La Casuca

Alejandro Larrubiera


Cuento



«que en el mundo el amor siempre está en juego»

Campoamor. Dichas sin nombre.

I

Al final de este capítulo, acaso diga el lector que huelga
lo que en él va escrito.


En tal noche soplaba reciamente el viento Gallego, y al enfilar por las obscuras callejas de la corralera, silbaba trémulo y hacía retemblar las mal encajadas portilleras, arrancándolas secos golpazos; levantaba del suelo con rapidez increíble las hojas desparramadas de los nogales, y con el polvo formaba remolinos que corriendo á lo largo de las callejas iban á estrellarse contra las fachadas de las casas, y la arena al rebotar sobre los cristales de las ventanas formaba pizicattos como de platillos que tintineasen pianissimo: los campanillos de la iglesuca empujados por el aire tenían una perpetua vibración parecida á una queja: esto en la parte urbana de Villabrin: en la otra rústica el Gallego recreábase á su sabor, corriendo con horrísona furia por entre los árboles seculares del bosque, doblando las copas de los más recios y humillando hasta el suelo las de los más débiles; aquel silbar bronco del elemento infundía pavor, y ni un alma cruzaba en aquella noche de invierno el término villabrinés.

Miento, porque de una de las casas situadas al extremo de la aldea, casi cerca del bosque, salió un hombre joven, vestido á estilo de indiano y llevando en la mano un farol cuyos destellos á las primeras de cambio trocáronse en tinieblas.

Pero el que á tal se atrevía en noche tan borrascosa no debía de ser hombre que se ahogase en poca agua, y arrojó como cosa inútil el farol contra el suelo: oyóse ruido de cristales que se rompen, y el joven continuó su camino, metidas las manos en los bolsillos del pantalón y las narices entre los pliegues de una bufanda.

Pisando recio, parándose á ratos, vuelto de espaldas á la dirección del viento huracanado, cruzó varias callejas hasta llegar delante de una casa de reciente construcción que ostentaba en la clave de piedra de su portada un escudo que tenía un león rampante en campo de plata.

II

Se hace la presentación de un borrachín seudo-socialista

y se dan á conocer unos amores inocentes.


Quicón el de Casona era el tipo más popular que paseaba sus albarcas por Villabrín: era un viejecito panzudo, calvo, patizambo, con cara groseza y abotagada, en la cual había que parar mucho la atención si se querían encontrar los ojos de su poseedor, porque amén de ser aquéllos chiquitines y como aguanosos, la carne de las mejillas formando dos promontorios hundíanselos, así como la nariz, de la que sólo recibía el aire la punta roja cual el pimentón.

Ni por su tipo estrafalario, ni por ser padre de la mejor moza del valle, ganó el hombre la aureola de la popularidad: á Quicón el de Casona le dio en estos tiempos de Cristianismo por sentirse pagano y adorar al dios Baco, y allí donde parecía no quedaba botella libre ni bota sin cata. Amén de esto, dióle el naipe al borrachín por sentirse socialista, y aun cuando no supiese palabra de las doctrinas de Marx, en la taberna desembuchaba con vozarrón increíble en tan ruin sujeto las más disparatadas teorías sociales y llamábase á sí propio con ridícula prosopopeya el Mesías de la Montaña. Gracias á que todos sus convecinos tomaban la cosa á risa y dejábanle despotricar á su gusto, y así hacían caso de sus baladronadas como si cantara un grillo.

Pasábase las horas bobas en la taberna soplándose copas de Rioja, charlando por los codos y armando partidas de tute y… las primeras camorras por si el adversario se apuntaba ó dejaba de apuntarse tantos en su juego.

Los días de fiesta pasábaselos de sol á sol en la bolera, y acompañado de una muy regular jarra de lo tinto desafiaba á los mozos á jugar con él una partitida, exagerando su maestría y apropiándose enfáticamente el dictado de Rey de los bolos, con lo cual, sin él darse cuenta, epigramatizaba su humanidad rechoncha y caricaturesca.

Murmuraban los del pueblo que siendo Quicón uno de tantos destripaterrones, sin otra renta que la que le pudiera proporcionar su trabajo y sin otros bienes de fortuna que la casuca en donde vivía, ruinosa y ahumada por dentro, diérase tan regalada existencia y más trabajase en empinar el codo que en levantar la azada ó rastrear la tierra con el dalle.

Hacíase su conducta mucho más odiosa por cuanto los amenes del perpetuo holgorio del borrachín eran debidos á un trabajo sin tregua por parte de María Jesús — su hija, — una flor rútistica, tan fragante y hermosa como esas que brotan espontáneamente en los valles.

—Esa María Jesús — chichisbeaban las mujerucas de la aldea — es la mártir de ese holgazanón de hombre que malgasta en vicios lo q¡ue debía ahorrar para cuando se case la hijuca, que es más güena que el pan y toda una rial moza.

En la alabanza quedábanse cortos los que de María Jesús hablaban, porque la muchacha idolatraba á su padre: y aunque en el fondo desaprobaba su conducta, disculpábale y con alegría trabajaba para entregarle el producto de sus jornales para que el muy bigardón se divirtiera.

Más de cuatro mozos quisieron inscribirse con María Jesús en la cofradía de San Marcos, á pesar del espantajo de un suegro como ti Quicón; pero la joven, sin herir susceptibilidades, no aceptaba el homenaje por una razón ignorada de todos y que desvirtuaba la veracidad del adagio «el amor y el dinero no pueden estar ocultos.»

María Jesusa quería con toda su alma á Pepín el indiano, un joven villabrinés que en pocos años hizo una gran fortuna en América y tornó á su pueblo natal para disfrutarla de la mejor manera posible.

Pepín correspondía ardientemente al cariño de María Jesús.

Veíanse los novios por la noche: ella asomábase á una ventana que había á espaldas de la casuca y él á pie firme detrás de la cerca del huerto.

Y como referirles á ustedes las conversaciones y proyectos que con la mayor ilusión sostenían estos Romeo y Julieta, resultaría tarea enojosa y desabrida por faltarles el alma que se asomaba á los ojos y retozaba en los labios de los protagonistas, hacemos punto á este capítulo, no sin advertir que tales charlas harían que el idilio acabase en latín, más claro: en matrimonio.


* * *


Negocio es este de amor parecido al fuego, que, por mucho que quiera ocultarse, llega un momento en que el humo lo delata, y en el caso que pinta esta historia, hubo un pretendiente de los desdeñados por María Jesús que sorprendió el coloquio de los novios, y llevado del natural despecho, divulgó en el valle la noticia, y tanto ruido metió ésta, que llegó á oídos de Quicón el de Casona en el preciso instante en que el alcohol iba ahogando las escasas luces de su cerebro.

Tomó el aviso del amorío de su hija por lo trágico, y sin encomendarse á Dios ni al diablo, la cara hosca, dando traspiés y gruñendo para el cuello de su chaqueta una tremebunda filípica, dirigióse á su casa y en ella puso á María Jesús como ropa de pascua, prohibiéndole con brutales amenazas que volviese á las andadas con Pepín.

—¡Bueno estaría que entrase en mi familia un parecido burgués!.., ¡uno que vive á costa de nosotros los proletarios!.. ¡Retronchos!.. Primero quiero verte llevada entre cuatro, que mujer de ese bandido… ¡Requetetronchos!.. ¿Qué dirían de nosotros, hijuca del diablo?.. ¿Qué dirían?.. ¡A fe deFrancisco Casona que si os sosprendo de palique hago una de que quede memoria en veinte leguas á la redonda!

III

No hay desgracia más grande que la de tropezar
con un acreedor exigente.


En la mañana que siguió á aquella noche de ventisca, con que abre plaza esta novela en su primero y al parecer inútil capítulo, Quicón el de Casona pasó junto á la taberna y no hizo alto como de costumbre, sino antes bien, volviendo la vista á otro lado para no caer en tentación, siguió su camino á pasos cortos, con la cabeza caída al pecho, el rostro macilento y tristón y el aire de hombre agobiado por una gran pesadumbre.

Y no era floja la que caía sobre el borrachín; el hombre joven que en noche tan infernal salió de una casuca extraviada, era Pepín el indianete, que había ido á visitar á Quicón. Y la visita — como supondrán cuerdamente nuestros lectores — no fué para tratar de convencer al viejo que desistiera de su manía respecto á los amores de María Jesús; nada de eso.

Presentóse Pepín como acreedor del popular borracho, mostrándole un pagaré firmado por el propio Quicón de Casona, y en el cual éste, después de declarar haber recibido de un Salustio Pérez, su convecino, tres mil reales en moneda contante y sonante, se comprometía á abonar dicha cantidad á las veinticuatro horas después de ser requerido para su pago, so pena de quedarse el acreedor con la casa propiedad del deudor.

Presentó el indiano el pagaré endosado á su favor por el Salustio, y con razones secas, propias de usurero, exigió á Quicón que cumpliese lo que bajo su firma venía obligado á cumplir.

El viejo, al ver dónde el indianete dirigía el tiro, dulcificó cuanto pudo la faz torva que en un principio pusiera, y después de gruñir que si haría esto, lo otro y lo de más allá, y después de poner á San Francisco — su patrón — por testigo de que no le amedrentaba la urgencia del pago, porque no pensaba en pagar tal deuda, vino á rogar — vista la flema de su acreedor — que le diese tiempo para ver el medio de reunir aquellos tres mil reales — que ya se le antojaban tres mil diablos que venían á turbar su sosiego.

Pero Pepín no hizo caso de las suplicas del viejo, ni lo que parecerá más extraño aún, le conmovieron poco ni mucho las lágrimas de María Jesús que le pedía por Dios y por todos los santos no los tiranizase de aquel modo.

—Si mañana á estas horas, resumió Pepín, no me entrega usted los tres mil reales que yo he dado á Salustio por este papel — y agitó el pagaré que traía

en la mano, — pasado mañana avisaré al Juzgado para que me dé posesión de esta casa.

Y salió de ella dejando sumidos en la más honda pena al socialista y á la inocente María Jesús, que no atinaba cómo un hombre que tan grandes pruebas de cariño le tenía dadas pudiese llegar á ser para con ella y su padre tan inexorable.

Y llorando á lágrima viva, se abrazó al viejo, que atolondrado y con los ojos fijos en la lumbre que agonizaba en el lar, murmuraba como respondiendo á sus ideas:

—¿Lo ves, hijuca?.., ¿lo ves? ¡Los burgueses no tienen corazón!.. ¿Ves cómo tenía yo todos mis sentidos al no querer que no fueses novia de ese bandido, sin entrañas?

María Jesús, sollozante, balbuceó:

—¡Padre, nos quedamos sin nuestra hacienda!… ¡sin nuestra casuca!.. ¡Más probes ahora que esos que piden limosna en los caminos!..

IV

En esta, como en otras muchas historias, resulta al final
que no es tan fiero el león…


Quicón de Casona dedicó todo el día á buscar los tres mil reales, y después de recorrer Villabrín entero, vino á sacar en limpio que entre todos sus vecinos — según le contaban — no se reunirían ni tres ochavos.

Cuerdo por vez primera en su vida, renegó el viejo de aquella deuda contraída tan fuera de sentido para gastar los reales en jaleos báquicos.

Verdaderamente amargado el espíritu, tembloroso el cuerpo, empapado en frío sudor, tornó el hombre á sus lares, y antes de entrar en ellos dirigió una mirada de angustia á la lachada y murmuró lacrimosamente:

—¡Mi casuca de mi alma!

Y vertiendo lágrimas como puños, entró portalón adentro, repitiendo con inflexión de voz que resumía todas sus zozobras y pesares:

—¡Mi casuca’.. ¡Mí casuca!..


* * *


Allí estaba otra vez el bandido sin entrañas, el burgués aborrecible, exigiendo á Quicón el de Casona que le pagase los ciento cincuenta duros de que le era deudor.

María Jesús, llorando como una Magdalena, dio á entender á Pepín que no podían abonárselos por no haber encontrado su padre en el pueblo quien quisiera prestarle tal suma.

El viejo, con voz trémula, como la de un niño, replicaba á todo:

—¡No tengo un céntimo!.., ¡ni un céntimo!.. Haga usted lo que quiera… ¡Échenos usted á la calle!.. ¡Quédese usted con nuestra, cama!.. Nos moriremos de hambre y de frío esta pobre hija mía y yo…

—Para terminar, indicó el indiano dulcificando su voz, ¿quiere usted que hagamos un nuevo trato?..

—¿Un trato?.. ¿Cuál?.., preguntó con avidez el borrachín, que vio en las palabras de su acreedor una esperanza de salvación.

—¿Me jura usted aceptar el trato que yo le proponga y que para usted y para su hija ha de ser beneficioso?..

—¡Acéptelo, usted, padre!, indicó María Jesús.

—¡Por aceptado y jurado!, afirmó Quicón suspirando.

—¡Bien! ¡Así me gusta! Tome usted ese papelucho.

Y Pepín entregó al viejo el pagaré.

—¿Y para qué?..

—¡Toma!.. Para que le rompa usted ahora mismo, hombre.

—Pero..

— ¡Rómpale!

Quicón, admirado del giro que llevaba el asunto, hizo menudos fragmentos el terrible pagaré.

—¡Ajajá!.. Ahora que ya no me debe usted nada, pues lo que este burgués sin corazón, como usted me ha llamado en la taberna, le ha devuelto á usted su casuca y su tranquilidad, ¿quiere usted ser amigo mío?..

Y Pepín tendió ambas manos hacia el viejo.

—¡Con toda mi alma!, exclamo éste estrechandoselas fuertemente entre las suyas..

—Bueno, pero aún hay más en el contrato que celebramos… A más de amigo mío, ¿quiere usted ser mi padre?..

Y Pepín señaló á María Jesús que lloraba de alegría.

—¿Que si quiero?.. ¡Sí, sí!.. ¡De todas veras!..

Y el propio Quicón de Casona cogió á su hija de la mano, y empujándola suavemente hacia el indiano, les dijo:

—¡Abrazaos, hijos míos!

María Jesús, cayendo en brazos de Pepín, murmuró:

—¡Parece mentira tanta felicidad!

—¡Y ya ves á qué poco precio la hemos conquistado!

—¡Por una casuca, hijos míos!, advirtió el viejo.

Y siguió con toda solemnidad:

—¡Os juro que mientras viva no echaré en olvido la lección!

Es fama que desde entonces Quicón de Casona no traspasó nunca los umbrales de la taberna.


La Ilustración Artística, Barcelona 18 de mayo de 1896.


Publicado el 24 de julio de 2023 por Edu Robsy.
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