Historias y Cuentos

Alejandro Larrubiera


Cuentos, colección



El gato negro

I

Cielo y tierra le sonreían á Remigio Pérez, y no precisamente porque le hubiese mirado la mujer adorada, que á este Remigio ninguna mujer podía mirarle con ojos de amor, porque nunca jamás—aun cuando se encontraba el hombre en la plenitud de la vida, tuvo cuentas pendientes con el travieso Cupido—, sino por causa harto más prosaica y vulgar: acababa de recibir el nombramiento de empleado en una oficina de ferrocarriles.

El empleo era una ganga burocrática, como lo son todos los que desempeña la gente de poco más ó menos en estas poderosas y paternales compañías: quince duros por doscientas cuarenta y tantas horas de trabajo al mes, ¡lo que se dice una ganga!

Ilasionadísimo ingresó el mozo en las filas melancólicas de los héroes anónimos del pupitre, y al cabo de los años mil de hacer el burro en la oficina, tuvo su recompensa gracias al jefe, un francesón borrachín y pendenciero que, salvo lo de echar pestes de España, sin perjuicio de sentirse un don Juan con las españolas, era un buen hombre.

Remigio Pérez gozó de más categoría y de mayor sueldo: lo honorífico, resultaba una dulce ironía, porque seguía siendo tan chupatintas como era antes: lo crematístico tradújose en tres daros más de aumento mensual.

Y aquí terminaron las grandezas.

Con los diez y ocho duros considerábase todo lo feliz que puede considerarse con tan mezquina paga, un Pérez metódico y vulgar, sin familia, cargas ni miras ambiciosas de ninguna clase.

Vivía Remigio en una guardilla con vistas á millares de tejas que metían en el zaquizamí un reflejo rojizo, al ser duramente bañadas por la luz solar.

Por las noches, asomábase nuestro hombre á la ventana: con los codos sobre el alféizar y la cabeza entre ambas manos, pasábase las horas sumido en la contemplación de los caballetes de los tejados, de los cilindros negruzcos de las chimeneas, del caprichoso recorte que proyectaban los tejadillos de las buhardas, en las noches de luna, inundado todo por la luz del satélite, nunca más plácida y ensoñadora que en aquellas alturas, en donde los gatos celebran sus escarrafullentos idilios y asoman las narices los desheredados de la suerte.

Muchas veces, sin darse cuenta de lo que le ocurría, Remigio quedábase ensimismado y como desvanecido al admirar el parpadeo brillante de los luceros.

¡Si yo fuera rico!—suspiraba, como si la contemplación de las estrellas despertase en él inusitados afanes.

Aun sentía más aquel pedazo de prosa viviente: melancolía.

—¡Si yo tuviera una mujer!

Encerraba en esta frase toda la ansiedad de una vida sin amores ni cariños, porque el amor considerábalo como el más peligroso de los entretenimientos, y cariño únicamente se lo prodigaba, con tiernos maullidos, un gato negro de la vecindad que puntualmente le visitaba á diario á la hora de comer, para regalarse con las piltrafas que le tiraban á lo alto de la ventana, por donde el visitante metía su carita como el azabache.

Pidiéndole sólo á Dios estar en gracia con sus respetabilísimos jefes, Pérez dejaba deslizar su existencia, sin ruido, como arroyuelo que mansamente corre por ignorado paraje.

II

Quiso la Fortuna, veleidosa como mujer, prodigar sus más anheladas caricias á aquel pobrete, y un día Remigio, que se había acostado tan miserable como siempre, amaneció archimillonario por obra de un tío suyo, lejano, que murió ab intestato en apartado rincón de la península.

Al verse rico, pensó en darse vida de príncipe; pero, amigos míos, aquello de que «el que no está hecho á bragas...» viene aquí como de molde.

Pérez, al dar un eterno adiós á la oficina, experimentó gran alegría, pero, al reaccionar, pocos días después, sintió tedio in vencible: no sabía en qué emplear las horas; el tiempo le resultaba inconmensurablemente largo.

Pensó en mudarse del zaquizamí en que pasó la flor de su vida; dió en visitar cuartos desalquilados y, nuevo Bertoldo, no encontró ninguno á propósito: unos le parecían muy caros; otros, grandes, con exceso... ¿Qué iba á hacer con tantas habitaciones ni para qué necesitaba él tantos huecos á la calle?...

—Ya me mudaré—pensó—; no corre prisa.

Vistióse á lo elegante: la ropa le oprimía el cuerpo hasta producirle ahogo, le cortaba brazos y piernas: las manos no sabía qué hacerse de ellas; ¡qué diablo! no todos han nacido para embutirse en una levita, ni calarse un sombrero de copa. Este «chisme»—así le denominaba Pérez—era lo que más le azoraba: parecía bailarle siempre sobre el cráneo: aquél rico improvisado, al mirarse al espejo, se sentía ridículo, casi casi una caricatura.

—Volvamos á la chaqueta y dejemos estos trapitos para las grandes solemnidades—se dijo sepultando en el baúl las prendas de lujo.

En sus tiempos de hambre, el sueño dorado de Remigio era el de darse hartazgo en uno de los restaurants de moda... ¡Cómo le atraían los tentadores escaparates atiborrados de langostas, langostinos, pasteles, perdiz á la escarlata, jamón en dulce, faisanes, cabezas de jabalí artísticamente orladas de gelatina, que él creía caramelo!...

Ahora podía entrar en Corinto, ó lo que es igual, en el restaurant más lujoso, que cobra diez duros por cubierto.

Entró dándose tono de persona avezada á las lides gastronómicas: sentóse, no sin azoramiento, á una de las mesas; palmoteó lo más ordinariamente posible. Ante tamaño estrépito funcionaron con rabia el timbre del encargado del despacho, y las piernas de los camareros; unos cuantos señores que se entregaban lo más discreta y solemnemente á la sabrosa tarea de embaular exquisitos manjares, volvieron, entre sorprendidos y disgustadas, la cabeza.

Pidió de comer; trajóronle la lista encerrada en marco de plata. Preguntóle el estirado y diplomático servidor cuáles eran los platos de su gusto, y aquí el bueno de Remigio quedóse atónito y como mudo.

—¿Qué inventariarían aquellos renglones escritos en francés ó en chino, que, para él lo mismo era éste que aquel idioma, puesto que ninguno entendía?...

Sonreíase lo más gravemente posible el camarero, y en son de zumba volvió á pedir al «señor» le designara el primer plato.

—¡El que usted quiera, hombre!—dijo al fin Pérez, enrojeciéndosele la faz.

Y á gusto del de las recortadas patillas, fué servido: presentáronle una serie de manjares para él inverosímiles: no sabía si emplear la cuchara ó el tenedor para servirse, y dejaba al camarero le preparase los platos.

La mayoría se le rebelaban en el paladar; con algunos sintió náuseas.

Salió del restaurant con hambre, corrido como una mona y con cincuenta pesetas y veinte céntimos de menos: estos veinte céntimos fueron los de la propina que le valió un gesto del servidor que equivalía á un «¡maldita sea tu estampa!»

—Decididamente—pensaba nuestro ricacho—el día que se me antoje comer á lo grande me voy á cualquier café y pido una ración de riñones en salsa y una tortilla de jamón. Es más práctico, mejor y más barato... ¡Y por lo menos, sabe uno lo que come!...

El único ideal que le faltaba por realizar era el del amor; pero, como la facha y el talento de Remigio corrían parejas, fué recibido de las mujeres con burlas y sarcasmos que le apagaron para siempre la débil llama amorosa que encendiera el soplo de las riquezas.

III

¿Queréis creerlo?... Aquel Remigio Pérez que jamás tuvo un céntimo, se sintió avaro.

El oro le atrajo: su canto metálico le adormeció en brazos de la avaricia.

Ocultó á todos su riqueza, vistió miserablemente y se pasó los días en turbio y las noches en claro cerca de la caja de caudales, empotrada en la pared de su asqueroso cuartucho; en la ventana que daba al tejado, mandó poner una gran reja de hierro con tremendos barrotes, y por si aun no era esto suficiente, extendió doble tela metálica; así la ventana parecía la de un convento.

Si tenía que hacer alguna diligencia fuera de casa, iba y volvía en un santiamén.

Por las noches, encendida la luz, sentá base al lado de la caja abierta, y contaba con ansia febril los billetes de Banco; después de clasificados los empaquetaba con el mimo con que una madre podría fajar á su rorro; apilaba con infinitas precauciones para que no sonasen, las monedas de oro y de plata; uniformábalas en montones y quedábase embelesado en su contemplación. Dijérase que era un general revistande sus tropas. Y aquella tropa metálica es la gran enemiga de aquel ambicioso general: un ejército que producía en el espíritu suyo tremendas alucinaciones que acabarían por abreviar su estéril paso por el mundo.

En la época de estrechez, Remigio se asomaba á la ventana y sentía ansias de amores y de riquezas al contemplar el parpadeo brillante de los luceros: ahora, deslumbrado por los destellos de las monedas, experimentaba escalofríos, pensaba en ladrones y asesinatos; si una pieza caía al suelo, el tintineo que producía le asustaba y quedábase trémulo hasta que la vibración se extinguía, ni más ni menos que el que deja caer el arma homicida antes de sorprender á su víctima.

Miraba al cielo por la noche, y el cielo, negro como su espíritu, le producía espanto; las estrellas antojábansele ojos enormes que atisbaban su vergonzosa adoración al becerro de oro.

A las tantas de la madrugada, metíase en el lecho. Cuando no poseía un cuarto, dormía como los justos y roncaba; su sueño ahora era inquieto y suspirante: el más leve rumor le hacía incorporarse sobresaltado en la cama y prestar atención.

IV

Un ruido como de lima que raspase hierro le despertó azorado. Se incorporó en la cama, y en las tinieblas del cuarto permaneció dando diente con diente; que la noche era de las más crudas de invierno.

El ruido continuaba: indudablemente algún malhechor aplicaba un cortafríos á los barrotes de la ventana.

El miedo hacía temblar á Pérez más que la helazón de la noche.

Rezó como rezan los miserables en los momentos de apuro: con toda la fe del que pide á lo sobrenatural un milagro.

El ruido siniestro mezclábase con el ta rtamudeo de la plegaria. Acabada esta, se sobrepuso al terror la idea de perder el dinero: Remigio sacó de debajo de la almohada el revólver, el amuleto con que duermen los cobardes, y esperó... Luego, encaramándose en el lecho, abrió bruscamente la ventana mientras presentaba el arma... al cielo, lo único que se veía.

La noche era de luna y bañaba ésta con su luz los tejados. Remigio miró con espanto y los cañones de las chimeneas, que recortaban duramente sus sombras en las tejas, antojáronsele al pronto hombres que huían.

Volvió á acostarse, pero con la ventana abierta: un rayo de luna atravesaba la habitación y trazaba un rectángulo de luz á los pies de la cama.

Con la vista fija en la ventana permaneció hasta el amanecer, queriendo explicarse la causa del ruido aquel de limar hierro.

Á la noche siguiente ocurrió lo mismo que en la anterior: á hora bastante avanzada, oyóse un fuerte golpeteo en la tela metálica y parecía como si sobre el cristal resbalase un diamante. El avaro repitió la escena de la víspera y no vió nada ni á nadie; es más: la tela metálica, los barrotes de la reja y los cristales de la ventana estaban intactos.

Como la inquietud del hombre era grande, no pudiendo explicarse el origen de los ruidos que instintivamente atribuía á manos facinerosas, decidióse á sorprender al nocturno ladrón, como vulgarmente se dice, con las manos en la masa.

Subido sobre el lecho, entreabrió la ventana y con el revólver á punto, esperó...

Ya ponía en duda que el extraordinario ladrón acudiera, cuando sintió helársele la sangre al oír ruido de tejas, como si sobre ellas pisara alguien que se aproximaba á la buharda... Nunca Pérez experimentó mayor susto ni congoja más grande.

Esperó unos cuantos segundos que fueron eternidades de angustia.

Cesó el ruido de pisadas, y, como en noches anteriores la tela metálica fué golpeada.

Alzó Remigio la diestra en la que empuñaba el revólver... y tampoco descerrajó el tiro; por el contrario, quedóse atónito y avergonzado al ver que el autor de los ruidos era el gato negro, aquel gato que cuando él, Remigio Pérez, era un chupatintas no picado de la asquerosa enfermedad de la avaricia, asomaba su hociquito á la ventana á la hora de comer y con maullidos de súplica le pedía los desperdicios.

Malhumorado se metió entre las sábanas y...


Remigio Pérez no volvió á levantarse de la cama.

La portera, al cabo de cuatro días, sorprendida de que el vecino de la guardilla no saliera á la calle, como tenía por costumbre, subió á la habitación y al acercarse á la puerta retrocedió dos pasos al percibir el olor nauseabundo que de dentro se escapaba.

Esto unido al sepulcral silencio que siguió á sus gritos llamando al vecino, hiciéronle sospechar que algo grave ocurría en el cuarto.

Dió parte al Juzgado; acudió el de guardia, forzaron la puerta y encontráronse á Remigio sin vida.

El médico forense certificó que aquel hombre había muerto de pulmonía fulminante.

Una casita en el campo

I

Desde que se casaron, el único y grande ideal suyo fué el de poseer una casita en el campo, y tal anhelo constituyó el tema predilecto de sus conversaciones, la dulce ansia que les desvelaba, el ensueño venturoso que les hacía ver el camino de la vida no tan árido y desconsolador como en realidad era para ellos, condenados á pasar su existencia en una lóbrega abacería enclavada en una de tantas callejuelas faltas de aire y de luz como se encuentran en el corazón de los barrios bajos madrileños.

Pero no creáis, por Dios, que tener una casita en el campo era para el matrimonio poder gozar de las delicias que proporciona un albergue campestre, lejos del mundanal ruido, escondido entre frondosas arboledas, teniendo frente á frente la Naturaleza en todo su esplendor; no el nido donde guarecerse en el último tercio de la vida, en donde buscar la salud para el cuerpo, la tranquilidad para el espíritu y el descanso total de la ruda lucha por la existencia. Nada de eso: los mercachifles no amaban el campo, lo detestaban: en sus hermosas soledades se morían de tedio.

Para tal matrimonio tener una casita en el campo era poseer uno de esos vistosos y antihigiénicos hotelitos en una barriada extrarradio de la Corte—simulacros ridículos de las fincas de recreo campesinas—; poder decir con mal disimulado orgullo á la gente:

—Nos vamos á nuestro hotel. He ahí todo.

Llevados de aquella idea, afanábanse en su industria desde que el tibio calor de la aurora penetraba en el tenducho, hasta las tantas de la noche en que, rendidos de cansancio, cerraban ó íbanse á recobrar nuevos bríos para la siguiente jornada.

Y esto un día y otro día, y un mes, y un año, y un lustro, y tres, y cinco, sin tregua, espoleados constantemente por su afán.

Veíaseles siempre al pie del mostrador, risueños, activos, complacientes, halagando á los parroquianos con servilismo de aduladores, siempre despierto su ingenio de garduñas para hacer más próspero el botín recogido arteramente á la pobretería del barrio que acudía á la tienda á proveerse de lo más necesario para la vida.

Sutilísimos prestidigitadores, sabían hacer caer, sin que nadie lo advirtiese, el dedo meñique en el platillo; escamotear algo de la mercancía al encerrarla en las pesadas bolsas de papel; sin el menor remordimiento adulteraban los productos, mojaban el almidón, echaban harina al azúcar, agua al vino y á la manteca; mezclaban los géneros averiados con los de buena calidad; vendían cacahuetes por café; mendrugos de pan por chocolate; amílico por aguardiente; vistosas mixturas por licores; á sabiendas envenenaban lenta, pero continuadamente, á la parroquia, que no alardeaba de tener un paladar exquisito; si acaso protestaba alguno, hacíalo con tibieza, temeroso de que se le acabara el crédito y hubiera que adquirir el género pagándolo á tocateja.

Para el matrimonio eran cosa muerta el artículo 356 del Código Penal y los múltiples de las Ordenanzas municipales, que castigan severamente á estas hormiguitas de mostrador que hacen su granero á expensas de la salud y del bolsillo del prójimo pagano, valiéndose del fraude en el peso y en la calidad de las mercancías que expenden.

Señor Claudio y señora Robustiana, como los llamaban en el barrio, jamás experimentaron al cometer tales rapacerías la menor inquietud ni sonrojo, ni resonó la conciencia en sus almas sordas, ni se inmutaron nunca al pensar en las fatales consecuencias que podrían originar sus mixtificaciones, ni que robaban á gente pobre; nada, en fin, que se pareciese á turbación ni remordimiento, les detuvo en sus viles operaciones de mercachifles monipodescos. Creían hacer la cosa más natural del mundo, defender su «negocio», ir clavando honradamente los jalones para levantar aquella soñada casita en el campo, de fachada roja, con persianas y balcones pintados de verde, rodeada de un jardinito.....

II

Ya en los umbrales de la vejez, señor Claudio y señora Robustiana pudieron ver realizado su ideal.

Cierta noche recontaron por última vez sus ahorros, aquellos ahorros robados céntimo á céntimo y por espacio de cinco lustros á los míseros parroquianos. Hicieron el recuento con ansia febril, con gozo salvaje, como nunca; sus dedos temblaban al repasar los billetes de Banco, sucios, pringosos por tanto manoseo: la voz, al contarlos, tenía no sé qué de triunfal y de medrosa... «Mil pesetas»... «Dos mil» «Cinco mil»... «Diez mil»... «Quince mil» ¡Quince mil pesetas! Con aquellos papelitos tan lindamente estampados, podrían realizar su gran ilusión...: hacerse dueños de una casita, disfrutar un poco de la vida, abrir un paréntesis en el rudo luchar por ella, ser propietarios... Y como niños sorprendidos con la vista de un juguete encantador, abrían asombrados los ojos, se sonreían, y, satisfechos de sí mismos, como luchadores que han vencido, sus miradas iban de los billetes á sus rostros respectivos.

¡Eran felices, muy felices!...

Dedicó el matrimonio el domingo siguiente á dar un paseo por las afueras: iban á la husma de la casa, á ver si encontraban una proporción, una ganga, porque más barato sale lo que se compra hecho que lo que se manda hacer.

—Con el dinerito en la mano—decía la señora Robustiana—es fácil que encontremos una comeniencia, porque hay mucha nesecidaz en el mundo.

Señor Claudio asentía, y los dos volvíanse ojos requisando á derecha é izquierda: iban á la ventura, sin dar con la casita tal como ellos la querían: sólo vieron hoteles lujosos que costaban un ojo de la cara, según gráfica expresión de la tendera.

—Algo mohinos regresaron á su guarida.

Y, como este domingo, emplearon unos cuantos más en tal faena. Recorrieron todos los puntos cardinales del extrarradio, hasta que, por fin, dieron con lo que deseaban en una flamante colonia perdida en una hondonada, cerca de un pueblecillo, cuyo nombre no recuerdo ni importa; uno de esod pueblecillos, mejor dicho, aduares, limítrofes de la capital: un cerro arenoso circundaba por un lado el horizonte de la colonia, que formaban una media docena de hotelitos que parecían de cartón, muy pintarrajeados, eso sí, pero livianamente construidos; al pie de la colonia serpeaba un arroyuelo verdinegro y pestilente; hasta diez acacias raquíticas, esparcidas aquí y acullá, hermoseaban aquel sitio que, en el verano castigaba un sol fundente, y en el invierno ponían intransitable cuatro gotas de lluvia.

Aquella colonia fué el Edén para los abaceros; encontraron la casita roja con persianas y balcones pintados de verde, rodeada de un jardinito; cierto que el inmueble estaba construido á la malicia, que parecía una casita de muñecas caída en un bache, al cual bache no llegaba aire saludable ni camino regularmente trazado; que no tenía más agua que la que pudiera sacarse del pozo abierto en el corral; pero, hijos míos, también es lo cierto que la casita, su corral de cuatro metros en cuadro y su jardín, un poquito mayor que un pañuelo de los llamados de hierbas, no costaba más que seis mil pesetas, y por tan poco dinero no se va á comprar un palacio como el de Murga ó el de Anglada.

III

Indudablemente el diablo es un gran humorista que se las juega de puño á los que están bajo su dominio en este planeta.

Desde el punto y hora en que compraron la casita, empezó para los abaceros una serie no interrumpida de aventuras, grotescas en su mayoría, que dieron al traste con su tranquilidad y buen humor.

Pasábanse la semana entera azorados, revolviéndose en la tienda como pájaros recién enjaulados, anhelando tender el vuelo hacia la humilde choza, como llamaba con falsa modestia á «su» casa la señora Robustiana.

Tanto ésta como su marido no sabían hablar á los parroquianos de otra cosa que de su finca, y, viniese ó no á cuento—como en aquél del de los papeles—, sacaban á relucir la choza, lo mismo al mal pesar unos garbanzos, que al peor medir una panilla de aceite; con grandes extremos ponderaban la ventura de un día pasado en el campo, en casa propia, por supuesto; el aire sano que allí se disfrutaba—allí era el bache—, el jardín cuajado de flores, las gallinas y conejos que se criaban en el corral y el agua fresca del pozo: todo era en la colonia un encanto.

Habíais de ver á los abaceros salir en plena canícula las tardes de los domingos á gozar de su casita y de una merienda que llevaban prevenida. Desde la tienda á la estación del tranvía todo eran rosas: las espinas venían después. A campo traviesa, bajo un sol tropical, cargado el señor con la bota, colgada del puño del bastón y éste sobre el hombro, y la señora con la cesta de las provisiones, dirigíanse á la finca, sudando lo indecible, jadeantes, encendidos los rostros, resecos los labios, pisando sobre la arena que parecía ceniza de brasa.

Llegaban á la choza casi congestionados, metíanse á la parte adentro, porque en el jardín caía Febo de plano, y en el corral el resol del montículo arenoso asfixiaba; eso sí, dentro de la casa era estar como dentro de una estufa; abrían puertas y ventanas, despojábanse de sus trajes, y, sentados en unas sillas de anea, rendidos de cansancio, sudorosos, abrasados de sed, que no podían calmar con la ponderada agua del pozo—que oportunamente se secaba todos los veranos—, dormíanse como unos benditos.

Despertaban inundados de sudor: ya el sol declinaba: era la hora de saborear su dicha, de bendecir su buena fortuna, que les había proporcionado la casita tantos años codiciada; bajaban á su jardín—cinco tiestos raquíticos con rosales y clavellinas, que brotaban mustias, y su cuarta de césped en el centro—; sentábanse á un velador de caña, en sillas de hierro, y disponíanse á merendar en santa paz; pero la alteraban el desfile de mendigos repugnantes y la chiquillería procaz de los alrededores, que metían sus caras sucias y legañosas por entre los claros de la empalizada, y pedían pan, y pedían vino y dinero con abrumadora insistencia. Para alejarlos no había más que irse al corral, porque si satisfacían á los pedigüeños, acudía otro nuevo enjambre, y aquello era el cuento de la buena pipa.

A pesar de estar el jardín entre rosas, no era su olor el que trascendía, sino aquel otro mefítico que emanaba del arroyuelo que, como una cinta de betún, extendíase á pocos pasos de la finca.

Llegaba la noche y las sillas de hierro y los que las ocupaban hacían un pequeño mutis, trasladándose á la parte afuera de la casa; envueltos en la sombra—las noches en que la luna no mostraba su faz de plata en la celeste esfera—charloteaban marido y mujer, y, por milésima vez, entonaban el dúo de la felicidad suya, y como padres amantísimos, clavaban sus ojos en aquella hija de sus ensueños: en la casita de roja fachada.

El dúo, acompañado del monótono croar de las ranas del arroyuelo, interrumpíalo con frecuencia el paso de los señores, señoritos y niños de la colonia, unos cursis almibarados é indigestos que salían á pasear por entre las diez héticas acacias, y que saludaban á los abaceros con grandes reverencias, y aun se permitían importunarles entablando diálogos en los que se advertía una malsana curiosidad.

Quería el matrimonio gozar en un todo su pleno dominio sobre su propiedad, y en ella dormía la noche de los domingos, por mejor decir, forjábase tal ilusión, porque aleves legiones de insectos repulsivos caían sobre los mercachifles con más saña que éstos sobre los bolsillos de sus parroquianos, y no había modo de conciliar el sueño, máxime si se enredaba alguna tronada: entonces era cosa de huir del lecho más que á paso, porque retumbaba el trueno por manera alarmante y el edificio se bamboleaba.

Invariablemente, al despertar la aurora, retornaba el matrimonio á su abacería. En el invierno llegaban á su choza con fango hasta las narices y muertos de frío: no podían disfrutar las delicias del jardín por la inclemencia del tiempo: encendían un braserillo, y con los rostros pegados á los cristales del balcón y los pies á la alambrera del brasero, pasábanse la tarde contemplando melancólicamente el páramo, las acacias desnudas de hojas y la neblina que, como un telón blancuzco, ocultaba el horizonte.

La posesión de la casita despertó en los abaceros ideas de grandeza que, por lo mismo que brotaban en la vejez, hacíanse más imperiosas é impertinentes: vieron que la gente de la colonia presumía de elegancia y no quisieron ser menos: ataviáronse á la señorito con ridícula prosopopeya, y saludaban imitándoles servilmente: en la entrada de todos los hoteles había letreros que decían: «Villa Tal» ó «Villa Cual», y ellos pusieron uno cumplidito á la entrada de su finca que bautizaron grotescamente con el nombre de «Villa Gloria». Su espíritu fué inficionándose poco á poco de un afán inmoderado de poseer en absoluto la casa, de vivir en ella siempre. Este aguijón producíales inquietud grande y quisquillosa, amargaba las horas felices pasadas en la finca, ¡tan breves, ay!...

Cada uno de los cónyuges torturaba el magín para lograr aquel deseo, que les importunaba de continuo. Permanecían tras el mostrador sirviendo á la parroquia como autómatas: ya no prodigaban lisonjas á las comadres ni cuchufletas á las mozas...¡Bonito humor tenían ellos para templar tales gaitas!... ¡Y á tal punto llegaba su abstracción que hasta daban justo el peso de la mercancía!

Señor Claudio encontró la fórmula libertadora que les haría dueños absolutos de su tiempo: subarrendar la abacería. Anunciaron sus propósitos, surgió un ciudadano que se encargó de proseguir la marcha del negocio y de abonar al matrimonio una cantidad mensual por el subarriendo, y señor Claudio y señora Robustiana, nunca más venturosos, instaláronse definitivamente en la casita de roja fachada, con persianas y balcones pintados de verde.

IV

Un amigo mío, gran inquisidor de vidas ajenas, me ha dado el notición de que cuelga de uno de los balcones de «Villa Gloria» una tablilla en la que se lee en caracteres negros:


«SE VENDE»


Y como le pidiera yo nuevas de lo que ocasionaba tal anuncio, mi amigo satisfizo mi curiosidad diciéndome:

—El prójimo que subarrendó la tienda les jugó una trastada: liquidó las existencias de la abacería y desapareció, dejándoles al señor Claudio y consorte con sólo las cuatro paredes, porque hasta la anaquelería la malbarató por leña vieja...

De la pena y del berrinche, entróle á seflor Claudio una melancolía negra que le ha llevado al sepulcro.

—¿Y su mujer?...

Asilada en las Hermanifas de los Pobres. El otro domingo fui á verla, y con lágrimas me habló de «Villa Gloria». Al fin la pobre mujer reconoce que no han gozado ni ella ni su marido de una casita en el campo, sino de una vanidad ridícula y lamentable... ¡Tener una casita en el campo es cosa muy distinta!...

El Tamboril

Para «tí» Gildo, el tamborilero de Villabrines, había llegado el plazo fatal, é inexcusable de pagar la deuda que todos contraemos al nacer: el buen hombre se iba por la posta. Así lo afirmaba grave y solemne don Cleóbulo, el médico, á los parientes que silenciosos y con cara de circunstancias acudieron á la casona propiedad del tío Gildo; los tales deudos no sentían grandemente la desgracia que sobrevendría, á creer en la honrada palabra del Hipócrates del lugar.

Al tamborilero no le tenían cariño, porque él vivió á sus anchas, alejado de los suyos, sin otro afecto que el de Lucas, un muchacho que el tío Gildo recogió de no se sabe dónde, y que andando el tiempo, fué para el pobre viejo, amigo, criado, guía y consejero solícito y fiel.

Fué en progresión creciente la amistad de ambos; quien ignorase la caritativa acción de «tí» Gildo y los viera en romerías, fiestas y holgorios, tendríalos por padre é hijo, impresionado de la cariñosa solicitud con que se atendían y ayudaban en el alegre oficio suyo: últimamente el viejo, apenas si daba un redoble en el tamboril que por espacio de medio siglo habíale ayudado á ganarse la vida. Lucas era el que lo hacía «hablar» con maestría sólo comparable ó la alcanzada por su protector.

Clavada como espina en sus mezquinos corazones sentían los parientes la protección que el viejo dispensaba á Lucas, y aun murmuraban entre sí que éste pararía en algún testamento por el cual haríase el inclusero—así designaban al pobre muchacho-dueño y señor de la poca ó mucha hacienda de «tí» Gildo.

El rostro de los parientes, en el desesperado caso en que se encontraba el tam borilero, atacado de una hemiplejía, reflejaba una mortal incertidumbre: la de saber si el buen hombre confirmaría ó no sus ruines sospechas: el único sinceramente acongojado, el único que atendía al enfermo y pedía á Dios, á la Virgen y á todos los santos con honda emoción, que «tí» Gildo no abandonara este mundo, era Lucast; al malaventurado podía ahogársele con un cabello, y más vale que su aflicción le nublara los ojos y no se percatase de las miradas y las muecas de aquellos egoístas lugareños que impudentemente expresaban al «inclusero» su odio feroz, como buitres al acecho de una presa que ven arrebatada por un enemigo.

Don Oiriaco, el párroco, había entrado en la alcoba para cumplir con su sagrado ministerio cerca de aquella alma pronta á abandonar su mísera cárcel, y cuentan que el bueno del cura, al entrar en la habitación y ver que á la cabecera del lecho colgaba el tamboril como trofeo glorioso, torció el gesto, y aun parece ser que, llevado de su celo como sacerdote y de su genio un tanto vivo, tendió la mano para descolgar aquella cosa que en tan críticas circunstancias tenía él por irreverente y fuera de lugar en tal sitio.

Pero «tí» Gildo, haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, gruñó fieramente, y ya que no podía mover los brazos ni la lengua, reflejó en su mirada una enérgica protesta, con lo que don Ciriaco paró en su acción algo confuso, y acercándose al infeliz pudo leer en sus ojos suprema complacencia...

Ya se tenía tragado el viejo que aquel día sería el postrero suyo, y en el mundo de recuerdos que acudía en tropel á su mente, el tamboril era sin duda para el pobre hombre lo que la bandera para el soldado, la reliquia para el religioso, el hijo para la madre...


Salió don Ciriaco de la habitación y pocos instantes después resonaron en la alcoba los fingidos y ruidosos llantos de los deu dos y los sollozos del inconsolable Lucas.


Ya en la esmeralda de los prados destácanse como inquietos rubíes las temblado ras amapolas; ya resuenan en los valles los sones alegres del tamboril y de la dulzaina es la época consagrada á festejos y romerías, y todo es júbilo, danzas y cantos en la región montañesa.

De feria en feria y de romería en romería va Lucas con su tamboril á cuestas, y en todas partes es esperado con impaciencia por la gente moza, y en todas partes le reciben con alborozo, le miman, le agasajan y le aplauden... Y sin embargo, quien tanta alegría esparce en torno suyo, anda tristón y cariacontecido, porque dos amarguras llenan su alma y enturbian su natural regocijado: una es la pérdida de su maestro, hondamente sentida; y otra, la más punzadora y cruel que le roba el humor, trayéndole inquieto y pensativo, es el considerar perdida la esperanza más venturosa en su ecixtencia.

Mucho antes que «tí» Gildo pasara á mejor vida, quiso el loco amor que Lucas pusiera sus ojos en Nela, la hija de «tí Torrezno»: la moza bien valía los suspiros hondos y las melancólicas miradas que al galán le costaba contemplar su cara de rosa, su talle flexible, su busto de armónicas y esculturales líneas y otras partes no menos ponderati vas en la estética femenil.

Nela no le oyó como quien oye llover, sino muy atenta y emocionada, que á ella tampoco le parecía saco de paja el airoso gavilán que pretendía llevársela del nido paterno... El padre de la moza era tenido en el lugar por hombre adinerado y harto ambicioso... Lucas, gentil mozo sí era, de natural dispuesto y trabajador...; pero no tenía un ochavo... Esta suprema razón crematística, que tantos desavíos y desdichas ocasiona á los mortales, ensombrecía el idilio; alentaba, no obstante, á la gentil pareja la esperanza de que «tí» Gildo los sacaría del atolladero, porque nadie mejor que él podía acercarse á «tí Torrezno», su pariente, y contratar con sus más y sus menos la boda.

Pero tío Gildo despidióse en mal hora para ellos, de este mundo, dejándolos temiblemente chasqueados.

Presumió Lucas que acaso su protettor habríase acordado de él en su testamento: otra esperanza desvanecida: tío Gildo había muerto ab intestato, y por consiguiente, según la ley, eutraron á heredar!« los suyos, los de su sangre, y el predilecto de su alma, el que él recogió de chiquito y crió como á hijo propio, quedóse lindamente en la del rey con lo puesto... y con el tamboril, que, irónica casualidad, el propio «tí Torrezao» hubo de entregar al «inclusero» diciéndole con socarronería de palurdo:

—¡Ahí tienes esa alhaja, galán!... Con ella se ganó la vida el pobre Gildo, y tú tela ganarás también, que de sobra sabes repiquetearle.


Apremiado por Nela y más aún por su penosa incertidumbre, Lucas se decidió á hablar «claro» á «tí Torrezno».

Escuchóle el hombre sin pestañear, sin una réplica: en su rostro vagaba una sonrisita capaz de helar el ánimo al más arrojado pretendiente.

Al fin de la trabajosa relación de Lucap, que discurseaba un poco mejor que un nogal, díjole Torrezno calmoso y sin abandonar su sonrisita:

—Está muy bien cuanto acabas de decirme y fuera yo muy mal educao si no te agradeciese lo mucho bueno que al respetivo de la mi Nela has parlao; pero, hijuco, una cosa es ser agradeció y otra es ser padre... Mejor que á nadie te daría yo á ti la mi chica, y muy honrao, eso sí, porque tú, dicho sea sin alabancia, eres un hombre de bien y á carta cabal; pero el caso es.... el caso...

Detúvose «tí Torrezno» como si no atinara con el final de la réplica.

—El caso es, prosiguió al fin, que yo quiero para la mi Nela un hombre así, de tus prendas, pero que me traiga en los bolsillos algo que suene y que ayude á llevar la carga... Los tiempos están cada vez más rematadamente de malos... Yo.... yo no tengo más que cuatro terrones.... con los que no saco ni para pagar la contrebución... Bueno es quererse, pero el día en que no haiga un céntimo, no vais á llenar la olla con vuestro cariño... Y no quiero que mi hija se vea en tales apuros.... y... ya me entiendes, hombre, ya me entiendes... Con fantesías del querer no se vive... El día que me traigas unas cuantas onzas, entonces sí, cuenta con la mi conformidá, si es que Nela te aguarda, que para mí que no te aguarda.

Dió con esto fin á su repulsa «tí Torrezno», y Lucas, después de balbucear palabras sin sentido, fuése renegando de su pobreza, de su negra suerte, de la avaricia de los padres y de la hora en que se le ocurrió hablar á aquel demonio de viejo que llamaba «fantesía» al cariño suyo por Nela.

Yo no conozco al diablo, y creo, lector, que tú tampoco habrás tenido tan m alaventurada suerte; pero debe de ser, hipotéticamente hablando, el más peligroso y divertido enredador que se goza en preparar sorpresas estupendas á los mortales.

Digo esto porque Lucas, desde el punto y hora en que oyó de labios de «tí Torrezno» la repulsa que le aljeaba de su ídolo, andaba como vulgarmente se dice «echándolas muelas», con un humor de condenado, una excitabilidad nerviosa propia de señorita neurótica y el rostro hecho un puro vinagre... Para que el contraste fuera más irónico, el mozo tenía que estar tocando el tamboril en el centro de la plaza ó bajo los castaños divirtiendo á los romeros.

Repicaba fuerte, y á veces, olvidándose de que el parche no era la cabeza de «tí Torrezno», atizaba un redoble que parecía cosa de milagro que la piel no saltase. En uno de estos, los palillos coláronse en la caja á través del parche, que se rompió violentamente por la mitad.

Lucas, por vez primera en su vida, soltó un terno de los más enérgicos y espeluznantes y dió por terminada su misión en el baile.

Coa el tamboril á cuestas emprendió el regreso á su aldea, y en el camino encontróse de manos á boca con el odiado «tí Torrezno» y con su adorada hija.

—¡Que!—hubo de preguntarle el viejo, admirado de verle retornar á plena tarde—, ¿no tocas hoy en Esponzués?...

—De allá vengo—gruñó Lucas, más atento á Nela que á su interlocutor.

—¿No hay baile?—insistió éste.

—Sí, baile sí hay, lo que no hay es tambor; se me acaba de romper el parche.

—Lo siento, hombre, lo siento, porque el tamborcito ese es una alhaja... ¡Ea, adiós, que nos vamos á dar una vuelta por la romería!...

Refunfuñó el mozo un «¡maldita sea tu estampa!», dirigió á su novia una mirada intraducibie y reanudó su viaje.

Dirás, lector, si eres impaciente, que no atinas por qué más arriba he sacado á relucir al diablo, cuando cosa de tan poca substancia va sucediéndose en esta vulgarísima historia.

La diablura entra ahora, y es que al llegar Lucas á su casa y poner sobre una silla el maltrecho tamboril advirtió admirado que por la parte interna corría pegada al aro en toda su circunferencia una tira de badana, aditamento jamás considerado preciso en tales cajas de música... Entre curioso y sorprendido, metió Lucas la mano para tantear la tira, y en el tanteo notó que sus dedos se hundían en ella como si estuviese forrada de papel; intrigado ya y valiéndose de una navaja, rasgó con tiento la badana y vió atónito caer al fondo del tambor, sobre el parche incólume, unos paquetitos de papeles azules, verdosos y encarnados, como mazos de estampas... Cogió nao de éstos y advirtió con emoción, que cualquiera en su caso experimentaría, que eran billetes de Banco. Sin duda aquéllos eran los ahorros de «tí» Gildo que no encontró para guardarlos caja más segura y apropiada que la del instrumento que le había proporcionado tales ganancias.

Contó Lucas tembloroso lo que sumaban aquellos papelitos y vió que pasaba de los mil duros... ¡Doble de lo que podía valer la hacienda de «tí Torrezno»!...

La Castellana de Medialdúa

I

¡Pobre castellana de Medialdúa!

Desde la torre del homenaje de tu mansión, que, en lo alto de la montaña, parece desafiar al Cielo, miras melancólica las humildes golondrinas, mucho más felices que tú por cuanto no tienen un tirano que las aprisione.

¡Cuántas veces á la hora en que la iglesia llama á tus vasallos á la oración, has apoyado tu cuerpo en una de las barbacanas, y tus ojos, impregnados de lágrimas, han vagado por la feraz campiña que, á lo lejos, limita una montaña, tras de la cual el sol se hunde.

Al pie de ta castillo resuena en la callada noche una canción de amores.

¡Escúchala, castellana de Medialdúa!

Se trata de un amante incógnito por el que suspiras con tristeza.

Escuchas atenta, murmuras no sé qué frase, sonríes, y al volver el rostro te encuentras con la cara hosca del conde, tu marido y señor; al verle, lanzas un grito y huyes de su presencia con el azoramiento de la paloma que divisa al gavilán.

¡Pobre castellana de Medialdúa!

II

Feo, enano, patizambo, cargedo de espaldas era Zario, el bufón de los señores de Medialdúa.

Si de él nadie en el castillo hacía caso, él en cambio reíase de todos y odiaba á todos, excepto á doña Luz, su ama y señora.

Por ésta sentía el estrambótico Zario amor tan grande, que degeneraba en locura.

Viéraisle acurrucado como un perro en un ángulo de la estancia de doña Luz, fijos los ojos en ésta, mientras que sus labios temblaban perceptiblemente; viéraisle á la hora en que nadie podía observarle, arrastrándose por el suelo como un reptil, ir besando los sitios en donde posó sus plantas la rica hembra; viéraisle, en fin, pasar las noches en claro, tendido como un perro junto á la puerta del dormitorio señorial, velando atento el sueño de la condesa, y de seguro tendríais lástima de aquella caricatura de hombre.

Muchas veces Zario enloquecido, sentíase animado de ideas espantosas: «¡Si yo estrangulara al conde y me apoderase de doña Luz», pensaba. Y de su garganta escapábase un grito gutural, abríanse desmesuradamente sus ojos y temblaba como un epiléptico. Sentía horror de sí mismo.

Algunas mañanas le sorprendió la gente del pueblo mirándose atento en la corriente del río.

Amenazaba al espejo que copiaba su deforme y grotesca figura.

Odiaba á la humanidad. Si él fuera físicamente un hombre como aquellos otros que vivían en el castillo, tendría el consuelo de la esperanza: doña Luz acaso se rindiera á su amoroso anhelo; pero, ¿cómo un sapo ha de inspirar una pasión al águila?... De día en día era más voraz el fuego de amores en que se consumía el alma del enano, que no hay huracán que avive más el fuego que un amor no correspondido.

Cierta tardecita Zario escuchó desde lo alto de la torre feudal, la trova de aquel misterioso enamorado de doña Luz.

Al oír aquellos acentos amorosos, sintió ira y desconsuelo: los celos claváronsele como puñales en el pecho: otro hombre amaba á su ídolo; desaladamente asomóse á la barbacana á trueque de estrellarse, y vió al pie de la fortaleza al incógnito cantor: un mozo que llevaba con gallarda altivez su ropilla de hidalgo pobre.

—¡Diera mi alma al diablo por ser como ese hombre!—barbotó rabiosamente el bufón.

Aquí el cronista de que se copia esta leyenda medioeval, jura por su hombría de bien que al acabar de decir Zario la frase arriba copiada, apareció en la plataforma un hombre vestido de rojo, y de ceño tan terrible que el enano, atónito y asustadizo, cayó suplicante de rodillas.

—¡Levanta! ¡Me has llamado y aquí me tienes!—dijo con acento intraducible la visión.

—¡El diablo!—tartamudeó Zario.

—¡Di lo que quieres de mí!

—¡Ya lo has oído!—balbuceó el bufón levantándose.

—Esta noche se realizarán tus deseos...

—¿De veras?—le interrumpió el enano, chispeándole los ojos de alegría.

—¡De veras!—afirmó el de lo rojo—. Mas he de hacerte una leve advertencia—y el señor diablo se sonrió como sonríe siempre tal personaje, meflstofélicamente—: mañana al amanecer tu cuerpo estará colgado de una de estas almenas.

—¡No importa!—advirtió Zario con resolución—. ¡Es más grande el placer de ser amado un segundo por doña Luz, que arrastrar una vida tan miserable como la mía.

III

La austera habitación de la condesa, débilmente iluminada por los destellos de una lámpara de plata, antojábasele á Zario un trozo del cielo que con entusiástica fe describía el capellán del castillo.

Doña Luz, trémula, encendida la faz, respiraba con anheloso ritmo, y sus ojos animados por la pasión, fijábanse en los de su galán, que no menos trémulo y ansioso describía con frases ardientes el amoroso entusiasmo de que se hallaba poseído.

Y aquel amante que así hablaba y tal se veía no era otro que Zario, trocado su cuerpo giboso y repugnante en seductor y garrido, su cara mal pergeñada en rostro varonil, su ropilla bufonesca en vestido riquísimo de caballero.

¡Pobre escarabajo, metamorfoseado en mariposa!

Olvidábase de su prístino estado y condición, y entregábase como si dispusiera de una vida felicísima, en brazos de aquella grande ansia suya de verse amado de la altiva castellana de Medialdúa.

Ya se habían convertido en realidad sus locos antojos: él, el bufón del castillo, el ser más despreciable por su mísera condición y el más repugnante por su facha, veíase á los pies de doña Luz recogiendo de sus labios tiernísimos suspiros, con los que correspondía á sus protestas la que tan desapoderadamente se olvidaba de sus deberes como esposa y como ricahembra de Castilla.

Hora de amor que fué fugacísima para el miserable bufón y para la castellana hambrienta de cariño, porque cuando mayor era el torrente pasional que por boca y ojos vertía el alma de Zario, presentóse en la estancia, lívido y tembloroso, iracundo y terrible, el castellano de Medialdúa.

Lanzó un grito de terror doña Luz, y Zario, espantado, quedóse de rodillas á los pies de la condesa, mientras que el ultrajado conde avanzaba implacable como la fatalidad. En aquel momento de suprema angustia vióse Zario tal como fué siempre: un bufón que excitaba la risa con su giba de dromedario y sus muecas de orangután: sintió desvanecida la imponderable ventura gozada y tembló de rabia y de miedo.

A costa de su vida había logrado la metamorfosis que le proporcionaba el único momento de felicidad que como un rayo de luz irradiaba en su tenebrosa existencia.

¡Moriría! Y sus labios orlados de espuma dieron paso á un gemido como de lobezno mortalmente herido.

Aquí de nuevo el cronista vuelve á jurar en Dios y en su ánima, que ignora la escena á su juicio trágica y despeluznante que debió seguirse en la cámara de doña Luz.

Y sigue:

«La tradición da como verídico que la condesa de Medialdúa perdió su lucidez de ideas y que Zario fué ahorcado y colgado de una almena para escarmiento de villanos que osaran poner sus miras tan en alto cual las puso el muy desdichado bufón, cuyo cuerpo gentil, una vez salida de él la ánima que Dios le plugo concederle, trocóse en lo que en sí era de raquítico, contrahecho y abominable».

Don Seráfico

I

En todo tiempo veíase á don Seráfico, pianista del Gafé del Universo, con un chaquet color verde botella, raído y lustroso; un chaleco de pana, negro, consteladedo manchitas, manchas y manchones; la corbata, en forma de lazo, deshilachada, grasienta; un pantalón negro más encogido que pudoroso, dejaba al aire los calcetines de lana corcusidos, presos en la cárcel de unas botas de elásticos tan flojos como el cuello, puños y pechera de la camisa, reñidos con el almidón y faltos de los ardores de plancha precisos para el mayor lucimiento y consistencia de prenda tan necesariamente vistosa.

Corría parejas con tales trapitos—y bien sabe Dios que no de lujo—el chambergo á lo Rubens; de cerca, su color resultaba verdoso; de lejos, azulino, y en todas partes y á todas luces, un fieltro arruinado.

Bompía en invierno don Seráfico la monotonía de su empaque colgándose un inmenso carricKc color ceniza, sabroso manjar de polillas á juzgar por lo raído de su urdimbre, y una monumental bufanda, color de chocolate, fogueadas sus puntas por las chispas de cientos de pitillos y ribeteada de mugre en aquella parte que mayor roce tenía con el cuello y pelo de su no muy pulcro poseedor.

Armonizaba el traje con la parte física del individuo; que era este don Seráfico, aunque corto de genio, largo de estatura, seco, avellanado, cargado de años y de espaldas; ruin de cabello, que en la mollera sólo tenía un mechoncito coquetonamente desparramado para mejor disimular la calvicie; las narices eran acaballadas, los ojos castaños, sin expresión, el bigote hirsuto, á trechos rubio como el oro y canosa su tonalidad.

Os jaro que el café no le iba en zaga á su pianista ni en la fecha, ni en la facha, ni en lo pobre ni en lo estrafalario. Á no ser por la muestra y por los mandiles, un si son no son blancos, de los camareros, mejor se creería que aquello era taberna, mayormente en las noches de estío en que, abiertas puertas y ventanas y á la luz de una docena de mecheros Auer, gozábase del espectáculo de ver á los parroquianos—seis ó siete—en mangas de camisa jugando al dominó: los días de fiesta, unas cuantas familias de la vecindad—gente de plazuela con humos señoriles—daban algo de animación desde las ocho y media hasta las once, ó poco más, de la noche al sórdido cafetín: en el transcurso de estas horas entreteníase la dominguera concurrencia en chismear lánguida y machaconamente acerca de los enredos del barrio, se desollaba al prójimo sin perjuicio de deleitarse en oír los acordes del fementido piano de cola que tecleaba don Seráfico.

Bueno será advertir en honor de nuestro héroe que él sentía el arte de muy distinto modo á como lo ejecutaba: en sus mocedades abrigó esperanzas ilusorias de conquistarse un nombre glorioso; pero una cosa es el sueño artístico y otra la prosaica realidad de la vida...

De niños, todos queremos ser obispos ó capitanes generales: no nos conformamos con menos; andando el tiempo resulta que nos quedamos Pérez á secas, ó rancheros. Igual acontece á la juventud con el arte. Nos creemos con genio y bríos para llegar al pináculo, y poco á poco nos convencemos de que para genios nos falta tanto como nos sobra de férvido entusiasmo.

Esto le ocurrió á don Seráfico.

Escribió miles de notas debidas á su inspiración, y al fin de la jornada sólo logró gastar papel, tinta, petróleo, tiempo y paciencia: metióse á director de orquesta de un teatrino por horas, y tan escandalosos fueron los moros de su dirección, que paró en maestro de murguistas.

La suerte siempre se le mostró adversa, y rodando, rodando, el que admiró las sublimidades de la música genial de Wagner, Beethoven y Mozart, dió con sus manos pecadoras en los teclados de cafés de mala muerte en donde sólo eran admitidos por los ignaros oyentes el tango, la polca, el pasacalle, el couplet ó los motivos zarzueleros más en boga.

¡Maldita y perentoria necesidad! Por tres pesetas y una suculenta cena, compuesta de café y tostada entera embadurnada con el escobillón de la manteca, veíase obligado don Seráfico á dar gusto al muy grosero del populacho aporreando las teclas amarillentas por el tiempo, esmaltadas con las quemaduras de los cigarros: sitios en donde lo selecto del divino arte era la bazofia musical callejera que repugnaba al delicado paladar del pianista.

Y aullidos se le antojaban á éste las muestras de impaciencia de los parroquianos cuando al encarrilar su deseo tocaba algo clásico que á él le extasiaba.

Forzosamente había que contentar á aquellos «bárbaros». El amo, un gallegazo malcontento y gruñón, murmuraba que ta les finustiquerias acabarían por ahuyentar á los que le proporcionaban el pan de cada día; y ante ésta suprema razón, tenía que enmudecer y «agarrarse» al tanguito ó á la farruca. ¡Mala bomba!...

Esto sí que producía delirante entusiasmo: los oyentes acompañaban el numerito con boca, pies y manos, con tenues silbidos, con repiqueteo de cucharillas y bastones, y al finalizar la pieza vociferaban:

—¡Otra!... ¡otra!... ¡Que se repita!

—Y quieras que no quieras, había que complacer al pópulo y repetir, barbotando una maldición, el número tan del agrado suyo.

II

Cierta noche penetraron en el solitario café un señor ya entrado en años y en carnes y una joven como de diez y ocho abriles, alta, esbelta, de rostro pálido ovalado, facciones correctas y ojos azules de mirar lánguido, casi soñoliento.

Sentáronse en uno de los divanes y pidieron café.

Don Seráfico, siempre atento á sorprender en un nuevo concurrente su grado de sensibilidad artística, experimentó honda emoción al fijarse en el rostro de aquella niña que reflejaba un alma de exquisita ternura. ¡Bienaventurado don Seráfico!...

Afanoso, púsose á rebuscar entre las partituras polvorientas que había amontonadas sobre el piano la de Tristán é Iseo. Hacía tantos meses que no despertaban sus dedos «aquel» dúo inmortal.

Hallada la partitura, la colocó mimosamente sobre el atrilito, hojeó unas cuantas páginas hasta dar con el dúo del segunde acto, y dirigió una mirada de súplica á la joven, que atisbaba con curiosidad de niña estos preliminares.

Afianzóse don Seráfico sobre el taburete, y con ademán solemne alzó la diestra y dejóla caer sobre el teclado.

No había duda: el desarrapado pianista era un «virtuoso», un Rubinstein. Sus manos recorrían portentosamente los trozos de marfil; vibraron las notas, de sublime pasión, de la gran página wagneriana y en la armonía, que á torrentes brotaba de la caja, habla un no sé qué de augusta y sobrehumana inspiración que hacía cabalgar al pensamiento en las esplendentes mariposas del ideal.

De reojo atisbaba don Seráfico el efecto que «aquello» producía en la muchachita y vió con goce inefable, que sus ojos azules de mirar lánguido, casi soñoliento, fulguraban como el cielo inundado de sol... Y al cielo nubláronle las lágrimas...

Aquella niña era una sensitiva: mientras que el alma del artista, como una hechicera escondida en el piano, combinaba los sonidos más tiernos y armónicos, la imaginación de don Seráfico borraba su pasado lleno de anhelos, de desilusiones, de tristezas y miserias: vida de un pobre diablo que no tuvo otro amor que al pentagrama, y el pentagrama se portó con él desdeñoso, como mujer rica con pretendiente pobre... Fué siempre el bohemio que lleva en el pecho tesoros artísticos y se ve obligado á malgastarlos á trochemoche por un plato de lentejas.

Jamás tuvo el pianista emoción tan deleitosa como ésta de sorprender un alma gemela á la suya, que sabía llorar cuando en el lenguaje de lo inmortal hablaba el genio... La primera vez que le había ocurrido semejante bienandanza... ¡La única!... Y el buen hombre finalizó el dúo con dos lágrimas, que se estrellaron contra las teclas y en las mismas se esparcieron agitadas por las vibraciones últimas de la sublime página musical.

Con las manos aun extendidas en el teclado, quedóse mirando á su oyente—á ella sólo—, porque harto adivinaba que el señor aquel que la acompañaba—tal vez su padre—era un burgués, un «filisteo». Para éstos el arte es la esfinge muda.

La ñiña, inundados los ojos de plácido llanto, aplaudía con sus manos de nácar, y sus ojos aguanosos enviaron al pobre pianista una mirada de agradecimiento.

Aquel segundo fué el único de gran ventura que don Seráfico gozó con su arte.

III

Don Seráfico, aunque tenga los ojos muy abiertos, sueña todavía con la simpática niña, la recuerda melancólicamente, y como pudiera hacerlo un enamorado, entorna los párpados para verla más á su sabor... Cuando tal ocurre, se siente dichoso, olvida sus infortunios y una sonrisa de místico arrobamiento inunda su rostro de ordinario sombrío.

En el café, siempre que la puerta de cristales se abre, al golpetazo que da al cerrarse, don Seráfico dirige hacia tal sitio una mirada ansiosa.

—¡No es ella!—murmura abatido al fijarse en la persona recién llegada.

En las horas en que el café permanece desierto, el artista se sienta al piano, llevado de la nostalgia, y toca fervorosamente el dúo... ¡siempre el dúo!... Se lo dedica á la desconocida.

Y como si «ella» estuviese escuchándole, mira hacia el sitio que ocupara la noche venturosa, inolvidable...

Al verlo vacío, mueve tristemente la cabeza y suspira...

El dueño del café, que nota en su subordinado el afán de tocar siempre lo mismo, murmura con la grosería del amo:

—A este maestro le falta un tornillo... Voy á tener que enviarle á paseo, porque coa sus folias se me van los parroquianos..

¡Naturalmente, toca siempre unas cosas tan fúnebres, tan pesadas!...

Y cuando en el café impera la más triste soledad, que es casi siempre, le grita:

—¡Por Dios, don Seráfico!... Toque usted algo nuevo y alegre... Farrucas, garrotines, tangos, que es lo que gusta á todo el mundo y no esas latas de ópera...

Don Seráfico, mordiéndoselos labios hasta hacerse sangre, dedica al tiranuelo una mirada de soberano desprecio...

Un viaje en diligencia

I

«¡Calumnia!»—murmaraban mis labios con acento trémulo, mientras que aquella otra voz del alma preguntaba con mortal amargura: «¿Será verdad?»

Julia, mi primer amor, me había traicionado miserablemente, según aseguraba el odioso anónimo.

¡No, mil veces no!—protestaba.

En tan angustioso momento, recordé aquellos otros felicísimos de pasión. Ante mí veía á Julia, lo mismo que en la aldea, ruborosa y amante, diciéndome á media voz—como se revelan siempre los grandes secretos del alma—; «¡Ningún otro hombre que tú será mi dueño!» Y al decirme esto, estrechaba nerviosamente entre sus manos las mías, como para dar mayor fuerza á su protesta. Y como si esto aun no bastara, sus ojos, en los que yo bebía anheloso toda una vida de idealísimo goce, clavábanse en los míos, serenos, como ciclos jamás empañados por la nube del engaño.

¡Y tales ojos y tales cielos eran mentira!

II

Al anochecer de aquel día en que tan rudo golpe sufrió mi credulidad amorosa, me encontré instalado en el interior de una diligencia: que en mis mocedades aun era el ferrocarril una nebulosa.

Seis eran los compañeros de viaje: un señor cura; un viejo que tenía trazas de comisionista de comercio, una jamona andaluza de no mal ver, un niño como de catorce años, que debía de ser su hijo, y una parejita de novios, á juzgar por el dulce mosconeo con que se arrullaban en uno de los rincones del vehículo.

Dispuso la casualidad que mi asiento correspondiera al más próximo de los que ocupaba la susodicha pareja: el hombre, un señor como de cuarenta años, de rostro simpático, no pudo reprimir un gesto de disgusto; en cuanto á la señora, ignoro la cara que pondría, porque la ocultaba una espesa toquilla.

Púsose en marcha el armatoste, rodando al trote largo de su tiro por la siempre polvorienta carretera de Aragón; á la hora escasa de viaje, el señor Cura, que había permanecido entregado á la piadosa tarea de leer en un desencuadernado breviario, cerró éste, guardándoselo en el bolsillo de la sotana á la par que lucía en la diestra mano un pañuelo de hierbas, no tan grande como una sábana. Aplicóselo á las narices con tan recia acometividad, que produjo idéntico ruido al de una matraca. Volvió azorado la vista el novio; sonrióse picarescamente la señora andaluza; gritó su nene; lanzó una interjección no muy católica el comisionista, y yo di un salto, viniendo á quebrárseme con la sacudida nerviosa el hilo de malos pensamientos y maquiavélicos planes que in mente iba forjando.

El ruidoso sonar del pater rompió la obligada circunspección que se establece entre personas desconocidas en los comienzos de un viaje: púsose á charlar el tonsurado con el comisionista, guiñóme los ojos la andaluza como si pretendiese con tal exordio demostrarme que no era cosa tan fuera de propósito el contemplar su ajamonado porte, el niño quedóse dormido y la pareja amorosa continuó en su dulce mosconeo.

Hasta aquí nada de particular ofrecía el viaje, á no ser los continuados trompicones que los baches del camino obligaban á dar á la diligencia y de rechazo á los viajeros, que parecíamos muñecos de goma por el ridículo vaivén que traíamos en nuestros asientos.

III

Un discreto codazo que me propinó mi más inmediato vecino de coche volvió á Sacarme de mi abstracción.

—Perdone usted mi atrevimiento—me dijo con exquisita cortesía—, pero es el caso que me hallo en un aprieto mayúsculo...

—Si puedo á usted serle útil...—indiqué.

—Se me ha olvidado el tabaco, y...

—¡Comprendido!—le interrumpí ofreciéndole mi petaca, que el hombre aceptó con ostensibles muestras de regocijo.

—¡Mil gracias!... Usted no sabe la inquietud que paso cada vez que me ocurre uno de estos percances. ¡Soy hombre al agua si no fumo!... ¡No sé vivir!...

En virtud de nuestro carácter nacional, de sobra expansivo, uno y otro nos engolfamos en animada charla, y después de agotar temas tan socorridos como el de la meteorología y el de la «cosa pública», echándole la culpa al gobierno—dejaríamos de ser españoles—de cuantas calamidades ocurrían en este «desdichado» país, vinimos á parar en un punto que ahondó aun más de lo que estaba la herida que á tal viaje me traía; para un espíritu lacerado, la felicidad ajena es un cáustico.

—¡Vaya si era feliz el señor don Claudio Arenillas!—que así dijo llamarse mi interlocutor.

Haría una semana, día más ó menos, que había realizado su mayor ventura: la de casarse.

Y encerrado en una diligencia gozaba su luna de miel, paseándose de un extremo á otro de España en la dulce compañía de la mujercita de sus amores.

—Amigo mío—me dijo adoptando un tono confidencial que revelaba la íntima satisfacción de su alma—, ó yo soy un bolonio ó nada sé de lo que es la vida, pero dudo que haya cosa mejor que la de casarse con una mujer como la mía, tan buena, tan cariñosa, que no ve más que lo que yo veo, ni piensa más que en lo que pienso... Ella y yo formamos una sola entidad repartida entre unas faldas y unos pantalones.

Tal era el entusiasmo con que pintaba su ventura, que no pude por menos de replicar ahogando un suspiro:

—¡Esa es una vida envidiable!...

—Sí que lo es, amigo mío; pero arrieritos somos y...

—Sí somos—afirmé con el tono elegiaco de todo amante despechado que se las da de escéptico—; pero, yo jamás me encontraré con usted en ese venturoso camino de la dicha conyugal.

—¡A ver, joven, á ver eso!... ¿Por qué no se ha de encontrar usted?... ¿Quién diablos se lo impide?...

Contar á otro, que parece mostrarnos algún interés, la pena que nos martiriza, es seguramente un gran consuelo; y así, en voz baja conté al señor Arenillas el motivo de mi viaje, ocultándole por exceso de prudencia, el nombre de la «ingrata».

Escuchóme atento; más de una vez gruñó un «ya, ya» significativo como en confirmación de mis palabras, y en el primer alto que hice en mi discurso, replicó:

—¡Eso nos ha pasado á todos!... ¡á mi mismo, aunque le parezca extraño!... Y ya ve usted si soy feliz...

Y adoptando un tono sentencioso, continuó:

—El primer amor casi siempre se malogra, y es gran ventaja que así ocurra, pues en lo sucesivo ya no se cae tan fácilmente en el garlito... Nuestra primera novia peca de voluble, así como nosotros de incautos... Pero, dígame usted, y perdone esta oficiosidad mía: ¿á qué va usted en busca de la «infiel»?...

—No lo sé yo mismo; pero á nada bueno.

—Esperaba esa confesión, amiguito... Dispénseme usted, si continuo con mis oficiosidades, que me las dicta una irresistible simpatía hacia usted, ¿qué adelantará con ver á esa señora, ni qué satisfacción ha de recibir la conciencia de usted con recriminarla aquello mismo que ya la suya le habrá recriminado con harta severidad?... Medite usted un momento en la situación en que se encuentra y acabará usted por darme las gracias... Ko se deje usted llevar de la impresión momentánea, achaque propio de la juventud, que no medita ni prevé las consecuencias... En realidad, usted ha sufrido un desengaño, que—no lo niego—siempre deja honda mella... Pero ¡no debe usted tomar venganza de lo que no la tiene en buena lógica, puesto que el cariño debe ser hijo de la voluntad, espontáneo!...

¿Que se ha casado con otro hombre?...

—¿Y le parece á usted poco tal felonía?—le interrumpí airado.

—¡Nada!—me replicó don Claudio sin inmutarse—. Ese hombre habrá impresionado mejor que usted á la niña. Busque usted el desquite de tal felonía, como usted dice, con otra mujer!... ¡Y quién sabe si le pasará á usted lo propio y recordará con fruición esta charla nuestra!

La lógica del señor Arenillas me obligó á quedar indeciso: fluctuaba mi razón entre seguir los primeros impulsos de mi venganza ó aquellos razonamientos de mi improvisado mentor.

A este punto llegábamos en el diálogo, cuando hizo alto la diligencia, y el zagal, abriendo la portezuela, nos dijo:

—¡A cenar, señores!...

Echamos pie á tierra y penetramos en el interior de un mesón castellano: el huésped nos condujo á la cocina, en donde teníamos ya preparada la cena.

Los dos velones de Lucena que había sobre la mesa, amén del gran fuego que ardía en el llar, iluminaban el improvisado comedor.

Don Claudio, dando el brazo á su señora, entró en la cocina detrás de mí, y asiéndome por un brazo, me dijo:

—¡Eh!... ¡Soy de lo más distraído!... ¡Voy á presentarle á mi señora!...

Al oír esto, me volví rápidamente para saludar á la mujer á quien tanta ventura debía mi compañero de viaje.

Y al verla quedéme suspenso, atónito, estupefacto: sin vista y sin habla. Era Julia, la mujer que tan villanamente me había engañado.

Jamás pudo averiguar el señor don Claudio Arenillas el motivo de mi estupefacción, porque desde aquella memorable noche, ni él ni yo hemos vuelto á encontrarnos...

La diosa de los ojos verdes

I

¡Ay de aquellos que no
posean una flor de la diosa
de los ojos verdes!...


Era el amanecer de un día del mes de las flores y del amor y con esto se ha dicho Mayo; la aurora desvanecía las sombras en que se encontraba cubierto el bosque, cuyos árboles, que en la noche parecían medroso batallón de gigantes que murmuraban una pavorosa é ininteligible plegaria, mostrábanse á la rosada luz del amanecer en toda su lozanía, poblados de hojas y de canciones; al pie de uno de estos árboles había un pastor.

Dormía, y su sueño debía de ser tan alegre como la aurora de aquel día; en su rostro dibujábase una sonrisa. ¿Quién sabe si el amor, el interés ó alguna de esas locas ambiciones del espíritu satisfarían á éste en la quimérica realidad del sueño?...

Los rayos del sol naciente vinieron á despertar al que dormía, quien, refregándose los ojos, miró en torno suyo, y al verse así á solas, al pie de un árbol, hizo un gesto de asombro.

—¡Todo mentira!—balbuceó con acento de amargura.

Y poniéndose en pie, echó á andar internándose en el laberinto del bosque; andaba el pastor á paso tardo, la cabeza inclinada al pecho, caídos los brazos: como anda quien se ve bajo la pesadumbre de grave preocupación.

—¡Sería yo tan feliz—pensaba en voz alta, poco cuidadoso de que los pájaros interrumpieran sus cantos para escucharle—si tuviese como el amo una casa, un huerto y un millar de ovejas! Con todo esto podría atreverme á hablar á Marcela, la hija del alcalde... ¡Y sería dichoso, dichosísimo: como cambiaría por rey ni príncipe alguno, porque el que se case con Marcela puede decir que se casa con la propia felicidad!

Y moviendo tristemente la cabeza continuó:

—¡Pero yo no soy ese!... ¡No podré serlo nunca!... Soy sólo Pedrín el pastor, y mi vida se ha de pasar apacentando los rebaños de los otros, de los ricos... ¡Yo siempre seré pobre!...

—Aquí llegaba Pedrín en sus lamentables reflexiones, cuando se detuvo en su marcha entre confuso y maravillado, con los ojos muy abiertos.

Motivo había para que experimentase parecidas turbaciones.

II

Una mujer de peregrina belleza, envuelto su cuerpo en flotante túnica, de verdosa tonalidad, coronada con flores tempranas su gentil cabeza, y trayendo en la mano un ramillete de las mismas flores, presentóse ante el pastor, y con voz dulce é insinuante le preguntó:

—¿Por qué te asombras de mi presencia?...

Y amorosa, fijó sus ojos, que parecían dos esmeraldas heridas por el sol, en el rostro de Pedrín, que al verse así mirado experimentó un consuelo inefable: calmáronse como por encanto las congojas que nublaban su espíritu, y ya sereno, se atrevió á preguntar á su vez:

—¿Y quién eres tú, la mujer más hermosa de cuantas he visto en la tierra?...

—Una deidad á quien el fanatismo encerró en una caja terrorífica, de la cual salí para consuelo de los hombres: mis hermanos son el Sueño y la Muerte...

Y al observar que sus palabras arrancaban un estremecimiento á Pedrín, le advirtió:

Pero no temas: el Sueño da treguas á los males y la Muerte los termina... y ahora, que sabes quien soy, ¿tienes confianza en mí?...

—¡La tengo!—afirmó con viveza el mozo.

—Pues entonces, escucha: todos los deseos de los hombres, todas sus ansiedades, son otros tantos caminos por los que marcha la voluntad hasta encontrar ®1 objeto ó fin que motiva su viaje. Vuestra alma es eterno viajero perdido en el Sahara de la ilusión.

Por efecto del espejismo, cree ver oasis, y al cerciorarse de su yerro, si desmaya, muere; si continúa, acaso encuentre un deleitoso refugio... Sé tú perseverante en el camino que te traza tu noble deseo: que jamás se apodere de ti el desaliento... Y si acaso en algún punto de tu vida lo sintieras, toma esta flor (y la diosa arrancó una del ramo que traía en la mano y se la entregó á Pedrín). Consérvala siempre y vivirás feliz.

Dicho esto, entróse en el bosque, mientras que el pastor—no muy repuesto aun (le su asombro—contemplaba la flor que le entregara la diosa de los ojos verdes.

III

Ya los años han encanecido los cabellos de Pedrín, é indudablemente acertó en su juventud al afirmar que el que se casara con Marcela se casaba con la propia felicidad.

¡Ningún marido más venturoso que el pastor!

Para gozar de esta ventara, ¡cuán rudo y tenaz el empeño en conquistarla!... Ya triunfador, para conservarla, siguió luchando contra todas las vicisitudes inherentes á la vida. No desmayó nunca ni le abatió el infortunio: la vista de la flor que le entregó la hermana del Sueño y de la Muerte centuplicaba la energía en la lucha por los ideales de su existencia.


Comprendía Pedrín que era llegada su última hora, y no obstante, con sus manos calenturientas apretaba la flor á la cual debía su ventara: la apretaba en la Arme creencia de que le infundiría fuerzas para luchar con lo invencible.

Una noche, la última que el espíritu había de permanecer encerrado en la mísera cárcel corporal, Pedrín exclamó con acento que pintaba su angustioso estado de ánimo.

—¡Dios mío, si pudiera yo ver á la que me entregó esta flor maravillosa!...

Al acabar de pronunciar estas palabras, presentósele la deidad tal como él la conoció en el bosque.

Y sentándose al borde del lecho y tomando una de las manos de Pedrín le dijo:

—Es ya hora de que mi hermana la Muerte dé sosiego perdurable á tus ambiciones y deseos... Durante tu vida te he sostenido y alentado en cuanto intentaste realizar... Ahora esa flor que retienes en tu mano sólo ha de servirte para hacer más feliz tu tránsito al mundo de la bienaventuranza eterna.

Pedrín, al oír esto, suspiró, y mirando con ojos extraviados á su interlocutora, repuso:

—Perdona esta curiosidad de última hora: ¿quien eres tú que tanto bien me has hecho en mi peregrinación por este valle de lágrimas?...

—¡Fíjate bien en mis ojos: ellos te dirán mi nomhre!

¡La Esperanza!—exclamó Pedrín apretando convulsivamente entre sus manos las de la diosa de los ojos verdes.

No hay mal…

Las horas impuestas por la moda para el baño ó el paseo en la playa entreteníalas la aristocrática tertulia de damas y de caballeros que se establecía á orillas del mar, en animado charloteo en el que se referían y comentaban las noticias recibidas particularmente de la Corte ó recogidas en los periódicos. Tales referencias y comentarios eran como entremeses en el banquete de murmuración; el plato más fuerte y sabroso ofrecíalo la crónica de lo que ocurría ó presumían los maldicientes que había ocurrido, ó debía de ocurrir en la colonia veraniega.

El diálogo languidecía en aquella mañana por haberse agotado los temas de conversación: alguno de los contertulios disimulaba, lo más discretamente posible, un bostezo de aburrimiento.

En tal oportunidad llegó al mentidero Manolito Velalcázar de Iznaque, uno de los más renombrados sportsman, y también uno de esos afortunados mortales que saben todo lo que se guisa en casa del prójimo.

Después de saludar á la ilustre concurrencia, dijo coa tono enigmático, como el que propone la solución de una interesan te charada:

—¿Saben ustedes la gran noticia?... Miráronse los contertulios, como avergonzados de su ignorancia.

Velalcázar sentóse en un «cesto», y recogiéndose parsimoniosamente los pantalones de lienzo crudo, recién planchados, prosiguió, gozándose en la ansiosa curiosidad que había despertado en el auditorio.

—No es fácil que la conozcan ustedes, porque hasta ahora sólo hay aquí dos personas que estén en el «secreto del sumario»: el director del Eco de esta ciudad y un servidorito: el director acaba de recibirla telegráficamente de su corresponsal en Madrid, y yo la he sabido de labios del director, y... y...

—¿Y qué es ello?—interrumpió, un poco impaciente con el pesado exordio, una respetabilísima dama que se moría por averiguar todo lo que no la importaba.

—¿Se acuerdan ustedes del Conde del Romelloso ó de Pepito Oliván, como le llamamos todos?

Los del mentidero contestaron afirmativamente, por serles harto conocido el citado personaje.

—¿Y qué le pasa á ese calaverón?...—preguntó el general Gómez.

—Habrá hecho alguna tontería de las suyas, ¿verdad?—indicó una damisela escuálida y melancólica, que se entretenía en trazar rayas sobre la arena con la contera de la sombrilla.

—¡Cuente usted, Velalcázar, cuente usted, y por favor sáquenos de este afán en que nos ha puesto!—suplicó Pura Valdecilla, una mujer encantadora, madre de un precioso chiquillo, dedicado en tal momento á la magna empresa de abrir un canalito en la playa.—¿Qué le ha ocurrido á Pepe Oliván?...

—Señores—dijo gravemente Velalcázar,—Oliván se encuentra á estas lhoras veraneando en el Abanico, ó para mayor claridad, en la Cárcel Modelo de Madrid.

Hubo una pausa, que trajo el estupor producido por la deplorable noticia.

—¡Qué horror!...

—Pero ¿es cierto?...

—Si el que mal anda...

—¡Verse en la cárcel un hombre de su abolengo!...

—¿Y habrá sido á consecuencia de...?

—¡De una estafa!—atajó Velalcázar, cortando los incisos su negocio sucio y feo: falsificación de documentos públicos, trescientas mil pesetas birladas á una respetabilísima casa de banca, y la policía que ha cazado á los birladores, entre los que se encuentra Oliván como el alma de tal fregado. ¡Un escándalo horroroso!...

—Señores, es inaudito el estado social en que nos pone la desaprensión de esos desdichados que, atropellándolo todo...

Hubo de interrumpirse quien tal decía, un panzudo senador por derecho propio, atacado de pertinaz verborrea. Los de la tertulia, incapaces, ni aun por el bien parecer, de aguantar el discursito con que les amenazaba el patricio, hicieron un mutis rápido.

Quedáronse solas Pura Valdecilla y Paz Zembruno.

—No nos vamos nosotras también?—advirtió esta última.

—Sí, ahora; espera un poquito...

—Pero ¿qué te pasa, mujer, lloras?—preguntó sorprendida y angustiada Paz, que sentía por Pura un afecto casi fraternal.

—Sí, lloro de pena y de alegría al mismo tiempo. ¡Ya ves qué contrasentido!—replicó Pura.

—Pero ¿por qué?... ¡Explícame! Supongo que no te hará llorar lo que acaba de contarnos ese majadero de Velalcázar.

—Pues, sí, precisamente lloro por lo que ha contado ese majadero. De pena, por Oliván, de alegría por mí.

—Chica, perdona; pero sigo sin descifrar el enigma.

—Ese... desventurado fué mi primer no vio.

—Desapareció el enigma.

—Y yo, que le quise con todas las veras de mi alma, y pensé que él era el único hombre que haría mi felicidad: siempre pensamos lo mismo de nuestro primer novio. Á una circunstancia fortuita, que parece cosa de comedia, ó mejor aún, de sainete, debo el que á estas horas no llore yo, como mujer suya, la vergüenza de verle en una cárcel, igual que un ladrón. ¿Puedes tú figurarte nada más horrible, ni más triste, ni más deshonroso que esto que ha podido ocurrirme?...

—No, nada; sobre todo en mujeres de nuestra clase.

—Sí, tienes razón, porque aun cuando la desgracia es la misma en todas las clases, en la nuestra el orgullo de raza la centuplica. Pero, volvamos á mi historia. El lance que ocasionó la ruptura de mis relaciones con Oliván fué cómico. Figúrate que por una de esas terquedades de niña mimada me puse «de monos» con Pepe. Como él realmente sentía hacia mí nn afecto sincero, trató de desagraviarme por todos los medios imaginables, y de que reanudásemos el noviazgo. Después de inútiles tentativas por su parte, me sentí misericordiosa y concluí por decirle, grave y solemnemente: «Si quiere usted volver á ser mi novio, ha de prometerme asistir al primer baile de la temporada en el Casino de San Sebastián.» Te advierto que el baile debía celebrarse ocho días después del en que yo hablaba á Oliván. No sólo me prometió, sino que hasta juró que, vivo ó muerto, acudiría á la cita.

Calcula mi impaciencia por que llegase el día aquel. Papá y mamá hicieron los preparativos de viaje en tal ocasión con una parsimonia para mí desesperante. La víspera precisamente del baile llegamos anochecido á San Sebastián. Nunca he dormido peor, ni he pautado una noche más intranquila que aquella noche pensando en la satisfacción de amor propio que iba á recibir, en la felicidad que me aguardaba en el Casino, porque aun cuando otra cosa fingiese á Pepe, yo le quería mucho, muchísimo... Pues bien, todas mis soñadas venturas convirtiéronse en agua de cerrajas...

—¿No asistió Pepe, verdad?...

—Sí, él sí; la que no asistió fuí yo: entre los dos se interpuso para siempre un mundo, un baúl mundo, y no es chiste, hija.

El mozo del hotel encargado de recoger los equipajes nos sorprendió al día siguiente con la desagradable novedad de que uno de los bultos que figuraba en el talón no había llegado. Al enterarme yo de que el bulto que faltaba era el del baúl en donde venían mis trajes, me quedé muda de espanto, como si me ocurriese la más inesperada é irremediable desgracia. Descompuesta, rabiosa, rogué á papá que fuese en persona á la estación, que indagara el paradero del baúl, que removiese á Roma con Santiago, que telegrafiase, si era preciso, al Presidente del Consejo de Ministros, amigo nuestro, para que recobrásemos antes de la hora del baile el mundo. ¡No sé las tonterías que dije! Papá, que es un bendito de Dios, fué á la estación y volvió al poco rato cariacontecido. «¿Y el mundo?» le pregunté con la ansiedad que es de presumir. «El mundo, hija—me contestó adoptando un tono trágico,


...sin cesar navega
Por el piélago inmenso del vacío.


»En serio, el baúl, según acaban de decirme los empleados, ó no ha salido de Madrid, ó le han dejado equivocadamente en alguna estación: en un par de días, lo menos, no tendremos noticias de dónde se encuentra.

Al oír esto lloré, pateé, sufrí un ataque de nervios, pensé morirme de pena, roe rebelé contra mi suerte, considerándome la criatura más desventurada de la tierra.

Pepe, á quien acababa de saludar desde el balcón, ¿qué diría de mí? Supondría que me burlaba de él, que era una casquivana; me enviaría á paseo, y muy bien empleado me estaría. Discurrí escribirle, pretextar una indisposición repentina; pero ¿adónde dirigirle la carta, si ignoraba su hospedaje? Asistir al Casino era también imposible: no me iba á presentar con lo puesto, el traje de viaje. Preparar en contadas horas uno adecuado para la fiesta, no había para qué pensarlo siquiera. ¡Dios mío, qué día más horroroso pasé!

—Comprendo que te disgustase lo que te ocurría, mujer; pero no era la cosa para tanto—observó Paz, que había seguido con gran atención el relato de su amiga.

—Sí, al fin, tragedia de chica, es verdad, pero ya sabes que yo soy muy vehemente é impresionable.

Además, algo intuitivo me decía que el no ir yo al Casino aquella noche haría que rompiese para siempre mis relaciones con Oliván. Y así fué. Pepe, cansado de esperarme, se entró en la sala del crimen, jugó todo cuanto tenía, y lo perdió todo, según supe por un amigo suyo.

Para olvidar la pérdida y el mal rato que mi ausencia le hizo pasar, fuése con unos amigotes de bureo á uno de esos cafés servidos por camareras. No sé tampoco la causa, pero sí sé que se armó un escándalo, que se llevaron á Pepe y á sus compinches al Gobierno civil, detenidos; que los periódicos locales contaron, exagerándolo, el lamentable suceso, diciendo quiénes eran los alborotadores.

Por vergüenza de todo esto, ó tal vez despechado por mi conducta, Pepe salió de San Sebastián, y yo, herida en mi amor propio, y con la impetuosidad de los pocos años, quise tomar el desquite, y no rechacé al primer pretendiente que se acercó á mí... y que un año más tarde era mi marido...

En vísperas de casarme supe hazañas de Oliván, y bendije, como bendigo hoy, á la Providencia, que nos salva de los mayores riesgos, proporcionándonos «contrariedades» como la que yo sufrí con mi baúl mundo...

Grandeza humana

I

Gartus era un fantasmón que se había adueñado del ánimo de sus súbditos como el diablo de las almas cándidas: aterrorizándolas.

«¡Noche nefasta aquélla!—contaban los padres á sus hijos, después de cerciorarse de que nadie sorprendería su relato.—Los elementos asolaban la tierra; llovía á mares, silbaba el huracán, tronaba el cielo y abríanse las nubes con ramalazo de deslumbrante luz. En tal noche, una horda capitaneada por Gartus, sorprendió la guardia de palacio y asesinó al rey, un pobrecito rey que se pasaba las horas muertas «ensayando la quiromancia. La horda habría sacrificado también á Albio, el príncipe heredero, si un viejo servidor no le pusiera en salvo huyendo con él á campo traviesa.» Gartus, después de afianzarse en el trono, contentó á los perdularios que le habían ayudado á su encumbramiento colmándolos de honores y riquezas.

De vez en vez producíale mayor espanto la vista de su corte formada por los cómplices suyos en el regicidio, y para ahorrarse temores fué poco á poco y de manera astuta eliminándolos del libro de los vivos; así, el crimen primero es la piedra angular sobre la cual la inquietud del asesino levanta inacabable pirámide de crímenes y horrores.

II

En los ratos que so veía solo, espantábase de sí mismo, de la sombra que proyectaba su cuerpo, y cualquier ruido hacíale temblar y con medroso recelo su diestra acariciaba el puñal que constantemente traía colgado al cinto.

Cerraba los ojos porque todo cuanto le rodeaba, muebles, tapias, armaduras, transformábanse para él en sores monstruosos que se agitaban con convulsiones epilépticas mientras repetían con voz trágica:

«¡Asesino! ¡Asesino!»

Y al cerrar los párpados, convertíase la oscuridad en que los ojos se sumían, en claridad rojiza que parecía inundar por dentro el cuerpo de Gartus abrasándoselo.

Juntaba las manos y veía en ellas la sangre de su rey.

Loco de terror, abría las ventanas de su aposento y asomábase á ellas extendiendo los brazos como si quisiera que el viento secase la sangre que obsesionaba su espíritu.

Con ojos saltones, con rechinamiento de dientes y descompasado ademán vociferaba una maldición. Y diera su reino y diera su grandeza por olvidar aquella noche terrible en que triunfó en su satánica ambición. Miraba envidioso al villano que atravesaba la campiña que al pie de un palacio se extendía, verde, esmaltada de flores silvestres, sobre las cuales las orugas, más felices que el rey, se aposentaban pacíficamente.

Desvelado é inquieto, Gartus revolvíase en su lecho de príncipe, hundiendo el rostro en la almohada para no ver la sombra fatal que llenaba todo su palacio, toda la ciudad, todo el reino. Para disipar tal sombra era preciso perder la razón ó la vida... Y á ésta queríala aún el miserable, en la esperanza de que el tiempo desvanecería sus terribles alucinaciones.

III

Nunca el reino estuvo más tiranizado, nunca más medrosos los vasallos.

Gartus parecía querer vengarse en éstos de la mortal angustia que continuamente le azoraba.

Por fuerza conquistó una esposa que era como rayo celeste personificado en una azucena.

El cielo, de donde vino, la redimió pronto del pantano en que cayera.

Gartus tuvo de aquel rápido matrimonio un hijo.

La primera vez que se lo presentaron envuelto en riquísimos pañales, sintió espanto indecible.

«¡Es el retrato de Albio!»—tartamudeó extendiendo las manos hacia el inocente para no verle.

No se parecía en nada el primogénito á aquel otro cuyo paradero se ignoraba; pero el remordimiento es un mago terrible é irónico que trueca á los ojos de sus esclavos la realidad de personas y cosas.

Gartus no quiso ver más á su hijo y le envió al cuidado de un chambelán á muchos cientos de leguas de la capital de su reino.

El terror le impulsaba á desterrar lo que más debía querer en el mundo.

IV

Amaba la tempestad porque parecía calmar aquella otra latente en su alma; gustaba del retumbar del trueno y del devastador soplo del huracán; éste le refrescaba las sienes ardorosas; aquél llenaba su oído de sonoridades que parecían ahogar la fatídica de su miserable grandeza.

Apoyados los codos sobre la balaustrada que cerraba el terrado de la real mansión, Gartus contemplaba embebecido las lúgubres sombras que por doquier le rodeaban: sombras qne, al rasgarse como tenues velos, dejaban ver, en el instantáneo lucir de un relámpago, la ciudad y el valle vivamente iluminados... Luego, corríanse otra vez los sombríos tules.

Caía á torrentes la lluvia, y Gartus, in sensible al agua que empapaba sus vestidos, aspiraba el olor á tierra húmeda con voluptuosidad jamás sentida al aspirar los perfumes que se quemaban en su palacio. Así visto, á la luz de los relámpagos, parecía una siniestra figura que sirviera de remate á los pilares de piedra de la balaustrada.

Permanecía inmóvil, frío, mirando con la atención de un vigía la ciudad que á sus pies dormía.

Sucedíanse sin interrupción los relámpagos, tableteaba el trueno y en los cóncavos valles parecía desgajarse la tierra; redoblaba la lluvia furiosamente sobre las piedras de la real mansión y las lagunas que formara en la campiña.

No, no era sueño; había oído cerca de sí una voz que le llamaba. Y enseguida sintió posarse sobre su espalda una mano.

Volvióse rápidamente entre airado y medroso, y al ver ante sí á un joven que respetuosamente le hacía una reverencia, so estremeció, y alzando los brazos al cielo gritó con espanto:

—¡Albio!... ¡Huye!...

Los ojos parecían querer saltársele de las órbitas.

—¿Qué dices?—replicó el intruso.—Yo no soy Albio... Soy tu hijo y vengo á salvarte.

—¿Salvarme?... ¿Mi hijo?...

—Sí; escucha: Desde niño he vivido alejado de ti... No te conocía... He preguntado muchas, muchísimas veces al servidor que pusiste á mi cuidado quién era mi padre, y me contó que un rey poderoso, pero de carácter sombrío, adusto... Quise conocerte? mas el servidor me rogaba esperase tu venia para regresar á palacio. Esperé un año y otro y otro, y no pudiendo resistir ya más el deseo, huí... La providencia hizo que en el camino tropezara con otro viajero joven como yo. Hablamos largamente, simpatizamos, creció entre nosotros el afecto, y una noche en que hicimos alto en una posada, t í que en ella era esperado mi amigo por unos cuantos señores... Ni ellos me cono, cían á mí ni yo á ellos... Quise retirarme; pero mi camarada, al que nunca dije quien yo era, me rogó asistiese á la reunión que tal vez fuera útil para la realización de los acuerdos que en ella se tomasen... Y fui oyente, ¡con horror lo confieso!, de lo que nunca quisiera haber oído. Los señores que había en la posada eran nobles desterrados por ti al ocupar el trono, y mi compañero de viaje, Albio, el hijo del buen rey á quien tú asesinaste, padre.

El joven hizo pausa en su relato.

Gartus respiraba trabajosamente.

—Y en esa reunión... ¿se acordó?...—dijo sin atreverse á terminar la frase.

—M atarte, como tú mataste á Gorio.

Aquellas lúgubres palabras anonadaron si. Gartus; pero repuesto de la emoción, se llevó las manos á las sienes, que parecían querer saltársele, y exclamó con voz cuyo eco dominó los de la ruda tempestad:

—¡Matarme!... ¡Imbéciles!...

—No perdamos el tiempo—indicó con impaciencia el mensajero—. Pronto llegarán aquí los enemigos...

—Los recibiré, y ¡por Dios! que han de, tener un inesperado recibimiento—replica con calma aterradora el rey.

—¿Qué intentas?

—No lo sé; algo horrible que me resarzá en parte de las amarguras que el reinar me cuesta... Porque nadie en el mundo puede sospechar el animal torturador que en mí vive... Hijo, tú solo vas á saberlo... Constantemente siento aquí, dentro del pecho, como nido de arañas que no me deja reposar... En mi cabeza parece estar oculto un mazo de hierro que golpea á todas horas la frente, el cráneo... Mis súbditos me odian y yo los odio también, porque la grandeza mía vale menos que la miseria del último de ellos... No vivo, no sosiego... En nada encuentro goce... El sol se me antoja un círculo negro, y sus rayos al tocar ea mí queman mis carnes... Loo en los ojos de todos un anatema, y las sonrisas, aun las más inocentes, las tomo como muecas irónicas á mi grandeza... Y es que la grandeza mía viene á ser playa constantemente cubierta por la ola del crimen.

—¡Huyamos!—insistió el joven con acento de súplica.

—¿Oyes?—advirtió el rey.

—Sí.... gente se acerca.

—Ya están ahí. Vienen á prenderme.

—Ocultémonos...

El ruido de pasos hacíase á cada momento más perceptible.

—¡Padre!—gritó el joven corriendo hacia Gartus, que intentaba saltar al abismo.

—¡Voy á buscar el descanso!—exclamó con voz ronca el tirano.

Al llegar el hijo á la balaustrada, resonó un ¡ay! de imponderable angustia, dominando por un instante el fragor de la tempestad...

El viejecito del «Heraldo»

I

Aquella noche no oímos en la calle la voz para nosotros tan conocida del pobre viejecito del Heraldo.

—¿Qué le pasará?—nos preguntamos sorprendidos.

En los muchos años que llevaba trayéndonos el periódico no había faltado ni una sola noche.

¡Y eso que algunas eran bien crueles!

Ni la nieve ni la ventisca atemorizaban al viejo que, invariablemente, á las nueve y media, lo más tarde á las diez, dejaba oír su vocecita asmática, trémula, corriendo á lo largo de la calle:

—¡El Heraldoool...

En la última sílaba encajaba una nota aguda, prolongada, que era como un trémolo lamentable.

Oíamosle subir la escalera todo lo más deprisa que le permitían sus cansadas piernas, resoplando fatigoso; tiraba del llamador, y al abrir la puerta destacábase en el pasillo su figura simpática y humilde: debía de tener mucho frío á pesar de la capa en que se envolvía: una capa pardusca que casi le llegaba á los muslos, con los embozos de paño deshilachados y grasientos; una bufanda de color indefinible rodeaba su cuello, y entre la bufanda y un sombrero hongo deformado, antiquísimo, que se le hundía hasta el cogote, veíasele la cara rugosa y escuálida, con el bigote canoso, encrespado, y en los ojillos una mirada de suprema melancolía.

Sonreíase siempre que entregaba el ejem piar del periódico, murmuraba un «hasta mañana» y se iba, resonando al poco tiempo en la calle su vocear trémulo, que se repetía dos ó tres veces, cada vez más débil para nosotros, hasta que concluíamos por sólo oír muy lejana la nota final, aguda y prolongada del pregón.

El no oír éste en aquella noche llegó á preocuparnos: en el azaroso trajín de la vida, había concluido por sernos á todos los de la familia muy simpático el viejecito del Heraldo.

II

Ni á la noche siguiente á la de su falta ni en otras muchas noches consecutivas vimos al pobre hombre: supusimos se encontraría enfermo, ó tal vez, sintiéndose achacoso en demasía, habríase retirado del ajetreo aquel de vender periódicos.

Cierta noche entró la criada en el comedor diciendo que una niña como de doce años, vestida de negro, deseaba continuar sirviéndonos el periódico.

—Según parece, es la nieta del viejecito,—nos indicó la fámula.

—¡Que pase!—la ordenamos.

Al poco rato una vocecita de timbre melodioso preguntaba desde la puerta del comedor:

—¿Dan ustedes su permiso?...

—¡Adelante, niña!

Entró en la habitación una muchachita que más que nieta de un vendedor de periódicos parecía hija de un aristócrata: fina, elegante y esbelta era su figura, como el alabastro su cutis, delicado su rostro que encuadraba el pañolillo que cubría su cabeza y por el que se escapaban rebeldes los rizos de sus áureos cabellos.

—Muy buenas noches, señores—dijo bajando los ojos y encendiéndosele las mejillas como avergonzada.

—¿Y el abuelito?—le preguntó cariñosamente—; ¿qué le pasa?

La chiquilla suspiró con tristeza, y sin responder palabra fijó en mí sus ojos y los vi anegados de llanto.

Comprendí entonces el dolor de la pobre y callé: confieso que soy de los que enmudecen y se anonadan ante el dolor ajeno.

—¡Pobre abuelito mío!—musitó la niña.

—¿Le querías mucho, verdad?...

—¡Más que á nadie!

—¿Más que á tus padres?...

Volvió la niña á enmudecer y á suspirar penosamente: de sus ojos se escaparon dos lágrimas, que como dos gotas de agua resbalaron por las rosas de sus mejillas.

«¿Habré sido sin querer indiscreto?—reflexioné apesadumbrado.—¿Habré despertado una nueva aflicción en esta alma inocente?...»

Aquí llegaba en mi mudo soliloquio; la nena, refregándose los ojos con el dorso de la manga, murmuró bajito, con dejo amargo, sombrío:

—Yo no tengo padres...

—¿Se han muerto?...

—Mi madre, no; mi padre, ¡no sé quién es!—replicó encogiéndose de hombros.

—¿Y vives sola?

—Ahora sí... ¡Sola!... Antes tenía á mi viejecito.

—¿Y cómo es que no vives con tu madre?...

—¡Porque no!—replicó valientemente la nena con acento que temblaba como si sintiera miedo ó asco invencible.

Cambió de tono, y con frase pintoresca y desaliñada prosiguió, cual si tuviera ansia de volcar de nna vez todas las desdichas que, como nubarrones, oscurecían el rosado cielo de su espíritu infantil.

—Mire usted, señor: el abuelito me ha contado muchas veces, que la culpa de todas nuestras penas la tenía mi madre... Y así debe ser; el pobre, siempre que decía esto lloraba como un cbico... Porque no me fáltese á mí nada, salía todas las noches á vender El Heraldo... Por el día, estaba al cuidado de una bolera que hay en el paseo de Areneros... Y luego, por la noche, á correr todo Madrid con el periódico á cuestas... ¡Una vida muy perra! ¡Y todo por mi madre!...

Hizo alto la niña en su relato, como si temiera haberse aventurado en él más de lo que quería, y yo, para alentarla, excitaba mi curiosidad, hube de repetir insidiosamente:

—¡Y todo por tu madre!...

—Mi abuelo, antes de yo nacer tenía una tienda de vinos que era una de las mejores de Madrid... Se ganaba en ella mucho dinero... De la noche á la mañana abandonó mi madre la taberna... Mi abuelo creyó volverse loco del disgusto. Traspasó la tienda y se dedicó á hacer viajes á Barcelona, á París, á todos los sitios donde creía encontrar á mi madre... Al cabo de ocho años, y cuando ya la daba por muerta, supo que estaba en Madrid. No se me olvidará nunca la vez primera que vi al abuelo.... ¡y eso que yo era aún muy niña, tendría poco más de seis años!... Entró en casa de mi madre, una casa muy bonita, con mucho lujo, que parecía un p a lacio como el de esos señorones de la aristocracia... Al ver al abuelo, mi madre dió un grito muy grande... El abuelo sacó un revólver, y yo, llena de miedo, llamé á Juan, uno de los criados que teníamos... Mi madre se arrodilló á los pies del abuelo.... y no sé más... Es decir, sí: que sonó un tiro, que vino Juan, que sujetó al abuelo, que ttii madre cayó tendida sobre la alfombra, y que yo salí de casa de mi madre en brazos del abuelo, que me estrechaba mucho contra su pecho, y que me besaba, me besaba, mientras que yo, muy asustada, le decía llorando que me llevase donde mi madre.. Y desde aquel día no hemos vuelto á verla, es decir, noches antes de morir el pobre, cuando volvió de vender El Heraldo, me dijo: «Acabo de ver á tu madre... Iba en un coche... He corrido detrás, pero los caballos corrían mucho más que yo... ¡Si no estuviera ya tan viejo ni tan achacoso!...»

Y al decir esto, la niña, mirando recelosamente en torno suyo, murmuró con acento de triste convicción:

—Para mí que esto ha adelantado su muerte.

—Y si tu madre te encontrase, ¿qué harías?—pregunté resuelto á sondear el fondeode aquella alma pura.

—Si mi madre me encontrase—repitió confusa la muchacha—, ¿qué haría? ¿Qué iba á hacer?...

E interrumpiéndose un momento, concluyó diciéndome con energía impropia en sus años, con timbre de voz en que vibraba salvaje dignidad:

—¡Nada, señorito!... ¡Seguiría vendiendo El Heraldo, como si tal madre tuviese!...

Pues señor…

I

Érase que se era un hombre tan pobre que no tenía un céntimo, ni poseía cosa mejor que un traje todo girones, remiendos y corcusidos.

El hombre, por las mañanas, al levantarse del montón de heno que le servía de cama en lo hondo de una cueva, preguntábase invariablemente con inquietud de sobra justificada:

—¿Comeré hoy?...

Salía de la cueva é íbase á la ciudad, en donde se dedicaba á recitar con voz de hambriento, que es la voz más sombría y cascada que se conoce, romances, en los cuales se contaban maravillas de Eoldán, Gaiferos, Blancaflor, Merlín y Aladino: gente sí reunía el pobre hombre, que nunca faltan desocupados que con tales historias se queden boquiabiertos; lo que no reunía era un solo perro chico con que remediar su infelicísima suerte. Discurría socarronamente el concurro, que no debía necesitar de su auxilio quien se pasaba la vida entreteniéndole con tan fantásticas coplas, y Basilio—así se llamaba el malaventurado y parlante romancero—si quería comer tenía que mendigar las sobras de los hartos y blandos de corazón.

Parientes no se le conocían á Basilio, así como tampoco mujer alguna que con él compartiese su mísero destino.

Y no obstante, el mendigo, cada vez que recitaba en sus romances amores más ó menos extraordinarios, endulzaba la voz y en los ojos brillábale un deseo jamás confesado ni nunca satisfecho.

Si alguna pareja de novios se detenía en su corro, la miraba entre hosco y complaciente.

—¿Por qué no te casas?—hubo de preguntarle uno de tantos prójimos como en el mundo se desviven por averiguar lo que nada les importa.

—Eso no reza conmigo—replicó el hombre suspirando.

—¡Que! ¿No te gustan las mujeres?...

—¡Muchísimo!...—afirmó Basilio con vehemente sinceridad.

—Entonces...

—Yo no encontraré jamás una mujer que me quiera, porque jamás la he de buscar.

Y viendo retratada la mayor sorpresa en el rostro de su interlocutor, añadió con enérgico acento:

—Los pobres no tienen derecho á casarse, porque por un egoísmo propio hacen desdichada á una mujer y preparan la infelicidad de unos hijos amasados entre hambres é infortunios...

II

Pues señor...

La vieja le da al huso, y el que á mí me contó esta peregrina historia me juró que sus palabras eran evangelios, y yo, que más peco de cándido que de suspicaz, creí el caso, lo retuve en la memoria, y sin entrar en disquisiciones, prosigo con mi cuento.

Un triste dia de Noviembre, en que el agua de los cielos caía á cántaros sobre la covacha que servía de albergue á Basilio, encontrábase éste tumbado en un montón de heno, pensando en las múltiples injusticias que en el mundo son y han sido y en las irritantes diferencias que dividen á unos seres de los otros, en la ridícula escala social en que se colocan arriba, no siempre los más buenos ó inteligentes, sino los más osados ó más ricos.

Por esto él—Basilio Gómez—veíase como se veía, durmiendo bajo la negra bóveda de una covacha poblada de reptiles, mucho más afortunados que el hombre, puesto que satisfacían liberalmente sus necesidades sin sufrir humillaciones ni recitar romances en la plaza pública.

Metido en tan hondas cavilaciones, llegó á quedarse dormido el romancero y acaso por tener débil la cabeza (que no ha de tenerla muy firme quien se ve forzado á ayunar la mayor parte de los días) soñó con lo que muchos—mejor alimentados—soñamos despiertos: con grandezas y bienandanzas que crea la inquieta y loca fantasía.

Soñó Basilio que por arte de magia trocábase su covacha en espléndido palacio; su haraposo vestido en regia vestidura; el bosque en ciudad, de la cual él era soberano; el día frío de Noviembre en resplandeciente de Mayo, y 1» lluvia en seductor tintineo de copas de Bohemia, con las que en pleno festín brindaban «sus» vasallos por su ventura y la del reino en la solemne ocasión de su enlace con una bellísima princesa.

Las voces de los cortesanos y el chocar de las copas quebró el hilo del venturoso ensueño. Basilio despertó azorado, y refregándose los ojos, bostezó lo más villanamente posible. Al dirigir una mirada en torno suyo, quedóse ni más ni menos que 8i viese visiones. Despierto continuaba dormido, es decir proseguía la maravillosa transformación.

El heno que le servía de cama habíase trocado en lecho suntuoso, la covacha en alcoba ornamentada con Injo asiático... y á la cabecera de la cama, ¡oh prodigio!, vió una mujer más bella aún que la princesa del sueño.

Estupefacto, después de recorrer coa ojos de miedoso asombro cuanto le rodeaba, quedóse fijo en la contemplación de aquella mujer, que, en silencio, también le contemplaba con ojos de esclava amante que vela el sueño de su señor.

Y como si quisiera Basilio desvanecer lo que seguía creyendo aún una pesadilla, balbuceó no sé qué frase, y la mujer vino cerca de él, y él, para cerciorarse de que no trataba con un espíritu, palpó las desnudas espaldas de la beldad y sintió el contacto tibio de la carne y aspiró inenarrable vaho como si el cuerpo aquel estuviese formado de rosas. Hundió sus dedos en las finísimas hebras del espléndido cabello que caía ondulante con reflejos de oro sobre el nácar de las espaldas, y sintió como si hundiese la mauo en un copo de seda.

La encantadora mujer, como atraída por el afanoso mirar de Basilio, tendióle al cuello sus brazos y su boca puso en el rostro del maravillado romancero un beso que parecía un acorde musical, lánguido, apasionado, enervador...

¡El primer beso! ¡La primera caricia que el hombre recibía en su vida exenta de cariño! ¡El beso amoroso más enloquecedor en la realidad que él pudo fingírselo en su ansia de mendigo.

—Dime, mujer—tartamudeó—, ¿quién eres? ¡Cuéntame si todo esto es una pesadilla, si mi razón se ha extraviado ó si sueno despierto!

—No sueñas—replicó la misteriosa beldad.—La Fortuna pasó esta mañana cerca de tu cueva, y al conocer cuanto en sueños anhelabas, quiso que gozases de las venturas que gozan los mortales que tú envidias.

Nada ha de faltarte en este palacio y tendrás todo lo que ansíes, porque para la Fortuna nada hay irrealizable.

III

Milagro será que tanta maravilla—refunfuñarán los que se la dan de advertidos pasándose de listos—no acabe en que el afortunado romancero goce una existencia más dichosa que la que en el séptimo cielo pretenden gozar los adeptos de Mahoma.

Pues no, señor; nada de eso.

Basilio sí fué feliz hasta que el espíritu y el cuerpo quedaron ahitos de tantas bienandanzas, pero llegó un día en que el hombre bostezó lo menos políticamente posible ante la bella mujer que le deparó la Fortuna.

Otro día sintió terrible hastío de oír las músicas y de ver las danzas que de continuo había en su palacio; otro día, en flu, halló los manjares insoportables y encontró su lujosa mansión lo mismo que debe encontrar el pájaro del bosque la dorada jaula en que le mima su dueña.


No hace mucho tiempo ví á Basilio en la plaza de la ciudad, recitando, como en sus pasados días, un romance en que se describía la sugestiva y melancólica historia de los amores de Blancaflor.

Pero Basilio no mira ya hosco á los novios, ni en su covacha siente los deseos de placeros y grandezas que en época anterior ensombrecían su espíritu.

A los que en su presencia encarecen la vida de los ricos, les dice con irónica amargura:

—¡Psh! Para soportar esa vida es preciso haber nacido en ella... Los pobretones que de repente gozan de todas las dichas—no tantas como suponen los desgraciados que han de gozarse—son como hambrientos invitados á un banquete... ¡Se dan hartazgo de todo y acaban por aborrecer los más suculentos y delicados manjares!

Cuento de Nochebuena

Es la noche blanca; el cielo tiene el color de la azucena, y la luna, al enviar su beso de luz, arranca suaves reverberaciones de plata á la nieve que cubre la tierra y viste los picachos de los montes.

Quietud solemne y augusto silencio en los campos; clamoroso zumbar de colmena en la ciudad. Hay sones pastoriles en sus calles, que recorren las turbas de muchachos con regocijada greguería, anunciando, con el rataplán de sus tambores y sus frescas y puras voces infantiles, que es la Gran Noche, la noche de los recuerdos melancólicos del hogar, noche bendita, en la que ha siglos una estrella, bogando como lágrima de oro por el tul de los cielos, anunciaba á los hombres que Aquél que es todo amor les libraba de las cadenas del pecado original.

Noche alegre: noche venturosa. La muchedumbre, como ejército de hormigas, invade las calles de la ciudad, que rebosan ruido y algazara; entra en las tiendas, se para en los puestos de los ambulantes, y se provee de vituallas de boca. Hay que celebrar la Gran Noche como suelen celebrar sus fiestas los humanos, que si no se dan hartazgo de comer y de beber, creen que no se divierten.

Yo, pobrecito de mí, lejos de mi patria, extraño en la ciudad, discurro por sus civiles con un maltrecho violín bajo el brazo. No alegra mi bolsillo el tintinear de las monedas, ni mi espíritu la esperanza de poseerlas, para llevar á mi hogar, mísera boardilla, no ya las chucherías y fililíes gastronómicos que veo en los escaparates y en manos de la mayoría de los transeúntes, sino la parca colación de los menesterosos.

Como los vagabundos, camino al azar, nunca más solo y triste, con mayor angustia ni más desamparado, que entre esta multitud que se codea conmigo y me hace oír sus charlas y sus risas, que se muestra gozosa sin parar mientes en el pobre hombre que con su violín bajo el brazo tiembla de frío—que es harto liviano el traje para la helazón de la noche.—También tiembla mi espíritu como débil llama sacudida por el viento: dos seres idolatrados, mis grandes amores, me esperan, y al pensar en mi Laura y en mi Julia, mi mujer y mi hija, siento el espanto trágico del que se ve forzado á sucumbir ante el Destino, inexorable, fatal.

¡Noche hermosa y de encanto, noche consagrada á los más puros afectos del alma! ¡Cuántas pasé gozoso, rodeado de todos los beneficios de la riqueza y de todos los honores del más elevado linaje! Al lado de estas buenas gentes paso yo como sarcasmo viviente de la loca fortuna. Ignoráis, felices burgueses y regocijados menestrales, quién es el pobre diablo que como sombra dolorida se cruza en vuestro camino. Si lo supierais, acaso temblaríais al apreciar la inestabilidad de las humanas grandezas: el astroso violinista callejero fué, en 8U patria, prócer ilustre á quien la envidia y codicia de sus iguales en nobleza y poderío, la debilidad del monarca y su mala suerte llevaron al destierro. En su ruina sólo salvó honra y vida. Al verse en tierra extraña, sin recursos, sin amigos, hubo de utilizar sus aficiones musicales para defender su existencia y la de los suyos, tocando el violín como uno de tantos rascatripas vulgares y adocenados.

No hallé puesto en la orquesta de ningún teatro de la ciudad, fui desdeñado de los músicos ambulantes, y tuve que ejercer mi arte como un mendigo, haciendo sonar en calles y plazas minuettos y gavotas, la música preferida de los honrados ciudadanos. A veces, no sé qué espíritu maléfico hacía temblar mi diestra, y el arco temblaba sobre las cuerdas, que gemían en lo más alegre de las canciones, ó bien crispábanseme los nervios y del alma del violín surgía una nota seca, estridente, como un alarido.

Vida de ruindades, ahogos y desventuras. Eendido de cansancio, después de rodar todo el día por las calles, retornaba á mi boardilla, y la hiel recogida en mi calvario, pidiendo con mi violín como mendigo vergonzante una limosna, la endulzaban los besos de mi mujer y de mi hija.

Nos sentábamos á la mesa con la ecuanimidad que á la de nuestro palacio, y aun nos acariciaba consoladora la ilusión, Nuestro éxodo tendría pronto y feliz término: el rey reconocería la injusticia cometida conmigo, y, al volverme á su gracia, volvería yo á ocupar mi puesto en la Corte, y se me reintegrarían bienes y honores.


* * *


—¡No! No me decidía á retornar á mi casa requería desesperadamente mis bolsillos y no encontraba en ellos ni una sola moneda. El día había sido negro para mis propósitos: las notas de mi violín no llegaron al corazón de mis prójimos ni á sus bolsas.

Soberbia, tontería, vanidad, como gustéis, pero mis labios se negaron á pedir limosna. Desfallecido, mustio física y moralmente, seguía caminando por las bulliciosas calles, fiando sólo en el misterioso azar la solución del desconsolador problema que los hados adversos me planteaban.

Ya era bien entrada la noche; la muchedumbre iba desapareciendo; las tiendas apagaban sus luces; en el interior de las casas sonaban tambores y panderetas, voces de hombres y de mujeres que entonaban los cánticos de tal velada; de las viviendas de los ricos salía un tufillo azaz grato é inquietante para narices de hambrientos. Pronto hallaríase todo cerrado en la ciudad, y en todos los hogares se celebraría la fiesta, y á la mesa sentaríanse gozosos viejos y jóvenes, ricos y pobres.

Y en mi hogar...

Ni la buena hada ni el mago portentoso de los cuentos azules de encanto surgía para remediar mi desdichada suerte; tampoco—por ser cristiano y caballero—podía en mi desesperación vender, como en otros tiempos la vendían los malaventurados, mi alma á Lucifer. Sobre que estas ventas sólo se realizaban en los cándidos siglos del rey que rabió; en éstos de incredulidad, el señor diablo, de sobra escamón, no aceptaría el ofrecimiento ni aún dándole dinero encima.

Las ideas mas negras invadían mi cerebro como invaden las nubes un cielo tormentoso. La fiebre encendía mi frente y mis papilas, que debían de brillar como las de las fieras acosadas por el hambre, al olatear una víctima. Contra mi pecho apretujaba yo el mísero violín, cuya caja reseca crujía al recibir aquel abrazo de desesperación. Llegué á renegar de mi falta de valor y de osadía; otro hombre, sin los prejuicios de clase que ligaban mi voluntad, plantearía el dilema sin titubeos y lo resolvería ó por la astucia ó por la fuerza. Y yo, en cambio, sin resolver nada, sumido en un mar de temores y de distingos, dejaba transcurrir el tiempo sin agenciarme el pan de aquella noche, la noche del no en la que el hambre es más cruel y sarcástica.

¿Qué hacer, Dios mío?...

Quejumbroso chascó mi violín, y aquel chasquido me inspiró una solución.

Miré en derredor mío y á lo largo de la calle y sonreí amargamente.

La casa de un judío no estaba lejos. Resueltamente me dirigí hacia el antro en donde los sones de la Nochebuena no hallarían eco en el corazón de sus habitantes.


Salgo de ver al judío, un hombre huesudo, alto, pálido, de luengas y canosas barbas, tocado con un gorro de terciopelo rojo, embutido en una bata de tela auténtica de Damasco y en babuchas recamadas de oro, un judío de veras, que al oír mi proposición se ha sonreído burlonamente, y desdeñoso, señalándome la puerta, ha replicado:

—Id, buen hombre, en paz con vuestro cascajo: aquí sólo se compran stradivarius ó violines de firma.

Y ¿lo creeréis?... He salido de la tienda con mi violín bajo el brazo y apretujando en mi diestra una onza de oro que quema mi epidermis como un ascua.

¿Que como se ha realizado tal portento?... Escuchad... Ha sido cosa de un instante... Al oír la desconsoladora réplica y ver por tierra mi única esperanza, sentí nublárseme los ojos cual si pasara una oleada roja. Como si mi alma de caballero recibiese un latigazo, sentí un loco deseo de caer brutalmente sobre el judío... Paralizó mi ireflexivo movimiento el destellar, para mí harto irónico, de unas monedas de oro, viejas doblas y onzas apiladas en un platillo que el judío tenía sobre una arqueta de ébano en la que apoyaba su cuerpo... Voz suave y dulce de mujer sonó en los interiores de la tienda como si preguntara algo... El judío volvió la cabeza hacia donde le llamaba la voz, y en su lengua contestó no sé qué... Mi mano prócer, con ligereza de fullero y osadía de ladrón, cogió una de aquellas monedas...

Humildoso, la cabeza al pecho, murmurando hipócritamente: «Buenas noches», me dirigía á la puerta de salida, cuando tornó el judío sus ojos hacia mí.

¡Soy un ladrón! Me maravilla y sorprende la facilidad con que he ejecutado el robo... ¡Cosa más fácil!...

La moneda que aprisiona mi mano signe quemándome la epidermis; llevado del miedo me he internado presurosamente en sinnúmero de calles, tembloroso, azorado, cubierto de sudor frío, queriéndoseme saltar el corazón... Seguramente me persiguen; el judío, los jueces, la gente de justicia, la ciudad entera, Tienen á mi alcance. Resuena en mis oídos el terrible clamo reo de una muchedumbre que da caza á un criminal... No puedo más; me ahoga la emoción: me detengo en mi camino, vuelvo la cabeza y falta poco para que caiga de rodillas en acción de gracias á la Providencia...

La calle está solitaria, nadie me persigue. Entro en la primera lonja que hallo al paso, y la moneda de oro, que quema, pasa de mis manos, nunca más pecadoras que entonces, á las del comerciante, el cual, después de empaquetar no sé cuantas vituallas de boca que pide la mía con prodigalidad de menesteroso, hace sonar sobre un trozo de mármol el áureo redondelito, me mira y yo tiemblo de espanto, ¿Leerá en mi cara la felonía que he cometido?...

¡No! El buen hombre guarda la moneda, me da no sé cuantas de plata, recojo los paquetes y salgo de la lonja ya más tranquilo y confiado.


* * *


—No sé qué historia he fingido á mi mujer y á mi hija para justificar el sinnúmero de cosas de que soy portador.

—¡Qué gran noche nos espera!—exclama la madre, y Julia afirma, acolgajándose á mi cuello:

—¿Y decías tú que íbamos á pasarlo tan mal?... ¡Cena de príncipes!... ¿Ves, padre, como Dios no nos desampara?...

Hago esfuerzos inauditos para disimular la inquietud que experimento: cualquier ruido en la calle ó en la vecindad me llena de sobresalto.

Laura y Julia han preparado la cena, suculenta, digna de príncipes, más sabrosa, según afirman, que la que en tal noche nos servían en nuestro palacio.

Con risas aderezan este banquete, al que asisto acongojado, mintiendo alegría: el caballero está inconsolable al encontrar dentro de sí al rufián que roba como aventajado discípulo de Monipodio: sólo encuentra una leve disculpa á su alevosa acción con el gozo que proporciona á las damas de sus amores, ricas hembras de Castilla que pueden celebrar la Nochebuena gracias á la truhanería de quien debiera ser espejo de hidalgos.

—¡Dios mío, perdonadme!—suspiro conturbado, mientras que Laura y Julia me miran azoradas al advertir que no me sirvo de los ricos manjares que llenan la mesa. Procuro tranquilizarlas, pretexto inapetencia y beb, más que para calmar la resecura de mi garganta, para anegar en vino el remordimiento, que clava sus uñas en mi cerebro y en mi conciencia, para no oír la voz misteriosa que implacable resuena en mis oídos llamándome «¡ladrón!».

La madre y la hija, con encantadora locuacidad rememoran la patria, nunca más querida que cuando no nos ampara con su manto maternal; nuestros deudos y amigos; las noches como éstas pasadas en las fastuosidades de la Corte. Y más de un suspiro se cruza entre nosotros al evocar lo pretérito.

Julia pone inopinadamente en mi alma un bálsamo tranquilizador al referirme la hermosa leyenda que existe en el país en que nos hallamos: la oyó de boca de una viejecita de la vecindad, una pobre mujer que vende verduras en la plaza.

Tiene la leyenda todo el sano perfume de esas flores de fe que arraigan perdurablemente en el corazón de los pueblos.

Sabed, señores, que en tal noche como ésta hay junto al trono de Dios dos ángeles: el de la Justicia y el de la Misericordia: el ángel de la Justicia, al dar las doce, desaparece durante tres minutos para dejar en completa libertad al de la Misericordia.

Con un beso de inmensa gratitud quise pagar el beneficio que mi conturbada conciencia recibía de los inocentes labios de mi Julia.


¡Dios mío, haz que la hora de mi muerto sea aquélla en la cual el ángel de tu divina Justicia deja á solas al de la Misericordia!


Aquí terminaba el manuscrito que hube de hallar revolviendo unos papeles en el archivo de una de las más linajudas casas españolas.

El archivero, un viejo muy simpático, á quien di cuenta del hallazgo, me dijo:

—Conozco esa historia.

—¿Y tal vez á quien la escribió?—le pregunté muerto de curiosidad.

—Fué uno de los más ilustres antepasados de la Casa, que estuvo desterrado en Sicilia: un santo varón de Dios, á juzgar por sus obras meritorias.

—Salvo ésta de que habla en su manuscrito—objeté con ironía impertinente.

—Y de la cual, amigo mío—replicó con acento de profunda convicción el archivero—, la Divina Voluntad le ha absuelto de manera que no da lugar á dudas... El noble prócer murió á las doce en punto de una Nochebuena.


Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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