La Campara de Chang-té-ku

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II
III

I

Es un cuento chino escrito en tablillas de bambú por Ti-chen, historiógrafo del hijo del cielo, hermano del sol y de la luna, y Gobernador único en la tierra, que estas denominaciones recibe modestamente el Cha ó Emperador de los de las narices chatas, vulgo, chinos.

Remonta el historiador su relato 10.000.000 de años antes de nacer Jesucristo, un grano de anís si se compara á la afirmación de Lassen, émulo de Confucio que con toda formalidad asegura que el celeste Imperio cuenta 92.000.000 de años historiables.

En la época señalada por Ti-chen, reinaba Chang-té-ku, que dicho sea sin ánimo de ofenderle, á pesar de ser hijo del cielo y pariente de los astros, era un chino clásico de vientre abultado, tez de barquillo, orejas de sátiro, frente cuadrangular y su poquitin de «coleta», amén de unos piés diminutos, única cosa admirable que orgullosamente podía ostentar el gran señor chinesco.

Chang-té ku, debía presentir á Luis XI de Francia: gobernaba sus estados lo más hipócritamente posible; disfrazándose de santo y justiciero hacía cuantas atrocidades se le antojaban; más claro: era el chino más chino: tiraba la piedra y escondía la mano.

Ello es —y aquí empieza la historia jeroglífica— que al hermano del sol le pareció cosa extraordinaria que las fulanitas de su reino, máxime las guapas en clase de chinas, se casaran con cualquiera de sus súbditos, así sin más ni más.

Y aunque el Gobernador único en la tierra sabía de sobra que podía disponer de la vida y honra de cualquier ciudadano, que sus menores caprichos recibíanse como órdenes divinas y que todo bicho viviente debía idolatrarle, discurrió, después de pensarlo á lo chino, es decir, astuta y pacienzudamente, que sin desprestigiarse en el concepto de hijo del cielo podía hacer que el número de sus esposas aumentase de una manera dignísima, sin que los criticones de la corle cayesen en la cuenta de que al gran señor le gustaban todas las ciudadanas de buen ver, con perdón sea dicho.

Y cátate que una mañana, una legión de mandarines salió de palacio con la misión de recorrer ciudades, villas y aldeas, promulgando en nombre del pariente celestial una revelación divina, la cual sin pecar de indiscretos podremos traducir libremente, al cabo de 10.000.000 de años:

«Yo Chang-té-ku, á vosotros mis súbditos ricos y pobres, que estáis en vísperas de matrimoniaros con una ó más mujeres según el estado de vuestros caudales, sabed; que he dispuesto que si en cualquiera torre de mi Imperio la noche precedente á un matrimonio, suena la campana, es señal de que la novia debe presentárseme acompañada de su futuro.»

II

Ocurrió, que pocos meses después, el hermano del sol, se dió un paseo por sus estados, y al llegar á un pueblecillo no distante de la capital, toparon sus ojos de ardilla con una chinita ¡ay! que era en el género una venus de oro.

Verla el consabido hijo del cielo y desearla para su ya numerosa colección de mujeres, fué obra de un instante.

Dio las órdenes oportunas para averiguar quién pudiera ser tan peregrina belleza y uno de sus edecanes le informó en estos términos:

—Gran señor: Fu-fá es esa moza, y según tengo entendi1do, mañana será entregada por sus padres en matrimonio á un pariente cuyo nombre ignoro.

—Está bien —gruñó el soberano.

Y dirigiéndose al mandarín de la provincia, que llevaba más de tres cuartos de hora haciéndole reverencias, le dijo:

—Fi-fú, es preciso que esta noche suene la campana en la boda de Fu-fá.

El mandarín, al escuchar esto, tornóse rojo á pesar de su cara de membrillo.

—Está bien... gran señor —tartamudeó el infeliz.

III

En la carrera del tiempo, aquella noche hacíasele interminable a Chang-té-ku. A pesar de su origen celeste tenía las impaciencias de un enamorado vulgar.

Fu-fá, era sin disputa, la más hermosa china que jamás vieron sus ojos; no había otra mejor en el reino; así es que el hermano de los astros se paseaba impaciente por su real pabellón construido de maderas olorosas. Asomábase á la ventana y dirigía melancólicas miradas hacia la torre que en la lejanía elevaba sus nueve pisos reverberando la tibia luz del satélite sobre las incrustaciones grecas y adornos de porcelana del frontispicio, abrillantando las tejas verdes de la cúspide en donde una campana de bronce había de resonar aquella noche fatídicamente para la boda de Fu-fá. Pero... la campana no lanzaba al viento la metálica vibración con terrible sorpresa del hijo del cielo, que, estupefacto, vió cómo las luces de la aurora teñían de rosa las sombras de la noche.

En el colmo de su rabia dísponíase á tomar atroz venganza de la desobediencia de Fi-fú, el mandarín de la provincia á quien encargo la ejecución de su orden, cuando un chino de la servidumbre penetró azorado y confuso en el pabellón de su soberano y ahorrándose, á pesar de la etiqueta, el ceremonial de costumbre, dijo con espanto:

—Señor, al pie de la torre he encontrado muerto á Fi-fú, que tenia apretada contra el pecho esta tablilla escrita.

El Emperador leyó:

«Chang-té-ku, sé que me aguarda una muerte horrorosa por desobedecer tu mandato, pero, has de saber, ¡oh hijo del cielo!, que mi novia era Fu-fá y que con ella pensé realizar mañana todos mis anhelos... Llévatela, es tu sierva...

Y no ignores tú, el Gobernador único en la tierra, que el hombre que ama con todo su espíritu a una mujer, nunca la difama... Prefiere antes morir... Aunque sea un chino.»


Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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