La Carroza de Mis Vecinos

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II
III

I

En el que se dan á conocer las estrecheces y miserias de unos nobles arruinados.


Son mis vecinos los excelentísimos señores Marqueses de la Requejada, cuya nobleza, si no se pierde precisamente en la noche de los tiempos, tópico de la exclusiva pertenencia de historiadores y genealogistas, es lo bastante antigua para poder contar entre sus ilustres ascendientes con un esforzado paladín de las Cruzadas, y un famoso capitán de los tercios aquellos que ponían no una, sino muchas picas en Flandes.

Los Requejadas, cuyo palacio señorial se alza enfrente de mi vivienda, son bienquistos en el barrio, que se enorgullece de contar entre sus vecinos con señores de tan esclarecida alcurnia.

Horteras, comadres y criadas de servir murmuran que la linajuda casa ha venido muy á menos, y que son grandes los apuros que pasan los de Requejada para sostener decorosamente, en lo que cabe, el esplendor de sus blasones.

El palacio se cae de puro viejo, y está pidiendo que lo derriben ó que le reformen totalmente. Un cambio radical se impone también en la indumentaria de la servidumbre masculina: un portero, mayordomo, cochero y lacayo, que á la vez es mozo de comedor y recadero: por su antigüedad y los trotes que han sufrido, se encuentran en un estado vergonzoso las levitas, fracs, calzones, sombreros de copa y gorras de plato.

El coche único que poseen los Marqueses debía ser piadosamente depositado, como respetable antigualla, en el Museo Arqueológico.

¡Señores, qué carricoche tan descomunal, tan pesado é inservible! Tiene todas las trazas de una carroza de la época de los Felipes, y seguramente que sus primitivos poseedores sirviéronse de tal vehículo para asistir á los festivales con que el Rey poeta se solazaba en su palacio del Buen Retiro: sus ruedas enormes, cuando cumplen su oficio, hacen sonar el armatoste con ruido idéntico al que produciría una gran sartén que arrastraran por el empedrado.

La vez primera que vi parecida máquina hube de quedarme atónito, sonriéndome con la peculiar sonrisa que produce todo lo grotesco. Dos caballos vejancones, bayo el uno, y castaño el otro, desiguales en alzada, formaban el tiro: los Marqueses y su hija, una preciosa muchacha rubia, parecían, vistos desde mi balcón, unos muñecos en cuclillas dentro de una inmensísima caja, y á buen seguro que para comunicarse con el cochero ó el lacayo emplearían una bocina: á tanta altura se encontraba el pescante...

Muchas, muchas veces he visto la carroza de mis vecinos, que, aunque éstos traten de disfrazarla de landó ó de berlina, carroza es, y de las más típicas de su clase. Nunca al verla he vuelto á sonreirme, ni la he dedicado una frase de burla ó de crítica, al contrario, su vista ha despertado en mí reflexiones melancólicas, y sentido infinita conmiseración hacia estos próceres, que, por sostener, algo ilusoriamente por cierto, el boato á que les obliga su posición social, sabe Dios el sinnúmero de sinsabores y de punzadoras miseriucas que sufrirán en su vida íntima.

Y fingía yo —¡vaya usted á refrenar la fantasía de un hombre que vive de inventar historias y cuentos— escenas de un cómico doloroso, en la señorial morada, cuando sus dueños departiesen á solas sobre sus asuntos pecuniarios!

—Hay que dar un baile —supongamos que dice la señora, suspirando como quien recuerda el cumplimiento de un deber penoso é ineludible.

—¿Baile?... —repite el señor, atónito, como si le propusieran algo inaudito.

—El mes que viene —continúa impertérrita la Marquesa— cumple diez y seis años Asuncioncita, y me parece que ya es hora de que se la vista de largo y se la presente en sociedad...

—Oye, Zutanita, ¿y no sería lo mismo que lo dejáramos para mejor ocasión?... —replica el papá, como quien está en el secreto de que da igual vestir de largo á una muchacha á los diez y siete que á los diez y ocho abriles.

—¡Imposible! La niña parece ya una matrona. El año pasado debimos hacerlo, cuanto más... ¡Sí, ya sé lo que vas á decirme, que una fiestecita así cuesta un dineral, que nuestra situación económica es de día en día más aflictiva... ¡Sí, ya lo sé!... Pero comprenderás que no vamos á tener á Asuncioncita toda la vida con las pantorras al aire y sin presentarla en sociedad. No hay más remedio que decidirse...

—Y pasar el Rubicón —apunta con un suspiro el señor de la Requejada, que á sus horas se siente erudito.

¡Eso que dices, y pasar el Rubicón! —prosigue con toda vehemencia la mamá.— Es imprescindible, si queremos que la niña se coloque como es debido...

Aquí el señor afirma un «Es verdad» que es todo un poema, y acuérdase dar el baile, con los fililíes y costosas garambainas pertinentes al caso.

Plantéase el problema crematístico, y el Marqués, que cuando se afilió al partido conservador puso sus ojos en la cartera de Hacienda, por creer que la desempeñaría airosamente, habla, como si fuera ministro de veras, de «hacer economías» para «enjugar» el aterrador «déficit» que la fiestecita producirá en el presupuesto de la casa.

—¡Señor, qué tiempos los que alcanzamos! —suspira la señora mirando á su ilustre prosapia, que, muda é impasible, asiste en pintura á la escena conyugal.

De la olla no podía suprimirse ni un solo garbanzo, porque el yantar de los próceres no es precisamente el de Lúculo, que según es fama fué el mortal que mejor ha comido y sabido comer en el mundo; en cuanto al pienso de los caballos, ni una paja menos, si no querían cargar su conciencia con la muerte del cochero, que parecía alimentarse de aleluyas: tan alfeñicado habíase puesto desde que entró en la casa; suprimir un solo criado, daría pie á los maldicientes para que declarasen en las últimas á los Requejadas.

La señora tacha de contraproducentes las economías que propone el magno financiero; imponíase más bien hacer gastos considerables en dar un repaso de los buenos al vetusto caserón, arreglar la carroza, que se iba desvencijando de un modo alarmante; reemplazar la indumentaria de la «familia», que tan cariñosamente se llama á la servidumbre en las casas aristocráticas: esto era lo que solicitaba más pronto remedio, si querían dar el baile, porque las libreas y los calzones, chalecos y fracs del mayordomo, portero, cochero y lacayo, como no habían sido prendas hechas á sus medidas, sino á las de sus antecesores, caíanles de una manera escandalosamente ridícula.

Triunfó la opinión de la Marquesa: vistió de largo Asunción, y dieron un baile fastuoso, malvendiendo, para presentar á la niña en sociedad, como correspondía á su linaje, uno de los contados predios que constituían su patrimonio.

II

En el que cuantos leyeren ó escucharen leer asistirán imaginativamente á la espléndida boda de Asuncioncita con un Fernández cualquiera, pero inmensamente rico.


El barrio está alborotado con la gran novedad del día.

Se casa la hija de los Marqueses de la Requejada.

Asomados al balcón, á las ventanas, boardillas y puertas, ó formando corro frente á la casa señorial, todos aguardan impacientes el momento en que salga la novia y desfile la coruscante comitiva.

Espléndidos automóviles y trenes de gran lujo, con soberbios tiros, arreos deslumbrantes y entonados servidores, hállanse estacionados al borde de las aceras, y, entre tanta grandeza, destácase como la Cenicienta de la locomoción la mísera carroza; á pesar de sus retoques, hace un triste papel en tal solemnidad.

Todo el barrio habla de la boda, y todos la comentan á su capricho, y no hay horterilla, comadre, portera ni señora de Cachupín que no se halle tan al tanto de lo que ocurre como los padres de los novios.

Todos, no obstante, están conformes en un solo punto: en que la niña se casa con el hijo de un Creso, un tío bárbaro, según vox populi, podrido de dinero, que vino á los Madriles á barrer una tienda, y tanto y tan bien barrió para dentro, que acabó por ser uno de los principales accionistas del Banco de España: esto lo sabe la gente de buena tinta, la de la Prensa, que, en primera plana, y con titulares de las que se emplean en dar las noticias de sensación, anunciaba el aristocrático enlace, contando quiénes eran los novios: «él», hijo del opulento capitalista D. Fulano; y «ella», descendiente de una de las familias más linajudas de la nobleza española.

Discretamente dábase á entender que, en tal caso, no sólo se unían dos almas, sino unos rancios pergaminos con unos cuantos talegos de oro.

Lo que no decía la Prensa, porque estas cosas no las dice, ni puede decirlas, es que el papá del novio era un tío ordinario que manejaba el bastón como una escoba, reminiscencia horteril disculpable; que la mamá parece una carnicerota en día de fiesta, y que el hijo de estos señores «de» Fernández era por su facha un mico: en su rostro demacrado y paliducho, los vicios habían estampado un sello inconfundible: aunque no contaría más allá de cinco lustros, ofrecíase como un viejo valetudinario.

No se decía tampoco lo que en la barriada sabían hasta los gatos: que los ricachones advenedizos impusieron á los aristócratas de pura sangre la condición sine qua non, para soltar los monises, es decir, para que se celebrase la boda, de que el papá cedería á la hija uno de sus títulos nobiliarios. El Marqués cedió, ¿por qué no?, á tal exigencia de vanidad.

Salieron los novios del rancio solar de los Requejadas seguidos de los papás y del lucido cortejo de duques, condes y marqueses, ministros, senadores, prohombres de la política, escritores famosos, periodistas, banqueros y algún que otro pelagatos con frac, de la intimidad de los Fernández, y las esposas, las hijas y las hermanas de los susodichos; acomodáronse todos en los coches y «autos»; pusiéronse éstos en marcha y en la calle se produjo un ruido ensordedecedor de toques de bocina, restallar de fustas, rodar de vehículos y parloteo de los vecinos que contemplaban tales magnificencias y esplendores.

Yo había reconcentrado desde el primer momento toda mi atención sobre la vieja carroza, y angustióseme el ánimo al contemplar á los personajes de la comedia, en la que triunfaba, como ocurre ahora en casi todas las comedias, reales ó fantásticas el interés.

No había más que fijarse en las caras de los novios, indiferentes, frías, sin que se trasluciera en ellas ese afecto hondo que une las almas.

Si no fuera por el traje y los simbólicos azahares que prendía en su pecho y entre sus bucles de oro, no se diría, al ver la cara impasible de la hija de los Marqueses, que era la protagonista de la fiesta, sino una comparsa; el novio, que no debía tener ojos más que para admirar á su futura, miraba con aire de cansancio en torno suyo y retorcíase impertinentemente los cuatro pelos de su lacio bigotillo.

No era preciso ser genial escudriñador de almas para leer en los ojos de la novia y en lo forzado de su gesto que quería fingir complacencia, que se unía á aquel hombrecillo, que no hombre, sacrificando, por el lustre de los blasones de su casa, los afectos más puros. Sospeché que tal vez rememorase la infeliz encantadores ensueños de amor y de ventura.

No el príncipe gentil y hermoso, sino un adinerado chisgarabís sería el dueño de la grácil y hermosa heredera de los Requejadas.

Amor no había puesto sus mágicos dedos en el lazo que ata para siempre dos voluntades; no eran cadenas de rosas las que iban á unirlas, sino las muy pesadas del oro.

Discurría yo lo más poética y románticamente posible sobre tema tan apropiado á sentimentales divagaciones, cuando interrumpió mi discurso la vista del paternal cuarteto, cuyos individuos ofrecían entre sí un contraste extraño: tan burdos, tan groseros los ricos; tan finos, tan señores, en toda la acepción de la palabra, los aristócratas; en éstos, una sonrisa prócer, inimitable en su exquisitez de buen tono, adecuada á las circunstancias; en aquéllos, la risa estúpida y plebeya de unos advenedizos satisfechos, que creen que el dinero los coloca á nivel de los más conspicuos personajes: la mamá del novio se abanicaba ruidosa é incesantemente con un abanico cuyo varillaje constelaban piedras preciosas; el papá fumaba presuntuosamente un habano, al que ceñía ¿cómo no? la sortija pregonera de su marca.

III

Se refieren los horrores y desventuras que la Condesita padece en su matrimonio, y se da fin á la novela con otros interesantes acontecimientos.


En el gran mundo, contaban horrores del matrimonio de la Condesita de Paz, hija de los Marqueses de la Requejada.

Á las primeras de cambio resultó un Neroncete el escrúpulo de hombre marido de tan encantadora mujer. Entróle necia aprensión, sin otro fundamento que la maldad de su alma, de que había moros en la costa, que es como en vulgar romance se dice del que recela ser víctima de un engaño ó de una traición; celos nacidos de un exceso de vanidad, que no de amoroso afecto. Los flamantes Condes guardábanse, por el bien parecer ajeno, todos los miramientos debidos á su posición social, aun cuando entre si se detestaran lo más cordialmente posible.

Al conde consorte, no tenía el diablo por dónde desecharle: era jugador y pendenciero, amigo de mujeres y del vino.

Su sangre plebeya pedíale goces y diversiones canallescas; era el señorito chulo que organiza becerradas; se vanagloria de ser amigo íntimo de toreros de cartel; corre juergas en colmados y bochinches, y termina sus bacanales de nauseabunda vulgaridad con «broncas» en que vuelan las botellas de champagne y se hacen añicos las lunas de los espejos, obligando tales escándalos á que intervengan los guardias y se lleven detenidos á la Comisaría á los juerguistas: estos eran los lances encantadores que amenizaban la existencia de D. Fernandito Fernández.

Murmuraban los maldicientes que la Condesita, tan buena, tan cariñosa, tan resignada, era una mártir del monigote de su esposo, que no sabía guardarla el decoro debido; muchas noches retornaba á sus lares á las tantas de la madrugada, convertido en cuba de manzanilla, que era «su vino», vociferando como un carretero.

Al palacete que ocupaban los Condes de Paz acudían á diario mujerzuelas, tocadores y cantaores de flamenco, torerillos sin contrata y tipos y tipejos de la hampa madrileña: todos venían á ver al señorito Fernando, que los recibía como á camaradas suyos, con los brazos abiertos, y á todos les prodigaba su dinero, es decir, el de Fernández, padre.

Tenía secuestrada á su mujer en sus habitaciones; habíale prohibido terminantemente que saliera á la calle, se asomara á los balcones y recibiese otras visitas que las de las personas por él autorizadas.

La infeliz Condesita moríase de pena, á solas, sin atreverse á enterar á sus deudos de lo que la ocurría, por no proporcionarles el mayor disgusto que podrían recibir en su vida.

No faltó un alma caritativa que noticiase al Marqués el martirio á que sometía á su hija el chisgarabís de su yerno, y la conducta licenciosa y repugnante que éste llevaba en compartía de daifas y rufianes.

Al enterarse de tan vergonzosas novedades vibró en el alma del prócer una indignación terrible. Rebelóse su sangre, que era la de tantas generaciones de hombres ilustres que hicieron culto del honor y prestigios de su raza, y que por mantenerlos incólumes no titubearon jamás en sacrificar sus vidas y haciendas.

No, no son los tiempos prosaicos que alcanzamos aquellos heroicos en los que los ricoshomes de Castilla vengábanse de los agravios de la gente villana y mal nacida colgándola de las almenas de sus fortalezas, ni tampoco en aquel entonces ninguna «ricafembra» se casaba con plebeyo, aun cuando el plebeyo fuera el que mayores riquezas hubiere en el mundo.

Montó, como más arriba se dice, en cólera furibunda el noble señor de la Requejada, y aun cuando en los primeros momentos pensara caballerosamente en lavar con un desafío la afrenta, pasado el arrebato discurrió, con mayor cordura, que era grande el honor que iba á dispensar á un Fernández parecido, obligándole á medir sus armas con las suyas.

Acudió á la Justicia pidiendo reintegraran su hija al hogar paterno, demanda que fué solícitamente atendida y resuelta.

En la carroza señorial retornó para siempre á la morada de sus mayores la infortunada Condesita.

Al ver en tales momentos el carricoche de mis vecinos, experimenté honda emoción.

Á pesar de su vetustez, de sus caballos vejancones, de sus servidores enfundados en libreas que les daban un aire grotesco, la carroza aquella simbolizaba la alcurnia de una casa prócer española y envolvía á sus dueños en ese aire inconfundible de nobleza y señorío que jamás se encuentra en los coches ni en los «autos» nuevos y costosos de un Fernández cualquiera.


Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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