Señor Dimas

Alejandro Larrubiera


Cuento



I

Encorvado con el peso de los años, canosos los mechones de pelo, rebeldes á encarcelarse en la grasienta y agujereada pared de un sombrero de fieltro de alas abarquilladas, brillantes los ojos negros de dulce y melancólico mirar, crecidas las barbas de plata, el cutis como pergamino estrujado, la perlática mano abarrotando una cayada, necesario puntal para que el vetusto edificio del cuerpo no se desplomara, pulcro en medio de su pobreza, impregnado el continente de un aire señoril, vestigio de tiempos mejores, señor Dimas, cuando la rosada mano de la aurora descorre tímidamente la negra cortina de la noche para mostrar á los humanos el sol, su amante, salía de su albergue —choza más que casa— perdido en una hondonada, cerca del Manzanares, teniendo á sus espaldas los arenosos montículos de San Isidro y á su frente el Palacio Real, en tal momento sus inmensos lienzos de piedra bañados de tibia luz que resbala por la cristalería del balconaje sin romper sus cuadrados de negra sombra.

Señor Dimas, más por afición al trabajo que por necesidad, lleva un saco á la espalda y el gancho de trapero colgado de uno de los ojales de su chaquetón de pana, empedrado de remiendos zurcidos y costurones.

A paso tardo y ruidoso al chocar las ferradas botas contra los guijarros de la calleja, dirígese el valetudinario camino de la metrópoli madrileña, que entre las brumas del amanecer se columbra á lo lejos, en alto, levantando al aire las cúpulas de sus torres, como la fe puede alzar los brazos hacia lo infinito.

Siempre triste, cual si de continuo le abrumara un desconsolador recuerdo, caida la cabeza al pecho y sosteniendo á duras penas el saco que parece péndulo de las espaldas, torna á su albergue Sr. Dimas de vuelta de su conquista á ignotos apartadijos de lo que estorba y vuelca la ciudad en sus calles: el saco viene repleto de inutilidades, convertidas de nuevo en útiles por la industria mañosa de la necesidad, el trapero deposita las heterogéneas materias en la sala, si así puede llamarse un cuartucho sin pavimento, de paredes terrosas, que recibe la luz por una mal encajada vidriera de emplomados vidrios, sin otro mobiliario ni menester que un butacón cojitranco y rodeado tal armatoste de sin fin de cosas informes: bastones huérfanos de puño y de contera, rotos, astillados; varillajes y armazones de paraguas; chisteras que parecen clacs por el apabullamiento; carteras destrozadas; botes de hoja de lata, roñosicos, sustituido su contenido de conservas por colillas de puros y pitillos de todas clases, habanos aristocráticos, democráticos peninsulares, unidos en la anárquica fraternidad de lo miserable, exhalando un olor nauseabundo; pedazos de espejo; cabos de vela; brazos escultóricos de gótico sillar y mal torneados travesaños de sillas de Vitoria; jaulas destrozadas; piras de huesos de animales; montones de trapos; montones de papelitos: unos conservan el resto de una carta, quién sabe si una frase de amor ó una blasfemia, un ruego ó una amenaza; otros, impresos, desgarrones de periódicos, con un relato de un crimen, una noticia de boda, un debate político ó una corrida de toros...

II

Los convecinos del Sr. Dimas fingieron á propósito de su llegada al suburbio las más estupendas novedades.

Motivo si hubo, porque en una barriada en donde á las monedas de plata teníaselas por mitológicas muestras de riqueza, era cosa de milagro ver que un caballero compra una casa y en ella se encierra como los alquimistas de la Edad Media en su laboratorio, es decir, sin dejar resquicio en puerta ni ventana por donde poder atisbar sus actos. Los vecinos de mayor numen fantástico soñaron que el señor aquel, D. Dimas, era el mismísimo demonio —que aún hay almas cándidas que ven á Luzbel en cualquiera que se rodea del misterio— los menos idealistas discurrieron que tan estrambótico ciudadano debía de ser algo así como criminal perseguido por la justicia, principe venido á menos ó simplemente un pobre chiflado. Nadie atinaba con la verdad del caso.

Al mes, día más ó día menos, de su estancia en el barrio, y cuando ya los chicos y las comadres pasaban de prisa y restando mentalmente una oración al enfilar frente á la casa de don Dimas, abrió el tal su puerta y mostróse transformado, casi desconocido, con traje de obrero; con rostro triste, los ojos hundidos, la cabeza caída al pecho y en toda su persona algo de majestad derrocada.

Los timoratos quedáronse patidifusos; con la boca a todo abrir y recelosos, metiéronse en sus cuchitriles; los valientes esperaron á pie firme, pero no menos asombrados a que el convecino los saludara.

Así lo hizo D. Dimas, humildemente, con voz que resonaba á lágrimas,

—Buenas tardes, hermanos.

—Muy buenas las tenga V. —tartamudeó el más atrevido.

Y al notar que el misterioso señor se llevaba la mano á susombrero de fieltro, quitáronse las gorras respetuosamente.

—¿Quién será? —se preguntaron al verle alejarse hacia Madrid.

—¡Cualquiera lo sabe!

—Un tío muy raro.

—El tiempo nos lo dirá.

Y así fue: el tiempo, gran descubridor de historias, hizo patente la del Sr. Dimas.

Viósele una mañana convertido en trapero, y salir desde aquel día siempre al amanecer con el saco á cuestas y regresar á la tardecita.

Comenzó á tratar á sus convecinos, y al año no había en el suburbio joven ni vieja, chico ni grande que no profesase á Sr. Dimas respetuosa simpatía, proclamándole como el más bueno y el más sabio de los hombres.

Cuando ya la confianza ató el ánimo de todos al del trapero, cierta noche de verano, en que se encontraban la mayor parte de los de la barriada holgadamente tomando el fresco, amén de una limonada que pagó el Sr. Dimas, éste, con voz quejumbrosa, contó su vida, y todos —aunque muchas cosas resonaban á griego en sus oídos— escucháronle con religioso silencio, tan sólo interrumpido á ratos por el pitar de los tranvías de Carabanchel y los toques de corneta del próximo campamento.

Al final del relato todos los ojos estaban aguanosos, todos los pechos oprimidos, todos los labios balbuceando una admiración.

La historia era tan sencilla como conmovedora.

Sr. Dimas era uno de tantos con quien la suerte se mostró despiadada, cruel. Rico en sus mocedades, con un espíritu fogoso, amante de la libertad y llevado de lo nobilísimo de sus ideales, entregóse de lleno á derrocar la tiranía, á propagar un credo fraternal, hermosamente humano.

Su entusiasmo político le arruinó, le hizo expatriarse, huir al extranjero, en donde por amor se unió a una mujer que, cuando le vio pobre, huyó con un amante: consagró á la hija, único fruto de su desdichado enlace, los tesoros de su grande alma, y la hija, cuando todo hacía esperar al padre una vida de acrisolada virtud, fué coqueta y voluble, siguió la senda del victo y cayó en uno de tantos pozos del mal como existen en las ciudades populosas.

Deshechos todos los ideales, escarnecido en lo que más amaba, amargado para siempre el corazón, tocando casi en la vejez, aquel hombre, ante el egoísmo, la mala fe, la ingratitud y el crimen de que había sido victima, nuevo judío errante, vagó por todas las naciones europeas, dando lecciones á unos y á otros de lo que por puro adorno aprendió en sus buenos tiempos: dibujo, música, esgrima, y en todas partes sentía mortal nostalgia de la patria, aquella España de su alma que veía en sueños. Llegó un día en que no pudo resistir más su patriótico afán y tornó á la corte. Nuevos desengaños le esperaban; los que en los tiempos espléndidos le adularon, llamándole su amigo más querido y ofreciéndose á él, porque sabían de antemano que no los necesitaba, se mostraron olvidadizos, despreciándole y esquivando encontrársele; parecía que les sonrojaba la honrada pobreza del vencido.

Más generoso que ellos, conservó aún Sr. Dimas la virginidad de sus ideales, lamentando que no pudiera ser un hecho su apostolado de unir á todos los hombres en un abrazo redentor: consideróse á sí mismo máquina inservible para elevar el espíritu de este siglo que caduca en brazos del más estupendo de los egoísmos, el del placer; y olvidando su alcurnia, su historia, la gente que le rodeaba y su pecado de lesa gratitud, señor Dimas quiso conocer lo que en las alturas denominaban el pantano social, el pudridero humano. Inútil para el trabajo del taller, colgó de sus hombros el saco del trapero, proponiéndose con esto más adecuado disfraz para sus fines.

Sembrar en el pantano flores de ternura, de caridad y amor humanos y ver si fructificaban.

III

La barriada en donde el pudridero fangoso de sus callejas era tal vez más claro que el que había en el fondo de muchas almas, convirtióse en limpia, cariñosa y honrada. Todos miran á Sr. Dimas como un santo, todos le tienen por un ser superior: hay quien cree descubrir en él los rasgos fisonómicos de alguno de los apóstoles del cristianismo.

Sr. Dimas aceptó la soberanía con que un centenar de almas hubo de aclamarle, y más humilde y más sabio que todos, en las horas en que la diaria labor le deja libre, congrega —desde hace tres lustros— como los patriarcas de la antigüedad, á la puerta de su casa, á su pueblo en miniatura, y le ilustra haciéndole ver, sin emplear ditirámbicos conceptos ni fantásticas descripciones, sino familiarmente, con la lógica de los hechos, lo que sería la Humanidad libre y amorosa, guiada por el precepto más grande: aquel que llevó al Calvario al más sublime de los Mártires.

No tan sólo con palabras, sino con acciones, empuja á sus hijos —así los llama Sr. Dimas— al objetivo de su vida. Enseña á leer á los niños, y á los padres les da nociones de lo más práctico para la existencia; cuida á los enfermos; costea los gastos de la enfermedad, privándose él de lo más preciso; con la mayor justicia es juez y árbitro en rencillas; procura armonizar los derechos de cada cual, y lo consigue, siendo acatados sus fallos por querellantes y conocedores de ellos.

Enemigo de los triunfos groseros de la materia, repudia cuanto á ellos atañe; y si antes en la barriada ignoraban lo que era dignidad y moral, ahora practican ésta y saben lo que es aquélla, al recibir la santa doctrina del ignorado trapero que comparte con sus convecinos sus penas y alegrías.

El suburbio, en otro tiempo campo de Agramante, semillero de vicios y ruindades, disfruta en el presente de una paz octaviana, nacida al calor de un ideal sublime.

Cuando en el pantano se siembra con fe, brotan flores de exquisito perfume...

IV

Muchos ratos se encuentra solo Sr. Dimas á la puerta de su casuca, fumando su pipa y entregado mentalmente á sus reflexiones.

Los ojos del viejo trapero se clavan con insistencia en Madrid, siempre envuelto en flotante gasa polvorienta.

Y muchas veces Sr. Dimas murmura en voz baja, con acento profético de triunfador que entrevé su conquista á través del tiempo:

—¡Se redimirá!

Cuando esto dice tal hombre extraordinario, mira amorosamente á la ciudad, bañada de la roja luz del sol poniente…


Publicado el 19 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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