I
Si eran ó no verídicas las voces que corrían en el pueblo de Villabrin á propósito de la conducta de Marcela, la hija del alcalde, sirviendo de sabrosos chichisveos entre mozas y mozos, sábelo Dios; lo que sí se sabía era que tío Juan, el padre, andaba cariacontecido, sin atreverse — á pesar de su autoridad y de las simpatías que gozaba en el pueblo — á meterse, como de costumbre, en la lonja á formar tertulia con los dueños y tres ó cuatro notables del lugarejo que á primera hora de la noche allí se congregaban: si alguien le pedía noticias de su hija, poníasele al hombre torva la faz, y con acento que helaba por lo frío, gruñía un «¡Está buena!», que no alentaba á continuar el interrogatorio. Además de esto, que ya era bastante para fijar la atención de sus convecinos, ni el alcalde ni su hija asistían á la iglesia en los días de precepto. Decíase que Marcela estaba como reclusa en el caserón paternal; algunas tardes, cerca de anochecido, los que cruzaban por delante de la alcaldía veían á la moza asomada á una de las ventanas contemplando tristemente la vega, llena de verdor y susurrante al ser azotadas las cañas de los maizales por el viento ábrego.
Empezábanse á cotejar fechas y á recordar detalles que pasaron inadvertidos: que no hay juez instructor más diligente que una aldea á caza de un misterio. Asegurábase que la reclusión de la moza, el mal humor y el retraimiento del padre, databan desde el día aquel en que regresó á la corte César, un lejano pariente de tío Juan, que vino de Madrid á pasar una temporada en el pueblo: que César y Marcela fueron novios en tal tiempo, podía jurarse, aunque los interesados jamás confiaron á nadie su noviazgo: que tío Juan no veía estas relaciones con malos ojos, era cosa indudable, porque el pariente poseía un bonito caudal y… ¿á quién le amarga un dulce?
Como indicio seguro en la oficiosa inquisitoria abierta, el peatón del pueblo afirmaba que al primer mes de marchar César á Mardrid traía y llevaba á diario cartas al correo: los sobres estaban escritos por los novios: las cartas fueron después más tardías, y, por último, sólo llevaba ya á la próxima estafeta las que á César dirigía la moza.
Se supo cierto día que el alcalde y su hija habían hecho un viaje á un balneario, distante de Villabrin unas cuantas leguas. Según contó el padre, iban á ver si Marcela se curaba de una pertinaz neuralgia que de continuo le aquejaba: decíanse esto los del pueblo con sonrisas picarescas, guiñando los ojos y haciendo chascar la lengua contra el cielo de la boca.
Tío Juan y Marcela regresaron á Villabrin al cabo de un mes: vino la muchacha pálida y flacucha: la cara del padre parecía la de un hereje, según la traía de agria y ceñuda.
Transcurrió un año sin novedad, y ya casi se habían olvidado los anteriores sucesos, cuando el día de la Candelaria, en la misa, al leerse las amonestaciones, salió á relucir el nombre de Marcela y el de Blas: la lectura produjo en los oyentes el efecto de un jarro de agua helada; hubo rumores, y al acabarse la plática reuniéronse en el atrio chicos y grandes á comentar el notición.
Blas, el futuro de Marcela, era un mozo más desdichado que el no tener, pues no se le conocían parientes, dinero, tierras ni sentido común, y si no era bobo, le faltaba sólo un adarme para serlo tan cumplido como el famoso de Coria.
Con tal asunto, la tijera popular tuvo tela de largo en que lucirse.
No hubo soltera ni comadre, hombre mozo ni viudo que, al tropezar con Blas, no le preguntase con más malicia que buena intención:
—Pero, hombre, ¿por qué te casas?….
Y Blas, con risa estúpida, respondía invariablemente:
—¡Toma! ¡porque la quiero!
Si se le buscaba la lengua, hacíase más bobo de lo que era, charlando de todo menos de su próximo enlace: los del pueblo inventaron para explicarse el acontecimiento dos mil y una historias, que si no eran muy lógicas, injuriaban á los protagonistas… ¡Y vayase lo uno por lo otro!
Se verificó la boda, y al cabo del tiempo, como á Marcela apenas se la veía en público, Blas cada vez parecía más tonto y tío Juan más huraño, dejóles quietos la murmuración: otros asuntos de mayor interés local, otros amoríos y tiquismiquis suplantaron en la memoria al enlace que tal polvareda levantara en los quietos ánimos de los villabrineses.
II
La compañía de titiriteros entró en el pueblo anunciándose á son de tambor: salieron los villabrinescs á las puertas y ventanas de sus respectivos domicilios á ver el que con tal marcialidad anunciaba su presencia.
—¡Son los titiriteros del año pasao! — decíanse las comadres al ver el desfile.
—¡Los títeres! ¡los títeres!—gritaban los arrapiezos, locos de contento, yendo á engrosar la retaguardia infantil que seguía á la errabunda trouppe.
Hizo ésta alto en la plaza: calló el del tambor después de un terrible redoble que hizo enmudecer de miedo á los muchachos: reuniéronse en cónclave los gimnastas, sentándose sobre las maletas y chismajos de los que venían provistos: formaron, mientras, corro en derredor suyo un centenar de curiosos, en su mayoría mujeres y niños: en vista del lucido concurso que aguardaba impaciente el final de su charla, acordaron ipso facto los titiriteros dar una función, más que por afán de trabajar, por la debilidad que aquejaba á sus bazofiados estómagos: destacóse el que parecía jefe de la banda, y cruzando la plaza colóse en el portal de la casa-ayuntamiento, volviendo á salir al poco rato con cara gozosa.
—Podemos empezar—dijo.
Abrió la diestra, que traía cerrada, y mostró sobre la palma de la mano una reluciente moneda de plata.
—Me la ha dado una joven vestida de luto que estaba con el alcalde; debe de ser su hija; ¡una bonita mujer, aunque algo descolorida!… — dijo á sus compañeros guardandose la moneda.
Y dirigiéndose al del tambor, continuó:
—Rugiero, haz corro, ¡y duro al parche!; anuncia á estos majaderos que los vamos á divertir…
No le costó gran trabajo al de la bélica caja el abrir un gran corro: ocuparon la primera fila los chicos, que para estar más cómodos se sentaron en el santo suelo: el resto del público quedó en pie.
Rugiero, imitando acento extranjero, comenzó su perorata:
—Respetable público: Vamos á tener la inmerecida honra de trabajar ante ustedes y demostrarles las últimas habilidades que hemos ejecutado en los más renombrados circos de Londres, París, Berlín, Nivayor, Madrid, Constantinopla, Lisboa, etc., etc.
Voy á tener el gusto de hacer la presentación de mis honorables compañeros, suplicando antes la indulgencia del inteligente público que me oye… ¡atención! (Rugiero repiquetea furiosamente). Empezaré por miss Eva.
Y cogió del brazo á la única representante del sexo débil que iba en la Trouppe; una mujer enormemente gruesa, con cabellos teñídos de rojo: la señora, después de hacer un saludo y sonreír lo más cariñosamente posible, quitóse con rapidez el guardapolvo que la cubría de la cabeza á los pies, y ofrecióse á los ojos de los villabrineses en todo el esplendor de su exagerada humanidad, metida en un tonelete de grana y en unas mallas que en un tiempo debieron ser rosadas, pero que en tal hora aparecían amarillentas y con grandes corcusidos hechos con seda azul.
—Esta señora (Rugiero ahuecó la voz para mayor solemnidad) es uno de los fenómenos mayores que se han visto en la tierra: lo mismo se traga una espada, que diez varas de estopa ardiendo; lo mismo levanta á pulso cíen arrobas, que sostiene con los dientes á cualquiera de nosotros.
Después de una zalema retiróse la miss, y Rugiero hizo la presentación de los tres hombres que restaban de la compañía, en estos términos:
—Monsieur Francis, primer equilibrista del mundo y el único que se ha sostenido en un pie sobre el remate de la cruz de la iglesia de Nuestra Señora de París, á quinientos pies de altura, siendo Condecorado por esto con la gran cruz de… Este es el tan renombrado signor Bartolo, de cuyas gracias tendrán ustedes noticias: es una especialidad en hacer el burro y el buey, en tocar la ocarina con las narices, y el violín con los pies: y, por último, mister Tanis, el nunca bien alabado hércules, barrista extraordinario, y que da el salto mortal sin apoyar las manos en ningún sitio.
Los presentados hicieron á un tiempo tres cabriolas, y el signor Bartolo preludió un rebuzno que alborotó de gozo á la concurrencia.
Faltaba por presentar á un niño como de seis años, al cual miss Eva ponía á toda prisa unas mallas de cuerpo entero, sujetas á la cintura por una banda sembrada de lentejuelas.
Acercóse el niño al del tambor, cogióle éste en brazos, y gritó con énfasis:
—Aquí tienen ustedes al non plus de lo creado, al niño Bebé, que, á pesar de sus pocos años, ejecuta pasmosos trabajos de equilibrio, como ustedes podrán ver, á una altura considerable.
La presentación de Bebé arrancó un murmullo de simpatía: los chicos sobre todo, mirábanle con ojos de admiración, contándose proezas del liliputiense gimnasta que jamás habían visto.
Caían oblicuamente los rayos de sol sobre la plaza, y quebrabanse en mil reflejos al tocar en las vidrieras de cristales de los pisos bajos; deteníanse sobre las cabezas de los curiosos cortando al corro en dos mitades de sol y sombra.
Los de la compañía habían levantado en el centro del improvisado circo un tinglado para sostener los trapecios, y con sillas de madera, pintadas de albayalde, habían hecho, superponiéndolas con precisión matemática, una torre como de seis metros de altura.
La gente permanecía boquiabierta, contemplando el trabajo de los titiriteros; á ratos prorrumpía en gritos y exclamaciones de asombro: ya había tenido ocasión de aplaudir á miss Eva en las atrocidades que había realizado con los dientes, levantando del suelo en alto unas tremendas pesas de hierro, que, á no ser huecas, parecía imposible las sostuviese dentadura humana: celebró las payasadas del señor Bartolo, que tocó el Miserere del Trovador, en el violín, sirviéndose de los pies para manejar el arco: al bobalicón concurso le arrancó inacabables risotadas el ver lo bien que imitaba al burro, la gran especialidad del payaso de la legua: el monsieur equilibrista había andado sobre un alambre y colocándose de coronilla, con los píes en alto, sobre el travesaño final de una escalera.
Aquí acabó la primera parte del espectáculo.
Rugiero, atento al negocio, tocó un redoble que parecía un trueno , y después de dar las gracias al auditorio y quitarse el casquete que cubría su cabeza, con la sonrisa en los labios y el casquete á guisa de platillo en las manos, dio dos vueltas al corro, diciendo de trecho en trecho con acento dulzón y con monotonía desesperante:
—Mientras los artistas descansan para prepararse á ejecutar la secunda parte del programa, en la que tomará parte la maravilla del siglo, el niño Bebé, suplico al respetable público tenga la bondad de registrarse los bolsillos y ver si le ha quedado algo con que premiar nuestro trabajo. ¡Señores, lo que haya voluntad!
A este cuento, las caras parecían perder algo de su gozosa expresión: hubo quien, antes de verse frente al postulario, hizo mutis; por fortuna para los titiriteros, la mayoría del respetable público volcó sobre el casquete piezas de dos, cinco y diez céntimos, según el rumbo y dinero del agradecido espectador.
Fué a situarse el niño en el centro del corro; inclinó un poco su cuerpo, retirando los pies, y con ambas manos tiró besos á la concurrencia, que rompió en una salva de aplausos.
Los chicos gritaron: ¡Viva Bebé! Las mujeres y los hombres comentaban en voz alta la gracia del chicuelo: algunos se condolían de que le hiciesen trabajar tan pequeñín como era.
Bebé Comenzó por dar saltos mortales y hacer en la barra prodigios gimnásticos. Concluido esto, se detuvo un segundo para recobrar fuerzas: jadeaba el pobre niño, y tenía la malla empapada en sudor; enjugóse la cara con un pañuelo, restregó sus zapatitos sobre una tabla dada de resina, volvió á saludar á los espectadores, y avanzó resueltamente hacía la torre formada con las sillas.
Se afianzó á las dos primeras, las tanteó como para cerciorarse de que estaba bien equilibrado el peso de las otras, y trepó…
El público seguía con ansia los movimientos de Bebé: reinaba ese silencio precursor do las grandes emociones.
El niño salvó todas las sillas con pasmosa habilidad; se le vio poner los pies sobre la última, erguirse: el sol bañaba su cuerpo, cubierto todo él con la malla roja que el sudor había pegado á la epidermis, marcándole así mejor la musculatura del Hércules chiquitín. Estaba hermoso así visto, teniendo á sus pies á una muchedumbre que le admiraba levantando hacia él la vista: reverberaba como un aro de plata el cinturón cuajado de lentejuelas, el tornasolado de sus cabellos rubios describía sobre su cabeza un áureo nimbo como el de un niño Jesús.
Aquello fué tremendo, duró sólo un instante, y un grito de horror formulado por todas las gargantas atronó el espacio: luego todo quedó en un silencio sepulcral: sólo llegaba débil el susurro de las cañas de los próximos maizales que azotaba el viento.
Bebé había perdido el equilibrio, y cayó á tierra desde lo alto de las sillas: su cuerpo fué á dar cerca de los espectadores.
Mudos de terror, acercaronse los titiriteros hacia donde yacía el infortunado Bebé; agolparonse también los concurrentes.
¡Pobre Bebé! Parecía dormido: su faz morena la bañaba el último rayo de sol de aquella tarde desdichada: su cuerpo teníalo encogido, extendidos á todo lo largo los brazos sobre la tierra. «¡Angel de Dios! ¡pobrecito!, exclamaban hombres y mujeres: los chicos, espantados, habían formado un grupo en la plaza, y mirábanse sin decirse palabra: en los ojos de todos los que presenciaron la catástrofe había lágrimas.
Miss Eva se arrodilló cerca de la criatura, llorando sin consuelo; los demás, paralizados por el estupor, miraban con espanto á aquel niño compañero suyo, momentos antes lleno de vida, y que inmóvil dormía ya el último sueño.
Como loca, una mujer vestida de luto avanzó por entre la gente hasta llegar al sitio en que se encontraba Bebé; cayó de rodillas, sollozando, al lado de la miss.
La enlutada era Marcela.
Sin hacer caso del murmullo que su presencia levantó en todos los espectadores, arrimó su rostro al de Bebé, y luego sus manos parecieron buscar algo en aquel pecho infantil que no latía.
Sorprendida la miss por aquella acción, la preguntó:
—¿Qué busca usted, señora?
—¿Es hijo de usted?—preguntó ansiosa Marcela señalándole á Bebé.
—No…; no es mi hijo: lo alquilamos á una mujer en un pueblo aquí inmediato.
—¿La Cavada?
—Si…
—¿Tiene este niño una medalla de oro con la Virgen del Carmen?
Y al hacer esta pregunta, Marcela pareció poner en sus frases toda su vida.
—Sí, al cuello la lleva.
Entonces la hija de tío Juan pegó su rostro inundado de lágrimas al de Bebé, y besándole, murmuró con voz de inmensa pena:
—¡Hijo de mi alma!
Publicado en La ilustración española y americana. 30 de noviembre de 1895.