Con los cincuenta y pico de años frisaba ya mi buen amigo D. Polibio Antúnez cuando tuvo la suerte de heredar á un tío suyo multimillonario, al que no conocía más que «de oídas», uno de esos tíos de novela que en la niñez abandonan su pueblo, descalzos y con los pantalones rotos, y retornan al cabo de los años mil á sus lares, podridos de dinero, con una afección crónica al hígado y un humor endiabladamente melancólico é irascible.
Don Polibio y D.ª Margarita, su mujer, creyeron soñar despiertos al verse en una notaría y saber de boca del representante del Nihil prius fide, que tenían á su disposición doscientos mil duros, mal contados, multitud de fincas rústicas y una posesión espléndida llamada El Castañar, en uno de los más pintorescos é ignorados valles asturianos.
Don Poli y señora, por el bien parecer, intentaron verter unas lagrimitas á la memoria del difunto; pero así como así no asoma el llanto á los ojos: redújose toda la manifestación de pesar á un forzado suspiro y á un «¡Pobre tío Pepe!», dicho á dúo con acento plañidero.
Y en la misma noche del día en que visitaron al notario, los Antúnez, ¡oh, Humanidad ingrata!, pusiéronse de veinticinco alfileres, y observantes del refrán egoísta del muerto al hoyo y el vivo al bollo, fuéronse á un famosísimo restaurant, bautizado en inglés —que ahora lo inglés priva en Castilla,— á endulzar la amargura de haber perdido un tío como aquel tío de Asturias. Esto de darse un banquete servidos por camareros con frac y calzón corto era el anhelo mayor del matrimonio desde hacía veinte años.
Comieron opíparamente, como buitres, y en un tris estuvo que, á consecuencia del hartazgo, no fueran á reunirse en el otro mundo con tío Pepe. El cólico fué horroroso, y Antúnez, que á ratos sentíase filósofo, dedujo axiomáticamente que no basta ser rico para disfrutar de los placeres sibaríticos de la gula, sino que hay que saber comer, ciencia ignorada de los pobrecitos de la clase media que no conocen á Brillat-Savarin ni de oídas.
Naturalmente, Antúnez presentó la dimisión de su modesto empleo en Hacienda, y frotándose las manos de gusto, aseguró á su mujer:
—¡Ahora sí que vamos á ser felices, Margarita!
* * *
No tuve otro remedio, para corresponder á las muy cariñosas y
reiteradas instancias de los Antúnez, que declararme su huésped una
corta temporada en su magnífica posesión de El Castañar.
Formaba ésta un dilatado parque, poblado de hayas y castaños: la casa,
toda de piedra, no desdecía del nombre de palacio que le daban los del
país; la finca hallábase bastante alejada del pueblo, y rodeábala una
cerca de cal y canto.
Con muestras de cordial afecto recibiéronme los esposos, y yo, que llevaba sin verlos más de dos años, hube de admirarme del cambio radical operado en sus personas: los Antúnez, que podían servir de modelos para esos anuncios en que de modo gráfico se demuestran los saludables efectos «después de tomar el chocolate», presentáronseme tan escuchimizados, paliduchos y ensombrecidos como «antes de tomarlo».
Don Poli, al advertir mi sorpresa, me dijo con acento gemebundo:
—Ya te hablaré, chico, ya te hablaré; ¡esto es un infierno!...
La señora afirmó suspirante:
—¡Lo que se dice un infierno!...
Pensé al oirles que tal vez les resultara de un aburrimiento mortal la vida en el campo, ó que acaso los del pueblo habíanles tomado ojeriza y empleaban contra ellos todas esas artes ruines de que se valen, mansurrona y tenazmente, los indígenas para hacer insoportable la existencia á los forasteros que no les han caído en gracia.
Después de cenar quiso Antúnez que diéramos un paseo por el parque. La luna iluminaba de lleno las calles abiertas entre árboles seculares. Don Polibio y yo discurríamos pausadamente, gozando de la excelsitud de una noche en la que la Natura ofrecíase en solemne quietud y misterio á la luz del satélite.
De pronto Antúnez, parándose ante mí, me preguntó:
—¿Tú crees que mi mujer y yo somos felices?
Y como yo expresara con un gesto mi asombro por tan insólita pregunta, continuó, sonriéndose irónicamente:
—Pues no, señor, no lo somos. A ti, que eres uno de mis mejores amigos de toda la vida, se te puede hablar claro, decir la verdad. Estábamos mejor, cien veces mejor, cuando vivíamos en nuestros Madriles, en el tabuquito que tú sabes de la calle de Hortaleza, que ahora en esta inmensidad de finca. Me explicaré, porque veo en tu cara el estupor del que escucha algo inaudito que nos hace dudar de que esté en sus cabales el que nos habla. No estoy loco, chico; pero si esto continúa como hasta ahora, pronto daré en una casa de orates.
—Pero ¿qué es ello? ¿Qué os ocurre? —pregunté realmente alarmado.
—Pues una cosa sencillísima: que no servimos para ser ricos.
Solté una carcajada; la salida era graciosa.
—Ríe, ríe todo lo que quieras; pero en lo que acabo de decirte está todo el busilis de nuestra desdicha. No digo yo como agua de Mayo, como bendición divina, recibimos la herencia del tío Pepe. Las primeras semanas no hablábamos, claro es, más que de nuestra fantástica riqueza. Y mira tú, cuando proyectábamos abrir «nuestros» salones, viajar por el extranjero y darnos vida de príncipes, mi mujer me miraba á mí, y yo á ella, como diciéndonos: «¡Tarde piache! Ya somos muy viejos: sopitas y buen vino es lo que hemos menester, y no meternos en dibujos ni fantasías de hacer vida fastuosa, que desconocemos en absoluto, y en la que seguramente haríamos un papel ridículo.»
Y vinimos al Castañar dispuestos á vivir lo más plácidamente que pudiéramos.
Pero no se es rico sin más obligación que la de satisfacer la propia voluntad: no es oro todo lo que reluce, ni hay rosas sin espinas, ni se pescan truchas á bragas enjutas. Y perdona que charle como un Sancho Panza. La casa, el palacio, como le llaman, nos pareció desde el primer momento de una aterradora grandiosidad que nos infundía un temor misterioso. ¡Era mucha casa para nosotros!...
Aunque un poco desorientados por cambio tan radical, vivíamos venturosos, hasta el día en que el peatón de correos me entregó un sobre: el sobre contenía una hoja de papel, y la hoja estas palabras:
¡Ojo! Tarde ó temprano entrarán ladrones en su casa. Y firmaba: Un amigo.
Me quedé helado de espanto con tan lacónico y terrible aviso. ¿Ladrones en mi casa?... Y poníanseme, y se me ponen las carnes de gallina al pensar en visita tan desagradable.
Quise sobreponerme al angustioso efecto que me producía el papelito; no dar fe al anónimo, obra de la envidia ó de la enemistad, ó broma estúpida de algún palurdo malsín... La idea de ser robado, de que tal vez nos asesinaran, cristalizó en mi caletre, y sin decir palabra á Margarita, para no amargarle la existencia, como á mí me la habían amargado, me dispuse á defender mi vida y hacienda. Compré armas y un perro fenomenal de presa. Yo jamás había puesto el dedo en un gatillo, así es que hice mi aprendizaje con un recelo espantoso —que tocaba en lo cómico— de matarme ó matar al prójimo por torpeza.
León —llámase así el perro,— por su talla y por su facha, es una fiera que pone espanto. Para agotar todos los medios de seguridad, adquirí una caja de caudales de las de modernísima invención, que descerrajan un tiro al que pretende forzarlas; llené de barras, cadenas, cerraduras, candados y cerrojos todas las puertas y ventanas, y principalmente las del salón, sancta sanctorum de la casa, por colgar de sus muros auténticos Tizianos, Murillos y Grecos. Por las noches, después de una concienzuda requisa, fingía dormir para no despertar sospechas en Margarita. La pobre reíase de la chifladura de precauciones que tan de repente me había entrado. ¡Qué noches tan interminables y azorantes, pasadas en vela, atento al menor ruido, contemplando la browning que tenía en la mesa de noche, al alcance de la mano: oír ladrar á León me erizaba los pelos!
Una noche de verano, en la que el huracán con su recio ulular llenaba de sones medrosos este valle, escuché á la puerta de la alcoba un ruido que me hizo dar un salto en la cama: indudablemente alguien tanteaba torpemente la madera; oíase un respirar fuerte, jadeante. «¡Ahí están!», murmuré asustado y temblón, asiendo maquinalmente la browning. Con la loca decisión que da un terror pánico, me eché fuera de la cama.
Margarita despertó, y al verme en tal facha tragicómica en paños menores, con gorro de dormir y pistola en mano, avanzando hacia la puerta, me preguntó azorada:
—¿Qué haces?...
—Psss —indiqué, llevándome el índice á los labios.
La infeliz, llena de susto, saltó de la cama y se cogió á mí, como para defenderme de un peligro imaginario. La rechacé haciendo el papel del héroe por fuerza, y resueltamente me dirigí hacia donde sonaban, clara y distintamente, los escarceos y resuellos del intruso.
Abrí la puerta de par en par, y... ¿quién crees tú que se apareció á nuestra vista?... León, que, al vernos, lanzó un aullido de alegría.
—¿El perro aquí? —nos preguntamos sorprendidos.
El animal, demostrada su gratitud por haberle franqueado el paso, dirigióse hacia la ventana, y alzándose en pie, puso sus manos en las cerradas maderas, gruñendo ferozmente.
Mi mujer y yo cambiamos una mirada de inteligencia: habíamos dejado encerrado al perro dentro de la casa; en la huerta, á la que caía la ventana de nuestro dormitorio, alguien entró furtivamente.
Margarita me dijo: «¡Abre!», y de un soplo apagó la luz. Abrí con gran sigilo; una violenta ráfaga de aire entró en la habitación. La noche estaba algo obscura: los árboles del parque, batidos por el huracán, sonaban lúgubremente. León asomó la cabeza y ladró desaforado y rabioso. Creí columbrar entre las ramas de un hermoso peral un bulto, que muy bien pudiera ser el de un hombre. Disparé á lo alto el arma...
Repuestos del susto, Margarita y yo nos volvimos á acostar. León pasó la noche tendido al pie de nuestra cama.
No tuve la prudencia de callarme, y enteré á mi mujer de la causa de mi chifladura de precauciones, como ella decía.
Desde entonces somos dos á velar por las noches, y á sufrir la misma penosa inquietud: cuando alborea el día, caemos en un sueño que turban pesadillas horripilantes. Y así una noche, y otra, y otra, y siempre, porque lo que nos ocurre no puede tener ya remedio.
—Lo tiene —afirmé.— No hay más que no vivir en este palacio.
—Cambiaríamos tan sólo de sitio, nada más. Dondequiera que vayamos sufriremos lo mismo, porque ese maldito anónimo lo dice: «Tarde ó temprano entrarán ladrones en su casa.» ¡Y entrarán! Margarita y yo tenemos la convicción de que esto ha de suceder fatalmente. Es la espina de nuestras riquezas. ¡Ay, cuán felices éramos en nuestro cuartito de los Madriles! En él dormíamos á pierna suelta, sin temor á ser robados, porque no teníamos oro, ni papel del Estado, ni joyas pictóricas. ¡Créete que la riqueza es carga de preocupaciones, harto pesada y aniquiladora, para los ricos improvisados!