Una Casita en el Campo

Alejandro Larrubiera


Cuento



I

Desde que se casaron, el único y grande ideal suyo fué el de poseer una casita en el campo, y tal anhelo constituyó el tema predilecto de sus conversaciones, la dulce ansia que les desvelaba, el ensueño venturoso que les hacía ver el camino de la vida no tan árido y desconsolador como en realidad era para ellos, condenados á pasar su existencia en una lóbrega abacería enclavada en una de tantas callejuelas faltas de aire y de luz como se encuentran en el corazón de los barrios bajos madrileños.

Pero no creáis, por Dios, que tener una casita en el campo era para el matrimonio poder gozar de las delicias que proporciona un albergue campestre, lejos del mundanal ruido, escondido entre frondosas arboledas, teniendo frente á frente la Naturaleza en todo su esplendor; no el nido donde guarecerse en el último tercio de la vida, en donde buscar la salud para el cuerpo, la tranquilidad para el espíritu y el descanso total de la ruda lucha por la existencia. Nada de eso: los mercachifles no amaban el campo, lo detestaban: en sus hermosas soledades se morían de tedio.

Para tal matrimonio tener una casita en el campo era poseer uno de esos vistosos y antihigiénicos hotelitos en una barriada extrarradio de la Corte —simulacros ridículos de las fincas de recreo campesinas—; poder decir con mal disimulado orgullo á la gente:

—Nos vamos á nuestro hotel. He ahí todo.

Llevados de aquella idea, afanábanse en su industria desde que el tibio calor de la aurora penetraba en el tenducho, hasta las tantas de la noche en que, rendidos de cansancio, cerraban ó íbanse á recobrar nuevos bríos para la siguiente jornada.

Y esto un día y otro día, y un mes, y un año, y un lustro, y tres, y cinco, sin tregua, espoleados constantemente por su afán.

Veíaseles siempre al pie del mostrador, risueños, activos, complacientes, halagando á los parroquianos con servilismo de aduladores, siempre despierto su ingenio de garduñas para hacer más próspero el botín recogido arteramente á la pobretería del barrio que acudía á la tienda á proveerse de lo más necesario para la vida.

Sutilísimos prestidigitadores, sabían hacer caer, sin que nadie lo advirtiese, el dedo meñique en el platillo; escamotear algo de la mercancía al encerrarla en las pesadas bolsas de papel; sin el menor remordimiento adulteraban los productos, mojaban el almidón, echaban harina al azúcar, agua al vino y á la manteca; mezclaban los géneros averiados con los de buena calidad; vendían cacahuetes por café; mendrugos de pan por chocolate; amílico por aguardiente; vistosas mixturas por licores; á sabiendas envenenaban lenta, pero continuadamente, á la parroquia, que no alardeaba de tener un paladar exquisito; si acaso protestaba alguno, hacíalo con tibieza, temeroso de que se le acabara el crédito y hubiera que adquirir el género pagándolo á tocateja.

Para el matrimonio eran cosa muerta el artículo 356 del Código Penal y los múltiples de las Ordenanzas municipales, que castigan severamente á estas hormiguitas de mostrador que hacen su granero á expensas de la salud y del bolsillo del prójimo pagano, valiéndose del fraude en el peso y en la calidad de las mercancías que expenden.

Señor Claudio y señora Robustiana, como los llamaban en el barrio, jamás experimentaron al cometer tales rapacerías la menor inquietud ni sonrojo, ni resonó la conciencia en sus almas sordas, ni se inmutaron nunca al pensar en las fatales consecuencias que podrían originar sus mixtificaciones, ni que robaban á gente pobre; nada, en fin, que se pareciese á turbación ni remordimiento, les detuvo en sus viles operaciones de mercachifles monipodescos. Creían hacer la cosa más natural del mundo, defender su «negocio», ir clavando honradamente los jalones para levantar aquella soñada casita en el campo, de fachada roja, con persianas y balcones pintados de verde, rodeada de un jardinito...

II

Ya en los umbrales de la vejez, señor Claudio y señora Robustiana pudieron ver realizado su ideal.

Cierta noche recontaron por última vez sus ahorros, aquellos ahorros robados céntimo á céntimo y por espacio de cinco lustros á los míseros parroquianos. Hicieron el recuento con ansia febril, con gozo salvaje, como nunca; sus dedos temblaban al repasar los billetes de Banco, sucios, pringosos por tanto manoseo: la voz, al contarlos, tenía no sé qué de triunfal y de medrosa... «Mil pesetas»... «Dos mil» «Cinco mil»... «Diez mil»... «Quince mil» ¡Quince mil pesetas! Con aquellos papelitos tan lindamente estampados, podrían realizar su gran ilusión...: hacerse dueños de una casita, disfrutar un poco de la vida, abrir un paréntesis en el rudo luchar por ella, ser propietarios... Y como niños sorprendidos con la vista de un juguete encantador, abrían asombrados los ojos, se sonreían, y, satisfechos de sí mismos, como luchadores que han vencido, sus miradas iban de los billetes á sus rostros respectivos.

¡Eran felices, muy felices!...

Dedicó el matrimonio el domingo siguiente á dar un paseo por las afueras: iban á la husma de la casa, á ver si encontraban una proporción, una ganga, porque más barato sale lo que se compra hecho que lo que se manda hacer.

—Con el dinerito en la mano —decía la señora Robustiana— es fácil que encontremos una comeniencia, porque hay mucha nesecidaz en el mundo.

Señor Claudio asentía, y los dos volvíanse ojos requisando á derecha é izquierda: iban á la ventura, sin dar con la casita tal como ellos la querían: sólo vieron hoteles lujosos que costaban un ojo de la cara, según gráfica expresión de la tendera.

—Algo mohinos regresaron á su guarida.

Y, como este domingo, emplearon unos cuantos más en tal faena. Recorrieron todos los puntos cardinales del extrarradio, hasta que, por fin, dieron con lo que deseaban en una flamante colonia perdida en una hondonada, cerca de un pueblecillo, cuyo nombre no recuerdo ni importa; uno de esos pueblecillos, mejor dicho, aduares, limítrofes de la capital: un cerro arenoso circundaba por un lado el horizonte de la colonia, que formaban una media docena de hotelitos que parecían de cartón, muy pintarrajeados, eso sí, pero livianamente construidos; al pie de la colonia serpeaba un arroyuelo verdinegro y pestilente; hasta diez acacias raquíticas, esparcidas aquí y acullá, hermoseaban aquel sitio que, en el verano castigaba un sol fundente, y en el invierno ponían intransitable cuatro gotas de lluvia.

Aquella colonia fué el Edén para los abaceros; encontraron la casita roja con persianas y balcones pintados de verde, rodeada de un jardinito; cierto que el inmueble estaba construido á la malicia, que parecía una casita de muñecas caída en un bache, al cual bache no llegaba aire saludable ni camino regularmente trazado; que no tenía más agua que la que pudiera sacarse del pozo abierto en el corral; pero, hijos míos, también es lo cierto que la casita, su corral de cuatro metros en cuadro y su jardín, un poquito mayor que un pañuelo de los llamados de hierbas, no costaba más que seis mil pesetas, y por tan poco dinero no se va á comprar un palacio como el de Murga ó el de Anglada.

III

Indudablemente el diablo es un gran humorista que se las juega de puño á los que están bajo su dominio en este planeta.

Desde el punto y hora en que compraron la casita, empezó para los abaceros una serie no interrumpida de aventuras, grotescas en su mayoría, que dieron al traste con su tranquilidad y buen humor.

Pasábanse la semana entera azorados, revolviéndose en la tienda como pájaros recién enjaulados, anhelando tender el vuelo hacia la humilde choza, como llamaba con falsa modestia á «su» casa la señora Robustiana.

Tanto ésta como su marido no sabían hablar á los parroquianos de otra cosa que de su finca, y, viniese ó no á cuento —como en aquél del de los papeles—, sacaban á relucir la choza, lo mismo al mal pesar unos garbanzos, que al peor medir una panilla de aceite; con grandes extremos ponderaban la ventura de un día pasado en el campo, en casa propia, por supuesto; el aire sano que allí se disfrutaba —allí era el bache—, el jardín cuajado de flores, las gallinas y conejos que se criaban en el corral y el agua fresca del pozo: todo era en la colonia un encanto.

Habíais de ver á los abaceros salir en plena canícula las tardes de los domingos á gozar de su casita y de una merienda que llevaban prevenida. Desde la tienda á la estación del tranvía todo eran rosas: las espinas venían después. A campo traviesa, bajo un sol tropical, cargado el señor con la bota, colgada del puño del bastón y éste sobre el hombro, y la señora con la cesta de las provisiones, dirigíanse á la finca, sudando lo indecible, jadeantes, encendidos los rostros, resecos los labios, pisando sobre la arena que parecía ceniza de brasa.

Llegaban á la choza casi congestionados, metíanse á la parte adentro, porque en el jardín caía Febo de plano, y en el corral el resol del montículo arenoso asfixiaba; eso sí, dentro de la casa era estar como dentro de una estufa; abrían puertas y ventanas, despojábanse de sus trajes, y, sentados en unas sillas de anea, rendidos de cansancio, sudorosos, abrasados de sed, que no podían calmar con la ponderada agua del pozo —que oportunamente se secaba todos los veranos—, dormíanse como unos benditos.

Despertaban inundados de sudor; ya el sol declinaba: era la hora de saborear su dicha, de bendecir su buena fortuna, que les había proporcionado la casita tantos años codiciada; bajaban á su jardín —cinco tiestos raquíticos con rosales y clavellinas, que brotaban mustias, y su cuarta de césped en el centro—; sentábanse á un velador de caña, en sillas de hierro, y disponíanse á merendar en santa paz; pero la alteraban el desfile de mendigos repugnantes y la chiquillería procaz de los alrededores, que metían sus caras sucias y legañosas por entre los claros de la empalizada, y pedían pan, y pedían vino y dinero con abrumadora insistencia. Para alejarlos no había más que irse al corral, porque si satisfacían á los pedigüeños, acudía otro nuevo enjambre, y aquello era el cuento de la buena pipa.

A pesar de estar el jardín entre rosas, no era su olor el que trascendía, sino aquel otro mefítico que emanaba del arroyuelo que, como una cinta de betún, extendíase á pocos pasos de la finca.

Llegaba la noche y las sillas de hierro y los que las ocupaban hacían un pequeño mutis, trasladándose á la parte afuera de la casa; envueltos en la sombra —las noches en que la luna no mostraba su faz de plata en la celeste esfera— charloteaban marido y mujer, y, por milésima vez, entonaban el dúo de la felicidad suya, y como padres amantísimos, clavaban sus ojos en aquella hija de sus ensueños: en la casita de roja fachada.

El dúo, acompañado del monótono croar de las ranas del arroyuelo, interrumpíalo con frecuencia el paso de los señores, señoritos y niños de la colonia, unos cursis almibarados é indigestos que salían á pasear por entre las diez héticas acacias, y que saludaban á los abaceros con grandes reverencias, y aun se permitían importunarles entablando diálogos en los que se advertía una malsana curiosidad.

Quería el matrimonio gozar en un todo su pleno dominio sobre su propiedad, y en ella dormía la noche de los domingos, por mejor decir, forjábase tal ilusión, porque aleves legiones de insectos repulsivos caían sobre los mercachifles con más saña que éstos sobre los bolsillos de sus parroquianos, y no había modo de conciliar el sueño, máxime si se enredaba alguna tronada: entonces era cosa de huir del lecho más que á paso, porque retumbaba el trueno por manera alarmante y el edificio se bamboleaba.

Invariablemente, al despertar la aurora, retornaba el matrimonio á su abacería. En el invierno llegaban á su choza con fango hasta las narices y muertos de frío: no podían disfrutar las delicias del jardín por la inclemencia del tiempo: encendían un braserillo, y con los rostros pegados á los cristales del balcón y los pies á la alambrera del brasero, pasábanse la tarde contemplando melancólicamente el páramo, las acacias desnudas de hojas y la neblina que, como un telón blancuzco, ocultaba el horizonte.

La posesión de la casita despertó en los abaceros ideas de grandeza que, por lo mismo que brotaban en la vejez, hacíanse más imperiosas é impertinentes: vieron que la gente de la colonia presumía de elegancia y no quisieron ser menos: ataviáronse á la señorito con ridícula prosopopeya, y saludaban imitándoles servilmente: en la entrada de todos los hoteles había letreros que decían: «Villa Tal» ó «Villa Cual», y ellos pusieron uno cumplidito á la entrada de su finca que bautizaron grotescamente con el nombre de «Villa Gloria». Su espíritu fué inficionándose poco á poco de un afán inmoderado de poseer en absoluto la casa, de vivir en ella siempre. Este aguijón producíales inquietud grande y quisquillosa, amargaba las horas felices pasadas en la finca, ¡tan breves, ay!...

Cada uno de los cónyuges torturaba el magín para lograr aquel deseo, que les importunaba de continuo. Permanecían tras el mostrador sirviendo á la parroquia como autómatas: ya no prodigaban lisonjas á las comadres ni cuchufletas á las mozas...¡Bonito humor tenían ellos para templar tales gaitas!... ¡Y á tal punto llegaba su abstracción que hasta daban justo el peso de la mercancía!

Señor Claudio encontró la fórmula libertadora que les haría dueños absolutos de su tiempo: subarrendar la abacería. Anunciaron sus propósitos, surgió un ciudadano que se encargó de proseguir la marcha del negocio y de abonar al matrimonio una cantidad mensual por el subarriendo, y señor Claudio y señora Robustiana, nunca más venturosos, instaláronse definitivamente en la casita de roja fachada, con persianas y balcones pintados de verde.

IV

Un amigo mío, gran inquisidor de vidas ajenas, me ha dado el notición de que cuelga de uno de los balcones de «Villa Gloria» una tablilla en la que se lee en caracteres negros:


«SE VENDE»


Y como le pidiera yo nuevas de lo que ocasionaba tal anuncio, mi amigo satisfizo mi curiosidad diciéndome:

—El prójimo que subarrendó la tienda les jugó una trastada: liquidó las existencias de la abacería y desapareció, dejándoles al señor Claudio y consorte con sólo las cuatro paredes, porque hasta la anaquelería la malbarató por leña vieja...

De la pena y del berrinche, entróle á seflor Claudio una melancolía negra que le ha llevado al sepulcro.

—¿Y su mujer?...

Asilada en las Hermanifas de los Pobres. El otro domingo fui á verla, y con lágrimas me habló de «Villa Gloria». Al fin la pobre mujer reconoce que no han gozado ni ella ni su marido de una casita en el campo, sino de una vanidad ridícula y lamentable... ¡Tener una casita en el campo es cosa muy distinta!...


Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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