Pues Señor...

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II
III

I

Érase que se era un hombre tan pobre que no tenía un céntimo, ni poseía cosa mejor que un traje todo girones, remiendos y corcusidos.

El hombre, por las mañanas, al levantarse del montón de heno que le servía de cama en lo hondo de una cueva, preguntábase invariablemente con inquietud de sobra justificada:

—¿Comeré hoy?...

Salía de la cueva é íbase á la ciudad, en donde se dedicaba á recitar con voz de hambriento, que es la voz más sombría y cascada que se conoce, romances, en los cuales se contaban maravillas de Eoldán, Gaiferos, Blancaflor, Merlín y Aladino: gente sí reunía el pobre hombre, que nunca faltan desocupados que con tales historias se queden boquiabiertos; lo que no reunía era un solo perro chico con que remediar su infelicísima suerte. Discurría socarronamente el concurro, que no debía necesitar de su auxilio quien se pasaba la vida entreteniéndole con tan fantásticas coplas, y Basilio —así se llamaba el malaventurado y parlante romancero— si quería comer tenía que mendigar las sobras de los hartos y blandos de corazón.

Parientes no se le conocían á Basilio, así como tampoco mujer alguna que con él compartiese su mísero destino.

Y no obstante, el mendigo, cada vez que recitaba en sus romances amores más ó menos extraordinarios, endulzaba la voz y en los ojos brillábale un deseo jamás confesado ni nunca satisfecho.

Si alguna pareja de novios se detenía en su corro, la miraba entre hosco y complaciente.

—¿Por qué no te casas? —hubo de preguntarle uno de tantos prójimos como en el mundo se desviven por averiguar lo que nada les importa.

—Eso no reza conmigo —replicó el hombre suspirando.

—¡Que! ¿No te gustan las mujeres?...

—¡Muchísimo!... —afirmó Basilio con vehemente sinceridad.

—Entonces...

—Yo no encontraré jamás una mujer que me quiera, porque jamás la he de buscar.

Y viendo retratada la mayor sorpresa en el rostro de su interlocutor, añadió con enérgico acento:

—Los pobres no tienen derecho á casarse, porque por un egoísmo propio hacen desdichada á una mujer y preparan la infelicidad de unos hijos amasados entre hambres é infortunios...

II

Pues señor...

La vieja le da al huso, y el que á mí me contó esta peregrina historia me juró que sus palabras eran evangelios, y yo, que más peco de cándido que de suspicaz, creí el caso, lo retuve en la memoria, y sin entrar en disquisiciones, prosigo con mi cuento.

Un triste dia de Noviembre, en que el agua de los cielos caía á cántaros sobre la covacha que servía de albergue á Basilio, encontrábase éste tumbado en un montón de heno, pensando en las múltiples injusticias que en el mundo son y han sido y en las irritantes diferencias que dividen á unos seres de los otros, en la ridícula escala social en que se colocan arriba, no siempre los más buenos ó inteligentes, sino los más osados ó más ricos.

Por esto él —Basilio Gómez— veíase como se veía, durmiendo bajo la negra bóveda de una covacha poblada de reptiles, mucho más afortunados que el hombre, puesto que satisfacían liberalmente sus necesidades sin sufrir humillaciones ni recitar romances en la plaza pública.

Metido en tan hondas cavilaciones, llegó á quedarse dormido el romancero y acaso por tener débil la cabeza (que no ha de tenerla muy firme quien se ve forzado á ayunar la mayor parte de los días) soñó con lo que muchos —mejor alimentados— soñamos despiertos: con grandezas y bienandanzas que crea la inquieta y loca fantasía.

Soñó Basilio que por arte de magia trocábase su covacha en espléndido palacio; su haraposo vestido en regia vestidura; el bosque en ciudad, de la cual él era soberano; el día frío de Noviembre en resplandeciente de Mayo, y la lluvia en seductor tintineo de copas de Bohemia, con las que en pleno festín brindaban «sus» vasallos por su ventura y la del reino en la solemne ocasión de su enlace con una bellísima princesa.

Las voces de los cortesanos y el chocar de las copas quebró el hilo del venturoso ensueño. Basilio despertó azorado, y refregándose los ojos, bostezó lo más villanamente posible. Al dirigir una mirada en torno suyo, quedóse ni más ni menos que si viese visiones. Despierto continuaba dormido, es decir proseguía la maravillosa transformación.

El heno que le servía de cama habíase trocado en lecho suntuoso, la covacha en alcoba ornamentada con lujo asiático... y á la cabecera de la cama, ¡oh prodigio!, vió una mujer más bella aún que la princesa del sueño.

Estupefacto, después de recorrer con ojos de miedoso asombro cuanto le rodeaba, quedóse fijo en la contemplación de aquella mujer, que, en silencio, también le contemplaba con ojos de esclava amante que vela el sueño de su señor.

Y como si quisiera Basilio desvanecer lo que seguía creyendo aún una pesadilla, balbuceó no sé qué frase, y la mujer vino cerca de él, y él, para cerciorarse de que no trataba con un espíritu, palpó las desnudas espaldas de la beldad y sintió el contacto tibio de la carne y aspiró inenarrable vaho como si el cuerpo aquel estuviese formado de rosas. Hundió sus dedos en las finísimas hebras del espléndido cabello que caía ondulante con reflejos de oro sobre el nácar de las espaldas, y sintió como si hundiese la mauo en un copo de seda.

La encantadora mujer, como atraída por el afanoso mirar de Basilio, tendióle al cuello sus brazos y su boca puso en el rostro del maravillado romancero un beso que parecía un acorde musical, lánguido, apasionado, enervador...

¡El primer beso! ¡La primera caricia que el hombre recibía en su vida exenta de cariño! ¡El beso amoroso más enloquecedor en la realidad que él pudo fingírselo en su ansia de mendigo.

—Dime, mujer —tartamudeó—, ¿quién eres? ¡Cuéntame si todo esto es una pesadilla, si mi razón se ha extraviado ó si sueno despierto!

—No sueñas —replicó la misteriosa beldad.— La Fortuna pasó esta mañana cerca de tu cueva, y al conocer cuanto en sueños anhelabas, quiso que gozases de las venturas que gozan los mortales que tú envidias.

Nada ha de faltarte en este palacio y tendrás todo lo que ansíes, porque para la Fortuna nada hay irrealizable.

III

Milagro será que tanta maravilla —refunfuñarán los que se la dan de advertidos pasándose de listos— no acabe en que el afortunado romancero goce una existencia más dichosa que la que en el séptimo cielo pretenden gozar los adeptos de Mahoma.

Pues no, señor; nada de eso.

Basilio sí fué feliz hasta que el espíritu y el cuerpo quedaron ahitos de tantas bienandanzas, pero llegó un día en que el hombre bostezó lo menos políticamente posible ante la bella mujer que le deparó la Fortuna.

Otro día sintió terrible hastío de oír las músicas y de ver las danzas que de continuo había en su palacio; otro día, en fin, halló los manjares insoportables y encontró su lujosa mansión lo mismo que debe encontrar el pájaro del bosque la dorada jaula en que le mima su dueña.


* * *


No hace mucho tiempo ví á Basilio en la plaza de la ciudad, recitando, como en sus pasados días, un romance en que se describía la sugestiva y melancólica historia de los amores de Blancaflor.

Pero Basilio no mira ya hosco á los novios, ni en su covacha siente los deseos de placeros y grandezas que en época anterior ensombrecían su espíritu.

A los que en su presencia encarecen la vida de los ricos, les dice con irónica amargura:

—¡Psh! Para soportar esa vida es preciso haber nacido en ella... Los pobretones que de repente gozan de todas las dichas —no tantas como suponen los desgraciados que han de gozarse— son como hambrientos invitados á un banquete... ¡Se dan hartazgo de todo y acaban por aborrecer los más suculentos y delicados manjares!


Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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