La Cuerda Matrimonial

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II

I

De la Señora Doña Elena Pérez de Villabrín á la Señora Doña Julia Gómez del Soto


«Madrid 10 Enero 1895.


Queridísima Julia: ¡Soy muy desgraciada! Figúrate que en el período de la luna de miel, aún no lejano, he gustado de todas las dichas y dulzuras anejas a tan famoso y efímero satélite: Julieta no pudo encontrar en brazos de su Romeo tanto cariño como yo en los de mí Eduardo. Y más feliz yo que la heroína de Shakespeare, me sentía orgulloso de pasear con mi marido por las calles de esta Babel madrileña, y ver que los demás transeúntes, al cruzarse en nuestro camino, nos dirigían una mirada envidiosa... ¡Tanta era la felicidad que emanaba de nuestro ser!...

Yo soy algo soñadora (no diré romántica, porque nunca me forjé para amante mío ningún príncipe celeste, ni suspiré en tonto al tocar con la prosaica realidad), eso tú lo sabes demasiado. Y sí no, recuerda las múltiples charlas sostenidas acerca de nuestro porvenir. Creía yo, ¡inocente!, que el hombre al casarse se abstraía por completo en su nuevo estado, consagrándose en todo y por todo á su «mujercita»; en una palabra, resumía su existencia matrimonial en un idilio perpetuo; pero, ¡ay, amiga mía! los besos de los amantes son tan dulzones, que pronto empalagan; las dulces cadenas de los brazos concluyen por ser cadenas de acero; las caricias y las ternuras, los apasionamientos y «romantiquerías» del corazón satisfecho, aleluyas que, como esas otras que arrojan al paso de las procesiones, las arrastra el viento, allí donde se le antoja. Más claro: en la luna de miel creí ver el comienzo de la vida felicísima del amor, y no me preocupé gran cosa de que el prólogo vale más que la vida matrimonial en conjunto.

El dúo amoroso entre Eduardo y yo, ha tenido «gallos», que, naturalmente, hemos procurado no dar á conocer al público. Desafinamos de una manera horrorosa.... ¡Si tú vieras!... ¿Quién es el culpable?... No me atrevo á designarlo, amiga mía... Tú, que llevas más años de casada, y, por lo tanto, reúnes mayor experiencia, podrás ser juez en este pleito intimo, y señalar sin escrúpulos al criminal.

Hé aquí el proceso. Hace noches, Eduardo, á pretexto de un negocio de interés (siempre emplea el hombre el mismo embuste cuando quiere abandonar á la mujer), salió de casa. Era noche y fría y triste por más señas. Me acomodé en la butaca, cerca de la chimenea del gabinete, y me quedé en esa actitud con que todos los escritores que en el mundo son y han sido, pintan á los héroes de su fábula, en los momentos de duda, hastio ó pesadumbre, con los brazos caídos á lo largo del cuerpo y con los ojos fijos en el fuego que ardía en la chimenea: un fuego alegre, bullicioso que, con su roja lengua, lamía las negruras interiores de su cárcel.

Contemplando la lucha de la llama, que quería subir Dios sabe dónde, y lo inútil de sus oscilaciones, olvidé por un momento mí desgracia. Porque la primera noche que un marido falta de casa, debe de ser para su esposa una desgracia. No hagas tú aquí, á mi costa, alguna reflexión poco caritativa y me llames tonta de capirote ó cosa peor. Ello es que por un momento tuve la imaginación en suspenso; poco á poco, y cual si despertara de una pesadilla, fui «creando» (esta es la palabra) un mundo aparte del que yo conozco, y en el que había porción de mujeres sin vergüenza al acecho de hombres indolentes, amigos calaveras y burlones, maridos olvidadizos, y todos estos señores estaban de juerga. (Me da asco la palabreja, pero la empleo.)

En esta bacanal vi, ¿á quién creerás?... A mi Eduardo, á mi propio señor esposo, convertido en uno de tantos desarrapados de cariño, que, abandonando el que legítimamente les aguarda en su bogar, prefieren el que de mentirijillas les otorga una de esas fulanas. Figúrate tú: mi Eduardo, mi ídolo, haciendo gala de cínico con las actrices del amor, con amigos sin lacha; mi Eduardo riéndose en aquella fiesta de su mujer, de mí, llamándome entre grandes carcajadas de los comensales, sensiblera, empalagosa, ¡qué sé yo!

A tanto llegó mi fantasear, que el chisporroteo de la leña se me antojó rumor de besos y batir de alas, que dijo mi poeta predilecto: Bécquer. Más aún: creía oir ecos de burla, charlas y carcajadas, cantos y taponazos... algo de eso que yo imagino habrá en las reuniones de hombres y mujeres sin pudor.

Ya ves tú á lo que arrastra la fantasía... ¡Cuántas veces te he dicho que al quemarse la leña creía escuchar un quejido, algo así como protesta de la egoísta ingratitud humana! Un sentimentalismo como otros muchos, que me ponen melancólica y me hacen ver... visiones, allí donde no hay más que ascuas.

Bueno. Es el caso que mientras yo me devanaba los sesos, el reloj, á su vez, devanaba impertérrito su cuerda. Dieron la una, las dos, y Eduardo ¡sin parecer!

Inquieta, nerviosa, me levantaba de la butaca, pascaba á todo lo largo del gabinete, como fiera enjaulada, descorría los visillos del balcón, y pegando mi rostro al cristal frío y lloroso, veía un trozo de calle: un farol esparcía desmayada claridad sobre la acera. A grandes intervalos, un transeúnte la cruzaba de prisa... Y ninguno era Eduardo.

Vuelta otra vez á detenerme delante de la chimenea, á contemplar el leño cubierto ya de ceniza, casi apagado, á sentarme desasosegada, trazando in mente los más disparatados absurdos: ya me fingía á Eduardo en brazos de otra mujer; ya lo veía muerto, aplastado por un carro ó un tranvía; ya lívido en una cama de la casa de socorro: una porción de terribles inquietudes que crecían á medida que las agujas del reloj ganaban terreno en la esfera.

Tuve intenciones de salir de aquel gabinete é ir en busca de Eduardo... Pero, ¿a dónde?... Además, á las cuatro de la madrugada y con un tiempo como el que hacía, el intentarlo era tan peligroso como disparatado. Me resigné. Era forzoso «esperar los acontecimientos»... La resignación, ante la incertidumbre, es lo que el agua del río al cielo; corre el agua, pero copia siempre en un mismo punto la nube. Tenía fiebre, dolor de cabeza, frío y una angustia sin cuento...

Entró en el gabinete Eduardo. Al verme aún levantada y en actitud de quien espera desesperándose, se quedó perplejo, sin saber qué hacer. Yo no supe si llorar de alegría y echarme a su cuello gritando: «¡Salvo!», ó quedarme seria y recriminarle por su acción. Intentó» darme un beso y lo rechacé. Me habló con locuacidad de saca muelas, como aquel que quiere con borbotones de charla hacer olvidar su delito.

—Si yo hubiera sabido esto, no te habría abandonado mujercita mía... —me dijo.— Pero, quién iba á figurarse que la junta de accionistas... Ya ves: se trataba de unos títulos...

Y me habló del tanto por ciento de beneficio. Pero yo no hacia caso... Permanecía seria, sin pronunciar palabra, aunque por dentro me sentía alegre, con ganas de hablarle mucho, de acariciarle; pero el amor propio de mujer ofendida se sobrepuso á mis sentimientos de amante. Con la cortesía de quien escucha un cuento que no interesa, le hice comprender que su charla no justificaba lo hecho, ni podía, aunque lo intentara, hacerme creer en una junta de accionistas, pasándosela noche en claro, discutiendo «primas» ni «dividendos». Se lo dije con frialdad, con ese frío de la frase acerada que hace sangre y hiela á un mismo tiempo.

Aquello le produjo un efecto contrario al que yo esperaba. Eduardo, por vez primera, dejó asomar las garras de león... ¡Y yo que le creía siempre humilde cordero!... Politicamente me indicó que el hombre, cualquiera que sea su estado, es siempre hombre, y por lo mismo, su libertad es omnímoda.

Le repliqué á esto, alzó él la voz, y acentuó colérico sus frases: lloré; ahí acaban siempre las energías de las mujeres. Él se sentó en un diván; yo me retiré á la alcoba... ¡Nunca la encontré más triste! Me acosté, y con el oído atento seguía los menores ruidos que en el gabínetito próximo se producían... Eduardo leía un periódico... Me disponía á llamarle, á rogarle que me perdonase: pero una oleada de amor propio ahogo mi intención, y, rabiosa conmigo misma, contra él, contra todo, pasé la noche desvelada, escuchando ya el crujir de los muelles del diván al cambiar Eduardo de postura, ya el desdoblar del periódico, ya el rag rag de las cerillas al encender el cigarro... Una noche tristísima, bien lo sabe Dios.

Todo el día estuvimos sin hablarnos palabra. Esperaba yo que él se ablandara, que me pediría perdón... ¡Tenía yo tantas ganas de perdonarle!... Se mantuvo en sus trece, y lo que es más doloroso, á la misma hora que en la de la noche precedente, cogió el sombrero y me dijo como si diera una orden á un criado de confianza:

—Puedes acostarte cuando gustes. Volveré tarde...

¡Y tan tarde, amiga mía!... Ya el sol, en la plenitud de su carrera, iluminaba el gabinete, cuando regreso Eduardo. No le dije una palabra; pero en mi rostro macilento y en mis mejillas escaldadas por las lágrimas, debió ver la horrible pena que con su conducta me produjo.

Hasta aquí el proceso. ¿Qué debo hacer?... Te envía un abrazo y espera tu consejo tu desventurada amiga,


Elena.»

II

De la misma á la misma


«Madrid 30 Enero 1895.


...Sí, querida Julia: he seguido tu consejo al pie de la letra. He logrado más con mimos y dulces reconvenciones, que mostrándome altiva y desdeñosa. Es una verdad la que señalas en tu carta: el amor propio, en nosotras las señoras casadas, es como espantajo en el campo: ahuyenta los vencejos. Y en este campo del matrimonio ahuyenta el cariño y las confianzas: lo que más debe cuidar en retener la esposa.

Aunque la frase sea populachera, tienes razón en lo de que al marido hay que darle cuerda, ni tan larga que le lleve muy lejos extraviándolo, ni tan corta que le ate á las faldas de la mujer, hastiándolo. Ni más ni menos que ocurre á los caballos con el freno: si se aprieta demasiado, se desboca; si no se le pone, va por donde bien le parece: el talento estriba en saber regirlo sin que se dé cuenta de que tal freno le sujeta... A cambio de tu hermosísima lección, te envía millones de besos tu feliz amiga,


Elena.»


Publicado el 19 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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