La Tribulación de Ben-al-Ker

Alejandro Larrubiera


Cuento


De ilustre prosapia, honrado con las más preciadas dignidades del Imperio, fuerte como un roble, poseedor de incalculables riquezas, Ben-al-Ker, reunía todo cuanto moral y materialmente trueca en marcha triunfal y venturosa el áspero caminar por la vida. Su palacio era el más hermoso de la ciudad, su harén podía competir, sin desventaja, con el del propio sultán; contábanse maravillas de los cientos de mujeres que le poblaban: bellezas encantadoras, de senos de alabastro, de ojos negros, amorosos y centelleantes.

Todos sus conterráneos querían y admiraban á Ben-al-Ker, cosa estupenda tratándose de un magnate. Era creyente férvido, y tan estricto cumplidor de lo preceptuado en el Corán, que llamábanle el Santo, por antonomasia, y á su palacio acudían, no se puede asegurar si movidos de la admiración, ó si para pedirle limosna, faquires y morabitos.


* * *


Cambio repentino, radical, que conmueve y trae en suspenso á la gente, es el que se ha operado en Ben-al-Ker: ofrécese á la pública curiosidad, silencioso, con la cabeza caída al pecho; el andar torpe; triste y distraído el mirar; la color quebrada, ceñudo el rostro, descuidado en el vestir; las barbas como las de un salteador de caminos: su aspecto es el de un hombre en ruina que ha visto agostarse en su alma, repentinamente, las flores de ilusión y alegría.

Aumenta el estupor y enciende el deseo de averiguar la causa de tan insólita metamorfosis, el saber que el ilustre moro no ha padecido quebrantos de fortuna, ni menoscabo en sus prestigios cerca del soberano, traiciones de mujer, falsedades de amigo, ni le aqueja enfermedad alguna, causas perennes de inquietud mortal y desfallecimiento del espíritu.

Ben-al-Ker, no confía á sus allegados ni á sus mujeres favoritas lo que por manera tan alarmante desbarata su fortaleza y entenebrece su vida.


* * *


Ben-al-Ker ha hecho trotar su caballo por el camino polvoriento que conduce á la ruin y escondida vivienda de un morabito que goza fama de sabio y de santo. El morabito recibe al primate sentado en una estera, á la puerta de su choza; el ermitaño, dicho sea sin ánimo de molestarle, es un tío sucio que se envuelve en una indecente chilaba, toda pringue y desgarrones: la cara y las manos parecen hechas de pergamino resquemado; unas barbuchas blanquecinas y enmarañadas le cubren el rostro macilento, donde brillan, con la fiebre de los iluminados, unos ojos negros, inmóviles, como clavados en perdurable éxtasis.

Entre los dos hombres se han cambiado los saludos por Alá y su profeta. Ben-al-Ker, después de sentarse en la estera, junto á su huésped, murmura con acento trémulo:

—Acudo á ti, padre, porque tú eres el único que, con tu sabiduría, puedes salvar mi alma, á la que ha mordido la serpiente venenosa de la duda.

Ben-al-Ker, al decir esto, suspira. El morabito, que es un gran marrullero y un excelente cómico con los potentados, pone los ojos en blanco, abre tamaña boca como una espuerta, y gime, que no habla:

—En el nombre de Alá misericordioso, que al oirte siento estremecerse todo mi cuerpo como si fría espada lo traspasase. ¿Tú, el más bueno de los nacidos, sentir el alma corroída por la lepra de la duda?... Quien como tú se entrega á la oración y al ayuno, reparte cuantiosas limosnas, y cumple como el más devoto del Islam, con lo escrito en el Libro Santo, quien, como tú, en fin, ¡oh Ben-al-Ker!, ha visitado tres veces, con humildad ejemplar, el sepulcro del Profeta, y ha bebido el agua del Zemzem, es tres veces bendito y se halla libre de que se apoderen de su espíritu los ángeles de maldad. Habla, Ben-al-Ker; te escucho como escucha el padre á su benjamín: con todo amor.

—El cielo te sea propicio y premie tu misericordia —replica el ilustre moro.— Mi tribulación, más devastadora que el simún del desierto, ha sepultado en mí cuanto constituye la felicidad de los hombres... Antes de salir la luna del último Ramadán, he soñado que había muerto y que fui recibido en el Genat por el Arcángel Gabriel.

—¡Bienaventurado tú, que te has asomado al Paraíso!

—Al entrar en la región de las eternas delicias, me sobrecogió el estupor que causa lo maravilloso: mi torpe lengua no podrá describirte la hermosura de sus jardines, por entre los que serpean arroyos de miel y de leche; sombras refrigerantes ofrecen los tupidos bosques, y por dondequiera que se dirijan las miradas, se contemplan árboles espléndidos, cuyos frutos no se agotan nunca; palmeras sobrecargadas de dátiles; sobre la esmeralda de los céspedes se destacan las flores de los más raros y caprichosos matices, de aroma sutil y embriagador: múltiples fontanas y ríos refrescan el ambiente de estos lugares de encanto...

El Arcángel Gabriel me ofreció en copa de plata el agua del Kautzer, más dulce que la miel, más blanca que la leche, más fresca que la nieve, y me hizo beber de la fuente de Zangebil, que sabe á gengibre.

—¡Bienaventurado tú —volvió á repetir el morabito relamiéndose— que bebiste de tal fuente!...

—Escrito está por el Profeta—prosiguió Ben-al-Ker con dejo de sutil ironía —que los que por sus virtudes en la tierra se remontan al séptimo cielo, tengan para su recreo mujeres virginales y encantadoras, creadas por Alá; sus ojos serán negros y rasgados, y brillarán más intensamente que los luceros celestes; el color de su rostro, semejante al de los huevos de avestruz; su cabellera, como el ébano. Al lado de estas beldades de suprema perfección, se gozará de la eterna felicidad. Y escrito está, desventurado de mí, que yo no he de participar en la otra vida de goce tan inefable.

—¿Y por qué no, Ben-al-Ker?—preguntó muy sorprendido el hombre de la harapienta chilaba. ¿Por qué tú no has de gozar en el Paraíso de la deleitosa compañía de las huríes que Alá te conceda?...

—Porque las huríes que Alá me destina —gimió el interrogado— son de ojos azules, de cabellos de oro, de cutis de azucena...

—¿Qué dices, Ben-al-Ker?—interrumpió el morabito mirando con estúpido asombro á su interlocutor.

—Lo que oyes —afirmó éste concisamente.

—¡Pero, si eso no puede ser!... Si las mujeres que pueblan el Paraíso son todo lo contrario de como tú las pintas... En el azora treinta y siete, dice el Profeta...

—Sí, lo sé de memoria, padre: que serán de ojos negros y crenchas como el ala del cuervo; precisamente las únicas mujeres que podrían hacer mi felicidad, porque son las únicas que me gustan.

—¡Y á mí! —asintió, chispeante la mirada, el viejo ermitaño— y á todos los hombres del Islam... Las otras mujeres sólo pueden gustar á esos perros de cristianos...

Se abrió una corta pausa en el diálogo; el morabito preguntó muertecito de curiosidad:

—Dime, Ben-al-Ker, ¿y cómo presumes tú que Alá te destina huríes rubias como la miés pronta á ser segada?...

—No es presunción, padre; me han sido ofrecidas siete por el Arcángel Gabriel.

—¡En sueños!— replicó despectivo el santón, encogiéndose de hombros.

—En sueños, verdad dices; pero ten en cuenta que estos sueños se han repetido en tres noches consecutivas.

—Entonces...

El Morabito contrajo su rostro con expresión grave, mientras que sus sarmentosas manos acariciaban nerviosamente sus barbuchas.

—Cuando un sueño, como el tuyo, tan extraño, se repite con tal insistencia —afirmó sentencioso, tras profunda meditación— es que los ángeles, mensajeros de Dios, nos descubren la Omnímoda Voluntad del que todo lo ha creado.

—Y la Omnímoda Voluntad —repitió melancólicamente Ben-al-Ker— dispone que han de ser siete las huríes rubias que en el Paraíso han de acompañar, por los siglos de los siglos, á este miserable pecador, y...

—¡Escucha, Ben-al-Ker —interrumpe el santón, como si le asaltara una idea luminosa— en tus sueños, ¿viste al Profeta?...

—Les vi y le hablé, y postrado en tierra le supliqué que, á cambio de una hurí como las que él, en nombre de Alá, prometió á los bienaventurados, dispusiera de las siete que me habían correspondido.

El Profeta me escuchó bondadosamente y me dijo: —Alza del suelo, Ben-al-Ker, que en este santo lugar nadie ha de humillarse. Lo que pides no se te concederá, porque el Paraíso no es mercado de esclavas en donde el comprador puede satisfacer su gusto.— Lo sé —hube de replicar humilde; pero, como tú, el Bienaventurado entre los bienaventurados, escribiste, por inspiración de Alá, que las huríes... —No prosigas —me atajó el Profeta— no nos es dado á nosotros interpretar los inescrutables designios de Dios, y así sólo debemos alabar su bondad infinita y bendecir que sean ahora rubias las huríes que antes eran morenas... Y después de todo, descontentadizo Ben-al-Ker, las que te han correspondido, ¿no son criaturas adorables y encantadoras, suma y compendio de todas las perfecciones?... Y volviéndome las espaldas, alejóse el Profeta, y yo me quedé con mis siete huríes de ojos inexpresivos y de continente frío y reposado, cual si fueran de mármol, como ante siete hermosísimas estatuas, sin dirigirlas la palabra, sin mirarlas apenas, confuso, avergonzado, y lo que es peor cien veces, encendida la voluntad en rabiosa ira contra las rubias beldades: pensamientos desconsoladores, como negros abejorros, zumbaban en mi cabeza... Si es horrible, aquí abajo, verse unido á una mujer que nos desagrada, ¿qué no será allá arriba con siete, por los siglos de los siglos?...

—¡Horrible! ¡Horrible, Ben-al-Ker! —repitió trágico el morabito tapándose los ojos con ambas manos.

—Tales sueños, avisos de Alá, me han sumido en la más negra desesperación y abatimiento y han obligado al flaco espíritu á que pierda la fe en lo que escribió el Profeta sobre las bienaventuranzas eternas... Y á ti, el más famoso entre los sabios intérpretes del Santo Libro, acudo para que remedies mis lacerias...

El morabito, que ha escuchado con suma atención el relato, dobla la cabeza al pecho y quédase inmóvil, en tal forma, y por tanto tiempo, que Ben-al-Ker sospecha que se ha quedado dormido. Malhumorado al considerar la grosera conducta del santón, va á posar sobre su hombro la mano... El morabito yergue la cabeza, y acariciándose las barbuchas, dice grave, solemne, puestos los ojos en el cielo, como los iluminados:

—Alá misericordioso lleve la paz en mis palabras á tu conturbado espíritu... Apresta Ben-al-Ker tus orejas para oírlas...


* * *


Las palabras del morabito han debido sonar en las orejas del atribulado moro á ruido de hojarasca. Ben-al-Ker, el tres veces santo, espejo un día de creyentes, ya no reza, ni ayuna, ni visita la casa de Alá, ni reparte limosnas, ni se purifica con abluciones: á su mesa se sirven en fuentes de plata chuletas de cerdo adobadas, lonchas de jamón y toda suerte de manjares impuros. Convida á los cristianos, y abusa del vino y del Champagne, hasta caer redondo debajo de la mesa...

Con tales escándalos y horrores, pretende librarse de gozar, por los siglos de los siglos, de las siete huríes rubias...


Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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