Hombres y Mujeres

Alejandro Larrubiera


Cuentos, colección



El himno de Riego

I

El Café del Diamante recibía sórdida y melancólicamente la luz diurna por la puerta de entrada y ventana abiertas á la calle del Ave María, una de las más típicas de los barrios bajos madrileños. El color rojo rabioso de sus paredes tenía una solución de continuidad en los espejos, encuadrados en molduras doradas; del techo, pintado alevosamente al óleo por un mamarrachista, pendían los aparatos de la luz del gas. En este café ejercía yo las funciones de pianista.

Como tantos otros aventureros del arte, llegué á la corte (hace ya muchos años de esto, Dios mío) llena la maleta de papel pautado, de aire los bolsillos y de ilusiones el magín.

En mi pueblo, el organista de la catedral, famoso contrapuntista, me había iniciado en el arte de Beethoven; cuando hubo vaciado en mí toda su ciencia, que no era escasa, me dijo: «Perillán, si quieres alcanzar honra y provecho lárgate á los Madriles; aquí, la música no te servirá ni para mal sazonar la puchera.»

Rodé unos cuantos días, como un ave zonza, por la coronada villa, rompiendo en su molestísimo empedrado mis zapatones lugareños; admirando el polisón de las madamas y los sombreros como tubos de chimenea de los pisaverdes, y en aquel vagar forzoso á que me obligaban las circunstancias me encontraba más solo y desamparado de día en día, y de día en día más tenaz y resuelto en conquistar el vellocino de oro: que es prodigiosa fábrica de fantasías un cerebro juvenil.

Un paisano mío, un buen hombre que se despepitaba por servir á los de la tierra, hizo que yo entrara de pianista en el Café del Diamante, que acababa de abrirse al público.

Tal camino no era, ciertamente, el más indicado para llegar al templo de la Fama; pero, señores, todos llevamos en nosotros mismos al más implacable tirano, el estómago, Sancho Panza que casi siempre obliga á claudicar al Don Quijote de nuestros ideales.

Recuerdo conmovido aquella lejana y hermosa época, en la cual, luciendo una levita azul, escandalosamente reñida con la moda; pantalones color de barquillo, corbatín granate y chaleco de seda, me sentaba á un infame piano de cola, que sonaba como una sartén. De ocho de la noche á una de la madrugada, era yo el Rubinstein de tres pesetas, con el plus de café y media tostada, encargado de turbar con armónicas sonoridades el silencio de tumba que imperaba en el salón, tan falto de parroquianos, como sobrado de moscas, porque hay que advertir que era verano, y los incómodos dípteros valsaban, con y sin música, por encima de mi cabeza, la del amo y las de los cuatro camareros, únicos pobladores del mísero café.

Impertérrito y heroico en tan espantosa soledad, aporreaba las teclas, interpretando con el entusiasmo de un «virtuoso» las páginas más sublimes de la música.

Los camareros se dormían como ángeles, y D. Baltasar, el dueño, rompía muchas veces el encanto para decirme con brusco acento aragonés:

—¡Toque usted la jotica, hombre, á ver si nos alegramos!...

Complacíale de bonísima gana. Mientras duraba la jotica parecía olvidarse de la triste realidad, y sonreía satisfecho; era feliz.... y yo también, aunque por causa harto diferente de la suya. Al preludiar el canto más alegre de España, salía al mostrador la hija del cafetero, una aragonesita hermosa como una flor de Mayo...

Y yo, por retener á mi público, es decir, á ella, tocaba sin interrupción jotas y más jotas, las populares, las que escribieron los maestros.... y las que yo improvisaba, inspirándome en los ojos de Pilarcita.

II

En remuneración de mi trabajo, don Baltasar me entregaba todas las noches tres pesetas; siempre, al embolsármelas, sentía yo un calor extraño en las mejillas, algo muy parecido al remordimiento. Noches hubo en que estuve por decirle:

—Venda usted por lo que le ofrezcan, ese cascajo que ocupa inútilmente una gran parte de su café, y no recree usted con músicas á los cinco ó seis pelagatos que en toda la noche vienen aquí á tomarse un real de agua de limón; por lo menos, se ahorrará usted las tres pesetas del pianista, item el vaso de café y la media tostada que su liberalidad le asigna...

Pero... el estómago, el grosero enemigo del Don Quijote del espíritu, me aconsejaba:

—¡Cállate! No seas necio ni te sientas puritano... Deja correr la bola.

Y yo callaba egoístamente, y aun solía poner reparos á la media tostada de mi café.

Desconsolaba ver una noche y otra noche, salvo la de los domingos, en que había un poco de animación, el cuadro que ofrecía el cafetín. Don Baltasar, paseándose, fruncidas las cejas, por entre los veladores, ó sentado al mostrador, haciendo números: indefectiblemente, sus operaciones aritméticas acababan siempre en el taco más castizo y rotundo que puede soltar un aragonés enfurecido; los mozos entretenían el eterno compás de espera que se abría de parroquiano á parroquiano, charlando como cotorras, fumando y leyendo en comandita La Correspondencia de España; el cocinero, con gorro y mandil, asomado á la puerta de la cocina, y un servidor dale que le darás al piano para que me oyesen... las moscas, y en los «entreactos», sentado en una silla, cerca de la entrada, con la vista fija en el techo, en el que se veían jugando al corro, en un cielo de algodón en rama, unos amorcillos panzudos con carne de color de chocolate. Mis ojos no reparaban en aquella blasfemia pictórica; la hada buena de los artistas, la bendita ilusión, vagaba lejos del Café del Diamante.

Don Baltasar venía á sentarse muchas veces á mi lado para contarme sus cuitas... El negocio aquel en que había puesto todos sus ahorros, iba de mal en peor, y presentía un final desastroso. Lamentábase de su falta de previsión en abrir un establecimiento como el suyo, en el riñón de los barrios bajos, en donde no debían abrirse más que tabernas y buñolerías. Un excesivo y disculpable amor propio forzábale á ponderar las excelencias de su café, que reputaba por uno de los mejores de la villa.

Varias eran las causas que contribuían al alejamiento del público: una, el calor excesivo propio de los meses estivales; otra, importantísima, el malestar predominante en la Nación, abocada á un cambio brusco y radical en su organismo político. No estaban los ciudadanos en humor de divertirse; quién más, quién menos, todos barruntaban, por las señales inequívocas que preceden á una revolución, que hallábase pronta á descargar la tormenta; la gente cuchicheaba en voz baja, propalando noticias estupendas, en las que se designaba por sus nombres, ó alias populares, á los jefes del movimiento sedicioso; se establecían clubs clandestinos, se distribuían de ocultis hojas volantes, periódicos y folletos, libelos feroces, sarcásticos, sangrientos, que fomentaban el escándalo, y encendían el espíritu patrio; las canciones satíricas, los himnos á la libertad, las represalias del Gobierno contra aquel estado de cosas que amenazaba con arrollarlo todo, como ola gigantesca que avanzase implacable, llevaban el desasosiego público hasta el punto de pedir los ciudadanos más pacíficos y apegados á sus ideales conservadores, que descargase el nublado, para que cesara la zozobra y se purificase el ambiente malsano de rencillas, odios y venganzas que se producía en todas partes.

—El calor y la política concluirán por arruinarme —suspiraba el atribulado cafetero.— Es preciso discurrir, para salvar esta situación, algo que nos permita llegar con el café abierto hasta Diciembre... ¿No se le ocurre á usted, hombre, ninguna ideíca para atraer á la gente?...

Cuantas veces me hacía esta pregunta, cuantas veces quedábame yo mirándole estúpidamente, sin dar con la ideíca que pedía á mi magín, sólo atiborrado de notas musicales.

Una noche, D. Baltasar me dijo sonriente y satisfecho, como quien ha encontrado el medio de resolver un problema difícil:

—¡Ya di con eso!.... con la ideíca. Y es de las que no marran.

Y misteriosamente añadió:

—¿Es usted hombre capaz de hacer lo que yo le diga?...

—¡Ya lo creo!— afirmé con decisión espartana.

—La cosa es bien sencilla: usted se va á estar toda la noche sentado al piano, y no va usted á tocar más que el himno de Riego cuando yo le avise.

Al oir orden para mí tan inesperada como inexplicable, confieso que me quedé estupefacto. ¿Para qué querría D. Baltasar que yo tocase solamente el himno prohibido por el Gobierno, que le conceptuaba como el más pecaminoso, subversivo y revolucionario de los himnos?...

Sin detenerme á considerar los riesgos que corría, me senté al piano, y pacienzudamente esperé la orden de tocar la contradanza que el pueblo había convertido en himno patriótico.

Don Baltasar, asomado á la puerta, atalayaba la calle de extremo á extremo: cuando veía avanzar en dirección al café un grupo de transeúntes, volvía la cabeza hacia mí, y, como si ordenase hacer una descarga sobre el enemigo, gritaba:

—¡Maestro, el himno!...

Y yo, como el más furibundo de los progresistas, tocaba con férvido entusiasmo el himno: los camareros tarareaban en voz baja la letra:


Si Riego murió en un cadalso,
No murió por infame y traidor,
Que murió con la espada en la mano
Defendiendo la Constitución.


El grupo, al enfrontar con el café, parábase sorprendido delante de la puerta ó de la ventana, abiertas de par en par.... y después de oir la tocata, comentándola á sabor, proseguía su camino calle arriba ó calle abajo, sin dignarse corresponder á la original invitación revolucionaria.

No era hombre D. Baltasar que se amilanase por tan poco; á cada nuevo grupo, nueva orden, dicha con desolado acento, que más parecía lamentación:

—¡Maestro, el himno!...

Y yo volvía á tocar la celebérrima contradanza una y cien veces, y el café seguía desierto, sin que patriota alguno entrase á escuchar cómodamente el bélico canto.

Y esto repetíase una noche, y otra noche, y todas; cuando se cerraba el establecimiento formábamos tertulia: el amo con cara de pocos amigos; contristada, Pilarcita; los camareros, melancólicos; el cocinero, el pinche y yo, cariacontecidos. Quién más, quién menos, todos nos lamentábamos de la mala sombra que presidía á «nuestro» café, que, según nosotros, debiera ser el más favorecido de la corte por lo esmerado de su servicio y el patriótico ardid de su dueño. El ardor que poníamos en las lamentaciones y protestas, de absoluta sinceridad, como son siempre las que produce la ingrata perspectiva de ver en el arroyo el propio puchero, templábase, mejor dicho llegaba á congelarse, con la leche merengada y los sorbetes que nos servíamos á discreción, según la resistencia estomacal de cada uno de los forzados consumidores de aquellas gollerías que se habían quedado incólumes en las garrafas.

¡Cuántas veces me sorprendió la aurora en mi infame camastro de huésped de dos pesetas, revolcándome quejumbroso, presa de los violentos retortijones producidos por la cantidad de hielo que había caído como nevada copiosa sobre el café y la media tostada que constituían mi cena!... ¡Cuántos amaneceres, rendido de fatiga, dormía soñando en que aún tocaba el himno, el himno perturbador, y escuchaba, junto con el zumbar de las moscas, el tararear bronco de los camareros:


Si Riego murió en un cadalso,
No murió por infame y traidor.

III

Una noche, ¡oh fortuna inesperada!, un grupo compuesto de cuatro individuos detúvose á la puerta contados instantes para escuchar las bélicas notas, y penetró resueltamente en el café.

Don Baltasar, henchido de satisfacción tuvo para los recién llegados la más placentera de las sonrisas; los mozos acudieron solícitos, y yo expresé mi gratitud elevando al fortissimo el tono del himno. ¡Aquellos parroquianos eran unos patriotas admirables!...

—¿Qué va á ser, señores?...—preguntó con el tono mas melifluo el camarero, mientras pasaba el paño sobre el velador.

—¡Ver al amo!—dijo seca y autoritariamente el mejor trajeado.

Sorprendido, paró el mozo en la limpieza del mármol, é hizo seña á D. Baltasar de que se acercara.

Confieso ingenuamente que en mi vida he experimentado emoción más honda que la que recibí aquella noche, y que no es la pluma la que puede describir el asombro y azoramiento que á los del café nos produjo oir de boca del mismo que había pedido hablar con el amo, que éste y el pianista quedaban incontinenti detenidos y á disposición de la autoridad «competente», por «sediciosos y perturbadores del orden público».

Con toda energía protestó D. Baltasar y protesté yo de tales calificativos.

—En este café se toca todas las noches el hizno de Riego—afirmó acremente el que hacía cabeza del grupo.

—Sí, señor; se toca el himno como se podía tocar la Marcha Real —objetó don Baltasar;— ¿y qué mal hay en eso?...

—Demasiado lo saben ustedes: ese hizno está terminantemente prohibido por la ley; ustedes han faltado á la misma, á conciencia, valiéndose de un sitio público como éste para incitar á la rebelión.

—¡Como no sea á las moscas! —estuve por replicar al faraute gubernativo. Pero la ocasión no era la más oportuna para andarse en bromas: volvimos á insistir en que éramos inocentes. Don Baltasar, con aquel acento suyo aragonés francote y sincerísimo, contó las tribulaciones que le llevaron á que se tocara en su café el malhadado himno.

—Aquí se toca eso ¡...! (un taco de los buenos), para ver si se llama á los parroquianos, no para encalabrinar, como usted dice, á la gente. El señor —señalándome— y yo somos en política dos mansísimos borregos, que estamos conformes siempre con el que manda, y ya es conformidad... ¡...! (aquí otro taco con redoble). Y no nos metemos en dibujos, ni conspiramos, ni se nos importa un pito que gobierne Juan ó que gobierne Roque... El señor con sus folías y yo con mi mal negocio del café, tenemos bastantes quebraderos de cabeza para ir á meternos en esas camisas de once varas en que usted dice que nos metemos... ¿Estamos?...

El policía contestó con la misma frialdad que si acabaran de contarle un cuento tártaro:

—¡Al Juzgado con esas historias! Mi misión es la de llevarles á ustedes ahora mismo á la cárcel. Aquí traigo el mandamiento.

Y nos mostró la fatal orden extendida en toda regla.

Renuncio á describir la escena. Pilarcita rompió á llorar sin consuelo, abrazada á su padre; éste, azorado, pretendía calmar la aflicción de su hija con besos, las razones supremas que se emplean en parecidos infortunios; los camareros miraban hostilmente á los polizontes y gruñían á la sordina como lebreles amenazados con el látigo de un extraño; el cocinero, un francesón como una loma, murmuraba llevándose las manos al gorro:—¡Qué atropegllo, mon Dieu, qué atropegllo!—Yo, lleno de susto, procuraba aparecer impasible.

Delante del café habíase estacionado una muchedumbre ruidosa, en cuya primera fila asomaban sus carátulas inconfundibles los agentes de la secreta.

Después de ser conducidos como unos desalmados criminales, dimos con nuestros huesos aquella misma noche en la destartalada, infecta y ruinosa cárcel de hombres, vulgarmente conocida por El Saladero.

IV

La cosa pública iba de mal en peor y El Saladero llenábase de gente, en su inmensa mayoría compuesta de sediciosos tan terribles como D. Baltasar.

Periodistas, comerciantes, hijos del pueblo, todos confundidos en el departamento de presos políticos, nos lamentábamos de nuestra suerte, renegando del Gobierno que tan furiosamente sacudía palos de ciego sobre quienes, como nosotros, nada teníamos que ver con la «espantable hidra revolucionaria» —tópico entonces muy en boga.— Los inocentes nos rebelábamos iracundos contra la injusticia cometida por sólo la razón del más fuerte: así es que, el que antes de verse en tal trance era tímido cordero, rugía ahora como león enfurecido.

Don Baltasar, triste y caviloso, permanecía horas enteras con la mirada fija en el suelo: únicamente se reanimaba al ver detrás del enrejado de la sala de comunicación el rostro de su hija, á la cual rodeaba la mayor parte de la servidumbre del café... Rayo de sol era para mí también la presencia de Pilarcita... Mientras escuchaba su voz, en la que ponía consoladoras esperanzas, era yo felicísimo y la inmunda sala me parecía un edén.

De boca de uno de los camareros supimos la causa de nuestra desventura, producida, no por la pasión política, sino por otra más bastarda: un jefe de policía habíase enamorado de la hija del cafetero, y como ésta no diese oídos á sus pretensiones, ruinmente se valió de la ocasión que se le ofrecía para vengarse á mansalva de los desdenes de Pilar, encarcelando al padre... y al pianista, por el nefando crimen de tocar el himno de Riego.

Dentro de la prisión corrían temerosos noticiones acerca de la suerte que á los allí reunidos nos reservaba la ira gubernamental: el más esperanzoso y optimista veíase ya deportado camino de las Chafarinas.

Don Baltasar, al confiarme sus temores, que eran los de todos nosotros, me aseguró con aquella ruda y simpática franqueza que le caracterizaba:

—Créame usted que, por mí, no siento ni poco ni mucho verme, como me veo, metido en este berenjenal: lo que me ocurre ha precipitado mi ruina, porque el negocio del café me iba dejando ya por puertas... Por mi Pilar es todo mi sufrimiento.... ¡y por usted, hombre!, que le he metido dentro de la boca del lobo.

Misericordiosamente intentaba yo convencerle de que no á él, sino á mi mala estrella, debían achacarse mis malandanzas, las cuales, le argüía, no debían preocuparle, puesto que yo, en realidad, no me preocupaba con las contingencias de aquella situación que, velis nolis, me convertía en «temible revolucionario». Era una aventura que debía envanecerme, puesto que á los ojos del mundo aparecía como un mártir de la Libertad.

Y dando suelta á mi cándido optimismo, confiábale mis esperanzas de que tal vez lo que parecía una desdicha trocárase para mí —si caía el Gobierno— en ventura imponderable. Mi anónima personalidad artística desaparecería, y llevar un nombre en la lucha por el Arte, es casi tener conquistada la mitad del triunfo. Y á él aspiraba yo por entero. Me sentía con fuerzas para alcanzarle en el teatro y mi nombre, como el de Arrieta, Barbieri, Caballero, Gaztambide y Oudrid, gozaría de los prestigios de la popularidad.

El cafetero oíame atento, y sólo murmuraba entre dientes, al pintarle mi soñada apoteosis:

—¡Qué hermoso es tener veinte años!


* * *


La revolución había triunfado.

Pocos días después, en una plácida mañana otoñal, nos franquearon la puerta á todos cuantos habíamos sido encarcelados como tremebundos conspiradores.

Á la entrada del Saladero nos esperaban Pilarcita, Manuel, el más viejo de los camareros, el monsieur de la cocina y su pinche.

Al vernos aparecer en el portal corrieron á recibirnos con los brazos abiertos: Pilarcita y su padre, sollozando de alegría, diéronse un fuerte y prolongado abrazo; yo recibí las efusivas muestras de afecto de mis compañeros de café. El monsieur del fogón, que, según lo que tartamudeaba, debía de haber solemnizado ya nuestra libertad en todas las tabernas del camino, me dió un feroz apechugón contra su pecho y depositó en mis mejillas un ruidoso ósculo.

La muchedumbre, estacionada frente á la cárcel, nos saludó con vítores y aplausos entusiásticos.

Conmovido, arrasados de lágrimas los ojos, recibí aquella ovación, la primera que escuchaba en mi vida. Emocionado, miré á Pilar, y yo no sé lo que leí en su rostro, pero es lo cierto que me sentí otro hombre, que mi espíritu anheló conquistar los laureles del triunfo para ofrecérselos á «ella», mi Musa adorada.

V

La situación en que nos veíamos no podía ser ni más deplorable ni más angustiosa. En lo que á mí se refiere, me encontraba peor aún que en aquellos días en que, recién llegado á la corte, discurría por sus calles en busca del vellocino de oro: por lo menos, entonces poseía en mi faltriquera unas cuantas monedas de plata y muchas más ilusiones en el magín; en cuanto á D. Baltasar hallóse con la terrible novedad de ver que todo había desaparecido del café del Diamante, hasta su título, trazado con letras de latón dorado en la portada: los acreedores habían caído como aves de rapiña al final de una batalla, sobre los enseres del establecimiento.

Veíase el pobre hombre totalmente arruinado.

Su hija le infundió la consoladora esperanza de mejor fortuna. Por lo pronto, según afirmaba, brillándole los ojos de satisfacción, había resuelto el problema de la vida.

Enlazando con sus brazos el cuello de su padre, le dijo:

—¿Creías que tu Pilarcita se iba á estar mano sobre mano al ver la iniquidad que contigo cometían?... Era preciso ayudarte á salir del atolladero en que la desgracia nos ha metido á todos, y empecé por buscar trabajo en las tiendas de ropa blanca. Y, á Dios gracias, lo he encontrado, y un día con otro, vengo á sacar de jornal ¡dos pesetas!... Pero no pongas esa cara, hombre, que aun no he acabado de decirte todo lo que he hecho... He alquilado á Manuel, nuestro camarero, dos alcobitas: su mujer nos hará la comida, y así estaremos hasta que se te arreglen los asuntos, que sí se te arreglarán, porque la Virgen no ha de desampararnos... Conque, señor mío, no hay para qué poner esa cara de Viernes Santo... Antes no te he dicho nada de estas cosas para no aumentar tu pena, que de sobra la tendrías al verte encerrado como un criminal en aquella casona tan horrible.


* * *


Azorado, tristón y hambriento, vagaba yo por las calles, tratando de resolver el problema más prosaico, más arduo y apremiante de los problemas: el del propio cocido. Después de emplear mi tiempo en recorrer el penoso vía crucis del infeliz buscavidas, me acostaba en mi camastro con una ilusión menos, lleno de aire el estómago y de ideas fatídicas la cabeza.

Algunas tardes subía á un piso cuarto de una casa de vecindad de la calle de Santa Isabel, en donde vivía mi Musa: de sus ojos brotaba para mí la más risueña y consoladora de las esperanzas: en su presencia olvidábame de todos mis infortunios, y hasta el hambre insolente callábase pudorosa.

En una de aquellas tardes, D. Baltasar me recibió radiante de alegría y de satisfacción; previo un abrazo me dijo:

—¡Estamos de enhorabuena!

Y sin darme tiempo á que replicara, prosiguió:

—He pasado unos días del demonio, hombre... Créame usted, que si no hubiera sido por esta hija mía (y señaló á Pilarcita), por este ángel que Dios me ha dado, á estas horas habría hecho yo alguna tontería de las gordas... Pero no hablemos ya de esto ni de la canallada de que usted y yo hemos sido víctimas... Ya conoce usted mi carácter, hombre; soy de los de «Á Zaragoza ó al charco...!» ¡...! (la inevitable y característica interjección aragonesa). Bueno, pues ya lo tengo todo arreglado, todo, y ¿á que no acierta usted para qué?...

—No sé, don Baltasar —contesté intrigado y curiosico.

—Pues para que volvamos á las andadas. Mañana abro otra vez el café del Diamante.

Al oir esto, quedéme poco airosamente con la boca abierta.

—Pero ¿es de veras eso, don Baltasar?

—Tan de veras como que ahora es de día... Todo el dinero que me ha hecho falta me lo ha prestado el primer amo que yo tuve en Madrid, y que ahora vive de sus rentas, retirado del negocio. ¡No va usted á conocer nuestro café!... Ya lo tengo todo á punto de solfa: decorado, mobiliario, servicio, mozos, cocinero... No me falta más que la música... Y ésa, usted dirá, hombre, si quiere volver á tocar el himno de Riego en mi café.

—¡No he de querer, don Baltasar! Con mil amores, y agradécidísimo á sus bondades...

—Es lo menos que puedo hacer por quien, como usted, ha estado en chirona por mi culpa... Ahora, ahora vamos á tocar, es decir, tocará usted todo lo más rabiosamente que pueda el himno... ¡Á ver qué guapo se atreve á llevarnos á la cárcel!... ¡Ah, le advierto que tiene usted un piano flamante, de lo mejorcito que he encontrado en los almacenes!...


* * *


Fué un gran acontecimiento en el barrio la reapertura del café del Diamante. Invadió éste la muchedumbre, hasta el extremo de no quedar ni un solo asiento disponible: en la calle, un gentío inmenso contemplaba con asombro la transformación del local, antes pobretonamente decorado, falto de luz; ahora lujoso, confortable, esplendente.

El piano de cola era un magnífico piano, con el cual podía yo lucirme.

Después de ejecutar un potpourri de aires populares, hice sonar briosamente los primeros compases del himno de Riego.

El público del café y el de la calle manifestaron con un viva atronador el entusiasmo que despertaban en sus almas las notas valientes de aquel canto, nunca como entonces grito jubiloso de la patria, expresión inefable de triunfo: las notas del piano servían sólo para marcar el ritmo; todos los concurrentes del café, todos los curiosos de fuera, hombres, mujeres y niños, y hasta la propia pareja de la benemérita, estacionada á la puerta, cantaban al unísono la letra popular del himno con ese acento inenarrable con que canta el pueblo vencedor sus cantos de guerra: aquellos acentos, que resonaban imponentes y majestuosos, enardecían la sangre é inundaban el cerebro de ideas heroicas. Cuando vibró la última nota, estalló, como un trueno formidable, una salva de aplausos, y vivas prolongados premiaron mi modesta labor artística.

Al levantarme para dar gracias al auditorio me vi rodeado por todas partes de hombres que tendían hacia mí sus manos; querían estrechar las mías, las de un patriota de los buenos, que había padecido por la santa causa; un grupo numeroso rodeaba también al cafetero, otro patriota, otro héroe de la libertad.


* * *


Toca á su fin esta historia romántica.

El dios Éxito, el más inconsecuente y halagador de los dioses inventados por el hombre, protegía el café del Diamante, invadido todas las noches por un público de furibundos patriotas, que no se cansaba de oirme tocar su canción favorita.

Voló mi nombre en alas de la fama, y conseguí, sin gran esfuerzo, estrenar en uno de los teatros de la corte mi primera obra musical, que alcanzó éxito mucho más halagüeño que el que yo ambicionaba.

Para que mi ventura fuese completa, el cielo me concedió el dón más preciado con Pilarcita, mi hermosa y abnegada Musa.

No me tentó el diablo de la soberbia: todas las noches me sentaba al piano del café del Diamante, y con gratitud sólo comparable á mi felicidad, tocaba el himno famoso.

El público, entusiasmado, coreaba á todo pulmón:


Si Riego murió en un cadalso,
No murió por infame y traidor,
Que murió con la espada en la mano
Defendiendo la Constitución.

La tribulación de Ben-al-Ker

De ilustre prosapia, honrado con las más preciadas dignidades del Imperio, fuerte como un roble, poseedor de incalculables riquezas, Ben-al-Ker, reunía todo cuanto moral y materialmente trueca en marcha triunfal y venturosa el áspero caminar por la vida. Su palacio era el más hermoso de la ciudad, su harén podía competir, sin desventaja, con el del propio sultán; contábanse maravillas de los cientos de mujeres que le poblaban: bellezas encantadoras, de senos de alabastro, de ojos negros, amorosos y centelleantes.

Todos sus conterráneos querían y admiraban á Ben-al-Ker, cosa estupenda tratándose de un magnate. Era creyente férvido, y tan estricto cumplidor de lo preceptuado en el Corán, que llamábanle el Santo, por antonomasia, y á su palacio acudían, no se puede asegurar si movidos de la admiración, ó si para pedirle limosna, faquires y morabitos.


* * *


Cambio repentino, radical, que conmueve y trae en suspenso á la gente, es el que se ha operado en Ben-al-Ker: ofrécese á la pública curiosidad, silencioso, con la cabeza caída al pecho; el andar torpe; triste y distraído el mirar; la color quebrada, ceñudo el rostro, descuidado en el vestir; las barbas como las de un salteador de caminos: su aspecto es el de un hombre en ruina que ha visto agostarse en su alma, repentinamente, las flores de ilusión y alegría.

Aumenta el estupor y enciende el deseo de averiguar la causa de tan insólita metamorfosis, el saber que el ilustre moro no ha padecido quebrantos de fortuna, ni menoscabo en sus prestigios cerca del soberano, traiciones de mujer, falsedades de amigo, ni le aqueja enfermedad alguna, causas perennes de inquietud mortal y desfallecimiento del espíritu.

Ben-al-Ker, no confía á sus allegados ni á sus mujeres favoritas lo que por manera tan alarmante desbarata su fortaleza y entenebrece su vida.


* * *


Ben-al-Ker ha hecho trotar su caballo por el camino polvoriento que conduce á la ruin y escondida vivienda de un morabito que goza fama de sabio y de santo. El morabito recibe al primate sentado en una estera, á la puerta de su choza; el ermitaño, dicho sea sin ánimo de molestarle, es un tío sucio que se envuelve en una indecente chilaba, toda pringue y desgarrones: la cara y las manos parecen hechas de pergamino resquemado; unas barbuchas blanquecinas y enmarañadas le cubren el rostro macilento, donde brillan, con la fiebre de los iluminados, unos ojos negros, inmóviles, como clavados en perdurable éxtasis.

Entre los dos hombres se han cambiado los saludos por Alá y su profeta. Ben-al-Ker, después de sentarse en la estera, junto á su huésped, murmura con acento trémulo:

—Acudo á ti, padre, porque tú eres el único que, con tu sabiduría, puedes salvar mi alma, á la que ha mordido la serpiente venenosa de la duda.

Ben-al-Ker, al decir esto, suspira. El morabito, que es un gran marrullero y un excelente cómico con los potentados, pone los ojos en blanco, abre tamaña boca como una espuerta, y gime, que no habla:

—En el nombre de Alá misericordioso, que al oirte siento estremecerse todo mi cuerpo como si fría espada lo traspasase. ¿Tú, el más bueno de los nacidos, sentir el alma corroída por la lepra de la duda?... Quien como tú se entrega á la oración y al ayuno, reparte cuantiosas limosnas, y cumple como el más devoto del Islam, con lo escrito en el Libro Santo, quien, como tú, en fin, ¡oh Ben-al-Ker!, ha visitado tres veces, con humildad ejemplar, el sepulcro del Profeta, y ha bebido el agua del Zemzem, es tres veces bendito y se halla libre de que se apoderen de su espíritu los ángeles de maldad. Habla, Ben-al-Ker; te escucho como escucha el padre á su benjamín: con todo amor.

—El cielo te sea propicio y premie tu misericordia —replica el ilustre moro.— Mi tribulación, más devastadora que el simún del desierto, ha sepultado en mí cuanto constituye la felicidad de los hombres... Antes de salir la luna del último Ramadán, he soñado que había muerto y que fui recibido en el Genat por el Arcángel Gabriel.

—¡Bienaventurado tú, que te has asomado al Paraíso!

—Al entrar en la región de las eternas delicias, me sobrecogió el estupor que causa lo maravilloso: mi torpe lengua no podrá describirte la hermosura de sus jardines, por entre los que serpean arroyos de miel y de leche; sombras refrigerantes ofrecen los tupidos bosques, y por dondequiera que se dirijan las miradas, se contemplan árboles espléndidos, cuyos frutos no se agotan nunca; palmeras sobrecargadas de dátiles; sobre la esmeralda de los céspedes se destacan las flores de los más raros y caprichosos matices, de aroma sutil y embriagador: múltiples fontanas y ríos refrescan el ambiente de estos lugares de encanto...

El Arcángel Gabriel me ofreció en copa de plata el agua del Kautzer, más dulce que la miel, más blanca que la leche, más fresca que la nieve, y me hizo beber de la fuente de Zangebil, que sabe á gengibre.

—¡Bienaventurado tú —volvió á repetir el morabito relamiéndose— que bebiste de tal fuente!...

—Escrito está por el Profeta—prosiguió Ben-al-Ker con dejo de sutil ironía —que los que por sus virtudes en la tierra se remontan al séptimo cielo, tengan para su recreo mujeres virginales y encantadoras, creadas por Alá; sus ojos serán negros y rasgados, y brillarán más intensamente que los luceros celestes; el color de su rostro, semejante al de los huevos de avestruz; su cabellera, como el ébano. Al lado de estas beldades de suprema perfección, se gozará de la eterna felicidad. Y escrito está, desventurado de mí, que yo no he de participar en la otra vida de goce tan inefable.

—¿Y por qué no, Ben-al-Ker?—preguntó muy sorprendido el hombre de la harapienta chilaba. ¿Por qué tú no has de gozar en el Paraíso de la deleitosa compañía de las huríes que Alá te conceda?...

—Porque las huríes que Alá me destina —gimió el interrogado— son de ojos azules, de cabellos de oro, de cutis de azucena...

—¿Qué dices, Ben-al-Ker?—interrumpió el morabito mirando con estúpido asombro á su interlocutor.

—Lo que oyes —afirmó éste concisamente.

—¡Pero, si eso no puede ser!... Si las mujeres que pueblan el Paraíso son todo lo contrario de como tú las pintas... En el azora treinta y siete, dice el Profeta...

—Sí, lo sé de memoria, padre: que serán de ojos negros y crenchas como el ala del cuervo; precisamente las únicas mujeres que podrían hacer mi felicidad, porque son las únicas que me gustan.

—¡Y á mí! —asintió, chispeante la mirada, el viejo ermitaño— y á todos los hombres del Islam... Las otras mujeres sólo pueden gustar á esos perros de cristianos...

Se abrió una corta pausa en el diálogo; el morabito preguntó muertecito de curiosidad:

—Dime, Ben-al-Ker, ¿y cómo presumes tú que Alá te destina huríes rubias como la miés pronta á ser segada?...

—No es presunción, padre; me han sido ofrecidas siete por el Arcángel Gabriel.

—¡En sueños!— replicó despectivo el santón, encogiéndose de hombros.

—En sueños, verdad dices; pero ten en cuenta que estos sueños se han repetido en tres noches consecutivas.

—Entonces...

El Morabito contrajo su rostro con expresión grave, mientras que sus sarmentosas manos acariciaban nerviosamente sus barbuchas.

—Cuando un sueño, como el tuyo, tan extraño, se repite con tal insistencia —afirmó sentencioso, tras profunda meditación— es que los ángeles, mensajeros de Dios, nos descubren la Omnímoda Voluntad del que todo lo ha creado.

—Y la Omnímoda Voluntad —repitió melancólicamente Ben-al-Ker— dispone que han de ser siete las huríes rubias que en el Paraíso han de acompañar, por los siglos de los siglos, á este miserable pecador, y...

—¡Escucha, Ben-al-Ker —interrumpe el santón, como si le asaltara una idea luminosa— en tus sueños, ¿viste al Profeta?...

—Les vi y le hablé, y postrado en tierra le supliqué que, á cambio de una hurí como las que él, en nombre de Alá, prometió á los bienaventurados, dispusiera de las siete que me habían correspondido.

El Profeta me escuchó bondadosamente y me dijo: —Alza del suelo, Ben-al-Ker, que en este santo lugar nadie ha de humillarse. Lo que pides no se te concederá, porque el Paraíso no es mercado de esclavas en donde el comprador puede satisfacer su gusto.— Lo sé —hube de replicar humilde; pero, como tú, el Bienaventurado entre los bienaventurados, escribiste, por inspiración de Alá, que las huríes... —No prosigas —me atajó el Profeta— no nos es dado á nosotros interpretar los inescrutables designios de Dios, y así sólo debemos alabar su bondad infinita y bendecir que sean ahora rubias las huríes que antes eran morenas... Y después de todo, descontentadizo Ben-al-Ker, las que te han correspondido, ¿no son criaturas adorables y encantadoras, suma y compendio de todas las perfecciones?... Y volviéndome las espaldas, alejóse el Profeta, y yo me quedé con mis siete huríes de ojos inexpresivos y de continente frío y reposado, cual si fueran de mármol, como ante siete hermosísimas estatuas, sin dirigirlas la palabra, sin mirarlas apenas, confuso, avergonzado, y lo que es peor cien veces, encendida la voluntad en rabiosa ira contra las rubias beldades: pensamientos desconsoladores, como negros abejorros, zumbaban en mi cabeza... Si es horrible, aquí abajo, verse unido á una mujer que nos desagrada, ¿qué no será allá arriba con siete, por los siglos de los siglos?...

—¡Horrible! ¡Horrible, Ben-al-Ker! —repitió trágico el morabito tapándose los ojos con ambas manos.

—Tales sueños, avisos de Alá, me han sumido en la más negra desesperación y abatimiento y han obligado al flaco espíritu á que pierda la fe en lo que escribió el Profeta sobre las bienaventuranzas eternas... Y á ti, el más famoso entre los sabios intérpretes del Santo Libro, acudo para que remedies mis lacerias...

El morabito, que ha escuchado con suma atención el relato, dobla la cabeza al pecho y quédase inmóvil, en tal forma, y por tanto tiempo, que Ben-al-Ker sospecha que se ha quedado dormido. Malhumorado al considerar la grosera conducta del santón, va á posar sobre su hombro la mano... El morabito yergue la cabeza, y acariciándose las barbuchas, dice grave, solemne, puestos los ojos en el cielo, como los iluminados:

—Alá misericordioso lleve la paz en mis palabras á tu conturbado espíritu... Apresta Ben-al-Ker tus orejas para oírlas...


* * *


Las palabras del morabito han debido sonar en las orejas del atribulado moro á ruido de hojarasca. Ben-al-Ker, el tres veces santo, espejo un día de creyentes, ya no reza, ni ayuna, ni visita la casa de Alá, ni reparte limosnas, ni se purifica con abluciones: á su mesa se sirven en fuentes de plata chuletas de cerdo adobadas, lonchas de jamón y toda suerte de manjares impuros. Convida á los cristianos, y abusa del vino y del Champagne, hasta caer redondo debajo de la mesa...

Con tales escándalos y horrores, pretende librarse de gozar, por los siglos de los siglos, de las siete huríes rubias...

El pobre García

En virtud del artículo no sé cuantos de no sé que ley, el pobre García encontróse de la noche á la mañana relevado de vestir el uniforme que le correspondía como portero de un Ministerio, y, consecuentemente, sus manos pecadoras divorciadas del escobón, los zorros y el plumero, armas pregoneras de su modestísima jerarquía oficial.

Acabóse para el malaventurado el servir vasos de agua, con ó sin azucarillo, según que el sediento era un jefe ó un subordinado, distinción paternal que establece el régimen burocrático en defensa del inviolable principio de autoridad... y del azucarillo.

Terminó, en fin, para García, el pobre García, permanecer horas y más horas pendiente del cuadro de señales de los timbres, hecho azacán de aquellos números que aparecían misteriosamente tras un timbrazo más ó menos enérgico y prolongado, según el humor y los nervios del que llamaba. Y en treinta y tantos años de portero, García resultó un psicólogo imponderable del timbre, porque para él éste era algo como un ser animado que hacía el papel de vocero inteligente que le advertía el estado de ánimo de los señores. Y según la tocata enterábase de los vientos que reinaban, ora en el despacho del excelentísimo señor Director —para García todo Director era una excelencia;— ora en el del don Fulano, jefe de Negociado; ora en el del señor Tal, oficial primero; ora, en fin, en el de los Pérez y Fernández, chupatintas que formaban el núcleo ó coro general en este vivir tragicómico del expedienteo, la minuta, los estados y el balduque. Y ya podía sonar recia y apresuradamente el timbre por la presión del índice de uno de estos del montón oficinesco.

—¡Es Gómez! —gruñía con desdén olímpico.

Y no abandonaba la lectura del periódico ó el palique con sus camaradas, ni apresuraba la toma del vaso de café, ni la solemne tarea de liar un cigarrillo, encenderlo y fumárselo. ¡Que esperase Gómez un siglo!... Pero si la señal partía del despótico dedo de Su Excelencia ó del de algún otro primate del escalafón, García arrojaba el periódico como si éste de súbito se convirtiera en un reptil, tragábase de un sorbo el café, ó tal como se encontrara dejaba el cigarro sobre la mesa, y corría «á ver qué tripa se le había roto al señor» —según su frase de ene en tales llamadas.— Al empujar la mampara del despacho componía su rostro con la más amable y servicial sonrisa de que dispone un portero que sabe su oficio.

La ley, aparte eufemismos, declaraba al pobre García trasto inservible con el haber que por clasificación pudiera corresponder le después de treinta y tantos años de rodar por las oficinas del Estado.

Y nuestro hombre, marido de una tal Pepa y padre de una Pepita que, en un lustro de matrimonio, le había hecho abuelo de cinco mocarriones —á mocarrión por año,— fué reintegrado per seculam á las delicias del hogar doméstico, cuando los escasos y encanecidos cabellos mal cubrían su mollera, convertida en epítome del perfecto portero ministerial.

Como pájaro prisionero mucho tiempo en una jaula, que al recobrar la libertad vuela torpe y azorado por el radiante azul de los cielos, así el perínclito García, perínclito en su clase, al sentirse dueño absoluto de sí mismo, experimentó el mayor desasosiego y la más cruel añoranza que hubo de sentir jamás en su obscura existencia. En vez de recibir con un grito de regocijo la orden que le enajenaba del pesado yugo á que unció su cerviz de por vida, la recibió con un suspiro, turbios los ojos de llanto y temblando, como si aquel papelote oficial encerrara su sentencia de muerte. El hombre es un animal de costumbre, ¡axiomático!

Á los sesenta y pico de años, ¿para qué podía servirle á él, minúsculo personaje en la humana comedia del vivir, disponer á su albedrío del tiempo y del espacio?... Al declinar de la existencia, ésta marcha por los rieles que tendió la costumbre, y apartarla de ellos vale tanto como hacer descarrilar una máquina para que marche más seguramente por un terreno pedregoso.

¡Pobre García! Viéraisle hosco y tristón en sus lares, escuchar resignado los lamentos que el reuma arrancaba á su Pepa; las voces que su Pepita daba á la chiquillería; los lloros, las disputas, los gritos y el rebullir de los pequeñuelos; viéraisle alicaído salir de su casa, sin rumbo fijo, al azar, dispuesto á matar el tiempo, aquel tiempo abrumador en su insubstanciabilidad para el desterrado de la portería, centro único en donde respiraba venturoso.

Los primeros días de aquel vivir estúpido suyo, en que el tiempo le embazaba como el agua á un náufrago, no se atrevió á volver «de paisano» á la portería. El amor propio, herido al sentirse desahuciado injustamente, le vedaba poner los pies en donde siempre los tuvo puestos.

Discurría por las calles presa de inconcebible desconsuelo y aburrimiento, parándose imbécilmente para fisgar los escaparates y cuantos espectáculos callejeros se ofrecen en el tráfago de la vida cortesana, ya para oir las verbosas patochadas de un sacamuelas ó los sones de alguna orquesta ambulante, ya para ver pasar la tropa, el carro que se atasca, la mula que cae, el borracho escandaloso, el tranvía parado por habérsele salido el trolley ó por otra circunstancia fortuita. Y, atontado con el mareante ir y venir de un lado para otro, cansado física y espiritualmente, retornaba á su casa y comía en silencio, atento sólo su magín á lo suyo, á la portería, su paraíso en la tierra, de donde le arrojaban, no por rebelde, sino por viejo, por inútil, por cosa inservible que debe arrumbarse.

García sorbíase las lágrimas, y desde lo más íntimo de su ser protestaba contra tamaña injusticia, porque él jamás habíase sentido más joven, más útil, más portero que ahora que le jubilaban. Cierto que las canas cubrían su cabeza, que las arrugas encogían su epidermis, pero esto, ¿qué tenía que ver con el trajín de sacudir el polvo, servir vasos de agua, hacer recados y estar de pasmarote en la portería luciendo el uniforme y espantando á los moscones pelmas que iban á «dar la lata» á Su Excelencia?...

Una tarde, tarde venturosa, el pobre viejo llegóse á la portería y estuvo en ella de tertulia con sus ex compañeros, que le recibieron bromeando acerca de su suerte estupenda.

García, el gran García, habíase redimido de la ominosa servidumbre —palabras del portero mayor, que, á ratos perdidos y á escondidas, enfrascábase en la lectura de periódicos revolucionarios;— García había resuelto el magno problema de vivir sin trabajar; había roto las cadenas de la esclavitud y podía reirse de todos los excelentísimos señores del mundo: era un burgués que comía, dormía, paseábase y hacía todo lo que se le antojaba, sin sujetarse á otros mandatos que los de su voluntad omnímoda.

García, en el primer impulso de aquella su voluntad omnímoda, hubiera renegado airadamente de los envidiables goces que le atribuían en su nuevo régimen de vida. Pero contentóse con sonreír irónicamente, y al oir el timbre de llamada de Su Excelencia, se levantó como movido por un resorte, y avanzó dos pasos hacia el pasillo. Se detuvo, y para disculparse, murmuró azorado:

—¡La fuerza de la costumbre!


* * *


Varias tardes volvió á asomar las narices por la portería, y acaso habríase impuesto como una obligación tal visita á diario, porque como los enfermos faltos de aire que ansiosamente aspiran el oxígeno encerrado en un balón, el viejo jubilado aspiraba en la portería el aire benéfico y confortador que fuera de aquel lugar parecía faltarle.

Susceptibilidades propias de gente vieja le alejaron de la portería. Creyó notar que sus camaradas en activo recibíanle como se recibe á un visitante importuno, que cansa y molesta: una vez que llegó á la hora del café, no le ofrecieron, «ni por cumplido», un sorbo; en otra se olvidaron, en una ronda de cigarros, de darle uno; en cierta ocasión en que metió la cucharada acerca del mejor desempeño de una faena porteril, el «mayor» gruñó entre dientes: «García, eso es ya cosa antigua: ahora se hacen aquí las cosas de otra manera.»

Y por estos desprecios y salidas de tono, García juróse no volver á poner más los pies en la Casa, aquella Casa ingrata, á la que dedicó toda su existencia, todo su cariño.

Y vuelta á matar el tiempo, ahora sin solución de continuidad, en tan aburrido y abrumador propósito; á convertirse en eterno azotacalles y en eterno espectador de la vida del arroyo; á bostezar de tedio; á irse muriendo poquito á poco entre la muchedumbre de transeúntes, cada uno de los cuales va á algo determinado y concreto, mientras que él, yendo á todas partes, no iba á ninguna. Y para él era el mejor de los días aquel en que, al volver á su ruidoso hogar, podía decirle á su Pepa: «Hoy he visto al Sr. Tal, de la oficina. Me ha saludado.»

Las mañanitas y las tardes en que el padre sol luce sus esplendores, García va solo, paso á paso, á la Moncloa, siéntase en un banco y se entretiene en la lectura de El Imparcial, su periódico.

Algunas veces no tiene ganas de leer y fisga cuanto ocurre en torno suyo, hasta que interrumpe el fisgoneo una invencible somnolencia, que le hace dar unas cuantas cabezadas. Y en este estado de duermevela, García sueña... ¡Sueña que aun es portero!...

¡Cuántas veces despierta azorado al escuchar la campana de algún tranvía que pasa cerca de su banco! Se refriega los ojos, se levanta como un autómata, y mira.

Y, al darse cuenta de la realidad, déjase caer abatido en el asiento, y musita, como quien acaba de recibir una dolorosa decepción:

—¡No!... ¡No ha llamado Su Excelencia!...

El collar de la Princesa

Los ojos de la hermosa princesa Brisamor son como esmeraldas cuando el sol las acaricia con su lumbre de oro.

Los ojos de la hija del rey Amaranto jamás han sido empañados por el pesar.

Desconoce lo que es padecer, y su vida es como la de esos riachuelos del país del Encanto, que se deslizan plácidos entre riberas cuajadas de flores, sin que el espejo movible de sus aguas copie el negro nubarrón de las tempestades: el cielo que copia es eternamente azul, sonríe eternamente.

Todo cuanto rodea á Brisamor es azul y risueño: ni la más ligera nubecilla, formada por el desencanto ó la contrariedad, ha ensombrecido el espejo de su alma inocente.

Ni aun Eros, la más tiránica de las divinidades, ha sido huésped enojoso, como lo es casi siempre que se alberga en los humanos corazones: Brisamor se ha casado enamorada de su primero y único pretendiente, el príncipe que para galán hubieran soñado las más románticas princesas.

Todo sonríe en el camino de flores y de venturas que el destino ha trazado á la gentil y hermosa hija del rey Amaranto.

Sus ojos, del color de las esmeraldas cuando el sol las acaricia con su lumbre de oro, jamás han sido empañados por el dolor, antes por el contrario, de día en día es su brillo más intenso: que la alegría de vivir es antorcha prodigiosa para iluminar las pupilas de los mortales.


Ha llegado á la corte de Amaranto un viejo estrambótico llamado Alfa, que cubre su esquelético cuerpo con una arlequinesca hopalanda bipartida: rosa y negro son sus colores, y la caperuza con que se cubre es de un tejido de oro que deslumbra.

Alfa, según la Fama, que es solícito pregonero de los contados seres excepcionales que hacen su derrota por el mundo, es un prodigio de sabiduría: á su lado, Salomón y Merlín son unos parvulillos. Alfa lo sabe todo, no ignora nada; lee como en un libro abierto en los ojos de los mortales y en aquellos otros de inmensidad abrumadora que parpadean de noche en los cielos: sabe curar todas las dolencias del cuerpo y del espíritu. Es un mago, un taumaturgo, un encantador que sólo tiene un rival invencible en el tiempo, ese gran tirano de los seres y de las cosas, en el cual todo nace y todo muere, transformándolo todo á medida que avanza en el camino del que ningún hombre sabe el comienzo ni el fin.

Alfa ha sido alojado espléndidamente en Palacio, que para reyes discretos valen uno y lo mismo sabios y príncipes.

Ha platicado con Brisamor: ha leído en las esmeraldas de sus ojos su felicidad, y ha escuchado en silencio las palabras de la Princesa, que dicen no saber lo que son lágrimas ni duelos: unos cortesanos aduladores, valga el pleonasmo, han predicho que tan hermosos luminares nunca jamás serán inundados por la ola de llanto que forma la pesadumbre.

El sabio de la hopalanda bipartida ha sonreído como sonríe el sol entre nubes de tormenta: desmayada y melancólicamente. Al ser interrogado por Brisamor, que le pide confirme los halagadores presagios de su corte, ha respondido enigmáticamente:

—No hay tallo, rama, flor ni hoja de árbol que el viento no humille.

Y no ha dicho más el perínclito y sapientísimo señor, que recibe, en vez de plácemes por su apotegma, sonrisitas desdeñosas del entonado auditorio. Brisamor ha hecho un gestecillo que el sabio traduce por un «¡Pobre hombre, qué chiflado está!»


La princesa Brisamor es madre de un niño hermosísimo: Alfa, que ha asistido al alumbramiento, ha ahorrado á la ilustre dama los dolores y molestias que tal lance ocasiona.

Ahora más que nunca se siente venturosa Brisamor, y bendice al cielo, que ha colmado sus ansias con el regalo de aquella encantadora criatura, en la que resume todos sus amores é ilusiones.


Por vez primera la hija del rey Amaranto ha sentido inquietud extraña y sus ojos no esplenden la luz de siempre.

Al despertar en aquella mañana y acercarse á la regia cuna le ha parecido ver un lirio caído en la nieve.

Alfa acude al llamamiento de la conturbada madre.

Quédase mirando fijamente al augusto enfermito, y aunque sabe que su dolencia es leve, por ocasionarla un empacho, quiere dar una lección á Brisamor y tomarse el desquite de las sonrisitas y desdeñoso gestecillo con que fué acogido su apotegma del dolor.

Frunce el ceño, se quita la áurea caperuza, llévase la palma de la diestra mano á la frente y finge ensimismarse en trascendentalísima meditación...

Suspira, vuelve á mirar al niño y dice con voz pausada, que suena como nunca ha sonado voz humana en los oidos que le escuchan:

—Plegue á la voluntad divina, señora, que encontremos el remedio para curar la extraña dolencia de vuestro hijo...

—¿Tan difícil es?... —pregunta Brisamor, aunque sobresaltada, con acento que trasluce la soberbia de los que se creen todopoderosos.

—Dificilísimo —replica lacónicamente el viejo, sacando del bolsillo de la parte negra de su hopalanda un estuche repleto de frascos diminutos: recoge uno qué contiene un licor oleoso, y entregándoselo á la Princesa, reanuda el diálogo:

—Preventivamente daréis á beber al enfermo el contenido de este frasquito... Después...

Torna á suspirar y torna á llevarse la mano á la frente, como agobiado por un pensamiento torturador.

—¿Qué remedio necesitáis?... No titubeéis, señor, en decírmelo. Sea el que sea, se conseguirá; yo os lo prometo —insiste, trémula, Brisamor.

—Es casi imposible concertar remedio tan singularísimo. Para salvar á vuestro augusto hijo es preciso rodear su cuello con un collar de diamantes.

—¡Un collar de diamantes! —exclama la princesa en ese tono de voz que pone la alegría de vencer un obstáculo que se teme insuperable, y la ironía amarga del que descubre la exageración de un peligro irrisorio.

—Sí —replica Alfa sin inmutarse,— un collar de diamantes, todos de un mismo tamaño, de igual peso y de idéntico brillo. Para que surta su portentosa eficacia, es preciso que antes que anochezca ciña la garganta del enfermo... ¡Juzgaréis que todo esto es casi irrealizable!...

—¡Lo tendréis! —afirma con altanera concisión la princesa.

—Y yo me felicitaré del hallazgo tanto como vos, señora —dice, con sonrisita de incredulidad, el viejo taumaturgo, cubriéndose con su áurea caperuza y dando por terminada la visita.


Brisamor ha requisado con ansia febril su espléndido joyero; ha reunido los collares de diamantes, y éstos rápidamente han sido desmontados por un famoso engastador. Los que parecen ajustarse á las condiciones exigidas por Alfa son separados.... y con ellos no puede trazarse el collar: faltan dos terceras partes.

Multitud de emisarios han recorrido, en nombre de la atribulada Brisamor, las joyerías de la capital, las casas de los cortesanos y las de aquellos que se sabe guardan diamantes.

Como cascada de luz deslumbradora ha caído sobre la mesa del engarzador toda la pedrería que se ha logrado reunir, y el diamantista, desolado, ha advertido que el collar no podía formarse...

Llevado de un piadoso deseo, lo ha trazado, presentándoselo á la princesa, que, rebosante de satisfacción, se lo entrega á Alfa, diciéndole triunfal:

—Ahí tenéis el remedio que os parecía imposible concertar.

Brisamor se sienta en una silla, al lado de la cuna, y atisba, no sin angustiosa inquietud, al viejo, que repasa el precioso collar, que finge hilo de luz irisada en la mano rugosa que lo sujeta.

El taumaturgo mueve la cabeza, y, con terrible parsimonia para una madre que aguarda, deposita la deslumbrante joya sobre un velador próximo.

—¿Qué hacéis? —ruge, más bien que habla, Brisamor.

—El collar no sirve —dice Alfa con acritud.— Los diamantes parecen, pero no son todos de un mismo tamaño, de igual peso y de idéntico brillo...

—Entonces...—murmura, trágica, la madre.

—Entonces... No se salvará vuestro augusto hijo.

A la conclusión de su mortal sentencia, Alfa hunde su puntiaguda barbilla en el pecho. La princesa, con los codos apoyados en la cuna y la cabeza entre ambas manos, llora.

Llora sin consuelo, aquejada de un dolor que desgarra las fibras de su sér.

El taumaturgo acércase paso á paso hacia la sin ventura, y, al estar á su lado, dobla su cuerpo hasta emparejar su cabeza con la de Brisamor, y murmura conmovido:

—¡Cesad en vuestro lloro, Princesa!... ¡Vuestro hijo se ha salvado! ¡Mirad!...

Y señala con el índice de su diestra el regazo de Brisamor, que lanza un grito de profundo asombro y se refriega los ojos, empañados de llanto, como si dudase de la realidad de lo que mira.

En su regazo hay un montón de diamantes que irradian luces cegadoras por su intensidad.

Brisamor hunde sus perlinas manos de hada en el montón prodigioso, é interroga, anhelante de venturosa esperanza y de curiosidad:

—¿Estos diamantes...?

—Son vuestras lágrimas, señora—dice reverentemente el portentoso viejo, mientras que saca del bolsillo de la parte rosa de su hopalanda un hilillo de oro, y, como por arte mágico, ensarta los diamantes, que recoge del regazo principesco, hasta formar un collar, que entrega á la maravillada Brisamor.

—Fijáos, señora —la advierte en tono solemne:— todos estos diamantes son de un mismo tamaño, de igual peso y de idéntico brillo, como tallados por el dolor, que en todos los humanos corazones fabrica lágrimas... No para vuestro hijo, cuya insignificante dolencia está ya curada, sino para vos, princesa, es este collar, con el que os ruego os adornéis.

Y acentuando la gravedad en su discurso, terminó de decir el viejo taumaturgo:

—Ese collar confirma mi aserto de que no hay tallo, rama, flor ni hoja de árbol que el viento no humille, ni existencia humana que el pesar no visite... Un hijo, señora, aun á las madres más venturosas, las hace saber lo que es el dolor.... ¡lo que son lágrimas!

El alma del público

En la tertulia nocturna que se forma en la señorial morada de la Condesa de Almeida, dama prócer del más puro y rancio abolengo aristocrático, constituyese en cantón independiente un corrillo, en el que figuran un senador por derecho propio, rechonchete y parlanchín, que, las contadas veces que ha dicho «esta boca es mía», en la alta Cámara, ha empezado con un «Entiendo yo, señores»; un bizarro general, más famoso en los campos de Venus que en los de Marte; un D. Felipe Gutiérrez, banquero y cristiano, aunque parezca turco por el número de «odaliscas» que sostiene con munificencia de nabab; y D. Jerónimo Acuña de Mendoza, magistrado del Supremo: un cuarteto que suma un total de doscientos cincuenta años: los cuatro señores son calvos, y solemnes; juegan al tresillo, y cuando no juegan, discurren sobre trascendentales problemas políticos, jurídicos ó sociales, charlan de sus dolencias, ó rememoran su mocedad.

Una de estas noches, y á propósito de una sangrienta colisión habida en las calles por la chusma insubordinada, derivó el dialogar de los sesudos vejestorios hacia la particularísima psicología de las multitudes.

—Entiendo yo, señores míos —afirmaba quien ustedes se suponen— que el alma de las muchedumbres es perversa y...

—¡Alto allá, Peribáñez! —refutaba el banquero, un Pangloss con automóvil— las muchedumbres son siempre manadas de borregos.

—Amigos míos —intervino el General,— borregos que se convierten en leones. Recuerdo yo que cuando lo de Treviño...

Y disponíase á colocar por milésima vez lo de la heroica carga, cuando Acuña cortó el hilo de su narración, afirmando gravemente:

—Difícil, por no decir imposible, es determinar el espíritu de las multitudes: depende de la clase de individuos que las componen, de la causa que los impulsa, y del momento en que se manifiestan; siempre son masas inconscientes, volubles, impresionables, á las que guía, no el sereno dictado de la razón, sino el del sentimiento...

En una noche, para mí inolvidable, pude apreciar la versatilidad del monstruo de mil cabezas, como se llamaba en mis tiempos al «respetable» público.

Fué la cosa en un teatro, y por la fuerza de las circunstancias, resulté el anima vili de los «morenos», porque, yo, señores míos, he sido cómico cantante en uno de los más populares coliseos de la villa matritense...

Asombro inaudito produjo la declaración de D. Jerónimo.

—¿Tú, cómico? —preguntó el General.

—¿Cantante el respetabilísimo Acuña? —siguió Peribáñez.

—¡Cosa estupenda é increíble! —agregó el Banquero.

—Sí, amigos míos; el lance es una de esas contadas páginas sentimentales y quijotescas que los hombres escribimos en nuestra historia. Para mayor claridad de lo que se sigue, conviene puntualizar que yo era en aquel entonces, joven, gallardo y un poquito calavera: acababa de recibir mi título de doctor en leyes, y me disponía á ingresar en la magistratura. Poseía una voz de barítono que los amigos declaraban de «primissimo cartello», y era asiduo concurrente al minúsculo escenario del salón-café de Eslava, hoy radicalmente transformado.

La causa de mi asiduidad, aparte mis aficiones á la farándula, obedecía á una gentil suripanta, que tal nombre recibían las coristas en la época del polisón. ¡Qué mujer, señores, tan guapa, tan reidora, tan espléndida de carnes, tan desaprensiva!... Habíale puesto yo cerco, y cuando más próximo creía mi triunfo... un tramoyista, más feo que el respetabilísimo é inolvidable don Claudio Moyano, que en tales calendas era tenido como el hombre más feo de España, llevóse de rositas á la dama de mis malos pensamientos. Final tan lamentable para mi amor propio, no hace muy al caso en mi relación, es sólo un inciso que prueba mi mala suerte en aventuras galantes, y corrobora que es axiomático el adagio de que el hombre y el oso...

En la noche de autos, perdónenme el terminillo, llegué, como de costumbre, á la caja de pasas, es decir, al escenario en donde pretendía alcanzar sabrosísima victoria.

Había empezado la ciento y pico representación de una revista simbólico-bailable: la música, tan ligera como la ropa en que se envolvían las esculturales hembras que interpretaban la obrilla, hízose popular, y no había guitarra de ciego, piano casero ó de café, acordeón, ni voz de Maritornes, que no «ejecutase» la partitura de Los demonios colorados, que tal se llamaba la afortunada producción escénica, especialmente, un dúo grotesco entre un gomoso y una damita cursi. Esto, era el obligado en toda tertulia de Cachupín, y aun en las más entonadas de la aristocracia. Con el dúo éste alcancé yo más de un ruidoso triunfo en casa de las de Veloncillo y de las de Paniagua.

Bueno; ato ya de manera definitiva la bolsa de los recuerdos juveniles, y, ciñéndome al caso, he de decir á ustedes que en tal noche encontré, con cara de las que anuncian un desastre, á Pepe Valdecilla, primer actor y director de la compañía, cómico excelente y que aun cuando cantaba como una grulla, era muy admirado y querido del público. Al ver á Valdecilla tan tristón y preocupado, sospeché que había recibido algún disgusto gordo, de los que con harta frecuencia se originan entre cómicos.

No era esto lo que ponía al hombre en tan manifiesta y dolorosa inquietud, sino algo más íntimo y sensible. Su mujer le anunciaba, desde Valencia, adonde había ido á pasar una temporada, que Isabel, su hija, había sido atacada de insólita enfermedad que ponía en riesgo su vida.

En cumplimiento del deber, salió el malaventurado padre á escena, y en tal punto, penetró en el escenario un ordenanza de telégrafos.

Valdecilla advirtió la entrada del mensajero, demudóse su rostro, se alteró su voz, y dando un corte al diálogo altamante cómico que sostenía con unos diablillos estrafalariamente cubiertos con descomunales sombreros de copa, metióse entre bastidores, recogió con ansiedad dolorosa el telegrama, rasgó, temblando, su cierre, y leyó...

Y todos leímos también en los ojos del infeliz la noticia escueta, brutal, trágica...

Sollozó, y cuantos presenciábamos el lance, rodeámosle impulsados por afectuosa conmiseración.

«¡Ha muerto!... ¡Hija de mi vida!», hipaba estrujando el funesto papel.

El traspunte, olvidándose, en cumplimiento de su oficio, de que era hombre, y padre de familia, acercóse al grupo, diciendo con voz no muy firme:

«¡Don José, prevenido!»

Y fuese corriendo á dar la «prevención» á otros artistas. Con mirada indescriptible, mirada de rabia y de angustia, de dolor y de resignación, como miraría una víctima á su verdugo, don Pepe vió cómo se alejaba aquel que, en trance tan horrible, hacía oir la voz de su deber de cómico: cuantos presenciábamos esto, sentimos el escalofrío que pone lo trágico irremediable, y nos miramos los unos á los otros en silencio.

«¡Don José, á escena!», volvió á oirse la voz.

Y don José, no salió á escena, salió, en su lugar, un servidor de ustedes...

—¡Bravo, Acuña! —palmoteó entusiasmado el Banquero.

—Conociéndote como te conozco, esperaba tu salida —indicó conmovido el General, dándole una cariñosa palmadita en el hombro.

—¡Rasgo admirable! —asintió el Senador, frotándose rápidamente con la diestra las narices, que era su forma característica de manifestarse emocionado.

—Salí llevado de ese impulso generoso que no razona, y que, según las circunstancias, convierte al individuo en heroico defensor, ó en paladín ridículo. Mi aparición produjo en la sala, y entre bastidores un murmullo de sorpresa. La damita que había de cantar conmigo el famoso dúo, acercóseme azorada, y en voz baja me preguntó: «¿Por qué sale usted, hombre de Dios?...» El hombre de Dios, hubiérale replicado: «Señora, por caridad, por evitar á su infelicísimo compañero que apure hasta las heces el cáliz de su amargura; porque no se dé el horroroso contraste de que un hombre que sólo tiene en su garganta sollozos, cante alegremente, en tiempo de vals, el amor, y el placer, como, ahora, usted y yo, vamos á cantar.»

Pero no había tiempo para el enunciado de tal réplica.

La orquesta atacaba ya el número, y yo, muy poseído de que lo cantaría un poquito mejor que el pobre Valdecilla, solté el chorro de mi voz con propósito de lucirme: inmodestia hija de mis pocos años y de mi ignorancia; que no es lo mismo cantar en casa, á tiempo de hacerse el tocado, ó en un salón de amigos, que en público.

Yo no sé como fué; pero es el caso que, al final del dúo, solté uno de esos gallos escandalosos que obliga al que los oye á llamar «animal» al que lo suelta. Y animal, y aun cosas más denigrantes, me llamaron los «morenos», mientras que me obsequiaban con una grita fenomenal, estupenda.

Quedóme anonadado, sobrecogido de espanto, como si me hallara frente á frente de una fiera monstruosa, apocalíptica, irritada, que rugía feroz y estruendosamente. Miré á mis pies por ver si había cerca un escotillón para hacer mutis. Entre bastidores, acentuábase el rumor de las protestas, y manos airadas se alzaban contra mí. El empresario me gritaba furibundo: «Sálgase usted ya, hombre.» La damita, mi compañera, temblando como la hoja en el árbol, murmuraba entre dientes algo así como: «¡Estúpido!» Y yo, señores, que reacciono, que me sublevo contra la despiadada conducta del público, así la juzgaba.

Irreflexivamente también, avancé hasta las candilejas, tendí las manos hacia el «respetable», que enmudeció repentinamente, y, dije, poco más ó menos: «Señores: perdonen ustedes que yo haya cantado en lugar del notable actor Valdecilla, que en estos momentos acaba de recibir la horrible noticia de la muerte de una hija suya. Por piadosa conmiseración he salido á sustituirle.»

El público, el monstruo de las mil cabezas, el niño terrible é impresionable, recibió mis palabras con un aplauso unánime, entusiástico, ensordecedor. «¡Bravo! ¡Bravo!», repetían mil bocas: las damas agitaban los pañuelos, y, yo, ante tales demostraciones, sentí honda emoción, las lágrimas anublaban mis ojos, y, á instancias del público, hubo de repetirse el dúo que yo canté en el estado de ánimo que ustedes supondrán. Repitióse formidable y estrepitosa la ovación, me vi, sin saber cómo, entre bastidores, rodeado de casi toda la compañía que me felicitaba. Valdecilla estrechó efusivamente mi mano, y me dijo: «Nunca olvidaré lo que ha hecho usted por mí.» El empresario, librándome de abrazos y apretujones, me llevó á un rincón, para susurrar en mis oídos tentadoras proposiciones: quería contratarme, porque acababa de entrar en el teatro por la puerta grande que —según aseguraba— es por la que sólo entran los actores que han de ganar muchos aplausos y una «barbaritat» (era valenciano) de dinero.

—¿Y no aceptaste la halagadora proposición de empresario tan vivo? —preguntó irónicamente el General.

—¡No! Nunca. En aquella noche me enteré de lo que era el alma de las muchedumbres, y me aterrorizó conocerla. Es muy posible que si no me hubieran llamado animal á coro, ni me silbaran tan espantosamente, á estas horas, en vez de servir, como sirvo, á la austera Temis, sirviera á la regocijada Talía.

La mujer de palo

La Fama, que muchas veces trompetea á tontas y á locas, pregonaba que no había en la patria del Cid mortal tan venturoso como el mesonero de Pedrules, Juan Otáñez, marido de la mujer más gentil, graciosa y encantadora que hubo de verse metida en el rudo tráfago de hospedar la variada y pintoresca muchedumbre de viandantes que hacían su camino por tierra de Castilla.

Por hombre dichoso teníase á Otáñez; su mesón era uno de los más frecuentados en muchas leguas á la redonda; en su gaveta escondíanse prudentemente, para evitar deslumbres de ojos y malos pensamientos, algunos centenares de áureos redondelitos sellados con la efigie del señor rey D. Felipe III; ningún marido más afortunado, por ser Maricruz, su mujer, dechado de gracias y perfecciones pertinentes al cuerpo, y de aquellas, más preciadas y perennales, del alma.

Pero, la felicidad es fruto que nadie saborea con entera placidez: al envidiado y envidiable Otáñez amargábale el dulzor de sus venturas el acíbar de los celos, que era el mesonero sobrado receloso, sin duda por el natural temor que en los varones avisados y prudentes pone un excesivo y continuado bienestar.


* * *


Víspera de San Juan, y á punto de atardecer, invadió el mesón multitud de forasteros que acudían de los pueblos aledaños á la renombrada feria y alegre romería de Pedrules: hidalgos, hidalguetes é hidalguillos, buhoneros, arrieros, frailes, labradores, faranduleros de tan ruin pelaje como ensoberbecida catadura, doctores, cuadrilleros de la Santa Hermandad, y hasta un respetabilísimo señor Corregidor venido de la corte, aposentáronse, conforme á lo prieto de sus bolsillos, en el mesón convertido en colmena espantada: tan formidable era el ruido como mareante el trasiego: el señorío ocupaba, como es de razón, los mejores aposentos, y la gentualla acomodábase, como bien podía, en los zaquizamíes disponibles, en el pajar, en la cuadra y en los patios.

Cuando mayor era el estruendo y el tráfago en la babel mesoneril, detúvose á la puerta, caballero en un mal rucio, un hombre como hasta de unos treinta y tantos años, vestido con una hopalanda de paño negro y tocado con un gorro de terciopelo granate, de forma análoga al que traen los bufones, y para ser más propio el remedo, orlábanle múltiples cascabelillos de plata. Desmontóse de su maltrecha cabalgadura, y con ínfulas de virrey, aderezando el mandato con golpecitos á la escarcela henchida de ducados, ordenó se le habilitase uno de los mejores aposentos, al que habían de trasladarse con suma diligencia dos grandes cajas que porteaba el rocín, y que á éste se le regalara con un espléndido pienso. Dispusiéronse los mozos á ejecutar lo ordenado por hombre de tan extravagante catadura, cuyo hombre, sin parar mientes en los ojos de asombro y en los murmullos que su presencia producía, aventuróse en el mesón con la arrogancia de un caudillo en país conquistado.

Al asomar su figura á la puerta de la vasta cocina, alambrada por los candiles que colgaban de la techumbre, las maritornes dieron un grito de asombro, y el recién llegado quedóse como en suspenso y arrobado al contemplar, á la roja llama del fogón, á Maricruz. Muy á lo galán destocóse, su cuerpo trazó una gentil reverencia, y suave y respetuosamente dijo:

—Dios guarde á la más hermosa mesonera que vieron nacidos.

Maricruz, hecha á tan ponderativas saludes, replicó con un «Buenas noches» nada afectuoso..

Cubrióse el huésped, requirió un escabel y sentóse no lejos del llar, pidiendo le dispusieran en aquel mismo sitio la cena, pues se holgaba de comer en tan gentil compañía. Era de suyo entrometido y parlanchín el de la hopalanda, y, donairosamente, pegó la hebra con las mozas del mesón, que, más atentas á sus menesteres que á seguirle el humor al desconocido, respondíanle con desesperadora parvedad.

Tanto y tanto parló el huésped y tales cosas dijo de lo que motivaba su estancia en Pedrules, que, Maricruz y sus fámulas, mujeres al fin, pararon un instante en sus faenas para contemplar, entre recelosas y asombradas, al que tales maravillas anunciaba. ¿Seria posible que las realizase personaje tan estrafalario?...

El hombre del gorro tintineante, como quien habla la verdad, juró en Dios y en su ánima, que los pedrulenses habían de ver prodigios al día siguiente. Y para no romper el velo del misterio, tan necesario en su empresa, rogó al femenil concurso no divulgara sus propósitos, y á Maricruz que le facilitase uno de sus trajes, en prenda del cual dejó gallardamente sobre el fogón una cadena de oro que traía al cuello.

Al depositar la rica presea, asomó su cara de inquietudes el mesonero. Quedóse mirando de hito en hito al huésped, y como en todo veía Otáñez reflejada la ruindad de las ideas que le hurtaban el contento de vivir, sobresaltóse con el hallazgo en la cocina de tal pajarraco, el inexplicable depósito de la cadena, y el charloteo de las mozas.

Después de pedir desabridamente la cena para el señor Corregidor de la corte, salióse Otáñez de la cocina, no sin dirigir miradas de basilisco á Maricruz y al prójimo del gorro, que, impávido, había vuelto á sentarse en el escabel.


Poco á poco fué el silencio desvaneciendo la algarabía del mesón: casi todos los huéspedes dormitaban en sus camastros; en las callejas del pueblo rompía la solemne calma de la noche el acordado sonar de guitarras y de coplas con que los mozos festejaban á las mocitas, colgando en sus ventanas los clásicos ramos de San Juan.

Otáñez, todo ojos y oídos, vigilaba el mesón ¡quiso la Casualidad, que tan prodigiosamente dispone tragedias para reir y sainetes para llorar, que al hacer la requisa en uno de los corredores se sobresaltara quien en perpetuo sobresalto vivía, al sorprender un rayito de luz que se escapaba por la cerradura de la puerta, y al escuchar, como un murmullo, el diálogo sostenido por una voz de mujer, suave y suplicadora, y la más recia é imperativa de un hombre: la luz y el rumor detuvieron á Otáñez en su ronda, poniéndole en muy justificada inquietud, por cuanto en aquel aposento sólo debía de encontrarse un huésped: el hombre de la hopalanda negra y del gorro con cascabeles.

No hay para qué pedir la exquisita corrección de un noble prócer á quien rige una posada, y menos aún si es de un natural tan receloso como Otáñez; disculpemos que, bellacamente, pegara el oído á la puerta. Escuchó muy pulidas frases de amores á las que replicaba con acento desmayado una mujer... Quedóse como estatua Otáñez: aquella voz sonaba como la de Maricruz. Y para aumentar el azoramiento de su siempre azorado espíritu, oyó decir al hombre algo que sonaba á «gentil mesonera de Pedrules». Arrastrado por la fatalidad, el posadero miró á través de la cerradura.

Y en tal punto, la pluma rebelde, no atina con los vocablos precisos para pintar el gesto de Otáñez al sorprender el cuadro que, por tan ruin agujero, hubo de ofrecérsele. Fué gesto en el que se mezclaban el dolor, la sorpresa y la ira más inauditas: en su garganta quebróse, como rugido de fiera, un grito de inmensa angustia: Sentada en un sillón de cuero, creyó ver, á la luz de un velón de Lucena, á Maricruz, su mujer, y, en pie, al huésped de la cocina, el cual ¡inaudito espectáculo! ajustábale la gargantilla de corales que caía encima del pañuelo de seda azul, ceñido al busto...

Como chispazo sobre pólvora, así la furia de Otáñez estalló rápida y espantosamente. Rugiendo una maldición, su apuñada diestra cayó ferozmente sobre el débil muro de madera que ocultaba la más negra de las perfidias. Saltó la cerradura, quedó abierto el aposento, y cual rayo mortífero penetró Otáñez como loco, tartamudeando frases de odio y de venganza; acercóse al sillón; sus manos, temblorosas de ira, buscaron el cuello de la mujer que permanecía quieta, impasible, muda: al empuje, cayó como masa inerte el cuerpo de la infame, que al dar contra el suelo enladrillado, produjo un sonido sordo, á hueco, que retumbó lúgubre en la estancia.

Erizados los cabellos, extraviados los ojos, bordeados de espuma los labios, trémulo, quedóse el vengador contemplando estúpidamente su obra, sin escuchar las voces de socorro del hombre de la hopalanda, ni el violento y continuado tintinear de los cascabelillos de su gorro bufonesco; sin advertir tampoco que el corredor y el aposento poblábanse de curiosos, atraídos con los insólitos ruidos de la tragedia.

Avanzó grave y solemne el huésped Corregidor, y tocando en el hombro al malaventurado mesonero, le pidió nuevas de lo que motivaba su feroz continente y verse aquella mujer caída en tierra y aquel hombre aterrorizado que imprimía el temblor de su cuerpo á los cascabelillos de su gorro.

—¡La más horrenda injuria que su señoría puede imaginarse —tartamudeó roncamente Otáñez.— Ese hombre, encontrábase encerrado aquí con esa mujer que, en menguada hora hice mía —y clavó su vista airada en la que caída é inmóvil, como muerta, había á sus pies.

Al declarar esto, sonaron múltiples y alegres carcajadas en el auditorio, con gran enojo del usía de justicia, y asombro inaudito del vengador de su agravio. Uno y otro volviéronse airados hacia el concurso, y, á pesar de la gravedad del cargo, el usía Corregidor rió hasta dar hipidos; Otáñez quedóse con boca y ojos muy abiertos como quien presencia algo pasmoso é inconcebible.

Maricruz, la propia Maricruz, su mujer, estaba de pie á sus espaldas, contemplándole con mirada entre sorprendida y reprochadora.

Aprovechó tal momento el prójimo de la hopalanda para decir con voz que pretendía hacer firme, encarándose con el Corregidor, y quitándose reverentemente el gorro:

—Lo que acaba de ocurrir, parece cosa de embrujamiento: yo, ilustre señor, soy un pobre hombre que rueda por el mundo, valiéndome, para ganarme el pan de cada día, de un raro don con que á Dios plugo favorecerme: esto es, yo soy ventrílocuo ó imitador, bastante afortunado, de voces diversas, y, aun cuando soy yo solo el que habla, parece que hablan muchas más personas. Me valgo de mi arte en todas las ferias, romerías y regocijos populares, y para que la ficción sea mayor, me sirvo de esta muñeca que es de palo —y señaló á la inerme figura tendida en el suelo.— Al entrarme en este lugar y saber la fama que en él goza la dueña del mesón en que nos vemos, ideé presentarme mañana en la plaza, trazando un coloquio en que pareciese intervenía la hermosa mesonera. Pedíla á ésta sus ropas, accedió á mi solicitud, encerréme en mi aposento y hallábame discurriendo la farsa, cuando este hombre, ó diablo, como ráfaga de mortífero huracán, cayó sobre la mujer de palo que ahí yace, quebrándome uno de los más importantes auxiliares de mi industria.


* * *


¿La lección aprovechó al celoso mesonero?... ¿Quién podrá negar ni afirmar nada tratándose de enfermedad tan perniciosa que trueca, como Don Quijote, los molinos en gigantes, y los rebaños de ovejas en ejércitos?...

Lo que sí es notorio es que el mesonero, sin duda para castigar el mal pensamiento que hubo de haber contra Maricruz, mandó colocar á la entrada del mesón un gran letrero, en el que se leía:


LA MUJER DE PALO
ANTIGUO MESÓN DE OTÁÑEZ

Los ricos improvisados

Con los cincuenta y pico de años frisaba ya mi buen amigo D. Polibio Antúnez cuando tuvo la suerte de heredar á un tío suyo multimillonario, al que no conocía más que «de oídas», uno de esos tíos de novela que en la niñez abandonan su pueblo, descalzos y con los pantalones rotos, y retornan al cabo de los años mil á sus lares, podridos de dinero, con una afección crónica al hígado y un humor endiabladamente melancólico é irascible.

Don Polibio y D.ª Margarita, su mujer, creyeron soñar despiertos al verse en una notaría y saber de boca del representante del Nihil prius fide, que tenían á su disposición doscientos mil duros, mal contados, multitud de fincas rústicas y una posesión espléndida llamada El Castañar, en uno de los más pintorescos é ignorados valles asturianos.

Don Poli y señora, por el bien parecer, intentaron verter unas lagrimitas á la memoria del difunto; pero así como así no asoma el llanto á los ojos: redújose toda la manifestación de pesar á un forzado suspiro y á un «¡Pobre tío Pepe!», dicho á dúo con acento plañidero.

Y en la misma noche del día en que visitaron al notario, los Antúnez, ¡oh, Humanidad ingrata!, pusiéronse de veinticinco alfileres, y observantes del refrán egoísta del muerto al hoyo y el vivo al bollo, fuéronse á un famosísimo restaurant, bautizado en inglés —que ahora lo inglés priva en Castilla,— á endulzar la amargura de haber perdido un tío como aquel tío de Asturias. Esto de darse un banquete servidos por camareros con frac y calzón corto era el anhelo mayor del matrimonio desde hacía veinte años.

Comieron opíparamente, como buitres, y en un tris estuvo que, á consecuencia del hartazgo, no fueran á reunirse en el otro mundo con tío Pepe. El cólico fué horroroso, y Antúnez, que á ratos sentíase filósofo, dedujo axiomáticamente que no basta ser rico para disfrutar de los placeres sibaríticos de la gula, sino que hay que saber comer, ciencia ignorada de los pobrecitos de la clase media que no conocen á Brillat-Savarin ni de oídas.

Naturalmente, Antúnez presentó la dimisión de su modesto empleo en Hacienda, y frotándose las manos de gusto, aseguró á su mujer:

—¡Ahora sí que vamos á ser felices, Margarita!


* * *


No tuve otro remedio, para corresponder á las muy cariñosas y reiteradas instancias de los Antúnez, que declararme su huésped una corta temporada en su magnífica posesión de El Castañar. Formaba ésta un dilatado parque, poblado de hayas y castaños: la casa, toda de piedra, no desdecía del nombre de palacio que le daban los del país; la finca hallábase bastante alejada del pueblo, y rodeábala una cerca de cal y canto.

Con muestras de cordial afecto recibiéronme los esposos, y yo, que llevaba sin verlos más de dos años, hube de admirarme del cambio radical operado en sus personas: los Antúnez, que podían servir de modelos para esos anuncios en que de modo gráfico se demuestran los saludables efectos «después de tomar el chocolate», presentáronseme tan escuchimizados, paliduchos y ensombrecidos como «antes de tomarlo».

Don Poli, al advertir mi sorpresa, me dijo con acento gemebundo:

—Ya te hablaré, chico, ya te hablaré; ¡esto es un infierno!...

La señora afirmó suspirante:

—¡Lo que se dice un infierno!...

Pensé al oirles que tal vez les resultara de un aburrimiento mortal la vida en el campo, ó que acaso los del pueblo habíanles tomado ojeriza y empleaban contra ellos todas esas artes ruines de que se valen, mansurrona y tenazmente, los indígenas para hacer insoportable la existencia á los forasteros que no les han caído en gracia.

Después de cenar quiso Antúnez que diéramos un paseo por el parque. La luna iluminaba de lleno las calles abiertas entre árboles seculares. Don Polibio y yo discurríamos pausadamente, gozando de la excelsitud de una noche en la que la Natura ofrecíase en solemne quietud y misterio á la luz del satélite.

De pronto Antúnez, parándose ante mí, me preguntó:

—¿Tú crees que mi mujer y yo somos felices?

Y como yo expresara con un gesto mi asombro por tan insólita pregunta, continuó, sonriéndose irónicamente:

—Pues no, señor, no lo somos. A ti, que eres uno de mis mejores amigos de toda la vida, se te puede hablar claro, decir la verdad. Estábamos mejor, cien veces mejor, cuando vivíamos en nuestros Madriles, en el tabuquito que tú sabes de la calle de Hortaleza, que ahora en esta inmensidad de finca. Me explicaré, porque veo en tu cara el estupor del que escucha algo inaudito que nos hace dudar de que esté en sus cabales el que nos habla. No estoy loco, chico; pero si esto continúa como hasta ahora, pronto daré en una casa de orates.

—Pero ¿qué es ello? ¿Qué os ocurre? —pregunté realmente alarmado.

—Pues una cosa sencillísima: que no servimos para ser ricos.

Solté una carcajada; la salida era graciosa.

—Ríe, ríe todo lo que quieras; pero en lo que acabo de decirte está todo el busilis de nuestra desdicha. No digo yo como agua de Mayo, como bendición divina, recibimos la herencia del tío Pepe. Las primeras semanas no hablábamos, claro es, más que de nuestra fantástica riqueza. Y mira tú, cuando proyectábamos abrir «nuestros» salones, viajar por el extranjero y darnos vida de príncipes, mi mujer me miraba á mí, y yo á ella, como diciéndonos: «¡Tarde piache! Ya somos muy viejos: sopitas y buen vino es lo que hemos menester, y no meternos en dibujos ni fantasías de hacer vida fastuosa, que desconocemos en absoluto, y en la que seguramente haríamos un papel ridículo.»

Y vinimos al Castañar dispuestos á vivir lo más plácidamente que pudiéramos.

Pero no se es rico sin más obligación que la de satisfacer la propia voluntad: no es oro todo lo que reluce, ni hay rosas sin espinas, ni se pescan truchas á bragas enjutas. Y perdona que charle como un Sancho Panza. La casa, el palacio, como le llaman, nos pareció desde el primer momento de una aterradora grandiosidad que nos infundía un temor misterioso. ¡Era mucha casa para nosotros!...

Aunque un poco desorientados por cambio tan radical, vivíamos venturosos, hasta el día en que el peatón de correos me entregó un sobre: el sobre contenía una hoja de papel, y la hoja estas palabras:

¡Ojo! Tarde ó temprano entrarán ladrones en su casa. Y firmaba: Un amigo.

Me quedé helado de espanto con tan lacónico y terrible aviso. ¿Ladrones en mi casa?... Y poníanseme, y se me ponen las carnes de gallina al pensar en visita tan desagradable.

Quise sobreponerme al angustioso efecto que me producía el papelito; no dar fe al anónimo, obra de la envidia ó de la enemistad, ó broma estúpida de algún palurdo malsín... La idea de ser robado, de que tal vez nos asesinaran, cristalizó en mi caletre, y sin decir palabra á Margarita, para no amargarle la existencia, como á mí me la habían amargado, me dispuse á defender mi vida y hacienda. Compré armas y un perro fenomenal de presa. Yo jamás había puesto el dedo en un gatillo, así es que hice mi aprendizaje con un recelo espantoso —que tocaba en lo cómico— de matarme ó matar al prójimo por torpeza.

León —llámase así el perro,— por su talla y por su facha, es una fiera que pone espanto. Para agotar todos los medios de seguridad, adquirí una caja de caudales de las de modernísima invención, que descerrajan un tiro al que pretende forzarlas; llené de barras, cadenas, cerraduras, candados y cerrojos todas las puertas y ventanas, y principalmente las del salón, sancta sanctorum de la casa, por colgar de sus muros auténticos Tizianos, Murillos y Grecos. Por las noches, después de una concienzuda requisa, fingía dormir para no despertar sospechas en Margarita. La pobre reíase de la chifladura de precauciones que tan de repente me había entrado. ¡Qué noches tan interminables y azorantes, pasadas en vela, atento al menor ruido, contemplando la browning que tenía en la mesa de noche, al alcance de la mano: oír ladrar á León me erizaba los pelos!

Una noche de verano, en la que el huracán con su recio ulular llenaba de sones medrosos este valle, escuché á la puerta de la alcoba un ruido que me hizo dar un salto en la cama: indudablemente alguien tanteaba torpemente la madera; oíase un respirar fuerte, jadeante. «¡Ahí están!», murmuré asustado y temblón, asiendo maquinalmente la browning. Con la loca decisión que da un terror pánico, me eché fuera de la cama.

Margarita despertó, y al verme en tal facha tragicómica en paños menores, con gorro de dormir y pistola en mano, avanzando hacia la puerta, me preguntó azorada:

—¿Qué haces?...

—Psss —indiqué, llevándome el índice á los labios.

La infeliz, llena de susto, saltó de la cama y se cogió á mí, como para defenderme de un peligro imaginario. La rechacé haciendo el papel del héroe por fuerza, y resueltamente me dirigí hacia donde sonaban, clara y distintamente, los escarceos y resuellos del intruso.

Abrí la puerta de par en par, y... ¿quién crees tú que se apareció á nuestra vista?... León, que, al vernos, lanzó un aullido de alegría.

—¿El perro aquí? —nos preguntamos sorprendidos.

El animal, demostrada su gratitud por haberle franqueado el paso, dirigióse hacia la ventana, y alzándose en pie, puso sus manos en las cerradas maderas, gruñendo ferozmente.

Mi mujer y yo cambiamos una mirada de inteligencia: habíamos dejado encerrado al perro dentro de la casa; en la huerta, á la que caía la ventana de nuestro dormitorio, alguien entró furtivamente.

Margarita me dijo: «¡Abre!», y de un soplo apagó la luz. Abrí con gran sigilo; una violenta ráfaga de aire entró en la habitación. La noche estaba algo obscura: los árboles del parque, batidos por el huracán, sonaban lúgubremente. León asomó la cabeza y ladró desaforado y rabioso. Creí columbrar entre las ramas de un hermoso peral un bulto, que muy bien pudiera ser el de un hombre. Disparé á lo alto el arma...

Repuestos del susto, Margarita y yo nos volvimos á acostar. León pasó la noche tendido al pie de nuestra cama.

No tuve la prudencia de callarme, y enteré á mi mujer de la causa de mi chifladura de precauciones, como ella decía.

Desde entonces somos dos á velar por las noches, y á sufrir la misma penosa inquietud: cuando alborea el día, caemos en un sueño que turban pesadillas horripilantes. Y así una noche, y otra, y otra, y siempre, porque lo que nos ocurre no puede tener ya remedio.

—Lo tiene —afirmé.— No hay más que no vivir en este palacio.

—Cambiaríamos tan sólo de sitio, nada más. Dondequiera que vayamos sufriremos lo mismo, porque ese maldito anónimo lo dice: «Tarde ó temprano entrarán ladrones en su casa.» ¡Y entrarán! Margarita y yo tenemos la convicción de que esto ha de suceder fatalmente. Es la espina de nuestras riquezas. ¡Ay, cuán felices éramos en nuestro cuartito de los Madriles! En él dormíamos á pierna suelta, sin temor á ser robados, porque no teníamos oro, ni papel del Estado, ni joyas pictóricas. ¡Créete que la riqueza es carga de preocupaciones, harto pesada y aniquiladora, para los ricos improvisados!

El momento oportuno

El excelentísimo señor D. Quintilio Azara del Valle, experimentó la más dolorosa de las sorpresas al «encontrarse» viejo, y sin haber realizado ninguna de las tres cosas que, según un proverbio oriental, ha de ejecutar el hombre, si quiere que su paso por este valle de lágrimas sea meritorio: plantar un árbol, publicar un libro ó tener un hijo.

¿Un hijo?... Por tenerle sería capaz del más estupendo de los sacrificios, ¡hasta olvidarse de que era millonario y que por serlo había consumido lo mejor y más florido de su existencia! De pobre abogadillo provinciano, llegó á ser, á fuerza de paciencia y de astucia, de humillaciones y de padecimientos, un Creso de la Banca, senador vitalicio, un personaje en fin. ¿Y para qué todo este oro y todos estos esplendores suyos?... Para encontrarse en los linderos de la vejez sin haber recibido lo que tantos y tantos pobrecitos hombres reciben en el propio hogar: besos de mujer y caricias de niño.

Acuciado por el loable propósito de ser pater familias, lanzóse denodadamente el excelentísimo señor en busca de esposa, sin que en este negocio, el más arduo y peligroso de cuantos hubo de emprender en su dilatado vivir, pesara las ventajas ni los inconvenientes. Como náufrago que sólo ve su salvación en alcanzar el madero que flota en el tumultuoso mar, así D. Quintilio, en el mar de la vida, trataba de asirse al matrimonio como á un leño salvador.

No es cosa que asombre el que su excelencia encontrase, á las primeras de cambio, una colaboradora para la magna y retardada empresa que quería acometer. Y tampoco hay para qué sonreírse maliciosamente si se afirma que la novia era joven, guapa, cariñosa, de conducta intachable y de una familia de las más linajudas madrileñas. ¡Así contara tantas talegas como blasones!

Fué la boda, por su fastuosidad, como las de encanto que se refieren en los cuentos de hadas. Don Quintilio, en aquel día memorable, gozó lo que en diez lustros no había gozado. Temblaba de emoción, y su dicha sería colmada si no pensase, suspirando, que aquel acto trascendental debía haberlo realizado cuando no necesitaba encasquetarse un «bisoñé» para ocultar la escandalosa calva. Pero, aparte esta reflexión retrospectiva, su excelencia considerábase el más feliz de los mortales.

Y para serlo indefinidamente —que el hombre es de sobra ambicioso— determinó liquidar su casa de banca, no parecer por el Senado, ni meterse en más negocios. Todo el tiempo antojábasele corto para emplearlo en la prosecución de su más caro ideal.

¡Oh, Lucina! La más irónica y cruel de las deidades, que así te burlas de los pobres hombres que, anhelosos, te ruegan seas propicia á sus designios de hacerlos padres, cuando se ven calvos y con patas de gallo, ridículas manifestaciones de decrepitud.

¡Oh, Lucina! Tú dejaste transcurrir uno, dos y tres años sin dar señales visibles de haber atendido la férvida demanda. Y si es cierto que la luna de miel dura lo que tarda en aparecer en escena el primer rorro, luna de miel tendrían para rato los señores de Azara.

Desconsolado D. Quintilio, desconsolada su señora, decidieron acudir á los medios á que en caso parecido acuden todos los matrimonios ricos ganosos de fruto de bendición. Consultaron en primer término con los médicos más caros, que son los más eminentes, y todos los consultados, después de profundas meditaciones, convinieron en que podría ser un hecho felicísimo lo que justamente pretendían los esposos. Y unos doctores aconsejaron los baños para doña Encarnación; baños, como es de suponer, á cientos de leguas de España, que, cuanto más lejanos, más eficaces; otros, recetaron al marido una porción de específicos de nombres enrevesados, pero de resultados maravillosos; quiénes, afirmaron gravemente que la Naturaleza, dormida, despertaría para cumplir sus fines cuando menos se lo pensara el matrimonio; quién, en fin, habló de la Calipedia, ciencia prodigiosa que los sabihondos de hogaño tachan de quimérica.

—¡Ah, señores! —exclamó el erudito y «calipédico» doctor, no se sabe si impulsado del entusiasmo ó por sutilísima ironía— si esa ciencia se practicase tal como los griegos de Pericles la practicaban, la Humanidad alcanzaría la suma perfección física como hubo de alcanzarla el pueblo heleno: las mujeres serían unas Venus y los hombres unos Apolos.

Don Quintilio, que no sabía palabra de tan extraordinaria ciencia, en cuanto regresó á casa, buscó en un diccionario su descripción, y al conocerla, sonrióse entre desdeñoso y amargo. ¡No! El no pretendía crear una Venus ni un Apolo: era más modesto en sus aspiraciones escultóricas. Con que hubiera un hijo, como lo son casi todos los hijos, se conformaba.

Don Quintilio y señora rodaron por el mundo en busca de aguas milagrosas para el delicado menester que perseguían; hicieron píos votos á los santos de todas las ermitas, iglesias y catedrales que encontraban al paso en su peregrinación... por el hijo. Don Quintilio empeoró de la dispepsia que padecía á fuerza de tragar pócimas, píldoras y sellos, convirtiendo su estómago en almacén de farmacéutico rico.

El buen señor, desesperado con la solución negativa de su empeño en alcanzar una paternidad, de que tan pródigamente gozan millones de seres que no van de la Ceca á la Meca, ni visitan santuarios, ni importunan eminencias, acudió como un pobrecito hombre á los aparatosos antros en donde explotan la humana credulidad, á ciencia y paciencia de la civilizada Europa, cartománticos, hechiceros, brujos y adivinadores.

Después de soltar un puñado de pesetas y de practicar con la misma fe que zafia maritornes las estúpidas maniobras que para el logro de sus propósitos le ordenaba la taifa aquella de engañabobos, advertía, corrido de vergüenza, que todo era falsedad y mentira. ¡Y el hijo sin parecer!

Como último y desesperado intento, dirigióse, en Alemania, casa de un famoso doctor que aseguraba, en anuncios escandalosamente laudatorios, haber inventado un anillo magnético, con el cual podía alcanzarse la edad de Matusalén, sin padecer jamás dolencia alguna. Garantizaba el inventor —esto le llegó á lo vivo al señor Azara del Valle— que, con su anillo, se prolongaban las fuerzas físicas hasta el punto de que un nonagenario podía competir ventajosamente con un hombre de treinta abriles. El autor del portentoso anillo, al enterarse de la solicitud de D. Quintilio, le reconoció cachazudamente. Terminado el examen, vino á decirle, sobre poco más ó menos:

—¡Oh, señor! ¡Tarde acudís á mi ciencia! Nada en el mundo puede devolveros las energías precisas para conseguir lo que os proponéis... ¡Es demasiado tarde!...

—Pero, la virtud de vuestro invento —replicó desolado su excelencia.

—¡Oh, señor! Mi maravilloso invento no tiene la suficiente virtud para convertir en papá á todo el que lo desea.

—Pero usted, doctor, afirma que con él, un hombre de noventa años...

—Paradoja, señor, pura paradoja, con la que pretendo llamar la atención del público...

—Es decir que no debo tener ya ninguna esperanza...

—¡Ninguna! Para ser papá, como para todo, hay que aprovechar el momento oportuno, según dijo uno de los siete sabios de Grecia...¡Habéis dejado pasar la oportunidad... hace lo menos veinte años!

—Verdad, doctor —afirmó suspirando tristemente D. Quintilio al ver desvanecido para siempre su más caro ideal.— ¡Hace veinte años!...

¡Atrévete!

Cuento chino


A Kan-Ti, primer Emperador de la novena dinastía china, ocurriósele arrancar de sus regias vestiduras las piedras preciosas que las enriquecían, y reduciéndolas á finísimo polvo, dijo á los cortesanos que patidifusos presenciaban la operación.

—Esto no sirve más que para inspirar deseos de lujo y excitar la lascivia, cosas que debe evitar un Príncipe.

Kan-Ti, á ratos, soñaba despierto como los grandes artistas: al declinar de su existencia, antojósele reunir en su harén tantas mujeres como días de vida le quedaban.

El bonzo de real orden á quien expuso sus deseos, después de invocar á todos los espíritus superiores celestiales, consultar libracos misteriosos y hacer más números que si tratara de resolver la cuadratura del círculo, dijo grave y solemne, aun cuando su rostro de cirio se plegase con un gesto de sutil ironía:

—Hijo del Cielo, Hermano del Sol y de la Luna, Padre de la Tierra, tus días mortales no son para mí un misterio: vivirás diez y ocho mil doscientas cincuenta lunas.

El Emperador, profundamente complacido, creyó la aduladora profecía como si fuera del propio Confucio; reunió el gran Consejo imperial, y le ordenó lo más prosaica y autoritariamente posible que en el término de dos meses le tuviera prevenidas en su palacio, diez y ocho mil doscientas cincuenta mujeres, las más jóvenes y hermosas que pudieran hallarse en el Imperio, advirtiendo que al que se atreviera á presentarle una señora entrada en años le mandaría ahorcar ipso facto, sin contemplación de ningún género.


* * *


Xan-ju, que por su escandalosa obesidad parecía una bola de sebo, era tenido entre sus compatriotas como un tipo ideal de hermosura.

Ta-tei era linda como una rosa de te: sus piececitos parecían dos embustes.

Aunque chinos, Xan-ju y Ta-tei se amaban, y en sus largos y monosilábicos paliques referíanse siempre al día de su boda, tan anhelado, tan dulce, tan...

Pero en todas partes cuecen habas, y en China, como en Majalandrín, la mayoría de las ilusiones que se forjan los mortales se desvanecen como efímeras gotas de rocío á los rayos del sol.

Cruelmente desbarató los rosados proyectos de felicidad de los novios, el mandarín de la provincia que recorría el término de su jurisdicción cazando señoritas para el harén imperial.

Ni ruegos, ni protestas, ni amenazas, ni lloros, ni ofertas, apartaron al mandarín en su designio de enviarle á su señor una chinita de tan buen ver.

Y mientras el novio se tiraba con rabiosa desesperación de la coleta, el papá de la niña frotábase las manos de gusto por la inmerecida honra que le dispensaba el Hijo del Cielo.

Ta-tei, ¡pobrecilla!, hipaba tristemente. No le alegraba ser espesa del Hermano del Sol y de la Luna. ¡Era tan viejo el celestial hermanito!...


* * *


Maestro en ingeniosidades es Amor, y Xan-ju, vistiendo en señal de duelo una túnica blanca, emprende el camino de la corte á pie, que su bolsa es harto mezquina para permitirle medios de locomoción más rápidos y descansados.

Al dar vista á la capital del Imperio y fisgar detenidamente la regia residencia, parecida á una ciudad por sus innumerables edificios, torreones, minaretes y quioscos, dispúsose á realizar el plan que había discurrido en su larga caminata.

Solicitó entrar como soldado en la guardia imperial, y el jefe de ésta accedió gozoso al apreciar el coramvobis del pretendiente.

Xan-ju, que como buen chino era un saco de astucias, logró enterarse del sitio en que se hallaba su Ta-tei: un pabelloncito aislado en el centro de un jardín próximo á la muralla que circunda la posesión real.

Cierta noche obscura —estos lances ocurren precisamente de noche y á obscuras— Xan-ju, arriesgando la vida, trepó por el muro y déjose caer sobre uno de los arriates del jardín, recubierto de estiércol.

Gracias á tal alfombra, y no de rosas, el heroico mancebo no tuvo que lamentar la rotura de ningún hueso, ni causó ruido su caída.

Arrastrándose como una sabandija, llegó al pabelloncito, que formaba un airoso hexágono que cubría un tejadillo de porcelana verde, sobre el que se alzaba la insignia imperial del Dragón.

Allí dormitaba la dueña de su albedrío.

¡La vió!... La vió á través del calado de una esterilla de bambú.

¡Qué monísima se ofrecía á sus ojos á la luz macilenta de una lámpara de cristal azulino! ¡Cómo realzaba su belleza la túnica de seda rosa recamada con hilillos de oro en que envolvía su cuerpo juvenil!


* * *


Trémulos y amorosos, los brazos de Ta-tei rodearon el cuello de Xan-ju, y sus labios produjeron un murmullo más entre los múltiples que el viento arrancaba á la hojarasca.

Los novios entablaron un diálogo susurrante: asomada á la ventana del pabelloncito, Ta-tei protestaba que nunca se había olvidado de su amor.

—¿El Padre de la Tierra te ha visto?... —y mortal ansiedad palpitaba en esta pregunta del atribulado doncel.

—¡No, ni me verá! —afirmó sencillamente la joven.— Cuando estuvimos reunidas las diez y ocho mil mujeres, nos pasó revista por regiones. Yo figuraba entre las últimas; así es que el Hermano del Sol, fatigado, no nos hizo gran caso... Más que á nosotras miraba á sus babuchas. —Al decir esto suspiró Ta-tei despechada.— ¡Es muy grosero nuestro señor!...

—Pero, y si algún día... —objetó el chinito trémulo y melancólico.

—¡Imposible! —le atajó la chinita con gran viveza.— Yo hago un número muy alto: el nueve mil y pico. No se necesita ser un Confucio para advertir que ese pobre viejo no vivirá tantos días... ¡Y si los viviese!...

—¡No!... ¡No!... ¡Eso no!...— protestó Xan-ju cubriéndose la cara con las manos; acongojado murmuró al oído de Ta-tei: —Es preciso que huyamos.

—¡Huir! Pero, ¿cómo?...

—Á su tiempo lo sabrás: por ahora, lo que quiero de ti es que me obedezcas en todo y no me preguntes nada por muy raro que te parezca lo que veas. ¿Me lo juras?...

—Te lo juro.


* * *


Inundaba de luz la tierra el esplendente Febo, cuando Ta-tei salió presurosa de su pabelloncito, y dirigiéndose hacia la muralla detúvose delante de sus piedras, que requisó con impaciente ansiedad.

Al ver tendidas al sol las Yen-Ting-Pie-Lung, que así se designa en el Celeste Imperio á una especie de salamanquesas, dió un grito de alegría, como si hubiera encontrado un tesoro. Con pasmosa habilidad, sus manecitas aprisionaron unos cuantos de estos reptiles, que encerró en la primorosa escarcela que pendía de su cintura.

Retornó á su departamento y cerrando la puerta dijo á Xan-ju que se hallaba acurrucado detrás de un caprichoso mueble de laca:

—¡Aquí tienes las Yen-Ting-Pie-Lung!

Xan-ju abandonó su escondite, y apoderándose de la escarcela dijo:

—Mi padre fué un sabio prodigioso que arrancó á la Naturaleza secretos sorprendentes: el más extraordinario de todos es, sin disputa alguna, este de las Yen-Ting-Pie-Lung.

Hecha tal afirmación, el joven desprendió magistralmente las cabezas de los cuerpos de los reptiles, las arrojó en un vaso y vertió en éste el líquido de un frasquito que sacó de su túnica.

—¿Para qué haces eso? —preguntó Ta-tei, que, llena de curiosidad, seguía las extrañas manipulaciones de Xan-ju.

—Me has jurado no hacerme ninguna pregunta...

—Así es, pero...

—Este vaso le pondrás al sol durante cuatro horas. Colócalo en sitio en donde no puedan verlo tus guardianes.

—Advierte que no puedo permanecer aquí tanto tiempo sin llamar la atención de mis vigilantes...

—Para evitarla, vete al jardín con tus compañeras.

—¿Y tú?...

—Me vuelvo á mi escondite detrás de ese mueble. En ninguna parte he de encontrarme más seguro.


* * *


Xan-ju, con un pincelito untado con el rojo líquido que había en el vaso, trazó en los brazos de Ta-tei en escritura jeroglífica la retadora palabra «¡ATRÉVETE!»

La chinita no pudo resistir á la tentación de preguntarle:

—¿Para qué manchas mis brazos con tales signos?...

—Para libertarnos —contestó flemáticamente el joven.

Muy cogiditos del brazo, Ta-tei y Xan-ju salen del pabellón y se aventuran en el jardín á tal hora del día, lleno de una muchedumbre de mujeres en plena juventud, y hermosura.

Al percatarse de la presencia de los novios, todas las bocas lanzan un grito de estupor, y en todas las miradas hay una pregunta:

—¿Quién es aquel panzudo mancebo, mal quisto con su cabeza, que tan insolentemente se atreve á pasear del brazo, ¡escándalo inaudito!, con una de las esposas del Hijo del Cielo?...

El rebaño femenino suspira harto elocuentemente á la vista del audaz doncel: los desventurados guardianes que celan á las mujeres rodean airadamente á los novios.

Xan-ju no protesta: sonríe pánfilamente y dice con pasmosa arrogancia:

—¡Llevadme ante el Emperador!

Tanto cinismo aterra á las mujeres y á las figuras de hombres que las vigilan.

El jefe de la guardia imperial, al reconocer en el preso á Xan-ju, quédase patidifuso. Le maravilla que hombre con tal panza y tal cara sea el protagonista de parecida fechuría.

Kan-Ti, recibe á los culpables con la sonrisa de un tirano ofendido.

—No ignorarás —advierte á Xan-ju, con zumbona y aterradora calma— que el final de tu paseíto es la horca.

—Lo sé —replica sin inmutarse el mozo— pero, ¡oh, magnánimo y esplendente Hijo del Cielo!, cuando conozcas el móvil que me impulsó á violar el sagrado de tu harén, perdonarás mi atrevimiento y me colmarás de mercedes, porque lo que he hecho ha sido en beneficio tuyo.

Kan-Ti, aunque emparentado con los astros, era mortal. Al escuchar la réplica, abrió la boca asombrado.

—¿En mi beneficio?...

—Sí, poderosísimo Padre de la Tierra. Te suplico mandes retirar á los que nos rodean, excepto á Ta-tei. Lo que he de decirte, sólo tú debes oirlo.

Instigado por la firmeza con que su súbdito le habla, ordena á los circunstantes que se retiren, y al encontrarse á solas con los novios, manda á Xan-ju que explique su conducta.

—Señor —dice el mancebo,— yo era el prometido de esta mujer —y señala á Ta-tei que, azorada, contempla sus lindos chapines.— Tu imperial y omnímoda voluntad vino á deshacer todas mis venturosas ilusiones. Celos espantosos torturaron mi alma. No se me ocurrió cosa mejor para aquietar mi horrible zozobra que escribir en los ambarinos brazos de Ta-tei esa palabra.

La joven muestra al soberano sus desnudos brazos, en los que se destaca en un tono carminoso el enigmático «¡Atrévete!»

—En esa palabra, gran señor, —prosigue Xan-ju con su habitual pachorra— puse todas mis esperanzas de que el cielo se mostrase conmigo bondadoso y de que mi amada Ta-tei continuara siendo como rosa que aun no ha abierto su capullo para recibir los ardientes rayos del sol. Y en este caso, ¡oh, inmortal padre del Universo!, tú eres el Sol.

Sonrióse Kan-Ti al oir tal lisonja, y curioso de lo que le refería su mofletudo interlocutor, le dijo:

—Continúa...

—Esa palabra está impresa con una tintura tan maravillosa que nada en el mundo puede borrarla, salvo en el caso único en que un hombre abrace á la que la lleva escrita: al calor que produce un cuerpo humano del sexo opuesto, la tintura desaparece... Para que no me taches de embaucador, dígnate hacer la prueba; abraza á esa mujer..

Kan-Ti, amigo de lo extravagante, después de examinar prolijamente los jeroglíficos, rodea con sus temblorosos brazos á Ta-tei.

Xan-ju, permanece impávido, como una figura de cera.

El Emperador, después de abrazar, no sin entusiasmo, á su linda esposa nueve mil y pico, la mira ansiosamente los brazos.

El.«¡Atrévete!» había desaparecido.

Absorto por tal prodigio, Kan-Ti manda llamar á sus favoritas, y confirma hasta la saciedad la virtud del mágico elixir.


* * *


Á cambio de la fórmula para producir la portentosa tintura, el Emperador perdonó la vida á Xan-ju, le llenó los bolsillos de oro, y nombrándole mandarín ad perpetuam, apadrinó su boda con la linda Ta-tei.

Por los ámbitos del Celeste Imperio corrióse la voz de que las Yen-Ting-Pie-Lung, constituían la base de la maravillosa marca que el Emperador había impreso á sus diez y ocho mil y tantas señoras, y el pueblo designa desde entonces á aquellos reptiles con el nombre de Xen-Kung, que quiere decir guardadamas de palacio.

¡Lástima grande que permanezca aún siendo un secreto chino la composición de elixir tan prodigioso!...

A cadena perpetua

Veinte años hacía que no sabíamos palabra uno del otro; así es que al encontrarnos la otra mañana en plena Puerta del Sol, ambos nos quedamos un momento indecisos, cambiando una mirada de alegría y de sorpresa.

Previo un abrazo muy fuerte, Quintín Páramo exclamó:

—¡Estás desconocido!...

—¡Pues lo que es tú!...

—¡No me hables!... Yo estoy hecho un carcamal.

—¡No exageres!... Á los cuarenta años aún podemos decir que nos encontramos en la flor de la vida.

—Una flor que empieza á amustiarse y que ya ha dado todo su aroma —suspiró Quintín melancólicamente.

Entrelazó su brazo al mío, y prosiguió con el hablar pintoresco, que es la característica de su lenguaje:

—¡Bendigamos á la Providencia por nuestro feliz encuentro y celebrémosle hartándonos de bazofia en cualquier «restaurant» baratito... el que tú quieras: en todos ellos dan de comer pechuga de pollo fósil... Mi amistad te brindaría con Lhardy... Pero, odio á este famoso halagador de estómagos bien relacionados con el bolsillo... Figúrate que toda mi vida me he dicho: «¿Cuándo comeré yo en casa de ese hombre?...» Y nunca he comido en ella, ni comeré... Es una de tantas ilusiones forjadas por la loca de la casa, que en mí es más loca que en nadie, pues sólo sabe fabricar quimeras...

—Menos ésta, que puede trocarse en realidad... Vamos á Lhardy.

—¡Gracias, alma generosa!... Pero no acepto el sacrificio, porque de entrar yo en Lhardy ha de ser como Lúculo en su casa.


* * *


Habíamos almorzado; el vaho del Moka fundíase con el humo de nuestros cigarros.

Era llegado el momento de las confidencias.

Quintín hablaba:

—Contémplame ahora á tu sabor y nota el espantoso cambio que en mí se ha operado. Quintinito, como me llamabais en la Universidad, el muchacho alegre, despreocupado, gallardo y calavera, que tenía el mundo por mísero escenario en donde lucir su figura; que no se contentaba con menos que con ser en las letras un Pérez Galdós, se ha transformado en un vulgar don Quintín, calvo, panzudo, grotesco en su facha; se ha casado con una buena mujer que le quiere, le da hijos, está anémica y se pasa la vida hecha una azacana cuidándonos á los pequeños y á mí, siempre metida en la cocina, oliendo á guisos de sórdida vulgaridad, repasando la ropa, manejando la escoba, sintiéndose una hormiguita, para que en el balance del hogar no asome el fantasma del déficit.

Quintinito, que, según vosotros decíais con la encantadora ingenuidad de los veinte años, iba para genio, sólo ha llegado á ser un oficialete de la Delegación de Hacienda de Soria. Gano mis dos mil pesetitas anuales, un tanto mermadas con el descuento, y vivo azorado en mi huronera, pidiéndoles á todos los santos de la Corte celestial, al meterme en la cama, que hagan el milagro —en España lo es cotidiano— de que no cambie la situación política que rige al país, y, si cambia, que el señor ministro del ramo, mi amo y señor, no desate la cadena que me sujeta á la pata del pupitre oficinesco. ¡El esclavo, solicitando la perpetuidad de su esclavitud!... Y para conservarla, estoy ahora en la corte; corren vientos de fronda para mi puchero.

Desde que entro en la oficina hasta que salgo de ella soy el comediante que representa su papel de eterno agradador de jefes y de compañeros, siempre risueño y extremoso en la cortesía, soportando impertinencias y tontunas de las almas de cántaro que me rodean. Yo soy el que le escribe coplas al jefe del negociado, que él firma luego y publica en un periodiquín de la localidad; el que inventa toda clase de felicitaciones en prosa y en verso para solemnizar los santos, bodas, bautizos y ascensos de sus colegas; el que afirma cínicamente en letras de molde que el bárbaro de D. Nicanor, uno de los caciques máximos en tierra soriana, es un genio... Yo.... en fin, defiendo mi pupitre con todas las armas de la servil adulación... Y tan contento con llevar la vida obscura y mísera, azarosa y mediocre de los muchos chupatintas que en el mundo son.

Hasta aquí el capítulo de malaventuras: el de la felicidad consiste para mí en publicar artículos y poesías en El Faro Soriano, periódico quincenal que tira sus doscientos ejemplares por número. He aquí en lo que ha venido á parar el presunto Pérez Galdós de hace veinte años: en asombrar á los de Soria con croniquillas de lo que ocurre en su ciudad, y con poesías dedicadas á las mujeres é hijas de cuantos constituyen la aristocracia burocrática del país de la mantequilla... ¡Ah! He publicado un libro de poemas endiabladamente cursis, tirado en hermoso papel de estraza, con más erratas que palabras, titulado Ayes. El titulito me salió de lo hondo del alma... Esa es mi obra maestra y la que me abrirá las puertas de la inmortalidad...

Dijo con amarga ironía, y sin dar tiempo á la frase consoladora, que iban á pronunciar mis labios, continuó con el dejo triste del que rememora ensueños de gloria y de fortuna no realizados:

—Por manera tan prosaica y fatigosa trocáronse las ilusiones que encantaron mi juventud. ¡La juventud! ¡Qué aprisa se va!... Pone espanto detenerse, como yo me detengo ahora, en el camino de la vida y preguntarse: «¿En qué has empleado tu juventud?... ¿Qué obra maestra has producido en ella?... ¿Cómo has cimentado tu porvenir?...» Y responderse: «Fracasé en todas mis empresas.... mis ensueños han sido nubes de oro flotando en un cielo de intenso azul y de luz deslumbradora, que ha barrido el huracán de la realidad. Las nubes, al chocar entre sí, se han deshecho en lágrimas áureas, que han ido á sepultarse en los fangales de la tierra...» Perdona, chico, me enternezco, y el enternecimiento en mí se manifiesta con lirismos...

Sí, muchacho; desde los cinco lustros en adelante, los años se deslizan para nosotros como se desliza una esfera en un plano inclinado: con inconcebible rapidez... Cuando quieres mirar á tu juventud, te encuentras ya calvo como yo ó con el pelo todo canoso como tú, item con arrugas y patas de gallo; neurasténico, reumático ó catarroso: el edificio empieza á mostrar goteras... Y por dentro, amigo del alma, te sientes cementerio en donde duermen el sueño eterno los años juveniles, tan hermosos, ¡ay!, y tan fugacísimos.

Ya eres un señor que suma probabilidades, que no lucha con fe ardorosa por el ideal, sino por lo práctico, que conserva avariento sus viejos amigos, los de la niñez, los de la juventud; las verdaderas y únicas amistades que nos unen, porque ya á nuestra edad no se continúa la lista de aquéllas: se abre una nueva de conocidos, de personas que nos son agradables ó útiles.

En fin, digamos con Jorge Manrique:


Nuestras vidas son los ríos
que van á dar en la mar,
que es el morir...


Sí: ríos los nuestro; humildes, silenciosos, ignorados, que siguen trabajosamente su curso por entre peñascos; ríos miserables, hilillos de agua que van á dar en el mar insondable de la Eterna Quietud. Á nuestra edad preocupa lo porvenir, mayormente si le columbramos incierto y tenebroso... Se piensa á ratos en la Implacable y se tiembla: no por uno... sino por los que quedan... por los nuestros...

Quintín hizo una pausa; su rostro se contrajo por un momento dolorosamente emocionado; se rehizo, dio una feroz chupada al cigarro, y arrojando una espesa bocanada de humo, continuó:

—Si recordamos ahora á todos nuestros amigos y camaradas que con nosotros empezaron la lucha por la existencia, su recuerdo no ofrecerá nada de halagüeño ni de envidiable... García del Fresno, otro romántico ambicioso como yo, que intentó codearse en el teatro con Echegaray, le tienes traduciendo novelas del francés para una casa de Barcelona, cargado de hijos y de deudas; Perecito, aquel chiquitín pitañoso, para el cual eran unos besugos todas las notabilidades del foro, sigue siendo el Pichichi, como le llamábamos por su facha: un Pichichi que come sus garbanzos llevando los libros de un Registro de la propiedad en un pueblo de Andalucía; Lucas del Salto, que se pasó la juventud discurseando en Ateneos y Casinos, se casó con la hija de un tendero, y se encuentra como el pez en el agua despachando telas en la calle de Postas y aguantando al suegro, que vale él solo por tres suegras juntas; Julián, ya sabes, se siente Diógenes y trota por las calles á diario en busca, no de un hombre como el filósofo, sino de quien le pague un plato de judías ó una copa de vino; Enrique Novoa, doctor en Leyes, en Filosofía y Letras y en no sé cuántas cosas más, vegeta en la redacción de un rotativo, encargado de los sucesos callejeros.

Y así todos los que componíamos la vanguardia ambiciosa y soñadora de la Universidad.

—Salvo Gorito, el hijo de la portera... Hoy es un personaje ministrable.

—Ese era el más estúpido de todos; pero también el más intrigante y ambiciosuelo... ¡Lo que se habrá arrastrado para verse en la cima!

—También Julio Garul; una celebridad literaria hoy en día.

—Ése se lo debe todo á sí mismo, á su talento excepcional. Vale muchísimo Garul, y por eso ocupa en el mundo su puesto... Desengañémonos: para realizar los sueños de gloria y de fortuna que todos tenemos en la juventud, se necesita ser un genio ó un osado. Á las medianías nos encadena el Destino á la pata de cualquier pupitre oficinesco, ó en otra forma análoga... ¡Y aun debemos dar gracias por que se nos condene á cadena perpetua!...

El jamón del Cónsul

Habéis de saber, hijos míos —empezó su cuento la vieja,— que cuando el señor San Pedro iba por el mundo predicando la buena nueva, entró cierta noche en una posada á descansar de su fatigoso viaje.

El posadero, que era, como todos los de aquel tiempo, un hereje de marca mayor, así que vió entrar por las puertas de su casa á un caminante tan pobretuco, puso cara de pocos amigos, y le preguntó altanero:

—Buen hombre, ¿traes blanca?...

Y como el santo no respondiese, gruñó:

—Porque si no hay conquibus, puedes seguir adelante, que no están los tiempos para regalar cama ni cena al primero que asome las narices.

San Pedro, sin replicar palabra á semejantes groserías, registróse la faltriquera y sacó de sus profundidades un sestercio, que con gran humildad entregó al huésped.

Este recogió la moneda avaricioso, y tirándola contra una piedra del zaguán, satisfecho del son y del «salto», dijo con dulzura hipócrita:

—Entra, señor, y honra con tu presencia esta casa, en la cual encontrarás cuanto de gusto se te antoje pedir.

—Con bien poco he de contentarme —replicó el Apóstol:— con una modesta colación satisfaré mi apetito; cama no he menester: dormiré en un banco.

Dicho esto, penetró en la cocina, en donde se encontraban la mujer del posadero y un hombre ya entrado en años y que por la facha parecía ser criado de alguno de aquellos señorones de Roma que en tal época mandaban en todo el mundo.

—¡Te digo que á mi marido es á quien debes entregárselo! —decíale la mujer al hombre, mostrándole un hermosísimo jamón del propio Trevelez que se encontraba sobre la mesa.

—Y yo te digo —replicaba con gran flema el criado— que no basta que tú afirmes que tu marido es más juicioso que Minerva y más fiel que Orfeo... Júpiter, con ser Júpiter.... pues...

—Bueno, bueno; dejemos á los dioses en paz: puedes preguntar á cuantos nos conocen...

—Difícil es encontrar testigos en un caso como este.

—¿De qué se trata? —intervino el posadero lleno de curiosidad.

—Has de saber, marido...

—Antes de que prosigas, permíteme que yo le hable á solas un momento —atajó el criado.

Y llevándosele á un rincón de la cocina, le preguntó:

—Dime, amigo, por Juno nuestra madre, ¿después de casado te ha parecido alguna mujer más hermosa que la tuya?...

—¡Ay, sí! —suspiró el hombre, añadiendo sigilosamente:— ¡Muchísimas!

Lleno de regocijo al oir tal afirmación, exclamó el criado:

—¡Lo mismo me dicen todos!

Y encarándose con la huéspeda, furiosa al «sorprender» el suspiro de su cónyuge, la preguntó con aire de chunga:

—¿Le doy el regalito á tu esposo?...

Con un bufido contestó la interpelada, y el zumbón, advertida la perplejidad que puso en los circunstantes su diálogo con los posaderos, dijo, mientras se sentaba en un taburete cerca del fuego que ardía en el llar:

—Desgracia grande es ser criado de un cónsul, y digo desgracia porque mi amo y señor es dado á caprichos y rarezas por demás extravagantes. Y la que ahora me obliga á ir de mazo en calabazo por donde Mercurio quiera llevarme, es de las más peregrinas que puede ocurrírsele á un hombre tan sobrado de talentos como de buen humor. Figuráos que de sus posesiones en la Iberia ha recibido una buena partida de estas sabrosas piezas (y señaló al jamón que había sobre la mesa), y figuráos también que se le antoja regalar la más hermosa al casado que nunca haya sentido admiración por otra mujer que no sea la suya, es decir, que siempre le haya sido fiel en obras y pensamientos. Y aquí está Curdo, el criado de su confianza, corriendo mundo en busca de parecido espejo de maridos... Muchos días han pasado desde que salí de casa de mi amo y aun estoy con el jamoncito á cuestas.

—Y seguramente se te echará á perder sin que mortal alguno le hinque los dientes —afirmó con risa irónica el posadero.

La declaración de Curcio despabiló las lenguas de los oyentes: el marido y el servidor del cónsul afirmaban que era una locura buscar lo que no era posible se encontrase: el señor San Pedro sostenía lo contrario que los gentiles.

El sueño vino á igualar todas las opiniones.

En la posada todo dormía aquella noche en dulce paz, excepto un gatazo rubio que se la pasó en vela rondando el rico jamón, sin que ¡ay! pudiera gustar su apetecida carne.


* * *


Al amanecer salieron juntos de la posada el señor San Pedro y Curcio con el jamón consabido al hombro.

Y fue el caso que hablando, hablando, aficionóse de tal modo el gentil á lo que le decía el santo, que llegó á suplicarle le aceptara en el número de sus adeptos, lo cual llenó de gozo al apóstol.

Llegada la hora del yantar, al indicarle el nuevo discípulo que debían comerse el jamón, puesto que él no pensaba ya volver junto á su amo, le replicó:

—No podemos disponer de lo que no es nuestro: debes entregarlo al que te designó su dueño.

—Pero ¿y si no le encontramos?...

—No dudes nunca de la virtud y de la bondad de los hombres: seguramente no ha de transcurrir mucho tiempo sin que hallemos un marido digno de ese regalo tan substancioso— objetó sonriente el señor San Pedro.

Pues, señor, que el jamón del cónsul fué una pesadilla para el pobre Curcio, que en ocasiones en que el hambre le apretaba tanto ó más que á su maestro, hubiera dado buen fin del de Trevelez, pero deteníanle las justas observaciones del santo varón á quien acompañaba.

Y pasaban días y días, y Curcio maravillábase de que el jamón se ofreciera cada vez más apetitoso, y el señor San Pedro de que no se encontrara un casado que mereciese el obsequio.

Así transcurrieron días, que sumaban meses, y meses, que componían años, y el jamón sin sufrir menoscabo alguno, siempre á hombros de Curcio.

Como sabéis, hijos míos, el bueno del señor San Pedro fué bárbaramente martirizado en Roma.

Y con él conquistó también Curcio la palma del martirio.


* * *


Al llegar á este punto, interrumpióse la narradora y guardó silencio como si hubiera terminado el relato.

—Y del jamón, abuela, ¿qué fué? —preguntó muertecita de curiosidad una de las oyentes.

—¡Pues el jamón —replicó irónicamente la aludida— malas lenguas aseguran que aun lo conserva intacto en la portería del cielo el bueno de Curcio!...

La carroza de mis vecinos

I

En el que se dan á conocer las estrecheces y miserias de unos nobles arruinados.


Son mis vecinos los excelentísimos señores Marqueses de la Requejada, cuya nobleza, si no se pierde precisamente en la noche de los tiempos, tópico de la exclusiva pertenencia de historiadores y genealogistas, es lo bastante antigua para poder contar entre sus ilustres ascendientes con un esforzado paladín de las Cruzadas, y un famoso capitán de los tercios aquellos que ponían no una, sino muchas picas en Flandes.

Los Requejadas, cuyo palacio señorial se alza enfrente de mi vivienda, son bienquistos en el barrio, que se enorgullece de contar entre sus vecinos con señores de tan esclarecida alcurnia.

Horteras, comadres y criadas de servir murmuran que la linajuda casa ha venido muy á menos, y que son grandes los apuros que pasan los de Requejada para sostener decorosamente, en lo que cabe, el esplendor de sus blasones.

El palacio se cae de puro viejo, y está pidiendo que lo derriben ó que le reformen totalmente. Un cambio radical se impone también en la indumentaria de la servidumbre masculina: un portero, mayordomo, cochero y lacayo, que á la vez es mozo de comedor y recadero: por su antigüedad y los trotes que han sufrido, se encuentran en un estado vergonzoso las levitas, fracs, calzones, sombreros de copa y gorras de plato.

El coche único que poseen los Marqueses debía ser piadosamente depositado, como respetable antigualla, en el Museo Arqueológico.

¡Señores, qué carricoche tan descomunal, tan pesado é inservible! Tiene todas las trazas de una carroza de la época de los Felipes, y seguramente que sus primitivos poseedores sirviéronse de tal vehículo para asistir á los festivales con que el Rey poeta se solazaba en su palacio del Buen Retiro: sus ruedas enormes, cuando cumplen su oficio, hacen sonar el armatoste con ruido idéntico al que produciría una gran sartén que arrastraran por el empedrado.

La vez primera que vi parecida máquina hube de quedarme atónito, sonriéndome con la peculiar sonrisa que produce todo lo grotesco. Dos caballos vejancones, bayo el uno, y castaño el otro, desiguales en alzada, formaban el tiro: los Marqueses y su hija, una preciosa muchacha rubia, parecían, vistos desde mi balcón, unos muñecos en cuclillas dentro de una inmensísima caja, y á buen seguro que para comunicarse con el cochero ó el lacayo emplearían una bocina: á tanta altura se encontraba el pescante...

Muchas, muchas veces he visto la carroza de mis vecinos, que, aunque éstos traten de disfrazarla de landó ó de berlina, carroza es, y de las más típicas de su clase. Nunca al verla he vuelto á sonreirme, ni la he dedicado una frase de burla ó de crítica, al contrario, su vista ha despertado en mí reflexiones melancólicas, y sentido infinita conmiseración hacia estos próceres, que, por sostener, algo ilusoriamente por cierto, el boato á que les obliga su posición social, sabe Dios el sinnúmero de sinsabores y de punzadoras miseriucas que sufrirán en su vida íntima.

Y fingía yo —¡vaya usted á refrenar la fantasía de un hombre que vive de inventar historias y cuentos— escenas de un cómico doloroso, en la señorial morada, cuando sus dueños departiesen á solas sobre sus asuntos pecuniarios!

—Hay que dar un baile —supongamos que dice la señora, suspirando como quien recuerda el cumplimiento de un deber penoso é ineludible.

—¿Baile?... —repite el señor, atónito, como si le propusieran algo inaudito.

—El mes que viene —continúa impertérrita la Marquesa— cumple diez y seis años Asuncioncita, y me parece que ya es hora de que se la vista de largo y se la presente en sociedad...

—Oye, Zutanita, ¿y no sería lo mismo que lo dejáramos para mejor ocasión?... —replica el papá, como quien está en el secreto de que da igual vestir de largo á una muchacha á los diez y siete que á los diez y ocho abriles.

—¡Imposible! La niña parece ya una matrona. El año pasado debimos hacerlo, cuanto más... ¡Sí, ya sé lo que vas á decirme, que una fiestecita así cuesta un dineral, que nuestra situación económica es de día en día más aflictiva... ¡Sí, ya lo sé!... Pero comprenderás que no vamos á tener á Asuncioncita toda la vida con las pantorras al aire y sin presentarla en sociedad. No hay más remedio que decidirse...

—Y pasar el Rubicón —apunta con un suspiro el señor de la Requejada, que á sus horas se siente erudito.

¡Eso que dices, y pasar el Rubicón! —prosigue con toda vehemencia la mamá.— Es imprescindible, si queremos que la niña se coloque como es debido...

Aquí el señor afirma un «Es verdad» que es todo un poema, y acuérdase dar el baile, con los fililíes y costosas garambainas pertinentes al caso.

Plantéase el problema crematístico, y el Marqués, que cuando se afilió al partido conservador puso sus ojos en la cartera de Hacienda, por creer que la desempeñaría airosamente, habla, como si fuera ministro de veras, de «hacer economías» para «enjugar» el aterrador «déficit» que la fiestecita producirá en el presupuesto de la casa.

—¡Señor, qué tiempos los que alcanzamos! —suspira la señora mirando á su ilustre prosapia, que, muda é impasible, asiste en pintura á la escena conyugal.

De la olla no podía suprimirse ni un solo garbanzo, porque el yantar de los próceres no es precisamente el de Lúculo, que según es fama fué el mortal que mejor ha comido y sabido comer en el mundo; en cuanto al pienso de los caballos, ni una paja menos, si no querían cargar su conciencia con la muerte del cochero, que parecía alimentarse de aleluyas: tan alfeñicado habíase puesto desde que entró en la casa; suprimir un solo criado, daría pie á los maldicientes para que declarasen en las últimas á los Requejadas.

La señora tacha de contraproducentes las economías que propone el magno financiero; imponíase más bien hacer gastos considerables en dar un repaso de los buenos al vetusto caserón, arreglar la carroza, que se iba desvencijando de un modo alarmante; reemplazar la indumentaria de la «familia», que tan cariñosamente se llama á la servidumbre en las casas aristocráticas: esto era lo que solicitaba más pronto remedio, si querían dar el baile, porque las libreas y los calzones, chalecos y fracs del mayordomo, portero, cochero y lacayo, como no habían sido prendas hechas á sus medidas, sino á las de sus antecesores, caíanles de una manera escandalosamente ridícula.

Triunfó la opinión de la Marquesa: vistió de largo Asunción, y dieron un baile fastuoso, malvendiendo, para presentar á la niña en sociedad, como correspondía á su linaje, uno de los contados predios que constituían su patrimonio.

II

En el que cuantos leyeren ó escucharen leer asistirán imaginativamente á la espléndida boda de Asuncioncita con un Fernández cualquiera, pero inmensamente rico.


El barrio está alborotado con la gran novedad del día.

Se casa la hija de los Marqueses de la Requejada.

Asomados al balcón, á las ventanas, boardillas y puertas, ó formando corro frente á la casa señorial, todos aguardan impacientes el momento en que salga la novia y desfile la coruscante comitiva.

Espléndidos automóviles y trenes de gran lujo, con soberbios tiros, arreos deslumbrantes y entonados servidores, hállanse estacionados al borde de las aceras, y, entre tanta grandeza, destácase como la Cenicienta de la locomoción la mísera carroza; á pesar de sus retoques, hace un triste papel en tal solemnidad.

Todo el barrio habla de la boda, y todos la comentan á su capricho, y no hay horterilla, comadre, portera ni señora de Cachupín que no se halle tan al tanto de lo que ocurre como los padres de los novios.

Todos, no obstante, están conformes en un solo punto: en que la niña se casa con el hijo de un Creso, un tío bárbaro, según vox populi, podrido de dinero, que vino á los Madriles á barrer una tienda, y tanto y tan bien barrió para dentro, que acabó por ser uno de los principales accionistas del Banco de España: esto lo sabe la gente de buena tinta, la de la Prensa, que, en primera plana, y con titulares de las que se emplean en dar las noticias de sensación, anunciaba el aristocrático enlace, contando quiénes eran los novios: «él», hijo del opulento capitalista D. Fulano; y «ella», descendiente de una de las familias más linajudas de la nobleza española.

Discretamente dábase á entender que, en tal caso, no sólo se unían dos almas, sino unos rancios pergaminos con unos cuantos talegos de oro.

Lo que no decía la Prensa, porque estas cosas no las dice, ni puede decirlas, es que el papá del novio era un tío ordinario que manejaba el bastón como una escoba, reminiscencia horteril disculpable; que la mamá parece una carnicerota en día de fiesta, y que el hijo de estos señores «de» Fernández era por su facha un mico: en su rostro demacrado y paliducho, los vicios habían estampado un sello inconfundible: aunque no contaría más allá de cinco lustros, ofrecíase como un viejo valetudinario.

No se decía tampoco lo que en la barriada sabían hasta los gatos: que los ricachones advenedizos impusieron á los aristócratas de pura sangre la condición sine qua non, para soltar los monises, es decir, para que se celebrase la boda, de que el papá cedería á la hija uno de sus títulos nobiliarios. El Marqués cedió, ¿por qué no?, á tal exigencia de vanidad.

Salieron los novios del rancio solar de los Requejadas seguidos de los papás y del lucido cortejo de duques, condes y marqueses, ministros, senadores, prohombres de la política, escritores famosos, periodistas, banqueros y algún que otro pelagatos con frac, de la intimidad de los Fernández, y las esposas, las hijas y las hermanas de los susodichos; acomodáronse todos en los coches y «autos»; pusiéronse éstos en marcha y en la calle se produjo un ruido ensordedecedor de toques de bocina, restallar de fustas, rodar de vehículos y parloteo de los vecinos que contemplaban tales magnificencias y esplendores.

Yo había reconcentrado desde el primer momento toda mi atención sobre la vieja carroza, y angustióseme el ánimo al contemplar á los personajes de la comedia, en la que triunfaba, como ocurre ahora en casi todas las comedias, reales ó fantásticas el interés.

No había más que fijarse en las caras de los novios, indiferentes, frías, sin que se trasluciera en ellas ese afecto hondo que une las almas.

Si no fuera por el traje y los simbólicos azahares que prendía en su pecho y entre sus bucles de oro, no se diría, al ver la cara impasible de la hija de los Marqueses, que era la protagonista de la fiesta, sino una comparsa; el novio, que no debía tener ojos más que para admirar á su futura, miraba con aire de cansancio en torno suyo y retorcíase impertinentemente los cuatro pelos de su lacio bigotillo.

No era preciso ser genial escudriñador de almas para leer en los ojos de la novia y en lo forzado de su gesto que quería fingir complacencia, que se unía á aquel hombrecillo, que no hombre, sacrificando, por el lustre de los blasones de su casa, los afectos más puros. Sospeché que tal vez rememorase la infeliz encantadores ensueños de amor y de ventura.

No el príncipe gentil y hermoso, sino un adinerado chisgarabís sería el dueño de la grácil y hermosa heredera de los Requejadas.

Amor no había puesto sus mágicos dedos en el lazo que ata para siempre dos voluntades; no eran cadenas de rosas las que iban á unirlas, sino las muy pesadas del oro.

Discurría yo lo más poética y románticamente posible sobre tema tan apropiado á sentimentales divagaciones, cuando interrumpió mi discurso la vista del paternal cuarteto, cuyos individuos ofrecían entre sí un contraste extraño: tan burdos, tan groseros los ricos; tan finos, tan señores, en toda la acepción de la palabra, los aristócratas; en éstos, una sonrisa prócer, inimitable en su exquisitez de buen tono, adecuada á las circunstancias; en aquéllos, la risa estúpida y plebeya de unos advenedizos satisfechos, que creen que el dinero los coloca á nivel de los más conspicuos personajes: la mamá del novio se abanicaba ruidosa é incesantemente con un abanico cuyo varillaje constelaban piedras preciosas; el papá fumaba presuntuosamente un habano, al que ceñía ¿cómo no? la sortija pregonera de su marca.

III

Se refieren los horrores y desventuras que la Condesita padece en su matrimonio, y se da fin á la novela con otros interesantes acontecimientos.


En el gran mundo, contaban horrores del matrimonio de la Condesita de Paz, hija de los Marqueses de la Requejada.

Á las primeras de cambio resultó un Neroncete el escrúpulo de hombre marido de tan encantadora mujer. Entróle necia aprensión, sin otro fundamento que la maldad de su alma, de que había moros en la costa, que es como en vulgar romance se dice del que recela ser víctima de un engaño ó de una traición; celos nacidos de un exceso de vanidad, que no de amoroso afecto. Los flamantes Condes guardábanse, por el bien parecer ajeno, todos los miramientos debidos á su posición social, aun cuando entre si se detestaran lo más cordialmente posible.

Al conde consorte, no tenía el diablo por dónde desecharle: era jugador y pendenciero, amigo de mujeres y del vino.

Su sangre plebeya pedíale goces y diversiones canallescas; era el señorito chulo que organiza becerradas; se vanagloria de ser amigo íntimo de toreros de cartel; corre juergas en colmados y bochinches, y termina sus bacanales de nauseabunda vulgaridad con «broncas» en que vuelan las botellas de champagne y se hacen añicos las lunas de los espejos, obligando tales escándalos á que intervengan los guardias y se lleven detenidos á la Comisaría á los juerguistas: estos eran los lances encantadores que amenizaban la existencia de D. Fernandito Fernández.

Murmuraban los maldicientes que la Condesita, tan buena, tan cariñosa, tan resignada, era una mártir del monigote de su esposo, que no sabía guardarla el decoro debido; muchas noches retornaba á sus lares á las tantas de la madrugada, convertido en cuba de manzanilla, que era «su vino», vociferando como un carretero.

Al palacete que ocupaban los Condes de Paz acudían á diario mujerzuelas, tocadores y cantaores de flamenco, torerillos sin contrata y tipos y tipejos de la hampa madrileña: todos venían á ver al señorito Fernando, que los recibía como á camaradas suyos, con los brazos abiertos, y á todos les prodigaba su dinero, es decir, el de Fernández, padre.

Tenía secuestrada á su mujer en sus habitaciones; habíale prohibido terminantemente que saliera á la calle, se asomara á los balcones y recibiese otras visitas que las de las personas por él autorizadas.

La infeliz Condesita moríase de pena, á solas, sin atreverse á enterar á sus deudos de lo que la ocurría, por no proporcionarles el mayor disgusto que podrían recibir en su vida.

No faltó un alma caritativa que noticiase al Marqués el martirio á que sometía á su hija el chisgarabís de su yerno, y la conducta licenciosa y repugnante que éste llevaba en compartía de daifas y rufianes.

Al enterarse de tan vergonzosas novedades vibró en el alma del prócer una indignación terrible. Rebelóse su sangre, que era la de tantas generaciones de hombres ilustres que hicieron culto del honor y prestigios de su raza, y que por mantenerlos incólumes no titubearon jamás en sacrificar sus vidas y haciendas.

No, no son los tiempos prosaicos que alcanzamos aquellos heroicos en los que los ricoshomes de Castilla vengábanse de los agravios de la gente villana y mal nacida colgándola de las almenas de sus fortalezas, ni tampoco en aquel entonces ninguna «ricafembra» se casaba con plebeyo, aun cuando el plebeyo fuera el que mayores riquezas hubiere en el mundo.

Montó, como más arriba se dice, en cólera furibunda el noble señor de la Requejada, y aun cuando en los primeros momentos pensara caballerosamente en lavar con un desafío la afrenta, pasado el arrebato discurrió, con mayor cordura, que era grande el honor que iba á dispensar á un Fernández parecido, obligándole á medir sus armas con las suyas.

Acudió á la Justicia pidiendo reintegraran su hija al hogar paterno, demanda que fué solícitamente atendida y resuelta.

En la carroza señorial retornó para siempre á la morada de sus mayores la infortunada Condesita.

Al ver en tales momentos el carricoche de mis vecinos, experimenté honda emoción.

Á pesar de su vetustez, de sus caballos vejancones, de sus servidores enfundados en libreas que les daban un aire grotesco, la carroza aquella simbolizaba la alcurnia de una casa prócer española y envolvía á sus dueños en ese aire inconfundible de nobleza y señorío que jamás se encuentra en los coches ni en los «autos» nuevos y costosos de un Fernández cualquiera.

El ángel se duerme

El viejo Conde Falcón escuchaba impaciente y malhumorado las nuevas que de su hija D.ª Violante le traía Pero Martín, su escudero.

Encarándose con éste, al término de su relato le dijo con fiera acritud:

—¡Por Cristo crucificado, que he de hacerte colgar de una almena como no sea cierto lo que acabas de contarme!

—Señor, yo no miento —se atrevió á replicar el susodicho.

—Pero, ven acá, condenado. ¿Cómo se armoniza lo que tú me dices de que á un mismo tiempo doña Violante y su esposo don Rodrigo se quieran como á las niñas de sus ojos y se odien á muerte?... Vamos á ver cómo explicas este contrasentido... ¡Habla! ¡Contesta!... ¡No te quedes así parado como un idiota!...

Y dicho todo este aluvión de frases, el viejo Conde empezó á dar grandes pasos á lo largo de la suntuosa cámara, mientras que Pero Martín rascábase la cabeza, como si con las uñas quisiera sacar del caletre las explicaciones que tan políticamente se le pedían.

—¡Acaba! —ordenó el de Falcón, deteniéndose súbitamente en sus paseos.

—En Dios y en mi ánima, señor, que lo que acabo de contaros es el Evangelio: doña Violante y don Rodrigo ha más de un año que se casaron, y hasta hace pocos días parecían tórtolos por el mucho amor que á ojos vistas se profesaban ambos á dos... Envidia y contento de todos nosotros era presenciar su ventura... El cielo y...

—¡El infierno!... ¡Acaba de una vez, escudero parlatán!...

—Digo, señor —prosiguió Pero Martín, impertérrito— que de pocos días á esta parte pareció amenguarse la dulzura de sus cariños... Doña Violante amaneció un día con la faz tristona y don Rodrigo con gesto torvo... En la mesa apenas si cambiaron dos palabras; por la tarde partió solo del castillo el señor, y la señora quedóse en su cámara llorando hilo á hilo, como si llorase una gran desgracia... Ya bien entrada la noche volvió del monte don Rodrigo...

—Y cenaron y se acostaron y santas pascuas.

—Perdonad, señor; no se acostaron; cenar, cenaron, si cenar es oler los platos... Doña Violante pasóse la noche entera asomada á la ventana de su estancia, y don Rodrigo encerróse malhumorado en la suya. Y así, en tan injustificado encierro han permanecido tres días, hasta que doña Violante se sirvió ordenarme viniera á contaros su infortunio.

—Infortunio que me parece una tontería de mi señora hija —refunfuñó el noble,— porque no acierto yo á explicarme que por quererse muchísimo el marido y la mujer acabe en infierno un matrimonio que podía ser la gloria... Retírate Pero Martín á descansar, que ya proveeré yo en este desdichado asunto.

Retiróse con presteza el escudero, dando gracias tu mente á que el nublado no hubiese descargado sobre su persona, y quedóse el Conde Falcón preocupadísimo, dándole vueltas en el magín á la solución que para aliviar su desventura pedíale D.ª Violante.

Tratárase de algún negocio de guerra ó de caza, y pronto hallaría remedio conducente; mas en aquel sutilísimo de psicología matrimonial el rudo Conde no veía más allá de sus narices.

Y como advirtiese que cuantas más vueltas le daba al problema más irresoluble se le ofrecía, creyó lo más atinado pedir consejo al hombre tenido en su feudo por arquetipo de la discreción y de la sabiduría: el capellán del castillo. El cual capellán, impuesto de lo que de él se deseaba, contestó al de Falcón en parecidos términos:

—La causa de tan incomprensible cambio en el matrimonio de doña Violante es que el ángel se ha dormido;

Al oir esta enigmática explicación quedóse el noble estupefacto y miró á su interlocutor como se mira á quien creyéndole cuerdo nos descubre su locura.

—¿Que el ángel se ha dormido?...—repitió maquinalmente.

—Me explicaré: todos los matrimonios tienen un ángel bueno, que preside sus venturas y satisfacciones: los que se casan y son discretos procuran retener al ángel mostrándose amantes y cariñosos, pero sin extremos dulzones, porque en este caso el continuo arrullo y empalagoso mosconeo amoroso acaba por hacer dormir al ángel... Y mientras éste, depositario de alegrías y de venturas, permanece dormido, despiertan el hastío y el malestar, y el matrimonio llega al punto en que ahora se encuentra el de doña Violante; más claro: el sol es necesario para que las plantas gocen de vida; pero si es abrasador en demasía, concluye por agostarlas miserablemente... Bueno es quererse, pero con prudencia; que quien se muestra pródigo y gasta á manos llenas su oro concluye por verse pobre, y arrepentido de sus prodigalidades se le agria el humor al relacionar su pasada opulencia con su mísero presente; así es que debéis aconsejar á vuestros hijos que si quieren continuar siendo felices procuren despertar al ángel y tenerle siempre bien despierto...

Dijo el capellán, y el de Falcón quedósele mirando, asombrado de la sagacidad con que había llegado á la entraña de negocio tan arduo.

El tejado

Corrían los tiempos, ya tan lejanos, en los que aun España se permitía los lujos de tener virreyes en la Argentina, Perú y Méjico, y los españoles, en sus gavetas, peluconas con la vera efigies de los Filipos y de los Carolus.

La Montaña aun no había sido horadada para dar paso al tren, ni corrían los rieles de las vías férreas por el fondo de los valles, ni se agujereaban, despiadadamente, los montes para la extracción del mineral, ni los montañeses leían periódicos, bien es verdad que no los había, y aun cuando los hubiese habido, faltarían los lectores, porque era como buscar agujas en un pajar encontrar persona á la que no le estorbase lo negro.

Con lo cual dicho queda que reinaba una paz encantadora en estos valles que parecen la realización del sueño de un gran poeta.

Rompió la monotonía y turbó la calma patriarcal de la aldea la llegada de Felipón de la Castañera, que, al declinar de su vida, volvía de Indias después de medio siglo de ausencia.

¡Y cómo volvía el Sr. D. Felipe! Delgado y paliduco como un cirio tronchado, porque el peso de los años, ó el de las pesadumbres, ó lo uno y lo otro, de consuno, obligábanle á encorvarse de un modo harto visible en un hombre que medía de alto dos varas de Castilla: de su estatura vínole desde chico lo de llamarle «Celipón».

Humor traíalo, pero endiabladamente triste é irascible, contrastando cómicamente con su hablar atiplado y meloso á la americana: enfurecíase por nada, y cuanta más lumbre ponía la ira en sus ojos y más recio pateaba, más ganas de reir producía oirle despotricar con su vocecita de madama, soltando unas palabrotas muy en su punto para atemorizar negros en el nuevo mundo, que no cristianos en el viejo.

Debía de padecer horrorosamente del hígado, y de seguro su cuerpo era almacén de bilis al por mayor: tal su cara de maíz reseco; tal su carácter atrabiliario.

Tío Sarín, alcalde pedáneo; Luco, el de Granda, el tabernero (que, á pesar de la pureza de costumbres, rendíase en el pueblo culto á Baco, remembranza ancestral muy disculpable), y Colás, el de Villasuso, herrero y filósofo, todo en una pieza, los tres sabihondos del humilde Concejo, como muy en autos de lo que decían, noticiaron á sus convecinos, el día mismo en que llegó Felipón de la Castañera, cosas que les hicieron abrir la boca un palmo, que es la medida asignada al asombro máximo.

Los tres próceres del lugar aseguraban, como un solo hombre, que el tal D. Felipe, que de chico marchó á América descalzo y con los pantalones agujereados en salva sea la parte, retornaba hecho un indianote, así, como suena: tanto oro había ganado, que fletó un barco para traerlo; las cajas con tal cosecha metálica, ya llegarían á su hora.

No había esperanza de que D. Felipe cometiese la tontería en la que caen casi todos los que tornan de Indias solteros y cargados de años, casarse con moza tempranera del lugar: por este lado, podían dormir tranquilas las cinco ó seis muchachas que se encontraban en el Concejo en estado de merecer.

—El indiano —sentenciaba el herrero filósofo, al dar la noticia— está en sus cabales, porque nada hay más redículo que viejo casado con mozuca.

—¿Y á qué viene enestonces? —preguntaban, un tanto despechadas, las mozas y las madres de las mozas.

—Viene á darse güeña vida, nada más, que no es poco, hijucas. Y á hacerse una casa toa de piedra, y con una cosa que, según dice el don Celipe, no la tendrá ninguna otra casa en el mundo.

—¿Y qué es ello?...

—Ya, ya se lo himos preguntao: al prencipio de frente, y luego con arrodeos é indirectas... No ha querío franquearse á nosotros: ati cuenta que ya lo sabremos, si no espichamos, que too llega, y too se sabe, y vivir pa ver, como decía mi agüela. Ello, según paece, es promesa que hizo al marcharse del pueblo.

—¿Y qué promesa hizo?....

—¡Y dale, que sois tochos!... Yo no sé cuál sería la su promesa, porque, cuando él pasó el charco, era yo chicuco de teta.

—Vamos, ti Colás, no desagere, que ya le andaban enestonces buscándole pa dir á servir al Rey.

—¡Recórcolas! Si Celipón marchó, va pa cincuenta años, y yo tengo cincuenta y dos: niñuco de teta era, como vos digo... Los únicos que lo saben en el pueblo, porque ya eran en aquel tiempo personas de sentío, son ti Fonso, y ti Rumalda, la sorda. Himos preguntao á dambos, y dambos no saben palabra de la tal promesa: ti Fonso, dice que se alcuerda de cuando Celipón partió pa Indias, que ayudaba al su tío Quicón, que ya pudre tierra, en el tejar de la Cotera; pero que no se alcuerda, y es lo que agora venía al caso, de la promesa que hizo... En cuanto á ti Rumalda, ¡los gritos que la himos dao pa que contara lo que pasó!... ¡Pues mesmamente como si hubiéramos gritao á una cajiga!...

Hallábase el lugar muy intrigado con lo que ofrecía poner en su casa el indianote: á medida que las piedras iban dando á la nueva vivienda el aspecto vulgar y corriente de todas las casas montañesas, con gran portalada, escudo espléndido, balcón saledizo y otros arrequives, crecía el desencanto de los curiosos, y acentuábaseles el deseo de averiguar qué pondrían en la casa para que no hubiese ninguna otra parecida en el mundo. ¡Son tan caprichosucos y fantasiosos estos indianos!...

Trazóse la armadura del tejado, y en este punto ocurrieron grandes novedades. Alzáronse, rodeando toda la casa, unos grandes telones de lienzo embreado: llegaron al pueblo tres franchutes (todo extranjero era francés para los indígenas), y hasta una media docena de cajas, no muy grandes, que debían ser de sobra pesadas, porque para cada una empleóse en su transporte una carreta de bueyes. Y los animalitos llegaban á la obra babeando, con la lengua fuera y chorreando agua de cuernos á rabo.


Era un hermoso día de Mayo: el sol lucía en un cielo azul purísimo.

Felipón invitó al pueblo á ir á la cotera: desde tal punto, situado en lo alto de un cerro, en el que aun había restos de un tejar, dominábase todo el valle: el indianote pagaba una merendona á sus convecinos, en albricias de haber terminado su casa, y, principalmente, para demostrarles que era hombre que cumplía sus promesas, aun cuando transcurriese medio siglo desde el momento de formularlas hasta el de su realización.

Á la fiesta asistió todo el pueblo: chicos y grandes, jóvenes y viejos. La merienda fué espléndida, la alegría de los convidados mucha, y mayor aún que la alegría, la curiosidad, porque, desde aquellas alturas, sólo veían los telones que ocultaban la casa.

Al terminar el rústico banquete, D. Felipe levantóse de la fresca yerba, y llevándose á la boca un silbato de plata, dió un silbido estridente y prolongado, que repercutió en todo el valle.

Los curiosos lanzaron un ¡ah! de asombro, y pusiéronse en pie, como movidos por un resorte, al ver que caían á tierra los telones, descubriendo el flamante edificio.

—¡Madre del Señor, la casa está ardiendo! —gritó la mayoría apartando los ojos horrorizados.

—¡No arde, mis hijitos! —protestó con su amadamada vocecilla el indiano, en cuyo rostro había por vez primera, una sonrisa de satisfacción.— Es el sol, ¿saben?, que cae de lleno sobre el tejado, y como las tejas son de oro, ¿estamos?, parece como que arde la casa...

—¿De oro? —preguntaron múltiples voces, voces de sorpresa, de duda.

—De orito de lo fino —afirmó Felipón.— El tejado ese me ha costado unos cuantos miles de pesos, porque las tejas están forradas de oro.

—¿De oro, don Celipe?... —insistió Colás de Villasuso, rascándose la cabeza, como hombre que no se chupa el dedo, ni comulga con ruedas de molino.

—De oro, mi amigo, de oro, aunque le parezca mentira —asintió gravemente el aludido.

Y dirigiéndose á todos continuó, señalando majestuosamente á su finca:

—Al ausentarme de aquí hice la promesa de que, si volvía á la tierruca, había de hacer una casa cubierta de tejas de oro, como no hubiera otra en el mundo... ¡Y ahí está!... ¡Cosa linda, mis hijitos!...


No sólo en el pueblo, sino en todos los aledaños en unas cuantas leguas á la redonda causó enorme sensación el fastuoso capricho del indianote, y en las primeras semanas acudían de todas partes los curiosos para ver tal maravilla.

Desde las cimas de los montes que limitaban el valle, desde los altozanos y alcores, desde cualesquiera de los sitios colocados en un plano superior al que en lo hondo de la cañada servía de asiento á la aldea, veíase el ya famoso tejado que, al pronto, fingía ser una gran llamarada. La ilusión óptica era distinta, según que el sol cayese ele plano sobre el valle ó que á éste alumbrara la luz cruda y blanquecina, tan peculiar de la montaña en esos días en que esconden las nubes al astro rey; en las noches de luna era aun más fantástico el espectáculo al quebrarse los rayos de plata sobre aquellas láminas de oro.

Pasado el asombro al contemplar cosa tan peregrina, no había espectador que no murmurase acerca de tamaño derroche con más ó menos acritud, según el carácter y temperamento del individuo.

Los que más criticaban y zaherían al propietario de tan estupenda novedad eran precisamente sus convecinos, y entre éstos los que protestaban más desaforados y coléricos, tío Sarín, Luco, el de Granda y Colás de Villasuso: los proceres y sabihondos del lugar. Ponían el grito en el cielo; aquello del tejado parecíales un crimen.

—Güeno está —discurrían en su lógica de palurdos— que Celipón pusiera en la su casa un tejado con tejas de lo fino y aun pintaducas de negro, de verde ó de amarillo, de esas que relumbran como si fueran de cristal, por algo fué tejero en las sus mocedades; pero con tejas de oro, vamos, clamaba al cielo, habiendo en la aldea tantos pobretucos que pa mal comer un poco de torta y unos bisanes tenían que echar el alma en la tierra de sol á sol.

Y á este propósito sacaban á relucir todas las miserias del lugar. El tío Pingales, que había tenío que vender el su jato pa pagar la contrebución; la tía Nasia, que, como se le murió el su hombre y estaba imposibilitá por la reuma, pedía limosna; los del solarón: padre, madre, cinco hijos pequeñucos, abuelo y tía, toos lampando de hambre porque la Josticia les había embargao hasta la caldera pa pagar al lagartón de ti Perrucas unos veinticinco doblones que le debían.

Y así, sin número de desventuras que habrían tenido pronto y eficaz remedio con un par de tejas de aquellas.

—Si vos digo —murmuraban sentenciosamente los próceres parlanchines del Concejo— que cosa como la que ha hecho el Celipón es propia de herejes. Porque, ¿pa qué sirve ese oro en el tejao?... Pa ná; pa darle una satisfación de amor propio al indianote, que Dios sabe cómo habrá ganao el su dinero pa hacer de él lo que hace.

Y bajando la voz, gruñían sus aprensiones de que tal vez lo hubiese robado asesinando á algún cristiano.

—Hijucos, es una soberbia que el Siñor castigará al su tiempo, porque no da riquezas á los hombres pa que las empleen en tejaducos de oro, sino en amparar en las sus necesidades al prójimo, sigún rezan los Santos Avangelios.

Todos los de la aldea, desde el alcalde pedáneo al último chicuelo, cuando pasaban por casa de D. Felipón levantaban la vista hacia el tejado, y en sus ojos leíase un deseo irresistible... ¡Si pudieran siquiera coger una teja!... Pero esto no pasaba de ser una mala tentación que no se realizaría jamás. ¡Pues así que el indianote no vigilaba la finca!... Sólo salía de ella por las mañanitas, é íbase á la Cotera á contemplar su obra, y el resto del día pasábalo encerrado en casa, con el criado, un negro que se trajo de Indias y un mastín que ponía miedo; amén de tales defensas naturales, sabíase que por las noches dormía don Felipe en la respetable compañía de un trabuco y de un pistolón.

Sin precisarse quién ni cómo, es el caso que empezó á cundir por la aldea el runrún de que la casa del tejado de oro estaba embrujada, y hubo papanatas que juró que había visto por las noches danzar á los diablos sobre la áurea techumbre. Y hasta señalaban el tamaño de los cuernos de los bailarines, y que llevaban el traje rojo como la sangre.


Aquello tenía que suceder: ya lo habían profetizado los prohombres de la aldea. Dios castigaba la soberbia del indiano, el cual, aunque de día en día aparecía más amarillo, más irascible y más encorvado, reíase de los diabólicos chismes con que á su costa se entretenían los maldicientes.

Pocos meses después de terminada la casa, la Suprema Voluntad llamó á Sí á Felipón de la Castañera; una mañanita encontróle el negro en la cama, dormido para siempre. El médico aseguró que la muerte había sido ocasionada por un aneurisma.

Durante el día asomaron la gaita por la casa, más por curiosidad de husmear novedades que por piadosa intención hacia el difunto, todos sus convecinos; ya entrada la noche, sólo quedaron en la estancia mortuoria el señor cura, un viejecito que era un santo, y el negro, sentados en unas sillas á ambos lados del ataúd, puesto en tierra, y el perro, echado á los pies; los blandones iluminaban el tétrico cuadro y chisporroteaban como si se quejaran.

Ya muy avanzada la noche, desencadenóse sobre el valle una horrorosa tormenta; imponente y medrosamente retumbaba el trueno, y los relámpagos esclarecían todos los ámbitos con sus parpadeos de cegadora luz; rezaban azorados el señor cura y el negro; el perro removíase, aullando sordamente. Al fragoroso preludio sucedió un aguacero enorme, inacabable: caía furiosa el agua á torrentes, fustigando los montes, el valle y las casas; resonaba como una catarata cloqueando reciamente sobre la tierra.

Y así una hora y otra, y otra, sin interrupción.

De pronto ocurrió en la estancia algo prodigioso, inaudito: apagáronse los blandones, y el señor cura y el negro levantáronse de sus asientos, presas de gran estupor; sobre sus cuerpos, sobre el ataúd, en toda la estancia, caía una lluvia torrencial. El perro lanzó un feroz aulló y puso sus ojos, como sus acompañantes, en la techumbre.

—¡Han robado el tejado, señor cura! —murmuró el negrito, temblando de miedo.

—¿Qué dices, hombre? ¿Robar el tejado?... —preguntó atónito el buen señor.

—¡Lo juraría! —insistió el criado.— Por eso cae aquí el agua... ¡Pobrecito amo mío!...

Los dos hombres, seguidos del perro, salieron á tientas de la estancia.

Efectivamente: el tejado había sido robado; muchas de las láminas de oro que cubrían las tejas fueron arrancadas violentamente. Alguien que pasó la noche en vela contó al día siguiente, en el entierro del indiano, que vió, cuando más recia era la tempestad, tres fantasmas andando por el tejado famoso; los fantasmas no eran otros que ti Sarín; Luco, el de Granda, y Colás de Villasuso.

Los tres próceres eran los que más empeño ponían en afirmar que los mismísimos diablos habían cometido la fechuría de destejar la casa de D. Felipe, y con la mala intención que caracteriza á los palurdos socarrones, decían:

—¡Anda, anda, pon tejaduco de oro, pa que cuando te mueras te pase lo mesmo que á los perros que mueren en el campo! ¡Si ya vos decía yo que al su tiempo Dios castigaría la soberbia de ese hombre!...


* * *


Como Felipón de la Castañera no tenía parientes ni amigos, ni se hallaron entre los papeles suyos ninguno referente á su última voluntad, la justicia incautóse de la casa tan oportunamente que ya no la cubría ni una sola teja.

Hoy sólo se ven en el solarón que aquélla ocupaba unas cuantas piedras; nadie del pueblo pasa junto á las mismas sin receloso temor; es tradición que tales ruinas sirven de refugio á las ánimas en pena de todos cuantos destejaron la casa famosa, y que acabaron sus días trágicamente.

Un noviazgo

I

No sé cómo se llama la calle, mejor dicho, calleja; sólo sé que es una de tantas como se encuentran en el Madrid viejo: su empedrado, de guijas puntiagudas, es de los más primitivos é incómodos; las aceras las forman losas desgastadas, rotas, hendidas; las fachadas de las vetustas casas ofrecen un tono de ocre sucio.

El sol jamás acaricia esta callejuela, desde donde se ve el cielo como un jirón. La luz cae desmayada, y á todas horas, y en todos los momentos, reina un ambiente de melancolía y de sordidez que angustia. Los pasos del transeúnte resuenan lo mismo que en una caverna en esta vía siempre solitaria, en la cual sus vecinos pueden cómodamente estrecharse las manos de balcón á balcón, y fisgonear cuanto ocurre en el domicilio ajeno.

Una tarde, al pasar por la calleja, me sorprendió ver asomada al balcón de un primer piso á una preciosa muchacha, tipo neto de madrileña, con ojos que se abrían ensoñadores en su rostro pálido, de líneas suaves y correctas; cerca de la comisura de los labios, pétalos de rojo clavel, destacábase un lunar.

Seguí mi camino, y sin saber por qué, la loca de la casa —loca de remate en los que gustamos de «sorprender» historias de almas— se entregó á divagaciones acerca de la causa harto pueril de que se asomara al balcón en un sitio como aquél una joven como la del lunar.

Por gozar del espectáculo de la calleja, no sería; por charlar con el novio ó con alguna amiguita de la vecindad, tampoco; ni en los balcones ni en la calle veíase alma viviente; para respirar el aire puro, no era probable, porque harto sabría la joven que en aquel pozo sería pretender un imposible. Y de sobra preocupado con estas naderías, condolíame de la existencia de aquella hermosa flor humana que se abría al sol de una juventud que, por azares de la suerte, esplendía en cárcel tenebrosa, porque seguramente á su vivienda no llegarían los vivificadores rayos de oro del padre de la luz.

—Vida melancólica —reflexioné.— ¡Y como la de esta pobre niña, cuántas se consumen míseramente en estas colmenas de casa de vecindad situadas en calles de ínfimo orden, umbrías y entristecedoras! En su inmensa mayoría es gente víctima de la dignidad de clase, clase media, desventurada, que por sostener con relativo decoro su pobreza come poco y mal, se acuesta en las primeras horas de la noche por ahorrarse el gasto de luz y no tiene otros goces ni otras expansiones que las que se proporciona en las tertulias caseras, en donde se juega á la lotería, se «hace» música, se critica y se entablan noviazgos; ó bien yendo al teatro, de higos á brevas, ó algún domingo que otro al campo, á merendar una tortilla de escabeche.

II

Al entrar en la calleja solitaria sorprendí de nuevo, asomada al balcón, á la niña del lunar, y en uno de los portales fronterizos á un joven, buen mozo, pergeñado con un traje que delataba á un pobrecito amanuense.

Los novios, al verme, hicieron alto en su telegrafía.

Ella fingió como que afianzaba la caña de un rosal. Él retorcióse, impaciente, el fino y sedoso bigotillo que sombreaba su rostro simpático y aniñado.

—Ecco il problema! —me dije. Y seguí mi camino, pidiéndole á la complaciente madre del Amor que atase para siempre, con las más dulces y rosadas cadenas, aquel idilio entablado en la melancólica y silenciosa calleja.

III

Más de dos lustros llevaba ausente de la villa matritense, y á mi regreso hube de pasar una de estas tardecitas por la ignorada calle. Y ni más ni menos que como un héroe de folletín, lancé un ¡oh! de imponderable asombro al encontrarme, al cabo de diez años, con la niña del lunar asomada al balcón, y á su novio, el buen mozo, metido en uno de los portales fronterizos.

Y ambos novios, ¡aun seguían telegrafiándose!...

Había un tercer personaje que fisgaba el idilio desde un piso bajo.

Una vieja escuálida y amarillenta pegaba su nariz, corva como una hoz, al cristal de una vidriera.

En sus ojillos y en su boca desportillada había un no sé qué de irónico que hacía daño.

Aquella estantigua debía de ser una solterona.

Seguramente, al contemplar á los enamorados, rememoraba los lejanos días de su juventud.

También ella tuvo un novio garrido, un buen muchacho con quien entabló, tal vez en la misma calleja de ahora, esos inacabables diálogos de amor, que son, en la vida de estas almas humildes, como el rocío en los campos, como la luz en las mazmorras, como el fuego en los ventisqueros.

Y de todos aquellos diálogos, no quedó más que el recuerdo amargo de esperanzas irrealizables.

En aquellos ojillos que se iluminaron con la pasión, y en aquellos labios, un día rojos y frescos como el fruto de la granada, que conjugaron trémulos el verbo amar, y que supieron, ¿por qué no?, que un beso puede incendiar la sangre, puso el tiempo el frío de la desilusión y del desencanto.

Y de ahí la mirada y la mueca de sutil ironía al presenciar en lo presente escenas pretéritas.


* * *


En realidad, la diosa del Amor había atendido mi ruego un poco despiadadamente.

—En todos estos noviazgos interminables —pensé, alejándome conmovido— un puñado de pesetas es el obstáculo, á veces insuperable, que priva de la ensoñada felicidad á dos vidas llenas de juventud y de pasión, que acaban por marchitarse y languidecer en un perpetuo anhelo: el de constituir un hogar.

Como esta niña de mi historia, ¡cuántas de la clase media consumen su lozanía año tras año, asomadas al balcón telegrafiando al novio!

Y muchas, á pesar de su constancia amorosa, se quedan para vestir imágenes.

La envidia de los dioses

El rostro de Zeus no reflejaba la dulce serenidad propia del rey de los dioses, padre de los mortales y árbitro del mundo: los apretados rizos de su gentilísima barba traíalos en borrascoso desorden; el arco de sus cejas acentuábase sombrío, y sus ojos rasgados, encendíalos la cólera, fuego terriblemente amenazador en parecida deidad. Felizmente para los alegres vecinos del Olimpo, y los menos regocijados de la tierra, las divinas manos no empuñaban el rayo que convierte en cenizas las rocas y los hombres.

Zeus no reía, y ya es sabido que cuando Zeus no ríe, tampoco el cielo ríe: nubes negras y tormentosas cubriánlo con sus flotantes velos de lágrimas, prontas á caer en llanto torrenical sobre la tierra. Júpiter dábase á las mismísimas Euménides, y como el más vulgar é iracundo de los mortales, tirábase reciamente de las barbas y gruñía espantosas amenazas, que retumbaban como truenos en la celeste mansión, atemorizando á sus moradores que, á hurtadillas, cambiaban entre sí miradas que querían decir: «Papá Júpiter no está hoy para bromitas.»

Á la hora del yantar, Zeus no probó la ambrosía, y de un manotón tiró al suelo la áurea copa llena de néctar que le ofrecía Ganimedes. Juno tampoco probó el alimento inmortal: su rostro nublábalo también la cólera y el odio. Venus, Marte, Mercurio, Apolo, Minerva y los demás dioses y diosas asistían al cotidiano banquete mudos y recelosos, como hijos que esperan de un momento á otro que los papás se tiren los platos á la cabeza. Pero Zeus y Juno, para vengar sus íntimos agravios conyugales, no malograron la celestial vajilla: conformáronse prudentemente con dirigirse miradas de soberano desdén.

Zeus, terminado el yantar, levantóse de la mesa, asió del brazo á Mercurio, su correveidile, y señalándole la cima más alta del Olimpo, le dijo:

—Vámonos lejos de esta divina gentuza; tenemos que hablar.

—Sea cumplida tu voluntad, padre —replicó reverentemente el dios de los comerciantes y de los ladrones.


* * *


Ya el deslumbrador carro de Febo hundíase en el ocaso, cuando retornó Mercurio á su hogar. Retornaba cabizbajo y sombrío, plegadas las alas; grave preocupación embargaba su divino chirumen.

Dioses y diosas, excepto Juno que se había, retirado á sus habitaciones particulares, y Venus, que andaba de holgorio con el dios de la guerra —Júpiter no sabría donde— rodearon á su camarada, ansiosos de conocer la conversación que había tenido con Zeus, y la causa de su inquietante enfurruñamiento.

No imperaba en las olímpicas alturas la discreción, porque más que mansión de dioses, parecía casa de comadres mal avenidas, chismosas y alborotadoras. Así, no ha de extrañar poco ni mucho que Mercurio, á la primera indicación, soltara la lengua y noticiase al celestial concurso el origen de la cólera del Tonante.

—Dioses y diosas, mayores y menores; nuestro padre y señor está hoy dado al mismísimo Plutón. ¡Lo que ocurre es inaudito é inaguantable!... Pide un castigo rápido, ejemplar, decisivo...

—¿Nos aguarda una nueva Troya?...

—¿Se han vuelto á sublevar los titanes?...

—¿Ha hecho Venus alguna de las suyas?...

—¿Intentan tal vez rebelársenos los pobladores de la tierra?...

Tales preguntas de otras tantas divinidades interrumpieron el vehemente apóstrofe del orador.

—Ni Troya, ni Venus, ni titanes —replicó éste— más bien los muñecos de carne y hueso mortal son los que encienden la ira de Júpiter, como encenderán, seguramente, la vuestra, en cuanto conozcáis la historia de amor que voy á tener la comodidad de relataros.

Una carcajada que, acertadamente, podría llamarse homérica, resonó en la corte celestial: dioses y diosas reían como gañanes regocijadísimos, y todos, á un tiempo, exclamaron:

—¿Historia de amor?... Este Zeus es incorregible.

—¿Y á papá le trae eso á mal traer?... ¡Es sorprendente!....

—¿Quién es la afortunada mortal en la que Júpiter ha puesto sus divinos ojos?

—Ahora se explica la cara de gata rabiosa de Juno y el gestecillo que ha traído nuestro recadero de su paseíto con Zeus. ¿Qué nueva metamorfosis prepara para acercarse á la dueña de sus pensamientos?...

—¿Volverá á transformarse en lluvia de oro, en cisne, en águila?...

—¡Quiá! ¡Eso ya no tiene novedad ninguna, se convertirá en rana! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!...

—¡Señores, que somos dioses y estamos en el Olimpo —advirtió un tanto amoscado el del caduceo— y la cosa no es para tomarla á broma: es más seria de lo que suponéis, y vuestras risitas y chistecitos acabarán en lágrimas y lamentaciones!

—¡Dejad que hable nuestro hermano! —intervino la diosa de la sabiduría.— Señores olímpicos, es de muy mala educación interrumpir al que habla... Continúa tu historia, Mercurio.

—Continúo: en un rincón de la Hélade viven dos seres: un «él» y una «ella». Son unos míseros pastorcillos que sólo tienen un ruin hato de cabras; se alimentan de higos y queso agrio, habitan una choza, se cubren de pieles y no tienen cosa de más valor que su juventud: ella es la muchacha más bonita que han visto griegos, y él es un mozo tan gentil como tú —y señaló á Apolo.— Gozan de una existencia tan venturosa, que ha despertado los celos de Júpiter, y despertará los vuestros al saber que toda su felicidad nace del cariño que él y ella se profesan: un cariño puro, sin egoísmo, más dulce que las mieles que fabrican las abejas hibleenses, más tranquilo que el dormir de un niño, más luminoso que los rayos que se desprenden del carro del sol, más alegre y sencillo que el gorjear de las aves saludando á la aurora. Estos amadores que viven vida de pobreza en ignorado valle heleno, gozan tan en lo íntimo de su felicidad, tanto les ciega y embelesa su mutuo amor, que jamás ha ensombrecido su inacabable ventura pensar que podría enojarse contra ellos la envidiosa Némesis, que cela y castiga á todos los mortales que abusan de los dones que les concede la magnanimidad de Zeus y la vuestra propia.

¡No! Ni por un momento han temido surgiese ante ellos la envidia de nosotros los dioses, porque, hay que decirlo de una vez y sin rodeos, estos pastorcillos se creen tan fuertes y seguros con su amor, que, amparándose de él como de un escudo invulnerable, ni nos temen ni les importamos una xiringa, que es cosa menos vulgar que un pito.

Para olvidarse de todo lo divino y humano les basta ver brillar en sus pupilas la luz que pone en ellas su querer.

Esto es lo que ocurre, hermanos; ahora decidme si Zeus, nuestro padre, y nosotros mismos, gozamos jamás de un cariño tan firme, tan puro, tan vehemente, tan envidiable como el de estos humildes muñecos, sujetos, es un decir, á nuestra voluntad. En esta mansión, ¿hubo nunca ejemplo parecido? Cuantos amores se han entablado en el Olimpo —y su lista sería inacabable— ¿sostuvieron un solo momento, á pesar del omnímodo poder y sabiduría de los amadores, afectos como el de estos pastorcitos de la Hélade?... ¡No! Fueron siempre semillero de rencillas, odios y egoísmos; nacieron de un capricho y murieron de hartazgo de sensualidad: en una palabra, dioses y diosas, ¿podéis asegurar que exista en el cielo y en la tierra algo más envidiable que la ventura de un amor tan hermoso como el que acabo de referiros?...

Calló Mercurio y no hablaron los inmortales.

Fué un silencio solemne, grave: cada cual entregábase á no muy halagüeñas reflexiones al recibir parecida lección de la ajena felicidad.

—¿Para qué empuña Zeus el rayo mortífero que no lo ha fulminado ya sobre esos insensatos rivales nuestros? —preguntó trágicamente conmovido Vulcano.

—¡No! El rayo no debe fulminarse contra ellos. ¿Son acaso culpables de poseer alma más pura y sencilla que la nuestra?... —objetó Minerva.

Siguióse un corto y penoso silencio.

—Debemos castigarlos por su temeridad —insistió el feo esposo de Venus.

—¿Su temeridad?... Nuestra envidia es la que pide su castigo. ¿Y adelantaríamos algo con tan ruin venganza?... ¿Seríamos nosotros más venturosos en nuestros amores castigando á esos amantes?... ¡Castigad en todo caso al amor por no haberse disfrazado en este caso como siempre lo disfrazáis vosotros. Lo que ahora enciende vuestra ira se repetirá siempre que el verdadero amor junte dos almas.

Zeus que, recatándose, había oído el diálogo, intervino:

—Minerva ha puesto, como siempre, en sus palabras la amarga verdad. Suprimamos el amor en los mortales si no queremos envidiarlos.

—Eso no es justo, padre; de ti emanan todas las cosas y todos los afectos, ¿vas á suprimir el más grande y hermoso, el Amor que obliga á acercarse á ti á todos los nacidos?... Si no quieres que sea superior al que gozan los dioses, mezcla en el de los mortales la duda. La fe en los que se aman es la que despierta vuestros recelos y envidias, porque ella, y sólo ella, es la que proporciona á los amantes inefable ventura...


* * *


Y he aquí, según he leído en una historia que alguien relató en el siglo de oro de la Humanidad, la causa de que en el mundo no haya amor, por muy grande y firme, apasionado y fuerte que sea, en el que no surja la duda, gota de acíbar que la envidia de los dioses puso en los más dulces cariños terrenales...

La famosa historia de maese Antón

La amplia cocina de maese Antón hallábase en tal noche de Nochebuena, hace de esto ya siglos, iluminada por la alegre y chisporroteadora llama de los verdosos troncos que se consumían en el llar, y por los monumentales candiles de hierro que pendían de la ahumada y robliza techumbre, decorada con lomos, chorizos, jamones, morcillas y otros substanciosos fililíes; las luces de los candiles semejaban almendras de oro flotantes en un espacio neblinoso.

Las mejillas y las narices de los comensales tenían un sospechoso barniz de escarlata; chispeaban los ojos y sonreían las bocas; habíase dado fin al pantagruelesco banquete, que empezó pasadas las doce de la noche. Maese Antón y su mujer, la hermosa Fredegunda, y los dos oficiales y los seis aprendices de la herrería considerábanse, en tal hora y en tal sitio, como los seres más venturosos de la tierra, que no hay cosa que despierte más pronto el regocijo en almas buenas y sencillas, libres de inquietud y de ambición, que una cena espléndida, pródigamente rociada con vinillo de lo añejo.

Ni la rota que en Villalar sufrieron los Comuneros, ni las espantosas represalias que se temían tomara Carlos V á su vuelta á España, ni la muerte del Papa que dió nombre á su siglo, ni nada, en fin, de lo que atañía á los negocios públicos preocupaba á la honrada concurrencia reunida en casa del síndico y maestro más antiguo de todos los herreros del burgo. Sólo se hablaba del trabajo hecho durante el año, un buen año, á fe, en que estuvo encendida la fragua día y noche, y día y noche cantaron los martillos su ensordecedora cantata sobre los ígneos trozos de hierro posados en los yunques; domingos y días solemnes apagábase el fuego y enmudecía la forja, y maese Antón y los suyos ejercitaban su destreza muscular jugando á la barra, y su resistencia gástrica embaulándose sendos jarros de lo tinto; ponían toda su vanagloria estos cíclopes en tirar la barra lo más lejos posible y en apurar el mayor número de jarros.

Entre los asuntos de su honrado oficio, que hacían mover todas las lenguas, estaba el concerniente al título de maestro, que en Año Nuevo había de recibir, previo examen ante sus primates, Pablillos, el oficial más adelantado de maese Antón.

Teníase por descontado el triunfo del pretendiente, porque el maestro le apadrinaba: llamábale ya Fredegunda, en son de broma, «maese Pablillos»; los aprendices hacían cábalas acerca del magno regodeo con que se celebraría tal ascenso. Pablillos sonreía á todos, rebosando satisfacción, sin advertir, ó tal vez advirtiéndolo lo disimulaba, que el único que permanecía silencioso y grave era su igual jerárquico en la herrería, que la envidia todo lo amarga y entenebrece.

Maese Antón, á instancias de Pablillos, se dispuso á contar su famosa historia, la historia que muchas Nochebuenas contara en aquella misma cocina á otros oficiales suyos aspirantes á la maestría; el oirla les trajo la suerte; uno que no la quiso escuchar quedóse ciego al día siguiente de inaugurar su fragua; al moldear un lingote, unas chispas saltarinas sumieron en sombra eterna las pupilas del flamante maestro.

Tendió maese Antón la mirada en torno de los circunstantes, y, posándola breves momentos en el gótico ventanal de verdosos vidrios, emplomados, desde el que se entreveía con tono fantástico de esmeralda un trozo de cielo, como de azulina plata, persignóse devotamente. Cumplido el cristiano requisito, que siempre precedía al relato de su historia, dijo:

—La Virgen Santísima y todos los Santos me auxilien al contaros el lance más maravilloso que ha podido sucederle á hombre alguno. Y lo cuento en mi sano y cabal juicio, como cumple que sean contadas las cosas en que interviene Aquel que á todos nos da vida. Amén.

Tal protesta avivó la curiosidad de los que ignoraban el lance maravilloso, y conmovió una vez más á los que le conocían.

—Hace ya muchos años —prosiguió maese Antón,— en una noche tal como ésta, víspera de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, ocurrió lo que voy á referiros: era yo por aquel entonces un mozo, como lo es ahora Pablillos, y, como Pablillos, me disponía á tomar mi carta de examen en el honrado oficio que tenemos. De maese Juan, mi maestro, que de Dios goce, es la herrería esta, y Fredegunda, mi mujer, hija suya.

Entré yo en la fragua apenas cumplidos los diez años. Mi padre había sido herrero, y á la hora postrera, en la que todos arreglamos para siempre nuestros asuntos, encargó á mi madre que me hiciera seguir su mismo oficio. Mi madre cumplió tal voluntad, y me trajo aquí. El maestro, sabido que yo no era ni moro ni esclavo, sino de sangre limpia y cristiana, me hizo inscribir en el gremio, y ante su escribano, como aprendiz, y me enseñó todo lo que él sabía, que era mucho, por ser el mejor forjador de la ciudad y aun del reino entero.

Un día de Todos los Santos me dijo en la mesa, á la que nos sentábamos oficiales y aprendices:

«Antón, vete pensando en hacer tu obra para el examen de maestros en Año Nuevo.»

No sé explicaros lo que sentí al oir tales palabras: una alegría loca y ganas de reir y de llorar al mismo tiempo. De buena gana habría saltado á su cuello y le habría abrazado y besado si no me detuviera, más que el respeto que le debía, la adustez de su carácter. Todas mis ambiciones iban á realizarse, porque seguro que si maese Juan me apoyaba, saldría yo victorioso. Y más que por el adelantamiento en el oficio, lo celebraba y me regocijaba, porque, una vez titulado, podría acercarme á mi maestro y decirle sin rebozo lo que hasta entonces no era prudente le confesara sin exponerme á una vergonzosa repulsa: que quería á Fredegunda, su hija, como un hombre honrado sabe querer á una mujer.

Desde aquel inolvidable día de Todos los Santos, Fredegunda y yo platicábamos alegres, gozosos y confiados, acerca del feliz suceso que colmaría todas nuestras esperanzas.

Á prima hora de la noche de Nochebuena, y después de que maese Juan, siguiendo su costumbre, nos hubo pagado á los oficiales la soldada del año, entramos todos los de la herrería en esta cocina, disponiéndonos á celebrar la festividad: sentóse el maestro en este mismo sillón de vaqueta en donde yo ahora me hallo, y fueron colocándose en los demás asientos los convidados: venciendo la cobardía, que quebraba todos los impulsos de mi voluntad, me acerqué, confuso y emocionado, á maese Juan, y, sacando de debajo de mi mandil de cuero una cajita, se la entregué, diciéndole:

«Maestro, examinad mi obra de prueba.»

Á pesar de mi turbación, noté que maese acentuó, al oirme decir esto, la habitual acritud de su rostro, y que, temblándole las manos, abrió la caja y sacó mi obra, una diminuta llave cincelada, en la que puse todo mi saber de forjador y toda mi alma de enamorado.

«Hermosa pieza —gruñó, más bien que dijo, el maestro, examinándola detenidamente.— En ella, Antón, has derrochado arte y primores que, justo es reconocerlo, ninguno de los que ahora forjamos seríamos capaces de imitar. Con esta llave te aseguras tu entrada en el gremio, pero... —y aquí empezó á sonar la voz de maese, irónica, poniendo el espanto en mi ánima— no abrirás, como pretendes, la puerta de mi casa para llevarte mi tesoro de más valía.»

Quedéme anonadado, como si recibiese sobre todo mi cuerpo un terrible martillazo; ni aun fuerzas tuve para protestar; parecía como que un ñudo cerrase mi garganta.

«Recoge esa llave —continuó el maestro,— y, cuando te plazca, recoge también la herramienta tuya de la herrería, porque en ésta no ha de haber más ambicioso que yo, que ambiciono para mi hija marido algo más galán, más rico y más caballero que tú... Y, ahora, cenemos todos en paz y en gracia de Dios.»

Escaldaron mis mejillas lágrimas de dolor, de rabia y de pena, y, llevado de todas las malas pasiones que en mí despertara aquel inesperado y cruel derrumbamiento de mis esperanzas más queridas, sintiéndome arder la cara de vergüenza, temblándome el cuerpo como atacado de perlesía, pude, al fin, tras un poderoso esfuerzo de voluntad, replicarle con la arrogancia insultadora que da la inexperiencia de los años:

«Maestro, podéis contar ya por recogida mi herramienta, puesto que ahora mismo me despido de vuesarcé para siempre.»

«En buen hora, hijo —murmuró en son de zumba maese;— tú siempre diste pruebas de ser un mozo juicioso.»

Grande era la estupefacción que la escena había producido en todos los circunstantes. Sin dirigir una mirada á Fredegunda, que sollozaba tendiendo, suplicadora, las manos hacia su padre, gané prestamente la puerta y me vi en la rúa.

La noche era parecida á ésta: la luna caía de lleno sobre la tierra; los luceros brillaban en un cielo de azul purísimo.

Al encontrarme en la rúa pensé en mi negra desdicha, que en noche tan celebrada me ponía, como mendigo ó ladrón, á las puertas de la casa en donde pasé toda mi vida.

Os juro que me arrepentí de haberme dejado llevar de la ira, y que estuve tentado de retornar junto al maestro. El amor propio atajó tan buenos propósitos, y tal como me veía, me decidí —implorando la divina misericordia— á buscar refugio y consolación en casa de mi madre. La pobre vieja vivía en un pueblecillo cercano; las dos leguas escasas que tenía que andar, las haría, yendo á buen paso, antes que las campanas de las iglesias llamasen á los fíeles para la Misa del Gallo. Tenía forzosamente que atravesar el bosque de la Requejada, que, como sabéis, rodea nuestra ciudad, y esto me producía terror invencible, pues aun cuando uno sea joven y animoso, no puede sustraerse al imperio que sobre el espíritu ejercen las historias de brujas y de endemoniados que, según es fama, frecuentan tales sitios.

Soplaba un viento recio y frío que parecía llevar en sí invisibles agujas que punzaban la epidermis; yo no sentía la helazón en mi caminar desesperado, quería verme cuanto antes en brazos de mi madre, y en ellos dar rienda suelta á las lágrimas que llenaban mi corazón.

Llegué al bosque, me aventuré en su laberinto, y á medida que me alejaba de la linde, hacíase más penosa la marcha y más obscuros los senderos: gracias á que la noche era de luna, no me estrellé á cada paso contra un árbol, ni di de bruces en una piedra. Encomendándome á todos los santos y á nuestro bienaventurado Patrón, avanzaba, no sin susto ni zozobra, creyendo topar de continuo con duendes y brujas.

Al entrar en un claro del bosque iluminado de lleno por la luna, vi que en dirección contraria á la que yo seguía avanzaba un peregrino, á juzgar por su esclavina parda llena de conchas y su alto cayado, del que pendía una calabaza: era viejo el tal peregrino; luengas barbas de plata caíanle del rostro enjuto y macilento, parecido al de los santos ermitaños que se ven en las hornacinas de las iglesias. Al encontrarse frente á frente conmigo, me dió las buenas noches con voz que me hizo estremecer. No era acento humano el suyo, porque jamás oí voz tan armoniosa: así sólo deben hablar los ángeles. Correspondí á la salutación. Por Cristo nuestro Señor, que vino al mundo tal noche como ésta, me pidió una limosna con que poder albergarse en una posada de la ciudad lo que quedaba de tinieblas hasta el día siguiente. Eché mano al cinto de cuero y, desatándole, saqué una de las diez doblas de oro de mi soldada del año, que acababa de darme el maestro. «Tomad, hermano —le dije— y rogad á Nuestro Señor Jesucristo que ampare á este pobre pecador.»

Dióme las gracias el peregrino, y mirándome amorosamente con sus ojos, que despedían luz cegadora, como la de los más hermosos luceros, me dijo: «Él te protege, hijo mío, porque Él ama á los que á Él acuden.» Y señalándome con su diestra mano de santo cenobita un sendero que se abría en la cerrazón del bosque, me advirtió: «Sigue tu camino hasta que encuentres una choza; en ella debes pasar lo que resta de noche.» Dijo, y presencié entonces un asombro: el viejo, hijos míos, desapareció de mi vista milagrosamente. No supe hacer otra cosa que persignarme. Seguí la vereda que me señalara el peregrino, y andando, andando, di con la choza, que se alzaba en otro claro del bosque, empujé la entornada puerta y me vi en una habitación alumbrada, como si fuera de día, por la luz de la luna, que caía por un ventanillo abierto al ras del techo; en el suelo había un montón de paja seca. Sobre él me tendí muerto de cansancio y me quedé dormido tan á gusto como si me encontrara en mi camastro de la herrería.

En toda la Cristiandad, ninguna ánima viviente, desde el Emperador hasta el último de sus vasallos, gozó en aquella noche lo que yo gocé... en sueños, porque habéis de saber, hijos míos, que por arte maravillosa me vi transportado á esta misma cocina, sentado á la mesa, rodeado de mis oficiales y aprendices, ¡era ya maestro, y de los más afamados de la ciudad! Á ambos lados míos sentábanse mi madre y Fredegunda, mi mujer, y frente á mí, maese Juan. Todos, hasta mi suegro, tenían pintada en el rostro la alegría. Cenamos regalándonos con los manjares y con los vinos con que se regalan los poderosos de la tierra. ¡Nunca jamás he cenado yo tan cumplidamente como en aquella bendita noche!...

Hería mis ojos un vivo resplandor, y desperté sobresaltado... Continuaban los prodigios, puesto que á la luz de las teas con que se alumbraban los que habían invadido la choza, reconocí á todos mis compañeros de la fragua.

«¡Vamos, Antón, arriba!» —me ordenó Pero, uno de los oficiales.

Azorado, me levanté refregándome los ojos, dudoso de lo que veía.

«¡Síguenos presto —me advirtió Blasico, el aprendiz,— que con tu escapada tenemos todos los de maese Juan un rabioso dolor de tripas!»

«Y ¿adonde he de seguiros y qué tengo yo que ver con esos dolores de que hablas?» —le pregunté, muerto de curiosidad.

«Por el camino lo sabrás todo —me dijo Pero,— que ya da harto de sí el camino para enterarte de las bienandanzas de esta noche.»

Y por el camino, en éstas ó parecidas palabras, me las contó, dejándome pasmado de venturoso asombro:

«Al marcharte tú, cayó al suelo, privada de sentido, Fredegunda. El maestro, que quiere á su hija como á las niñas de sus ojos, al verla en tan lamentable paso, corrió á su socorro, pálido como un difunto y temblando de pies á cabeza.

»Debido, más á la virtud de los hondos suspiros que la pena arrancaba á maese, que á las rociadas de vinagre, volvió Fredegunda á la razón en el preciso momento en que penetraba en la cocina, sin que nadie sepa hasta ahora por quién ni cómo le fué franqueado el paso, un viejo peregrino de los que hacen su derrota á Tierra Santa.

»El peregrino, que tiene una voz y un mirar que imponen, porque iguales á los suyos no vi ojos tan brilladores ni escuché acento tan dulce, acercóse al grupo que formábamos todos en derredor del padre y de la hija, y encarándose con el maestro, después de bendecir el nombre de Dios, le dijo:

»Buen hombre, liviano es el remedio que empleáis; más se encuentra en vos que en esa botella la salvación de esta pobre niña, á la que causáis la muerte con vuestras locas ambiciones.»

«Y vos, buen peregrino —replicó amostazado el maestro,— ¿qué sabéis de si son locas mis ambiciones, ni de lo que causa este repentino malestar de mi hija?...»

«La ambición —contestó con gran mansedumbre el viejo no es medicina con la que los padres han de curar el mal de amores de sus hijas.»

«Turbóse maese Juan al oir esto, brilló en los ojos de Fredegunda una mirada de gratitud hacia el peregrino, y todos acogimos sus palabras con un murmullo de aprobación: el hombre ponía con asombroso tino el dedo sobre la llaga.

«Perdonad —continuó;— pero permitidme, maese, que os diga que hacéis mal en pretender para vuestra hija un noble y rico caballero, siendo, como sois, en la república uno de sus más insignificantes y obscuros ciudadanos. El águila jamás buscó á la liebre por compañera, y si alguna vez la elevó hasta su nido, fué porque le azuzaba el hambre y en ella podía satisfacerla; no para mejor ni más lucido empleo la transportó á las alturas. Si dais vuestra hija por mujer á un gran señorón, tal vez la ocurra lo que á la liebre con el águila.»

«Á estas palabras del viejo todos asentimos. Maese Juan, trémulo, balbuceó:

«Según vos, anciano, debo entregar mi hija al primer ganapán que la pretenda.»

«No á un ganapán —replicó el peregrino,— sino al que la quiera de corazón y sepa honrar vuestro nombre y vuestro arte. Acabáis de arrojar neciamente de casa á un hombre que labraría la ventura de vuestra hija: ningún esposo la destinaréis más adecuado.»

«¡Ninguno!» —interrumpió Fredegunda, sollozando.

«Á lo que parece —preguntó el maestro,— ¿sois amigo de mi oficial Antón?...»

«No le he visto más que una vez» —contestó el desconocido.

«El maese protestó con viveza:

»¿Y cómo afirmáis, entonces, que hará venturosa á mi hija?»

«Porque los hombres buenos y honrados —dijo con voz firme el peregrino— llevan escritas en la cara su bondad y honradez.»

«Y contó que te había encontrado en el bosque, y nos enseñó la dobla de oro que le diste de limosna. Habló de ti tan acorde y persuasivamente, que todos pedimos á maese Juan que, por ser esta bendita noche la más grande del año, atendiese las razones de tu defensor.

«Nuestro pedimento, y el afirmar Fredegunda que tú sólo serías su esposo, decidieron al maestro á encomendarnos que viniéramos en tu busca, pues hasta tanto que tú retornes no celebraremos la fiesta. Esto es todo, amigo Antón. Bien puedes darle gracias al Cielo por tales bienandanzas.»

«Al Cielo he de agradecérselas, amigo Pero —repliqué,— por haberme enviado en la más grande tribulación de mi vida tan maravilloso defensor.»

Nunca más he vuelto á ver al peregrino del bosque; pero de día en día, hijos míos, me afirmo más en mi creencia de que sólo la intercesión de Nuestro Señor Jesucristo pudo trocar mis desventuras en tantas felicidades como las que gozo desde aquella bendita noche de Nochebuena.


Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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