreto hasta tener seguridad absoluta de la realización de mis planes. la lo mejor se lleva uno cada chasco en estas cosas!—aquí un gran suspiro que le salía de lo hondo del pecho.—¡Ah! Pero ya no se trata de un sueño ni de una fantasía He encontrado lo que me faltaba: un caballo blanco, el hombre de los monises. Sin dinero, caro Teótimo, no hay nada posible en el mundo: el dinero sirve para que se luzcan mejor las ideas de los pensadores: la moneda es el nervio de todo Ya lo dijo Napoleón, ó quien lo dijese Toma uncigarrito Son de los superiores Pues sí, Luisín, tu nombre, el mío y el de unos cuantos genios ignorados, pronto los trompeteará la Fama.

—Pero, D. César, ¿de qué se trata? Me tiene usted ya impaciente.

—Amigo, no se ganó Zamora.... ¡Enciende con mi habano 1—era un modestísimo peninsular de quince céntimos.—No malgastes una cerilla! Ha años tenía yo metido entre ceja y ceja fundar un periódico, no un periodiquito más de esos que vienen al «estadio de la prensa» á ser flor de un día, ¡no, señor! El mío será original, originalísimo; viene á romper los viejos moldes Por el pronto, le haré decenal..... ¡Hay que tomarle el pulso á la opinión! Y si ésta responde, que sí responderá, me apuesto yo las orejas si no le convertimos en diario antes de un mes ¿Tú sabes la fuerza que manda uno de estos rotativos?

Aquí D. César paró en su entusiasmo y en su discurso; un gato blanco muy mono, que traía al cuello un lacito de seda rosa, entró en la «biblioteca», y sin miramiento ninguno saltó al hombro del orador.

¡Bucéfalo! ¡Abajo! No seas im prudente—Y dirigiéndose á Luis, advirtió:—Alejandro el Grande llamó así á su caballo, y yo á mi gato ¡No transijo con los nombres vulgares!

Bucéfalo, de un salto, se colocó en uno de los brazos del sofá, y allí se estuvo mirando manotear á D. César, que charlaba en voz recia, como si tratara de acallar el rápido rag-rag de una máquina de coser que había pared por medio.

—Nuestro periódico se titulará El Campeón de España ¡Me parece que es untitulito! Don Celedonio, el caballo blanco, estaba encaprichadísimo con que e le pusiera El Defensor del Comercio Español. ¡Claro! ¡Como el hombre tiene diez tiendas de ultramarinos, quería arrimar el ascua á su sardina! Tratará de todo: de socialismo, de política roja, de crítica, de arte, de literatura cuetos, versos, historietas picantes, que eso le gusta mucho á la gente, etc., etc. Será de tonos fuertes; es lo que necesitamos los españoles Todo es puro eufemismo en la prensa: se llama «conspicuo» al que es una calabaza; «genial» al tagarote; se dice «distrajo» por robó, y así, por este orden, á todo Conque ya puedes ir preparándote para hacer tusprimeras armas en el periodismo ¡Vas á entrar por la puerta grande! Tú harásel artículo de fondo; lo necesito para el jueves, porque el domingo sale á plaza El Campeón de España.

Objetó Luis que él no sabría cumplir con tal comisión, puesto que nunca había escrito para el público; instó D. César, y como el encargo halagaba al joven, se convino en que éste redactara el artículo editorial del primer número.


Como chico con zapatos nuevos andaba D. César ocupado con los «prolegómenos gestatorios—como decía—de la publicación del decenario. Puesto de punta en blanco, iba al Gobierno civil á activar la concesión del permiso para la salida del periódico; á la imprenta, á casa de los redactores y colaboradores á suplicarles el pronto envío del original: una mañana bajó al Rastro y compró un buzón de madera, lo pintó de rojo y amarilloy puso en cada una de las tapas «EL CAMPEÓN DE ESPAÑA». Lo clavó en el sitio más visible del portal.

A la hora de la comida D. César lamentábase con María Tudor de que el tendero de ultramarinos, el verdadero amo, fuese un lio Miserias que no quería instalar las oficinas de su periódico en un piso entresuelo de la calle de Alcalá, cerca de la Puerta del Sol, cubriendo los balcones con una muestra digna de El Campeón, formada por letras de bronce dorado de un metro de altura.

—Porque, calcúlate tú qué efecto para el público y la importancia que esto daría á la publicación Pero estos burgueses dinerados no saben más que traficar en garbanzos.

Cuando su marido hablaba, madame oíale suspensa, admirada, diciéndose:

—¡Lo que vale este hombre! ¡Si mi César tuviera tanta suerte como talento tiene!

Y aunque el talentudo señor, en diez y seis años que llevaban de matrimonio, jamás ganó un céntimo ni realizó ninguna de las prodigiosas empresas que de continuo germinaban en su cerebro, almacén de fantásticos enredos y embustes, creía la pobre mujer, cándida como la paloma, en el genio asombroso de su marido y en que, más tarde ó más temprano, su nombre se inmortalizaría. La fe puso afortunadamente en sus ojos una venda para no sorprender lo grotesco y ridículo que resultaba aquel cachivache enfatuado de D. César Fernández Torrecilla, que, en su maníaco afán de grandezas, ponía en sus tarjetas:


CÉSAR FERNAN DE LA TORRECILLA,


diciéndose descender de antiquísimos Condes de Galicia. Y su padre, su abuelo y su bisabuelo fueron unos humildísimos rapabarbas ambulantes.

La víspera de la salida de El Campeón, D. César volvió á su casa por la tarde más pronto que de ordinario; traía la cara al rojo escarlata, los ojos le brillaban coléricos; doña María se asustó.

—¿Te has puesto malo en la oficina? ¿Qué tienes, mi cielo?

—¡Qué oficina ni qué narices!—replicó el grande hombre con voz atronadora.—¿Crees tú que estando yo al frente de El Campeón iba á continuar hecho un miserable escribientillo de tres al cuarto? Acabo de presentar la dimisión, y he dicho al idiota del jefe que era él muy poquita cosa para tener á sus órdenes á un Fernán de la Torrecilla

—¡Claro, y con eso habrás tomado un sofocón! ¡Pobrecito mío! ¿Para qué te pones á discutir con esa gentuza?

—¡No! No ha sido con los de la ofi cina con los que he discutido, sino con el imbécil de D. Celedonio ¡No sé cómo no le he tirado de cabeza á una zafra!¡El animal de bellota! ¡El indecente! ¡El mamarracho! ¡Habráse visto infamia!

—Pero ¡por Dios! ¿qué ha ocurrido? Dímelo, Cesarito, dímelo.

—Pues que al presentarle yo las prueba del número me sale con el registro de que se ponga su nombre como director del periódico ¡Eso es una completa canallada! Porque ¿quién es Celedonio García? Un tío bárbaro que no sabe nada de nada¡Natural! Ha visto el negociazo que sele viene encima y ahora quiere gloria y dinero Di tú que ya está uno compro metido con todo el mundo y que va en ello mi nombre, ¡que si no! ¡En seguidita el hijo de mi madre se encarga del periódico! ¿Y qué da para el desarrollo de El Campeón? ¿Tres mil cochinas pesetas!¡Lo que se gasta uno en mal almorzar con dos amigos!

Don César bufaba; madame, olvidándose de la prisa que corría la labor que traía entre manos, sentóse al lado del grande hombre, para aquietar su furia En el obrador, en tanto, entreteníanse oficialas y aprendizas en contarse cuentos Sus risotadas se oían en toda la casa.


No es para descrita la honda emoción que á Luis le produjo ver transformados los desiguales renglones de sus cuartillas en los simétricos de imprenta: fingíase las letras de molde como soldados liliputienses de plomo, mantenedores de las ideas, riñendo á veces batallas formidables y más ventajosas para la humanidad que aquellas otras en que intervienen soldados de carne y hueso; parecíale que su artículo impreso adquiría relieve extraordinario y que otro cerebro, que no el suyo, le había concebido; anhelaba que El Campe n saliera á luz; tenía esa febril impaciencia que iguala al escritor primerizo con la púdica doncella que ansia y teme al mismo tiempo llegue el día de sus nupcias.

El domingo en que salió á plaza El Campeón entró Luis en casa de D. César un si es no es azorado y vergonzoso.

Pasó á la «biblioteca», convertida en «Redacción», y que, salvo el nombre, no había cambiado en nada.

Don César, vestido de frac y con guante blanco, más orondo y satisfecho que nunca, de pie, cerca de la mesa, fumaba parsimonioso un veguero auténtico; teníalo cogido habilidosamente entre los dedos para lucir la sortija encarnada y oro que acreditaba su bitola.

Al lado de D. César había un señor rechoncho, con las narices muy aplastadas; tenía todo el empaque de un tendero de ultramarinos: efectivamente, lo era: sentados en el sofá y en las sillas había hasta tres prójimos más, para Luis totalmente desconocidos.

Cesaron los diálogos al aparecer Gundara, y D. César corrió á su encuentro, tendiéndole los brazos.

—¡Mi enhorabuena por todosl ¡Es una hermosura tu artículo! ¡Soberbio! ¡Causará una revolución!

Y volviéndose hacia los circunstantes les dijo con el tono que adoptaría un prestidigitador de feria anunciando el más excepcional de sus juegos:

—Don Luis Gundara, autor del editorial de El Campeón; su modestia, que iguala á su talento, ha impedido que lo firme.

Y señalándolos á medida que los nombraba, hizo la presentación de los allí reunidos:

—Don Celedonio García, afamado industrial, distinguidísimo «ultramarinero», Mecenas de la literatura patria, nuestro director.

—Servidor de usté, joven—dijo el aludido, tendiendo bruscamente la mano á Luis.

—Don Justo Arcicollar, encargado de la sección de crítica, conocido urbi et orbi por su famoso seudónimo El Maldiciente.

Don Justo, que visto de perfil tenía la cara de un besugo pintado de ocre, con un bigotito lacio, dirigió á través de sus lentes una mirada escrutadora á Luis y sermoneó en tono doctoral:

—He leído su ensayo No está mal del todo, joven Adornan á usted excelentes condiciones para no ser un escritor adocenado, como lo son casi en su totalidad los que hoy se disputan el fácil aplauso de la ignara muchedumbre Trabajo y constancia. El genio no es más que la consecuencia lógica de una voluntad pacienzuda, según ha dicho Carlyle ¡Eso es, Carlyle!

Luis habría refutado la cita, pero se contuvo; le pareció esto imperdonable descortesía.

—El señor es el encargado de la parte social y filosófica de El Campeón—continuó imperturbable D. César, señalando á un hombrecito escuálido, narigudo, con ojuelos de ratón triste, que armonizaban con el gesto entre desdeñoso y dolorido de su semblante lampiño; caíale sobre los hombros una melena desdichadamente inculta,

—D. Joaquín

—¡Psss!..... señor—atajó el melenudo filósofo,—¿á qué molestar al prójimo obligándole á saber un nombre más? ¡Hartos llevamos almacenados en la cabeza.—Y dirigiéndose á Luis:—Llámeme usted X, ó lo que se le antoje, pero de ningún modo me designe con el nombre con que me han encasillado en la sociedad.

Sonrió Gundara, y tendiéndole la mano, le dijo afectuosamente:

—Pues, señor mío, si no le causa disgusto le llamaré El filósofo.

—Bien está, aunque el apelativo no sea exacto, porque yo no soy un filósofo en el sentido neto de la palabra Soy sólo un forjador de sublimes paradojas.

Y cerrando los ojos, como si la interna visio le alejara de la realidad, murmuró compungido:

—Eso es el ser: una paradoja viviente fluctuando en la nebulosa de lo incognoscible

Dijo y se sentó, abismándose en las profundidades de sus pensamientos.

Don César rezó al oído de Luis:

—Es el chiflado de la Redacción: no le hagas caso.

Alzó la voz y dijo:

—El señor es el poeta de la casa: D. Gustavo Clavellín, autor de Azulot'ees, poemas que han alcanzado un gran éxito. Es un impresionista á la moderna, que componeestrofas de un raro mérito—Y al oído á Gundara:—Llama besugos á Espronceda, Zorrilla, Bécquer, Núñez de Arce y Campoamor.

El señor de Clavellín, que parecía un lirio arropado en un pésimo gabán color verde aceituna, dijo con voz aflautada:

—¡Oh, el Sr. D. César es galante, galante, galante! No son versos los míos tal como los entiende el vulgo ¡No! ¡Nunca! Eso no es arte ni es nada, juego de niños No hay que sujetarse á reglas ni acoplar las sílabas como hiladas de ladrillos en una fábrica Busquemos dar al lector la sensación Esa falta, y perdone usted mi franqueza, noto yo en su artículo; está demasiado retórico, demasiado castiza... ¡No! ¡Hay que dar ante todo la sensación..... sensación y sensación Yo hubiera terminado todos los párrafos repitiendo, puesto que se trata de la regeneración social: «Ruinas del ayer derruidas, eternas ruinas, ruinas sin fin.» El lector experimentaría la justa sensación del desastre que usted predice

Luis asintió con fina ironía:

—Agradezco su advertencia en lo mucho que vale..... Desde el próximo número procuraré escribir lo más sensacionalmente posible.


El pobre D. Celedonio abría tamaña boca de aburrimiento: no entendía jota de lo que hablaban aquellos señores; entrábale esa fatiga mental que produce el escuchar disertaciones incomprensibles y soporíferas; se sentía desfallecer, cerraba los ojos.—Pero ¿á qué habré venido yo á esta reunión de chiflados?—decíase el tendero, reprimiendo un bostezo.—Este D. César no se conforma con sacarme los cuartos, sino que, además, me trae para que me rompan la cabeza con sus literaturas estos caballeritos que no conozco y que deben ser todos unos sabios y tener mucha razón en lo que dicen, según lo que charlan y lo que chillan ¡Rediezla, y esto ya es mucho moler! Pues si así es el primer día, ¿qué será másainde? Vaya, vaya, á mi tienda me vuelvo, y allá se las campaneen ¡Este D. César tiene una manera de solenizar las cosas! Yo creí que en la inauguración de El Campeón habría un lunche decentito, según me lo ponderó el hombre. Buenas pesetas le di para esto Y aquí no veo más que cuatro pastas, clase inferior; una botellade Jerez de Arganda, y una docenita de puros ¡y se acabó! Ni convidados, ni prensa, ni baile, ni cante ¡ni una mala murga tan siquiera! ¡Esto es una indecente cursilería!

Mientras esto pensaba D. Celedonio, poeta, filósofo y crítico habíanse metido en una polémica sin pies ni cabeza: hablaba uno de las sensaciones, de que todo era azulino en el Universo mundo; el otro, llamaba legión de borregos menesterosos, resabiados é incultos á la Humanidad, la cual sólo sería perfecta cuando llegase el reinado del superhombre, es decir, según Nietzsche, la suma perfectibilidad del sér por su propia voluntad; el crítico tronaba contra todo lo divino y lo humano: ni arte, ni literatura, ni ideas, ni ciencia, ni nada había para él digno de aplauso. Era aquello un fuego graneado de citas y de autores, y sonaban indistintamente los nombres de Carlos Marx, Maeterlinck, Ibsen, Nietzsche, Ruskin, D’Anunzzio, Lombroso, Baudelaire y más señores; el poeta esforzaba el tono de flauta de su voz, y daba pitidos; el filósofo manoteaba fieramente, y negaba con los brazos, con la cabeza, con todo el cuerpo; su melena esparcíasele por la cara, dejando ver el cuello de la camisa negruzco, rugoso, aplanchado Dios sabe cuándo; el crítico era el que se mostraba más frío, sonriéndose con sonrisa desdeñosa y antipática.

La atmósfera era insoportable; hacía un calor de estufa y el humo llenaba el gabinete.

Don César abrió el balcón de par en par, y asomóse pretextando que se asfixiaba; quería hablar con Luis á propósito de El Campeón, de sus esperanzas risueñas, de lo orgulloso que se sentía por haber dado forma al ideal que rodaba por su magín mucho tiempo hacía Estaba en camino de ser un grande hombre, de conseguir aquellos empleos y preeminencias que eran su constante pesadilla. «¡Sí, amigo Luis, todo llega!», decía realmente conmovido. Y en voz baja, para que no le oyesen los otros: «¡He luchado como un bravo toda la vida, y ahora recibo el premio y también mi María, esa pobrecita María de mi alma! »

Luis apenas si le escuchaba; á intervalos le respondía maquinalmente con frases ambiguas, sin sentido; su atención fijábase en otra parte, no muy lejos de su interlocutor. Contemplaba á una joven como hasta de diez y ocho años, que había asomada á uno de los balcones próximos: era una linda mujercita, no muy alta, bien proporcionada y esbelta; el rostro ovalado, de un tenue color pálido, dibujábase con la perfección de una imagen murillesca: ojos azules y brilladores como el cielo andaluz; labios con la rojez de la granada, y la abundosa cabellera rubia con reflejos de oro, peinada sencillamente; los ojos reflejaban un alma virginal, candorosa; el rictus de sus labios trazaba una sonrisa infantil. Al lado de la joven había una señora ya entrada en años, canosa, vestida de negro; su rostro tenía gran parecido con el de la joven; entre ambas sólo había la diferencia de la flor que se yergue en la rama y la mustia resecada por el sol de un largo día.

Luis no apartaba la vista de la joven; don César, sin advertir el juego, proseguía su cháchara.

Un incidente rompió el encanto: en plena calle entablaron ruidosa disputa un hombre y una mujer, ya viejos y de condición miserable; á gritos decíanse las mayores crudezas; formóse corro en derredor de los alborotadores, y acudieron los guardias.

Don César entró rápido en el gabinete, recogió de la mesa escritorio la teresiana y, cubriéndose con ella, volvió á asomarse.

Don Celedonio y los sempiternos polemistas, atraídos por la algazara, uniéronse á su huésped.

—¡Guardias! ¡¡Guardias!! ¿Qué es eso? ¿Qué ocurre?—preguntó á todo pulmón el perínclito D. César, afianzando sus manos á los hierros del balcón y con medio cuerpo tendido fuera.

A tales voces, la gente de la calle alzó la vista; uno de los guardias, previo un respetuoso saludo, contestó á gritos:

—¡Mi coronel, no es nada! ¡Un matrimonio que riñe!

Don César escuchó esto radiante de gozo; volvióse á sus huéspedes, que le miraban estupefactos, y les dijo risueño y vanidoso:

—¿Han visto ustedes cómo me respetan? ¡Por algo me he comprado yo esta teresiana!


Al concluir de leer El Campeón de España, Luis dejó escapar el periódico de las manos; el artículo del filósofo era frío, amargo, producía la angustia del que se encuentra en un subterráneo sin salida, poblado de sombras, sin un resquicio por el que penetre un rayo de luz; filosofía tristona que lo niega todo, que halla la suprema felicidad en el no ser, que entona un responso á las ilusiones, que se ríe irónica y despiadada de la alegría de vivir; la crítica de El Maldiciente era un resumen de revista de revistas extranjeras; una hinchazón de ideas extrañas y de nombres enrevesados de autores rusos, suecos, alemanes, austríacos, ingleses. Los versos del «azuloidepoeta eran una solemnísima bobada, sin ritmo ni sindéresis; un hacinamiento de palabras rebuscadas, de estrofas repetidas como un estribillo impertinente de frases dislocadas ¡Oh, la sensación! De cansancio imponderable la experimentaba el que leía

Mentalmente estableció Luis un paralelo entre los escritos y sus autores ¿Y era ésta la gente novísima, la gente joven, los sembradores de ideales nuevos? ¿Los que hablaban de regeneración? ¡No! Eran unos pobres diablos de ergotistas, sin enjundia, sin nervios, unos ridículos maldicientes de los frutos del huerto propio, que alababan á tontas y á locas, por sólo el hecho de no ser del suyo, los del extranjero; rebuscadores de novedades malsanas que renegaban de su juventud, que no sabían reír, máscaras con la mueca del escepticismo en el semblante, y en el corazón, sepultada, muda y sin cuerdas, el arpa del sentimiento; envidiosuelos de la ajena celebridad que roían el pedestal de los inmortales, que ahuecaban la voz para proclamarse ellos solos los genios, los sabios, y no pasaban de ser unos malos carpinteros del lenguaje, que clavaban á martillazos ideas que no germinaron en sus cerebros; su arte era decadentista y exótico; no tenían la inspiración bravia y tumultuosa del genio, parecida á soberbia é imponente catarata, que cae brillante y ruidosa, semejando perlas la hirviente espuma, sino la del hilillo de agua que surge del peñasco y resbala vergonzoso y se pierde mísero entre guijarros y fangosidades.

Al verse solo, aislado en aquel papeluco anodino, sintió Luis gran desconsuelo; El Campeón reflejaba dignamente á su creador, uno de esos globos que, como los que sirven de diversión á los niños, sólo tenía dentro aire.

VI

Si este sencillo estudio de almas cayese en manos de escépticos «genialesá la moderna, pueden estos señores ir doblando hoja tras hoja hasta dar con el subsiguiente capítulo: en éste hay asomos de «idilio». Luis, el protagonista, escribe una página cursi, romántica, ñoña—para los espíritus fuertes,—pero para él la más hermosamente conmovedora y perdurable en los obscuros fastos de su existencia.

Tropezó el hijo de Venus en la ocasión presente con el más pazguato y encogido amador que pudiera soñarse.

Y tal vez hubiese colgado el tenso arco y vuelto á la aljaba la prevenida saeta, yéndose despechado y maldiciente á caza de otros mortales más propicios, si no existieran en el mundo patronas sensibles, como doña Teles.

La cual doña Teles, según indicios que ella supuso poco tranquilizadores, receló que á su huésped le ocurría algo anormal: á Luis habíale sobrevenido repentina inapetencia, murria inconcebible, y lo que es aun más extraordinario, un maníaco afán de abrir y cerrar ventanas y balcones y pasarse la mayor parte del tiempo asomado á la calle ó al patio.

Una mujer, y por añadidura vieja, es el inquisidor más infatigable y el más avispado y audaz policía para descubrir lo que se propone; doña Teles, tras someras reflexiones consigo misma, dedujo lo que estampado va á continuación:

—El señorito Luis es muy corto de genio, jamás se ha apartado de sus libros y no ha visto aún el mundo; es un joven inexperto No le trae azorado nada de lo que se refiere á la oficina; odia verse sujeto á un pupitre, pero transige resignado en espera de las oposiciones; éstas tampoco le desazonan; es mozo listo, que sabe mucho y seguramente saca el número uno, ó en la tierra no hay justicia; lo de escribir para el periódico de D. César es para él cosa de gusto y de entretenimiento En cuanto á sus parientes, ni los ve, ni los oye, ni los entiende Aquí hay gato encerrado, mejor dicho, gata y se me antoja que no anda lejos y es Amparito, la hija de doña Claudia. Ergo—supongamos en la patrona que argumenta como un escolástico—el señorito Luis padece enfermedad apropiada á sus años y por la cual no hay que asustarse, sino buscar el remedio para que el muchacho no se me quede hecho una espina ni se me ponga melancólico y tristón y enferme entonces de enfermedad cuyo remedio esté en la botica Si yo no su piera lo formal y lo bueno que es el señorito Luis, y lo simpática, modesta, hacendosa y honrada que es la gatita, pues me cruzaba de brazos, y ¡allá ellos! So bre que esto de meterse á tercera en amoríos nunca resulta airoso, y menos á mis años Pero no se trata de mí, sino de los tortolitos, y si yo no me meto en el ajo es casi seguro que por su cortedad de genio se pase el señorito Luis los días y los meses haciendo el caballero de la Triste figura, y que otro prójimo más despierto le sople la dama ¡Y no quiero ni pensar cómo se me quedaría el muchacho! Estos primeros amores suelen siempre traer malas consecuencias si se comprimen y se callan y no se les da vuelo

Con la candorosidad de toda alma buena y con solicitud maternal, doña Teles discurrió, como una consumada estratega, el plan de batalla para conquistarle al señorito Luis la voluntad de Amparito.

Estrechó aún más las antiguas amistades que la unían con doña Claudia, y á pretexto de que se aburría de estar sola en casa, pasábase grandes ratos en la de sus convecinas; para atraerse mejor á la niña, obsequiábala delicadamente con ramos de flores y tiestos de vistosas plantas, que encargaba en la Quinta de la Esperanza. Amparito, desde su niñez, conocía á doña Teles y la profesaba afectuosa simpatía; bien ajena de la intención con que ésta le regalaba lo que la joven tenía en más estima que las más preciadas joyas, acentuó las demostraciones de su afecto, y á cada nueva planta y á cada nuevo ramo de flores que recibía palmoteaba con infantil regocijo, y colgándose al cuello de la vieja estampaba en sus resecas mejillas un par de sonoros besos Sin precipitarse, poquito á poco, doña Teles buceó cuanto quiso en el fondo de aquella alma de niña, y la encontró, como presumía, candorosa, inmaculada. Averiguado punto tan interesante, aprovechó, astuta, cuantas ocasiones se le presentaban—y eran todas cuantas ella quería proporcionarse—para despertar en la joven y en su madre admiración hacia su héroe; la curiosidad es como el arado que abre el surco para que se arroje en él la semilla que, más pronto ó más tarde, fructifica. Madre é hija llegaron á interesarse sobremanera por el señorito Luis ¡Tan hermoso fué el retrato que de él les hizo doña Teles!

Cuando ésta, gozosa del resultado de sus gestiones, consideró llegado el momento de que interviniese en la comedia el principal personaje, apeló, para que esto sucediera, á la más inocente de las supercherías: fingió que un día tantos era el de su cumpleaños.

—Yo quisiera—dijo—que lo celebraran ustedes conmigo ¡Estoy tan sola! Las únigas personas queridas que yo tengo son ustedes, mis buenas amigas, y ese muchachito que es un alma de Dios.

Doña Claudia asintió con gran contento de su hija:

—Ya sabe usted, Teles, que la queremos de corazón y que nosotras no hemos de ser nunca obstáculo á sus deseos, y reconocidísimas.

—¡Por Dios! Yo sí que lo estoy á ustedes por sus bondades.

—¡Sí! ¡Sí, mamita, pasaremos el diacon Teles!—palmoteó Amparo.

—Pero, hijita, ¿te olvidas de Luis? Podríamos resultar importunas, distraer le en sus estudios.

—¡Qué disparatei—replicó vivamente doña Teles.—Ese día me tiene ofrecido Luis que no abrirá un libro Y ya verán ustedes cómo cumple su palabra Además, sería pecar de grosero no atender, por los libracos, á una joven tan preciosa como Amparito y á una señora tan simpática como usted

Madre é hija agradecieron la lisonja.


Por anticipado gozaba doña Teles con la sorpresa que pensaba dar á su huésped aquella noche.

En el momento en que Luis salió para la oficina, entró Amparito en casa de su vieja amiga.

—¡Felicidades, Teles, felicidades!—la dijo, dándola un abrazo, y después, con cómica gravedad:

—Acepte usted, señora de los días, este modestísimo presente en nombre de mamá y de esta humilde servidora—y entregó á la vieja un primoroso y artístico rosario de plata afiligranada, producto de la orfebrería cordobesa.

Aceptó doña Teles el agasajo con lágrimas y dijo emocionada:

—Gracias, hijita, gracias.

Colocó el estuche abierto encima de la cómoda, al pie de un fanal que guardaba una talla, no mal hecha, del Niño-Dios, desnudo, grosezuelo, sonriente, soportando en la diestra el globo terráqueo.

Depositado así el regalo, como una ofrenda, pasó doña Teles á la cocina seguida de Amparito.

Había allí trajín de largo; sobre la plancha de hierro del fogón, hecha ascua, veíase cacerolas, pucheros, sartenes, peroles; en la mesa un lotum revolutum de trozos de carne, de pescados, de aves desplumadas, de salsas preparadas, de pilas de bizcochos; en una palabra, de cuanto contribuye para la preparación de una comida espléndida; doña Teles quería dar á los «tortolitos» un banquete memorable, como si éstos en aquel día celebraran sus nupcias. Espiritualmente tal era su intención.

Colocóse Amparito un delantal, se arremangó los brazos, dejando éstos desnudos; parecían dos trozos esculturales de mármol blanco que recibieran el reflejo de una tenue luz rosada.

Serafina, la portera, que había subido para ayudar á doña Teles en la parte más pesada de la faena, no pudo reprimir su entusiasmo al ver á Amparito disponiéndose para trajinar.

—Con una cocinera como usted, señorita Amparo—dijo,—va á salir la comida como las propias rosas.

Doña Teles estaba desconocida, radiante de gozo, parecía remozarse con el tráfago aquel de preparar los entremeses, los fritos, los asados, las salsas, los hojaldres, las frutas de sartén, los helados y tutti guatiti.

Amparo también se sentía muy alegre y parlanchína. Sólo tuvo un momento de melancólica añoranza al recordar faenas parecidas cuando vivía su padre y se celebraban los santos de la familia ¡Qué emociones las suyas en tan encantadoras fiestas! ¡Lo que ella gozaba en ver á su madre disponerlo todo, como ahora doña Teles, para una comida inolvidable!...... ¡Y la fruición con que arrebañaba de los peroles el chantilly y las natillas! Y al recordar esto, por lógica sucesión de ideas, habló de su padre ¡Era tan buenazo, tan cariñosote, á pesar de su aparente seriedad, aquel papaito tan adorado! Siempre que volvía del Instituto de dar su cátedra de Física, traía á la pequeña alguna chuchería escondida en uno de los bolsillos del gabán Amparo alzaba su cuerpecito sobre la punta de los pies, y su manita, un embuste hecho carne, hundíase en el bolsillón, y cuando daba con la golosina, reía como loca, dicié ndole:

—¡Ya lo he cogido, papaito, ya lo he cogido!


La mesa, adornada con exquisito, gusto, resplandecía con su vajilla de porcelana, su finísima cristalería y su menaje de plata; dos artísticos centros, cuajados de claveles rojos y blancos, daban una nota poética y embalsamaban el ambiente con su penetrante perfume á clavo Doña Teles y Amparito estaban satisfechas de su obra.

En la mesa había seis cubiertos; doña Teles y doña Claudia ocuparían las cabeceras; á la derecha de la dueña de la casa se sentarían los «tórtolos», y á la izquierda D. César y madame Marie.

Amparito habíase ataviado para la solemnidad con tanta sencillez como elegancia: ceñía su cuerpo una blusa de seda blanca, sujeta á la falda por un cinturón de raso azul; su peinado, sencillísimo, formaba dos grandes ondas, que caían sobre su frente como dos alas; no traía ninguna joya; un clavel rojo destacábase, cual rubí enorme, sobre el pecho; las señoras mayores ostentaban trajes obscuros apropiados á su edad y circunstancias; madame Marte bt presentó con una elegantísima toilette color salmón; rodeaba su cuello un collar de perlas y en las manos sortijas de brillantes; ceñía su muñeca una «esclava» de oro, en la que se leía, en letras trazadas con brillantitos, CÉSAR.

Todo estaba ya á punto; el señorito Luis llegaría de un momento á otro; Amparo, sin darse cuenta razonable de ello, sentíase inquieta, nerviosa; á medida que se acercaba el instante de conocer al héroe, acrecía su preocupación; madame esperaba también, impacientándose por su tardanza, al grande hombre. «Está tan atareadísimo mi pobre César con el periódico», decía, como si tratara de disculpar su retraso; doña Claudia departía con Teles sobre asuntos domésticos.

Sonó un campanillazo.

—¡Es Luis!—exclamó Amparito, y sintió como si una oleada de fuego le subiese del pecho á la cabeza.—Debo estar como un pavo—pensó algo consternada.

Doña Teles corrió con ligereza, impropia de sus años, á recibir á su huésped; oyóse en el pasillo un breve cuchicheo, y á seguida se destacó en la entrada del comedor la simpática figura de Luis.

Se puede ser un sabio ó un genio, saberse de corrido á Kant y á Newton, y, no obstante, ofrecerse en determinados momentos como el más zafio papanatas.

Esto le ocurrió á Luis; era para él tan inesperada la presencia de Amparo que sólo pudo balbucir vulgarísimas frases de salutación; sus ojos fueron más elocuentes que sus palabras. Amparo leyó en ellos algo insólito que jamás hubo de leer en ojos humanos. El hijo de Venus esta vez dió en el blanco; su flecha de oro—no de plomo, que también las usa el Amor de tan despreciable metal—recorrió la misma trayectoria que la mirada de Luis, y entró vibradora en el corazón de la virginal muchacha: produjo en él tal conmoción, que Amparo tuvo que apoyarse momentáneamente en uno de los próximos muebles; sentíase como desvanecida.

Habíase verificado el asalto decisivo para la unión de los contrarios, según define el amor el filósofo de la antigüedad.

Ni doña Claudia, ni la modista percatáronse de lo que ocurría tan cerca de ellas entre dos almas ¡Somos tan ciegos para percibir estos lances psíquicos! Doña Teles, sí; como se encontraba al acecho, palpitante de emoción, como autor que prepara un efecto y espera el resultado que produce en el público, sorprendió la conjunción anímica de los tórtolos Respiró satisfecha Su papel había terminado ya en la comedia Lo que en ésta pudiera pasar dependía sólo del tiempo, la más eficaz Celestina en estos casos.


No quiero, lector, que me taches de prolijo si hago interminable este capítulo relatándote los múltiples diálogos que hubieron de sucederse antes, en y después de la comida; seguramente te sabrás al dedillo cuanto se charla en parecidos banquetes familiares: porfías en obsequiar á las damas, excitaciones del anfitrión para que sus convidados emulen á Heliogábalo, elogios desmesurados á la cocinera, chistes abortados que se ríe solo el gracioso de la reunión; los consabidos brindis: «A la salud de la ó del señor de los días.» «De hoy en un año nos veamos reunidos todos los presentes», et sic de coeteris. En la parte correspondiente, figúratelo todo esto charlado y accionado lo más pomposa y ridiculamente por el farfantón de D. César.

Pasado el asombro que la inesperada presencia del «ídolo» produjo en Luis, éste recobró su «habitualidad», y acrecentóse su importancia á los ojos de Amparo y de su madre; no exageraba doña Teles: tratado, aumentaba su prestigio..... Galante, servicial, irónico con dulzura, festivo y ocurrente sin distorsiones, manifestóse Gundara encantador y simpático; á él convergían todas las miradas y él fué quien realmente mantuvo, con su talento y discreción la nota atractiva é interesante de la velada; á ratos callábase; sus ojos, errabundos un momento, volvíanse fijos y tenaces hacia su linda pareja Es taba tan monísima, tan atrayente, que si no fueran cadenas y mordazas lo que el mundo llama respetos y coñveniencias sociales, siguiendo el impulso de su ánimo, Luis habríase declarado á ella, de una vez para siempre, con esa hermosa incoherencia con que expresa su afectuosidad el corazón:

—Te quiero con toda mi alma La mía, ¡nocente cual la tuya, soñó como única capaz de ser adorada, con una mujer ideal, que ahora mi buena ventura me ofrece en ti, reina y señora de mi albedrío Amor, dice el famoso autor del Fausto, es una «afinidad electiva; amor, digo yo, que no hablo el lenguaje de la Ciencia, sino el de la pasión, es el deseo natural é imperioso que atrae á dos almas para fundirlas en una sola felicísima é inmortal Desde hoy, amada mía, mi vida tiene marcado su rumbo Mi ambición volará tanto como vuelan mis pensamientos al ser inspirados en ti Antes tú y yo éramos dos seres errantes; dos almas solitarias; una dichosa casualidad nos ha reunido, y desde hoy seremos unos bravos camaradas que recorrerán la senda del vivir apoyados uno en brazos del otro, y cuando nos sintamos agobiados por el cansancio ó por las pesadumbres, nuestros labios, juntándose amorosos, reanimarán con sus besos nuestro momentáneo decaimiento Quisiera yo, con mis palabras, pintarte lo que siento en este instante, para mí el más delicioso y conmovedor en mi obscura existencia; pero, si para todo lo material y prosaico ha inventado palabras el hombre, no ha sabido aún encontrarlas para interpretar lo hondo de los afectos pasionales Soy un soñador, un idealista que tiene sed de cariño ¡Sé para conmigo Samaritana compasiva, amor de mis amores!.....

Todo esto y mucho más—que el laconismo no es virtud en un amador,—habría dicho Luis á la vecinita.

Esta, ¿quién sabe? Posible es que le contestara, sin parar mientes en que le hablaba por vez primera, que también ella se forjó un ideal de hombre en un todo parecido á Luis, aunque éste nada tenía de Príncipe ruso—caüaríase esto último por prudencia.—Y juraría, sin meterse en distingos propios de marisabidillas, que ella tenía el amor por la cosa más dulce, atrayente y hermosísima del mundo, afirmación sólo intuitiva, ¡claro es! Emocionada y con acento de profunda convicción, aseguraría á Luis hallarse dispuesta para recorrer en su compañía el sendero de la vida. Y en cuanto á reanimar con besos el espíritu decaído ó la tristeza que ambos pudieran sufrir en la consabida caminata, el natural pudor sellaría sus labios. En su fuero interno acaso pensara: «Pues si con tan fácil y suave medicina se ahuyentan los pesares, vamos á ser los esposos más alegres del mundo.» En resumen: poniéndose muy seriecita, protestaría seguir con su Luis las misma conducta que siguió su madre con su marido—y no se le alcanzaba término de comparación más adecuado, porque doña Claudia fué el arquetipo de la mujer buena, sumisa y amante que ensalza el Evangelio.

Don César, á los comienzos de la comida, estuvo, por lo silencioso y circunspecto, desconocido; no tenía ojos ni boca más que para su plato; cuando ya empezó á sentirse ahito, y los diferentes vinos comenzaron á hacer su efecto, desatóse su lengua y doña Teles fué blanco de sus más peregrinos elogios.

—¡Ah, señora mía!—dijo emocionado, sirviéndose poco más ó menos la mitad de un vistoso castillete de chantilly.—Se ha excedido usted á sí misma, y ésta es su mejor alabanza, por ser usted digna compañera de aquel imponderable cocinero que en vida se llamó Bernardino Nos ha dado usted una cena suculenta, opípara, fenomenal, inolvidable ¡Sonriámonos de Lúculo! Y esto se lo dice á usted un gourmet de toda la vida—miró á los circunstantes con cierto aire de compasión.—Yo he comido muchas veces, muchísimas, en Lhardy—mentía lo mas bellacamente posible, á ciencia y paciencia de madame, que oíale encantada.—Lhardy—recalcaba el nombre—ya es sabido que goza en Madrid gran fama de repostero Pues bien, créame usted, doña Teles, en la vida me ha presentado á mí una pechuga de pollo tan discretamente sazonada con alcaparra? Y luego, ¡cómo ha adornado usted los platos! ¡De una manera bizantina, señora! ¡Bizantina! ¡Como los propios ángeles!

Y hallado el punto final al estrambótico elogio, D. César engulló de prisa su ración de chantilly, embadurnándose de paso los bigotes.

VII

—¡Escribe en cuanto llegues!

—Pónganos usted un telegrama, tío.

—No te sofoques con lo de la fábrica; si cobras, bien; y si no, no pases ningún berrinche Para comer no ha de faltarnos

—Solita, ¡son cinco mil duros!

—Procure usted sacar la mejor parte en la junta de acreedores.

—¡Podéis creer que me fastidia el viajecito! Pero, señor, ¿en qué estaría yo pensando para anticipar el dinero á ese tío de Tarrasa? ¡Quién iba á suponer! ¡Una casa tan respetable!

—Siquiera hubieran hecho la remesa de los paños antes de declararse en quiebra

—¡Claro! Eso menos habríamos perdido En fin, yo creo que algo he de traerme entre las uñas.

Dijo esto D. Roque sonriéndose con tono de convicción.

—¡Buen tonto sería usted si no lo hiciera!

Uno de los empleados de la estación iba cerrando las portezuelas de los coches; habían sonado ya los dos toques para la salida del correo de Barcelona; los viajeros departían desde las ventanillas con los que bajaron á despedirlos, y que, á pie firme, al borde del andén ó subidos en el estribo de los coches, cambiaban las últimas frases con la concisión y nerviosidad propias de estas despedidas; se daban apretones de manos, abrazos, besos; algunos enjugábanse las lágrimas, otros hipaban ruidosamente; al rumor de colmena de la gente, uníase el áspero chirriar de las carretillas de los equipajes, empujadas hacia el furgón de cola y el resonante resoplar de la máquina vaciando el vapor por las válvulas y el golpeteo de las portezuelas que se cerraban.

Doña Sole, subida al estribo, tendió los brazos al cuello de su esposo, y estampó en su boca un sonoro beso.

—¡Adiós! ¡Que tengas feliz viaje!

—¡Adiós, Solita de mi alma!—Sonaba esto á lágrimas.

—¡Que te cuides mucho!

—Y tú escríbeme todas las novedades.

—¡Adiós, tío! ¡Buen viaje!

—¡Adiós, Quin!

Los dos hombres se abrazaron.

—¡La tienda sobre todo!

—Descuide usted.

—Si ocurre alguna novedad, telegrafías; ya sabes: Fonda Nacional, Tarrasa. Tu tía es como si fuera yo Si hay que hacer algún pago urgente ella te dará el dinero.—¡Está bien, tío!

Sonó el tercero y último toque de campana; los que estaban en los estribos desprendiéronse de ellos rápidamente; los del andén replegáronse un poco; veíase así á todo lo largo el convoy, y puestas en hilera las caras de los viajeros agolpadas á las ventanillas; los rostros iluminados por los potentes focos de luz eléctrica, parecían de cera. La máquina dió un pitazo prolongado, á modo de bufido espantable y ensordecedor; oyóse un silbido, un pausado toque de campanilla, y púsose el tren en movimiento, despacio; desde las ventanillas los viajeros agitaban los pañuelos, y las manos enviaban los últimos adioses; los del andén, á pie firme, devolvían la salutación en idéntica forma; el tren fué perdiéndose en la obscuridad, destacándose súbita y vigorosamente por entre las bocanadas de humo y las llamaradas que salían de la máquina; los pañuelos aun eran agitados por los viajeros, y en la negrura parecía como bandada de blancas palomas que se alejaba

Sole permaneció en el andén fijos los ojos en el triángulo, cuyos vértices fingían las luces rojas del último coche Cuando des aparecieron de su vista, volvióse hacia su sobrino, diciéndole:

—¡Vámonos ya, Quin!

Quin echó á andar, sin decir palabra; iba rumiando una observación: la de que la hermosa mujer no se había emocionado ni poco ni mucho con la marcha de su marido.

Sole también caminaba silenciosa: su pensamiento no seguía al esposo en su viaje: estaba más cerca y le producía esa zozobra inexplicable del que presiente un peligro Un estremecimiento sacudió por un instante su cuerpo, mientras que sus ojos brilladores como nunca, envolvían en una mirada de hambriento amor á Quin, que caminaba á un paso de distancia.


Sole, al entrar en la sala, tiró á una silla el mantón de espuma que ceñía su busto. El calor era bochornoso, asfixiante. La pañera dejóse caer anonadada en el sofá. Quin fué á dar luz, pero su tía le advirtió como reconviniéndole:

—Para charlar no hace falta vernos las caras. Además, bastante luz tenemos con el farol de la calle ¡Siéntate y descansa!

Quin arrimó una de las butaquitas cerca del balcón. Desde aquel sitio vislumbraba en la dudosa claridad que había en la sala el cuerpo de doña Sole, tendido indolentemente. El reflejo del farol del alumbrado público dábale de lleno en el rostro. Oíase el jadear suyo, violento; aireábase con el abanico, que cerraba y abría nerviosamente; sus ojos permanecían fijos en Quin; el muchacho entreteníase con ver el pintoresco grupo que ofrecían los vecinos estacionados en la acera de enfrente, sentados en sillas bajas, en taburetes ó á estilo oriental en el santo suelo.

—¡I¡Uf!!! ¡Se ahoga uno con este calor!—murmuró Sole, mientras que sus dedos soltaban los botones de la blusa; quedó al descubierto parte del cubrecorsé de seda, color rosa pálido, orlado con cintitas también rosadas.

—¡Ya estará muy lejos el tío!.....—dijo el muchacho, рог romper aquel pesado silencio.

—¡No muy lejos!

Hubo una pausa.

—Oye, Quin, ¿á que no sabes lo que se me está ocurriendo en este instante?

—¡Psss! Vaya usted á saber!

—¡Pero, acércate más, hombre! No es cosa de que hablemos á gritos ¡Eso es! Siéntate ahí Es una tontuna mía. Sin duda, como es la primera vez que el tío se separa de mi lado, pienso en tales atrocidades.

—¿Y qué atrocidades son ésas?..... Dígamelo usted, tía

—Mira, chiquillo, cuando estemos solos haz el favor de no llamarme tía Suena eso muy mal, á cosa vieja y antipática Llámame Soledad ó Sole !Sole me gusta más!

—Como usted quiera

Quin no apartaba los ojos de su tía; el pedazo de tela rosada del cubrecorsé le atraía irremisiblemente; nunca había visto en la mujer de don Roque tan encantador desaliño; el calor había encendido las mejillas de Sole, y sus pupilas fosforescían como las de un felino.

—¡Dios mío!—suspiró.—He pensado en una cosa horrorosa, que me ha hecho temblar de miedo Si al pobre tío le ocurriese una desgracia

—¡Dios no lo permita!

—¿Qué sería de mí? ¿Qué sería de nosotros?—Su voz semejaba un lamento.

—¡Calle usted, tía, digo Sole! ¡No quiero ni pensarlo! ¡Qué horror! ¡Tan bueno, tan cariñoso!

—Pero ¿y si le pasara esa desgracia?—insistió Sole con dejo triste, sombrío, clavando una mirada ansiosa en Quin.

—Pues si pasara.....—tartamudeó el sobrino.—Pues si pasara ¡aquí estoy yo, Sole!

Esto último fué dicho con énfasis, sin titubeos, con enérgica concisión.

—Es decir ¿que tú no me abandona rías?—preguntó, arrastrando las palabras, en voz lánguida, como de desmayo.

—¡Nunca! Sería yo un ingrato si la dejase á usted sola con el trajín de la tienda una tienda tan acreditada, que es un verdadero filón En su clase, la mejorcita de Madrid

Sole puso gesto; en lo que decía el sobrino había sólo la prosa del negocio Otro asunto y otra prosa más ideales embargaban su ánimo.

Nerviosa, displicente, como mujer contrariada, se levantó del sofá, y mientras sus labios pronunciaban fríamente:

—Gracias, no esperaba yo menos de ti

Su pensamiento declaraba imbécil al sobrino

Acercóse á la pared é hizo sonar un timbre.

Pocos momentos después apareció la maritornes.

—María, dé usted luz á mi cuarto y váyase á acostar.

Y á Quin:

—Buenas noches, que descanses.

Y, majestuosa, altiva, como una reina, cruzó la sala y entró en su dormitorio.

Quin fuese á su cuarto, un si es no es sorprendido de la brusca transformación operada en su tía.

Encendida la luz, aligerado de ropa, sentóse al borde de la cama y quedóse en la actitud meditabunda del que quiere coordinar sus ideas.


No era tan imbécil el sobrino como suponía Sole.

Quin habíase percatado de que la hermosa mujer no experimentaba por él esa cariñosa amistad que debe haber entre deudos. Las horas de los días de fiesta, pasadas á su lado, le confirmaban en esta suposición; recordaba sus deferencias, sus sonrisas, sus miradas, las frases de doble sentido, todos esos eslabones que sirven para ir formando la cadena del amor. La mujer de D. Roque estaba enamorada de él Tenía de esto plena convicción. Y con la frialdad del que calcula el pro y el contra de un asunto, reflexionó:

—Mi tío está hecho un carcamal. El día menos pensado le da una apoplejía ó un derrame, y se lo lleva Pateta en un santiamén Doña Soledad es una mujer muy joven, muy guapa y muy vistosa. El tío, que no ve más que por sus ojos, la deja heredera universal de su fortuna, según me ha confiado Melquíades, que asistió como testigo á la lectura del testamento La fortuna del tío, según el último balance de la tienda, lo que puede valer la casa, y lo que representa el capital invertido en papel de la Deuda, puede calcularse en noventa ó cien mil duros Si yo soy un poco listo, esos tantos miles pueden ser míos á bien poca costa con sólo tener paciencia y dejarme querer de esa real hembra, que debe estar aburrida del vejestorio de mi tío ¡Y es para estarlo, porque una mujer de sus arranques y de sus hechuras, casada con un hombre así, que podía ser su abuelo, ha de encontrarse más furiosa que un canario hambriento, encerrado en una jaula y sin alpiste! Por ahora no conviene propasarse en lo más mínimo; á lo mejor les da á estas mujeres la basca de la dignidad, y se queda uno más corrido que una mona Hay que andarse con pies de plomo y tener en cuenta que la mujer, por regla general, se vuelve tanto más loca por un hombre, cuanto mayor indiferencia ve en él Para conquistarla siempre estoy á tiempo, y acaso sea mejor dar largas La combinación sería que el tío espichase antes que llegáramos á mayores en el asunto Entonces tendría yo todo asegurado, y, con muy poco trabajo, podría casarme con Sole, y ser el dueño del almacén, y de todo Mi buena estrella me pone en camino de ser riquísimo, mucho más que el indiano de Villabrín.... Y ya puedo dar gracias á la suerte, que me depara el anzuelo de una real hembra para pescar un par de milloncetes.

Quin frotábase las manos con fruición, sólo comparable á su feroz egoísmo.

Ni por un segundo pensó en la traición cobarde, que si no de obra, de pensamiento, cometía con aquel buen tío Roque, que puso en él afecto paternal y confianza ilimitada; ni un instante palpitó más deprisa su corazón al verse amado por Soledad Consideraba á ésta tan sólo como el anzuelo para pescar una gran fortuna.


Reflexionando Quin la noche de la partida de su tío en cuanto le hubo de ocurrir con Soledad, se declaró á sí propio torpe é idiota; no había sabido estar á la altura de las circunstancias, habló demasiado de la tienda. Y no era para esto precisamente para lo que Sole inició el tema de «si al pobre tío le ocurriese una desgracia». Debió entonces continuar la comedia, ser sagaz, y, con medias palabras, algún que otro suspiro, y tal cual miradita, haber llegado adonde la astucia femenil quería llevarle Habríase conmovido Soledad, y, entonces A su pesar se estremeció Quin, y sus ojos, fijos en el suelo, parecían querer rehuir el fantasma siniestro, que, instantáneamente creó su perturbada conciencia, del hombrón viejo que, iracundo, vengaba despiadado el escarnio

—¡Bah, bah—se dijo Quin, pasándose la mano por los ojos;—no es tan fiero el león! Procuraremos enmendar lo hecho No vaya á ser que por tales remilgos me quede yo á la luna de Valencia en asunto del que depende todo mi porvenir. Y como decía el tío Galo: Audaces fortuna juvat.


Chamfort ha dicho de un modo magistral que la mujer es como la sombra: si la perseguimos, huye, y nos persigue si la huimos.

En vano Quin intentó congraciarse con Soledad: ni porque empleaba las palabras más dulces, ni porque acudía al viejo repertorio de los enamorados, poniéndose melancólico, tristón y suspiroso pudo lograr que, la hermosa mujer se ablandara; permanecía altiva, displicente, representando su papel de ama y señora; á las horas de la comida, su hablar era lacónico, y, ni por casualidad, fijaba la vista en el sobrino, que, de reojo, la observaba, sintiéndose ofendido en su amor propio; en los ratos que Sole estaba en el almacén, departía con D. Melquíades, y el tema de sus conversaciones era la ausencia de su marido, de su adorado Roque, y su anhelo porque regresara pronto «¡Los días se me hacen siglos!», mur muraba entristecida.

—¡Cualquiera entiende á las mujeres!—se decía Quin todo confuso.—¿Me habré yo equivocado de medio á medio al creer que « ella » me quiere algo más que como deudo? ¿No será así su natural expansivo y cariñoso y habré confundido yo esto con otra cosa? ¿Si estará realmente enamorada de mi tío? Sería una rareza; pero no un imposible Y si así es, ¿á santo de qué vino el enfadarse la otra noche y continuar aún de morros? ¿Qué la hice ni qué la dije para ofenderla?

Don Melquíades, que veía cabizbajo á su compañero, le advirtió en el tono doctoral y sentencioso que empleaba siempre:

—Usted, amigo Quin, trae entre manos algún asuntillo de faldas ¡Ojo, mucho ojo! Las mujeres son la perdición de los hombres Y sería lástima que un mocetón como usted, que rebosa salud, enfermase Una pasión de ánimo, quita el apetito; las digestiones se hacen perezosas; el organismo se desequilibra, y

—¡Me quiere usted dejar en paz, hombre!—gruñó Quin incomodado.

Don Melquíades hundió sus narices entre loi ido:

Este, como todos……, ¡un desagradecido!

VIII

Doña Teles está inconsolable.

No encuentra en su reducido vocabulario palabras que expresen suficientemente su indignación, y á solas con Peregrina, una gata, su inseparable compañera, prorrumpe en furibunda letanía de insultos y denuestos contra los señores del Tribunal, únicos culpables de que en las oposiciones á las plazas de auxiliares del Ministerio de Hacienda, haya sido su huésped víctima de una ignominiosa preterición.

No le ciega, no, en este caso, apasionamiento ninguno.

Doña Teles supo—por oírselo contar á Luis,—el día en que se conocería el resultado del concurso, y, ni corta ni perezosa, púsose la mantilla, y sin decir palabra á nadie, se plantó en el propio Ministerio. Preguntó á uno de los porteros si el nombre de Luis Gundara aparecía en la propuesta para cubrir las vacantes, y el portero, que era hombre locuaz, contó á la vieja una porción de horrores y de injusticias, finalizando su información con estas palabras:

—Mire usted, señora: yo no soy de los que tienen pelos en la lengua para decirle cuatro verdades al mismísimo lucero del alba que se presente: aquí se ha hecho una porquería; así, clarito, una porquería. Llevo yo treinta años en la casa y he visto muchos desámenes; pero, como éste, ninguno Yo le he oído decir al Tribunal que el que debía figurar en la promoción con el número uno era el señor ése por quien usted se interesa Pero, hija mía, se conoce que el pobre era inclusero, vamos, que no tenía buenas aldabas, y han dado las plazas, como siempre, al que tenía mayores influencias y empeños ¡Así andan las cosas en este desgraciado país, donde sólo se bautiza el que tiene padrinol—terminó filosóficamente el portero.

Doña Teles, dándole gracias y dos pesetas, retornó á su casa, diciéndose por el camino:

—Este pobre señorito Luis se cree que vive entre ángeles ¡Mire usted que es confiado y tonto! Sólo á él se le ocurre pensar que, por tener talento, se dan los destinos«... ¡Bien se conoce que es un niño sin experiencia I Cuidado que yo le advertí: «Búsquese usted una buena recomendación, y si no conoce usted á nadie que pueda dársela, yo iré á ver al señorito Gonzalo, que es un personaje de campanillas que llegará á Ministro, y el señorito me atenderá, porque quería mucho á mi pobre Bernardino, que fué cocinero de su padre (que de Dios goce)..... Y D. Luis, emperrado en que jamás deben buscarse recomendaciones para nada ¡Ya! ¡ya se lo dirán de misas con esas tontunas que tiene metidas en la cabeza!

Un nuevo motivo de disgusto se sucedió al que doña Teles se había tomado por lo de las oposiciones; su perspicacia femenil le hizo ver que sus vecinas, desde el punto y hora en que supieron el desastre de Luis, mostrábanse con ella reservadas y ceremoniosas Doña Teles, que, como vieja, pe recíase por descifrar parecidos tiquismiquis, logró mañosamente sonsacar á Amparo para que la explicara el porqué de tan injustificado y repentino retraimiento.

Amparito, después de ponerse muy colorada y exigir á su amiga juramento de que nadie habría de saber lo que iba á decirle entonces, le contó que su mamá, al saber el fracaso de Gundara, la llamó á capítulo, y muy seria y gravemente, como nunca se mostró con ella, la amonestó en estos términos: «Amparo, una madre es la única que quiere en absoluto el bien de sus hijos. He notado que Luis y tú os tenéis cierta simpatía que puede conduciros á otro afecto mayor y más íntimo. Antes que tal suceda es preciso cortar de raíz estas amistades, que para ti no son nada ventajosas Gundara es buen muchacho, listo, galante, todo lo que tú quieras, pero hoy por hoy no es más que un pobre diablo de amanuense Y eso será siempre; piensa más de lo que puede Ya has visto cómo ha salido de los exámenes con las manos en la cabeza. »

—Yo, Teles, protesté de lo injusto de estas afirmaciones, pero mamá, muy agriamente, me dijo: «Niña, tú no sabes nada del mundo y por eso no ves los peligros á que te expondrías si formalizaras tus relaciones con ese joven Te aguardaría un porvenir miserable; los hombres soñadores, sin dinero, son pésimos para maridos, porque siempre se remontan al cielo sin ver que en la tierra les falta á ellos y á los suyos un pedazo de pan Yo no quiero que la conciencia me remuerda nunca de haber sido para ti una madre imprevisora..... Decididamente, no vuelves más á casa de Teles y se acabaron los paliques con Gundara. ¡Está dicho!»

Después de jurar á mamá que Luis y yo sólo nos tratábamos como dos buenos amigos, me retiré ámi cuarto ¡Ay,Teles, lo que yo he llorado! ¿Y por qué, vamos á ver, por qué?

—¡Pobrecita mía! ¿Por qué llorabas?—replicó enternecida la vieja.—Porque quieres á Luis como sólo se sabe querer á un hombre una vez en la vida

Bajó la voz, y con acento de caricia preguntó:

—¿Verdad, hija mía?

Amparito, turbada, ruborosa, afirmó suspirando:

—Sí, señora

—Y él también te adora con toda su alma, como tu mamá no puede sospecharse Lo que hay es que el muchacho es muy pundonoroso y no se ha atrevido á decirte su sentir por miedo á que le rechazaras Al fin y al cabo tiene razón tu madre ¡Luis es muy pobre ahora, mafiana, ¿quién sabe? El que tiene, como él, tanto corazón como talento, consigue lo que se propone

—¡No! Si yo creo lo mismo que usted, Teles.—Y, resignada, agregó á modo de protesta.—¡No! No puedo desobedecer á mi madre; la ocasionaría un gran disgusto; pero ¡yo no querré nunca á otro hombre que á Luis!

Teles, emocionada, abrazó á Amparito.

—¡Bendita seas! ¡Ay, tú no sabes qué peso tan grande me quitas! ¡Si Luis pudiera oirte!

Las dos mujeres prosiguieron su conversación, en la cual se dejó convenido que continuaran las cosas en un prudente statu quo hasta que Luis se abriese horizontes de un porvenir más risueöo que su presente, á todas luces miserable.


Luis padecía una gran depresión moral desde que supo el resultado, para él negativo, de las oposiciones. Como ocurre siempre que un grave contratiempo sufrido nos retrotrae insensiblemente hacia lo pasado, así el joven apreciaba con desconsuelo la ineficacia de sus primeros pasos hacia la realización de sus ideales En el almacén de su tio había tropezado con el egoísmo; en la oficina con la miseria vergonzante, con la fatuidad y la majadería en aquel D. César y en los redactores del ya fenecido Campeón, que, como tantos otros engendros periodísticos, acabó vergonzosamente en su tercer número; con la injusticia en los últimos exámenes Sólo se destacaba, en tal compen dio de infortunios, la silueta luminosa de una mujer: Amparito.

Á ratos parecía desdibujarse esta figura, fundirse con las otras, perdidas en la sombra ¡La luminosa esperanza también se eclipsaba, vulgar y prosaica, entre las impuras realidades!

¡No! ¡Esto no! Luis reaccionaba, recriminándose su falta de fe Aquel puro é ignorado amor que sólo él gozaba en lo más íntimo de su ser, le llevaría á la victoria La vida es lucha, ¡pues á luchar contra todos los obstáculos, contra todas las vicisitudes, contra todos esos fantasmas de hombres y de cosas que acechan al paso para rendir nuestra voluntad Sea ésta firme, inquebrantable, y tendremos con nosotros al mago que realiza los hechos más inconcebibles Y es axiomático que el que más fósforo almacena en su cerebro logra brillar más en el mundo ¡No creáis nunca en los genios ignorados ni en los que fracasan por culpa de los demás.

—Lucharé—se decía Gundara, sintiéndose con arrestos para conseguir sus nobles propósitos. Decidió, ante todo, terminar su carrera y recibirse de abogado, con lo cual le sería más fácil recobrar la anhelada independencia, base precisa para salir triunfante en sus empeños de conquistarse un nombre en las letras, en la política ó en el foro, según hacia el lado á que le llevasen sus aptitudes y aficiones; las letras eran las que se le ofrecían más sugestivas, aun cuando tan poco airoso fué su bautismo en El Campeón.

Y como no contaba con otro ingreso que con el muy mezquino de su jornal de amanuense, dió en discurrir la manera de agenciarse otros recursos que le permitiera costearse los libros y las matrículas.

Reconocido, y considerándole auxilio providencial, aceptó la proposición que le hizo un compañero de oficina:

—Estoy abrumado de trabajo, amigo Gundara—le dijo.—Me ha cuido una testamentaría que tendrá unos dos mil pliegos. Si usted quiere ayudarme, me hará un gran servicio, y usted no ha de perder su tiempo; los pliegos los paga el notario á dos reales (eran tres, pero el amigo quería cobrarse el corretaje). Conque ya lo sabe usted, letra ancha, clara y muy cuidadita; los epígrafes con gótica ó redondilla La copia nos la repartiremos en dos mitades: yo hago la primera y usted la segunda.

Desde que se encargó de tal trabajo, Luis, al salir de la oficina, íbase á casa, comía de prisa y corriendo, y con el bocado en la boca, encerrábase en su gabinete y escribía pliegos y pliegos hasta las tantas de la madrugada, en que se apoderaba de él un cansancio horroroso; nublábasele la vista y la luz de la lámpara eléctrica se le antojaba una ampolla de cristal en la que se retorcía un gusano rojo.

Levantábase temprano para asistir á clase, y desde la Universidad, llevándose el almuerzo metido en un panecillo, corría á la oficina á soportar seis mortales horas de un trabajo rutinario en una atmósfera viciada por el ácido carbónico que se desprendía de las estufas; esto material, que morál é intelectualmente era mayor el sufrimiento, porque sus dignos compañeros, en su mayoría, eran pedazos de carne con ojos de persona, que no tenían mejores temas de conversación que chismorrear como mujerzuelas de lo que ocurría en la sección esta ó en la otra, de lo que sabían—y nunca nada bueno—del compañero tal ó cual y discutir los lances de la corrida última ó el suceso de mayor actualidad criminal.

Aquella oficina antojábasele á Luis un pozo, en donde él, por veleidades de la suerte, había caído temporalmente.

Doña Teles lamentábase del excesivo trabajar de su huésped.

—Señorito Luis—le decía quejumbrosa,—está usted tirando á matarse Trabaja usted demasiado Busque usted distraerse ir al café, al teatro ¡Diviértase! ¡Está usted en la edad!

De bonísima gana la excelente señora habría añadido:

—Concluya usted en paz su carrera..... Envíe usted noramala la oficina y los pliegos No se preocupe usted de nada Aquí estoy yo para sufragar los gastos

Pero se callaba, temía lastimar el amor propio de su huésped con tales ofrecimientos.

IX

El autor de esta verídica historia afirma, con la convicción de un creyente, y sin asomo alguno de ironía, que en el mundo hay duendes.

Claro es que los duendes, cuya existencia es para él indubitable, no son los tan traídos y llevados en romances, cuentos y consejas, ni en nada parecidos á los que se finge la imaginación popular, arrebujados en sábanas, trotando por los aires, á lomos de algún animalucho espantable, y cometiendo estrambóticas y medrosas fechorías; son éstos otros duendes incorpóreos, espíritus traviesos, geniecillos del mal, que poseen ingenio portentoso y laboriosidad incansable y maléfica para los nacidos, por cuanto su labor es perniciosa y aborrecible, pareciéndose, por su finalidad, á la que realizan las arañas con las moscas; son servidores de la casualidad, de lo imprevisto; unen, con arte diabólica, los hilos de los acontecimienmientos; hacen chocar entre sí las cualidades más antitéticas de distintos individuos; resucitan las cosas viejas ya olvidadas; meten las narices indiscretamente en los secretos; descorren, gozosos, los velos que ocultan asuntos reservados, y preparan á los mortales las sorpresas más inauditas, los lances más risibles, los pasos más trágicos; sorprende un marido á su mujer en sospechoso coloquio, ó algo más que coloquio, con un tercer prójimo; tropieza un deudor con un acreedor en el sitio en que menos podía sospechar encontrárselo; se ve descubierto alguno en acción en que estorba un testigo; combina un fulano, tras maduras reflexiones, el plan de algo que ha de valerle honra y provecho, ó simplemente una satisfacción de amor propio, é inopinadamente fallan todas las consecuencias lógicas deducidas para el mejor éxito; se desafían dos á muerte, y resulta malamente agujereado el más ofendido; se juega á la lotería, se gana el primer premio y le da al agraciado ó un patatús de alegre emoción, del cual se muere, ó le entra la locura ó pierde el billete; se afana un pobre diablo toda la vida para reunir, con mil trabajos y privaciones, un capitalito, y cuando se determina á disfrutarlo con la tranquilidad de un justo, se lo roban, y del sofocón se va al otro mundo; en una palabra: de cuantos percances y malaventuras les ocurre á los nacidos, son responsables estos duendes innominados, humoristas terribles, tramoyistas irónicos en la comedia del vivir, que disponen de la escena á su antojo.

Los tales duendes fueron los que restablecieron el «amoroso equilibrio» entre Soledad y su seudo pariente.

Pero esto bien merece párrafo aparte, y si en la presente obra, como en otras de su índole, se rotulasen los capítulos, el actual habríalo sido en esta forma:

Donde el desconocido lector verá cómo la fuerza ineludible de las circunstancias hace que doña Sole, según el felicísimo eufemismo de Balzac, minotaurice d su esposo.


Tres días después de ausentarse D. Roque recibió Soledad una grata visita.

Una convecina, que tenía taberna en la casa, inmediata á la del almacén de patios, vino á convidar á Sole para la boda de su primogénita: lo que no dijo la madre es que el futuro, un señorito sinvergüenza, apechugaba con Lola, su hija, más fea que un ídolo chino, por atrapar su cuantiosa dote.

Soledad quedó comprometida á asistir á la iglesia y á la miaja de jaleo, así denominó modestamente la tabernera á la cuchipanda monstruo que en los Viveros seguiría, según uso y costumbre en la gente de rompe y rasga, á la ceremonia nupcial.

Y como el convite se extendía á cuantos doña Sole quisiera invitar, y como D. Roque se estaba en Tarrasa, ambas mujeres acordaron que Quin fuera también de la partida, por parecer les que de ir sola la pañera resultaría algún tanto desairado su papel en el holgorio.

Con sus mejores galas aderezó su hermosura doña Sole, y si bien iba un tanto recargada de preseas, y era llamativo y chillón el pañuelo de chinos, y el peinado más armonizaba en cabeza de mujer que se pregona que no en la de quien tiene dueño legítimo, fué el caso que cuando hizo su aparición en la taberna, que hervía en gente, saludáronla con aplausos y se oyeron ¡bravos! y ¡óles! á su madre, á su guapeza y á su aire chulón neto y castizo.

La Iglesia santificó la unión de aquella feúcha de Lola con el señorito barbilindo, enamorado de la dote y no de la mujer; y el séquito, doscientas ó más personas, tenderos en su mayoría, entró ruidosamente en el Café de San Isidro. Mientras la concurrencia se refocilaba con el desayuno, unos pobres diablos de murguistas atronaban el café con lo más escogido y flamante de su repertorio. Sus trompetazos atraían á los transeúntes curiosos, que, estacionándose delante de las puertas, formaban animados grupos: los más próximos á las vidrieras pegaban las narices á los cristales para fisgar lo que ocurría dentro, y todos aquellos papanatas comentaban con frase picante é intencionada la causa de parecido regodeo y la fealdad de la novia.

Terminado el desayuno, novios, padres y padrinos, amén de las personas más allegadas á la familia, hicieron mutis para cumplir con la tradicional costumbre de perpetuar por medio de la fotografía la vera efigies que en día tan memorable ofrecen los recién casados.

No tardaron mucho tiempo en retornar al café, y, seguidos de la numerosa y lucida comitiva, salieron todos á la calle para acomodarse en los cinco monumentales ómnibus que habían de transportarlos á los Viveros.

En tan pintoresco lugar fué Troya, y no precisamente porque hubiese algún Paris ni Helena alguna entre los convidados, sino por el «buen humor» de éstos, gente del pueblo, que cree no divertirse si no arma mucho ruido, salta, brinca, grita, canta, vocifera, baila, bebe y se revuelca por el suelo; para el vulgo, la alegría es tanto más grande cuanto mayor hartazgo se da de comer y de beber, cuanto más escándalo se produce y cuanto más estupendos y desaforados son sus bailes, sus bromas y sus juegos, en los cuales, el imperio absoluto de los instintos, suele darles barniz de grosería; en holgorios como el de esta boda hay dos elementos imprescindibles que los caracterizan: la bota de vino y el pianillo de manubrio; en una, la borrachera alcohólica; en el otro, la borrachera de la sensualidad; ésta desata los brazos; aquélla la lengua.

Después de una comida interminable, pesada y fastidiosa, la gente parecía enloquecida; entregábase frenética á seguir con sus cuerpos el compás de la musiquilla, cien veces repetida, del pianillo; reía á carcajadas; daba gritos; corrían los que no bailaban por entre las calles de árboles, persiguiéndose con grandes voces y estrépito, y al encontrarse, caían revueltos hombres y mujeres en la arena, los unos sobre los otros, y sonaban risotadas, ayes, gritos y chillidos ahogados y menudeaban los estrujones pecaminosos, los azotes y los pugilatos entre las parejas, defendiéndose ellas de ellos.

Todo esto entusiasmaba á la mujer de D. Roque; encontrábase allí en su elemento, entre su gente, porque, pese á sus humos señoriles, sentíase siempre la costurerilla de los pasados tiempos, á los que se retrotraía recordando zambras parecidas; y, alegre como nunca y como nunca hermosa, con sus mejillas más encendidas que los rojos claveles que adornaban su complicadísimo peinado; sus ojazos, radiantes de luz; la boca entreabierta, dibujando sus labios, en los que parecía palpitar un beso, una risa franca de gozo; con el pañolón cruzado al pecho, bailaba, corría, gritaba, sin acordarse de que en el mundo había un don Roque, que tal vez á aquellas horas estuviese peleando por su dinero en alguna junta de acreedores

Sentíase festejada, mimada, codiciada por jóvenes y viejos, que formaban corro en derredor suyo, mendigando ser su pareja de baile, y el afortunado que estrechaba entre sus brazos el cuerpo de la hermosa, susurraba á su oído frases en las que, á vuelta de floreos de dudoso buen gusto, se traslucía grosero sensualismo; Sole oía á sus admiradores con los ojos medio entornados, sonriente, agradeciéndoles la lisonja, la adulación, satisfecha de sí misma, de aquel homenaje rendido á su hermosura; lo que más halaga á la mujer.

Quin, pavoneábase orgulloso al lado de Sole, quería congraciarse con ella; desarrugar el ceño de los pasados días, y como amante solícito y cariñoso, prodigábala atenciones y agasajos; en la mesa casi probó bocado por atender á la esposa de su tío; la hablaba sumiso, reía sin ganas sus ocurrencias, diputándolas por chistes ingeniosísimos

Sole, radiante de felicidad, le miró una vez con los ojos muy abiertos, muy expresivos, como si quisiera que á ellos se asomase su alma, sedienta de goces y de caricias, y Quin sintió como un latigazo en todo su sér y bajó la vista confuso, atortolado La pañera iba más lejos de lo que él intentaba.

Al comienzo de uno de los bailes, Sole le dijo al oído;

—¿Tienes pareja?

—No, señora.

—¿Quieres que bailemos este schottischf

—¡Ya lo creo! Pero no sé bailar bien He perdido la costumbre

—¡No importa! Yo te llevaré; tú no hagas más que seguirme.

Quin, por vez primera, rodeaba con su brazo el talle de Soledad; en uno de los movimientos, una pareja de bailarines alocados tropezó con Sole, y ésta, para no perder el equilibrio con el encontronazo, estrechó bruscamente contra su pecho al sobrino; la impresión fué terrible para éste, al sentir en su cuerpo todo el calor, toda la vida de aquel otro juvenil y hermoso, del que se desprendía aroma como de nardo.


Ya á punto de anochecer levantaron el campo los de la boda. Los novios y sus deudos habían hecho á media tarde un mutis prudente. Entre empujones y codazos, y á vueltas de risotadas de los hombres y chillidos de las mujeres, el cortejo se acomodó en los ómnibus que aguardaban el regreso de la comitiva.

Carretera de El Pardo, hacia Madrid, emprendieron la marcha; las caballerías caminaban al paso, haciendo sonar los cascabeles de los collerones; los mayorales estimulaban al ganado con el restallar de los látigos y con sus características interjecciones; los viajeros, alegres unos por el vino y otros borrachos de alegría, traían entre sí una algazara estupenda de voces, risotadas, cantos y gritos: de un coche á otro se llamaban los unos á los otros; se daban ¡vivasi estruendosos á los novios, á los padrinos, á los padres de los recién casados, á la seflora Tal y al señor Cual, y al mismísimo Presidente del Consejo de Ministros, sin que faltaran los graciosos que á todo pulmón se vitoreaban ellos mismos. Llegó un momento en que uno tarareó la copla popular y característica:


¡Viva la novia y el novio,
Y el cura que los casó,
El padrino, la madrina,
Los convidados y yo!

Con el capotin, tin, tin, tin,
Esta noche va á llover,
Con el capotin, tin, tin, tin,
Á eso del amanecer.

Con el capotta, tin, tin, tin,
Esta noche va á nevar,
Con el capotta, tin, tin, tio,
A eso de la madrugá.


Y de todos los coches, como un coro formidable que atronaba el espacio, repitieron al unísono el estribillo:


Con el capotta, tin, tin, tin,
Esta noche va á llover,
Con el capotta, tin, tin, tin,
Á eso del amanecer.


Con el capotta, tin, tin, tin,
Esta noche va á nevar,
Con el capotin, tin, tin, tin,
Á eso de la madrugá.


Y se acompañaban los hombres aporreando á compás con sus bastones el suelo de los coches; las mujeres batían palmas y taconeaban el tin tin del estribillo.

Cansados de repetir un mismo sonsonete, pusiéronse á cantar La Marsellesa, la Muñeira, los tientos más en boga, la Marcha Real, Marina, La Tempestad y otros aires zarzueleros; el caso era meter el maýor ruido posible.

Y los pobres caballejos de los ómnibus, haciendo sonar siempre los cascabeles de los collerones, tiraban penosamente de los vehículos, y los mayorales acudían á su vasto repertorio de blasfemias y hostigaban furiosos á los tiros con sus trallazos.

Vistos de lejos, á lo largo de la carretera, sobre la que flotaba, como una nube, la atmósfera caliginosa de aquella noche estival, vislumbrados casi entre la polvareda que levantaba su marcha, parecían los cinco ómnibus, con sus mortecinos farolillos y con los continuados vaivenes que les obligaba á dar las desigualdades del terreno, otros tantos barcos que navegaban trabajosamente en un mar blanquizco cubierto por la neblina.


Soledad y Joaquín, en el interior del coche, iban materialmente prensados, por ocupar los asientos mayor número de personas de las que podían ir en ellos con holgura; la atmósfera en aquel sitio era asfixiante, enervadora; desprendíase de las mujerotas tenderas en gran parte, olor á sudor que se fundía con aquellos otros del agua de colonia, alcanfor y esencias de pacotilla con que iban perfumadas. Sole, silenciosa, apretujada contra Quin, reclinaba en el hombro de éste su cabeza, como abrumada por el calor y el cansancio; el joven miraba así á su sabor su rostro encendido, el nácar de su frente, sobre la que caían los negros rizos, un tanto deshechos; los ojos semientornados, que miraban somnolientos, lánguidos; su boca entreabierta, de la que se escapaba como un suspiro anheloso

Al contemplarla así, á la mortecina claridad del farolillo de aceite que alumbraba la escena, experimentó el joven una sensación como jamás había sentido: una ansia loca de poseer aquella hermosura; á toda la ruindad de su espíritu, á todos sus planes egoístas, sobrepujaba en aquellos momentos el mandato imperioso de una naturaleza pletòrica de vida, no gastada aún en el deleitoso amot; los diez y ocho años se rebelaban entonando su himno con potente entusiasmo. Sole no era entonces para Quin el anzuelo con el que podía atrapar una fortuna, sino la mujer que prometía delicias jamás gustadas y, por lo tanto, más seductoras, más incitantes y codiciadas

Los duendes de lo imprevisto trabajaban con maestría diabólica para burlarse, crueles, de un pobre y confiado viejo.


Aun resonaban en la calle los ¡vivas! á los novios que daban los convidados al apearse de los ómnibus.

Sole y Quin entraron en la sala; la fámula, medio adormiscada, intentó dar luz, pero su ama la ordenó precipitadamente:

—¡No! ¡No encienda usted, no hace falta! Puede usted retirarse á descansar.


Encontrábanse solos, completamente solos.

La hermosa hembra se despojó del mantón, poniéndole tendido en el respaldo del sofá; dejóse caer en éste abatida; recostada indolentemente, venía á servirle de marco la tela del pañolón, cuyo fondo azul celeste veíase sembrado de rosas de vivos matices, de kioscos y chinitos con carita de marfil; nunca el escultural busto de aquella mujer se mostró tan seductor como entonces, en que una tenue claridad lo envolvía, haciéndole destacar sobre la policroma y sedosa superficie del pañolón.

Quin, aleccionado por lo ocurrido la noche en que se marchó el pañero, sentóse sin titubear en una de las butacas, cerca de Sole; percibía el ritmo de su respirar anheloso, y seguía atento la suave palpitación que trazaba su pecho, sobre el que se agolpaban, mustios y como avergonzados, unos claveles blancos.

Echada la persiana del balcón, filtrábase por entre sus listones la desmayada luz que esparcía el farol da la acera; uno de sus reflejos daba en el rostro de Sole; el otro, al herir la luna del espejo, trazaba una linea de plata brillante, algo así como el destellar de una espada.

—Estarás rendido, Quin—dijo Sole.—Yo estoy muerta de cansancio.

—¡Ha sido una gran fiesta!

—¿Te has divertido?

—Muchísimo. ¿Y usted?

—Como nunca. Hemos pasado un gran día.

—Inolvidable; para mí el mejor de mi vida.

—¿Tanto te gusta ir de boda?

—Lo de menos es eso: es por haber tenido el gusto de estar á su lado.

La hermosa hembra sonrió agradecida; sus ojos brillaban con inusitada luz.

—Eres muy amable, Quin

—No; es la verdad.

—¡Vamos, que si hubieras sido tú el novio!—dijo esto maliciosa, guiñando los ojos.

—¡Quiá! ¿Con una mujer como la hija de la tabernera? No me crea usted tan singustos

—¡Es rica!

—Y eso, ¿qué? Yo, de casarme, sería sería; pero ¡no! ¡Iba á decir una atrocidad! ¡No! ¡No! ¡Jamás será lo que yo he soñado!....

—Pero ¿qué has soñado, criatura?

Sole había enderezado su cuerpo y alargaba su rostro hacia Quin: éste recibía el vaho cálido de su respiración y volvía á sentir el vértigo, la ansia loca que experimentó en el ómnibus.

—¡No! ¡No puedo! ¡No debo decir lo!—insistía moviendo negativamente la cabeza; su voz era temblosa; sus ojos clavábanse pertinaces en los de Sole, que resistían, complacidos, aquel mirar de hambriento.... Se rehizo un poco hacia atrás; sentíase impulsado ferozmente hacia «ella»; fué tremendo su esfuerzo de voluntad para no tender sus brazos y aprisionar aquel cuerpo, que se recostaba, incitador, sobre un fondo de rosas.

Sole, como si no advirtiera el movimiento de retroceso de Quin avanzaba hacia él su rostro sonriente, provocativo, animado por un deseo, que fustigaba su carne pecadora.

—Vamos, dímelo Aunquesea unaatrocidad como tú dices—suplicó quedo, mimosona, como mujer propicia á otorgar generoso perdón á todos los atrevimientos.

—Yo no me casaré nunca—murmuró Quin, con dejo tristón, de desconsuelo,—¡nunca!, porque jamás podrá ser mi mujer la que yo quiero con toda mi alma ¡Nunca, Sole, nunca!

Dijo esto ahogándose casi; bajó los ojos al suelo y suspiró

—¿Y quién es esa mujer? Vamos, dímelo, Quin Te lo suplico

Empleó arte tan infernal para hacer la pregunta, que el joven vió reflejar en ella, con toda su intensidad, el mismo fuego que á él le enardecía, y poniendo en su acento toda la pasión de que era susceptible su natural frío y egoísta, contestó acercando resueltamente su cara á la de Sole, envolviéndola en una mirada indescriptible, esta única sílaba:

—¡Tú

Trémula, con los ojos medio entornados, como si la visión de la próxima felicidad la desvaneciese, Sole replicó á la brusca confesión de Quin posando en la boca de éste la suya; sus labios calenturientos, que parecían ascuas encendidas, abrasaron, con un beso muy prolongado, el último resto de pudor que aun quedaba en aquella hermosa mujer, hambrienta de caricias.

Aquel beso solemnizábalas nupcias de un amor criminal.

Los chinos, los pobres chinos de carita de marfil, cerraron sus inexpresivos ojos para no presenciar la deleitosa batalla de amor


En la taberna continuaba aún la algazara.

Oyóse gritar estentóreamente:

—¡Vivan los noviosl

—¡Vivaaan!—repitieron á coro.

Siguió á esto atronadora salva de aplau sos…..

X

En plena revolución. Pero, no hay por qué alarmarse: no se trata de ninguna violenta conmoción popular; hogaño, la gente más pacífica ó más cautelosa no se echa así como así á la calle á defender sus derechos con un trabuco ó un pistolón del año de la Nanita, ni levanta barricadas, ni se bate ni derrama su sangre como en pasados lustros, en los que por un quítame allá esas pajas aparecía la villa del oso en pie de guerra, cantando el Himno de Riego, La Marselesa ó algún otro cántico de circunstancias contra el Gobierno, que respondía al reto con cargas de metralla.

¡Oh amado Teótimo!, los tiempos cambian, y hoy los ciudadanos, más circunspectos, se sublevan heroicamente desde la mesa de su casa, ó desde las del café, círculo ó taberna, y el Gobierno, el paternal Gobierno que rige los destinos del delicioso país del «mañana será otro día», la única represalia que toma es la de declarar en «estado de sitio á la capital que intenta subírsele á las barbas, y sacar á la calle á los de la benemérita Rara vez la cosa se pone fea; pero, si tal ocurre, y hay unos pocos descabezados que arman bullanga de firme, se les pone fuera de combate y del mundo con los consabidos maüsser, y, santas Pascuas: dos muertos, diez heridos, y se triunfó una vez más de la «hidra revolucionaria», tan espantable en otras épocas y de la que hoy en día se ríen hasta los niños de pecho: la prensa de oposición chilla, la ministerial aprovecha la oportunidad para sacar á relucir los trapos sucios de los adversarios, los jefes de las minorías vociferan catilinarias retóricas en las Cortes, el Gobierno se defiende como Dios le da á entender, y los muertos, muertos se quedan, y aquí no ha pasado nada.

Somos un pueblo de indiferentes y de escarmentados, y lo sufrimos todo con mansedumbre de borregos, con el estoicismo del musulmán, que cree fatalmente que cuanto ocurre, bueno ó malo, está escrito, y es inútil defenderse contra la fuerza del sino ¿Sacudiremos esta indiferencia, esta quietud mortal de enfermo, que supone que si cambia de postura ha de sentirse aún más dolorido y molesto?...

Revolución sí había; pero estudiantil, que sólo la inexperta juventud se mete ya en tales fregado?.

Yo no sé qué ofensa grave había cometido un jefe de Orden público, entrándose, como en país conquistado, en los claustros de la Universidad, ni en conciencia podría afirmar si este desmán sirvió de pretexto para que los estudiantes se decidieran á vengar ciertas antiguas querellas contra determinado catedrático, que dijo una porción de majaderías de pésimo gusto acerca de las Asociaciones escolares, lo cierto es, lector, que aquella mañanita, los bedeles de la Universidad barruntaron señales, para ellos inequívocas, de que el día amenazaba tormenta.

En la calle de los Reyes, á la entrada del Instituto, y en la de San Bernardo, frente á la Universidad, había varios grupos de estudiantes, de los más talluditos, los cuales grupos, estacionados en las aceras y en el centro de la calle, detenían á sus compañeros á medida que iban llegando para disuadirles de que entrasen en las aulas: el propio decoro de la clase estudiantil así lo requería: la víspera habían sido profanados, brutal é ignominiosamente, los claustros, pisoteado y escarnecido su fuero jurisdiccional por gentuza investida de autoridad, que no respetó al Rector y vapuleó villanamente á unos cuantos escolares por el solo delito de llamar narizotas á un guardia de Orden público.

El Comité nombrado en la reunión celebrada á raíz del suceso, acordó elevar una respetuosa y enérgica protesta al Gobierno, subscripta por el claustro de profesores y los alumnos, pidiéndole castigara sumariamente á los autores del atropello; no asistir á las clases hasta que se diese cumplida satisfacción de la ofensa, y organizar una imponente manifestación.

El que más y el que menos aplaudía con férvido entusiasmo tales resoluciones, y unía su protesta contra el acto de salvajismo realizado por un pelotón de esbirros: los grupos iban engrosando hasta llenar la calle, á todo lo largo de la Universidad, que tenía sus puertas entornadas; la muchedumbre estudiantil, sobreexcitada, en tensión los nervios y enardecida su sangre joven, semejaba una colmena monstruo, en la que zumbaba un rumor como de ola tempestuosa que avanza bravia con sonar de trueno.

Los catedráticos más queridos, 5 más populares, eran saludados, al pasar por entre los grupos, con aplausos, que sólo se interrumpían al verlos entrar en el portalón; los que no gozaban de las simpatías de los alumnos, eran recibidos con marcadas muestras de hostilidad; se susurraba que se celebraría Junta de profesores á instancias del Rector.

Al murmullo de los múltiples diálogos sucediéronse bien pronto gritos, imprecaciones y denuestos; uno dió con voz estentórea un «¡viva la Universidad!», y tres mil bocas corearon el ¡viva! que hizo retemblar los cristales de los balcones; á éstos se asomaban recelosos los buenos burgueses, paliduchos, somnolientos aún, á medio vestir; en las bocacalles próximasdel Pez, Reyes y Noviciado veíase pelotones de curiosos, en su mayoría criadas de servir, panaderos, vendedores de periódicos, que contemplaban aquéllo entre curiosos y asombrados; los tranvías sin viajeros—por precaución se habían bajado antes de llegar ála Universidad,—circulaban difícilmente á causa de los grupos estacionados; los conductores, dando voces y haciendo sonar rabiosamente la campana de los vehículos, lograban que éstos avanzaran con desesperadora lentitud, deteniéndose á cada paso, por no atropellar á los estudiantes, que pagaban con conductores y cobradores su rabia contenida, silbándolos y recriminándolos con palabras mal sonantes la osadía de cumplir con su obligación.

En los corros de curiosos, uno decía: «¡Psss! ¡Cosas de chicos! Una algarada sin pies ni cabeza «Estos estudiantes no piensan más que en armar ruido», refunfuñaba un señor grave, que se dirigía á su oficina. «¡Más valiera que estudiasen sin ofender al Señor de este modo! », gruñía una vieja, que llevaba un rosario colgado de la muñeca. Y así por este orden los espectadores hacían comentarios á propósito del ruidoso estacionamiento de los universitarios. Nadie le concedía importancia; si alguno recordaba la triste jornada de la noche de San Daniel, ó aquella otra vergonzosa de «la santa Isabel», le salían al paso con un «1 Psss, amigo, aquellos eran otros tiempos!... Había más sangre, más coraje Ya verá usted cómo todo acaba en dar ¡vivas! y ¡mueras! y correr como liebres.»

Los que tal afirmaban con la peculiar inconstancia nuestra, no oían á los improvisados oradores que, sostenidos en hombros de sus compañeros, peroraban cosas que no son para dichas en letras de molde. Había Demóstenes que pedía la cabeza de todo el que estuviese constituido en autoridad; quién aconsejaba hacer una de pópulo bárbaro; quien apelaba á la sangre generosa y audaz de la juventud que le rodeaba, para romper valientemente las pesadas cadenas de los convencionalismos y lanzarse á la revolución Y el orador se tiraba rabiosamente de los puños de la camisa, no tan albos como fuera de desear, y su cara, encendida por el entusiasmo, y su sombrero, caído á la nuca, y sus ojos, inyectados, le daban aspecto de loco.

«¡Señores!—decía con voz potente.—¡A la revolución! ¡Á barrer la canalla! ¡Sin támonos iconoclastas!.... Vosotros sois y yo también, la gente de lo porvenir, la que ha de regenerar la Patria, derrocando los ídolos viejos que limitan el progreso de los pueblos, y son lo tradicional, lo arcaico, lo retrógrado, la muralla eterna é indestructible ante la que se ven detenidos nuestros santos ideales de ciencia y libertad! Una salva de aplausos interrumpió al orador.

Gundara, llevado de su impetuosidad, era también uno de los que dirigían la palabra á sus compañeros: su oratoria enérgica y concisa, escuchábase con religioso silencio; no pedía, como los otros, ir á la revolución, ni cortar ninguna cabeza; por el contrario, creía él que la protesta de las muchedumbres es tanto más eficaz cuantomás seriamente se realiza; nada de gritos subversivos, ni de voces destempladas que pudieran servir de pretexto á los gobernantes para apelar á cruentas represalias; la misión de los universitarios no era la de promover un conflicto en el orden social, sino la de vindicar sus derechos. No eran ellos, no, los llamados á arreglar los negocios de Estado; faltábales para esto conocimientos y prestigio; su misión era otra. «Si nos lanzamos—dijo—dando ¡vivas! y ¡mueras!, nos considerarán los más sensatos como una turba inconsciente; nos exponemos á caer en atroz ridículo, y serviremos para que los agitadores políticos se aprovechen de nosotros para la realización de sus bastardos fines... Manifestémonos, no como chiquillos revoltosos, sino como hombres cultos que se sienten lastimados en su dignidad.»

Aquí llegaba en su discurso, cuando un señor, muy peripuesto de levita y sombrero de copa alta, abriéndose paso por entre los grupos, llegó, á fuerza de puños y jadeando, cerca de Gundara.

—¡Bravo, Luisito mío! ¡Bravísimol

Y alzando los brazos, palmoteó en el aire.

Luis miró al que así le celebraba.

Era D. César, D. César, que decía á los que le rodeaban, señalándoles al orador:

—¡Ustedes no saben lo que vale ese muchacho! ¡Llegará á ser un Castelar! ¡Qué Luisillo, y qué talentazo el suyo! ¡Yo! ¡Yo le he dado á luz!—Y como alguien se riese de la anfibología:—¡A la luz de la publicidad! ¡Cuando yo dirigía el famoso Campeón de España!

Y volvía á aplaudir á «su» Luisito, que finalizaba su arenga con estas frases:

«Los que estudiamos no tenemos otras armas que nuestros libros Y siempre que combatamos por la libertad nos darán la victoria, porque ¡la Razón, la Justicia y la Ciencia han forjado esas armas! »

Bravos ensordecedores premiaron lo feliz de la paradoja. Al verse Gundara en el suelo, recibió un abrazo del grande hombre que, apretujándole contra su pecho, exclamaba todo emocionado:

—¡Qué barbaridad de talento tienes, Luisín de mi alma!

—¡A San Isidro! la San Isidro!—gritaron unos cuantos.

Un murmullo de aprobación y múltiples voces de «¡A San Isidro!», determinó que, como un solo hombre, la enorme masa estudiantil se pusiera en movimiento, dirigiéndose calle Ancha de San Bernardo arriba, en dirección á la plaza de Santo Domingo; un pelotón de estudiantes arrancó, al pasar cerca de una tienda de juguetes, una bandera, y este acto fué celebrado con un entusiasta «¡viva España!....» y calurosísimos aplausos. La bandera, como guión sagrado, iba en alto al frente de la manifestación, y la percalina, azotada por el viento, flameaba, como llama de oro entre rojeces de incendio, sobre las cabezas de aquella juventud, que caminaba deprisa, llenando la calle con rumores de huracán; menudeaban los ¡vivas! y los ¡mueras!, y se aplaudía á las buenas mozas que, atraídas por la algarada, se asomaban á los balcones; los transeúntes deteníanse ante aquel inesperado desfile; los muchachos de la calle, los desocupados y los amigos de bulla, uníanse á la manifestación.

La vanguardia de ésta, al ir á dar á la plaza de Santo Domingo, advirtió consternada que patrullaban aquel sitio parejas de la Guardia civil de á caballo; la plaza, en la que de ordinario hay vida y animación inusitadas, aparecía desierta; los tranvias, parados, formaban una doble fila.

—La Guardia civil! ¡La Guardia civili—vocearon, deteniéndose los primeros en advertir la presencia del enemigo, reflejándose en sus caras gran indecisión; las filas subsiguientes pararon también, desconcertadas, y en contados momentos viéronse los de la manifestación prensados unos contra otros; por un instante imperó el silencio entre la muchedumbre; oíase las voces de los caudillos que creían una imprudencia ir á meterse en la boca del lobo.

—¡Dispersarse! ¡Por las bocacalles! ¡Todos á San Isidro!—ordenaban concisa, nerviosamente, tendiendo los brazos hacia el camino recorrido.

Hubo un violento retroceso en la masa, que se subdividió en grupos que volvían calle abajo, corriendo lo más deprisa posible; unos embocaron por la calle de Ceres, otros por las de la Flor y de la Estrella; los de la bandera internáronse por la de la Luna: era el grupo más numeroso, en donde estaba el nervio de la manifestación.

—¡Deprisa!.... ¡No detenerse!—vociferaban los que parecían jefes del movimiento.

Caminaban todos á buen paso, en filas apretadas que llenaban la calle; los transeuntes arrimábanse á las paredes ó metíanse en los portales y en las tiendas para dejar el terreno libre al enjambre juvenil,guiado por la enseña de la Patria; algunos tenderos asustadizos ó simplemente previsores, echaban de prisa y corriendo los cierres metálicos de sus establecimientos, dejando la entrada á medio cerrar.

La turba recorrió sin tropiezo su forzoso itinerario por la calle del Horno de la Mata y la de Jacometrezo, hasta dar en la plaza del Callao; media docena de guardias civiles de á caballo saliéronles al encuentro; los estudiantes, sin hacer caso á sus exhortaciones, siguieron bravamente su camino, arrollando materialmente á la fuerza armada, exponiéndose á ser pisoteados por los caballos, que, atemorizados y recelosos, se encabritaban; desenvainaron los guardias, dispuestos á repartir cintarazos. Un «¡muera!» expresado rabiosamente por mil bocas, zumbó como terrible amenaza; los de la manifestación, corriendo todo lo más rápidamente que puede correr una muchedumbre hostigada, metiéronse por la angosta calle del Postigo de San Martín, salvaron la plaza de las Descalzas y cruzaron la calle del Arenal, siempre fustigada la retaguardia por los civiles, que ordenaban á gritos la disolución del grupo y metían sus caballos entre las últimas filas. Los que formaban en éstas rebelábanse furiosos, levantando en alto los bastones.

Al promedio de la calle de las Hileras, los guardias declaráronse impotentes para desbaratar la manifestación; la gente, al ver aquella turba perseguida por los de la benemérita, corría, medrosa, á ponerse en salvo, mientras que á los balcones acudían presurosos los vecinos al ruido del pataleo, gritos y vocerío de los manifestantes.

Desembocó la tropa estudiantil, á cada paso más numerosa, violenta y enardecida, en la plaza Mayor;á los estudiantes habíanse agregado gran número de ciudadanos: gente sin trabajo, unos; golfos, otros; los más, indiferentes, que gozaban con ser comparsas en el alboroto; los menos, deseosos de lucha, de jaleo gordo; entre los nuevos afiliados, destacábanse, con sus trajes raídos, sus sombreros rotos y grasientos, sus botas destrozadas, sus barbas foscas é incultas, la hambre en la cara y en los ojos brillo febril y siniestro, esos prójimos que siempre figuran en las conmociones populares, verdaderos descamisados, parásitos de la Puerta del Sol, dignos de ser retratados por el pincel de un Goya, sablistas implacables del bolsillo del prójimo que ha tenido la debilidad de saludarles una vez en la vida; que hablan ronco, se retuercen fieramente el bigote y proclaman, sin saber en realidad lo que proclaman, el socialismo libertario, que según ellos debe implantarse á raja tabla después de descabezar á los aristócratas, á los burgueses, á todo el que posea un «perro chico», y endiosar á los suyos, á los que no Comen, ni beben, ni se visten, ni se lavan; pobres iluminados, siempre metidos en el ajo fantástico de una asonada tremebunda, pronta á realizarse, que ha de cambiar el actual estado de cosas y ser para ellos Jordán maravilloso en donde han de verse libres de su roña, de su miseria, y al «paladear» sus ilusiones, bostezan de hambre estos fantasmas del orden, capaces de todas las heroicidades por una peseta en calderilla.

A los ¡vivas! estudiantiles, uniéronse aquellos otros «¡vivas!» y «¡mueras!» que en voz bronca daban los descamisados y que repetía la muchedumbre encendida la sangre y puestos los ojos en la bandera que flameaba como llama de oro entre rojeces de incendio.

Pasaron á toda prisa y con visible azoramiento por el arco de la calle de Toledo; los comerciantes cerraban sus tiendas y los vecinos, asomados á todos los huecos abiertos á la calle, cambiaban sus impresiones á voces: algunos vitoreaban á los de la manifestación, que respondían con aplausos y vítores al pueblo de Madrid.

Gundara, que iba en primera fila, vió por un momento á D. Roque, Quin, Melquíades y el chico, que se asomaban inquietos á la media puerta entreabierta del almacén; arriba, en el balcón, Sole contemplaba impávida el desfile. Luis, que no había vuelto á ver á sus deudos desde que salió de la tienda, pasó de largo, esquivando que le sorprendiesen en tal asonada.

Cerca de la Catedral los manifestantes viéronse forzados á detenerse; un escuadrón de la Guardia civil y sinnúmero de agentes de Orden público impedían el paso, formando barrera infranqueable; el Instituto de San Isidro hallábase ocupado militarmente.

—¡Vámonos!—dijo D. César á Luis.—¡Aquí va á haber leña!

—Ya no se debe retroceder—replicó el joven.

—¡Eres un Cid, Luisín mío!—exclamó el grande hombre, más muerto que vivo, buscando cómo escurrir el bulto sin ser advertido de Gundara.

Hubo ese silencio sombrío y aterrador que precede á las explosiones populares.

Un «¡viva la República!, coreado por todos los manifestantes, determinó la refriega; como movidos por un resorte, los guardias volviéronse airados hacia la muchedumbre, quieta por un instante, rumorosa y agresiva; los jefes, dispuestos á castigar el grito sedicioso, azuzaron á los suyos, que desenvainaron los sables, levantándolos en alto; el sol, desmayado y tristón, de un día otoñal nubloso, los hizo destellar débilmente; los civiles, sin andarse en contemplaciones, espolearon á sus caballos; los brutos, más humanos que los hombres, retrocedían asustadizos y relinchaban, como si protestasen de avanzar por entre aquella masa de carne viva, que rugía dispuesta á no retroceder.

—¡Guardias! ¡Disolver la manifesta ción!—ordenó agria é imperativamente el Napoleoncillo que comandaba la fuerza.

Los guardias manifestaban en sus semblantes descoloridos cierta indecisión en cumplir lo mandado, sobre todo, los civiles, que, desde sus cabalgaduras, podían apreciar mejor que los del Orden público el aspecto imponente y amenazador de la muítitud Metieron los caballos en ésta como si fueran curtas, y los manifestantes, estrechándose unos contra otros, vociferaban maldiciones é insultos, alzando en alto los bastones y los brazos, agitándolos furiosamente en el aire.

—¡La calle libre! ¡No se permiten grupos! ¡Señores, hagan el favor de re tirarse! ¡Váyanse á sus casas!—suplicaban los guardias más corteses, haciendo avanzar sus caballos.

—¡Abajo la canalla! ¡Cobardes! ¡Miserables!—gritaban los de la turba, que se sentían á cada momento más estrujados con el forzoso encaje de los caballos, encabritados y recelosos al sentir sobre sus lomos sinnúmero de manos que se apoyaban vigorosas rechazándolos. Los descamisados seguían vitoreando á la República, al pueblo, á la revolución, y dando ¡mueras! á todo lo constituido; unos cuantos estudiantes comenzaron á silbar á los esbirros y pronto la silba se generalizó, formidable, con estridor que desgarraba los oídos; aquello no era aún suficiente, y á los silbidos se siguieron voces groseras, insultos tabernarios, amenazas; sin saber cómo, salieron del centro de los amotinados piedras dirigidas contra los agentes de la autoridad; una de las piedras rebotó en la frente de un guardia, que rugió algo corno un lamento ó una blasfemia, y cayó de lo alto de su montura desvanecido, como muerto; los estudiantes más próximos acudieron en su auxilio; los guardias, rabiosos con la provocación insultante y continua del mayor número, con la inesperada lluvia de piedras, con lo ocurrido á su compañero y con las órdenes de los jefes, empezaron á dar de cintarazos á los estudiantes, vociferando palabrotas y amenazas y rugiendo como fieras acorraladas; la Guardia civil clavó espuelas en sus cabalgaduras, y éstas, doloridas, avanzaban por entre la muchedumbre dando corcovos; los sables no estaban ociosos, caían de plano sobre las cabezas, que rehuían el golpe, agachándose; aquello era un hervidero, un mare mágnum de alaridos, ayes, imprecaciones, rugidos Sonó un tiro; la turba retrocedió bruscamente trazando un movimiento de vaivén «¡Fuego!», clamó el Napoleoncete de marras, y la fuerza disparó al aire sus maüsser; los que se encontraban en las últimas filas, al oir la descarga, echaron á correr dando gritos de espanto calle de Toledo arriba; los del centro, enardecidos, magullados, apelaron á medios violentos para libertarse de los guardias, y á puñetazos, á patadas, y con los bastones, defendíanse del enemigo, yen la refriega caían maltrechos los sombreros de los unos, se desgarraban las guerreras, se deformaban las teresianas, saltaban los botones de los uniformes.

Los tranvías, estacionados desde lo alto de la plaza Mayor hasta la calle Imperial por un lado, y desde la plaza de la Cebada hasta la de los Estudios por el otro, vinieron á aumentar el tumulto indescriptible de la pelea; como si todos los conductores obedeciesen á una señal convenida, hicieron sonar á un mismo tiempo las campanas de los vehículos; los vendedores de la plaza habían formado un grupo imponente, que se agolpaba hacia el Instituto de San Isidro por la calle de los Estudios, y vociferaba contra los defensores del orden, poniéndolos de oro y azul.

De nuevo se oyó la voz, ya enronquecida, del jefe de la fuerza:

—¡Guardias! ¡Fuego sobre los rebeldes!... Los guardias pararon un momento en su acometividad y defensa, echáronse los maüsser á la cara y dispusiéronse á hacer fuego.

Entonces ocurrió algo espantoso, inenarrable.

—¡Asesinos!—vocearon los manifestants tes como un aullido rabioso, retrocediendo, asustados, empujándose, los unos á los otros, ciegos de terror; abriéndose paso los más fuertes á puñadas, los más débiles con gritos y denuestos; algunos caían al suelo, y los que retrocedían pisoteaban, como manada de fieras perseguidas, á los caídos, oyéndose sus ayes clamorosos, sus ¡Madre mia! desgarradores, de terrible angustia. Los manifestantes huían frenéticos apremiados por los caballos de los civiles, diciéndose los unos á los otros: «¡Correr! ¡No pararse! ¡Que vienen detrás! » Y corrían, metiéndose unos grupos por las bocacalles, y el núcleo principal, siguiendo calle de Toledo arriba, escuchando siempre el galopar de los caballos, el ruido metálico de las vainas chocando contra los arreos; los vendedores de la plaza de la Cebada, deshecho ya el cordón de guardias, avanzó á su vez voceando ¡vivas! y ¡mueras!

En el campo de la refriega habían quedado algunos infelices, jovencitos en su mayoría, caídos en tierra, magullados, que no podían moverse y pedían por Dios los levantaran del suelo.

Gundara había recibido en la lucha un ligero rasguño en la frente; sin preocuparse de esto se dedicó á auxiliar á los caídos.

Había sido aquélla una estúpida pelea.

Luis así lo reconoció, y sus ojos miraban tristemente al suelo, sembrado de botones, sombreros y bastones hechos añicos.

La prensa podía llenar unas cuantas columnas en los diarios, las minorías interpelar en las Cortes al Ministerio, los oradores conspicuos lucirse á bien poca costa y los que gobernaban dormir el sueño del justo, después de haber sofocado tan gallardamente aquel conato de revolución.

XI

Las almas anegadas en un grosero sensualismo no han de padecer la zozobra que sigue á un acto que rechaza y recrimina la propia conciencia; el remordimiento para estas almas se traduce sólo en una impresión momentánea, que desvanece el egoísmo; lo único que perdura en ellas, preocupándolas dolorosamente, es el miedo á las consecuencias que pueden sobrevenir si del acto criminoso surge el vengador que castigue airado la felonía cometida.

Tal sintieron los adúlteros al desunir sus brazos y romper la deleitosa cadena que trazaron.

—¡Si él lo supiera!

—¡Si el tío se enterara!

Pensaron ambos, y en sus ojos se reflejó el espanto, no el remordimiento; después, y en voz baja, trataron de la conducta que habían de seguir para cuando D. Roque retornara de su viaje: serían cautos hasta la exageración; rehuirían mirarse en presencia del viejo; estudiarían sus gestos, sus palabras, y sólo aprovecharían aquellos instantes en que la impunidad más absoluta les garantizase su placer—tanto más codiciado y sabroso cuanto que se robaba á todo lo divino y humano.

Y mientras el hombre se justificaba de lo hecho diciéndose que si el camino real no le conducía al punto de sus ambiciosas miras, debía irse por el atajo, así fuera éste tortuoso y erizado de peligros; la mujer pensaba que era sacrificio inútil y ridículo rechazar la ventura que se le ofrecía en aquel garrido mozo.

Volvió D. Roque de su viaje satisfecho, por cuanto sus uñas habían hecho presa en el concurso de acreedores de la fenecida casa de paños catalana.

No advirtió nada anormal entre los su yos, antes por el contrario, regocijóse con ver tan en orden los negocios del almacén tan alegre y cariñosa á su mujercita y tan trabajador y diligente al sobrino.

Reanudó su vida ordinaria sin percatarse de que, como el labrador compasivo de la fábula, había abrigado en su pecho á la serpiente venenosa é ingrata.


La algarada estudiantil, que tan triste desenlace hubo de tener aquella mañana en los alrededores del almacén de paños, no fué parte á que D. Roque quebrantara la costumbre de asistir á su tertulia del café.

—Mira, Roquito, no salgas esta noche—le suplicó mimosona y zalamera su mujer,—no sea que se arme algún alboroto en la calle.

—¡Bah, bah! No seas aprensiva, no pasa nada. ¿Lo sabré yo?

—Pero si no tienes necesidad

—¡Quédese usted, tío!—insinuó Quin.

—¡Ea, no seáis tontos, salgo! Precisa mente esta noche Trifón y yo tenemos que ir al Círculo á votar al Presidente, que es amigo nuestro.

Salió D. Roque de su casa, y pocos minutos después hallóse en el café.

Hubo de extrañarle que la mesa en torno de la cual se formaba la tertulia estuviera desierta; el mozo, á quien preguntó la causa de tan inesperada soledad, que se extendía á todas las otras mesas, le dijo que D. Trifón y los demás compañeros no vendrían seguramente por correr rumores pesimistas de que aquella noche los estudiantes, unidos al pueblo, provocarían un grave conflicto, protestando de los atropellos de que habían sido víctimas por la mañana; abultando un tanto las noticias, el mozo contó á D. Roque que desde anochecido no había en la Puerta del Sol más que patrullas de la Guardia civil de á caballo, paseándose de una acera á otra; que las bocacalles estaban custodiadas por los civiles de á pie; las tropas acuarteladas, y que el Gobierno había publicado un bando declarando en suspenso las garantías constitucionales.

Don Roque, como buen comerciante, era amigo del orden, así es que tronó iracundo contra los promovedores de estos motines, que tan hondamente perturban la marcha regular y acompasada de la sociedad, y auguró el desquiciamiento y la ruina de todo lo constituido si el Gobierno no refrenaba en su principio, con mano dura, á tiros mejor y más breve, la insurrección estudiantil.

El mozo asentía á todo, mascullando siempre:

—¡Eso mismo digo yo, D. Roque!

Después de tomar una taza de café, el pañero se engolfó en la lectura de La Correspondencia de España, su único consejero y guía; alarmado con las noticias y pronósticos del popular diario, D. Roque, tras momentánea indecisión, acordó no ir al Círculo, pensando que tal vez se habría aplazado la elección presidencial y que era expuesto aventurarse de noche por calles que forzosamente serían, por su posición, estratégica las que ocuparían los revolucionarios; pagó el café y se dirigió á su casa hora y media antes de lo acostumbrado, diciéndose por el camino:

—Razón tenía mi Sole en que me quedara en casa Pero ¿quién iba á figurarse que una chillería de estudiantes traería tales consecuencias?

Abrió sigilosamente la puerta del almacén, gozando por anticipado con la sorpresa que iba á recibir su mujercita; subió la escalera que conducía al piso único de la casa y siguió á lo largo del pasillo, andando despacito; al entrar en la sala y hallarla á obscuras pensó que Sole estaría acostada, confirmándole en esta suposición ver luz en la alcoba.

Avanzó ya resueltamente hacia ésta; descorrió uno de los cortinones de seda que, discretos, ocultaban el dormitorio, iluminade por tenue y azulina claridad, y lanzó un alarido inefable, algo asi como si se fundiesen en una sola nota el rugir de una fiera hostigada por el dolor y el gritar del que presencia algo asombroso, inaudito, horripilante.

Dos exclamaciones simultáneas siguieron al grito formidable de D. Roque.

A tiempo que éste caía desplomado, casi muerto, como si sobre él, y, por manera invisible, descargasen una maza, aparecieron en el vano que dejó al descubierto el сотtinón Sole y Quin, arrebujándose, como se arrebujan los que son sorprendidos en in fraganti dúo de ardiente y pecaminoso amor.

Temblaban amboe como azogados; sus rostros habían pasado repentinamente del rojo escarlata á la amarillez de la cera, y en sus ojos se leía un terror pánico.

Mudos, sin atrever á mirarse, sus ojos buscaron al vengador, y viéronle caído en tierra, á sus pies, resollando angustioso.

El instinto les hizo abreviar con nerviosa prontitud la operación de vestirse: Quin, azorado, dió luz á la sala, y la mujer, temblorosa, hipando, como si sollozase, miró á su marido, y, horrorizada, volvió la cabeza, ocultando el rostro entre sus manos.

Como masa inerte, encontrábase caído en la alfombra el corpazo de D. Roque; su fisonomía carecía de expresión; respiraba dificultosamente, y las inspiraciones parecían ronquidos; tenía las veius del cuello hinchadas, y un color rojo violáceo se extendía sobre su cara, azuleándole los labios y las manos; sudor viscoso inundaba su epidermis, y las pupilas, dilatadas, hacían más dolorosa la mirada inexpresiva que caracteriza á los que sufren repentina suspensión de todas las manifestaciones de la actividad psíquica consciente.

Y, no obstante, los adúlteros leyeron en aquellos ojos, desmesuradamente abiertos y espantosos en su inmovilidad, una mirada, que era como un anatema; una maldición, que pesaría sobre sus vidas eternamente; parecía fluir de las dilatadas pupilas sorpresa infinita y odio implacable.

—¡Muerto!—se atrevió á balbucir el sobrino, vuelto de espaldas á D. Roque.

—¡No! ¡Vive!—replicó Sole quejumbrosa.

Las miradas de ambos culpables se cruzaron interrogadoras; el espectáculo de aquel hombre villanamente engañado, caído en tierra por su traición, hacíaseles insoportable; tenían miedo de verse á solas con el vengador, herido antes de herir, muerto antes de matar á los cobardes dañadores de su honra.

Hizo D. Roque un movimiento y Sole lanzó un grito de espanto, y Quia salió de la sala despavorido, gritando:

—¡Socorro! ¡Socorro!....


En el lecho, que aun conservaba el calor y las huellas de los cuerpos de los amantes, arrojaron como un fardo el de D. Roque; el médico de la Casa de Socorro dijo á Quin al salir del dormitorio:

—¡Valor, amigo mío! Sólo un milagro podrá salvarle

—¿No hay esperanza, doctor?

—¡Ninguna! Su tío de usted es víctima de una apoplejía, que pudiéramos llamar fulminante Antes de la madrugada habrá dejado de existir


El único que lloró lágrimas sinceras de dolor á la muerte de D. Roque fué D. Melquíades, su factótum; Sole, alejada del lecho mortuorio, cayó en un estado de sopor inexplicable; Quin, presa de la mayor inquietud, murmuraba á veces con la inconsciencia de un perturbado:

—¡Pobre tío! ¡Pobre tío!

Los de la tertulia del café, los almacenistas de paños, los comerciantes de la calle de Toledo y algunos amigos particulares acompañaron el entierro del infeliz D. Roque; Quin, como el único pariente del finado, puesto que no había avisado á Luis, presidió el duelo.

Al llegar al cementerio de San Isidro y destapar la caja, Quin posó sus labios en la yerta frente de D. Roque; fué un beso de Judas. Al alzar la cabeza no pudo reprimir un grito de horror; creía haber visto abrirse los ojos del muerto, y que le dirigían la misma mirada de odio y de maldición que cuando cayó en tierra á la puerta de su dormitorio.

Aquella mirada sería puñal eternamente clavado en la conciencia de Quin.


Antes del novenario, Soledad fuese á vivir con su madre; en el almacén padecía angustias y terrores indecibles; constantemente creía ver alzarse ante ella lúgubre y airada la figura de D. Roque, que la tendía los brazos, como si quisiera aprisionarla contra sí mortalmente; por las noches, veíale en sueños, caído en tierra, mirándola con mirar tremebundo; de sus labios azuleados, cubiertos de espuma, salían frases de horrible significación Despertábase azorada, su dorosa, con sudor frío, encendía luz y permanecía insomne hasta que los tibios resplandores de la aurora inundaban de incierta claridad la alcoba.

Rehuía hallarse frente á frente de Quin; sentía en su presencia malestar inexplicable; al sentarse á la mesa, sus ojos permanecían fijos sobre los manteles, y, á ratos, un ligero estremecimiento sacudía su cuerpo y sus mejillas encendíansele momentáneamente.

Quin mostrábase circunspecto hasta la exageración, adivinando la lucha entablada en el espíritu de su cómplice; él fué quien la aconsejó que se fuera á vivir con doña Gervasia, su madre.

Ya instalada en casa de ésta, se procedió á la apertura del testamento y á fijar el nuevo rumbo que había de dársele al almacén de paños; D. Roque instituía por heredera universal de sus bienes á su mujer, y, por albacea, á su sobrino Quin, al cual también hacíale una manda de bastante consideración.

En virtud de su cargo de ejecutor testamentario, y del poder conferido por la viuda, púsose Quin al frente de los negocios de la testamentaría y del almacén; los domingos reuníanse los adúlteros en casa de doña Gervasia, y, á presencia de ésta, el joven rendía cuentas á su poderdante de las operaciones realizadas en la tienda en el transcurso de la semana y del estado de la testamentaría.

Al reaccionar, pasada la impresión de terror que le produjo la trágica muerte de su esposo, sentía Sole recrudecer su pasión por su cómplice. Joven, rica, dueña en absoluto de sus acciones, no quería entregarse de nuevo á Quin, ni soldar, tal vez para siempre, la cadena de un amor impuro; quería ser reconquistada por su amante, unirse á él, previas las bendiciones de la Iglesia, que suponía habían de absolverla por completo de su pasado.

Quin, sobreponiéndose también al recuerdo horripilante de aquella noche fatal, no pensó ya en otra cosa que en realizar sus ambiciones; para esto necesitaba ahora, más que nunca, ser cauteloso, sagaz, ocultar hipócritamente sus pensamientos, no arriesgar una frase, tal vez comprometedora, ni manifestar anhelo por reanudar aquellos amores, base de todo su porvenir; en cierta ocasión en que no se haliaba presente doña Gervasia, Quin se mostró, con gran asombro de Sole, correctísimo y respetuoso, como dependiente que rinde cuentas á su principal; la mujer, que á los comienzos de la entrevista hallábase conturbada, se tranquilizó, agradeciendo sincera la delicada conducta de Quin en no abordar otros asuntos que los puramente mercantiles.

Parecido statu quo no sufrió alteración en unos cuantos meses; pero un acontecimiento imprevisto cambió tal estado de cosas determinando la anhelada conjunción de aquellos dos seres, en la apariencia separados; pero, en realidad, estrechamente unidos entre sí por un pasado vergonzoso y criminal; doña Gervasia, tras breve dolencia, entregó su alma á Dios.

Quin entonces creyó afianzar más su situación cerca de su amante, encargando á D. Melquíades que le sustituyese en las visitas dominicales que tenía costumbre de hacerla.

El gran aprensivo, orgulloso con desempeñar tales embajadas, poníase el traje dominguero, y con ridicula prosopopeya daba noticia á la «señora de las operaciones realizadas durante la semana; invariablemente interpolaba entre negocio y negocio un largo parlamento, quejándose de padecer una nueva y misteriosa enfermedad que él combatía á la desesperada, y citábale á la viuda, que le oía como quien oye llover, la serie de específicos y medicamentos que se propinaba.

Habilidosamente, Sole hacía recaer la conversación en Quin; y D. Melquíades inocentón como un borrego, coadyuvaba á los designios de su jefe, hablándola de la honda melancolía de que era presa el sobrino.

—Vamos, si usted le ve, señora, no diría que es aquel mocetón, sano y coloradote, que vino de la Montaña Está triste y macilento y de un humor endiablado Debe de ocurrirle algo gordo Se pasa las horas tontamente sentado en la tienda, pensativo, caviloso Si continúa así, va á caer en la hipocondría, que es la muerte en vida de los taciturnos y melancólicos.

Y como Sole insistiese en averiguar la causa, por ella adivinada, de tales síntomas, el aprensivo respondía con aires de suficiencia:

—Enfermedad moral debe de ser la suya, y creo no pecar de imprudente si afirmo á usted, señora, que nuestro D. Joaquín padece mal de amores.

Y muy satisfecho de mostrar su perspicacia, añadía:

—¡Está en la edad, señora, está en la edad!

Sole vió claro el juego de Quin, y conmovíale la circunspección suya, diputándola como exquisita prueba de cariño; aun estaba demasiado fresca y punzadora la espina clavada en sus almas por la muerte de D. Roque para pensar en otra cosa que no fuese dejar transcurrir el tiempo, prodigioso sedante del desasosegado espíritu; no había por qué quemar las naves, ni precipitar los acontecimientos.

Sole se juró á sí misma no volver nunca jamás al almacén de paños, pero este juramento había de ser quebrantado por la hermosa hembra que, como todas las almas vulgares, poseía una voluntad débil y tornadiza.

Verificado el traspaso de la tienda de ropa blanca, única hacienda que poseía su madre, Soledad fué á vivir en unión de su criada á un piso, coquetonamente alhajado, en la calle Mayor.

Levantábase tarde, y no porque fuera dormilona, sino por gusto de estarse en la cama; para ella esto era un goce delicioso ¡Harto había madrugado en otros tiempos para ir á un obrador á ganarse el pan! Comía al mediodía, á usanza española, y al poco rato íbase á dar un paseo acompañada de la doméstica; la plaza de Oriente, la Casa de Campo y la Bombilla, eran sus sitios predilectos; al atardecer regresaba á su domicilio, cenaba, y, después de cenar, leía el Heraldo, y metíase entre sábanas hasta las diez ó las once del día siguiente.

Aquel plácido y monótono vivir cansó pronto á la viuda; aburríase sobre manera; su imaginación le traía de continuo el recuerdo de horas felicísimas pasadas al lado de Quin, y poníase mustia y entristecida, despertándole añoranzas y vivísimos deseos de rebelarse contra las conveniencias sociales que tiranizaban su voluntad.

Cierta tarde, no sin asombro de su acompañante, Sole dirigióse decididamente á la plaza Mayor; al llegar al arco que da entrada á la calle de Toledo, detúvose de improviso, como si le asaltara una duda; murmuró un «¡no!», inexplicable para la Maritornes, y volvió sobre sus pasos, encaminándose á la Cuesta de la Vega.

Repitióse el mismo juego al día siguiente, aunque sin la finalidad del anterior; la fuerza impulsora no halló obstáculo ninguno, y Sole, trémula de ansia, ocultando como un crimen su regocijo, entróse en el almacén de paños.

Su aparición fué Saludada por Quin con una cariñosa exclamación de asombro; corrió galantemente á su encuentro, estrechó nervioso la enguantada mano que Soledad le tendía, y ofreció á ésta una silla, quedándose él á respetuosa distancia, á la parte afuera del mostrador; D. Melquíades, no menos asombrado que su jefe, interrumpió su tarea, cerró el diario en que trabajaba y, puesto en pie, saludó gentilmente á la recién llegada.

Devuelto el saludo, sentóse la viuda, mientras que sus ojos envolvían á Quin en una mirada que estremeció á éste de pies á cabeza, despertándole súbito aquel mismo anheloso afán que por vez primera hubo de sentir en la inolvidable noche en que él y Sole volvían de una boda en los Viveros.

Los negros crespones de la viudez hacían más interesante y atractiva la figura de Sole; y acentuaban la nitidez del rostro, ligeramente coloreado en las mejillas, y la rojez de los labios, que parecían pedir un beso de inacabable duración.

La tía y el sobrino hablaron de cosas indiferentes, terciando en el palique D. Melquíades, bien ajeno el pobre señor de que otro diálogo más interesante habían entablado los ojos de sus interlocutores.

Sole, al despedirse, dijo vehemente y acariciadora á Quin, reteniendo con dulce opresión su mano entre la suya:

—Mañana te espero á almorzar.


Quédese piadosamente sepultado en la sombra lo que acaeció en aquel almuerzo íntimo entre Sole y el sobrino de D. Roque; para la marcha de esta narración sólo conviene saber que ambos amantes acordaron celebrar su boda lo más prontamente posible, y remozar el vetusto almacén de paños, trasladándole á un local más amplio y vistoso; dichos acontecimientos se celebrarían en un mismo día.

Y aquí, lector, si lo has por gusto, pon como único comentario, el muy vulgar, pero de honda filosofía, con que el pueblo resume estos trueques y mudanzas:

El muerto al hoyo y el vivo al bollo.

XII

Todos los hombres en la juventud son soldados bisoños que aspiran al generalato en la lucha entablada por la existencia; pero si el luchador, impulsado por fe paradisíaca, embraza el escudo del Ideal, como le ocurría á Luis, será vencido irremisiblemente á las primeras de cambio.

Mientras Quin abríase paso, hollando sin piedad cuanto se oponía á su marcha, apelando á las malas artes que en el mundo sirven para enriquecerse de pronto y, por tanto, conquistarse una posición brillante, el iluso Gundara luchaba heroica pero exterilmente contra las «impurezas de la realidad».

Recibido de abogado, vió con estupefacción, sólo comparable á su credulidad, que aquel título de suficiencia tan afanosamente logrado, no realizaría las grandes esperanzas que en él puso, y que era axiomático lo de «Fortuna te dé Dios, hijo, que el saber poco te basta.

Tal funciona la máquina social, que los títulos académicos, en su gran mayoría resultan para sus poseedores papeles mojados.

Un doctor en leyes, que vivía como un ratón en las Salesas, de roer las causas embrolladas, le pintó á Luis el cuadro sombrío que ofrecían millares y millares de compañeros, en estos términos:

—Ser doctor en leyes y no ser nada, es todo uno y lo mismo en un país como éste que cuenta con más abogados que estrellas el cielo Si no frecuenta usted el trato de un santón de la política que le proteja metiéndole en su bufete, no hará usted nunca nada de provecho Los que son ricos por su casa, se pueden permitir los lujos de tomar el titulo como adorno; también logran rápidamente su medro personal en la carrera, y entran de rositas en la Judicatura, ó pescan momios en los Ministerios, los hijos, primos, sobrinos y allegados de un cacique ó de un personaje influyente; deben incluirse también en la lista de afortunados, á los parientes ó protegidos de la amiga, por no decir otra cosa, del magnate; éstos llegan siempre adonde se proponen, porque, aligerados de la grave carga de la vergüenza, corren muy de prisa; por los dedos de la mano pueden contarse los que, sin más ayuda que sus méritos propios, han obtenido una brillante posición Me dirá usted que puede uno inscribirse en el Colegio, y trabajar por su cuenta. ¡Ay, hijo, los que tal hacen, pasan las de Caín, y hay quien, con lo que le valen sus defensas, no puede pagar la contribución! Los negocios buenos van á parar á manos de los políticos en candelera, y de los tres ó cuatro abogados que por su suerte, más aún que por su talento, se han hecho populares No hay exageración en lo que le digo; hay muchos compañeros lampando materialmente de hambre, que se darían por muy satisfechos con obtener un destino de mil quinientas á dos mil pesetas, y que para conseguirlo entablan pugilatos solicitando una plaza de escribiente en las oficinas del Gobierno ó en las particulares de las Empresas de ferrocarriles, Bancos y Sociedades industriales. Yo sé de algún doctor en leyes que es cobrador del tranvía. Esto es desconsolador, terriblemente desconsolador, pero es la verdad desnuda.

Algo pesimista le pareció á Luis la pintura hecha por el pica-pleitos; pronto pudo convencerse de lo ajustada que era á la realidad.

Ofrecióse Luis á un prohombre de la política; el prohombre, admirado de que se le presentase sin recomendación ni empeño de ninguna clase le tuvo por un osado y le dijo secamente que había sobra de personal en su estudio; sin detenerse á recordar lo que hubo de ocurrirle en las oposiciones del Ministerio de Hacienda, entró en un concurso abierto en la Judicatura militar, y, si bien fueron brillantes y excepcionales sus ejercicios la falta de influencia dió el mismo fatal resultado que la otra vez; solicitó un destino anunciado en la Gaceta y para el desempeño del cual sólo se requería el título de licenciado en Derecho; el destino era una bicoca: mil doscientas pesetas anuales y el ascenso problemático cada dos lustros; el jefe del personal le mostró una enormidad de solicitudes y tuvo la misericordia de advertirle confidencialmente que la plaza estaba dada á un sobrino de su excelencia el Director del ramo; pretendió entrar de profesor en varias academias preparatorias, y en todas encontrábase completo el cuadro de profesores; pidió ingresar en oficinas particulares, en ferrocarriles; siempre llegaba tarde, siempre había un número excesivo de empleados; en todas partes sobraba gente.

A cada nueva decepción que le producían estas múltiples repulsas, Gundara, abrumado y triste, veía desvanecerse comó irisadas pompas de jabón, sus legítimos anhelos de abrirse su camino por medios decorosos: forzosamente tenía que llegar á su ánimo la convicción de que era una utopia risible creer que solo el propio mérito podría sobreponerse al favoritismo, á las recomendaciones, á las influencias, palancas todopoderosas en los tiempos que corren.

Aquel continuado batallar contra el Destino—nunca mejor tildado de «fiero—sumió á Luis en esa enfermedad innominada que producen el despecho y el cansancio y que sumerge todo el ser en algo frío y nebuloso como la bruma invernal.

El soberbio Aut Casar aut nihil, se desvanece como humo de esplendente hoguera; la imaginación trabaja con exceso, y estos jóvenes, hambrientos de gloria y de prestigio, que caminan por el mundo con las suelas de los zapatos agujereadas, vense vejados, relegados al último término y como perdidos en el dédalo de una sociedad que les es hostil.

El tedio es la carcoma de la intelectualidad y por él millares y millares de jóvenes no comprendidos, se entregan al amor fácil y al alcohol barato, que les proporcionan triunfos y grandezas, tan livianas como efímeras; el sensualismo y el alcohol atrofian sus facultades intelectivas y caen en un embrutecimiento lamentable; se llaman bohemios, y sus ideales no llegan más allá de los pintados labios de una Venus de lance y de los bordes de un vaso que contenga un líquido espirituoso.

Luis no cayó en tan lastimoso atrofiamiento; pasada la murria que le sobrevenía al recibir estas decepciones, recobraba su fuerza de voluntad; á todo trance quería salir victorioso en su empresa para ofrecer los laureles del triunfo á la hada de sus ensueños: Amparo.

Día triste y sin ventura para Luis y de imponderable disgusto para doña Teles, fué aquel en que supieron que doña Claudia y su hija habían levantado sigilosamente el campo, yéndose á vivir á un pueblecillo de la costa cantábrica, donde tenían unos parientes; doña Teles supuso la causa de tan extraña y repentina deserción; doña Claudia quería poner tierra por medio entre su hija y su infelicísimo pretendiente.

Para no acongojar más á su huésped, presa del mayor abatimiento, la buena señora inventó una historia, que, por su excesiva simplicidad, tenía visos de verisímil: Amparito habíala confiado en secreto la decisión de su madre de abandonar la corte é irse á vivir á la aldea; esta separación no influiría en el ánimo de la joven ni poco ni mucho respecto al cariño que profesaba á Luis; antes, por el contrario, la ausencia avivaría su constante deseo de que el galán, dueño ya de su porvenir—siquiera fuera modesto—se presentara á su madre solicitando su mano.

El amor en hombres del temple de Gundara es siempre cándido; Luis creyó estas piadosas mentiras.


Al Excmo. Sr. D. Gonzalo Pérez del Portillón le designaban los periódicos cuando de él hablaban, y hablaban casi á diario, el respetable hombre público, el ilustre prócer, el eximio estadista, el eminente prohombre.

A primera vista resultaba imponente la facha de este personaje, de estatura elevada y proporciones hercúleas; parecía un San Cristóbal con cabeza de apóstol; ofrecíase siempre, como se ofrecen los primates que tienen asignados primeros papeles en la farsa política, grave, majestuoso, circunspecto, valía más física que intelectualmente, aun cuando otra cosa dijese la Fama, sobornada por los amigos y protegidos de este ilustre Pérez y creyese el propio interesado; una suerte inconcebible le llevó á ser un figurón en la política; toda la ciencia del excelentísimo señor reducíase á saber aprovecharse mañosamente de las aptitudes ajenas para poder él encumbrarse y gozar de gran renombre como político y como pensador; además sabia apreciar en todo su valor las innumerables ventajas del silencio, entre las cuales se encuentra principalmente la que señala Salomón en una de sus parábolas:

Stultus si tacuerit, sapiens reputabitur, etc., ó en vulgar romance: El ignorante si calla será reputado por sabio.

El padre de este D. Gonzalo, hombre de humilde origen y de muy limitados alcances, pero de imaginación despierta para los negocios, se enriqueció en la calamitosa época de la guerra civil contratando con el Gobierno el suministro de víveres para las tropas. Quiso que su hijo representara un buen papel en la sociedad, y después de darle la carrera de abogado, logró, por su dinero, claro es, que Gonzalo fuese á las Cortes, representando un distrito que ni de oídas conocían ni el padre ni el hijo.

Merced á su osadía y á saber sacar partido de las circunstancias, ora como conservador, ora como liberal; disidente hoy, mañana adicto, nuestro D. Gonzalo, supeditándolo todo á su encumbramiento, incluso la propia dignidad, figuró en las comisiones más provechosas y honoríficas; desempeñó altos cargos políticos, y en el instante en que aparece en escena dirige El Intransigente, diario de la mañana, y se le indica para desempeñar una cartera.

El Sr. Pérez del Portillón es casado; su matrimonio, como todos sus actos, obedeció á un cálculo: entre una mujer joven, sin otra hacienda que su cara bonita y una vieja con un millón de dote, la elección no era dudosa.

Merced á doña Teles, que conocía á don Gonzalo por haber servido en su juventud de cocinera en casa de sus padres, fué nombrado su huésped redactor de El Intransigente con veinticinco duros de sueldo al mes.

Aquel nombramiento vino á esclarecer el nublado horizonte de Luis; algo providencial llevábale hacia donde estaban todas sus aficiones; el periódico de D. Gonzalo era tribuna adecuada á sus méritos y desde la cual podfa conquistarse honra y provecho.

Y, á usanza de los caballeros de la Edad Media, que se aprestaban á sus más arriesgadas empresas, puesto en Dios y en su dama el pensamiento, así Luis, evocando la grácil figura de su amada, se lanzó á la lucha periodística.


Gundara encontróse en la redacción con caras conocidas: D. Justo Arcicollar, el crítico del maltrecho Campeón, y Clavellín, el poeta «azuloide; ambos saludaron la aparición de su antiguo compañero con un gesto de sorpresa; Arcicollar era el encargado de escribir los «fondos» del diario, y Clavellín el de la sección de «sucesos; el estómago no repara nunca en sacrificar al ideal.

Con manifiesta repugnancia, supo Luis que Arcicollar alternaba en otro diario de ideas avanzadas, rebatiendo por la noche lo que por la mañana decía en El Intransigente; aquel doble juego lo explicaba el interesado, sonriéndose cínico: «El periodista no ha de tener opinión propij, y si la tiene debe ocultarla, como un crimen; es una máquina de escribir cuartillas que sirve al que mejor las avalora, y si no tiene suficiente con la paga de un amo, se proporciona dos.»

Arcicollar, Clavellín y hasta cuatro compañeros más, componían el nervio del periódico, dado que en él, como en la mayoría de los diarios de gran circulación, había sinnúmero de redactores que lo eran solo nominales; éstos no cobran sueldo ni sirven para nada, porque, salvo honrosas excepciones, no saben redactar bien tres líneas seguidas, en cambio, satisface su vanidad el llamarse periodistas á boca llena, escribir sus cartas particulares en papel timbrado del periódico y ocupar las localidades á éste asignadas en los teatros.

El que tenía á su cargo la parte sportiva y cuanto se relacionaba con las fiestas aristocráticas, era un perfecto imbécil, muy bien trajeado, que alternaba con lo más selecto de la sociedad madrileña; la ciencia de Perujín no iba más allá de estar al tanto de las últimas modas; saberse al dedillo los terminachos de todos los deportes conocidos; chismear como una comadre las páginas negras y deshonrosas del gran mundo: sus escándalos, sus deudas, sus is «líos»; servir siempre de botafumeiro y adular servilmente á los que le invitaban á comer, y según era la comida así era el elogio que tributaba en sus soporíferas crónicas, escritas vilmente en castellano. Aquel hombre, que discurría poco más que un perro de aguas, era el primer invitado á las recepciones, bailes y banquetes de las casas linajudas.

Don Remigio Vélez tenía acotada la sección de Tribunales; físicamente parecía el espíritu de la golosina: sus ojos amarillentos, su cara verdosa, delataban al bilioso; padecía de dispepsias, y muchas de sus reseñas las escribía quejándose, como un condenado, y apretándose el estómago contra la mesa.

Juanito Peña, el revistero de teatros, era un buen muchacho; simpático, alegre y decidor, que huroneaba por los escenarios y «bombeabaincesantemente á cómicos y á empresas; en la redacción se susurraba que Juanito había escrito una comedia y se valía del periódico para conseguir su estreno.

Un tal D. Jimeno Bisagra, que se roía las uñas para encontrar ideas «aprovechables», dábaselas de ser expertísimo sociólogo y escribía latos é insufribles estudios acerca de los problemas sociales, y viniese ó no á pelo, tronaba á diario contra la inmoralidad, y pedía el fuego de Sodoma para purificar las concupiscencias de este siglo incrédulo; sabíase de buena tinta que Bisagra, casado y con hijos, sostenía una querida y prestaba dinero á un sesenta por ciento anual.

El confeccionador del periódico, D. Ignacio Téllez, era un viejecito cariñoso, pulcro, correctísimo en todo; el primero en entrar en la redacción y el último en abandonarla; llevaba cuarenta años ejerciendo el periodismo y nunca pasó de ser un periodista á secas; muchos compañeros que con él habían empezado el oficio llegaron á ocupar altos cargos: unos eran senadores, otros consejeros, quiénes ministros; pero ninguno acaso podría, como él, testimoniar que su pluma no se había vendido nunca; esto constituía el orgullo del pobre viejo.

Gundara fué designado para recibir los telegramas, traducir los del extranjero é hincharlos todos; esto es, parafrasearlos á proporción del interés que pudieran tener las noticias.

Luis hubiera querido que le empleasen en cosa de más enjundia, pero aceptó resignado, teniendo en cuenta su condición de principiante.

Dos almas gemelas al encontrarse simpatizan, atrayéndose, y el viejo confeccionador de El Intransigente y el novel periodista no fueron una excepción de esta regla psicológica; D. Ignacio dió al joven excelentes consejos acerca de la técnica del periodismo y de lo que éste significa y puede en la época presente:

—Un periódico, sea cual fuere—dijo,—es siempre una escala que, manejada diestramente, sirve para llegar adonde uno se proponga, para esto hay que ser osado, jugarse el pellejo si es preciso, no andarse por las ramas ni atender á la propia conciencia, porque muchas veces hay que poner en la picota la honra del prójimo; sin necesidad de ir á buscarlo fuera, dentro de la casa tiene usted un ejemplo con Arcicollar; es mozo que por su cinismo irá todo lo lejos que quiera. Lea usted sus fondos, son siempre virulentos, sarcásticos; se trasluce en ellos al audaz, que no se arredra por nada y se entromete en todo y con todos, sin respetos de ningún género Aunque salte á la vista lo bueno, se lo calla; en cambio, descubre lo malo y lo recrimina sin piedad; si alaba, es con su cuenta y razón. Hoy escribe como un demagogo; mañana, si obtiene lo que desea, tronará contra los que escriben revolucionariamente. Imite usted á éste ó á cualquiera otro de los muchos que se sirven de los periódicos como de pedestales en donde encumbrarse No sea usted nunca como yo, tan sandio, que por seguir siempre el estrechísimo derrotero marcado por mi conciencia de periodista, he trabajado en los periódicos cuarenta años—¡toda una vida!—ensalzando á los demás y quedándome yo como el gallo de Morón. ¡Ah, si estuviese yo en su pellejo, amigo Gundara, y volviese á emprender este oficio!

—Haría usted exactamente igual que ha hecho, D. Ignacio—le interrumpió el joven.—La propia satisfacción de haber cumplido honradamente con el deber vale más que todos los encumbramientos á costa de una traición consigo mismo.


Sonriéndole cariñoso, tendiéndole los brazos y llamándole «Luisito», se presentó inopinadamente el primo Quin en la redacción de El Intransigente.

La sorpresa de Luis llegó á su colmo al saber las causas que motivaban la visita del pariente, á quien no había visto desde el día en que se celebró el funeral por el alma del tío Roque.

Quin venfa á notificarle su próximo enlace con Soledad y la inauguración del nuevo almacén de paños instalado en una casa de reciente construcción, situada enfrente de la que había ocupado el antiguo.

Quin, como todo el que no halla muy limpia su conciencia, habló mucho acerca de las causas que determinaban su enlace con Soledad, tratando de justificarse á los ojos del primo; presentóse más bien que como el que recibe un favor, como una víctima abnegada. Quería continuar la gloriosa tradición que supo conquistar para su establecimiento el bueno del tío. Y como aquél, en manos de una mujer, habría necesariamente de resentirse en su crédito, él apechugaba con la viuda, sin que influyese para nada el amor ni la propia conveniencia; sólo el noble deseo de perpetuar la memoria de aquel buen tío—padre, decía él—que tan alto supo colocar su nombre en el comercio de paños.

—Vendrá á ser nuestro matrimonio—advertía—la legalización de una sociedad en comandita: mi mujer el socio capitalista, yo el industrial ¡Ya verás, Luisín, ya verás qué almacén! ¡Diferencia del antiguo! El de ahora tiene cinco huecos, un local grandísimo, con mucha luz, decorado con sencillez, pero reuniendo todas las comodidades apetecibles ¡Ha de gustarte, primo, ha de gustarte!

Siguió hablando de esto mientras que Luis le escuchaba en silencio, fijos los ojos en los suyos, que parecían rehuir aquella inspección; Luis leía en ellos la mentira, y sin saber por qué sentía un malestar insólito en presencia de su pariente; veía en aquellos ojos traiciones y reflejos de maldad.

Sostuvo la parte de su diálogo forzosamente, sin emplear más que monosílabos; la nobleza de sus sentimientos rechazaba aquel enlace, que á él le parecía como un amaño innoble, como una compraventa vergonzosa.

—¿Quién habrá engañado á quién?—pensaba.

Á tiempo de despedirse, Quin, requisando con una mirada la habitación, dijo:

—Mañana recibirás las invitaciones: una para ti y otra para el director del periódico ¡Haz que vaya! ¡Eso dará tono á la inauguración!

XIII

Suntuoso, á lo señorón rico y de abolengo, ofrecióse el nuevo almacén de paños, que por lo espléndidamente iluminado parecía una ascua de oro; no se había escatimado el dinero para atraerse la atención pública, presentándole lo más aparatosamente posible.

En letras de latón dorado leíase en la muestra:


GUNDARA, SOBRINO DE GUTIÉRREZ


Celebróse la inauguración á usanza madrileña, esto es, á los alegres sones de la banda del Hospicio; en la calle, el pueblo, el buen pueblo, propicio siempre á regócijarse en las solemnidades gratuitas, seguía con los pies el compás de la música, que atronaba el espacio; los que no bailaban hacían corro á los de la banda ó estacionábanse por grupos en las aceras ó en el arroyo; en los balcones recreábanse los vecinos fisgando el hormiguero humano que había á sus pies; á las puertas del flamante almacén, unas cuantas mujerucas del barrio, porteras en su mayoría, todas ojos y lengua, examinaban el vistoso espectáculo que ofrecía la selecta concurrencia; la murmuración de las mujerucas fijábase, zumbona, en las extravagancias de los trajes y en la catadura de los «señoritingos» aquellos, tan emperejilados que, según las dicharacheras comadres, asistían á la inauguración por darse tono y sacar la tripa de mal año; á intervalos, sus lenguas, aguijones ponzoñosos movidos por la envidia, clavábanse sañudos en los recién casados los cuales, risueños, D. Joaquín de frac y doña Soledad con una toilette fastuosa, y sobre toda su persona un caudal en joyas, hacían los honores de la casa; con azoramiento disculpable, exageraban la nota como gente advenediza que se esfuerza en emular la distinción y cortesanía aristocráticas.

Las murmuradoras mujerucas habían sido testigos aquella mañana de la boda de los pañeros; una boda pobre, sin aparato; los novios, los padrinos y hasta seis personas más, invitadas á la ceremonia religiosa; doña Sole, vestida sencillamente con un traje de seda negro y un velo de encaje blanco; don Joaquín, de levita; aquello no parecía boda de gente de dinero que se casa como Dios manda, sino un bodijo hecho para mal cubrir las apariencias.

Y con tal motivo ya hubo tela de largo para cortar á gusto de las parlanchínas comadres, que se aventuraban en juicios, nada caritativos, acerca de las relaciones que existían entre los novios, remontándose á la época en que vivía el viejo (léase D. Roque).

—¡Pobre hombre! ¡Si levantara la cabeza!—decían unas, riéndose maliciosas.

—Hay mujeres con suerte, y la tal doña Sole es una de ellas—observaban otras.

—Así son las cosas del mundo; unos levantan la caza y otros la matan ¡Mire usted que ha sido vivo el sobrinito, casándose con la viuda!—chichisveaban las menos calumniadoras.

—¡Ta, ta, ta, de fuera vendrá quien de casa nos echará! El bodorrio éste lo habían convenio ya los tórtolos en vida del defunto—indicaban las lenguas de hacha de la reunión, dando por verídicas sus afirmaciones, y añadían:

—Después de too, bien empleao le estuvo al viejo, que santa gloria le dé Dios ¿Quién le mandó, con su dinero y á sus años, encalabrinarse con una joven más pobre que las ratas y por añadidura guapa?, porque la Sole ha sío y es entoavía de lo mejorcito en mujeres que se pasea por Madrid; la verdá en su punto.

Y bajando la voz, proseguían:

—No pondría yo las manos en el fuego por ninguno de los dos Es muy possible—aquí miraban recelosas en su derredor—que le diesen jicarazo al viejo, porque es pa chocar cómo se murió el hombre, tan de repente, estando tan bueno.

Volvían á alzar la voz, para decir encogiéndose de hombros:

—Allá ellos; con su panse lo comanl

Quin, ahora D. Joaquín de Gundara, mostrábase envanecido; la sonrisa del triunfador iluminaba su rostro; Sole atendía á sus convidados, gozosa, risueña; de vez en cuando cruzaba una mirada de inteligencia con su marido; ninguno de los dos, á juzgar por la satisfacción que revelaban, parecía acordarse ni poco ni mucho de aquel que pudría.

Don Melquíades, vestido de levita, con cara de circunstancias, esto es, afable, sonriente, disimulando no acordarse de que hubiera enfermedades en el mundo, ofrecíase como el original de una de aquellas inimitables caricaturas que dieron fama perdurable al malogrado Mecachis. El dependiente mayor de la casa era el que más hondamente emocionado se sentía con la reapertura de «su almacén»; pasóse la velada como embebecido en la contemplación del artesonado, de los bronces de los aparatos para la luz, de la artística anaquelería, de las monumentales lunas de los escaparates; palpaba el tablero de nogal del mostrador; sentábase en los escaños, forrados de terciopelo granate; requisaba las molduras; metíase en el confortable departamento, que para él habían habilitado en el fondo; y, como un chiquillo, iba de un lado á otro, sin decir palabra á nadie, esquivando los grupos de la gente, curioseándolo todo, admirándose; parecíale aquello un cuento de las Mil y una noches; el cotejo entre el vetusto almacén de D. Roque, angosto, obscuro, tristón, falto de comodidades, insalubre, y aquel otro, flamante, risueño, ampliot luminoso que alardeaba de rico, era tan sorprendente, que el bueno del hombre mascullaba, anonadado de verse entre tales fastuosidades:

—¡Si D. Roque levantara la cabeza!

Luis, D. Gonzalo y D. César—que se había convidado á sí propio á la sombra de su amigo,—formaban uno de los grupos. Luis había asistido porque no tomaran á descortesía su ausencia; D. Gonzalo, por curiosidad.

Ponderativo hasta el exceso, el marido de la modista aseguró á Quin que su almacén podía dar quince y raya á los más lujosos y afamados del extranjero.

—Y se lo dice á usted—mintió esto con aplomo envidiable—quien acaba de visitar las principales capitales europeas En ninguna he visto yo nada que se parezca á esto Puede usted estar orgulloso de su obra, amigo mío.

Don Gonzalo fué toda la noche objeto por parte de Quin de las mayores atenciones; el conspicuo personaje, solemne y mudo, agradecía tales deferencias con sonrisas inexpresivas; analizador de las debilidades del prójimo, presumió cuál era la que movía la voluntad del amo del almacén.

—Este hortera es un ambiciosuelo que me necesita para algo—pensó.

Y si mostróse grave y frío con el pañero, fué en un todo diferente con Soledad. Desde el primer momento se sintió atraído á aquella hermosa y escultural mujer, y la prodigó las frases que más podían halagar su vanidad femenil; la pañera, que nunca había sido regalada con retóricas por el estilo, y menos aún por un personaje tan ilustre y sonado, agradecióselo en el alma, y un si es no es vergonzosa y muy enorgullecida, procuraba corresponder á tales galanterías rebuscando en su corto léxico palabras aparentes que expresaran su gratitud.

Prolongóse la velada hasta ya cercano el amanecer.

Quin, afectuosísimo, rogó á Luis que no se vendiese tan caro.

Don César, que escuchaba el ruego, apresuróse á indicar:

—Amigo D. Joaquín, en mí tendrá usted el más asiduo concurrente á su tienda—¡qué digo, tienda!—palacio, y muy palacio.

El pañero, al despedirse de D. Gonzalo á la puerta del almacén, le dijo, con tono de mendigo suplicante:

—Supongo que no será esta la última vez que honrará con su presencia mi modestísima casa.

—¡De ningún modo, amigo mío!—replicó el prohombre dirigiendo á Soledad una mirada, en la que se traslucía un deseo poco honrado.—Prometo corresponder á su amable recibimiento, visitándoles—acentuó el les—con frecuencia.

Camino de su casa, D. Melquíades aun murmuraba, como si con esta frase quisiera sintetizar todos los pensamientos que le bullían en la mente aquella noche memorable:

—¡Si D. Roque levantase la cabeza!....


Doña Teles, herida en su amor propio seguramente habría renunciado á la amistad que la unía á doña Claudia, y no se hubiera vuelto á acordar más del santo de su nombre; pero un puntillo de honra, algo de curiosidad, y más aun que nada, el afecto á su huésped, le hicieron suscribir una carta dirigida á Amparito, y en la cual carta, después de quejarse del inmerecido desdén con que había sido tratada, pedía noticias de su vida, é hipócritamente lamentábase de su ausencia; á Luis no le citaba más que en el capítulo de las expresiones y recuerdos de los convecinos.

Amparito escribió una larga epístola; la primera parte dedicada á entonar el Yo becador, acusando á la prontitud con que se había resuelto el viaje, la incorrección cometida con su mejor amiga; la segunda parte era un canto á la hermosura del paisaje, á la vida campestre, al grandioso espectáculo del mar, casi casi una égloga virgiliana.

Y finalizaba la carta con los ofrecimientos de rúbrica y la inevitable devolución de expresiones á los mismos citados por doña Teles, excepto Gundara.

A tal carta acompañaba una tirita de papel, en la que se leía, escrito con lápiz:

A Luis, que no le olbido nunca,


AMPARO.


Tan lacónica afirmación transportó á Luis al séptimo cielo, lugar imponderable de delicias, en donde se goza de la suprema felicidad, según los musulmanes.

A Luis, que no le olbido nunca.

Aquella frase valía por todas las sensaciones que pudieran producir todos los poemas imaginados; Gundara, que nunca pecó de extremoso, besó una y mil veces el papelito y pasóse la noche en vela, contemplándole con algo de místico arrobo, sin que fuera parte á sustraerle del éxtasis su fatal olbido.

Y se durmió, soñando con haber conquistado en el mundo posición tan envidiable, que hasta los reyes doblaban ante él la cabeza.

El primer paso estaba dado: doña Teles, impulsada por su gran afecto á Luis, continuó la correspondencia con sus amigas, y tal supo ingeniárselas, que logró, al mes escaso, que los novios se carteasen, valiéndose, para no ser descubiertos por la madre, de un tercero convertido en Mercurio rural.

Amparito escribía con lamentable concisión. Luis, en cambio, dejaba volar su fantasía, y llenaba plieguecillos de papel que era un portento ¡Qué páginas más hermosas las que escribió! Vaciaba, por así decirlo, su alma, y ofrecíase tal como era: un niño que, aferrándose á las deslumbradoras alas de las mariposas de la Ilusión, subía muy alto, muy alto, y describía á su adorada el porvenir mágico que vislumbraba desde la altura á que se había remontado, sin parar mientes en que el porvenir de los humanos aquí en la tierra se forma, no en los cielos; á veces, melancólico, cerrando los ojos, pintaba la vida por él soñada al lado de la mujer de sus amores: lejos, muy lejos, donde el ruido de las ciudades no repercute; en una aldea escondida entre montañas tendrían su casita, blanca como la azucena; labrarían por sí mismos un huerto; cuidarían del ganado, y á la hora en que sonara el Angelus, rendido el cuerpo por el trabajo, no el espíritu por la inquietud, retornarían gozosos á su casita, y rodeados de sus hijos, «los claveles más lindos y amados de nuestro huerto—deeía Luis,—cenaremos en santa paz, y siempre que alcemos los ojos al cielo será para leer en las titilaciones de sus estrellas la bendición enviada por Dios á nuestras existencias, humildes y amantes».

A ratos la fantasía, como barca empujada por el huracán, corría por el mar de la vida, y él y Amparo luchaban heroicos, vencían la tempestad, salvaban los peligros y tocaban en el anhelado puerto en donde Gloria, Fortuna y Felicidad aguardan á los venturosos navegantes.

Amargura y desencanto había en el fondo de casi todas sus cartas; el mundo no era tan bueno como él se creyó en un principio, y la vida en sí no merece el singular ahinco que todos ponemos en conservarla.

«Te juro—decíala en cierta ocasión—que si la Suprema Bondad no hubiese encadenado las almas con el amor, ya me habría yo dejado morir de hastío Ahora no, ahora quiero vivir por ti y para ti, mi hada buena, y mis pies, aunque tropiecen en el camino con guijarros que los lastimen, creerán que pisan flores Por ti lucho sin tregua, con ánimo que no flaqueará jamás. Y eso que tú, hermosa mía, nunca, afortunadamente, podrás apreciar lo cruento de esta lucha, el exceso de energía que es preciso desarrollar para no hundirse en el cieno de las pasiones »

Siguiendo por su orden cronológico la lectura de estas cartas, apreciábase en su autoruna gran depresión espiritual, como de quien sufre un desaliento que va trocándose rápidamente en desesperación.

En El Intransigente veía que sólo fignraban y eran predilectos del director, no los que más valían, sino los que más le adulaban. Arcicollar, el poeta «azuloide» y el revistero de salones, eran capaces de venderse por un plato de judias, y diputar heroico á lo que el día antes tildaron de cobarde, según les conviniera; D. Gonzalo, á quien creyó hombre de enjundia, venía á ser un gran señor de mentirijillas, que tenía por sesos unas esponjas empapadas de vanidad y de soberbia.

Harto ya Gundara de pasarse las noches en claro «hinchando» telegramas, atrevióse á escribir un trabajo literario, que sometió á la aprobación del director; éste no hizo más que leer la primera cuartilla.

—Hay en este artículo mucho lirismo dijo—y en el periódico diario sobra la literatura en absoluto La masa en general no entiende de eso, quiere solamente relaciones de escándalos, crímenes, catástrofes, en una palabra, noticias sensacionales, estupendas, que la conmuevan y espoleen su curiosidad.

Luis, confuso y avergonzado, recogió su original sin replicar palabra.

Sí; salvo loables excepciones, eso era el periodismo diario. Una criada asesinaba lo más brutal y canallescamente posible á su amo, y las columnas de los periódicos se llenaban con la relación tabernaria y soez del homicidio; en cambio, la labor realizada por cualquier sabio, útil á la humanidad, callábase ó deslizábase como de limosna entre los sueltos de escaso interés; agonizaba mísero y olvidado quien honró á su patria con obras ó con hechos inmortales, y coincidía tan lamentable suceso con la cogida de el Pirip tipi chico: al torero se le dedicaban un par de columnas, al «otro» un par de líneas.

Aun perdura, por desgracia, lo que tan magistralmente señaló, á mediados del pasado siglo doña Concepción Arenal la ¡lustre pensadora, orgullo de España:

« y donde el torero recoge aplausos y dinero, y el filósofo vive olvidado en la miseria, es porque la falta de ¡deas y el trastorno de las pocas que hay, produce la inversión de las escalas sociales, y que los últimos sean los primeros y viceversa.»


Las ambiciosas miras de D. Gonzalo realizáronse cuando él y sus corifeos menos podían esperárselo: un cambio brusco é inesperado en la política, y la caída del Gobierno, originada por un virulento «fondo», escrito por Arcicollar en El Intransigente, llevaron á su director á sentarse en el banco azul.

Día de júbilo y de gran bullicio fué en la redacción aquel en que se supo tal nombramiento. Luis vió en toda su desnudez la baja condición de los hombres que, faltándoles las alas del águila para remontarse á las cimas, llegan á éstas arrastrándose como reptiles; Arcicollar, el héroe de la jornada, tenía asegurada el acta de diputado; el poeta «azuloide» no se contentaba con menos que con ser nombrado catedrático; Perujín, el revistero de salones, pedía que le hiciesen caballero gran cruz de no sé qué Orden: se perecía por esto.

—Y usted, amigo Gundara, ¿qué solicita, ahora que tenemos nosotros agarrada la sartén por el mango?—le preguntó el seftor Bisagra, que aspiraba á una concejalía.

—Yo nunca solicito nada—repuso con sequedad el aludido.

—Este muchacho es un imbécil—gruñó por lo bajo Perujfn.

Don Ignacio habló á Luis en estos términos:

—Ya verá usted cómo todos nuestros compañeros se aprovechan de las circunstancias, y usted y yo, como somos tontos, nos quedaremos in albis.

A una visita oportunamente hecha por doña Teles á su antiguo amo, y de la cual visita no dijo palabra á Luis, debióse el que éste fuera agregado á la secretaría particular del flamante Ministro: cargo de confianza, pero engorroso de sobra; por este nuevo servicio se le asignaban cien pesetas al mes de gratificación..

—Ya proveeremos, amiguito, ya proveeremos—le dijo su excelencia con tono paternal;—aprecio en lo que vale su adhesión á mi persona, y no soy de los ingratos ni de los olvidadizos.

Luis agradeció aquellas palabras de don Gonzalo, y basándose en ellas, escribió á Amparito una carta, en la que se reflejaba su alegría al columbrar el logro de sus afanes; doña Teles se creyó en el caso—conociendo la quijotesca rectitud de su huésped—de aconsejarle que no desaprovechara la ocasión que se le ofrecía de hacer fortuna, aunque para esto tuviera que sacrificar un poquito su varonil entereza.

XIV

Quédese para matrimonios que consagró el Amor, gozar de los misteriosos, embriagadores y dulcísimos encantos de la «luna de miel».

Parecido satélite no iluminó el cielo matrimonial de los pañeros.

Fué aquel enlace un contrato en que, á ojos vistas, una de las partes salía perdidosa.

Sole, transcurridos los primeros meses, advirtió, desconsolada, que había hecho un mal negocio al casarse.

Quin, dueño ya de la situación y por lo mismo sin temer consecuencias ulteriores de su conducta para con el «anzuelo», se manifestó, sin rebozo ni disfraz, tal como era: un ambicioso egoísta y tiránico. La imaginación de Sole, en pasados tiempos, vió en Quin al héroe, en un todo semejante á aquel otro ilusorio y caballeresco, que en sus deliquios románticos á ella se acercaba, vertiendo á sus oídos frases de infinita ternura, de poético amor.

Aquel famosísimo forjador de Dolor as, de perdurable recuerdo, ya afirmó, con su peculiar humorismo:


Que la mayor belleza
Se casa para ver su marido
Hecho un tronco dormido,
Con gorro de algodón en la cabeza.


La prosa de la vida concluye en el matrimonio por convertir también en prosaico y vulgar el poema escrito en sus primeras estrofas con besos; las almas vulgares ¿qué saben de tal poema? El marido, al salir de la iglesia en donde acaban de hacerle dueño de una mujer, empieza ya á sentirse grosero y despótico y siempre hará valer ferozmente su autoridad de amo.

Aunque desilusionada, Sole transigiría con tal estado de cosas; pero advirtió con espanto que el amor de su marido fué sólo ficción para atraer su voluntad; Quin no la quería, no la quiso nunca; había representado una comedia, á la que ella, inconscientemente, coadyuvó creyéndose correspondida en su cariño. Por esta creencia olvidó todo lo que se debía como mujer honrada y se entregó á un miserable, que calculaba el beneficio que le reportarían sus besos, sus caricias.

Quitada ya la venda, Sole vió en toda su espantosa desnudez la ruin alma de aquel hombre.

¡Ah, si las cosas se hicieran dos veces! ¡Si las ligaduras del matrimonio se rompiesen con facilidad!

Lloraba Sole su desventura y veía alzarse ante ella, bondadoso, tierno, desinteresado, á su primer marido. Si el Divino Poder atendiese las súplicas de las almas laceradas por el remordimiento, resucitaría á aquel buen hombre, y Sole consagraríale su existencia por entero, procurando con su abnegada conducta hacerle olvidar sus ultrajes.

Bien duramente iba á expiar su crimen.

¡Toda una vida sujeta á un hombre á quien se odia! Considerábase sin brio para echarle en cara los villanos móviles que le impulsaron á vender su nombre á la adúltera; suponíale capaz de todos los crímenes, y esta suposición traía consigo interminable angustia; tenía miedo de que se vengara de ella, con la ferocidad del tigre al que arrebatan de entre las uñas su presa.

¡No! No se rebelaría nunca: le fingiría siempre el cariño de esposa amante, sumisa, complaciente, como finge alegría y ríe á carcajadas en la escena el cómico que en la soledad llora una desgracia terrible.

Las torturas del infierno también son padecidas en la tierra.


Quin seguía su camino de triunfador, sin ningún remordimiento de conciencia.

Asentada la base de su fortuna, creyó llegado el momento de representar en el mundo un lucido papel, y, tras breves meditaciones, decidióse por representarlo en la política.

¿Ideales que le movían á intervenir en la cosa pública? Ninguno. Es decir, sí, los que más pronto y mejor satisficieran su vanidad de advenedizo. En punto á conocer el complicado mecanismo de la gobernación de los pueblos, su historia, y las enseñanzas que de ésta pueden tomarse así como también las leyes económicas y políticas, que bien aplicadas, labran la prosperidad y el engrandecimiento de las Naciones, encontrábase Quin tan ayuno como muchos otros que sólo ven en la política un campo de bendición, en el cual, no siendo encogidos de genio, es cosa fácil cosechar riquezas y honores; en el surco que en dicho campo abre la ambición del propio medro, no hace falta verter las semillas del patriotismo ni las de la cultura, sino las de la osadía y del egoísmo; el nombre de «Patria» es sustituido por el de «negocio».

Quin, firme en sus propósitos, repasó in mente los nombres de las personas que conocía; el número era escaso, y por añadidura todas ellas dedicadas al comercio, incapaces de auxiliar en sus designios á su colega; servirían á lo que más para darle su voto en unas elecciones y conquistarle el de sus amigos y dependientes.

—Para meterme en estos fregados y salir airoso, necesito que me ayude un personaje que figure mucho en la política.

Esta reflexión trájole á la memoria el nombre de su primo Luis.

—Es un badulaque este Maestro Ciruela que siempre me ha mirado á mí sobre el hombro; pero ahora no hay que acordarse de esto No es el pariente, sino el redactor de un periódico de importancia el que puede servirme Por el primo me sera fácil hacer amistad con el director de El Intransigente, que es uno de los santones de la política, y si quiere auparme, me aúpa y me presento concejal Este es el primer paso; el segundo ya se dará cuando llegue la ocasión. ¡Con dinero se va á todas partes!

Quin reanudó la amistad con el Maestro Ciruela en la forma que en el anterior capítulo se consigna, y en nada estuvo que sus halagüeñoscálculosconvirtiéranseleen agua de cerrajas; aquellas dos almas eran antitéticas, no podrían entenderse nunca, como nunca se entienden entre sí el rufián y el caballero.

Quin le invitó varias veces á comer en su casa, y Luis rehusó, pretextando múltiples ocupaciones; por espacio de un mes le visitó á diario en la redacción, y el primo apenas si cambiaba con él una docena de palabras; afortunadamente, Arcicollar y Perujín le hacían la tertulia, fumándosele ricos habanos y pidiéndole cortes de trajes que no pensaban pagarle. Intentó, por último, poner á su devoción al pariente, obligándole con algo más que con visiteos é invitaciones; compró un magnífico cronómetro de oro, que tenía incrustado en la tapa un pensamiento de brillantes; gozándose por anticipado con la sorpresa que iba á producir, dejó discretamente la alhaja, abierto su estuche, en la mesa de su primo.

—¿Te gusta, Luisín?

—Es magnífico.

—Pues quédate con él, es para

No concluyó la frase; el rostro de Luis trazó un gesto tan agrio y significativo, que el pañero se interrumpió azorado.

Luis cerró el estuche, y se lo devolvió con estas palabras:

—Los pobres como yo no deben lucir tales joyas.

Quin, no obstante, porfió; le parecía cosa inaudita que hubiese alguien que rechazara un presente tan espléndido.

—Este muchacho—iba diciéndose por la calle, al salir de la redacción, rabioso y despechado—es un animal, que se las da de virtuoso Peor para él. No ha de faltar quien me agradezca el regalo y me sirva ¡El muy cochino!


Don Gonzalo, atraído por la belleza de Sole, apareció cierta tarde en el almacén de paños, con el pretexto de elegir tela adecuada al uniforme de Ministro que pensaba hacerse.

Quin consideró providencial tal visita, y, emocionadísimo, recibió á su excelencia, mostrándose servil y adulador hasta el exceso.

—¡Si yo me atreviese á hablarle!—decíase indeciso, mientras que amontonaba en el mostrador piezas y piezas de tela.....

Tardó mucho el grande hombre en decidirse, á pesar de que eran de su agrado las telas presentadas; quería prolongar su estancia en el almacén, charlar con el dueño y atacarle en el punto vulnerable Y mientras palpaba las telas, examinándolas despacio, como quien no tiene prisa, fué deslizando frases encomiásticas para Quin, que le oía embobecido; ponderó la importancia de su almacén, y la suma de esfuerzos y de inteligencia que suponía su constitución, sirviéndole todo esto como de punto de partida para venir á parar en lamentarse de lo necesitada que se veía la «pobre España» de hombres tales como el pañero, que dedicaban su juventud á engrandecer la industria nacional.

A la terminación de cada párrafo, asentía Quin con la cabeza, murmurando invariablemente:

—Vuecencia me confunde

—Es lástima que su exagerada modestia le retenga en este sitio—dijo el grande hombre, fija la vista en su interlocutor, para sorprender el efecto que le producían sus palabras.—Usted debía de asomarse á la política; estoy seguro de que haría usted un gran papel en ella y prestaría inapreciables servicios á la Patria.

Boquiabierto quedóse Quin al oir parecidas razones, y tras un suspiro, replicó bajito, como si se confesara:

—Pero, señor Ministro para eso se necesita contar con un apoyo que yo no tengo

—¿Y quién se lo niega, amigo mío?

Aquella frase, dicha con insinuante dulzura, hizo abrir desmesuradamente los ojos al pañero.

—Hablaremos de esto más despacio—prosiguió su excelencia.

Y variando de tono, fuese resueltamente al objeto principal de su visita.

—¡Qué diantres de cabeza la mía! ¿Y la señora? Tendría verdadero placer en ofrecerla mis respetos—dijo aparentando la amable indiferencia de quien sólo desea cumplir con un acto de cortesía.

—Vuecencia nos honra dema....

—Le ruego—le interrumpió D. Gonzalo—que me dé usted una prueba más de amistad suprimiendo el enojoso tratamiento.

—Como vue como usted guste, señor Ministro....

Y, sirviéndole de guía, le condujo al gabinete de Soledad.


Más de un mes había transcurrido sin que Luis ni do." я Teles tuvieran noticias de Amparo; á cada nuevo día que declinaba sin recibir carta, aumentábase la zozobra y tristeza del joven.

—¿Qué pasará? ¿A qué obedece este inexplicable silencio?—se preguntaba.

Doña Teles atribuíalo á que doña Claudia debía de haber sorprendido la clandestina correspondencia de los novios; pero guardábase bien de comunicar á Gundara sus recelos; conocía la vehemencia de su carácter y no quería exponerle á una resolución extrema.

—Amparo debe de estar enfermucha y por eso no escribe—asegurábale siempre.

Luis escribía al «ídolo» una y otra carta pidiéndole en todos los tonos le contestara; dábale cuenta en las mismas de su vida y de la marcha de las cosas á él referentes.

«Estoy desesperado conmigo mismo—decíale en una carta.—Jamás seré nada en el mundo!

»Como te anunciaba en mis anteriores, ayer me presenté al concurso, y, como siempre, salí con las manos á la cabeza. Mi examen, según los señores del Tribunal, fué portentoso, pero el caso es que, falto de esas famosas recomendaciones que todo lo logran, otro se llevó la cátedra de derecho administrativo. Don Gonzalo supo mi descalabro por Perujín, y me llamó «tonto», que es lo menos que podía llamarme, por no haber solicitado nada de su omnímoda influencia, augurándome que si persistía con mis «rarezas» (lo natural es para muchos extravagante) nunca dejaría de ser un pobre infeliz (majadero, quiso decirme).

»Yo creo que D. Gonzalo está en lo cierto. Muchas veces me pregunto á mí mismo si no soy un imbécil aforrado de tonto. Cuando tal me pregunto es porque mi espíritu ha sufrido alguna conmoción al ver cómo triunfan y medran los más ineptos, los mas sandios y los más sinvergüenzas Ayer fué nombrado catedrático Clavellín, el poeta sensacionalista de que tantas veces te he hablado Y—¡admírate!—un necio semejante ha de desempeñar una cátedra de Retórica y Poética. Me aseguran los de la redacción que hizo unas oposiciones detestables, hasta el punto de declarar coetáneos al Arcipreste de Hita y á Lope de Vega. Pero iba recomendado eficazmente por nuestro conspicuo jefe, y el hombrecito sacó su plaza á roso y velloso. Por si el encumbramiento del poetastro no me confirmara una vez más en mi falta de raciocinio, puesto que me rebelo contra todo lo injusto, Arcicollar, que siempre blasonó de republicanote, acepta el acta de diputado que le dan los del partido monárquico que hoy gobierna ¡anoche publicó en El Intransigente un artículo en el que pone por las nubes y bombea escandalosamente á los mismos que en el otro periódico en que colabora puso siempre á los pies de los caballos La lectura del artículo me ha producido náuseas; en el reparto de mercedes habido en la redacción, todos han sabido sacar su parte menos el bueno de D. Ignacio y este servidor tuyo, empeñados—¡oh necedad!—en no doblar el espinazo ni arrastrarnos ante los proveedores de destinos. »

En otra carta:

«Sigo horrorizándome de mí mismo, y pienso enviar noramala este bagaje de rectitud que me obliga á caminar tan despacito y que tantos disgustos me cuesta, alejándome en vez de acercarme al punto en donde podría realizar mi más caro ideal. ¡Pero no puedo! No sé, no sabré nunca fingir ni adular, y cree que, si lo pretendiera, había de ser tan estúpidamente que dejaría al descubierto las interioridades de mi alma. Otros encierran ésta en el sepulcro de la hipocresía y saben reir y afligirse á tiempo

»¡Admírate! Por vez primera en mi vida la suerte me ha sonreído, y sin yo pretenderlo, me he visto honrado con una credencial de oficial no sé cuántos de este Ministerio, con el haber de tres mil pesetas anuales; te confieso que me emocioné cuando mi protector me entregó el título y vi en él estampado mi nombre con una letra redondilla que envidiaría Valliciergo.

—Tome usted, Sr. Don Quijote,—y dígnese aceptar esa credencial como testimonio de mi afecto—me dijo su excelencia entre irónico y complacido.

»Balbucié: «Gracias»; en aquel momento no supe decir otra palabra; mi imaginación voló á ti desde el despacho ministerial; los ojos se me enturbiaban de lágrimas ¡Iba á realizarse mi ensueño de gloria, porque la gloria para mí es poder llamarte mía y no separarnos jamás uno del otro... También me acordé de tu madre, y experimenté un cosquilleo de vanidad. «Ahora—me dije—no me llamará «pelagatos».

»Salí del despacho del Ministro, y al ir á entrar en el mío vi que me salía la encuentro, pálido y temblón, con cara de quien acaba de recibir una mala noticia, un tal González, el eterno González de las oñcinas, obscuro y humilde, que es el que siempre trabaja más y nunca medra en su empleo, y sólo pide al santo ángel de su guarda que los ministros no se acuerden para nada de su nombre, porque tal recuerdo puede traerle funestos resultados. Pues, como decía, González, que es un vejete simpático, padre de no sé cuántos hijos, me saludó con voz triste y desmayada.

—¿Qué tiene usted, amigo mío?—le pregunté.

»—¡Ah! Pero ¿no sabe usted lo que me ocurre?

» No, nada.

»—Pues para mí la mayor de las desdichas. El jefe del personal acaba de decirme que el Ministro ha firmado esta tarde mi cesantía....—¡la cesantía de un hombre que lleva en esta casa treinta y dos años y tres meses justos!—con una hoja de servicios, que, aunque esté mal que yo lo diga, es inmejorable—y que usted, Sr. Gundara, entra á sustituirme ¡Figúrese qué situación la mía! ¡Viejo, cargado de hijos, viviendo al día! ¿Qué me espera?

»Al llegar á este punto, la voz de González cra lacrimosa.

»—No se apure usted—le dije,—porque volverá usted á su empleo Aguárdeme un instante, voy á hablar á su excelencia.

»Entré nuevamente en el despacho de D. Gonzalo, y puedes imaginar lo que le dije y la cara que el hombre pondría al saber mi firme resolución de no aceptar la credencial á costa del sacrificio de un infeliz viejo que cumplía con su deber.

»—¡Es usted insoportable, Sr. Gundara—me dijo con pésimo humor.—Su puritanismo raya en tontería ¡Aviado está usted si continúa por ese camino y se sacrifica por el primer González que le salga al paso!

»—No es sacrificio—objeté,—se trata de un pobre hombre á quien se le perjudica por favorecerme, y á esa costa nada quiero

»—Y si hoy no tuviera usted otra cosa para comer—argumentó el Ministro,—¿qué haría?

»—Morirme de hambre.

»Quedóse refunfuñando su excelencia, y yo salí á la antesala.

»González, al saber lo que yo había hecho, trató de ponérseme de rodillas para manifestarme su gratitud.»

En una de las últimas cartas:

«Hoy ha sido para mí día de grandes sorpresas; como quiera que en nada afectan á nuestro cariño, y tus ojos no deben empañarse leyendo el relato de ciertas miserias humanas, me abstengo de hacerlo, y si consigno en esta carta haberlas recibido, es porque me han pubsto tristón y malhumorado, y seguramente habías de advertir, sin explicarte la causa, mi estado especial de ánimo.»

Realmente, las sorpresas á que Luis se refería no debían ser conocidas por una joven tan candorosa como Amparito.

Acudió Luis aquella mañana muy temprano, y á hora inacostumbrada, á su despacho del Ministerio.

—¿Ocurre alguna novedad, Sr. Gundara?—preguntó curiosamente el portero mayor al ver al joven.

—¡No! ¿Por qué?

—Porque como viene usted ahora y hace rato vino su excelencia me extraña.

—Tendrá, como yo, que despachar alguna cosa urgente.

—¡No está mala urgencia! De usted no digo, pero lo que es de D. Gonzalo Al entrar, lo primerito que hizo fué encargarme que si venía una señora preguntando por él la dejara pasar al despacho En seguida se presentó la interfeta ¡Vaya una mujer! ¡monumental! Joven, guapisma lo que se dice una real moza

El portero se interrumpió azorado al oir que la mampara del antedespacho de su excelencia se había abierto.

—¡Ahí estál ¡Va usted á ver, D. Luis, una mujer de veras!

—¡Adiós, hasta luego!—se oyó decir al Ministro.

—¡Adiós, Gonzalo!—añadió una voz femenina.

Después de dar paso á una señora lujosamente prendida, volvió á cerrarse la mampara.

Luis quedóse atónito al reconocer en aquella señora á Sole, la mujer de su primo.

Para ésta no pasó inadvertida la presencia de Luis; encendiósele el rostro, murmuró con rabioso despecho: «¡Qué oportunidad!»; y, sin volver la cabeza, y con paso acelerado, internóse en uno de los pasillos que daba á la escalera principal del Ministerio.

Aun recibió Luis una nueva sorpresa aquel día: al entrarle la firma á D. Gonzalo vió que éste consultaba la hora en el cronómetro de oro que meses antes quiso regalarle el primo Quin.

En la última carta escrita al «ídolo» decía Luis:

La buena de doña Teles me ha disuadido de mi propósito de ir á ese puebleci11o, y «sorprenderesta es la palabra—la causa de tu silencio. Me ha expuesto razones convincentes acerca de lo inútil y desastrado que resultaría mi viaje ¡Estas almas vulgares tienen una lógica irrebatible!

»Si no me contestas, creeré que pesa sobre mí una fatalidad inexorable que se complace enturbiando mis más puros goces ¡Sácame de la duda en que agonizo hace muchos días; cada uno de éstos que pasa sin saber de ti, centuplica mis recelos y me hace pensar en sinnúmero de disparates, pues llego á dudar de tu cariño Cuando se me ocurre tal blasfemia—perdóname, mi ángel bueno,—apodérase de mí la fiebre del desencanto, y veo como una solución la de romper para siempre con esta existencia mía tan obscura como inútilmente empleada, tan pródiga en malandanzas y desengaños Hago mi camino empujado por nuestro amor, y por él me siento animoso é invencible en la lucha, pensando que sus amarguras han de ser sobradamente endulzadas, si se realizan mis anhelos »

Luis encontróse en su despacho del Ministerio con el primo Quin, pero un Quin metamorfoseado, que lucía, á lo señorón, traje de levita y sombrero de copa.

—Estoy aguardando al Ministro, porque espero que hoy se cumplan todas sus promesas

—¿Qué te ha prometido?—preguntó Luis con curiosidad.

—¡Ah! Pero ¿tú no sabes? Yo creí que D. Gonzalo te habría dicho No me extraña:.... ¡Trae tantas cosas en la cabeza! Pues nada, chico, que quiero probar fortuna en la política y me presento diputado ministerial El gobierno apoya mi candidatura, porque si no, en seguidita un servidor se mete en estos belenes Don Gonzalo es el que lo ha hecho todo y tú figurate con la barbaridad de influencia que tiene ese hombre, si me quedaré yo sin acta. El se las promete muy felices.

—¡Y es para prometérselas!—afirmó Luis con sutil ironía; recordaba la visita de Sole al Ministro días antes y el cronómetro de oro que vió en poder de su excelencia.—Por anticipado, mi enhorabuena, Joaquín. Me consta que D. Gonzalo tiene vivísimo interés en complacerte

—Sí, sí, lo creo Tú no has visto un señor más campechano. A casa suele ir con frecuencia, y alguna que otra vez come con nosotros, sin emplear remilgos ni etiqueterías Si yo estoy ocupado en la tienda, se sube á charlar con Sole ¡Nos trata como si fuéramos de la familial

Cortó el dialógo la entrada de un portero.

—Su excelencia, que se sirva usted pasar á su despacho—dijo á Quin.

Fuése el pañero, y volvió al poco rato donde su primo, para decirle con voz entrecortada por la emoción:

—Chico, ¡diputado! ¡He salido por una mayoría de votos formidable!

—Repito mi enhorabuena, y te ruego que la hagas extensiva á tu señora.


Al entrar aquella misma tarde á despachar la firma con D. Gonzalo, éste devolvió á Gundara una de las cartas, diciéndole con acritud:

—En lo sucesivo, no tergiverse usted lo que yo decreto.

—Creí interpretar acertadamente el espíritu, no la letra—objetó Luis respetuoso y digno,—dada la disparidad que se advierte entre lo que se solicita y lo decretado.

—No es usted quien debe enmendarme la plana, Sr. Gundara.

—Ni yo lo he pretendido nunca, señor Ministro.

—Rehaga usted esa carta, y le repito que en lo sucesivo no se tome usted la libertad de corregir mis decretos ni comentarlos á su gusto ¡No estoy dispuesto á tolerar tales impertinencias!

—Y yo, señor Ministro, conservo aún la suficiente dignidad para no continuar siendo impertinente á sabiendas en ninguna parte..... Ruego á V. E. busque quien le rehaga esta carta y le escriba las demás ¡Buenas tardes!

—¡Buenas tardes!—contestó secamente el Ministro, viendo salir á Luis de su despacho; el grande hombre sentía en aquel momento despecho y admiración por la conducta de su subordinado

XV

¡En el arroyo!

Otra vez desarmado, rendido, á merced de la fatalidad, que le perseguía como amante pegajosa.

No obstante lo amargo de; su situación, el pensamiento de Luis no se detenía en reflexionar acerca de lo que acababa de ocurrirle; por misteriosa evolución, otras ideas le atormentaban haciéndole apresurar el paso camino de su casa.

Deseaba llegar cuanto antes, porque presentía que iba á recibir noticias de Amparo, y, por modo inexplicable, su presunción, en vez de alegrarle, le entristecía.

Subió de dos en dos los escalones é hizo sonar, nervioso é impaciente, el timbre de la puerta; salió á abrirle doña Teles, y patrona y huésped, quedáronse como sorprendidos y azorados al verse la mujer palideció y apenas si pudo tartamudear un saludo; el hombre preguntó ansioso:

—¿Ha habido carta?

—Sí—contestó doña Teles con desmayada voz; llenándosele los ojos de lágrimas, continuó:

—¡Valor, señorito Luis!

—¡Por Dios! ¿Qué ocurre? ¡Hable usted, señora!

Doña Teles señaló con su diestra á un paquete de cartas atado con una cinta de seda rosa que había sobre el velador.

—¡Mis cartas!—Y trémulo y desencajándosele el rostro, afirmó dolorido:

—¡Amparo ha muerto!

—¡No!—replicó sombríamente doña Teles;—pero para usted sí

Sacó del bolsillo del delantal una esquela litogràfica, y entregándosela á su huésped:

—Lea usted Esto me ha enviado doña Claudia, junto con sus cartas.

Luis leyó:

CLAUDIA SAZ, VIUDA DE GUMTEL,

tiene el gusto de participar á el efectuado enlace de su hija PARO con el SR. D. JUSTO GARCÍA Y Ruiz.

Seguía el nombre del pueblo y la fecha.

El rostro de Luis, densamente pálido, se contrajo con un gesto doloroso.

—¡Valor, señorito Luis, valor!—repetía desolada la buena mujer.

—Lo tengo, señora

No dijo más palabra, y á paso lento, doblando la cabeza como si la pesadumbre la rindiese, entró en su cuarto, y allí, á solas, dió rienda suelta á su aflicción.

—¡Era demasiada felicidad!—musitó sollozante.

Ni una palabra de recriminación, ni un anatema; la adorada imagen había caído mísera desde el altar en que la reverenciaba su alma, y al caer, como era de barro mortal—él la creyó espíritu celeste,—quebróse en sinnúmero de fragmentos En su corazón sólo quedaban los escombros del ídolo roto ¡Nada más!


Se ahogaba; parecíale que las paredes de la habitación avanzaban hacia él reduciendo el espacio, cercándole, hasta tener las proporciones de un sepulcro.

Luis salió de casa sin decir palabra; doña Teles experimentó gran inquietud, como si de la repentina salida de su huésped presagiara un desastre.


No llevaba ningún rumbo fijo, caminaba despacio, atento sólo á sus ideas que, como mariposas, revolaban locamente en la estrecha cárcel de su cerebro; iba por las calles como un sonámbulo, sin reparar en lo que pasaba á su alrededor; á veces tropezaba con alguien, y oía como un rumor las frases censurando su inadvertencia; él no replicaba, seguía su marcha irregular, como la de un beodo.

El frescor de la noche parecía aliviar el calor de horno encendido que sentía en la cabeza.

Al llegar á la esquina de una calle tuvo que detenerse: una gran muchedumbre rodeaba algo que él no veía, ni intentó ver.

—¡Pobrecilla!—oyó decir á una vieja.—¡Qué muerte más horrible! ¡Su novio la ha cosido á puñaladas!

Luis siguió impávido su camino; no le conmovió aquella ferocidad que había escuchado. «¡Felices los que mueren—murmuró;—la muerte es una solución....» Detúvose de pronto, y dirigió en torno suyo una mirada de extraviado. «¡Matarse es una cobardía! », se dijo, como si rechazara una idea espantosa. Reanudó su marcha. Al verse envuelto en la luz de un foco eléctrico que pendía sobre su cabeza, detúvose como sorprendido. Hallábase á la puerta de uno de los salones del género infimo, hoy puesto en boga; sin darse cuenta de lo que hacía, tomó la localidad con que le brindaba uno de los revendedores, y pasó al teatrillo, lleno de hombres, señoritos en su mayoría.

Sentóse en la butaca que le señalaron, y con la inconsciencia de un perturbado, presenció el baile de una mujerona vestida á la jerezana, que levantaba la pierna derecha hasta formar casi ángulo recto con la izquierda; los espectadores, entonces, rugían gozosos; otra artista, joven, paliducha, flaca, envuelta en unas gasas de color azulado, gruñó en francés coplas que Luis no entendía; los señores del público cantaban á coro el estribillo; en los fuertes, los improvisados cantantes daban al unísono con la contera de sus bastones un recio golpe en la madera del pavimento. La artista callaba y reía con risa que á Luis se le antojó una mueca de desprecio. Vió que los circunstantes se levantaban y salían del teatrillo, y él los imitó.

De nuevo veíase en la calle, y reanudó su paseo; sentía en la boca un amargor, como si paladease acíbar, y una sequedad grande en la garganta; tenía sed, las piernas le flaqueaban, protestando del violento ejercicio á que las condenaba su dueño.

Luis empujó una vidriera de cristales embadurnados de almidón, y vióse en un café, todo humo, en el que resonaban á un tiempo rasgueo de guitarras, voces, ¡olés! y palmadas; el local era estrecho: en el fondo había un tablado, y sobre él hasta una docena de hombres y de mujeres; ellas con trajes de percal de colores chillones y pañuelos de seda al cuello; el moño retepeinado, y entre sus bucles claveles de trapo; ellos, vestidos de corto, con sombrero cordobés, los rostros muy afeitados; todos se sentaban á los lados del tabladillo, en unas sillas de anea; parsimoniosos, los hombres tocaban las guitarras, y las hembras jaleaban, batiendo palmas, á una mujer entrada en años y en carnes, que «se cantabauna soled interminable, con voz que lastimaba el tímpano.

Luis se sentó á una mesa que había desocupada al lado de la puerta de la calle; acudió una camarera joven, no mal parecida.

—¿Qué va á ser, señorito?—preguntó, limpiando con el paño que traía al hombro el mármol de la mesa.

—Agua.

—¿Con qué?

—Con lo que usted quiera.

Volvió al poco rato la joven con una bandeja, en la que traía una botella de agua, un vaso y dos copitas de aguardiente; púsolo todo en la mesa, y sentándose al lado de Luis, le dijo con voz insinuante:

—¿Me convidas?

Luis, siempre abstraído, replicó:

—¡Bueno!

Bebióse de un sorbo el vaso lleno de agua, mientras que la camarera apropiaba para sí una de las copas de aguardiente.

—¿Cuánto?—preguntó Luis, levantándose súbito, con gran sorpresa de la muchacha.

—Cinco reales y la voluntad.

Luis dió dos pesetas, diciendo:

—¡Está bien!

Salió del café; la joven, viéndole marchar, exclamó:

—¡Vaya un tío raro!

Como un autómata puesto en movimiento, así caminó Luis; habíase internado en las calles de los barrios bajos, silenciosas, mal empedradas, sucias, alumbradas pésimamente; el honrado pueblo dormía; los transeúntes eran escasos, y en las calles, á grandes trechos, reinaba una obscuridad y un ¿silencio de tumba; en algunos sitios reflejábase la luz verdosa de una taberna, de donde invariablemente salía un rumor sordo.

Luis encontróse en un sitio todo tinieblas desde el que se dominaba un descampado que limitaba á lo largo una doble hilera de árboles, entre los que destellaban, míseros, unos cuantos faroles del alumbrado público.

Llegó á aquel paseo Gundara, y en el primer banco que encontró sentóse rendido de fatiga; el sitio ofrecíase tristón, casi á obscuras, porque los encendidos faroles, en vez de ahuyentar las sombras, hacíanlas más medrosas; el viento sacudía las copas de los árboles, y sonaba, en el imponente silencio de aquellos lugares, un murmurio inmenso parecido á monótono y continuado responso.

Gundara, con los codos apoyados en las piernas y la cabeza entre ambas manos, sumióse en una meditación terrible, que sintetizaba todas sus desdichas; no encontró calor ni protección en los suyos ni en los extraños; se resistió á entrar en la farsa mundana; no quiso hacer concesiones vergonzosas á su propia dignidad, y sufrió descalabros; creyó encontrar en Amparo la hada capaz de elevarle, por su amor, á todo lo grande y lo hermoso, y la hada abandonábale también traicioneramente.

Aquello ponía término á la lucha; sentíase rendido, sin fuerzas, sin voluntad, sin nada, en fin, que le estimulara á conquistar gloria y fortuna.

A ella todo se sacrificaba.

Y á su calenturienta imaginación acudió el recuerdo del famoso cuadro de Rochegrosse.

Rodeando el picacho de una montaña, la muchedumbre, frenética, agolpábase dispuesta á la lucha por la Fortuna, que, allá, en lo alto, brindaba con sus áureos dones al afortunado que hasta ella se elevase; la ola humana, como aquella del mar, rugía, y, achocándose violenta contra el picacho, quería remontar su escarpada mole; hombres y mujeres de todas las clases sociales apelotonábanse, empujándose los unos á los otros fieramente; los más débiles caían á tierra, y sus cuerpos servían de escalones para acercarse al punto anhelado; los más fuertes, los más osados, alzábanse iracundos, y entablaban un horroroso pugilato con los que caminaban delante; sus mamos, llevadas por el vértigo, asianse á las vestiduras de los que les disputaban el terreno para impedirles que avanzaran; entre sus manos quedaban jirones de ropa; revolvíanse, no menos violentos é iracundos los que se veían detenidos, y sus ojos, que enrojecía la rabia, clavábanse, como si quisieran con la mirada apuüalar al adversario; cerraban sus puños y descargaban feroces puñadas; no cejaban los más valerosos; respondían á la agresión, por ellos provocada, arrojándose sobre los contrarios, luchando con ellos cuerpo á cuerpo; esto, los más nobles; las almas negras, requerían un puñal, y, cobardes, hundíanselo en la espalda al que interrumpía su camino; caía el mísero, mortalmente herido, desangrándose, exhalando una maldición ó un lamento, y los asesinos gritaban: «¡Arriba! ¡Arriba!», desencajados, trémulos, resollando como fieras acosadas, proseguían penosamente su ascensión, tendiendo los brazos hacia la funesta deidad, pisoteando los cuerpos que cubrían el picacho maldito, defendiéndose brutalmente de los que interceptaban su paso Rendidos, casi muertos de fatiga, los hombres y las mujeres que habían logrado remontar al sitio donde se encontraba la Fortuna, arrebataban de las manos de ésta sus preciados dones.

A aquel hermoso cuadro faltábale algo muy importante; el grupo de tímidos y de ilusos, que no intervienen en la lucha, y presencian ésta, desde lejos, horrorizados, prefiriendo cubrir sus carnes con harapos á lucir sobre ellas vestidos magníficos y joyas deslumbrantes, á tal precio adquiridos.


Al levantarse del banco, Luis era otro hombre; el joven luchador habíase metamorfoseado en el viejo indiferente que vive por vivir, sin ningún afán, sin ninguna esperanza.

Fija y persistente tenía sólo una idea: la de huir de la ciudad maldita, en donde dejó enterradas sus ilusiones, las hijas de su alma.

Y con este pensamiento, único que le espoleaba, retornó á Madrid.

Cuando llegó á la Puerta del Sol era ya bien entrado el día. Luis sentíase desfallecer; entró en un café á tomar un refrigerio que restaurase sus fuerzas.

Mientras se lo servían, entretúvose en leer uno de los diarios de la mañana, que acababa de comprar.

Más por hacer tiempo que por otra cosa, repasó sus columnas. En la tercera plana le llamó la atención este anuncio:


PARA UNA GUARDERIA

Se necesita un joven con buenas referencias. Informarán: Mayor, 138, almacén. Horas: de 8 á 10 mañana.


—¡Mi salvación!—exclamó Luis en voz alta, sin percatarse de que se encontraba rodeado de gente.

Y prosiguió hablando alto, con asombro misericordioso de los que le escuchaban, creyéndole un pobre maníaco.

—La paz del espíritu no está entre los hombres, está lejos de ellos Mi desconocimiento del mundo hizo que con mis ideales levantase en una gran ciudad mi propio pedestal Las ruindades, el egoísmo y la traición, han ido destruyéndole, y, ahora, me veo en tierra, mis pies tocan el fango, sobre el que todos caminan; antes de hundirme en él, me iré, á solas con mis pensamientos, á la augusta soledad con que brinda la Naturaleza, la madre amantísima de todo lo creado, la que jamás miente ni traiciona á los que á ella acuden, como yo, pidiéndole un refugio.

Contemplando á los hombres el espíritu, se empequeñece;contemplando á la Naturaleza, se diviniza

¡Feliz yo, que torno á ti después de la derrota, conservando aún incólume mi conciencia!


Aquella misma noche, Luis paseábase á lo largo del andén de la estación del Mediodía, esperando á que formasen el tren que había de conducirle á la posesión rural á queiba destinado como guarda.

Quedó sorprendido al ver en tal sitio á doña Teles, trayendo á la mano una maleta.

—¡Gracias á Dios que le encuentro, señorito Luis! Todo el día en su busca, creyendo que le habría sucedido alguna desgracia, ó que habría usted hecho alguna tontería ¡Qué peso se me ha quitado de encima al leer la carta que me dejó usted en casa! ¡He llorado de alegría!

Y cambiando de tono, prosiguió suplicante:

—Vengo á pedirle á usted un favor, Luis

—Usted dirá, doña Teles.

—Que me permita usted subir á su coche.... y acompañarle en su viaje ¡y siempre!...—esto último lo sobreentendió el joven, porque fué dicho entre sollozos.

Luis rodeó con sus brazos el cuello de doña Teles, diciéndola emocionado:

—¡La única alma buena que he encontrado en mi camino! Nunca nos separaremos, porque le debo á usted ternuras de madre.

—¡Gracias, Luis! ¡Si fuera usted hijo mío no le querría tanto!


Partió el tren.

Luis, asomado á la ventanilla, dirigió una última mirada á la ciudad, cementerio de todos sus ideales

Sólo se veía ya de Madrid el reflejo de sus luces, como niebla luminosa que rompiese la negrura de la noche.

Luis abandonó su punto de mira, murmurando una frase que igual podía ser una despedida que una maldición, y, abatido, dejóse caer en el asiento y llevó las manos á la cara para ocultar su llanto.


Madrid, 1906.


Publicado el 26 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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