Un Grande Hombre

Alejandro Larrubiera


Cuento


I
II
III

I

Tenía 16 años y no obstante representaba 20: vivía en el arroyo: era un gurriato callejero que vagaba con el bote de las colillas de aquí para allá, descalzo, con unos pantalones grises con grandes remiendos multicolores en las posaderas y rodillas, una blusa azul, desgarrada, sucia, y la gorra de seda negra encasquetada hasta las orejas: así vestía Tin, como le llamaban los de su harapienta cofradía. Vivía feliz, os lo juro, porque la felicidad muchas veces es moneda falsa en manos del rico y de preciados quilates en las del mendigo: nada hay más relativo.

Desde que la noche desaparecía barrida por la claridad del alba, hasta que el crepúsculo vespertino corría sus sombríos tules, Tin paseaba la villa y corte de un extremo á otro; desde el Rastro á la calle del Príncipe; desde la buñolería de la calle de La Chopa, al aristocrático local de Tornos: sus piés, en invierno, poníansele amoratados por el frío, pero estaba hecho á la intemperie: y cuando había lluvia aprovechaba el que ésta arreciase más para ponerse en medio del arroyo con la gorra metida en las untosas profundidades del bolsillo del pantalón, en donde tenían su domicilio la chaira ó navaja de muelles, albaceteña, los grasientos naipes para jugar al cané, el peón y otras baratijas, amén de mendrugos de pan, terrones de azúcar, hebras de mojama: una abacería.

Digo, que se consideraba con aquella salvaje independencia suya, felicísimo, y que aquel vivir, tenía para el muchacho encantos desconocidos para el resto de la gente: todos los días amanecía sin saber cómo ni en dónde había de tropezar con la «gracia de Dios», y él se las ingeniaba de forma que comía, si no precisamente á lo príncipe, como á su clase de «golfo» correspondía: bazofia, y á veces, podía darse el gustazo de un banquete de gallineja en los restaurants al aire libre de las rondas de Atocha ó de Toledo.

Gozaba de todos los espectáculos gratuitos: concurría con la puntualidad de un recluta á la parada de Palacio; se encaramaba, los días de corrida, á los medios puntos de las puertas de entrada á la plaza y columbraba, mejor dicho, tenía la fantasía de ver la corrida y pulsar cómo habían quedado los de coleta, según los silbidos ó aplausos de los espectadores: en la época de carreras, metíase entre las ruedas de los coches hasta lograr soplarse en pleno hipódromo: en las procesiones cívicas ó religiosas, subíase á lo alto de las rejas para ver mejor que nadie la carrera: amén de estas diversiones, tenía otras personalísimas en el juego á las cartas ó á las navajas con sus amigótes: otros golfos como él. La función, siempre acababa á moquetazo limpio, porque los más guapos querían dar el pego.

Casa no tenía ninguna y teníalas todas, que los huesos del chico eran acomodaticios para reposar, lo mismo en el arenoso lecho de una de las covachas de San Isidro, que en el no muy limpio de algún tejar ó en el poco mullido almohadón de algún peldaño ó dintel de entrada á casa grande.

Tin, tenia como una persona mayor su correspondiente amorío con una «socia», así la denominaba él y nosotros, con su permiso, le agregaremos el calificativo de golfa; una chica sin pudor ni limpieza que vivía en comandita con los de su igual, chicos y chicas; novia, que para Tin, era como perro fiel que a todas partes le seguía, siempre humilde y cariñosa, salvo en los ratos, que no eran pocos, en que el caballero novio, por aquello de querer hacerla saber su supremacía, se enredaba á puñetazos con la socia. Entonces ésta, echando sangre por boca y narices barboteaba un:

—¡Bárbaro!—expresión suprema de su dolor é impotente rabia para vengarse de tamaño ultraje recibido.

Pero, de allí no pasaba. Calmados los ánimos, el idilio tenia todo el resplandor del sol después de un aguacero.

II

Cierto día, la «socia», llorando á lágrima viva, contaba á sus camaradas, mientras éstos hacían una fogata á la entrada de una cueva abierta en el desmonte de un solar extrarradio:

—Pus como sus iba iciendo, Tin se ha marchao.

—¿A ónde?— preguntó uno de los granujas.

—¡A la guerra!

—¿A la guerra, Chata?...

—Sí; el otro día, veréis vosotros, fué Tin y va y me dice: Oye, «socia», ¿sabes lo que ocurre? —¿El qué? —le pregunto.— Pus ¡cuerno! un grano de anís; que mus quieren quitar un piazo de I ierra que tenemos no sé onde. —¿Y quién? —le pregunto.— Pus el extranjero —me dice.— Me he enterao esta mañana en los papeles (ya sabís vusotros que Tin, papel que cae en sus manos, lo lee de corrío). Bueno; ¿y eso qué te importa á ti? —voy y le digo. Y va él y muy furioso —que creí que me daba dos tortas— me risponde: ¿Qué no me importa? Pus sí, y mucho, y á toos los que semos españóles, ¿te enteras?... —¿Y tú qué le vas á hacer, hombre?... —Pus, náa; lo que debo; dir de soldao á la guerra. —Ya vis con lo que salió el hombre.

Los granujas permanecieron silenciosos escuchando el pintoresco relato de la socia.

—Bueno; y naa más —terminó de decir ésta.— Tin se fué al cuartel a sentar plaza, y anoche le vi ya vestio de militroncho. ¡Si vierais qué guapo estaba y qué bien le caían los calzones coloraos!... ¡Josús!... Sus digo que me hubiá io con él de más güeña gana!...

—¿Y no le has güelto á ver?

—¡Ya lo creo; esta mañana bajemos á la estación á dispidirle!

—¡Anda, Dios! ¿Entonces iba Tin en el regimiento que salió hoy pá la guerra?...

—¡Mesmamente!

Y la Chata hizo esta afirmación con voz que resonaba á lágrimas, mientras que sus ojos, lo único hermoso que poseía, dirigieron al cielo cuajado de estrellas, una mirada de sincero dolor...

III

Ha transcurrido mucho tiempo. El ejército expedicionarioha vuelto; y á Tin nadie le ha visto, ni nadie sabe de él una palabra.

La Chata se halla inconsolable; siente la nostalgia de las caricias del golfo y rechaza á todo el que la ofrece consuelo, basándose en el axioma popular: «la mancha de la mora con otra verde se quita».

Espera á Tin.

La ausencia ha despertado en la Chata con toda la fuerza de una gran pasión que se revela, un cariño idólatra hacia Tin.

¡Pobre muchacha!

¡Le espera en vano!

Tin no volverá; ha muerto como mueren los patriotas; en el campo de batalla.

Su último suspiro fué para la socia; la única persona que le había acariciado en el mundo.


Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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