Las horas impuestas por la moda para el baño ó el paseo en la playa entreteníalas la aristocrática tertulia de damas y de caballeros que se establecía á orillas del mar, en animado charloteo en el que se referían y comentaban las noticias recibidas particularmente de la Corte ó recogidas en los periódicos. Tales referencias y comentarios eran como entremeses en el banquete de murmuración; el plato más fuerte y sabroso ofrecíalo la crónica de lo que ocurría ó presumían los maldicientes que había ocurrido, ó debía de ocurrir en la colonia veraniega.
El diálogo languidecía en aquella mañana por haberse agotado los temas de conversación: alguno de los contertulios disimulaba, lo más discretamente posible, un bostezo de aburrimiento.
En tal oportunidad llegó al mentidero Manolito Velalcázar de Iznaque, uno de los más renombrados sportsman, y también uno de esos afortunados mortales que saben todo lo que se guisa en casa del prójimo.
Después de saludar á la ilustre concurrencia, dijo con tono enigmático, como el que propone la solución de una interesante charada:
—¿Saben ustedes la gran noticia?...
Miráronse los contertulios, como avergonzados de su ignorancia.
Velalcázar sentóse en un «cesto», y recogiéndose parsimoniosamente los pantalones de lienzo crudo, recién planchados, prosiguió, gozándose en la ansiosa curiosidad que había despertado en el auditorio.
—No es fácil que la conozcan ustedes, porque hasta ahora sólo hay aquí dos personas que estén en el «secreto del sumario»: el director del Eco de esta ciudad y un servidorito: el director acaba de recibirla telegráficamente de su corresponsal en Madrid, y yo la he sabido de labios del director, y... y...
—¿Y qué es ello? —interrumpió, un poco impaciente con el pesado exordio, una respetabilísima dama que se moría por averiguar todo lo que no la importaba.
—¿Se acuerdan ustedes del Conde del Romelloso ó de Pepito Oliván, como le llamamos todos?
Los del mentidero contestaron afirmativamente, por serles harto conocido el citado personaje.
—¿Y qué le pasa á ese calaverón?... —preguntó el general Gómez.
—Habrá hecho alguna tontería de las suyas, ¿verdad? —indicó una damisela escuálida y melancólica, que se entretenía en trazar rayas sobre la arena con la contera de la sombrilla.
—¡Cuente usted, Velalcázar, cuente usted, y por favor sáquenos de este afán en que nos ha puesto! —suplicó Pura Valdecilla, una mujer encantadora, madre de un precioso chiquillo, dedicado en tal momento á la magna empresa de abrir un canalito en la playa.— ¿Qué le ha ocurrido á Pepe Oliván?...
—Señores —dijo gravemente Velalcázar,— Oliván se encuentra á estas horas veraneando en el Abanico, ó para mayor claridad, en la Cárcel Modelo de Madrid.
Hubo una pausa, que trajo el estupor producido por la deplorable noticia.
—¡Qué horror!...
—Pero ¿es cierto?...
—Si el que mal anda...
—¡Verse en la cárcel un hombre de su abolengo!...
—¿Y habrá sido á consecuencia de...?
—¡De una estafa! —atajó Velalcázar, cortando los incisos.— Un negocio sucio y feo: falsificación de documentos públicos, trescientas mil pesetas birladas á una respetabilísima casa de banca, y la policía que ha cazado á los birladores, entre los que se encuentra Oliván como el alma de tal fregado. ¡Un escándalo horroroso!...
—Señores, es inaudito el estado social en que nos pone la desaprensión de esos desdichados que, atropellándolo todo...
Hubo de interrumpirse quien tal decía, un panzudo senador por derecho propio, atacado de pertinaz verborrea. Los de la tertulia, incapaces, ni aun por el bien parecer, de aguantar el discursito con que les amenazaba el patricio, hicieron un mutis rápido.
Quedáronse solas Pura Valdecilla y Paz Zembruno.
—¿No nos vamos nosotras también? —advirtió esta última.
—Sí, ahora; espera un poquito...
—Pero ¿qué te pasa, mujer, lloras? —preguntó sorprendida y angustiada Paz, que sentía por Pura un afecto casi fraternal.
—Sí, lloro de pena y de alegría al mismo tiempo. ¡Ya ves qué contrasentido! —replicó Pura.
—Pero ¿por qué?... ¡Explícame! Supongo que no te hará llorar lo que acaba de contarnos ese majadero de Velalcázar.
—Pues, sí, precisamente lloro por lo que ha contado ese majadero. De pena, por Oliván, de alegría por mí.
—Chica, perdona; pero sigo sin descifrar el enigma.
—Ese... desventurado fué mi primer novio.
—Desapareció el enigma.
—Y yo, que le quise con todas las veras de mi alma, y pensé que él era el único hombre que haría mi felicidad: siempre pensamos lo mismo de nuestro primer novio. Á una circunstancia fortuita, que parece cosa de comedia, ó mejor aún, de sainete, debo el que á estas horas no llore yo, como mujer suya, la vergüenza de verle en una cárcel, igual que un ladrón. ¿Puedes tú figurarte nada más horrible, ni más triste, ni más deshonroso que esto que ha podido ocurrirme?...
—No, nada; sobre todo en mujeres de nuestra clase.
—Sí, tienes razón, porque aun cuando la desgracia es la misma en todas las clases, en la nuestra el orgullo de raza la centuplica. Pero, volvamos á mi historia. El lance que ocasionó la ruptura de mis relaciones con Oliván fué cómico. Figúrate que por una de esas terquedades de niña mimada me puse «de monos» con Pepe. Como él realmente sentía hacia mí un afecto sincero, trató de desagraviarme por todos los medios imaginables, y de que reanudásemos el noviazgo. Después de inútiles tentativas por su parte, me sentí misericordiosa y concluí por decirle, grave y solemnemente: «Si quiere usted volver á ser mi novio, ha de prometerme asistir al primer baile de la temporada en el Casino de San Sebastián.» Te advierto que el baile debía celebrarse ocho días después del en que yo hablaba á Oliván. No sólo me prometió, sino que hasta juró que, vivo ó muerto, acudiría á la cita.
Calcula mi impaciencia por que llegase el día aquel. Papá y mamá hicieron los preparativos de viaje en tal ocasión con una parsimonia para mí desesperante. La víspera precisamente del baile llegamos anochecido á San Sebastián. Nunca he dormido peor, ni he pautado una noche más intranquila que aquella noche pensando en la satisfacción de amor propio que iba á recibir, en la felicidad que me aguardaba en el Casino, porque aun cuando otra cosa fingiese á Pepe, yo le quería mucho, muchísimo... Pues bien, todas mis soñadas venturas convirtiéronse en agua de cerrajas...
—¿No asistió Pepe, verdad?...
—Sí, él sí; la que no asistió fuí yo: entre los dos se interpuso para siempre un mundo, un baúl mundo, y no es chiste, hija.
El mozo del hotel encargado de recoger los equipajes nos sorprendió al día siguiente con la desagradable novedad de que uno de los bultos que figuraba en el talón no había llegado. Al enterarme yo de que el bulto que faltaba era el del baúl en donde venían mis trajes, me quedé muda de espanto, como si me ocurriese la más inesperada é irremediable desgracia. Descompuesta, rabiosa, rogué á papá que fuese en persona á la estación, que indagara el paradero del baúl, que removiese á Roma con Santiago, que telegrafiase, si era preciso, al Presidente del Consejo de Ministros, amigo nuestro, para que recobrásemos antes de la hora del baile el mundo. ¡No sé las tonterías que dije! Papá, que es un bendito de Dios, fué á la estación y volvió al poco rato cariacontecido. «¿Y el mundo?» le pregunté con la ansiedad que es de presumir. «El mundo, hija —me contestó adoptando un tono trágico,
...sin cesar navega
Por el piélago inmenso del vacío.
»En serio, el baúl, según acaban de decirme los empleados, ó no
ha salido de Madrid, ó le han dejado equivocadamente en alguna estación:
en un par de días, lo menos, no tendremos noticias de dónde se
encuentra.
Al oír esto lloré, pateé, sufrí un ataque de nervios, pensé morirme de pena, me rebelé contra mi suerte, considerándome la criatura más desventurada de la tierra.
Pepe, á quien acababa de saludar desde el balcón, ¿qué diría de mí? Supondría que me burlaba de él, que era una casquivana; me enviaría á paseo, y muy bien empleado me estaría. Discurrí escribirle, pretextar una indisposición repentina; pero ¿adónde dirigirle la carta, si ignoraba su hospedaje? Asistir al Casino era también imposible: no me iba á presentar con lo puesto, el traje de viaje. Preparar en contadas horas uno adecuado para la fiesta, no había para qué pensarlo siquiera. ¡Dios mío, qué día más horroroso pasé!
—Comprendo que te disgustase lo que te ocurría, mujer; pero no era la cosa para tanto —observó Paz, que había seguido con gran atención el relato de su amiga.
—Sí, al fin, tragedia de chica, es verdad, pero ya sabes que yo soy muy vehemente é impresionable.
Además, algo intuitivo me decía que el no ir yo al Casino aquella noche haría que rompiese para siempre mis relaciones con Oliván. Y así fué. Pepe, cansado de esperarme, se entró en la sala del crimen, jugó todo cuanto tenía, y lo perdió todo, según supe por un amigo suyo.
Para olvidar la pérdida y el mal rato que mi ausencia le hizo pasar, fuése con unos amigotes de bureo á uno de esos cafés servidos por camareras. No sé tampoco la causa, pero sí sé que se armó un escándalo, que se llevaron á Pepe y á sus compinches al Gobierno civil, detenidos; que los periódicos locales contaron, exagerándolo, el lamentable suceso, diciendo quiénes eran los alborotadores.
Por vergüenza de todo esto, ó tal vez despechado por mi conducta, Pepe salió de San Sebastián, y yo, herida en mi amor propio, y con la impetuosidad de los pocos años, quise tomar el desquite, y no rechacé al primer pretendiente que se acercó á mí... y que un año más tarde era mi marido...
En vísperas de casarme supe hazañas de Oliván, y bendije, como bendigo hoy, á la Providencia, que nos salva de los mayores riesgos, proporcionándonos «contrariedades» como la que yo sufrí con mi baúl mundo...