En cierto país vivía un comerciante llamado Marco, al que pusieron el apodo de el Rico porque poseía una fabulosa fortuna. A pesar de sus riquezas, era un hombre avaro y sin caridad para los pobres, a los que no quería ver ni aun en los alrededores de su casa; apenas alguno se acercaba a su puerta, ordenaba a sus servidores que lo echasen fuera y lo persiguiesen con los perros.
Un día, ya al anochecer, entraron en su casa dos ancianos de cabellos blanquísimos y le pidieron refugio.
—¡Por Dios, Marco el Rico, danos alojamiento para no tener que pasar la noche a campo raso!
Le suplicaron tanto y con tanta insistencia, que Marco, sólo para que no lo molestasen más, dio orden de que los dejasen dormir en el cobertizo del corral, donde también dormía una mujer pariente suya y gravemente enferma.
A la mañana siguiente vio que ésta, perfectamente buena y sana, lo saludaba dándole los buenos días.
—¿Qué te ha pasado? ¿Cómo has recobrado la salud? —le preguntó.
—¡Oh Marco el Rico! —exclamó la mujer—. Yo misma lo ignoro. He visto, no sé si en sueños o en la realidad, que han pasado la noche en mi choza dos viejos con cabellos blancos como la nieve; a eso de la medianoche alguien llamó y dijo: «En la aldea vecina, en casa de un pobre campesino, acaba de nacer un niño. ¿Qué nombre quieren darle y qué dote le conceden?» Y los ancianos contestaron: «Le damos el nombre de Basilio, el apodo de el Desgraciado, y lo dotamos con todas las riquezas de Marco el Rico, en casa del cual pasamos ahora la noche.»
—¿Y nada más? —preguntó Marco.
—Para mí fue bastante lo que obtuve, porque apenas desperté me levanté sana y fuerte como antes.
—Bien —dijo el comerciante—; pero los tesoros de Marco no logrará poseerlos el hijo de un pobre campesino; serían demasiado para él.
Se puso a meditar Marco el Rico y quiso ante todo asegurarse de si era verdad que había nacido Basilio el Desgraciado. Mandó enganchar el coche, se fue a la aldea, y dirigiéndose a casa del pope1, le preguntó:
—¿Es verdad que ayer nació aquí un niño?
—Sí, es verdad —le contestó el pope—; nació en casa del más pobre campesino de estos lugares; yo le puse el nombre de Basilio y el apodo de el Desgraciado; pero aún no ha podido bautizársele, porque nadie quiere ser su padrino.
Entonces Marco se ofreció como padrino, rogó a la mujer del pope que fuese la madrina y mandó preparar una abundante comida. Trajeron al niño, lo bautizaron y después tuvieron fiesta hasta la noche.
Al día siguiente, Marco el Rico llamó al pobre campesino, lo trató con gran afabilidad y le dijo:
—Oye, compadre, tú eres un hombre pobre y no podrás educar a tu hijo; cédemelo a mí, que lo haré un hombre honrado, aseguraré su porvenir y te daré a ti mil rublos para que no padezcas miseria.
El padre reflexionó un poco; pero al fin consintió, pues creía hacer la felicidad de su hijo. Marco tomó al niño, lo tapó bien con su capote forrado de pieles de zorro, lo puso en el coche y se marchó.
Después de haber corrido unas cuantas leguas, el comerciante hizo parar el coche, entregó el niño a su criado y le ordenó:
—Cógelo por los pies y tíralo al barranco.
El criado cogió al niño e hizo lo que su amo le mandaba. Marco, riéndose, dijo:
—Ahí, en el fondo del barranco, podrás poseer todos mis bienes.
Tres días después, y por el mismo camino por donde había pasado Marco, pasaron unos comerciantes que llevaban a Marco el Rico doce mil rublos que le debían; al aproximarse al barranco oyeron el llanto de un niño; se pararon y escucharon un rato y mandaron a uno de sus dependientes que se enterase de la causa de aquello. El empleado bajó al fondo del barranco y vio que había una pequeña pradera verde en la cual estaba sentado un niño jugando con las flores; volviendo atrás, contó lo que había visto a su amo y éste bajó en persona apresuradamente para verlo. Luego cogió al niño, lo arropó cuidadosamente, lo colocó en el trineo y todos se pusieron de nuevo en camino.
Llegados a casa de Marco el Rico, éste preguntó a los comerciantes dónde habían encontrado al niño. Le contaron lo ocurrido y Marco comprendió en seguida que el niño era su ahijado Basilio el Desgraciado.
Convidó a los comerciantes con manjares delicados y gran abundancia de vinos generosos, terminando por rogarles que le dieran al niño encontrado. Rehusaron los comerciantes un buen rato; pero al decirles Marco que les perdonaba todas las deudas, le entregaron el niño sin vacilar más.
Pasó un día, luego otro, y al fin del tercero tomó Marco a Basilio el Desgraciado, lo puso en un tonel, que tapó y embreó cuidadosamente, y lo echó desde el embarcadero al agua. El tonel flotó durante mucho tiempo por el mar, y por fin llegó a una orilla en donde se elevaba un convento. En aquel momento salía un monje a coger agua, y oyendo un llanto infantil que partía del tonel salió en una barca, pescó el tonel, lo destapó, y al ver en el interior un niño sentado lo cogió en sus brazos y se lo llevó al convento. El abad, creyendo que no estaría bautizado, le puso al niño el nombre de Basilio y el apodo de el Desgraciado; desde entonces Basilio el Desgraciado vivió en el convento, y así transcurrieron dieciocho años, en los cuales aprendió a leer, a escribir y a cantar en el coro de la capilla. El abad tomó gran cariño a Basilio y lo utilizaba como sacristán en el servicio de la iglesia del convento.
Un día Marco el Rico se dirigía a otro país para cobrar sus deudas, y al pasar por el convento se detuvo en él. Se fijó en el joven sacristán y empezó a preguntar a los monjes de dónde había venido y cuánto tiempo hacía que estaba en el convento. El abad le contó todo lo que recordaba acerca del hallazgo de Basilio. Que hacía dieciocho años un tonel que venía flotando por el mar se había acercado a la orilla no lejos del convento y que en el tonel había un niño, al que él había puesto el nombre de Basilio.
Marco, después de haber oído esto, comprendió que el sacristán era su ahijado. Entonces dijo al abad:
—Si yo hubiese dispuesto de un hombre tan listo como parece su sacristán, lo habría nombrado mi ayudante principal en los negocios de mi casa. ¡Cédanmelo!
El abad se negó al principio; pero Marco el Rico, a pesar de su avaricia, ofreció una donación de veinticinco mil rublos para el convento a cambio de Basilio; el abad, después de haber pedido consejo a los demás frailes, decidió, con la aprobación de todos, aceptar la donación y dejar marchar a Basilio el Desgraciado.
Marco envió al joven a su casa con una carta cerrada que decía: «Mujer: En cuanto recibas esta carta ve con el dador a nuestra fábrica de jabón y ordena a los obreros que lo echen en una de las calderas de aceite hirviendo; cuida de no faltar en cumplir lo que te digo, porque se trata de mi más temible enemigo.»
Se puso en marcha Basilio el Desgraciado sin sospechar la suerte que le esperaba, y en el camino tropezó con un viejo de cabellos blancos como la nieve, que le preguntó:
—¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?
—Voy a casa de Marco el Rico, donde me envía su dueño con una carta para su mujer.
—Déjame ver la carta.
Basilio le entregó la carta y el viejo rompió el sello y se la mostró, diciendo:
—¡Toma, léela!
Basilio la leyó y comenzó a llorar, diciendo:
—¿Qué le he hecho yo a ese hombre para que me condene a muerte tan cruel?
—No te entristezcas ni temas nada —le dijo el anciano para tranquilizarle—. Dios no te abandonará.
Y soplando sobre la carta, se la devolvió con el sello intacto, como si no la hubiese abierto.
—Ahora, vete con Dios y entrega la carta de Marco el Rico a su mujer.
Basilio el Desgraciado llegó a la casa del comerciante, preguntó por el ama y le entregó la carta. La mujer la leyó, llamó a su hija y le enseñó la carta, que decía: «Mujer: En cuanto recibas esta carta, prepara todo para casar al día siguiente a Anastasia con el dador de ésta; y cuida de no faltar en cumplir lo que te digo, porque tal es mi voluntad.»
Los ricos, como de todo tienen en su casa en abundancia, organizan rápidamente fiestas cuando les parece; así que inmediatamente vistieron a Basilio con un riquísimo vestido y le presentaron a Anastasia, que se enamoró en seguida de él; al día siguiente fueron a la iglesia, se casaron y celebraron la boda con un gran banquete.
Después de transcurrido algún tiempo, una mañana avisaron a la mujer de Marco el Rico que llegaba su marido, y ella salió acompañada de su hija y su yerno al embarcadero para recibirlo. Marco, al ver vivo a Basilio el Desgraciado y casado con su hija, se enfureció y dijo a su mujer:
—¿Cómo te has atrevido a casar a nuestra hija con este hombre?
—No he hecho más que obedecer las órdenes que me diste —contestó la mujer, enseñándole la carta.
Marco se aseguró de que estaba escrita por su propia mano, calló y no dijo más.
Pasaron así tres meses, y el comerciante llamó a su yerno y le dijo:
—Tienes que ir allá lejos, muy lejos, a mil leguas de aquí, donde vive el Rey Serpiente, a cobrarle la renta que me debe por doce años, y entérate de camino qué suerte tuvieron doce navíos míos que hace ya tres años que han desaparecido; mañana mismo al amanecer te pondrás en camino.
Al día siguiente, muy temprano, se levantó Basilio el Desgraciado, rezó a Dios, se despidió de su mujer, cogió un saquito con pan tostado y se puso en camino. Llevaba andando bastante, cuando, al pasar junto a un frondoso roble, oyó una voz que le decía:
—¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?
Miró a su alrededor, y no viendo a nadie preguntó:
—¿Quién me llama?
—Soy yo, el Roble, quien te pregunta.
—Voy al reino del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.
Entonces el Roble contestó:
—Cuando llegues allí acuérdate de mí, que estoy aquí hace ya trescientos años y quisiera saber cuántos tendré aún que permanecer en este sitio. No te olvides de enterarte.
Basilio le escuchó con atención y continuó su camino. Más allá encontró un río muy ancho, se sentó en la barca para pasar a la otra orilla y el barquero le preguntó:
—¿Adónde vas?
—Voy al reino del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.
—Cuando llegues allá acuérdate de mí, que estoy pasando a la gente de una orilla a otra hace ya treinta años y quisiera saber durante cuánto tiempo tendré aún que seguir haciendo lo mismo. No te olvides de enterarte.
—Bien —dijo Basilio, y siguió su camino.
Anduvo unos cuantos días y llegó a la orilla del mar, sobre el cual estaba tendida una ballena de tal tamaño que llegaba a la orilla opuesta; su espalda servía de puente a los caminantes y los carros. Apenas la pisó Basilio, la Ballena exclamó:
—¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado?
—Voy al reino del Rey Serpiente a reclamarle la renta de doce años.
—Pues procura acordarte de mí, que estoy aquí tendida sobre el mar, y pasando sobre mis espaldas caminantes y carros que destrozan mis carnes hasta llegar a mis huesos; entérate cuánto tiempo tendré aún que seguir sirviendo de puente a la gente.
—Bien, no te olvidaré —contestó Basilio, y siguió más adelante.
Después de caminar mucho tiempo se encontró en una extensa pradera en medio de la cual se elevaba un gran palacio. Basilio el Desgraciado subió por la ancha escalera de mármol y penetró en el palacio. Atravesó muchas habitaciones, cada una más lujosa que la anterior, y en la última encontró, sentada sobre su lecho, una bellísima joven que lloraba con desconsuelo. Al percibir al desconocido se levantó y, acercándose a él, le dijo:
—¿Quién eres y qué valor es el tuyo que te has atrevido a entrar en este reino maldito?
—Soy Basilio el Desgraciado y me ha enviado aquí Marco el Rico en busca del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años.
—¡Oh, Basilio el Desgraciado! No te han enviado para cobrar la contribución, sino para ser comido por el Rey Serpiente. Cuéntame ahora por dónde has venido. ¿No te ocurrió nada mientras caminabas? ¿Viste u oíste algo?
Basilio le contó lo del roble, lo del barquero y lo de la ballena. Apenas había terminado de hablar cuando se oyó un gran ruido como producido por un torbellino de viento; la tierra empezó a temblar y el palacio se bamboleó. La hermosa joven escondió a Basilio debajo de su lecho y le dijo:
—Estate ahí sin moverte y escucha lo que diga el Rey Serpiente.
El Rey Serpiente entró volando en la habitación, husmeó el aire y preguntó:
—¿Por qué huele aquí a carne humana?
—¿Cómo habría podido penetrar aquí un ser humano? —contestó la hermosa joven—. Por fuerza has volado muy cerca de la tierra y te has empapado de olor humano.
—¡Oh qué cansadísimo estoy! ¡Ráscame la cabeza —dijo el Rey Serpiente, extendiéndose en el lecho.
La joven se puso a rascarle la cabeza y mientras le dijo:
—Mi señor, ¡si supieras qué sueño he tenido en tu ausencia! He soñado que caminaba por una carretera y, de repente, oí gritar a un viejo Roble: «Pregunta al Rey Serpiente cuánto tiempo me queda de estar aquí.»
—Pues se quedará allí —contestó el Rey Serpiente— hasta que llegue un hombre valiente que le dé un golpe con el pie en dirección de Levante; entonces se romperán sus raíces, el roble caerá al suelo y bajo él se encontrará más cantidad de oro y plata que la que posee Marco el Rico.
—Luego he soñado —siguió la joven— que me había acercado a un río ancho y grande; había una barca para pasar de una orilla a otra y el barquero me preguntó. «¿Por cuánto tiempo tendré que continuar en esta ocupación de pasar a la gente de una orilla a otra?»
—Pues no mucho tiempo. Bastará que cuando se siente un viajero en la barca le entregue los remos y la empuje desde la orilla; así quedará él libre y el pasajero a quien le suceda esto se quedará, en cambio, de eterno barquero.
—Luego soñé que estaba pasando por el lomo de una enorme ballena tendida en el mar de una orilla a otra, que se quejaba de su desgracia y me preguntaba: «¿Por cuánto tiempo tendré que seguir sirviendo de puente a todo el mundo?»
—¡Oh! Ésa permanecerá así hasta que eche de sus entrañas los doce navíos de Marco el Rico, y apenas lo haga se sumergirá en el agua y sus huesos se cubrirán de carne —respondió el Rey Serpiente; y se durmió profundamente.
La hermosa joven, dejando salir a Basilio el Desgraciado, le aconsejó:
—Lo que has oído decir al Rey Serpiente no se lo digas ni a la Ballena ni al Barquero hasta después de atravesar el mar y el río; sólo cuando hayas pasado a la otra orilla del mar darás la contestación a la Ballena, y después de cruzar el río podrás contestar al Barquero.
Basilio el Desgraciado dio las gracias a la joven y tomó el camino de su casa. Después de andar un buen rato llegó a la orilla del mar y en seguida la Ballena le preguntó:
—¿Qué respuesta me traes? ¿Has hablado de mi asunto con el Rey Serpiente?
—Sí, he hablado; pero la respuesta te la diré cuando haya pasado a la otra orilla.
Y cuando se encontró en la otra orilla, le dijo:
—Echa de tus entrañas los doce navíos de Marco el Rico.
La Ballena vomitó los doce navíos, que salieron navegando con sus velas desplegadas, y las olas se precipitaron a la orilla con tal fuerza, que, aunque Basilio se había alejado ya bastante, se encontró con el agua hasta las rodillas. Cuando llegó al río, le preguntó el Barquero:
—¿Has preguntado al Rey Serpiente lo que te rogué?
—Sí, lo he preguntado; pero llévame antes a la otra orilla y allí te diré la respuesta.
Basilio, una vez que hubo atravesado el río, le dijo al Barquero:
—Al primero que te pida que lo pases a la orilla opuesta hazlo entrar en tu sitio y empuja la barca hacia el agua.
Al fin, llegado delante del viejo roble le dio una patada con gran fuerza en dirección de Levante; el árbol cayó y debajo de sus raíces descubrió una cantidad enorme de oro, plata y piedras preciosas. Basilio miró atrás y vio navegar con rumbo a la orilla los doce navíos que había vomitado hacía poco la Ballena. Los marineros cargaron todas las riquezas en los navíos, y cuando acabaron se dieron a la vela llevando a bordo a Basilio el Desgraciado.
Cuando avisaron a Marco el Rico que estaba llegando su yerno con los doce navíos y llevando consigo las incalculables riquezas que le había regalado el Rey Serpiente se enfureció y ordenó enganchar un carruaje para dirigirse al reino del Rey Serpiente y pedirle consejo acerca del modo de deshacerse de su yerno. Llegó al río, se sentó en la barca, el Barquero empujó a ésta desde la orilla y Marco el Rico se quedó allí toda la vida condenado a pasar la gente de una orilla a otra.
Entretanto, Basilio el Desgraciado llegó a su casa y vivió siempre en la mejor armonía con su mujer y su suegra, aumentando sus tesoros y ayudando a los pobres y a los humildes.
Así se cumplió la profecía de que heredaría todos los bienes de Marco el Rico.