Al lector
Lector amigo: la Garduña de Sevilla sale a plaza a ser blanco de los tiros de todos; la modestia de su autor confiesa que tendrá muchos yerros que puedas acusar; este conocimiento le salve de ser censurado de ti; así lo espera porque no ataje los deseos de entretenerte con trabajos suyos, verte riguroso contra su pluma. Pero ¿de qué aprovechará captarte la benevolencia, si tu critica condición ha de hacer lo que se le antojare? Dios ponga tiento en tus manos, que si no lees con buena intención, lo más selecto te parecerá trivial, y nada habrá que te satisfaga. Murmura, mofa, burla, ríe y no dejes cosa sana ni libre, que materia te he dado donde podrás ejercitar tu nociva costumbre. Vale.
Dedicatoria
Al ilustrísimo señor don Martín de Torrellas y Bardaxí, Heredia Luna y Mendoza, Andrada y Rocaberti, conde de Castel Florido, señor de las Baronías de Antillón y de Novalias, villa de la Almolda, Naval y Alacón, etc.
Las obras que de suyo tienen cimientos frágiles necesitan de mayor apoyo que las que se fabrican con profundas zanjas y fundamentos sólidos. Así, este trabajo, que en la superficie del asunto muestra qué débil pluma le ha escrito, qué limitado ingenio le ha pensado y qué corto caudal le saca a luz, ha menester valerse no menos que del grande apoyo de V. S., de quien hace elección su autor para que su nombre y antiguos blasones le honren y su noble patrocinio le ampare.
Muy propio es en los señores de tan ilustre sangre como V. S. dar valimiento a humildes y aliento a desanimados, generosa acción que resultan della esfuerzos para emprender mayores cosas, pues es el favor hecho a las letras el fomento dellas y el incentivo con que los ingenios se disponen a mayor lucimiento suyo. Mi elección ha sido acertada, aunque la del asunto no lo sea, pues con el amparo de V. S. (en quien concurren las partes que debe tener un gran caballero y un señor prudente) podrá salir a luz, seguro de que el crítico le ofenda y el detractor le censure.
Quisiera su autor que todo este volumen tratara de las excelencias de los progenitores de V. S., de su generosa sangre, de su grande estimación, del supremo lugar que tiene en su antiguo reino y otros, y de sus generosas acciones, continuadas en V. S. (cuya agradable condición y afable agasajo son granjeo de las voluntades de todos); pero fuera reducir a corto espacio cosa que pide dilatados volúmenes.
Admita, pues, V. S. esta pequeña ofrenda, y no desmerezca en su gracia por la materia que trata, que a grandes príncipes se han ofrecido otras deste género y han sido admitidas, no tanto por lo que suena como por el fin a que se escribieron, que es a la reformación de las costumbres y al advertimiento de los incautos, para que las unas se perfeccionen y los otros escarmienten.
Su autor espera en la generosidad de V. S. aceptación deste servicio, para que con más aliento tome la pluma en cosas mayores, para tratar de alabanzas de sus ilustres blasones.
Guarde Dios a V. S. como deseo.
Servidor de V. S.,
Don Alonso de Castillo Solórzano
Capítulo I
Cuéntase quiénes fueron los padres de la Garduña, cuyo nombre propio era Rufina, y su educación
Es la garduña, llamada así vulgarmente, un animal que, según escriben los naturales, es su inclinación hacer daño hurtando, y esto es siempre de noche; es poco mayor que hurón, ligero y astuto; sus hurtos son de gallinas; donde anda no hay gallinero seguro, tapia alta ni puerta cerrada, porque por cualquier resquicio halla por donde entrar.
El asunto de este libro es llamar á una mujer Garduña, por haber nacido con la inclinación de este animal, de quien hemos tratado; fué moza libre y liviana, hija de padres que, cuando le faltaron á su crianza, eran de tales costumbres que no enmendaran las depravadas que su hija tenía; salió muy conforme á sus progenitores, con inclinación traviesa, con libertad demasiada y con despejo atrevido. Corrió en su juventud con desenfrenada osadía, dada á tan proterva inclinación, que no había bolsa reclusa, ni caudal guardado contra las ganzúas de sus cautelas y llaves maestras de sus astucias. Sirva pues de advertimiento á los lectores esta pintura al vivo de lo que con algunas de este jaez sucede, que de todas hago un compuesto, para que los fáciles se abstengan, los arrojados escarmienten, y los descuidados estén advertidos, pues cosas como las que escribo no son fingidas de la idea, sino muy contingentes en estos tiempos; y con esto daré principio al asunto.
Dejamos en las aventuras del bachiller Trapaza á este personaje en galeras; la causa fué haberse puesto un hábito de Christus, sin preceder las bastantes pruebas con que le da su majestad por su consejo supremo de Portugal; no fué con más intento de pasar en la corte con estimación de caballero, y ser esto capa para mayores insultos, que hiciera, si unos averiguados celos de Estefanía, su dama, no le pusieran á servir sin sueldo al gran monarca de las Españas, siendo bogavante en sus galeras, donde estuvo todo el tiempo á que fué condenado y aun algo más.
Á este paraje fué en la cadena que sale de los galeotes de la imperial ciudad de Toledo cada año, provisión que da el recto juzgado de cristianos ministros de su majestad á diferentes escuadras que tiene para defensa y guarda de sus costas, con que atemorizan á los enemigos corsarios que andan robando por los piélagos de Neptuno. Tocóle á Hernando Trapaza, padre de la heroína de nuestro asunto, ir en la escuadra de España, y así acompañó á la forzada caterva, conducido al puerto de Santa María. Lastimado iba de no haberse logrado un intento piadoso para sí, que fué el haber solicitado su soltura con limas sordas, y á conseguirle con los de su facción no librara bien la señora Estefanía, autora de su desdicha. Bien diferente intento tenía esta celosa dama, pues apenas supo su partida á tan penoso ejercicio, cuando se arrepintió muy de veras de haber sido causa de su trabajo, y aunque no era muy ajustada, todavía el gusanillo de la conciencia le comenzó á labrar las entrañas, de modo que la pareció no satisfacía este daño con menos que casarse con Trapaza —pues tenía una hija de él— acabado el tiempo de ser galeote. Con esto determinó á dejar la corte, yéndose á Sevilla, porque desde aquella gran ciudad determinaba saber nuevas del que deseaba ver ya libre de aquella vida insufrible, que pintara yo lo más sucinto que pudiera, á no haber otros ingenios ocupado la pluma en esto con mucha gala y erudición.
Estaba Estefanía bien puesta de hacienda, que la había dejado rica su genovés marido, y como tal se portaba en Madrid, donde ya había caído su opinión, viniendo á saberse que por celos de un embustero le había enviado á galeras, y entre sus amigas se murmuraba que hubiese tenido tan bajos pensamientos, que los pusiese en querer á un embaucador. Esto la obligó á dejar á Madrid é irse á Sevilla; púsolo por obra, haciendo almoneda de sus alhajas, digo de las que son de más embarazo para camino tan largo, como eran bufetes, escritorios y cuadros grandes de pintura, que los tenía muy buenos y en abundancia, de que hizo muy buen dinero, con lo cual y dos criadas que le acompañaron, tomó un coche por su cuenta, y en él llegó á aquella ciudad, célebre depósito de la riqueza del occidente: allí tomó casa á su gusto, y aguardó todo el tiempo que faltaba á Trapaza para acabar sus galeras, con quien tuvo buena cuenta la piadosa Estefanía. Acabado, supo que las galeras de España estaban en el puerto de Santa María, y dispúsose á ir allá, no en el porte con que andaba en Sevilla, sino en otro más humilde, porque no se dijese en ningún tiempo que con autoridad de persona había sido mujer de galeote, ó por lo menos quien le fué á sacar de galeras.
Supo luego que su penante estaba entre la chusma de la capitana, muy bueno, ocupado en el oficio de espalder, que es el preeminente de los forzados, con que lo excusan del ejercicio penoso del bogar; esto había alcanzado por su buen humor del general, y á no ocupar este puesto, estaba tan connaturalizado ya con aquella marítima estancia, que fuera, acabado el tiempo, buena boya; mas todo se remedió con la venida de la señora Estefanía, que trató luego de que se le diese libertad, hablando con las personas que les toca el darla y granjeándoles con dineros; esto sin saberlo Trapaza, porque aún no le había visto ni él salido de la galera; y así, tuvo á gran novedad cuando le llegaron á decir que había quien solicitaba su libertad con afición y dineros, no dando en que su Estefanía habría mudado lo severo en afable; concluso todo lo importante para salir Trapaza de bogavante, desherrado y puesto en libertad, sin saber por quién, fué llevado de la galera por el cómitre á la presencia de quien le libraba con más brevedad que lo fuera si no lo deligenciara, porque es cierto que aunque los forzados acaben su tiempo, siempre hay causas para dilatarse más, y quien va por cuatro años suele servir cinco y aun seis.
Vióse Hernando Trapaza en la presencia de su Estefanía, quedándose absorto de ver que ella fuese quien solicitó su salida de las galeras con el cuidado y diligencia que le habían significado; ella le recibió en sus brazos, y él pagó aquel cariño con lo mismo, pues fuera villana acción si á quien reconocía su yerro y le enmendaba con sacarlo de aquel trabajo, no le admitiera en su gracia con gusto, olvidando el enojo que de ella tenía; con todo, sentía verla en humildes paños, habiéndola dejado en Madrid en tan lucido adorno; y era que no penetró la cautela con que Estefanía venía allí disfrazada, que no se la pudo revelar por los testigos, que eran el cómitre y escribano de las galeras, los cuales, como no eran nada escrupulosos, más atribuyeron á amistad aquella que á matrimonio. Ellos fueron convidados á comer de Estefanía, regalándoles bastantemente. Acabada la comida, cada cual se fué á su rancho, y Trapaza y su dama se quedaron en el suyo, que era una buena posada; allí viéndose solos, de nuevo se hicieron mil fiestas, agradeciendo con muchas finezas el galán forzado la piedad á su Estefanía. Ella le dijo que su intento era, después de sacarle de aquella trabajosa vida, satisfacer el daño que le había hecho con hacerle su esposo, si de ello gustaba, pues se hallaba con una hija suya y bastante hacienda para vivir con descanso, que era la misma con que la dejó en Madrid: aquí Trapaza abrió tanto ojo y vio los cielos abiertos en su amparo, pues cuando fuera menos el que hallara en la piedad de Estefanía, él salía tal de su penitencia, que cualquier pasaje le juzgara tierra de promisión para él. De nuevo pagó en abrazos nuevas tan alegres como oía, y aceptó la oferta y partido de casamiento, deseoso de ver ya á su hija, con lo cual Estefanía le hizo sacar un vestido de camino, que le traía prevenido, honesto y no fanfarrón, porque no diese motivo á murmuraciones á los de las galeras, juzgando por de más porte á la hembra y á su galán. Aquella tarde se partieron á Sevilla, donde Trapaza, holgándose con su hija, que era de cinco años, cumplió como cristiano, lo que como gentil no había hasta aquel tiempo, que fué casarse con Estefanía in facie Ecclesiae. Mudaron de casa en otros barrios, tratando Estefanía de que su esposo buscase en Sevilla algún entretenimiento honesto para pasarlo mejor en aquella ciudad, que ya las canas con que escapó de las galeras no le permitían andar en garzonerías como antes ni en peligrosas empresas; pero un mal natural difícilmente se enmienda, y más como el de Trapaza, que era incorregible, y si había vivido hasta allí con quietud había sido por las amonestaciones, de su esposa y por verse ya padre de una hija, la cual se criaba con mucho regalo de su madre hasta los ocho años de edad, en que Trapaza no tuvo ocupación en Sevilla por su negligencia, que no era amigo de más que asistir en gradas hasta el medio día, y á la tarde ver la comedia. Sentíalo esto su esposa, que ajustada á vivir quieta, olvidó sus travesuras, loca de contento con la hija que tenía, que era hermosísima en extremo.
La ociosidad, fundamento para todo vicio, brindó á Trapaza para que volviese á ejercitar el juego, piélago donde tantas haciendas y honras se van á pique; comenzó por un entretenimiento, desmandándose de allí á pocos días á mayores excesos, de suerte que, por desquitar pérdidas que no eran considerables, hizo otras de mayor consideración: faltábanle algunas joyas á Estefanía con que conoció ser el autor de su pérdida su marido; lloró y riñó todo á un tiempo; propuso Trapaza la enmienda, pero no la hizo; pues en cuatro años que continuó el jugar, ya no había estaca en pared, como dicen: faltando el dinero y llegada la necesidad, era forzoso haber muchos disgustos, que éstos vienen á ser los efectos del juego; habíase puesto en astillero de honrado ciudadano Trapaza, desconocido de los tiempos que Sevilla le conoció más mozo, con las muchas canas que tenía; y en lo que se enmendó fué en no tratar más de embelecos, como antes, con ofrecerse mil necesidades: bien quisiera que Estefanía tratara de algún verdor, á costa de su opinión; mas veíala tan mujer de bien, que no se lo atrevió á decir, porque ella sólo trataba de asistir á su labor y criar su hija, que ya era de doce años, y la ayudaba, aunque poco inclinada á recogimiento, por ser muy amiga de la ventana. Su madre andaba con tanto disgusto con los desórdenes de Trapaza, que no cuidaba con el amor que á la hija tenía de reprenderla: culpa de muchas madres, que por tener omisión en esto, ven por sus casas muchas desdichas.
La pena de verse pobre y con disgusto puso á Estefanía en una cama, donde al cabo de un año la llevó Dios, haciendo lo que debía como cristiana, que donde hay entendimiento se reconocen los yerros pasados y se tiene arrepentimiento de ellos; ella tuvo muy buena muerte, habiéndola Trapaza dado muy mala vida; su entierro fué pobre, no teniendo Trapaza con qué la enterrar como quisiera; sintió mucho su muerte, y entonces conoció bien cuan errado había andado en sus distraimientos, pues con lo que su mujer le trajo de dote podía pasar con descanso; consolábase con su hija, viéndola con tan buena cara, y con el sentimiento de su mujer, no pensaba más de que por su hermosura hallaría un casamiento, que sería el remedio de los dos; fundamento vano en los que se fían en él, pues en estos tiempos ni la hermosura ni la virtud hallan los empleos cuantiosos; el dinero busca el dinero, y en donde le hay no reparan en que sea una mujer la más fea del orbe.
Con sus necesidades acudía Trapaza á los garitos, no á jugar, que se hallaba pobre, sino á que le pagasen los baratos que había dado, correspondencia que falta en los tahúres, porque nunca atienden á más que al tiempo que corre; á quien ven con dineros agasajan, y á quien los tuvo y carece de ellos desprecian. Con las ausencias (fue hacía de su casa Trapaza, comenzó su hija á tener libertad para dejarse ver á la ventana y ser vista; de suerte que á la fama de su hermosura ya frecuentaban la calle muchos pretendientes; bien lo conocía su padre; mas aunque pudiera atajarlo con sus reprensiones, viéndose necesitado y á su hija hermosa, halló que para reparo de su necesidad no había más próximo remedio que hallar un novio rico; esto era lo más honesto que pensaba, dejándole á su hija el libre albedrío para buscársele ella, que entrándose á mayores fondos el pensamiento, quisiera que Rufinica, que este era su nombre, fuera una red barredera de las bolsas de la juventud que la festejaba. Templó mejor que lo imaginaba Trapaza, pues entre los penantes halló quien se pagó de la belleza de Rufina con caudal. Tenía la moza su poco de don, heredado de su difunta madre; y cuando no fuera así, ella era tan vana, que se le pusiera por lo poco que cuesta el hacerlo.
Capítulo II
Cásase Rufina; burla que la hizo un joven que la galanteaba, y la muerte de su padre Trapaza
Paseaba la calle un agente de los negocios de un perulero, hombre de más crédito que de caudal, acreditado por hombre de verdad en la casa de la contratación y con alguna hacienda; era de edad de cincuenta años; éste, habiendo sabido cuan poco dote tenía la dama y cuan pobre estaba su padre, la quiso desnuda; que cuando una afición se apodera de un hombre mayor, es muy difícil de despedirla; tanto se aficionó Lorenzo de Sarabia, éste era su nombre, de Rufina, que en ocho días que trató de su consorcio se vio dueño y esposo de toda aquella hermosura. Era buena persona, muy amigo de la honra; y así, cargó con mujer y suegro, y llevósela á su casa con este contrapeso, que no era pequeño, sabiendo cuan grande tahúr era Trapaza, que en Sevilla se llamaba Hernando de Quiñones. Los primeros días de la boda todos son festivos. Dio Sarabia á su mujer galas, aunque honestas, que como él era de edad, no gustaba de excesos; cosa que sintió Rufina mucho, porque era muy amiga de andar bizarra, y quisiera traer todo cuanto veía en otras mujeres, y esto la hizo no tener mucho amor á su esposo, el que tenía sus puntas de indiano en lo guardoso, y cuidó más de este particular, por ver que su suegro era tan gran tahúr y hombre perdido; y así, no fiaba el dinero que había en casa, ni aun el gasto de ella, de su mujer, con que á Hernando Trapaza se le marchitaron todas sus esperanzas de pensar que con el casamiento de su hija tendría qué jugar de lo que ella poseyese: ¡tanto era lo que el juego le tenía hechizado! Lo que á él asistía y asimismo las ocupaciones de su yerno Sarabia en su ganancia, dieron permisión á Rufina para salir todas las mañanas fuera de casa, con achaques de ser esto á unas novenas que hacía para que Dios la diese un hijo: esta era la disculpa para con su marido, y lo cierto de sus salidas era dejarse ver en la calle de Francos ó en la iglesia mayor. Entre muchos que acudían á estas dos partes frecuentadas de gente á verla era un hijo de vecino de Sevilla, de los más traviesos mozos de aquella ciudad, poco menos desbaratado que Trapaza, aunque hijo de buenos padres, que muchos, olvidados de su buena sangre, dan en distraídos para aborrecimiento suyo; así era éste, el cual se llamaba Roberto. Pues como galantease á nuestra Rufina, y el mozo era de buen talle, ella puso su afición en él correspondiéndole, engañada de la primera información que le hizo, diciéndola que era muy rico. Era Rufina codiciosa y creyóle, porque deseaba tener dinero, ya que por la miseria de su esposo ó reclusión de bolsa careciese de él. La primera petición que le hizo fué un vestido al modo de uno que había visto á una vecina suya, y con esta dádiva le prometió no serle Rufina desagradecida, viendo en él ejecutada esta fineza. Concedióle la petición Roberto, y fundó un perro muerto en el más extraño capricho que se puede imaginar; tenía conocimiento con la señora que tenía el vestido á quien había de imitar el prometido á Rufina, y fuese Roberto á su casa y pidiósele prestado, como que era para una comedia que se hacía en un monasterio de monjas; no se lo pudo negar; y dentro de tres días, que fingió tardarse en hacerle, se le ofreció á Rufina envuelto en una toalla de Napóles, verde, con las cenefas de gasa y seda, de matices labrada; llevósele un criado una mañana al tiempo que su marido estaba fuera de casa á sus negocios ó agencias. Contentóle mucho á la dama la fineza del nuevo galán, hecha con tanta brevedad, y no quiso serle ingrata; de modo que antes que saliese Roberto de su casa, ya había tenido el premio de sus deseos. Despidióse Roberto, dejando á Rufina pensando cómo daría á entender al marido que aquel vestido se le había enviado un pariente suyo de Madrid, para que Sarabiá no tuviese sospecha de ella. No partió con menos cuidado Roberto en trazar cómo volver aquel vestido á su dueño; no le conocía Sarabia, y en esto fundó su enredo, que fué así. Dejó pasar tres ó cuatro días, en que pudiese dar á entender que la fiesta se hacía, y vistiéndose en humilde traje como criado, y á la hora que acababan de comer llamó en casa de Sarabia, diciendo ser criado de la señora propietaria del vestido; mandóle subir Sarabia, y viéndose en su presencia, le dijo que su señora le enviaba por el vestido que había enviado á la señora doña Rufina para verle. Volvió Sarabia á su esposa y díjola:
—Hermana, ¿qué vestido pide este hidalgo?
Ella dijo, algo turbada, conociendo á Roberto:
—Señor galán, vuélvase por acá mañana y se le dará.
—¿Á qué? —replicó Roberto.— Mi señora me ha mandado que no me vaya sin él, porque esta tarde es madrina de un bautismo y es fuerza llevarle.
Acudió Rufina diciendo:
—Pues ¿cómo sabré yo que es criado de su merced para hacerle entrega del vestido?
El bellacón, que vio haberle rechazado la taimada con ánima de que no se le llevase, la dijo:
—El vestido es de estos y estos colores, tiene esta guarnición (dándole bastantes señas de todo), y se le dio envuelto en una toalla de Italia, verde y labrada la cenefa de ella con matices de seda en gasa leonada.
Como esto oyó Sarabia, dijo á su esposa:
—Con tan, bastantes señas no hay que replicar; señora, dadle luego el vestido, que pues él lo pide con tanto afecto, importará llevársele para la ocasión que dice; y si no os queréis levantar de ahí, dadme la llave del cofre que lo guarda é iré por él.
No tuvo réplica que hacer á esto Rufina; y así, reventando de enojo se levantó de la mesa y sacó el vestido del cofre que le encerraba, y diósele á Roberto, diciéndole:
—Á la señora doña Leonor beso las manos, y me perdone no se le haber podido enviar antes por no haber visto la amiga que deseaba hacer otro por él.
Con esto se le entregó al galán disfrazado, echando por los ojos centellas de fuego: tanto era el enojo con que la dejó la cautela de Roberto. Salióse el fingido criado de su casa; Sarabia preguntó que para quién se había pedido aquel vestido. Y ella le dijo que para una amiga suya que deseaba hacer otro por él; con que no tuvo de qué tener sospecha su esposo, quedando Rufina ofendida de la cautela con que se le había sacado el vestido de su poder cuando se juzgaba señora de él; desde aquel día trató de vengarse de esta ofensa de Roberto. Comunicó la venganza con una criada suya contándola el caso, y fué á tiempo que Trapaza pudo oirlo todo. Tomó muy por su cuenta la venganza, que aún tenía reliquias de lo travieso que había sido; y así, como conociese al autor de la burla de asistir en los garitos donde él iba, hallándole un día en uno le sacó al campo de Tablada, donde habiéndole referido la causa de traerle allí, sacaron los dos las espadas; pero fué muy en contra de Trapaza, porque aquel fué su último día, pues de una estocada le dejó Roberto sin aliento ni poder hacer un acto de contrición; fin que tienen los que viven como éste había vivido. Púsose Roberto en cobro. Trapaza fué llevado á casa de su yerno, donde fué recibido de él agridulcemente; agria en haberle de poner en costa de enterrarlo, y dulce por quitarse aquel embarazo de su casa, que con la condición de Trapaza era mucho de sufrir, y hacía mucho Sarabia en tenerle consigo, siendo hombre tan desbaratado y perdido.
Capítulo III
Galantean á Rufina dos jóvenes; desafio que tuvieron, en el que murió el que la burló al principio; enviuda Rufina
La señora Rufina lloró á su padre con entrambos ojos. Diráme algún crítico que cuándo se ha visto llorar con uno; á que respondo, que cuando es el sentimiento tan de veras como éste, se llora á todo llorar, sin que el consuelo enjugue parte del llanto, y Rufina lloraba lo que faltaba á su esposo, que á fuer de yerno al uso, suspiraba adrede y sentía burlando. Quedaba Rufina casada, y eso en otra mujer de mejores inclinaciones le fuera de consuelo en esta pérdida; mas vivía con esposo de no gusto, y esto la doblaba el sentimiento; culpa de los padres que casan á sus hijos con edades desiguales. Sarabia vivía contento en verse marido de esposa moza y hermosa; mas Rufina era al contrario, porque su edad pedía otra igual á ella, aunque no fuera con tantas comodidades. Esto la hizo á esta dama profanar el recato, usar mal del matrimonio y tratar de divertirse, con advertimiento que sus empleos fuesen de gusto y provecho, y de esto último tanto, que lo que granjease fuese venganza del perro que la dio Roberto, de quien estaba tan picada, que diera cualquiera cosa por hallar quien le castigara su desprecio. Ofreciósele modo para ello con la ocasión de dejarse ver el tiempo que podía hurtar á su marido, que él ocupaba en sus agencias, y así su empleo se entabló de esta suerte.
En un festivo día de los que Sevilla solemnizaba con mayores fiestas y más concurso de gente, que es entre las dos pascuas todos los viernes, desde Resurrección hasta Pentecostés, cerca de Triana, por donde pasa el claro Guadalquivir, célebre río de la Andalucía y espejo de los muros de Sevilla, en uno de los muchos barcos enramados que para el pasaje tienen los barqueros, que aumentan su caudal á costa de holgones, iba Rufina, con expresa licencia de su marido, á esta fiesta, por llevarla una vecina suya, de quien Sarabia hacía la bastante confianza para fiársela, ignorando lo oculto de la persona á quien se la entregaba: cosa en que deben reparar los maridos, pues por no conocer bien las personas con quien tratan sus mujeres, resultan en estas amistades cosas en ofensa suya. Era la vecina mujer de su poco de barreno, amiga de ser vista y de conversación. Fletaron un barco para ella, para Rufina y otras dos amigas; y la codicia del barquero quiso que le ocupasen más personas, sobornado de un hidalgo que asistía con otros tres camaradas á la orilla del río aguardando ocasiones como éstas, de quien son en Sevilla lindos ventores; descubrióse el rostro Rufina al tiempo de entrar en el barco. Viola este galán, que nombraremos con el nombre de Feliciano, y parecióle bien la moza, con lo cual persuadió fácilmente á sus amigos que se embarcasen con ellas, y granjeó para esto la voluntad del barquero con dineros, que todo lo allanan.
Entraron todos en el barco, y Feliciano acomodóse en un asiento de él, cerca de Rufina, para comenzar á entablar su pretensión. Era Feliciano hijo de un hidalgo rico, que habiendo tenido contratación en las Indias y sucediéndole bien, había aumentado mucha hacienda; no tenía más que á este hijo, el cual en sus distraimientos iba disponiendo de la hacienda de su padre; de modo que se esperaba, á proseguir con sus gastos, que la disminuiría al paso que se había aumentado, porque él jugaba, galanteaba y tenía camaradas de éstos que continúan las casas de gula, ó de figones, y era tan pródigo, que él solo hacía el gasto á cuantos se hallaban con él en estos parajes; demás desto era un poco dado á la valentía, cosa en que pecan todos los más hijos de Sevilla, que se crían libres como este que decimos. Puesto cerca de la señora Rufina, y sus camaradas acomodados con las amigas, partió el barco de la orilla, dando bordos por el río, sin tomar en más de media hora tierra, que esto hizo el barquero por lo bien pagado que estaba; en este tiempo no perdió ocasión Feliciano, pues supo significar á la señora Rufina tan bien su amor, que ella, creyéndose de sus palabras, en hábito de ternezas, comenzó muy humana á admitirle en su gracia. Era hombre entendido Feliciano y de grandes donaires, y en ocasiones como éstas desliaba el fardo de esta mercadería siempre, con que pocas veces dejaba de hacer riza entre damas, satisfechas de su buen decir; así lo estaba la oyente, quedando de la plática muy pagada del galán. Díjole su estado, nombre y casa, sin descubrirle cosa, y fué correspondida de Feliciano en esto, pues no le encubrió tampoco nada de su persona, dándole cuenta de quién era, de la hacienda que tenía y de lo mucho que la deseaba servir. Toda aquella tarde se gastó en entablar esta amistad muy á satisfacción del galán y con mucho gusto de Rufina, llevando la mira á dos cosas: la una, á que Feliciano la vengaría de Roberto, y la otra, á quitarle cuanto pudiese. Logró los dos intentos como deseaba y como diremos más adelante. Desde aquel día Feliciano comenzó á frecuentar la calle de Rufina con mucha asistencia: esto en los tiempos que Sarabia estaba en la casa de la contratación ó en sus agencias. No quiso la dama que hallase en ella la facilidad que pensaba con el escarmiento de Roberto; y así, primero que tuviese entrada en su casa, llovieron regalos en ella, así de cosas de comer como de galas y joyas; de manera que pagó por sí y por Roberto; con esto pudo Feliciano llegar á los brazos de Rufina. Suele comunmente desenamorar lo gozado, y aquí fué al revés, porque Feliciano se vio tan enamorado de Rufina como si no la hubiera tocado una mano. En este tiempo sucedió estar Roberto de ganancia en el juego de más de seiscientos escudos, y prevaricando de la condición de los tahúres, que no tratan de su aliño, sino de tener qué jugar, este mancebo se vistió lustrosamente y andaba muy lucido. Pues viendo la frecuencia con que Feliciano asistía en la calle de Rufina, se picó desto, y trató de volver á enamorarla y deshacer la queja que de él tenía; con esto dio en pasear la calle y poner en nuevo cuidado á Feliciano por quién serían aquellos paseos. Sentía Rufina ver á Roberto volver á enamorarla; y cada vez que le veía se irritaba de la burla que le había hecho, provocándola á vengarla, y para esto le pareció que nadie lo haría en su nombre mejor que Feliciano, su galán; que en esto emplean las mujeres á los que las galantean, resultando de aquí desgraciadas muertes, de que tenemos mil ejemplos cada día. No quiso Rufina decir á su Feliciano lo que le había pasado, sino para más obligarle llevólo por otro camino, y fué decirle que la galanteaba y ofrecía dádivas, más que con Roberto, todo lo había despreciado por él; con esto fué echar leña al fuego de Feliciano y hacerle abrasar en celos, confirmando por verdad lo que Rufina le decía con verle tan asistente en su calle, que le estorbaba el poder gozar de muchas ocasiones, que Rufina le evitaba para que se irritase más contra Roberto. Llegó la cosa á términos que Feliciano, perdido de celos, siendo de los alentados mozos de Sevilla, halló una noche en la calle de su dama á Roberto; esto fué al tiempo que Rufina estaba acostada á aquella hora, aunque su marido pasando algunas cuentas de sus agencias; pues como Feliciano viese á Roberto, llamóle por su nombre, vióse con él, y para no dar nota en la calle le llevó á una callejuela sin salida que salía á ella, á donde caía el aposento en que Sarabia tenía sus papeles y él estaba ocupado. Habiéndose pues entrado los dos competidores allí, quien primero habló fué Feliciano, que le dijo estas razones:
—Señor Roberto, de unos días á esta parte he notado en vos que continuáis el pasear esta calle con demasiada frecuencia, y estaba con dudas de quién sería la causa que os traía en esta inquietud, porque hay en ella damas de muy buen porte por quien pudiérades tenerla; pero mi cuidado ha descubierto que os le pone la señora doña Rufina; esto tengo averiguado, así por vista como por información de sus criadas, á quien vos habláis, buscándolas para terceras de esta solicitud. Yo há muchos días que curso estos pasos, habiendo merecido por mis finezas llegar á su gracia y todo lo que con ella se alcanza; pocas veces hago alarde de estas cosas; mas por atajaros el empeño á que os ponéis, es fuerza publicar lo que sé que tendréis secreto como hombre bien nacido. Esta solicitud de mi amor os es ya notoria y cuánto me ha pasado, y así estimaré que desistáis de la vuestra, con que excusaremos pesares que no pueden dejar de tenerse, á proseguir con vuestra pretensión.
Atento escuchó Roberto la propuesta de su competidor Feliciano, y con la misma atención, y aún más, la había oído el esposo de Rufina, puesto á la ventana de su aposento, con harto dolor de su corazón, oyendo cosas que le tocaban tanto en su honra; y aunque era oir más en su afrenta, quiso atender á la respuesta de Roberto, que fué ésta:
—Señor Feliciano, no me admiro que vuestro cuidado haya descubierto en mí el que tengo de galantear á la señora Rufina, pues os toca lo que me habéis significado, ni tampoco que os admiréis como amante que yo haya emprendido esta pretensión, de que no sabéis los fundamentos que tiene; yo tampoco quisiera hacer alarde de mis dichas, mas es fuerza que las oigáis para que no culpéis mis pasos. Yo soy muy antiguo favorecido de esta dama, y he llegado á lo que vos; por cierto accidente he estado fuera de su gracia hasta ahora, que pretendo volver á ella; y si me admite, como lo espero, habréis de prestar paciencia, que no sólo no desistiré de esta pretensión, pero haré todo mi poder para que no se os acuerde de la que tenéis en proseguir vuestro martelo.
De esto resultó sacar las espadas los dos, porfiando Feliciano que había de ser el que quedase con la prenda, y Roberto que no; con que la espada del que poseía al presente fué más dichosa en quitar la vida á Roberto de una cruel punta por la tetilla izquierda, con que no pudo aun decir Jesús. Desdichado fin de los que andan en estos pasos, solicitando mujeres ajenas, pues no llegan á parar en menos que este desdichado. El rumor de las espadas fué poco, porque la de Feliciano atajó con la brevedad del efecto que se hiciese pública la pendencia; y así no lo sintió nadie en el barrio, si no fué Sarabia, que era tan á su costa como se ve. Para que no se hallase allí el cuerpo de Roberto, anduvo advertido Feliciano en cargar con él y llevársele en hombros hasta una portería de un monasterio, donde le dejó, y él se retiró á otro hasta ver en qué paraba aquello. Sarabia, confuso con lo visto é irritado contra su adúltera esposa, fulminaba en su aposento venganzas de su honor, admirado de cuan poca lealtad le había guardado Rufina, la cual, descuidada de lo que entonces pasaba, dormía á sueño suelto. Lo primero que Sarabia pensó en su venganza fué subir á la cama donde dormía su aleve esposa y matarla á puñaladas, mas consideró haber visto llevar aquel difunto de allí á su homicida, y que si le quitaba la vida, se le había de imputar á él el delito de haber sido su causa, y para esto tendría dos testigos contra sí en sus dos criadas; resolvíase á darla veneno con secreto, que fuese obrando algún tiempo, y parecíale que no cumplía con su justo enojo en dilatar lo que pedía breve ejecución; por otra parte, determinaba irse de Sevilla y dejarla, y esto no estaba fijo, porque dejaba muchas cosas pendientes al juicio de las gentes, que podrían decirlo que quisiesen en oprobio de un hombre de su edad; con esto volvió al primer intento, que fué acabar con la vida de Rufina, y antes de ejecutar este rigor, que no lo era, sino justo castigo de su pecado, le pareció dejar escrito en un papel la causa de haber hecho aquel homicidio, para disculpa suya. Con esto tomando recado de escribir, comenzaba á dar cuenta en un pliego de su agravio y venganza, y pareciéndole que no le daba las razones ponderativas que su agravio pedía, le rompía y comenzaba á escribir otro; de esta suerte rompió tres, con harta aflicción de su espíritu, porque como Sarabia era de edad, cualquiera incidente de pena era mucho para afligirle, cuanto más un agravio tan conocido contra su honor, que á otro de más ánimo hiciera dudar mucho en sus resoluciones. Al fin, después de haber roto los tres papeles, comenzó á escribir el cuarto más á satisfacción suya, si bien paró en él, porque habiendo de nombrar á los ofensores de su honra, no sabía el nombre de ninguno, por no los haber conocido. Bien sabía Sarabia que lo que le tocaba era buscar á los adúlteros y quitarles primero la vida, y luego á su mujer; mas no los conociendo, bastante venganza era quitarla á ella la vida; en estas perplejidades pasó gran parte de la noche, escribiendo, borrando y rompiendo papeles, con grandísima aflicción suya. Resuelto pues de acabar de una vez, habiendo pensado antes lo que había de escribir sin borrar ni romper, margenó otro pliego, y habiendo escrito lo más de la sustancia de su ofensa, le sobrevino tal accidente de pena escribiéndolo, que fué bastante para ahogarle los espíritus vitales y acabar con su vida, cayendo en el suelo el cuerpo falto del alma, que habiendo fulminado venganza, llevaba el pasaje no muy á parte segura.
Todo esto pasaba en su casa, y Rufina estaba, descuidada de todo, durmiendo; despertó, y hallando vacío el lugar que había de ocupar su esposo, le comenzó á llamar; y como no le respondiese, tomó un manteo, y bajó á su escritorio, donde á la luz que había en él vio á Sarabia tendido en tierra, falto de vida; alborotóse Rufina, y comenzó á llamar á sus criadas; levantáronse y fueron testigos de aquel espectáculo, de que no poco quedaron admiradas de tan extraño accidente; solemnizaron con llanto sordo, por no alborotar la vecindad, la malograda muerte de su dueño, y Rufina de su esposo; y queriendo subir el cuerpo al cuarto principal donde asistía, reparó en el papel que tenía medio escrito, y en el que leyó estas razones:
«Para que la justificación mía sea notoria á los que leyeren éste, habiendo visto mi rigor, digo, que ha sido procedido del poco recato de mi aleve mujer, pues profanando el santo sacramento del matrimonio, lazo con que á los dos nos unió la Iglesia, sin atendencia al demasiado amor que la tenía, admitió dos empleos á un tiempo; siendo yo testigo de vista de esta desdicha, y el oyente de mi deshonra, haciéndome el cielo su ministro para castigar este…» Hasta aquí llegó con la pluma, donde se le afligió el corazón de manera que ahogándole los espíritus vitales espiró.
Admirada quedó Rufina de lo que veía y leía; de modo que por media hora no fué señora de sus acciones, considerando qué pocos son los secretos ocultos, pues permite el cielo que se revelen, ó para enmienda nuestra, ó para castigo.
En ella puso gran temor y aflicción la muerte del buen Sarabia; temor de ver cuan arrebatada había sido, pues cumplió en morirse con el sentimiento que de su agravio tuvo; aflicción de verse con su esposo muerto, sin saber qué traza dar para disimular su muerte; lo que estaba de su parte era el haberle mostrado siempre amor. Siendo causa esto de acelerar su muerte, pues no pensara tal de la voluntad que le mostraba; y así, viendo lo contrario Sarabia y desengañándose, acabó en breve con su vida; el haberle mostrado afición y vivir en tanta conformidad la alentó á seguir el consejo de una de las dos criadas que tenía, que era de quien fió sus travesuras, que la dijo que pusiese á su esposo en su misma cama, y que al amanecer hiciese el mayor sentimiento que pudiese, viéndole muerto á su lado; que ella y la otra compañera la ayudarían al disimulo, publicando haberle muerto el haber cenado tarde y mucho aquella noche; así se hizo. Llegado pues el día, Rufina comenzó á dar tantos gritos, que alborotó la vecindad; ayudaban al duelo las dos criadas, con que los vecinos más cercanos pasaron á su casa, hallando á Rufina tendida en el duro suelo, medio vestida y fingiendo un desmayo. Ya ella había quemado el papel de su esposo, porque no fuese hallado para su daño. Procuraron algunas amigas hacer que volviese en su acuerdo con remedios, que fueron en balde, y vuelta tornó á su llanto y siendo un lienzo el encubridor de las pocas ó ningunas lágrimas que vertía. Contaron la causa á que atribuyeron la muerte de Sarabia sus criadas, diciendo haberle advertido no cenase tanto, que en un hombre de su madura edad era grande exceso, con que los que lo preguntaron se satisficieron. Acudió la justicia, que nunca falta en estas ocasiones; y con el abono de la vecindad, en lo bien que se hubieron estos dos casados, se les quitó toda la sospecha que podían concebir de esta repentina muerte. Enterróse el buen Sarabia, y con la turbación con que Rufina estaba no cuidó de lo que otras viudas, que era ocultar bienes, y así, un sobrino del difunto, acabado de enterrar á su tío, cargó con todo cuanto había en casa, y fué menester pleito para sacarle de su poder en lo que Rufina había sido dotada.
Volvamos adonde dejamos el cuerpo de Roberto, que siendo á la mañana hallado de los religiosos, no le conociendo, quisieron enterrarle; mas un ciudadano les advirtió que primero le hiciesen poner en parte pública para que fuese conocido; que si era hombre que tuviese padres ó deudos en aquella ciudad, era bien que supiesen su desgracia, y ellos no perderían nada, pues si tenía hacienda participarían del bien que harían por su alma y del gasto de su entierro; parecióle bien al perlado; y así, se llamó á la justicia, dándole cuenta de cómo aquel joven había sido hallado en su portería muerto; púsose el cuerpo en una placeta fuera del convento con dos cirios ardiendo, donde á poco rato que allí estuvo hubo quien le conociese y diese razón de quiénes eran sus padres, llevándoles la lastimosa nueva, que en su vejez fué bien sentida su muerte, habiéndole su anciano padre pronosticado lo que le sucedió, porque sus travesuras no podían parar en menos. Hízose luego su entierro en aquel convento, y la justicia trató de averiguar su muerte; mas como Sevilla es tan gran población, quedóse para siempre por saber quién fué el homicida; sólo Rufina lo supo, viendo ausente á su galán y ser el muerto Roberto, de cuya muerte se alegró no poco, porque le tenía mortal odio por lo que con ella había hecho; fué dicha no haber reparado en la sangre que el difunto dejó en la callejuela sin salida, que á ser vista de la justicia, no lo librara bien la señora Rufina, con los indicios de ver allí los vecinos cada instante los dos pretendientes.
Capítulo IV
Queda Rufina viuda y pobre; se reúne con un antiguo amigo de su padre llamado Garay; entre los dos tratan de robar á un indiano llamado Marquina, y medios de que se valen para conseguirlo.
Ya tenemos á Rufina viuda, y, lo peor de todo, pobre; pues viéndose así, con su condición traviesa, era fuerza valerse de su buena cara para sustentarse. Esto se entiende en las poco consideradas, que en las prudentes buscan modos honestos para pasar la vida, y como esto lo hacen con el fin de no ofender á Dios, así les abre camino para que se remedien.
Acabadas las honras funerales de Sarabia y apoderado su sobrino de la hacienda, se le entregó á Rufina la que le tocaba de arras en que fué dotada cuando se casó. Con esto le fué fuerza mudar de habitación en diferentes barrios y en casa más barata, pues su caudal no era para pagar la que tenía, que Sarabia se portaba muy lucidamente.
No logró tampoco el sobrino la herencia, como se pensó, que como su tío tenía tantas correspondencias con sus agencias, acudieron los acreedores á hacer cuentas con él; y después de hechas, fué muy poco lo que le quedó; de manera que su codicia se hubo de acomodar á lo que le vino.
Rufina, moza, briosa y lozana, en nuevos barrios, no trató de dejarse ver de la juventud tan presto como otras, que en enterrando á sus maridos, luego salen á desenfadarse y á ser vistas, para con esto tratar de otro matrimonio. Había llegado en la flota del Perú un hidalgo de la Montaña, que comenzando por criado de un mercader de Sevilla, aumentó su caudal á costa de su amo; y el poco trato que tuvo en Indias le acrecentó de manera que vino á ser mayor cada día, y en pocos años se halló poderosísimo; éste había pasado al Perú con un buen empleo; y allá, doblando su caudal, volvió á Sevilla en la flota de aquel año con otro de mayor cantidad, donde en Sevilla se deshizo de él, vendiendo sus mercaderías como quiso; de suerte que ganó al doble con mucha felicidad. Era Marquina, que así se llamaba el perulero, hombre de cincuenta años, ya cano, el hombre más miserable que crió naturaleza, porque aun el sustento de su cuerpo se le daba con tanta limitación, que ayunaba por ahorrar; su familia era corta, porque no tenía en su casa sino lo forzoso para su servicio, un agente, un muchacho, un esclavo negro que tenía cuenta con un macho, y un ama que le guisaba lo poco que comía; y á toda esta familia traía tan muerta de hambre, que se juzgaba á milagro en Sevilla que hallase quien le sirviese; de las miserias del perulero Marquina se hablaba mucho en Sevilla, contándose graciosos cuentos, que á otro que no á él afrentaran; mas al tal perulero se le daba muy poco, tratando de ahorrar, con que tenía mucha cantidad de dinero.
Oyó Rufina las cosas de este hombre, y parecióle ser bueno hacerle una estafa que le escociese, y ella saliese con ella muy medrada. Había Marquina tomado por una deuda á un correspondiente suyo, que había quebrado, una heredad fuera de la ciudad, la cual él no poseyera para su recreo, por no atender á más que á vincular hacienda, si no fuera por acomodar su deuda, y así hubo esta posesión en muy poco dinero. Estaba cerca del monasterio de San Bernardo, en un campo muy ameno que allí hay; en esta heredad vivía por ahorrar de casa; teníala bien guardada de ladrones, con fuertes puertas, gruesas paredes y muchas rejas en las ventanas; dentro se proveyó de lindas escopetas, que tenía siempre cargadas y asimismo de chuzos y partesanas, que tenía junto á la puerta.
Hubo de recibir, para beneficiar la huerta y sacar provecho de ella, un hortelano casado, que salía á vender la hortaliza y fruta que la huerta producía: ¡tanta era la codicia de Marquina! Su tesoro le tenía detrás de donde dormía, muy guardado en fuertes arcas de hierro, y en el aposento algunas escopetas cargadas para defenderlo; todas las noches continuamente reconocía la casa, viniéndose á ella á recoger antes que llegase la noche, y con este cuidado vivía el pobre azacán de su hacienda, sin tener hijos á quien la dejar, porque nunca se había casado, ni tenía ánimo para ello, aunque le salían muchos casamientos con cantidad de hacienda.
Pues como Rufina se dispusiese á burlar á este avariento, el modo con que trazó esta burla fué valiéndose de un personaje muy á su propósito; era el tal un antiguo amigo de su padre Trapaza, hombre que había en Madrid hecho algunos delitos cuando mozo, y ahora hacía poco que se había retirado á Cádiz, y de allí á Sevilla; éste andaba encubierto en aquella ciudad, valiéndose de un dinerillo que en buena guerra había ganado, y tratábase con Trapaza; era único en esto del arte de rapiña, aunque, temeroso de que le acumulasen, si cayese en manos de la justicia, hazañas pasadas, que había hecho bastante cantidad, andaba recatado; conocióse con Trapaza de pocos días que había estado en galeras, saliendo él de esta penitencia bogavante cuando Trapaza entró, y alcanzóle allí pocos días, con que se comenzó la amistad, y se continuó en Sevilla.
Éste, que Garay se llamaba, fué el que eligió Rufina para apoyo de su burla ó estafa; era hombre anciano, y habiéndole ensayado en lo que debía hacer, un día en que Marquina estaba en la lonja en sus negocios, por parte de tarde, poco antes que viniese á recogerse, que era casi á puestas del sol, pasaron por la quinta, Rufina en un sardesco, y Garay en un rocín; iba la tal hembra sin los hábitos de viuda, muy bizarra, con un vestido de camino y su capotillo, y sombrero con plumas, en su jumento con jamugas; pues así como llegaron á la quinta fué á tiempo que el hortelano abría la puerta de ella; llegóse á él Garay, y díjole:
—Buen señor, á mí me importa que esta dama no entre esta noche en Sevilla, y desearé que se quede en esta quinta por esta noche, si gustáis de ello; y adviértoos que de lo hacer se seguirá mucho bien, pues excusaréis un gran daño que podría suceder si no se queda aquí, y será quizá costarle no menos que la vida.
Dudó el hortelano el hacerle aquel gusto, temiendo el rigor de la condición de su amo, que sabía de ella no gustar que á nadie le diese entrada en la quinta, y así se lo dijo; mas Garay, sacando unos reales de á ocho de la faltriquera, le dijo:
—Esto os ofrezco por paga, y mucho más, si más queréis.
Ofrecía esto en ocasión que la mujer del hortelano salía á ver con quién estaba su marido hablando, y oyó la plática, y aun vio la oferta, codiciándose á la alegre moneda que le daban, con lo cual animó á su marido á que recibiese en su casa aquella mujer, diciéndole que pues su señor tenía su cuarto tan apartado de su habitación, podía bien admitirla, que no habían de ser tan desgraciados que aquella noche reconociese la casa y su aposento; tanto le supo persuadir la hortelana á su marido, que alcanzó con él que la huéspeda se recibiese en su casa secretamente; y así se hizo, dándoles Garay seis reales de á ocho, por principio de paga, ofreciéndoles mucho más. Con esto se apeó Rufina en sus brazos, y la entraron en la quinta, despidiéndose allí de Garay y llevando él ya la orden que diremos, que guardó en su lugar. Quitóse en la casa del hortelano el rebozo que traía, y dejóles á marido y mujer muy pagados de ver su buena cara, aunque Rufina mostraba una gran tristeza en ella, como que le hubiese acontecido un gran fracaso, que es lo que ella traía ya pensado de referir, si surtía efecto su pretensión con el avaro Marquina. Apenas el sol fué puesto, cuando él llegó á su quinta en su macho, y delante el negro; llamó, y fuéle abierta la puerta, y luego él mismo, como acostumbraba, la cerró con llave, y ésta se la guardó. Venía algo cansado, con que por aquélla noche no hizo más que tomar una poca de fruta de su huerta, que aun en conserva no la tenía, y con un poco de pan y una vez de agua irse á acostar, reconociendo primero su cuarto, sin bajar al del hortelano, que también le reconocía; cenó la familia bien moderadamente, por ser aquel día viernes; que los hacía ayunar sin devoción, y así pasaron hasta la mañana, que á su hora cierta madrugaba; y dando al esclavo recaudo para su despensa, mientras él estaba en la lonja, volvía con lo que había de comer á la quinta, y se aderezaba para cuando Marquina volviese. Rufina se halló algo dudosa de conseguir su intento, por parecerla que se disponía mal para él; mas esperando mejor ocasión, dio á entender á los hortelanos que sentía la tardanza de su tío, que así llamaba á Garay, y con esto se mostraba muy melancólica, procurando divertirla de esto la hortelana, que muy despejada era.
Vino á medio día Marquina á comer á la quinta, y mientras se le acababa dé aderezar la comida, quiso ver la noria de la huerta y reconocer en ella cómo estaba, por si tenía necesidad de algún aderezo, y halló faltarle alguna madera para que anduviese mejor en el riego de las legumbres; con esto quiso también ver en la casa del hortelano si había alguna leña de la que se traía para estos aderezos que pudiese aprovechar para ellos; y así entró por su morada en ocasión que la hortelana le vio venir, la cual algo turbada hizo que Rufina se escondiese en un aposentillo que detrás de aquel donde dormía estaba; esto no se pudo hacer con tanta presteza que Marquina llegando allí no oyese crugir seda y aun viese la sombra de Rufina, y algo alterado se entró por el cuarto del hortelano, que era en lo bajo de la casa de la quinta, y no paró hasta llegar al aposento que encerraba Rufina, donde la halló; ofendido por entonces de que sin su licencia se hubiese dado entrada en su quinta á gente de fuera de casa, sacó por la mano á Rufina á lo claro, y viéndola de tan buena cara, quedó admirado de verla; y en vez de esperar la hortelana reprensiones de su señor por haberla traído allí, sólo lo que le oyó fué preguntarle que qué dama era aquella.
Á esto le dijo la hortelana que el día antes había llegado allí con un hombre anciano, viniendo los dos muy congojados, y que les rogaron muy encarecidamente que á aquella dama le diese albergue aquella noche, por excusar una desdicha que esperaban si pasaban adelante, y que esta había sido la causa de usar contra sus órdenes aquella piedad. Mientras la hortelana le decía á Marquina esto, él estaba muy atento al semblante de la forastera dama, la cual le tenía muy triste, con que acrecentaba más su hermosura; de modo que tuvo allí tanto poder, que con ella pudo traspasar los inviolables preceptos de Marquina y aun hacer baterías en su avaro pecho; y así, ajeno de su condición, con afable rostro, llevado más de la terneza que de la severidad, dijo á la hortelana:
—Habéis andado muy bien en haber admitido á esta señora, no obstante mis órdenes, porque con tales sujetos no se han de observar, y más en casos donde la piedad obliga á dar favor á los que necesitan de él; esta señora merece más agasajo que el que ha recibido en tan mal hospedaje como el de mis hortelanos, y si es servida, se le ofrezco en mi casa, como se debe á quien es.
Agradecióle Rufina el ofrecimiento, y suplicóle que no tratase de mudarla de aposento, porque aquella tarde esperaba á su tío que había de volver por ella; que para tan poco tiempo no era razón dar enfado á quien deseaba servir; sintió Marquina, ya medio amartelado, que la parada de Rufina en su quinta fuese por tan breve tiempo, que quisiera fuera por mucho; y con todo la dijo que aunque allí no estuviese más de una hora, era bien que recibiese el servicio que le ofrecía con tanta voluntad. Deseaba Rufina llegar á esto, y así le dijo que por no parecer grosera ni ingrata á su hidalga oferta, aceptaba la merced que le hacía; con que subió arriba, llevándola del brazo la hortelana, contentísima de ver tal mudanza en la condición de su amo, que era aquello muy fuera de su apretada condición.
En lo alto de la casa vio Rufina muy buenas colgaduras de verano, frescas sillas de vaqueta de Moscovia, curiosos bufetes y escritorios de ébano y marfil, que aunque miserable, no lo era para el adorno de sus piezas Marquina, el cual mandó luego á su esclavo, dándole dinero, que le comprase para una espléndida comida; él lo hizo diligentemente por saber que había de disfrutar de aquella largueza poco usada en su señor. Comió Rufina en compañía de Marquina, regalándola él con mucho cuidado, partiéndole los mejores bocados con mucho gusto, y no menos amor, que ya estaba rematado por ella. Después de la comida la entró en una cuadra adornada de curiosas pinturas, adonde estaba una cama con un pabellón de la India, y en ella la suplicó que reposase la siesta y despidiese cuidados, que estando en su casa, donde la deseaba tanto servir, todo se había de hacer bien, teniendo en ella mucha seguridad de no ser ofendida, caso que se temiese de aquel daño. De nuevo agradeció Rufina estas finezas, y obedeciéndole, se quedó sola en el aposento, que era antes el en que Marquina dormía; él se bajó á unos entresuelos, adonde pasó la siesta con no poca inquietud y cuidado, penado por la huéspeda que tenía en su casa, no sabiendo cómo la obligaría para que le favoreciese, pareciéndole que si en este estado se viese, sería el más feliz del mundo. Primero de entablar su amorosa pretensión determinó saber de ella su pena y la causa de haber venido á su quinta, para ver si había impedimento que estorbase el no la servir; para saber esto aguardó á que dispertase; ya lo estaba Rufina, pensando en todo el tiempo que estuvo echada en la cama lo que le había de decir cuando la preguntase su venida allí. Pues como viese el avaro Marquina ser hora de recordar á su huéspeda, entró en su aposento diciéndola que hacía la tarde pesada para dormir, y que le perdonase el avisárselo, que lo hacía con celo de que no la hiciese daño alguno. Agradecióle el buen deseo que del aumento de su salud mostraba tener, y aseguróle que desde que se había echado en la cama no había dormido más que entonces, porque sus cuidados no la daban lugar para quietudes y alivios. Suplicóla Marquina con mucha ternura que se sirviese darle parte de su pena, si la causa lo pedía; que la ofrecía, si él era parte para remediarla, servirla en cuanto se la ofreciese. Agradeció de nuevo Rufina su hidalga oferta; y porque ya vio ser tiempo para comenzar á urdir su tela, habiendo tomado asiento cerca del enamorado avariento, le dijo así:
—Granada, ilustrísima ciudad de nuestra España, es mi patria; mis padres, cuyos nombres callo por no ser á propósito decirlos, son de los dos más antiguos y nobles solares que hay en las montañas de Burgos; de su matrimonio no tuvieron más hijos que á un hermano mío y á mí; mi hermano dio la parte que á la juventud le tocaba, ya enamorando mujeres y ya tratando con amigos de su misma edad, que con el ocio y regalo sólo tratan de hacer travesuras, con que algunos excesos que hizo en este particular le tenía ausente de Granada, temeroso de la justicia, que le seguía los pasos para castigarle algunas travesuras; yo trataba sólo del regalo de mis ancianos padres y de acudir á mi labor, bien ajena de otros entretenimientos que veía tener á mis amigas, antes aborreciendo sumamente los que significaban que tenían, porque no sabía qué cosa era amor ni aun ponerme á una ventana para ser vista, y así hacía donaire de cuanto me decían en orden á sus empleos amorosos; parece que tomó el amor por su cuenta la venganza de estas amigas de quien hacía burla, y así la ejecutó bien á mi costa; porque estando un día mis padres fuera de casa, en la de un deudo suyo que se le había muerto su esposa, sentí en la calle rumor de espadas, como que había alguna trabada cuestión en ella, y púseme á ver lo que era á la ventana, que nunca tal pensamiento me viniera, pues de ponerle en ejecución vengo á llorar ahora tantas desdichas; vi por mi mal acuchillar tres hombres á uno solo, el cual se defendía con tanto esfuerzo y valor, que por un rato estuvo á pie firme defendiéndose con mucho aliento y ofendiendo á sus contrarios, de modo que tenía heridos á los dos en la cabeza, y él también lo estaba; con verse maltratados los tres, procuraron concluir con la vida del que solo se les oponía, y así, con la rabia de verse heridos, le comenzaron á apretar de manera, que le fué fuerza irse retirando hasta la puerta de mi casa, adonde le dieron dos heridas en el pecho, de que cayó dentro en el zaguán de ella casi sin aliento. Movióme á compasión ver tratar tan ásperamente y con tanta ventaja á aquel bien dispuesto joven, y bajé de lo alto al zaguán, llamando á mis criadas para hacer lo que pudiésemos por favorecerle, que la calle estaba en un barrio solo de gente; y así, la que acudió fué poca y sin armas para ponerlos en paz; cerramos las puertas de casa y recogimos dentro al herido, haciendo luego llamar á un cirujano que tratase de su cura. Vino al punto, y haciéndole que se acostase, le di por cama la que mi hermano tenía en unos aposentos bajos. Agradecido el joven al agasajo que halló en mí, que comenzó por piedad y acabó en amor, viole el cirujano las heridas, y por entonces no supo qué juzgar de ellas, aunque por mayor me dijo eran peligrosas: cosas que comenzaron á darme cuidado, porque de haberle visto con el valor que procedía en la pendencia, le estaba inclinada; él se me mostró muy agradecido á mi piadoso agasajo, manifestándolo con las razones que el poco aliento con que estaba le concedía. Vinieron mis padres de cumplir con su obligación, y antes de entrar en casa supieron de un vecino suyo, hombre de prendas y anciano, lo que pasaba y cómo yo había atajado la pendencia con haber dado entrada al herido en su casa, movida del celo de que no le matasen; holgáronse de que hubiese usado de aquella piedad en tiempo de tanta necesidad con aquel hidalgo, que era á la condición de ellos muy conforme, é inclinados á estas cosas. Vieron al herido, y teniendo compasión de su desgracia, le animaron á que se esforzase, y ofrecieron servirle en su casa, y á mí me agradecieron el haber sido causa para que no le matasen entrándole en ella, con que yo me animé á usar más piedades con el herido, que hoy me cuestan caro. Á la segunda cura dijo el cirujano no ser mortales las heridas, con que nos dejó á todos contentos, y á mí mucho más, que cada día crecía mi afición. Todas las veces que yo estaba desocupada, á hurto de mis padres, acudía á verle, y él mostraba de esto particular gusto. Era este hidalgo natural de Pamplona, y de lo mejor de aquella ciudad; asistía en, Granada á un pleito que tenía con un poderoso contrario, y viendo éste su poca justicia y el rigor con que los jueces le habían de condenar, quiso con otro mayor echar por el atajo y librarse de su contrario, haciéndole matar á los tres, que criados suyos eran, por tener el pleito más llano. Bien pasó un mes primero que Leonardo, que así se llamaba el herido, se levantase de la cama, siendo en todo este tiempo servido y regalado en casa con mucho cuidado. El segundo día que se levantó tuvo lugar de verse conmigo, por tener mi madre una visita á que yo no asistí, deseando hallar lugar para verme á solas con mi huésped. Él me significó su amor, y yo le correspondí con no desestimarle sus deseos, con que desde aquel día quedó entre los dos asentado un firme amor. Poco había que mis padres me trataban un casamiento con un hidalgo de Granada, que había mostrado gusto de este empleo; y cuando yo había tomado el del mío se prosiguió en esto con más fervor. Supo Leonardo lo que pasaba y sintiólo notablemente; pero no pudo disponer de su persona hasta ver fenecido su pleito, tratando esto con mis padres; su sentencia la esperaba cada día, y así luego que saliese tenía pensamiento de pedirme por su mujer. Con esto iba yo entreteniendo á mi padre para que no se apresurase en casarme con el de Granada.
Acabó de convalecer Leonardo, y quedando muy agradecido al agasajo que se le había hecho, que reconoció y pagó con muchos presentes, así de cosas de comer como de cosas de valor, se fué á su posada, tratando luego de que se feneciese con su pleito; pero en tanto yo le tenía muy malo, pues sin darme parte mi padre de lo que hacía en mi casamiento, lo efectuó é hizo las capitulaciones de él. Dióme luego cuenta de lo que había hecho, que me atravesó el alma con aquellas nuevas tan penosas para mí. Vino el novio á verme, y halló en mí poco agasajo y menos gusto, con que salió bien disgustado cuando esperaba salir de mi presencia muy gustoso. Finalmente, como no era necio, echó de ver que el no estar yo gustosa nacía de mayor causa que del recato de doncella; y como había sabido el hospedaje del herido, presumióse que él había causado este disgusto, habiéndosele anticipado en ganarme la voluntad; y con el celoso furor que le procedió de esta sospecha, que era tan verdadera, procuró averiguarlo más de raíz, por no hacer cosa de que después se arrepintiese; que si esto hiciesen muchos, no saldrían los casamientos tan torcidos, prevenidos antes de otros empeños; yo me vi en este confusa; di parte de esto á Leonardo, y él lo sintió mucho. Vióme aquella noche, que en otras acudía á verse conmigo, y en ella concerté salirme la siguiente de casa de mis padres, llevándome él á la de unas deudas suyas, para sacarme por el vicario al otro día. Llegóse la hora esperada, bien desdichada para mí por lo que me sucedió; y saliendo de casa en compañía de mi amante, al doblar la esquina de la calle en que vivía, nos estaba esperando mi novio, que todas aquellas noches era un Argos en la calle para certificarse de sus sospechas, y saliéronle aquí más verdaderas de lo que quisiera; y así, luego que nos conoció, acompañado de dos criados suyos, acometió á Leonardo, que le cogieron descuidado; y fué de manera su acometimiento, que antes que tuviese lugar de sacar su espada, ya con las tres sus contrarias se halló herido de tres estocadas mortales, con que cayó allí muerto sin hablar palabra. Al ruido de la pendencia sacaron luces los vecinos, con que los agresores huyeron temiendo ser conocidos. Ya en casa de mi padre había alboroto, siendo en ella echada de menos; lo cual conocido de mí, viéndome en esta confusión, afligida con la muerte de mi amante, sólo tomé por remedio dejar los chapines, y con las basquiñas en la mano, á todo correr irme á casa de un conocido de mi padre, muy pobre y anciano, á quien di cuenta de lo que me había sucedido y de cuánto importaba no parar en Granada; y así, tomando un rocín, me puse en él, y caminamos hasta el primer lugar, donde en otra cabalgadura me ha traído hasta aquí huyendo de alguaciles y de mi padre, que en busca mía han partido; que esto hemos sabido en el camino. Parecióme no entrar en Sevilla luego que llegué á ella, temerosa de que á sus puertas no me hallase quien me venía buscando; y así, tomé por mejor acuerdo quedarme en esta quinta, donde á puras importunaciones mías el hortelano me albergó por aquella noche. Esta es la historia de esta desgraciada mujer, no teniendo otro consuelo en ella sino haber hallado en vuestra quinta el agasajo que me habéis hecho. El cielo os pague obra tan pía, pues lo es muy grande socorrer á necesitados de favor y que pasan por lances desdichados.
Capítulo V
Verificase el hurto; engaña también Rufina á Garay, y ambos unidos toman el camino de Madrid
Con lo fingido de la historia, la cual traía Rufina bien pensada, comenzó á verter lágrimas, de manera que el buen Marquina se lo creyó todo, y la acompañó en el llanto: afectos todos del amor que en su pecho iba obrando la socarrona Rufina. Entre los dobleces del lienzo que enjugaba sus fingidas lágrimas, daba lugar para que sus ojos pudiesen ver las acciones de Marquina; y viendo cuánto se compadecía de su pena y lo bien que había creído su mentida relación, se dio por vencedora en la empresa que intentaba. Un buen rato estuvieron los dos, Rufina llorando y Marquina consolándola, y aunque este consuelo no era á todo ofrecerle remedio, porque aún no había soltado las riendas á su avara condición para que la liberalidad la echase de su corazón; considerando su buena cara, su aflicción y habérsele allí venido tan sin pensar, juzgó que el cielo se la trajo para gozo suyo. Era este el primer amor que Marquina había tenido, y en cualquiera persona esta pasión primera siempre viene con tantos accidentes, que excede á cuantas en este género hay en el discurso de la vida. ¿Ama Marquina? Sí, pues será liberal. ¿Admitió huéspeda? Pues saldrá mal de su agasajo. ¡Oh amor, pasión dulce, hechizo del mundo, embeleso de los hombres, cuántas trasnformaciones haces de ellos, qué de condiciones mudas, qué de propósitos desbaratas, qué de quietudes desasosiegas, qué de pechos descompones! El de este avaro hombre, conocido en esto por inhumano con sus prójimos, le trocó amor de manera, que hizo un liberal de un mísero y un Alejandro de un Midas; parecióle bien Rufina, amóla y ya será señora de su voluntad y hacienda. Muchas cosas dijo Rufina en su relación, que pudieran dejar sospechoso á Marquina de ser falsa, si la afición con que la estaba oyendo no le cegara los ojos y cerrara los oídos para que del discurso no pudiera conocer que le iba engañando; porque si Leonardo se anticipara á hablar á su padre en el empleo, claro estaba que no le negara á Rufina, teniéndole ventajas al otro pretendiente en la voluntad que de parte de la dama tenía en su favor; con esto hubo otras cosas que la bachillera de Rufina no previno, y la pudieran dañar para no salir con su intento; conténtese con haber hallado un amante, que por serlo creyera otras cosas menos verosímiles.
Lo que resultó de la bien llorada relación de Rufina fué que á toda rienda Marquina la ofreció su favor, su hacienda, su vida y su alma, haciéndola señora de todo y suplicándola fuese perdiendo la pena que tenía, que en casa estaba donde sólo tratarían los que en ella asistían de servirla y darla gusto. Agradeció Rufina tan hidalgos ofrecimientos con nuevas lágrimas, que en ella era fácil el derramarlas, como en las más mujeres cuando les importa, y con esto quedó señora absoluta de la voluntad de Marquina y de su hacienda, con horca y cuchillo para cuanto hacer quisiese de ella. El pensamiento de Marquina, enamorado de la moza, era llegar á los brazos con ella, y caso que se resistiese después de haber batallado con las dádivas y persuasiones, pertrechos fuertes de un verdadero amante, cuando á todo esto le estuviese rebelde, llevárselo por la vía de matrimonio, palabra que con la capa de honor que trae se rebozan muchas mujeres, aunque para algunas es tan corta, que les descubre sus defectos. El pensamiento de Rufina ya está dicho que tiraba con espada estafante á hacer una herida á este avariento, que le dejase palpitando, sin meterse en otros laberintos, si bien promesas de futuro y conciertos de consorcio para adelante no lo rehusaría ella, que era fácil en prometer; mas desde la burla de Roberto, difícil en el cumplir sin ver mucha luz delante.
Todo aquel día se estuvo Marquina en la quinta sin acudir á sus negocios; pero estotro día de mañana, dejando á su huéspeda durmiendo, se puso en su macho, y acompañado del negro se fué á la lonja, advirtiendo primero al ama que diese de almorzar á su huéspeda en despertando, y que tuviese cuidado con la casa; el aposento donde tenía su moneda dejó cerrado, y bajando abajo, dio orden al hortelano que no dejase entrar á nadie en la quinta si no era al hombre de quien vino acompañada Teodora, que así dijo llamarse la disimulada Rufina; con esto se fué á la ciudad, adonde dio al negro bastante dinero para comprar regaladamente de comer. Levantóse Rufina, y la ama cumplió con su obligación, regalándola con mucho gusto, porque vio que estas magnificencias redundaban en provecho de todos; bajó á la huerta y paseóse por ella, alabando la compostura de sus calles y la correspondencia de sus cuadros, que era el hortelano muy curioso y la tenía muy bien compuesta, adornada de muchos frutales, de muchas flores y yerbas extraordinarias. Viendo Rufina que entraba el sol algo recio, se recogió á la casa, donde acaso vio una guitarra, que era del agente de Marquina por ser aficionado á la música, y como en ella era Rufina consumada, así de voz como de destreza, tomóla en sus manos, y habiéndola templado, se entretuvo por un rato haciendo sonoras falsas en el instrumento. En esta ocupación estaba cuando llegó Marquina de la ciudad, y pudo saber aquella gracia más de su huéspeda, la cual habiéndole sentido venir y que también la estaba escuchando, para amartelarle más, cantó este romance:
Á competir con la aurora
salió Clarinda en el valle,
á dar más vida á las flores,
y á dar más gozo á las aves.
Viendo la luz de sus soles,
el sol sus rayos no esparce,
que alumbrar donde le exceden
fuera atrevimiento grande.
Deidad celeste la juzga
el Betis, y en sus raudales
forma espejos cristalinos
donde se mire y retrate.
Oponerse á sus primores
pretendieron las beldades,
cuando en igualdad compiten
su belleza y su donaire.
Llegaron á la evidencia,
y como les aventaje,
á hermosura tan valiente
todas se rinden cobardes.
Su gala y su entendimiento
hallan para acreditarse,
si en las serranas envidia,
aplausos en los zagales.
Feniso que atento adora
sus luceros celestiales,
en su templado instrumento
canta rompiendo los aires.
Aprisiona Clarinda las libertades,
y ninguna que prende quiere rescate.
Acabó la letra con tan dulces pasos de garganta y tan sonoras falsas, que á Marquina le pareció no ser aquella voz humana, sino venida á la tierra de los celestes coros angélicos; aguardando estuvo á ver si asegundaba con otra letra; mas viendo que dejaba el instrumento, entró donde estaba, diciendo:
—Dichoso el día, la hora y el punto en que mis ojos, reconociendo mi casa, se emplearon en tu vista, hermosa Teodora; pues de tan buen empleo ha resultado el conocimiento de tantas perfecciones y tan consumadas gracias. Presunciones puede tener mi dichosa morada de cielo, cuando tal ángel la honra, tal deidad la vive y tanto bien la ilustra; poco hago en exagerar esto según la pasión tengo, que si conforme á ella y á la afición que en mi pecho hay hubiera de alabar tu sujeto, Cicerón y Demóstenes quedaran cortos con su grande elocuencia.
—Paso, señor —dijo Teodora mostrando tener empacho— que ya me conozco y sé que le vienen muy grandes estas alabanzas á sujeto tan pequeño y humilde; y si entendiera que me oíades, dejara mi divertimiento, porque quien habrá oído las voces célebres que hay en esta gran ciudad, habrále parecido la mía muy mal, sino que es de pechos nobles favorecer humildades y darles mayor honor que tienen méritos.
—Dejemos cumplimientos —dijo Marquina encendido de amores— que vuelvo á reiterar lo que he dicho, asegurándoos, señora Teodora, que aunque he oído divinas voces en Sevilla, porque las tiene excelentes, esta vuestra puede competir con todas, con seguridad que las ha de exceder.
—Besóos las manos —dijo Rufina— por el encarecimiento; yo me doy por favorecida, y quisiera que mis cuidados me permitieran continuar el daros gusto con este instrumento; mas son tan graves, que este rato que le he tomado lo hice por probar si con él podía divertir la memoria de mis pesares.
—En mi casa —dijo Marquina— los he de ver acabar; y así, porque yo os sirvo en ella con gusto y amor, servios de mostrar aliento en vuestra pena.
—Yo estimo —dijo Rufina— esa noble voluntad adornada con tantas obras, y me esforzaré, pues lo mandáis, cuanto pueda; mas no sé cómo será, viendo que aun quien me dejó aquí, há tres días que se olvida de mí.
—Eso no os dé cuidado —dijo el enamorado viejo— que causa forzosa le debe de obligar á no volver á veros.
—Yo presumo —dijo ella— que se debe de haber vuelto á Granada porque no le tengan por cómplice en mi fuga, y si esto es así, buena me ha dejado, llevándoseme lo poco que traía conmigo.
—No lo creáis —dijo Marquina— que la lástima de veros en esta tierra sola y afligida, no le dará osadía á dejaros y ausentarse; y cuando todo falte, yo no os puedo faltar, que os amo ya con tantas veras, que no sé si soy el mismo que solía.
Aquí encajó su pensamiento el enamorado Marquina, con que se declaró con su huéspeda. Ella, no dándose por entendida de la afición, respondió sólo á la oferta, agradeciéndole mucho su buen ánimo, esperando con efecto recibir de él siempre favor. Era hora de comer y estaba la mesa puesta, con que los dos se sentaron á ella, regalando Marquina á su dama con nuevos y exquisitos regalos, que donde asiste amor no hay pecho avariento, y así no lo era ya Marquina.
Había concertado Rufina con Garay que viniese á verse con ella en las ocasiones que su amante estuviese fuera de casa, y que viniese en forma de pobre, de modo que no diese sospecha su hábito. Ella había probado cuantos medios pudo para ver cómo se le podía hacer un buen hurto al miserable Marquina; mas era tan inexpugnable el aposento que su dinero encerraba, que mil veces se vio desesperada del buen suceso. Otros tres días se pasaron sin que se viese con Garay, y en todos mostraba un descontento, que á Marquina traía no poco cuidadoso; porque esto le atajaba la osadía para significarle más lentamente su amor; en este tiempo pudo Rufina ver dónde el viejo tenía las llaves de sus cofres, y considerar atenta la disposición de su casa para lo que iba trazando.
Antes de anochecer, que aún no había venido Marquina, estando Rufina puesta á una ventana que caía á la ciudad, vio llegarse á la quinta á Garay, en forma de pobre, con dos muletas; pidióle limosna, porque vio estar á Rufina acompañada de la hortelana; ella se la arrojó de la ventana, preguntándole de dónde era. Garay la dijo ser de Granada, con lo cual se alegró tanto, que dijo á la hortelana:
—¡Ay, amiga! vamos abajo si gustáis, que quiero hablar con este pobre por si há poco que vino de mi patria.
Mostró complacerla la hortelana, y así bajaron las dos á la puerta de la quinta, mandando entrar en ella al fingido pobre, á quien preguntó Rufina que cuánto tiempo había que saliera de Granada. Él la dijo que había como diez días. Con esto le hizo algunas preguntas generales tan largas, que la hortelana teniendo qué hacer, acudió á las haciendas de su casa y los dejó, cosa que los dos deseaban, y por eso dilataba las preguntas. Viendo pues á la hortelana ausente, entre los dos trazaron para la siguiente noche lo que después oiréis, conjurándose contra el buen Marquina, blanco á que tiraron ambos desde que habían salido á destruirle.
Con esto se despidió Garay, y Rufina se subió arriba diciendo á la hortelana cómo había sabido de aquel pobre muchas cosas de su patria, que la importaban para tratar de volver presto á ella; no le dio mucho gusto á la que se lo oía, ni después al ama de Marquina cuando se lo dijeron; porque con su ausencia temían ver á su señor volverse á su mezquina condición, faltando la causa que le hacía liberal; y así, todos sus criados vivían contentos con la huéspeda. Vino Marquina, y aquella noche halló á su dama con más alegre semblante que otras, con que tuvo atrevimiento para significarle más dilatadamente sus penas y amorosos deseos; no los despreció Rufina, antes cariñosa más que nunca, le dio algunas esperanzas de favorecerle, con que el buen viejo tuvo por cierto que aquella fortaleza se le comenzaba á rendir; y así, para abreviar más esta amorosa conquista, aquella noche le dio una sortija, que con este fin había comprado para ella; era un diamante que valdría cincuenta escudos, cercado de unos pequeños rubíes. Mostróse agradecida la dama, y por fiesta de la dádiva quiso aquella noche entretenerle cantándole algunas letras, si bien mostró poco gusto cantárselas en tan mal instrumento como tenía, ofreciéndole Marquina pedirla esotro día un arpa, por verla inclinada á cantar con ella. Recogiéronse cada uno con varios pensamientos, Marquina deseando ser favorecido de Rufina, llevando intento de obligarla con dádivas para que lo hiciese, por saber que éstas atajan las dilaciones, y Rufina trazando el modo con que abreviar con el hurto que pensaba hacerle.
El siguiente día Garay, como cursado en semejantes lances de latrocinios, se previno de amigos, profesores de este ejercicio; y habiendo espiado á Marquina, aguardaron que estuviese ya para recogerse, que fué algo tarde, por haberle entretenido Rufina con ese ánimo. Bien serían las doce de la misma noche, cuando Garay y sus camaradas se llevaron consigo un hombre formado de paja, á quien pusieron con una capa rebozado. Este pusieron en frente de la principal ventana de la quinta, que era el cuarto de Marquina. Allí pues le fijaron con un palo en el suelo, de modo que parecía estar en pie. Era la noche oscura, de suerte que les fué en esto muy favorable. Puesta aquella figura en aquel sitio, llamaron á la puerta de la quinta con grandes golpes, resonando el ruido de la aldaba por toda ella; de manera que á Marquina le halló este rumor comenzando á dormir el primer sueño; despertó algo alborotado por parecerle novedad que á aquella hora llamase nadie en su quinta, cosa que nunca había sucedido después que vivía en ella, por saber su recogida condición, con que nadie le buscaba á aquellas horas; llamó á un criado suyo, é hizole mirase quién llamaba á su puerta; el criado medio dormido salió á verlo, y como viniese de aquella manera, preguntó que quién llamaba, mas no le respondieron; y no reparando en la figura fingida que estaba delante de la quinta á pie fijo, volvió á su señor diciéndole que no veía á nadie.
Sosegóse un rato Marquina, mas duróle poco este sosiego, porque con mayores golpes volvió á llamar Garay, que era el autor de esta tramoya. Con mayor sobresalto mandó Marquina á su sirviente que volviese á examinar quién llamaba; mas como le sucediese lo mismo, que no le respondiesen, dio esta nueva á su señor, con que le obligó á cubrirse con una capa; y así desnudo como estaba, púsose á la ventana, diciendo:
—¿Quién llama á estas horas en mi casa?
Tampoco tuvo respuesta, y mirando por el campo con más cuidado que su doméstico, descubrió la figura de paja, que sin movimiento era el norte de este embeleco, y el principal personaje de esta máquina. Con notable pavor se halló Marquina entonces, viendo la persona que llamaba y que no le respondía; y así, sacando fuerzas de flaqueza, le dijo con voz alta:
—Señor galán, si es como que quiere darme, efecto de la ociosidad y travesura de la juventud, yo no lo sufro, y así le ruego de bueno á bueno que se vaya y no altere nuestro sosiego, si no gusta que yo le ponga en el camino de Sevilla con más celeridad que quiera, disparándole un par de balas si más vuelve á inquietarme.
Con esto se quitó de la ventana, y cerrándola, se recogió á dormir; mas apenas quería entrarse en la cama, cuando con mayores y más desatinados golpes volvieron á llamar. Obligóle esto á tomar luego una escopeta cargada, de que estaba siempre prevenido para guarda y defensa de su dinero, y con ella salió otra vez á la ventana; y viendo en el mismo puesto al que sin movimiento se estuviera en él si no le llevaban, dijo:
—Demasiado atrevimiento es porfiar en lo que no tiene más provecho que inquietarme; ya la descortesía pasa del límite, y merece que con otra mayor se la pague; quíteseme, quien quiera que sea, de delante de mi casa, si no quiere le haga ir mal que le pese.
Esto dijo, habiendo alzado el perrillo á la escopeta y apuntándole. Pues como viese el poco caso que de su amenaza hacía aquel inmoble personaje, de materia tan leve, pensó que sin temor de que tuviese escopeta con que hacerle ir de allí se burlaba con él; y así, requiriéndole por tercera vez que no le provocase á hacer una demasía, hallándole rebelde á tantas amonestaciones, se resolvió á disparar la escopeta, no para espantarle, como pudiera sino para ofenderle; y así, apuntándole muy de propósito, no le erró, metiéndole dos balas en el cuerpo de paja, dando con él en tierra.
Esto aguardaba Garay con mucho cuidado y no menor atención; y viendo ejecutado lo que deseaba, al instante que cayó la figura del escopetazo, acudió con decir en lastimosa voz:
—¡Ay, que me han muerto!
Y luego tras de esto hicieron rumor Garay y sus camaradas, como que se admirasen del fracaso. Sumamente se alborotó con lo que hizo nuestro Marquina, porque los miserables siempre son de corto ánimo, y todo aquello que va en orden á menoscabo de su caudal lo sienten mucho. Cerró su ventana, y despertando á Rufina con no poco alboroto (y tuvo poco que hacer en esto, pues no dormía con el cuidado de ver bien entablada su pretensión) la dio cuenta de esto que había hecho; ella mostró pesarle mucho, reprendiéndole haber tomado aquella cruel resolución, diciéndole que pues había reconocido ser como, y que en su casa estaba seguro, podía haber dejádolos llamar cuanto quisiesen á su puerta, que más llevadero era pasar con inquietud que no ahora con sobresalto poniéndose en trabajo por una muerte. Con esto le dijo otras cosas, con que el pobre Marquina se halló confuso y lleno de temor, sin saber qué hacerse. Aconsejóle Rufina que si quería su quietud se fuese luego á San Bernardo á retraerse; porque era cierto, si aquel hombre se hallaba á la mañana muerto allí, el prenderle á él, por estar más cercano á su quinta que á otra parte. Ya Marquina no quisiera haber nacido, y afligíase de modo, diciendo tantos desatinos, que si á Rufina no le importara valerse de la disimulación, riera mucho de verle. Despertó á toda su familia, dióles cuenta del caso, y todos le afeaban el haberse precipitado á lo que hizo; con que el pobre viejo estaba para perder el juicio; considerábase en manos de la justicia, su dinero en poder de sus ministros, expuesto á su disposición, y su vida á riesgo de perderla si confesaba su delito en algún rigoroso tormento, no discurriendo en que la defensa es natural á cualquiera.
Lo que se resolvió en estas confusiones fué en ausentarse Marquina, yéndose á San Bernardo; mas no sabía en qué poder dejase el dinero. Fiarle de sus criados, no le estaba á cuento; llevarle en casa de un amigo, que tenía pocos por su exquisita condición, tampoco había lugar para hacerlo. En esta plerplejidad se hallaba, sobre que pidió consejo á Rufina. Ella, mostrándose afligida y no menos temerosa que él, no se resolvía en aconsejarle, si bien el final acuerdo ya le tenía en su mente maquinado, que es el que al fin se vino á ejecutar; y así, lo que dijo fué: si se hallaba con algún dinero. Marquina le confesó de plano tener en su casa cuatro mil doblones, sin otros dos mil ducados en plata doble.
—Pues lo que yo haría —dijo la taimada moza— puesto que por ser cosa pesada no se puede llevar á esta hora sin verse á casa de un amigo, que lo enterréis en esta quinta, en parte que sea después hallado, poniendo alguna señal por donde sea conocido el lugar que lo atesora; y esto debe ser hecho por vuestra mano, sin que ninguno de vuestros criados lo vea, por el peligro que corre de que os le roben, supuesto que yo no puedo tampoco asistir aquí, que os fuera fiel guarda de todo; porque es cierto que si la justicia viene y me halla, he de ser la primera que prenda, y no deseo verme en tal peligro, después de haber salido de los que os he dado cuenta.
En medio de su aflicción, Marquina, oyendo esto á su huéspeda, se enterneció sumamente de verla con tal desasosiego por su causa, con que era cierto el perderla, y así se deshacía en llanto. Animóle Rufina porque llegase á efecto lo que deseaba tanto; y así, habiendo mandado á los criados que se recogiesen á sus aposentos, y que de ellos no saliesen, él y Rufina, de quien solo hizo confianza, por el mucho amor que la tenía, fueron adonde estaba el dinero. Teníale en un cofre barreado de hierro, con una llave tan extraordinaria, que fuera imposible falseársela ni sacar aquella moneda de allí si no era por el camino que Rufina había tomado, saliéndole bien su traza. Sacaron la moneda, y depositándola en un pequeño cofrecillo la que era en oro, le llevaron á la huerta, donde con un azadón le hicieron una honda sepultura y le dejaron sepultado, dejando á un lado lugar para seis talegos, en que estaban los dos mil ducados en plata, que los fueron llevando con harto trabajo, por ser Marquina viejo, y ella mujer no usada á tales ejercicios de cargarse peso á sus hombros.
Pues como fuese depositado todo el dinero en aquella sepultura, dejaron encima de ella una señal bastante para ser conocido el lugar, y la tierra movediza la disimularon con cubrirla de yerbas que de la huerta arrancaron; con esto Marquina reservó para sí doscientos escudos en oro, que tenía en un escritorio, y cincuenta que dio á Rufina para que lo pasase en alguna parte hasta ver sosegado aquel alboroto. Con esto se subieron á lo alto de la quinta, y vieron desde allí andar gente en el campo con luz, que eran Garay y sus camaradas fingiéndose justicia: así estaba concertado entre Rufina y él, y ella le dio aviso de esto á Marquina, aconsejándole no parase más en la quinta sino que se fuese á San Bernardo, llevándola á ella también.
Para conseguir esto hubieron de salirse por las tapias de la quinta, por no poder abrir la puerta, que á ella llamaban ya los interlocutores en esta farsa, con el imperio de si verdaderamente fueran ministros de justicia. Toda la familia de Marquina le siguió por las tapias, que no quiso verse por su causa en poder de justicia, pagando su inocencia lo que él había pecado con malicia; y así, dejaron desamparada la quinta al tiempo que ya quería amanecer. Marquina y su dama aguardaron entre unas huertas á que fuese bien de día para que abriesen en San Bernardo, adonde se entraron luego que vieron abierta la puerta de la iglesia. Con atento cuidado había estado Garay hasta que vio lograda la fuga de Marquina y su gente. Y así, luego que fueron dos horas de día ya pasadas, acudió á este monasterio vestido de estudiante, por disimularse mejor; allí habló con Rufina sin que lo viese su amante, porque su miedo era tal, que se había ya retirado á lo más secreto del convento; y despedido de ella, quedando concertado entre los dos que le viniese allí á ver y á dar aviso de lo que pasase, dio cuenta Rufina á Garay cómo dejaban enterrado el dinero; pero mintióle en la cantidad, no confesándole haber más que lo que se ha referido haber en plata; y esto lo hizo con el fin de ocultar de él la mayor partida, que estaba en oro, por lo que después sucediese, por si podía ella aprovecharse de él, porque no tuviese parte en todo.
La siguiente noche, á más de las doce, vino Garay y otro amigo acompañando á Rufina, que venía en hábito de hombre por disimularse mejor, y con su ayuda saltó las tapias de la quinta, y quedando ellos atendiéndola fuera de ella, hasta ser avisados que había seguridad. Lo primero que hizo la astuta moza fué irse adonde había dejado escondido el azadón, y con él desenterrar el cofrecillo de oro y volver á cubrir la plata con tierra y luego depositar en otro escondido lugar su cofre para que no se hiciesen los cómplices partícipes de toda la cantidad. Luego llamó á Garay y su compañero, y los dos desenterrando la plata, cargaron con ella, y fuéronse todos tres á una posada que tenían fuera de Sevilla, y apenas los dejó durmiendo Rufina, cuando en el mismo traje volvió con un ánimo más que de mujer, por su reservado tesoro; y aunque hubo harta dificultad en poderle sacar por el peso, al fin salió de ella bien, volviéndose á su posada sin haber sido echada de menos de sus compañeros. El siguiente día y otros dos, habiendo contentado á los interesados con poca moneda, y habiéndose estofado Rufina dos almillas de aquellos doblones de Marquina, dejaron á Sevilla ella y Garay, que no quiso desampararla conociendo de su sujeto cuántas medras se le habían de seguir en su compañía. Tomaron los dos el camino de Madrid, donde los dejaremos por volver á nuestro retraído Marquina.
Capítulo VI
Descubre Marquina el robo; cuéntase el viaje de Rufina y Garay; personas con quienes se reunieron en Carmona; da principio un pasajero á la novela de «Quien todo lo quiere, todo lo pierde.»
Estaba pues el mísero Marquina afligido de ver que en cuatro días no hubiese vuelto á verle Rufina, que él tenía por Teodora, y así se valió de un monje de aquel monasterio, persona inteligente en Sevilla, para que le supiese qué diligencias hacía la justicia contra él, y qué se decía de la muerte. El monje lo tomó muy por su cuenta, y habiendo corrido por las partes donde de esto se podía tener noticia, no hubo nadie que le pudiese dar razón de lo que deseaba saber, con que volvió á decírselo á Marquina, muy contento de que pudiese libremente salir, dejando aquel retiro; con todo, él no se fió de lo que el religioso le aseguraba, y así, una noche se fué á casa de un confidente amigo suyo, á quien dio cuenta de su desasosiego, y él tomó á su cargo saber lo que había. Hizo la misma diligencia que el monje, y no halló rastro de nada. Acudió á la quinta, y con la llave maestra de la puerta de ella, que le dio Marquina, la abrió, y la halló sola de gente, y el macho de su amigo muerto; porque como nadie pudo cuidar de su sustento, acabó con la vida. De todo dio cuenta á Marquina, aconsejándole que podía salir y pasearse como de antes, con que él se holgó de haber perdido el macho, á trueque de verse vuelto á su quietud y sosiego, si bien no dejaba de sentir el no le haber buscado Rufina, que la había cobrado grande afición; mas atribuíalo á que como era mujer, estaría retirada por temor de la justicia. Volvió á su quinta, y á ella volvieron el hortelano y su mujer con los demás criados, que todos andaban á la sombra de tejado, como dicen, hasta ver sosegado aquel alboroto que en tanto miedo les puso.
La noche misma que Marquina fué á dormir á su quinta no quiso hacerlo sin haber vuelto su dinero al cofre que le guardaba; y así acompañado del hortelano, con una luz bajaron á la huerta, acudiendo á la parte donde habían dejado la moneda en el cofrecillo y en los talegos, y guiándose por la señal que él y Rufina habían dejado para acertar con ello, no la hallaron, con que Marquina se alborotó no poco. Buscáronla por todo aquel contorno, mas fué en balde, que Rufina la había quitado de su lugar para que anduviese hecho loco en busca de su dinero; una y muchas veces paseó aquel sitio con tanto cuidado como sobresalto; mas por aquella noche no dio con la señal, norte por quien se había de guiar; con que el mísero Marquina perdía el juicio, haciendo cosas de loco. El hortelano no sabía qué era lo que buscaba ni para qué fin le había traído allí; y así, con lo que le veía hacer le tenía admirado. Resolvióse el afligido Marquina á no tratar de nada por aquella noche; y así, con esta pena se fué á acostar, mejor diré, á estar penando toda aquella noche, que así la pasó; mas apenas la luz del día entró por los resquicios de sus ventanas, cuando se levantó, y llamando al hortelano, volvieron al lugar mismo en que la noche antes había estado; buscó la señal, y fué cansarse; con que se resolvió en hacer cavar todo aquel lugar; hízolo el hortelano, y lo que de esto resultó fué hallar los dos hoyos que fueron sepulcro de la moneda y cofrecillo; con que el miserable Marquina acabó de rematar con su juicio, arrojándose en el suelo y dándose de bofetadas en el rostro, diciendo y haciendo cosas que causaba lástima á los que presentes se hallaron, que eran sus criados, los cuales vinieron á entender haber perdido su dinero, ó lo más cierto, habérsele robado por orden de Rufina; confirmóse esto, con que la hizo buscar por toda Sevilla; mas ya la tal moza se había puesto en cobro, mudando tierra y llevándose el dinero del miserable viejo, que con tanto afán le había adquirido. Él estuvo del pesar algunos días enfermo, y en Sevilla fué celebrado el hurto, holgándose muchos de que fuese así castigado quien tan pocas amistades sabía hacer con lo que le sobraba.
Luego que Rufina dio el salto en la moneda al miserable Marquina, le pareció no aguardar á que con diligencias fuese buscada de la justicia, como lo hizo el agraviado; y así, la noche siguiente, en dos mulas que buscaron ella y Garay, se fueron á Carmona, ciudad que dista media jornada de Sevilla, quedando concertado que un coche que iba á Madrid al pasar por aquella ciudad los llevase, para lo cual dejaron pagados los dos principales lugares de él. En Carmona se apearon en un buen mesón, donde encubierta Rufina determinó aguardar el coche, disponiendo en tanto lo que había de hacer de su persona, señora ya de ocho mil escudos, en doblones de á cuatro y de á dos, caudal de aquel miserable, que con afán, vigilias y ayunos los había granjeado, pasando mares y conociendo nuevos y remotos climas; que esto tiene granjeado el que es esclavo de su dinero, de quien la avaricia se apodera, que hubo muy pocos en Sevilla que no se holgasen de su hurto, por verle tan codicioso y tan poco amigo de hacer bien á nadie, que aun con ser interés suyo y en bien de su alma, pocas veces le vieron hacer alguna limosna. Escarmienten en este los avaros, considerando que si Dios les da bienes es para que con ellos aprovechen al prójimo: y no sea su ídolo su dinero. Volvamos á nuestra Rufina, que estaba en Carmona esperando el coche en que había concertado irse á Madrid, por parecerle que aquella corte era un mare magnum y donde todos campan y viven, y que ella pasaría mejor que otra con su moneda, si bien adquirida en mala guerra, que son bienes que pocas veces lucen granjeados por mal modo.
Llegó pues el esperado coche á Carmona, ocupado de seis personas, porque ocho es la tasa de los coches de camino, si ya no excede de ella la codicia de los cocheros, embaulando en ellos otras dos. Venían en el coche un hidalgo anciano con su mujer, un clérigo y dos estudiantes con un criado del clérigo, que era mozo de quince años. Ya sabían los caminantes que en Carmona estaban Rufina y su pedagogo Garay para ocupar los dos asientos principales del coche; y así, se los desembarazaron esotro día á la partida de allí; mas Garay, que era hombre comedido, no quiso que le tuviesen por grosero; y así, cedió su lugar á la mujer de aquel hidalgo, que ocupó el lado izquierdo de Rufina, y él se acomodó con su esposo á la proa del coche. Pues asentado esto para todo el camino, partieron de Carmona un lunes por la mañana. Era esto en el mes de Setiembre, al principio de él, cuando las frutas están en la mejor sazón. Iban todos los caminantes muy contentos con llevar tan buena compañía, y Rufina y Garay mucho más con la gentil mosca que habían pillado al buen Marquina. El hidalgo era hombre entretenido, el clérigo de excelente humor, los estudiantes no menos agradables; y así, no se sentía el camino, hablando en varias cosas, deseando cada uno mostrar sus gracias, en particular el clérigo, que dijo ir á la corte á imprimir dos libros que había compuesto, donde había de sacar licencia para darlos á la estampa. Era el hidalgo, que se llamaba Ordóñez, curioso, y quiso saber de qué materia trataban; respondió el licenciado Monsalve, que este nombre tenía el clérigo, que eran de entretenimiento, por ser cosa que más se gustaba en estos tiempos, y que el uno se intitulaba Camino divertido, y el otro Flores de Helicona. El primero constaba de doce novelas morales, mezcladas de varios versos á propósito, y el de Helicona, de rimas que él había escrito estando estudiando leyes en Salamanca, y añadió á esto que si no fuera molesto, les entretuviera con el primero los ratos que hiciera pausa la conversación.
Rufina, que era amiga de tales libros, y cuantos de este género salían los había de leer, dióle deseo de ver el estilo con que escribía el licenciado Monsalve; y así, le rogó mucho que si no le era de enfado sacar el libro, estimaría oir de él una novela; porque se prometía que de su buen ingenio sería muy bien pensada y mejor escrita.
—Señora mía —dijo Monsalve— todo cuanto yo he podido ajustarme á lo que se escribe en estos tiempos lo he hecho; mi prosa no es afectada de modo que cause enfado á los que la leyeren, ni tampoco tan baja de voces que haga el mismo efecto; procuro cuanto puedo no cansar con lo prolijo, ni desagradar con lo vulgar; esta prosa que hablo es la que escribo, porque veo que más se admite lo natural que lo afectado y cuidadoso; y es atrevimiento grande escribir en estos tiempos, cuando veo que tan lucidos ingenios sacan á luz partos tan admirables cuanto ingeniosos, y no sólo hombres que profesan saber y humanidad, sino también damas ilustres, pues en estos tiempos luce y campea con felices aplausos el ingenio de doña María de Zayas y Sotomayor, que con justo título ha merecido el nombre de Sibila de Madrid, adquirido por sus admirables versos, por su felice ingenio y gran prudencia; habiendo sacado de la estampa un libro de diez novelas, que son diez asombros para los que escriben este género; pues la meditada prosa, el artificio de ellas y los versos que interpola es todo tan admirable, que acobarda las más valientes plumas de nuestra España. Acompáñala en Madrid doña Ana Caro de Mallen, dama de nuestra Sevilla, á quien se deben no menores alabanzas, pues con sus dulces y bien pensados versos suspende y deleita á quien los oye y lee: esto dirán bienios que ha escrito á toda la fiesta que estas Carnestolendas se hizo en el Buen Retiro, palacio nuevo de su Majestad y décima maravilla del orbe, pues trata de ella con tanta gala y decoro como mereció tan gran fiesta, prevenida muchos días antes para divertimiento de las majestades católicas.
Esto decía el licenciado Monsalve, buscando al mismo tiempo en su maleta el libro de las novelas, y habiéndole hallado, con atención y gusto de todos los del coche los entretuvo con esta novela, que leyó en alta y clara voz para divertir el camino.
Novela primera
Quien todo lo quiere, todo lo pierde
Valencia, ciudad insigne de las que tiene nuestra España, madre de nobilísimas familias, centro de claros ingenios y sagrario de cuerpos de gloriosos santos, fué patria de don Alejandro, caballero noble, mozo y de grandes partes, que saliendo de doce años en compañía de un hermano de su padre, que iba por capitán á Flandes, aprobó en aquellos países tan bien, que mereció sustituir la jineta de su tío, por muerte suya, asistiendo en servicio del católico Felipe III contra aquellas rebeldes provincias doce años continuamente, mereciendo por sus servicios un hábito de Santiago con grandes ayudas de costa. En Amberes asistía en el tiempo que por lo rigoroso de los fríos hace pausa la milicia, cuando le vino nueva cómo su padre había pagado de la postrer deuda, por cuya muerte heredaba don Alejandro su mayorazgo, que siendo su primogénito y pudiendo estar en vida regalada y viciosa, como otros muchos caballeros, quiso, huyendo del ocio blando, antes asistir más en los peligros de la guerra, sirviendo á su rey, que no entre las delicias de la patria, dando motivo á que murmurasen de él: consideración que debieran tener muchos que no aspiran á más que gozar de sus comodidades en vida libre, si lo son aquellas que desdoran su noble sangre. Viendo pues don Alejandro que por muerte de su padre le importaba ir á dar una vista á su patria Valencia á poner su hacienda en razón, pidió licencia al serenísimo archiduque Alberto, que visto el pedírsela con legítima causa, se la dio honrándole mucho por haberle prometido volver muy presto á servir debajo de su mano, cuando otros pensaban que se iba á retirar.
Llegó á Valencia, donde fué alegremente recibido de sus deudos y amigos. Comenzó á poner en razón las cosas de su hacienda, sin atender á los entretenimientos en que se ocupa la juventud; porque aunque era soldado, fué dado muy poco al juego, virtud que la ejercen pocos hombres mozos, y que se debe estimar en estos tiempos; porque el distraimiento del juego es tal, que de él nacen mil daños, como se experimentan en lastimosos sucesos que de él han procedido; teatro ha sido Valencia de algunos. Tampoco don Alejando trataba de amores, no obstante que tenía tan buena ocasión de emplearse con tan hermosas damas como ilustran aquella célebre ciudad. En lo más que se ejercitaba este caballero era en hacer mal á caballos, teniendo cuatro, que compró en Andalucía, hermosísimos y de grandes obras; en estos salía en las fiestas de toros que aquella ciudad celebraba á romper algunos rejones, con que se llevaba la fama del mayor toreador de España.
Suelen en Valencia cuando comienza la primavera salir las más familias de aquella ciudad á hacer la seda fuera de ella, en amenas alquerías que hay cerca, y esta ocupación dura desde principio de abril hasta mediado de mayo. Pues como un día saliese don Alejandro al campo á caballo, paseando por la amena y deleitosa huerta de Valencia, á la parte que llaman del monasterio de Nuestra Señora de la Esperanza, habiendo gastado toda la tarde en pasear por aquellos amenos jardines gozando del suavísimo olor del azahar que producen tantos naranjos como aquel fértil terreno tiene, al tiempo que el sol dejaba el valenciano horizonte, pasó por una alquería que alindaba con los claros cristales del Turia, y oyó dentro tocar un arpa con superior destreza. Detuvo el paso á su caballo, pareciéndole que querían cantar, y estuvo largo rato esperando á esto; mas quien la tocaba, ocupada en hacer diferencias en el sonoro instrumento, no ejecutó lo que muchas veces había emprendido, que era dar la voz al viento. En esto cerró la noche, y don Alejandro pagado del ameno sitio, dio su caballo al lacayo, y haciéndole apartar de allí, él atendió solo debajo de un verde balcón á ver quién tocaba el arpa; mas á poco rato vio hacer pausa á sus varias diferencias y que, mudando de lugar, ocupaba en una silla el lado izquierdo del balcón, á quien servía de espejo el cristalino río; aquí vio á una dama que con la misma arpa, en más fresco sitio, gozando del viento manso que entonces corría, volvía á su gustoso ejercicio. Y después de haber un rato hecho otras nuevas diferencias, cantó estos versos con dulce y sonora voz:
Parabienes dan las flores
á los cristales del Turia,
de que la rosada aurora
entre zagales madruga.
Las avecillas alegres,
hechas cítaras de pluma,
en sonorosas capillas
con motetes la saludan.
Las fuentecillas risueñas,
que entre amenidades cruzan
haciendo sierpes de plata,
más aplauden que murmuran.
Cuando Belisa penando,
por dar pausa á sus angustias,
en su templado instrumentos
esto canta á quien la escucha:
Vientecillos suaves,
que corréis ligeros,
decidle mis ansias
á mi ausente dueño.
Que después que en su ausencia sin él me veo,
con firmeza esperando, vivo muriendo.
La suavidad de la voz y la destreza con que la acompañaba en el arpa suspendieron á don Alejandro, de modo que no quisiera que cesara, ni él apartarse de aquel lugar. Dejó la dama su instrumento, y poniéndose de pechos en el balcón, pudo, aunque era de noche, ver al atento caballero, que viendo tan cerca la ocasión, no la quiso dejar pasar; y así, llegándose cuanto cerca pudo, la dijo:
—Dichosísimo el ausente que merece que tan regalada voz celebre su ausencia; mucho quisiera saber quién es para darle por alegres nuevas la dicha que tiene.
Algún sobresalto mostró la dama, cogiéndola descuidada aquellas razones; mas cobrándose, aunque no conoció por entonces á quien se las decía, le respondió:
—No cae sobre suceso de ausencia ni algún cuidado el haber cantado esta letra, y así os excusaré la diligencia de dar á ningún ausente nuevas de que es favorecido.
—¿Qué certeza puedo yo tener de esto —dijo don Alejandro— cuando en lo penoso del dejo conozco pasión en vuestro pecho?
—¿Qué os puede importar tenerla? —dijo ella.
—Ya mucho —dijo él— que no es tan flojo hechizo el de vuestra voz que no haya hecho sus efectos en este oyente, y así solicita el cuidado seguridades para vivir en su empleo gustoso.
Causóle risa á la dama oir esto á don Alejandro, y díjole:
—¡Qué bien hacen las mujeres que son lisonjeadas en no creer á los hombres, pues nunca les tratan verdad!
—¿En qué juzgáis que no son verdaderos? —dijo él.
—En que si como vos encarecen sus finezas —replicó ella— habiendo tan poco tiempo que aquí estáis, ¿cómo les deben dar entero crédito? Pues por solemnizarme lo mal que he cantado ponderáis que es hechizo mi voz, haciendo quien la oye mucho con su cortesía en esperarla tres coplas de un tono.
—No os arrojéis por el suelo ni despreciéis mi verdad —dijo él— dándola otro nombre; vuestra voz es singular, los accidentes con que habéis cantado lo serán también, pues es cierto se dirigen á la causa de la letra; sólo le faltó por colmo otra de celos, si no es que viváis tan segura que no os los podrá dar.
Mejoróse del lugar la dama para hablar más de propósito con don Alejandro, aunque no le conocía, por pensar que con algún fundamento la hablaba tan misterioso, y así le dijo:
—Si lo que me ponderáis el hechizo es tan verdadero como vuestra sospecha, bien puedo afirmarme en que sois de profesión lisonjero; y así, os suplico, por mi abono lo digo, que la aflicción de una necia melancólica, no la atribuyáis á pena de ausencia, que nunca he sabido qué es tenerla por nadie, ni tampoco la pienso tener.
—Diera yo porque eso fuera cierto —dijo él— cuanto poseo.
—¿Y es mucho? —dijo ella.
—Poco es —replicó él— respecto del sujeto por quien lo ofrezco; mas lo mismo fuera ser señor del mundo, que todo lo diera por bien empleado.
—Sin duda que hoy me levanté con buen pie —dijo la dama— pues oigo en mi favor tantos, que me dejaran envanecida si pensara que tenía partes para sin ser vista enamorar; y á fe que á verme de día, no confirmárades lo dicho con tanto afecto.
—Con lo oído —dijo él— no me puedo engañar, y así por fe presumo que quien en esa gracia es tan consumada, lo será también en las demás de que carezco, por serme poco favorable la noche; y pues no os digo esto de rayos y esplendores de que se valen los que halagan con las palabras y lisonjean con los mentidos afectos, creeréis de mí que comienzo á amaros con verdades.
—Ahora bien, yo os quiero comenzar á creer, si me decís quién sois —dijo ella.
—Mereceré primero con mis finezas —replicó él— para que su valor supla el que me falta en la calidad.
—Ahora os tengo por hombre de partes —dijo ella— pues esa desconfianza tenéis de vos, y habréisme de perdonar que me llaman para una visita, y es fuerza irme para no dar nota con que me hallen aquí.
—Pues ¿seréis servida —dijo don Alejandro— de dejaros ver mañana en este puesto á estas horas?
—No sé si podré —dijo ella;— mas venid, que eso es merecer, aunque yo no salga.
—Yo estaré aquí —replicó el ya aficionado galán— más fijo que los sillares que sustentan este cielo que os atesora.
—Mucho llevo qué pensar en eso de encarecer —dijo ella;— para otra vez venid enmendado de hipérboles, que no soy amiga de oirlas, por tener por fabulosos á todos los que en ellas tratan, y más con el conocimiento que tengo de lo poco que valgo.
Con esto hizo una gran cortesía y se quitó del balcón, pesándole á don Alejandro que tan presto se ausentase de él, que quedó muy picado, así de su voz como de su entendimiento, y deseaba saber quién fuese con grandes veras. No se apartó la dama menos cuidadosa que el galán, porque luego mandó á un criado suyo que supiese quién era y le siguiese hasta saberlo; hízolo así, no costándole mucho la diligencia, porque á pocos pasos le vio poner á caballo y le conoció, volviendo con el aviso á su ama, que no se holgó poco de saber que fuese don Alejandro, de quien había oído tantas alabanzas y visto hacer tan bizarras suertes en la plaza con los toros.
Capítulo VII
Prosigue el pasajero la novela de «Quien todo lo quiere, todo lo pierde».
En llegando don Alejandro á su posada, quiso informarse de un vecino suyo quién era la dama con quien había hablado, y dándole las señas del puesto de la alquería, supo de él llamarse doña Isabel, el apellido se calla, dama dé gran calidad y partes en aquella ciudad, igualando su hermosura con su grande entendimento. Fué esta dama hija de don Berenguel Antonio, un bizarro caballero que sirvió en la guerra muchos años, y ya dejadas las armas, se había casado en anciana edad, de quien procedió esta hermosa dama, que entonces se hallaba sin sus padres, heredera de una corta hacienda, porque la de don Berenguel era de una encomienda que la majestad de Felipe II le había dado por premio de sus servicios. Esta dama estaba en compañía de una anciana, tía suya, que lo más del tiempo estaba enferma, y habíanse retirado á hacer la seda en aquella alquería. De todo se informó don Alejandro largamente, aunque de lo esencial de las partes de doña Isabel tenía ya bastantes noticias, porque en toda Valencia no se celebraba otra cosa que su claro ingenio y agudo entendimiento, extendiéndose hasta hacer muy lindos versos, gracia que se debe estimar en una dama de las partes referidas. No había visto don Alejando á esta dama, y deseaba, aun antes de haberla hablado, verla, y desde que supo ser el dueño de aquella alquería, acrecentósele más este deseo, con el cual procuró algunas veces salir al campo con ganas de toparse otra ocasión como la pasada; pero no tuvo tal dicha, por estar la tía de doña Isabel aquellos días enferma y no se apartar de su lado.
Bien se pasaron más de quince días, en los cuales doña Isabel pudo, con la mejoría de su tía, hallarse en un velo que se daba á una monja en el monasterio real de la Zaidía, que estaba vecino á esta alquería. Hallóse en esta fiesta lo más lucido de Valencia, así de caballeros como de damas, y nuestra doña Isabel fué de embozo con una criada suya á ella. Acertó á sentarse en una capilla de la iglesia algo oscura, y viendo don Alejandro no hallarse allí con las demás señoras, lo que ya le daba cuidado, tuvo sospecha que quizá sería alguna de las que estaban de embozo en la capilla, y así se fué á ella con otros dos amigos, y llegándose á la dama, les dijo á los amigos:
—Agravio hacen estas damas á la señora monja en retirarse de lo que todos gozan; pero atribuyólo á que deben ser poco inclinadas á aquel estado, pues aun no quieren ver cómo se profesa en él.
Holgóse doña Isabel con la presencia de don Alejandro, á quien ya había visto en la iglesia, y quisiérale menos acompañado que venía; mas disimulando la voz, le dijo:
—Como no somos de las convidadas á esta fiesta, no cumplimos con todos los requisitos que hacen las que lo son; y en cuanto á retirarnos de carecer de ese acto, como se ha visto otras veces, no le vemos esta, porque en una basta para saber lo que es la que hubiere de elegir el estado de monja.
—Según eso —dijo un amigo de don Alejandro— vos no seréis de las que le apetecen.
—No digo nada hasta ahora, porque eso ha de venir por vocación, y yo no la he tenido.
—Ya en eso —replicó don Alejandro— nos dais á entender que por lo menos no sois casada, pero que desearíais serlo.
—Yo no tengo que dar cuenta —dijo ella— del estado á que me inclino, y más á quien está lejos de deudo mío, para que apruebe mi buen propósito.
—Pues ¿no daréis lugar con declararos —dijo él— para que sepamos cuál camino elegís?
—¿Cuál me aconsejárades vos? —dijo ella.
—El de casaros —volvió don Alejandro habiéndola ya conocido.
—Y si no tengo partes para serlo —dijo ella— ni en la posibilidad ni en la persona, ¿qué he de hacer?
—Á faltar todo —dijo él— olvidaros de vos misma, que quien no es para monja ni casada, debe quedarse neutral por incapaz.
—Podré seguir ese consejo —dijo ella.
—Si vos sois servida —dijo don Alejandro— de descubrir lo que oculta vuestro manto, yo os daré consejo más á propósito.
Esto dijo acercándose más á ella, á tiempo que doña Isabel pudo cuidadosamente descubrir uno de sus hermosos ojos, que vieron los dos amigos.
—Si eso me ha de costar —dijo ella— bien me estoy cubierta, aunque por el consejo pudiera atreverme contra mi opinión.
—Ese atrevimiento —dijo don Alejandro— no la agraviara, que ya hemos visto señales que nos aseguran que podéis elegir el estado del matrimonio, premiando con gran dicha á quien mereciera vuestra mano; y sin ver más me ofrezco á ser el que se dispusiera á tan gustoso empleo.
Á lo mismo se ofrecieron sus dos amigos, pagados de su donaire y de la muestra que dio de su perfección.
—¡Hay dicha como la mía —dijo la dama— que por un descuido que he tenido hallé tres pretendientes para mi remedio! Ahora bien, yo quiero tratar de él; pues carezco de quien me lo busque; sepa yo las partes de los que se me ofrecen á elegirme, que conforme á ellas haré elección del que más tuviere.
Cada uno en donairosas burlas comenzó á exagerar sus partes con ridículos disparates, y á deshacer las de sus amigos, con que se rieron un rato, entreteniendo el tiempo, aunque no era á propósito el lugar en que tenían esta conversación; porque los templos no son lonjas de ellas, sino casas de oración, que así las llamó Cristo.
Después de haberles oído el informe de su abono, la dama dijo:
—Yo quedo informada y advertida de lo mucho que merecen caballeros de tantas partes y calidad; consultaré con la almohada quién ha de ser el preferido de los tres; aunque, si va á decir verdad, yo tengo del uno algo más informe, y aun experiencia de que es bien entendido, y éste creo que me ha de inclinar á que le admita, si no teme que yo tenga otro empleo, que le juzgo receloso.
Con esto entendió don Alejandro que por él se decía aquello, por lo que entre los dos había pasado la primera vez que había hablado con doña Isabel. Era hora de irse el acompañamiento de la fiesta; y así, con otros donaires y chistes se despidieron de la dama, quedándose de los tres el último don Alejandro, el cual le dijo:
—Buen pago dais á un fino amante, desvelado por vos; no pase el rigor tanto tiempo si no queréis que muera.
Á que respondió ella:
—La disculpa sea una enferma á quien asisto; y esto es más verdad que vuestro encarecimiento; mas yo procuraré deshacer la queja cuando más descuidado estéis.
No hubo lugar de hablarse más; y así se despidió don Alejandro, quedando la dama muy pagada de él y con deseo de hablarle muy despacio. Dentro de pocos días lo procuró en el mismo balcón donde primero se hablaron; porque acudiendo allí don Alejandro, ella salió y se vieron, de cuya conversación don Alejandro quedó muy amartelado, y la dama no menos, si bien pudiera no aventurarse á favorecerle, por estarle mal, como adelante se dirá. Viendo don Alejandro en doña Isabel tan claro entendimiento y agudeza tan profunda en decir, por quien adquiría fama de muy entendida, el segundo papel que la envió, después de haberla significado su afición por el primero, fué éste con estas décimas:
Tanto en vos la discreción,
Belisa, está acreditada,
que pienso fué anticipada
al uso de la razón;
prodigio de admiración
obró el poder celestial
en vos, mas vuestro caudal,
que esta dicha ha poseído,
ya ostenta que lo adquirido
frisa con su natural.
Anhelantes discreciones
tienen los amagos vagos;
pero en vos son los amagos
discretas ejecuciones;
almas son vuestras razones
guiadas de la prudencia;
cada razón es sentencia
que pronuncia vuestro labio,
pues de lo discreto y sabio
es la fina quinta esencia.
El talento más perfecto
que presume de saber
puede de vos aprender
rudimentos de discreto;
que lo ceñido y selecto
de ese ingenio soberano,
gloria del imperio hispano,
cuando en su corte faltara
documento le enseñara
de elocuente y cortesano.
Si vuestro ingenio sutil
la antigüedad conociera,
veneraciones le diera
en estatuas de gentil;
goce de un eterno abril
esa verde adolescencia,
que su divina prudencia
en nuestra moderna edad
es sol que á su claridad
no halla humana competencia.
No sabía doña Isabel que don Alejandro tuviese aquella gracia más de las que tenía, que era hacer versos, y gustó mucho de las décimas, á que respondió con este papel:
«Alabanza que sobra al sujeto por quien se dice es agravio suyo, y descrédito de quien lo escribe; pues el sujeto ponderado, juzgándose ajeno de tanto honor, atribuye el elogio á vituperio, y la alabanza á sátira dicha por ironía; ni me desvanezco tanto que no conozca lisonjas, ni me tengo en tan poco que no se me deba algo de lo escrito; con lo ajustado me obligáredes, si con lo excesivo me ofendéis, con las pocas experiencias que tengo de vuestra condición y trato; no me persuado á creer de los versos, si bien celo ó demasiado cumplimiento os los han dictado; el tiempo me ha de asegurar de la verdad; con él espero, ó darme por agradecida, ó sentirme por injuriada.»
Tuvo modo la hermosa doña Isabel para que este papel viniese á las manos de su nuevo apasionado don Alejandro, el cual quiso satisfacer á la propuesta queja de su dama con hacer esperar al portador y escribirle este:
«La corta alabanza vuestra fuera el mayor descrédito mío, si lo que me sobra de amor no supliera las faltas de lo poeta; mas por no incurrir en otro delito como ese, quiero que la prosa explique lo que la ruda vena no puede, suplicándoos que no con capa de desconfiada discreta acuséis mis necios afectos, que si no igualaron á sujeto tan del cielo, ha sido por lo que tienen tan de la tierra, que no se remontaron donde su dueño coloca sus bien dirigidos pensamientos. Bien merezco crédito en lo que digo, si conocéis lo que siento; y cuando lo queráis ignorar por vuestro recato, no podéis consultándoos al espejo, conociendo que entre muchas victorias que ganéis de vuestros rendidos, soy yo un corto trofeo de esta beldad y un humilde cautivo de vuestra pasión. Remito á que el examen de la experiencia acredite estas verdades, y que de ellas conozcáis que os aclamarán dueño mío todo el tiempo que viviere, para que agradecida paguéis buenos deseos, asegurada de no conocer jamás agravios.»
Con este papel comenzó la hermosa doña Isabel á tener un poco de más satisfacción de don Alejandro, facilitándolo el ser escogido entre dos amigos suyos. Fuéronse continuando las vistas y menudeando los papeles, con que este amor iba subiendo de punto entre los dos amantes, encargándole mucho la dama el secreto en el galanteo, cosa que obedecía don Alejandro con mucha puntualidad. Era algo extremada en esto doña Isabel; de suerte que si en algún templo veía ser mirada de su galán, y entonces estaba acompañado de algún amigo, lo que los dos hablaban juzgaba ser en ofensa suya, revelándole su empleo; y así se lo decía ó escribía con tanta certeza como si lo hubiera oído. Llevaba don Alejandro esto con mucha cordura, satisfaciendo sus quejas con la verdad y aplacando su ira, que donde hay amor mayores imposibles se vencen. La mira que llevaba don Alejandro era casarse con esta dama, si bien no tenía hacienda; mas dilataba el hacerlo, deseando salir con una pretensión de una encomienda que pedía por sus servicios y los de su tío en Flandes, y esta dilación que hizo en esto le estuvo después bien, como se dirá adelante.
Sucedió pues que todos los recatos que la dama tenía, de que no frecuentase pasear su calle, mirar á sus ventanas ni acudir de noche á hablarla, sino á deshora, dándole ya entrada en su casa, sin exceder de lo que lícitamente se permite, ella misma los profanó de esta suerte. El tiempo de Carnestolendas se celebra en Valencia mucho con máscaras, disfraces, torneos y saraos; habíanse hecho algunos, donde con disimulo don Alejandro y su dama se hablaron, ofreciéndose danzar juntos y en los acompañamientos que resultan á la salida de estas fiestas. Una se hacia de junta de damas, en casa de una amiga de doña Isabel, adonde fué convidada con otras damas, y asimismo don Alejandro con otros caballeros; no había sarao, sino esta junta era para juegos entretenidos y bailes alegres. Fué la primera á esta fiesta doña Isabel, algo temprano, y dentro de poco espacio acudió también allí otra dama muy bizarra, que envió su madre, acompañada de dos escuderos de su casa, haciendo fiel confianza enviársela á aquella señora donde se hacía la fiesta, por ser muy amiga suya y vecina del barrio. Las dos pues estaban cuando acertó don Alejandro á venir también temprano y sólo por aviso que le dio su dama de que así lo hiciese; recibiéronle las damas muy gustosas, y él comenzó á entretenerlas mientras venían más señoras con sazonados chistes y alegres cuentos del tiempo.
La dama que había venido allí, vecina de aquel barrio, levantóse á ver una labor de cañamazo de un tapete que cubría un bufete, donde estaban dos bujías alumbrando, y celebrando el buen gusto de los matices y lo nuevo de la labor, hizo levantar á don Alejandro á verla; había en el bufete recado de escribir, y esta dama, cuyo nombre era Laudomia, se comenzó á entretener con la pluma en el blanco papel, haciendo algunos airosos rasgos, que escribía con lindo aire.
Llegóse don Alejandro á ver lo que hacía, y celebró en ella aquella gracia con alguna exageración, cosa que oyó su dama, no teniendo pocos celos, así de verle tan cerca de doña Laudomia, como de que celebrase lo bien que escribía; tenía con ella este caballero algún conocimiento por un hermano suyo. Era don Alejandro algo burlón; pues como la viese ocupada en probar la pluma, por burlarla sacósela hacia arriba de la mano, con que participó su blancura, que la tenía muy grande, de lo negro de la tinta. Ella, sintiendo la burla, con una palmada que le dio en un brazo se limpió de lo teñido de la pluma, afeándole de camino al burlón caballero su acción; á que él respondió que nunca menos lució la tinta que en sus manos, gracia dicha por ironía, por tenerlas, como se ha dicho, muy blancas; ella, ofendida de la socarronería, le volvió á dar otra palmada en las espaldas.
Doña Isabel, que más atendía á esto que á lo que hablaba con la señora de casa, encendida en rabiosos celos, se levantó del estrado donde estaba, y yéndose para don Alejandro, sin advertir lo que hacía ni la nota que daba, alzó la mano, y cogiéndole descuidado, le dio un gran bofetón en el rostro con tanta fuerza, que le hizo salir sangre de las narices, y con ella manchar el cuello. Él, viendo tan intempestivo suceso, lo que hizo fué sacar un lienzo, y limpiándose la sangre, decir á su dama:
—No soy yo quien revela secretos tan aprisa; éste ha durado lo que usted ha querido;— y con esto, haciendo una reverencia, se bajó por la escalera y se fué á su casa.
Apenas doña Isabel ejecutó el impulso de su celosa cólera, cuando la pesó extrañamente de lo que había hecho, no tanto por la señora de la casa, que era íntima amiga suya, cuanto por la que fué causa de su cólera y celos. Á este tiempo vinieron unas hermanas de la que hacía aquella fiesta, con cuya venida la pesarosa doña Isabel se retiró con su amiga á un aposento, donde viéndose solas, dijo muy admirada:
—¿Qué ha sido esto, señora doña Isabel? Nunca tal imaginara de vuestro recato y modestia; vuestra acción me ha dicho en breve término lo que en mucho no me podíades vos decir: yo ignoraba este empleo que me habéis celado; y así, más debo á vuestros celos que á vuestra amistad. ¿Es verdad que os sirve don Alejandro? Que me holgaré con extremo.
No la podía responder doña Isabel con la pena que tenía y las lágrimas que bañaban su hermoso rostro; mas después de algún espacio, lo que la dijo fué:
—Ya que mi necia cólera y desatinados celos os han manifestado lo que yo no he hecho, sólo os digo que me sirve don Alejandro con fina voluntad, y yo se la pago con otra tan grande; nunca le vi tan desmandado á burlarse; irritóme la llaneza que tuvo con doña Laudomia; los celos son desatinados, y ellos han publicado mi amor con tan celerada acción.
—Pues vamos al remedio —dijo la amiga,— que no es justo que don Alejandro no vuelva á esta fiesta, para dar que notar á doña Laudomia que queda sospechosa de vos.
—¿Cómo lo haremos? —dijo la celosa dama.
—Fácilmente —replicó la dama,— con que le escribáis un papel.
Trajeron recaudo, y doña Isabel le escribió estos renglones:
«Efectos de amor y celos, aunque manifiesten rigor, no son agravios en el amante, sino favores; más he hecho yo en aventurar el recato, que vos haréis en perder el enojo. Importa á mi reputación que volváis luego á la fiesta, sin muestra de sentimiento, si no queréis que de hacer lo contrario le tenga yo tal, que por él me vengáis á perder.»
Este papel llevó con diligencia un criado á casa de don Alejandro, donde le halló mudándose otro cuello para volver á la fiesta; holgóse con el papel, porque nada como los celos descubren los quilates de la voluntad; y así, luego obedeció á su dama con más presteza; entró donde estaban las damas, dejando no poco sospechosa á doña Laudomia, con lo que había visto, de que quería bien á doña Isabel, y pesábale algo, porque le parecía bien don Alejandro, y no quisiera verle tan bien empleado.
Así como el galán se vio en presencia de doña Isabel, muy risueño la dijo:
—Yo he tratado muy como á templo esta sala, y más á vuestro rostro, que por no violar al uno ni osar atreverme al otro, no tomó la venganza que ordena el duelo entre los galanes y damas; y cuando aquí no volviera, fuera corrido de haber andado tan poco alentado donde me habían dado ocasión de vengarme tan en mi favor.
Á esto repuso doña Isabel:
—Como yo soy tan servidora de mi señora doña Laudomia, tomé muy por mi cuenta su desagravio haciéndoos aquel favor, bien ajena de que había duelo que disponga venganzas tan en contra de las damas.
No pudo sufrir doña Laudomia que ella fuese motivo de su disculpa cuando lo habían sido los celos de su rigor; y así, le dijo sacudidamente:
—Nunca pensé que la poca amistad que tenemos se entendía á poneros en riesgo de mi defensora, cuando no me faltara osadía para vengarme; mas como estaba ajena de celos y poco cargada de agravios, no llegó tan presto la prontitud mía como el enfado vuestro; yo me huelgo ser la enigma de vuestras interpretaciones; para con quien fuéredes servida pasen, que para mí ya yo le tengo dada otra solución bien fácil y que nadie la ignoraba.
Queríala responder doña Isabel, sentida de su sacudimiento; mas la señora de la casa donde esto pasaba, porque no se encendiese más fuego donde se iba encendiendo, lo atajó con hacer que se sentasen en el estrado, que ya iban entrando damas á la fiesta.
Aquella noche estuvo muy sazonado don Alejandro, no dejando pocas damas amarteladas de él, entre las cuales era una doña Laudomia, que desde aquel suceso propuso hacer lo posible por sacarle el galán de su dominio á la celosa doña Isabel, y así lo cumplió.
Capítulo VIII
Donde el pasajero da fin á la novela
Todos los favores que gozaba don Alejandro de su dama eran hechos con finísima afición, porque esta dama le quería con grande extremo, si bien fué el ponerla en él delito para un caballero ausente, que había llegado con ella á más apretados lances que don Alejandro, valiéndose poco esta dama del recato; de modo que el ausente había sido favorecido con todo extremo, y había bastantes causas para que esta dama sustentara aquella fe, sin prevaricar de ella, con descrédito suyo.
Llegó este galán, llamado don Fernando Gorella, de Madrid, corte del monarca de las Españas, donde tenía un pleito pendiente con el conde de Goncentaina, tío suyo, sobre cierta hacienda cuantiosa, y veíase en el Consejo Supremo de Aragón. Llegó á Valencia con la última sentencia en su favor y señor de dos mil ducados de renta. Hallóse doña Isabel confusa en el modo de complacer á estos dos caballeros y con no poca duda en cómo se había de portar con entrambos; hallábase prendada en el honor con don Fernando, y en el amor con don Alejandro, porque el primero había perdido mucha parte con la ausencia, propio en las mujeres, no hacer caso sino de lo presente. Entre las dudas que se le ofrecían, consultadas con una criada suya, se resolvió en buscar modo cómo hablando con el uno no perder al otro; de noche daba entrada á don Fernando, dueño de su honor; y al que amaba entretenía con papeles amorosos, negando el dejarse ver como hasta allí, porque no embarazase la entrada al más dichoso, dando á esto por excusa que sus deudos andaban con cuidado y vigilancia espiando su calle; que el mayor servicio que le podía hacer era no pasar de día ni de noche por ella hasta asegurar esta sospecha. Don Alejandro, que amaba con todas veras y estaba ignorando el doblez con que le trataba su engañosa dama, creía cuanto decía, y obedecíala en todo.
Bien quisiera don Fernando cumplir con la obligación que tenía á doña Isabel casándose con ella; mas por tener á su madre viva y ver que no gustaba de este empleo, le hacía dilatar el casamiento, esperando que sería corta su vida, por la mucha edad que tenía; y así pasaba con su dama gozando sus brazos, y don Alejandro padeciendo con el deseo, engañado con sus papeles.
En este tiempo sucedió sobre el juego de la pelota tener don Alejandro un disgusto con un caballero muy calificado de Valencia, quedando las dos partes no muy aseguradas en la amistad, de modo que se esperaba cada día algún mal suceso. Era muy bizarro don Alejandro, y con aquel ardimiento de Flandes le parecía que nadie le buscaría menos que con la espada llamándole á la campaña. La parte contraria no había salido del disgusto muy descargada; y así, por entonces no mostró la ponzoña que ocultaba del deseo de vengarse de don Alejandro; y así, esperaba ocasión para hacerlo muy á su salvo, y buscábala con no poco cuidado y desvelo.
Habíase ausentado de Valencia don Fernando, y estuvo en un lugar suyo cuatro días; en tanto doña Isabel, como quería bien á don Alejandro, avisóle que podía venir á verla á su casa de noche; pero que su venida fuese con mucho recato, de modo que no lo viese nadie, porque importaba mucho á su reputación; hízolo así el enamorado caballero, y guardándose de no venir á hora que diese nota alguna, se vio con su engañosa dama, que astutamente sabía guardar los aires á los dos galanes y aprovecharse de las ocasiones; de modo que sin saber el uno del otro su empleo, la servían; y la verdad es que si en su mano estuviera, doña Isabel escogiera por suyo á don Alejandro; mas como tenía don Fernando la mejor joya de su honor, era fuerza, por no quedarse burlada y sin honra, pasar con su empleo, hasta que su anciana madre muriese; y temiéndose de que podría faltar á esto, no desengañaba á don Alejandro, y así sustentaba los dos galanteos: suceso que pasa en nuestros siglos con muchas, por quien suceden no pocas desdichas.
Halló don Alejandro en su dama más afabilidad que otras veces, más agasajos, y ternezas, con que se prometió verse más del todo favorecido; mas engañóse su pensamiento, porque nunca le dejó pasar de lo licito, temiéndose que con más empeño se quisiese hacer señor de toda su voluntad, que entonces la tenía repartida. Aquellos días que don Fernando estuvo ausente no lo pasó mal; mas volviendo á Valencia, doña Isabel volvió á su recato, dando nuevas excusas, que, como amaba don Alejandro, pudo creer, si bien no lo pasaba sin recelo, y en hábito disfrazado paseaba su calle hasta muy tarde; mas nunca halló á nadie en ella que le pudiese dar cuidado. Y este disfraz, que él aplicó para su seguridad, le valió para no ser conocido del caballero que le buscaba para ofenderle. La causa de no topar con don Fernando era que, como doña Isabel vivía con aquel cuidado, había prevenido que don Fernando entrase en su casa por la de una amiga suya, y ésta tenía puerta falsa á otra calle, que no sabía don Alejandro, y de un terrado á otro se paseaba hasta ser de día.
Sucedió pues que una noche que don Alejandro venía por la calle abajo de su dama, le comenzaron á seguir por ella su contrario con dos criados suyos, esto aun sin conocerle; quisiéronse asegurar más si era él, por no emplear las bocas de fuego que traían en otro, errando el conocimiento, y así á lo largo le seguían.
Habíalos conocido don Alejandro, y viéndose entonces sin armas de fuego para defenderse, porque solo estaba con su espada y broquel, el arbitrio que tomó fué hacer una seña conocida á la puerta de doña Isabel, en ocasión que ella había bajado abajo, dejando en su aposento á don Fernando acostado; asomóse á una ventana para ver qué quería su segundo galán; y conociéndola, la dijo que le abriese luego, porque de no lo hacer corría peligro su vida, porque le venía siguiendo don Garcerán, su contrario, y le hallaba desapercibido para su defensa; presumió la dama que don Alejandro le decía aquello sólo porque le abriese, y así se rió de él, dándole á entender que lo tenía por ficción, con que don Alejandro le aseguró con grandes juramentos haber conocido á don Garcerán y venir con otros dos tras él.
Aquí se halló atajada doña Isabel y no menos confusa; y la respuesta que le dio fué que una amiga suya había venido á verla á prima noche, y que la rogó se quedase allí, y que así no se atrevía á abrirle.
Instaba en que lo hiciese don Alejandro, ponderando su peligro y acusándola de cuan poco le quería, pues en lance tan apretado le negaba entrada en su casa, que no lo hiciera el más extraño. Volvió doña Isabel á decirle que por no dar nota en descrédito de su opinión lo hacía, que en cuanto á su amor bien sabía cuánto le tenía, y hacía al cielo testigo de que estaba con grandísima pena de no poder hacerle gusto. Á esto replicó don Alejandro diciéndola que, pues su amiga estaba arriba en su aposento, que fácil le era darle entrada para que estuviese en el zaguán de su casa, sin salir de él hasta que pudiese hallar ocasión de irse. Parecióle á doña Isabel que apretaba mucho la dificultad, y que esto era con alguna sospecha de haber visto allí á don Fernando; y así, por asegurarse, miró la calle y descubrió los bultos de los tres que estaban en acecho, por conocer bien á don Alejandro; comenzóle á creer con esto, y para ver qué disposición había para admitirle en su casa, le dijo que esperase un instante, vería si podría entrar. Con esto se subió arriba, y vio que don Fernando, desvelado de haberla visto bajar abajo, la preguntó que cómo no subía á acostarse. Á que ésta le satisfizo con decirle que hasta dejar á su tía quieta y las criadas de su casa, tuviese sufrimiento; dejóle y salióse á otra pieza afuera, donde se puso á discurrir lo que haría en un lance tan apretado. Por una parte veía tener á don Fernando en su casa, y que era hombre de hecho, y quien le tenía su honor á cargo, dándola esperanza de satisfacerle; en esto abogaba por el honor. Por otra parte el amor que á don Alejandro tenía la estimulaba para que no permitiese que le quitasen enemigos suyos la vida, que podía ser á no darle entrada; batallaban con la indecisa dama honor y amor, considerando en pro y en contra de sí lo que era obligada á hacer; y al cabo de varios discursos venció el honor, obligándola á no dar entrada á don Alejandro, considerando que de hacerlo se seguían dos daños contra su reputación: el uno ser sentido de don Fernando y perderse, si le hallaba allí, sin remedio; y el otro, que si don Alejandro era sentido de su contrario, viéndole dar entrada en su casa, perdía mucho, y era también estorbo para su empleo. Parece que se ajustó á lo más acertado; y así bajó á verse con don Alejandro, diciéndole:
—Señor mío, sabe amor que quisiera daros entrada, no sólo en mi casa, pero en mi pecho otra vez, de quien sois dueño; siendo seguido, como decís, hallo por inconveniente el que os vean entrar á estas horas, cuando está tan sentada mi opinión por Valencia. Fuera de esto, la amiga que tengo por huéspeda está despierta, y mujeres somos curiosas, querrá examinar de mi tardanza con quién me he detenido, y aun averiguarlo con la vista, con la llaneza de mi amiga. Perdonadme que no os admita, asegurándoos que me deja lastimadísima veros ir puesto en tanto riesgo; mas excusando el que tiene mi fama, he querido no aventurarla tan conocidamente si os doy entrada.
Mucho sintió don Alejandro este despego en su dama, juzgando de su amor que no lo ejecutara, y más en lance tan apretado. De haber visto el desengaño quedó tal, que cuando don Garcerán le acometiera, no le pesara, por vengar en él el enojo que contra doña Isabel tenía, ó morir á sus manos; lo que la dijo al despedirse fué:
—No creyera, cruel señora, que á ocasión como ésta faltara vuestro amor y piedad; en haberme despedido conozco lo poco que de uno y otro tenéis en mi favor; toda la opinión que perdiérades, ó por parte de vuestra amiga, ó por asechanzas de mi contrario, se soldaba con tenerme seguro en el empleo que pretendía con vos; esto no lo habéis mirado por particulares respetos, que convendrán con vuestra razón de estado; la mía siempre ha sido tener méritos para haceros dueño y esposa mía; no lo debe permitir el cielo, pues ataja obras de piedad en vos; voyla á buscar en las armas de mi contrario, con presupuesto de no olvidarme del ingrato proceder que conmigo habéis usado.
Responderle quería doña Isabel, convencida con lo que le había dicho, para aventurar todo cuanto importaba su opinión, y cuando le llamó no fué oída, que ya bajaba por la calle seguido de don Garcerán, que le había ya conocido y le iba á acometer.
Todo esto vio doña Isabel, estando con grandísimo pesar de verle en el peligro que estaba; mas sucedió mejor que se pensó, porque al llegar don Garcerán á tiro de pistola, cerca de don Alejandro, él se había encontrado con don Jaime, amigo suyo, que venía acompañado de un criado á acostarse; por esto no fué acometido, que como don Garcerán había hecho paces en público con su enemigo, estábale mal que sobre ellas le viesen acometerle, y más con armas de fuego; y así, viendo que aquel lance se había perdido, se volvió por no ser conocido de los dos, si bien don Alejandro dio cuenta á su amigo de haberle venido hasta allí siguiendo: cosa que le causó admiración, que tan mal guardase su palabra don Garcerán en cosa tan ligera, aunque para él le parecía pesada y juzgaba agravio. Era ya muy tarde, y así por esto como para asegurar una sospecha que don Alejandro tenía, quiso quedarse allí con don Jaime; él lo estimó mucho, y con esto entraron en su casa, y antes de acostarse discurrieron los dos en lo pasado, habiéndole dado parte don Alejandro de sus amores con doña Isabel. Tenía don Jaime algunas noticias del empleo antiguo de esta dama con don Fernando, y sintió mucho que su amigo hubiese puesto su afición en ella, y más para casamiento, y así lo dijo; con que don Alejandro se persuadió que la causa porque no fué admitido era por tener allá á su primer galán, discurriendo con esto el haberle vedado el hablarla de noche, y que esto era después que él había venido de Madrid; pues comunicado esto con don Jaime, vinieron los dos conformes en que don Fernando estaba en casa de esta dama, y para saberlo con certeza fiaron de un criado de don Jaime el que examinase, quedándose en la calle hasta ser de día; y por dar en lo cierto el mismo don Jaime de lo que pasaba, pusieron de posta otro criado suyo en la otra calle, donde estaba la puerta falsa por donde don Fernando entraba; y con esta prevención se acostaron, aunque el desvelo de don Alejandro era tanto, que no durmió sueño. Media hora sería ya de día cuando uno de los criados vino á decir á los caballeros cómo había visto salir á don Fernando de la casa de la amiga de doña Isabel, en hábito de noche, y que á este tiempo, á una ventana de las de doña Isabel, que también caía á la otra calle, ella se había puesto á verle salir, á quien había conocido muy bien. Con esto quedó don Alejandro asegurado de su sospecha y sin género de amor para con la engañosa dama; de la vecina no se podía tener sospecha que nadie la galantease, por ser ya mujer de cincuenta años y indiciada en que sabía hacer algunas amistades de juntas amorosas. Tal género de mujeres debía de ser aborrecido de las gentes, pues con disimulado trato son polilla de las honras, con quien no vive marido, padre ó hermano seguro. La noche siguiente pudo el cuidado de don Alejandro ver más á su salvo desde la casa de un conocido suyo entrar á don Fernando, y para mayor satisfacción de su sospecha se subió al terrado, de donde vio cómo en el de enfrente estuvo este favorecido galán hasta ser avisado que pasase al suyo por la misma doña Isabel.
Esa misma tarde quiso la cautelosa dama satisfacer á su quejoso galán por cumplir con todos y no dejar á nadie con queja; y así, con una criada suya, de quien fiaba uno y otro empleo, y ella acudía á entrambos con solícito tercio, por lo que de ellos medraba, le envió un papel. Halló á don Alejandro que acababa de dormir la siesta, y estaba en un catre de la India echado; mandóla entrar y dióle el papel, en el cual leyó estas razones:
«No os encarezco, señor don Alejandro, la pena que tengo, considerando en vos el sentimiento que juzgo tendréis por no haber usado el acto de piedad que pedían vuestro amor y la buena correspondencia de una mujer bien nacida, cuando no la moviera él mismo; mas si consideráis cuan delicado es el honor y cuánto se debe mirar por él, echaréis de ver que pues no os di acogida en mi casa, estaba á pique de perder mi reputación con la huéspeda que acerté á tener para enfado mío; el sentimiento que me dejastes os dijera bien mi desvelo, y yo en este papel, si os juzgara tan crédulo como os juzgo enojado; gracias al cielo que lo dispuso mejor, estorbando vuestro peligro y el mío pues es cierto que á pasar vos por él no era más mi vida. Suplicóos que el enojo no pase adelante, si ha merecido esta satisfacción acabar esto con vos. Echaré de ver haber perdido la queja en la respuesta de éste; téngala yo buena, si estimáis mi vida; la vuestra aguarde el cielo como deseo. La que bien os quiere.»
Notablemente se irritó con el papel don Alejandro, y aunque lo disimuló cuanto pudo, la criada, que no partía los ojos de su semblante mientras leía, lo conoció bien por algunas mudanzas que en él vio. Rogóla el ofendido amante que esperase en un alegre jardín, que allí cerca estaba, mientras respondía, y tomando recado de escribir, aunque dilató el tiempo por hacer borrador del papel, contenía estas razones:
«Siempre vuestras satisfacciones fueron para mí aumento de amor; mas ésta, aunque no la juzgo por tarda, ha hecho contrario efecto, conociendo venir tan falta de verdad como lo ha sido siempre vuestra fe; nunca presumí de mí que fuera bueno para entretener ausencias, ni de vos que pasárades con ello adelante, sabiendo la pena que me tenía de costa padecer con deseos y esperar con zozobras. No culpo el no admitirme cuando amenazaban peligros á mi vida; y así, disculpo la acción, que ejercer tanta piedad con dos sujetos á un mismo tiempo es demasiada caridad; lo que culpo es que con empeño tan preciso busquéis en mi el voluntario, aventurando vuestra opinión en la corta duración de un engaño, de que he salido con las diligencias que bastan para saber que un dichoso tiene entrada en vuestra casa, por donde le hacen buen tercio para vuestra correspondencia. Gozadle mil siglos, sirviéndoos de no acordaros más de mí, porque ni soy bueno para llamado, ni dichoso para escogido.»
Este papel estuvo en breve tiempo en manos de doña Isabel, á la cual halló la criada en casa de la vecina amiga por donde entraba don Fernando; recibióle la dama, preguntándola á su sirvienta cómo le había hallado; ella le dijo que con poco gusto, y que así la había recibido, careciendo de los agasajos que siempre que la veía la hacia.
Alteróse doña Isabel, diciendo:
—Con lo que me dices me prometo poco gusto con el papel; abrióle, y leyendo en él las razones que se han dicho, quedóse con él en la mano, ajena de sí, no sabiendo lo que la había sucedido. Preguntóle la amiga qué contenía el papel, y ella para mejor satisfacerla, quiso que él lo dijese dándoselo á leer, por donde conoció la amiga estar descubiertos los amores de don Fernando, con pérdida de su reputación, pues sabía ser por su casa la entrada á la de la amiga, pesándola muchísimo de que se hubiese sabido. Doña Isabel estaba con tanta pena de haber visto el papel, que no acertaba á hablar, y maldecía el punto y hora en que á don Alejandro había admitido á su galanteo; mas un consuelo le quedaba, y era conocer en él tan noble condición, que aunque estaba celoso, fiaba de su buen término que no publicaría su correspondencia; cosa poco usada en estos tiempos, donde se dicen aun las cosas que no suceden: ¿qué será las que con verdad pasan? No paró la desgracia de doña Isabel en esto solo, que cuando la fortuna comienza á volver la rueda para adversidades, no se cansa en una sola. Sucedió pues que cuando salió la criada de dar el papel de su señora á don Alejandro, acertase á verla don Fernando salir de su casa y con el papel en la mano: poca advertencia de las que con poco celo sirven, que mayor la tuviera á hallar las dádivas que acostumbraba recibir del generoso don Alejandro; mas como salió con aquel disgusto de no haberle dado nada, cuidó poco de lo que la importaba encubrir, que fué lo que bastó para engendrar sospecha en don Fernando, el cual la siguió disimuladamente hasta la casa donde doña Isabel estaba; y hubo aquí otra inadvertencia, que fué dejarse la puerta abierta. Hallando con esto don Fernando franca entrada, subióse arriba sin ser sentido de nadie, y pudo oir leer el papel en alto á la amiga de doña Isabel, y después lo que las dos platicaron sobre él, explicando la afligida dama su sentimiento. Con esto y la poca gana que este caballero tenía de cumplir su obligación, que un amor gozado tiene menos fuerza que el que se espera, él halló camino por donde eximirse de ella, y así salió adonde estaban, no causándoles poco alboroto su vista de improviso. Lo que dijo, mirando á la afligida doña Isabel:
—Yo juzgué, con las obligaciones que de por medio había entre los dos, ser correspondido con la fe que pedían mis buenos deseos, enderezados á honesto fin de matrimonio; mas pues veo ¡oh ingrata doña Isabel! tu poco recato, admitiendo nuevo empleo, quedo libre para disponer de mí á mi voluntad, pues no fuera razón hacer empleo en quien tan poco mira su honor, para vivir toda la vida con escrúpulos y recelos de si me guardan el mío.
Con esto volvió las espaldas, dando por bien empleada su diligencia, pues por ella pudo salir de un empeño donde sin gusto de su madre se hallaba.
No pudo el valor de doña Isabel resistir este pesar; y así, faltándole el aliento, se quedó desmayada en las faldas de su amiga, durándole largo rato el desmayo; pero vuelta de él, causó notable lástima las cosas que dijo, lamentándose de su poca dicha, sin saber qué remedio tener. Veíase despedida de don Alejandra, sabedor ya de su empleo primero; despreciada de don Fernando, á quien por su poco recato tenía ofendido, y no discurría qué modo tener para desenojarle, vista la razón que tenía. Así pasó la tarde, ocupada en varios discursos, pero ninguno eficaz para su remedio. Llegó la noche y fuese á su casa, donde la dejaremos, por decir lo que don Alejandro hizo.
Luego que la criada se fué con el papel, don Alejandro estuvo un rato discurriendo consigo en lo que haría, pues ya hallaba esta puerta cerrada para su empleo y no ser á propósito de su honra el tratar de él. Habíale parecido bien siempre la hermosa Laudomia, con quien le pasó aquel lance de celos con doña Isabel; veía cuan principal era y tener buen dote; y así, trató de pedirla por esposa á su padre y hermano, cosa que alcanzó de ellos en breve con mucho gusto suyo, por ser este caballero muy querido de todos en su patria. Hiciéronse las capitulaciones, y publicóse luego por Valencia este casamiento: llegando á oídos de doña Isabel, juzgad si lo llegaría á sentir con veras, y más siendo el empleo con quien ella tenía aborrecimiento desde aquel encuentro que había tenido. Muchas cosas dijo lamentándose, maldiciendo su corta fortuna; pero no son estas nada para lo que le esperaba, porque don Fernando, hallando la ocasión, como la podía desear, para eximirse de su obligación, no cumpliendo la que á esta dama le debía, trató de casarse con una señora rica y hermosa, con quien su madre le instaba que se casase; hiciéronse también las capitulaciones, y aunque fueron con secreto, pasó luego la voz por toda Valencia, de modo que llegó la nueva á los oídos de doña Isabel. Tenía esta dama tanta confianza en que don Fernando no había de faltar á su obligación, que pensaba ella que faltaran todas las del mundo, y esta no; mas hallóse muy burlada; porque si ella, que había de conservar aquel amor, como perdidosa de la joya la más preciosa de su honor, tenía tan poco recato, hablando á un tiempo con don Alejandro, ¿cómo quería que don Fernando se casara con ella con tan grandes escrúpulos, habiendo de vivir toda la vida con recelos? Ese día que supo la última nueva del casamiento de este caballero no perdonó su enojo su hermoso rostro, pues le maltrató con golpes, ni á su dorado cabello, que esparció parte de él por el suelo; sus ojos eran fuentes que nunca cesaban de llorar; decía la afligida dama, cuando los penosos sollozos y afligidos suspiros la dejaban:
—Desdichada de ti, mujer sin ventura, castigada ingratamente por firme, por amante, y por haber guardado fe á un desleal, á un fementido, á un traidor, pues habiéndole hecho dueño de lo mejor que poseía, niega la deuda, y la paga es olvido y mudanza; escarmienten en mí las inconsideradas y fáciles mujeres que engañadas de una leve lisonja y de un fingido amor se determinan á perder lo que después no se puede recuperar; por grande desdicha paso, pues cuando en esta aflicción apetezco lo que otros aborrecen, que es la muerte, no quiere venir á dar fin á mis penas y alivio á mis cuidados.
Visitóla aquella amiga, por cuya casa don Fernando entraba á la suya; y aunque la procuraba consolar cuanto podía, era tanta su pena, tan grande la causa y tan lejos su remedio, que eran en balde los consuelos, pues estos se fundaban en esperanzas, y aquí no las había sino muy largas y fundadas en una muerte, que era en la de la esposa que don Fernando elegía; poner impedimento en el consorcio era el mejor remedio; mas un empleo tan oculto, sin haber precedido á él cédula ni testigos más que una criada, qué fuerza había de tener para impedir la intención de don Fernando, que castigó muy de contado el delito de doña Isabel, para que escarmienten las que se arrojan á dejarse galantear á un tiempo de dos, no advirtiendo cuánto llegan á perder de su fama y opinión siendo burladas, como se ve en el ejemplo presente. El remedio último que doña Isabel eligió fué resolverse á entrarse monja en el real monasterio de la Zaidía, y así lo ejecutó de allí á tres días que supo el casamiento capitulado de su riguroso galán.
Novedad pareció á Valencia ver tan presta mudanza en esta dama, cuando la juzgaban tan amiga de hallarse en todas fiestas, tan alegre en todas conversaciones, y finalmente, tan del siglo; atribuyeron todos esto, no á lo que pasó por estar oculto, sino á que Dios tiene muchos caminos por donde llama á los suyos. Esta señora escogió mejor esposo, y así con él vivió contenta lo que duró su vida. Don Fernando nunca tuvo sucesión, sino pleitos, empeños y pesares, no viviendo muy gustoso con su esposa. Solo quien tuvo felicidades con la suya fué don Alejandro, pues le dio Dios hijos y muchos aumentos de hacienda.
Aquí tuvo fin la novela, que duró hasta que llegaron al fin de la jornada de aquel día. Alabaron todos al licenciado Monsaive su bien escrita novela, diciéndole Ordóñez:
—Si como la muestra que hemos oído es lo demás del libro, desde luego le prometo á usted que sea bien admitido en todas las manos y que tenga buen expediente. No le perdonamos á usted las novelas que faltan, para que así tengamos entretenida jornada.
Agradeció Monsaive el favor que Ordóñez y todos le hacían, y ofrecióles que cuando faltase materia á la conversación, lo supliría él con leerles otra novela hasta que se acabasen, no causándoles enfado. Todos aceptaron el ofrecimiento muy gustosos, con que habiendo llegado á la posada, eligió cada uno aposento, donde se retiraron á cenar y á dormir luego, por haber de madrugar al otro día.
Capítulo IX
Llegan Rufina y Garay á Córdoba; los ponen presos, y Rufina cae mala, y esto les proporciona conocimiento con un rico genovés, que se los lleva á su quinta para que aquella convaleciese.
Por sus jornadas llegaron á la antigua ciudad de Córdoba, una de las principales ciudades de Andalucía y cabeza que fué de reino en tiempo que España la ocuparon moros; su llegada á esta ciudad fué al anochecer; pues un tiro de ballesta antes de llegar á sus muros sucedió que habiendo salido dos hidalgos al campo desafiados, el más desgraciado cayó en el suelo herido de dos estocadas penetrantes, con que el contrario le dejó, y se fué á poner en salvo; pedía el herido confesión á voces, al tiempo que el coche emparejaba con él; como el licenciado Monsalve era sacerdote y confesor, obligóle á salir del coche, acompañado de Garay y de la señora Rufina, que quiso aquí, sin ser menester, salir á ver el herido; acudieron á él y á tan buen tiempo Monsalve, que le pudo dar materia para caer sobre ella la forma de la absolución, y luego perdió el habla quedando en brazos de Garay. Volvióse Monsalve al coche, y llamando á Rufina, no quiso dejar á su Garay solo, con lo cual descortésmente partió el coche y los dejó allí, enviándoles á decir los que iban en él adonde se habían de apear con el mozo del cochero, cosa que sintió mucho Rufina, la cual quedó acompañando á Garay, que viendo aún con sentido al herido, le ayudaba á bien morir, diciéndole se encomendase de corazón muy de veras al nuestro Señor; mas él estaba tal, que en sus brazos perdió presto la vida; confusos se hallaron en ver qué harían de aquel cuerpo, cuando á este tiempo llegó la justicia, y como viese al difunto en los brazos de Garay desde lejos y á una mujer allí con ellos, y antes hubiese entendido que habían salido dos hombres desafiados, pensó que Garay era uno de los del desafío, con que le agarraron dos corchetes que acompañaban á un alguacil de la ciudad, y él les mandó que le llevasen luego á la cárcel, encomendando al alcaide que tuviese mucho cuidado con aquel preso, y él se llevó también á Rufina presa á su casa.
Disculpábanse los dos con la verdad; mas el alguacil, que se presumía que por Rufina habían salido al desafío, no hacía caso de sus disculpas, diciendo que como probasen ser así lo que afirmaban, saldrían libres. Dejó á Rufina en su casa, y fué luego á dar cuenta al corregidor del caso, diciéndole cómo aquel hidalgo había muerto en el campo, y que le había hecho traer á la ciudad, y preso al homicida y á una mujer, sobre quien sospechaba había sido el desafío; mandó que la mujer se la trajesen á su casa, y fué hecho al punto.
Estaban con el corregidor algunos caballeros, y con ellos un genovés rico, gran mercader de por grueso, que había venido á un negocio suyo: pues como viesen á Rufina con tan buena cara y talle, todos se pagaron de ella, en particular el genovés que era enamoradizo. Estaba Rufina afligida de ver que se le hiciese aquella extorsión caminando, con que era fuerza si se detenían esotro día perder aquel viaje. Hízole el corregidor con su teniente, que ya había llegado allí, algunas preguntas acerca del desafío y la muerte, y lo que á ellas respondió fué que no sabía nada de aquello, que ella venía de Sevilla caminando para Madrid en un coche, en compañía de otras personas que estaban en la posada que señaló y la habían avisado, y que vieron pedir confesión á un herido, saliendo del coche á confesarle un clérigo que con ellos venía, un tío suyo anciano y ella.
Resolvieron, por ser tarde, dejar para otro día la información de todo, mandando el teniente que á los del coche se les avisase que no partiesen esotro día de Córdoba hasta serles ordenada otra cosa. Con esto se volvió Rufina á la casa del alguacil, que se la dieron por cárcel, acompañándola el genovés aficionado, por ser su casa en la misma calle, y cuando no lo fuera hiciera lo mismo: tanto se había pagado de la moza; al dejarla en casa del alguacil se ofreció con grandes veras, y ella le agradeció el que pensaba era cumplimiento. Con la pena de verse detenida allí le dio á Rufina una calentura, de modo que fué principio de unas penosas tercianas.
El día siguiente examinaron á los del coche, y todos dijeron la verdad, conformando con lo que había dicho Rufina, con que dieron á Garay libertad, con más luz de haber sabido quién fué el homicida, porque los que se hallaron al principio del desafío depusieron en esto. Fué luego Garay á verse con Rufina, sintiendo mucho su indisposición; esforzóla á que se animase para ponerse en camino, mas el médico que fué llamado para verla la aconsejó que si no quería perder la vida no se moviese hasta estar libre de su calentura. Con esto fué fuerza partirse el coche con la demás compañía, dejando allí la ropa de Rufina, la cual hubo de pagar al cochero lo que mandó la justicia, que si no fué por entero, fué alguna parte; no se descuidó el genovés en acudir á ver á la forastera á casa del alguacil, á quien comenzó á regalar con mucho cuidado y puntualidad, y era mucho para él, porque podía muy bien ser segunda parte del sevillano Marquina; mas el amor hace los miserables generosos, como de los pusilánimes alentados.
Bien estaría Rufina en la cama quince días, en los cuales no dejó ninguno de tener visita del señor Octavio Filuchi, que así se llamaba el enamorado genovés, y después de visitarla, venía el criado con un regalo, ó de dulces, ó alguna volatería, con que el alguacil y su mujer se daban por contentos, por lo que participaban de todo. Convaleció la dama, y para hacerlo mejor, nuestro genovés le ofreció un jardín y casa, que estaba en la verde margen del claro Guadalquivir.
Aconsejóla Garay, á quien llamaba tío, que aceptase el envite, porque había conocido afición en aquel hombre, y sabía tener mucho dinero, con que se esperaba otra presa como la de Marquina. Con este consejo Rufina estimó la oferta que le hacia; y así, dispuso el pasar allí hasta hallarse con fuerzas para caminar. No quiso el genovés que se supiese en Córdoba haberla llevado á su quinta, por no dar nota á la ciudad y ocasión á la justicia para visitarles su casa; y así, dispuso con beneplácito de la dama que Rufina fingiese partir de la ciudad y proseguir su comenzado camino; hízose así á prima noche, que trajeron mulas, y ella y Garay con el mozo y dos acémilas con la ropa partieron camino de Madrid, por deslumbrar los ojos de curiosos; y después de haber andado cosa de un cuarto de hora, volvieron á Córdoba, y se fueron á la quinta, que estaba como dos tiros de ballesta de la ciudad; en ella esperaba el señor Octavio Filuchi con una muy gran cena; cenaron alegremente, y allí comenzó el amante genovés á mostrar más descubiertamente su amor. Era hombre de más de cuarenta años, buen talle, vestía honestamente, y había como dos años que era viudo, y del matrimonio no le quedó ningún hijo, habiendo tenido tres; su trato era grueso en todas mercaderías, y á su casa acudían por ellas todos los mercaderes, así de la ciudad de Córdoba como de las convecinas, porque tenía correspondencia en todas partes. Era un poco codicioso, y aun si mucho dijéramos, hablaríamos con más propiedad; era hombre de caudal, porque tendría más de veinte mil escudos, y más de cincuenta mil de créditos, fuera de sus tratos; era dado á los estudios, por haber estudiado en Pavía y en Bolonia con mucho cuidado, antes de haber heredado á un hermano suyo, que por morir en España, vino á ella á heredarle, y casóse en Córdoba, enamorado de una hija de un mercader de los que compraban de su lonja, y por esta causa se quedó en aquella ciudad. Este sujeto, que ha de ser el asunto de nuestra narración, es el que amaba á Rufina, el que la ofreció su quinta para convalecer, el que lo hizo con deseo de conquistar su amor, y finalmente, el que se dispuso á no dejar esta empresa; tanta afición mostró á la hembra. Ella estaba bien advertida por Garay de que el genovés era ave de quien podía sacar mucha pluma; pues la fortuna le había traído aquella buena dicha, deseaba no serie ingrata, sino aprovecharse en cuanto pudiese, no dejando pasar ocasión ninguna. Por aquella noche no se hizo más que cenar, y cada uno se fué á su rancho á dormir, por ser algo tarde. Hizo muestras el genovés de querer irse á la ciudad, mas sus criados le dijeron no lo hiciese, por no haber seguridad alguna de noche, que era tiempo de levas, y había soldados traviesos, y á vueltas de los hijos de vecino, que se aprovechan de estas ocasiones para robar, por parecerles que á los pobres soldados se les ha de echar la culpa de sus insultos: daño que debía remediar la justicia teniendo vigilancia de rondar de noche para averiguar estas dudas, y caso que se averigüen, castigarlas con severo rigor.
Quedóse al fin allí el genovés, que no se holgó poco; aquella noche se le pasó toda en vela, discurriendo cómo podría obligar á la huéspeda que tenía, con menos gasto, á que viniese con su voluntad; varias trazas daba, pero lo más fácil que él sabía quería olvidar, pues alcanzar amores sin liberalidades es un milagro en estos tiempos.
Vino el día, y habiendo mandado entrar á la convaleciente el almuerzo, la hallaron levantada, cosa que le admiró al genovés, entrando en su aposento á reñirla aquel exceso y á mirar de camino si aquella hermosura de Rufina debía alguna cosa al artificio; hallóla peinándose el cabello, el cual era hermosísimo y de lindo color castaño oscuro; alabó el genovés á Dios de haberle dado tan hermosos cabellos, y mucho más, cuando partiendo la madeja para responderle, vio su rostro tan igual en la hermosura como cuando se fué á acostar, cosa para enamorar á cualquiera, pues el conocer que su hermosura no tenía nada de mentirosa, sino toda natural y verdadera, es para el hombre el mayor incentivo de amor. Preciábase poco Rufina en inquirir aguas, afeites, blanduras, mudas y otras cosas semejantes, con que abrevian las mujeres su juventud, viniendo con todo esto la vejez por la posta; agua clara era con lo que se lavaba, y sus naturales colores el perfecto arrebol que traía. Venía pues el genovés á ver si gustaría de ver su jardín, y ella estimó su cuidado; y por no mostrársele desagradecida, así como estaba, sin trenzar el cabello quiso bajar á él; acompañóla Octavio con mucho gusto, dándole el brazo en algunos pasos que había menester su ayuda, y ella tomándole vio todo el jardín con particular contento, y por ofender ya el sol se volvió á la casa, donde almorzó, y después de haber hablado en varias cosas, quiso ver toda la casa; mostrósela el enamorado genovés. Teníala bien aliñada de cuadros de pintura de valientes pinceles, de colgaduras de Italia muy lucidas, de escritorios de diferentes hechuras, de camas y pabellones costosos; en efecto, no le faltaba nada para estar con un perfecto y correspondiente aliño.
Después que hubieron visto casi todos los aposentos, abrieron uno, que era un curioso camarín, correspondiente con un oratorio; aquí había muchas láminas de Roma, curiosísimas y de precio; agnus deis de plata, de madera y de flores de diferentes maneras; el camarín estaba lleno de libros en dorados escaparates puestos. Garay, que era hombre curioso y leído, aplicóse á ver los libros, y comenzó á leer sus títulos; en un retirado escaparate había otros encuadernados con alguna curiosidad; estaban éstos sin títulos; abrió uno Garay, y vio ser su autor Arnaldo de Villanova, y junto á él estaban Páracelso, Rosino, Alquindo y Raimundo Lulio. Como el genovés le viese ocupado en mirar aquellos libros, dijo le:
—¿Qué es lo que mira tan atento el señor Garay?
Él dijo:
—Veo aquí una escuela junta de alquimistas, y según la curiosidad con que usted tiene estos libros, debe de profesar esta ciencia.
—Es así —dijo el genovés— que algunos ratos me ocupo en estudiar en esos libros; ¿usted sabe algo de ellos?
—Casi toda mi vida —dijo Garay— he gastado con ellos.
—Según eso —replicó Octavio— usted será gran alquimista.
—No le digo á usted lo que soy —dijo Garay— dejándolo para más despacio, que trataremos de esto; sólo sé que, fuera de estos libros, no he dejado de leer y estudiar ningún autor químico, y conozco razonablemente al señor Avicena, Alberto Magno, Gilgilides, Jervo, Pitágoras, los secretos de Cálido, el libro de la Alegoría, de Merlín, de secreto lapidis, y el de las Tres palabras, con otros muchos manuscritos é impresos.
—Solos los manuscritos me faltan —dijo el genovés— porque los demás ahí están; mas huélgome que usted profese este arte químico, á que yo soy tan aficionado.
—Bien lo sé —dijo Garay, yendo en la malicia de lo que pensaba ejecutar adelante;— mas si le digo una cosa, se ha de admirar.
Y llegándosele al oído, le dijo en voz baja:
—Mi sobrina, sin ser latina, sabe tanto como yo, porque lo que practico lo ejecuta con la mayor presteza del mundo, y de esto ha de ver usted presto las pruebas; pero por ahora no la diga nada, que lo sentirá mucho.
No pudiera Garay haber topado camino para engañar al astuto genovés como aquél; porque era tanta su codicia, que andaba muerto por comenzar á hacer la piedra filosofal, pensando manar en oro y plata con ella, y con tal compañía se dio luego por felicísimo: engaño con que han gastado muchos sus haciendas y perdido sus vidas.
Cuando esto le dijo Garay á Octavio estaba Rufina ocupada mirando algunos libros curiosos de entretenimiento, que de todos tenía allí el genovés; pero con su divertimiento pudo oir algo de la plática, tocante á la química, y vio cuan gustoso atendía Octavio á lo que sobre ella le dijo Garay, el cual había estudiado en aquel arte, y aun perdido alguna hacienda en investigar la piedra filosofal, tan oculta á todos, pues hasta hoy ninguno con certeza ha sabido dar en el punto de esta incierta arte; y con el desengaño que Garay tenía y poco dinero, había conocido su poca certeza, y quería desquitarse de lo que perdió en ella con quien no había aún salido de este engaño, que era nuestro genovés, el cual con lo que le oyó á Garay, habiéndole creído, se juzgó monarca del mundo. Lo que le dijo á Garay fué que tenía prevenido en aquella su quinta cuanto era necesario para comenzar aquella experiencia, y así le mostró en un aposento apartado de la casa hornachas, alambiques, redomas y crisoles, con todos los instrumentos que los químicos usan y gran cantidad de carbón. Para esto halló Garay la mitad hecho para forjar al genovés una buena burla; y el mayor fundamento era verle presumido de entender aquellos libros y conocer que sabía poco de aquel arte, pues el alcanzar algo de sus principios no pudiera salir bien con su intento.
Por entonces no se trató más de esto, aunque el genovés no quisiera dejarlo de la plática. Bajaron á un cuarto bajo de la casa, cuyas ventanas caían á lo más ameno del jardín, y allí les tenían prevenida la mesa; comieron gustosamente, y acabada la comida, dio lugar Garay para que el genovés y Rufina se quedasen solos, y fingiendo sueño, fuese á pasar la siesta; en tanto el genovés se declaró del todo con la dama, ofreciéndole cuanto tenía y poseía en su servicio; ella estimó su voluntad, y por entonces no le dio más que una leve esperanza, mostrándole afable rostro. Había visto un arpa en el camarín de arriba, y pidió que se la bajasen, que con la música comenzaba ella á hacer su negocio; gustó mucho el genovés de oiría que sabía tocar de aquel dulce instrumento, y al punto mandó bajársele, diciendo que su difunta esposa le tocaba con primor, y que había ocho días que, trayendo á merendar á unos amigos á su quinta, se había encordado. Vino la arpa, y habiéndola Rufina templado con mucha brevedad, comenzó á mostrar en ella su gran destreza, que con gran primor tocaba aquel instrumento, dejando admirado al genovés ver lo diestro que tocaba. Ella para rematarle más, fiada en su buena voz, que, como está dicho, la tenía excelente, cantó esta letra:
Con lazadas de cristal,
dos risueñas fuentecillas
en la amenidad de un prado
abrazos se multiplican.
La capilla de las aves
tales paces solemniza,
y el murmúreo de las selvas
los aplaude y regocija.
Lisardo, que mira atento
amistad tan bien unida,
cuando vive despreciado,
dijo cantando á su lira:
¡Ay qué dulce vida!
Ay qué amor suave!
Ay qué gusto sin celos!
Ay qué firmes paces!
Fuentecillas, que hacéis amistades,
si saliere al prado Belisa poneos delante
porque olvide rigores,
que es quietud de las almas unión conforme.
Capítulo X
Garay y Rufina se proponen robar al genovés, y entre los dos discurren los medios de llevarlo á cabo; lo logran, y huyen á Málaga
Rematado quedó el enamorado Octavio oyendo la suave y regalada voz de Rufina; la exageró su dulzura y juntamente su gran destreza, y no era encarecimiento de amor, que en uno y en otro tenía particular gracia; ella, mintiendo colores en el rostro, mintió vergüenza donde no la había, y dijo:
—Señor Octavio, esto he hecho por divertiros; el celo se me agradezca, que osadía ha sido ponerme á hacer esto delante de quien tantas voces mejores que la mía habrá oído.
—Ninguna puede haber que iguale á la vuestra —dijo Octavio— y así, quiero que vuestra modestia no sea ofensa de vos misma; preciaos, señora, de lo que el cielo con mano tan franca os ha dado, y sed agradecida á sus favores, estimándoos mucho; y creed que mi aprobación no es la peor de Córdoba, que en mi mocedad también cursé el cantar, mas la lengua no me ayuda para cantar letras españolas; las italianas canté razonablemente, y esto á una tiorba, en que soy algo diestro.
Viendo pues que Rufina queria dejar la arpa, la suplicó que no lo hiciese, y así volvió á asegundar con este romance:
El Betis y sus cristales
parias ofrece á las flores;
porque aumenta la belleza
al verde espacio de un bosque.
En las copas de los mirtos,
los pajarillos acordes,
en su armonía explicaban
conceptos de sus amores.
Á favorecer los campos
salió de su albergue Clori,
envidia de las zagalas,
prodigio hermoso del orbe.
Las aguas se suspenden,
alégranse las flores,
los vientecillos calman,
y así todos conformes.
Las aves repiten con dulces voces:
huid, huid, temed, temed;
alerta, pastores,
que pues Clori en el campo sus plantas pone,
matarán sus ojos de amores.
De nuevo volvió á exagerar el genovés Octavio la gracia de su querida Rufina, y ella á estimar el favor que le hacía; quiso darla lugar para que reposase un rato la siesta, y él se subió al cuarto dé arriba á hacer lo mismo. Ya Garay había pensado, en el tiempo que le juzgaban durmiendo, por qué parte se le podría hacer á Octavio la herida; y así, sintiendo que se había subido á reposar, salió de su aposento, y se fué al de su fingida sobrina; dióle cuenta de lo que tenía trazado contra Octavio, siendo capa de esto la química ciencia, de que tanto se preciaba; ayudándole á desearla saber perfectamente la demasiada é insaciable codicia que tenía; y era así, que le parecía que sabiendo hacer la piedra filosofal, piélago en que tantos han zozobrado, seria oro cuanto en su casa había, y Creso había de ser un pobretón para con él, y Midas un mendigo.
Confabuló Garay con Rufina en cosas importantes para que Octavio fuese el paciente y estafado; dióle algunos avisos, y también por escrito; porque con lo que le había dicho al genovés de que era persona científica en aquel arte, la hallase por lo menos sabedora de los requisitos de él y diestra en saber sus términos; de todo quedó muy advertida Rufina, y para principio del engaño, Garay la pidió algunos eslabones de una cadena de oro, que antes de partir de Sevilla había comprado; era grande, y hacíanle poca falta docena y media, con que hubo bastante materia para comenzar la empresa. Con esto se fué Garay á la ciudad, y en una oficina de un platero liquidó aquel oro, é hizo de él una barreta pequeña, con que se volvió á la quinta á verse con Octavio, que había dormido como si no fuera enamorado, hasta poco después que llegó. Comunicó con Rufina lo que traía pensado; y viéndose con el genovés, comenzaron á hablar en varias cosas diferentes de aquella materia, todo de propósito; porque Garay iba con ánimo de que él le moviera la plática, y era tanta su codicia, que no pasó un cuarto de hora sin venir á tratar de la química en ella; con más espacio comenzó á hablar Garay, como el que había tratado de aquella engañosa facultad, y había salido con las manos en la cabeza, como todos los que la profesan. Admiróle á Octavio ver cuan en los términos de todo estaba; porque aunque se preciaba de discípulo de aquella escuela, en lo que le oyó platicar le reconoció más capaz que él, y así se lo dijo; quiso acreditarse Garay con el genovés y dar principio á su embuste con decirle que fácilmente sacaría, para prueba de lo que sabía, oro de otro metal; alegróse Octavio, y con grandísimo afecto le rogó que lo hiciese. Garay le preguntó si había carbón en la quinta, y el genovés le dijo que sí, y mucha cantidad, porque él había querido dar principio á la piedra filosofal.
Subieron los dos adonde estaba la oficina que habían antes visto, y viendo en ella Garay hornillos, crisoles, alambiques y otros instrumentos químicos, dijo:
—De lo que al presente necesitamos ya lo tenemos aquí, que es de dos crisoles pequeños.
Hizo subir fuego, y poniendo un poco de azófar á derretir en el uno, lo hizo liquidar, de modo que lo vio allí líquido el genovés; sacó una cajuela de la faldriquera Garay, y de ella un papel con unos polvos, que dijo ser lo importante para su intento; echólos en el crisol, y sacándole á la claridad de una ventana con la mayor presteza que pudo, sin que el genovés lo echase de ver, vació el azófar líquido por ella y en su lugar puso la barreta de oro que echó, y cubrióla, diciendo al genovés que importaba estar así media hora; en tanto hablaron de diversas cosas, todas en orden á desear el genovés saber hacer la piedra filosofal; porque era tanta su codicia, que le parecía que sabiéndola había de ser señor del mundo. Vio Garay ser hora de manifestar su trabajo á los ojos del codicioso, y destapando el crisol, sacó su barreta de él, mostrándosela á Octavio, queriendo aquello quedó loco de contento, si bien dudoso de que aquello fuese oro verdadero, y así se lo dijo á Garay, el cual se le dio, para que haciéndole tocar á un platero, conociese que le trataba verdad. Quiso averiguarlo Octavio, y partióse de la quinta á la ciudad, donde supo ser el oro de veintidós quilates, con que volvió gozosísimo.
En tanto Garay no estaba ocioso, porque instruyó á Rufina de todo cuanto había menester para salir con su intento. Comunicaron todos tres la experiencia que se había hecho, y Octavio, ya más codicioso que enamorado, quería que otro día se tratase de comenzar á trabajar en la piedra filosofal, prometiendo á Garay grandes ganancias, ofreciéndose él á hacer toda la costa, aunque fuesen diez mil escudos.
Garay era gran tacaño, y llevaba ya pensada la burla con grandes fundamentos, y á la propuesta del genovés le dijo estas razones:
—Señor Octavio, yo tengo casi sesenta años, que es deciros haber pasado lo mejor más de mi vida; bien pudiera, con lo poco que sé de este arte, pasar lo que me queda con tanto descanso como un grande de España, sin empeño, esto á costa de muy poco trabajo, porque lo más tengo pasado en mis estudios; yo carezco de hijos; quien me ha de heredar una razonable hacienda que tengo es Rufina, sobrina mía; con ella y la que heredó de mi hermano, padre suyo, podrá casarse honradamente con tan principal marido como el que perdió, que era de lo noble de la Andalucía, sin buscar más aumentos para ella, siéndome tan fácil el dárselos con lo que habéis visto; y el no usarlo lleva cierto intento que os quiero comunicar. En España saben que, si no soy yo, no hay ahora hombre que sepa la química con más perfección, y han llegado las noticias que de mí tienen á oídos de su Majestad, y así soy buscado con mucho cuidado por varias partes; mas ha sido tanta mi dicha, que he podido librarme de ser hallado, dando á entender que me he pasado á Inglaterra. La causa de huir de las muchas honras que su Majestad me ha de hacer no va fundada en santidad y menosprecio de las cosas del mundo, sino en mi razón de estado, que es no querer honras ni favores con la pensión de perder mi libertad para toda mi vida y pasarla disgustadamente en un honesto cautiverio, y declaróme con vos más. Su Majestad está hoy con guerras en diferentes partes, cuyo gasto es tan grande, que para socorrer su gente, no sólo há menester sus rentas reales y la flota que viene de Indias, sino valerse de la ayuda de sus vasallos; pues si yo fuese hallado de los que diligentemente y con cuidado me buscan, sabiendo que con mi arte puedo remediar todo esto con mucha facilidad, claro es que en prendiendo mi persona han de dar con ella en una fortaleza, que ha de ser cárcel para toda mi vida, pues en ella no tengo de hacer otra cosa que trabajar siempre para aumentar los tesoros de mi rey y darle poder; y éste bien se le diera yo por una ó dos veces, sino que la codicia en los hombres es tal, que no se contentan con lo que tienen, aunque sea mucho, sino que anhelan siempre á tener más. Esta, señor Octavio, es la causa por qué ando fugitivo y encubierto, y debéisme el haberos revelado lo que no hiciera á mi hermano, que hoy fuera vivo; pero de vuestro valor y secreto fío el que os encargo, que no lo perderéis de mí.
Agradeció Octavio á Garay haberse declarado con él con tanta amistad, de la cual se hallaba tan feliz, que le parecía le podían envidiar todos los del mundo.
Lo que le respondió fué que fundaba su razón de estado bien, y que para vivir preso, por temor de que no se pasase á servir á otro rey, la excusaba justamente con andar encubierto. Exageróle cuánto le estimaba y deseaba servir, y que no tenía que ofrecerle más que su hacienda, que de ella podía servirse desde aquel día como cosa propia suya; pero que lo que le suplicaba era que, pues había comenzado á dar muestra de su habilidad, no se partiese de Córdoba sin dejarle luz de ella. Esto le ofreció Garay, diciéndole que cosa tan preciosa como el oro no se hacía menos que costando oro á los principios, y que así le avisaba que había de ser grande el gasto para hacerla piedra filosofal; que si quería disponerse á que él la hiciese con partición de la ganancia, que no le estaría mal.
El genovés, que no deseaba otra cosa, le ofreció gastar cuanto tenía en ello, y Rufina de ayudarles, porque de la enseñanza de su tío se le extendía á ella algo, y aun mucho, replicó Garay. Quedó pues de concierto que de allí á dos días se daría principio á la obra, proponiendo que el principio de elíxir divino (así llaman los químicos al todo de su transmutación), se forma de la congelación del mercurio con el napelo, con la horra, con la cicuta, con la lunaria mayor, con la orina, con el excremento del muchacho bermejo, lambicado con los polvos de aloes, con la infusión del opio; con el unto del sapo, con el arsénico y con el salitre ó sal gema, y que él lo pensaba hacer con la orina del muchacho bermejo, la cual encomendó á Octavio le buscase con diligencia, que era más á propósito que ninguna cosa. Él se ofreció á buscarla, y para dar principio á la obra dio quinientos escudos á Garay, porque estos dijo haber menester para cosas precisas que se habían de comprar; y esta liberalidad hizo el genovés, así por el interés que se le seguía de lo que esperaba poseer, como por haber dormido sobre el caso y pensar tratar casamiento con Rufina, pues teniéndola á ella por esposa, era cierto tener de su parte á Garay y que no le faltaría. No quiso dilatar el publicarle su pensamiento, que aquella noche, acabando de cenar, le sacó al jardín y se lo dijo.
Parecióle á Garay que iba mejor encaminado su intento por allí; y así, le estimó su deseo exagerándole cuánto ganaba su sobrina en tenerle por dueño suyo; pero que había un inconveniente, que era esperar una dispensación de Roma para poder casarse, porque luego que enviudó Rufina, había prometido, con el ansia de perder su esposo, entrarse religiosa, y para relajar este voto, que se hizo apasionadamente, habían despachado á Roma por dispensa de su Santidad; y que la jornada á Madrid era á cobrar ciertos réditos de un juro que tenía sobre la hacienda de un gran señor, que por poderoso no se le pagaban seis años había; que le daba su palabra que venida la dispensación se trataría luego del casamiento, que él veía á su sobrina muy inclinada siempre á lo que él la ordenase. Con esto quedó Octavio el más contento hombre del mundo, y desde aquella noche fué dueño Garay de cuanto poseía.
Comenzóse pues á forjar la burla comprando Garay algunas cosas que él encarecía valer mucho á Octavio, y todo era engaño. Previno nuevas hornachas, nuevos crisoles y alambiques, diciendo que los que allí había no eran á propósito. Esto hizo en tanto que nuestro genovés andaba buscando los orines del muchacho bermejo, que fueron algo dificultosos de hallar, aun que lo consiguió con dineros, que todo lo allanan, porque temiéndose de un hechizo la madre del muchacho, quiso que se lo pagasen bien. Todo cuanto Garay dilataba su química cautela era para hallar á propósito disposición de dar el salto á Octavio; y para cuando se ofreciese la ocasión tenía comprados dos valientes rocines á propósito para huir de Córdoba, y éstos estaban en parte secreta.
Compuso las destilaciones sobre las hornachas á vista del genovés, compró alguna alquimia, bronce y azófar, diferentes sales y otras cosas de lo que los químicos usan; y dando fuego á las hornachas, destilaban lo que se les ponía, que no era nada á propósito, sino sólo para engañar al que gastaba sin orden, con la espera de lo que había de resultar de allí. En cuanto á amor, íbale mejor á Octavio, porque con lo propuesto del casamiento, la señora Rufina, por pasar con su engaño adelante, le hacía algunos lícitos favores en ausencia de Garay, con que Octavio andaba loco y manirroto.
Ofreciósele venirle á Octavio una letra de cantidad que hubo de pagar á veinte días vista; y con esto y alguna quiebra de correspondencias que tenía en partes extranjeras, con que temía faltar de todo punto á su crédito, si aquello no se componía en su favor; pero por lo que sucediese valióse del remedio que toman todos los hombres de negocios que quiebran, que es salvar los bienes para después hacer la fuga á su salvo. Así nuestro genovés no se dio por quebrado de todo punto; pero iba disponiendo la prevención para si sucediese, que fué lo que le estuvo mejor á nuestra Rufina y á Garay. Ocultó algunos bienes de joyas y dineros Garay en nombre del genovés, de quien él ya hacía mucha confianza, y la persona que los tenía en depósito estaba avisada que á nadie los entregase sino á uno de los dos; sin esto llevóse otro tanto á la quinta, que á vista de Rufina encerró en un secreto lugar que para fracasos como estos tenía fabricado con mucho artificio, sin que nadie diese con ello, si no es que lo supiese, íbase trabajando en la mentida destilación, dándole Garay buenas esperanzas que dentro de veinte días tendría fin aquel trabajo y vería mucho oro en su casa para reparar aquellas quiebras, siendo más de mil escudos los gastados en adherentes químicos, según la cuenta de Garay, no habiendo gastado quinientos reales. Ofreciósele á Octavio en este tiempo llegar á Andüjar á verse con un correspondiente suyo para tratar con él cómo se sanearían estas quiebras que se esperaban, y encargando á Garay su casa, fué dejar carne al lobo; porque viendo la ocasión como la pudo desear, sin aguardar á más, sacó el depósito de aquella casa, lo que era dinero y joyas, y dejó la plata labrada, y lo que ocultaba la quinta no se quedó en ella; y acomodándolo bien, desampararon Rufina y Garay las hornachas y alambiques, y con su dinero acrisolado hicieron la piedra filosofal á costa del genovés ausente. Pusiéronse á caballo en ocasión que la gente de Octavio dormía, y tomando el camino de Málaga, que sabía muy bien Garay, caminaron por él toda la noche, con más de seis mil ducados en joyas y dineros. Tuvieron advertencia de dejar las hornachas puestas y los crisoles y alambiques armados y todo á punto, y encima de un bufete un papel que escribió Garay en verso, que lo sabía hacer, para que con más picazón quedase Octavio. Con esto, como está dicho, se partieron á media noche en sus rocines, que ya habían traído á la quinta, desviándose del camino real, adonde los dejaremos ir su viaje, ricos y prósperos, á costa del paciente, por decir lo que sucedió.
Volvió Octavio de Andújar de allí á dos noches, no muy gustoso, por no haber negociado como quisiera, porque el agente no halló modo cómo guiar aquellas cosas para prevenir el daño que esperaban, por la quiebra de correspondencias y de caudal; pero lo que á nuestro genovés le consolaba más era tener en Garay fundadas unas firmes esperanzas de que saldría con su empresa de modo que todo aquello se remediase y él quedase riquísimo, que tan ciego le tenía su química ó quimera. Llegó á la quinta ya de noche, y halló en ella á un criado suyo, que en compañía de Garay y de Rufina había dejado, que los demás estaban en Córdoba. Éste le recibió con un semblante muy triste; y hallándose con él arriba, sin ver mudanza en él de semblante, le preguntó con alguna alteración, temiendo que hubiese novedad, por sus huéspedes; de ellos no le pudo dar razón alguna el criado, porque no los vio partir de la quinta, que le dejaron durmiendo y cerrado en su aposento; y así se lo dijo á su amo, y que por ser fuerte la puerta de él, no la pudo abrir hasta que la hizo pedazos, estorbándose en esto hasta medio día. Buscaron lo que por allí había, y hallaron los cofres descerrajados y su dinero menos; no era esto lo que más temía Octavio, sino que hubiese Garay llegado á su depósito. Al entrarse á acostar, poniendo él mismo la luz sobre el bufete donde estaba el papel, le abrió y vio en él escrito este romance:
Alquimistas mentecatos,
más codiciosos que ricos,
que en multiplicar hacienda
ponéis todos los sentidos,
la piedra filosofal,
que tanto habéis pretendido,
para convertir en oro
todo metal menos fino,
enseña el doctor Garay,
en el orbe protoquímico,
que vive ya escarmentado,
si pecó de motolito.
Éste, siguiendo la escuela
de Alejandro, Jervo y Rosino,
Paracelso, Morieno,
Raimundo, Avicena, Alquindo,
con otros varios autores,
que eminentes y eruditos
se quemaron las pestañas
por parecer entendidos,
desentrañando los senos
de sus bien pensados libros,
en el fin de sus estudios
supo lo que en el principio.
Y así, después de gastar
tiempo, que dio por perdido,
sólo el santo desengaño
le curó de su delirio.
Lo que enseña desta ciencia,
en que tan docto ha salido,
es á escapar deste daño
y á huir deste peligro.
Y porque los anhelantes
que siguen su laberinto
no se queden sin vejamen,
les pide atentos oídos.
Hombres de cascos baldados,
ligeros de colodrilo,
que para mofa de todos
traéis al sesgo el juicio,
¿en qué fundáis la intención,
en qué estriba ese capricho,
que corrupción de materias
engendren oro subido?
¿Putrefacción de excrementos
ha de producir al hijo
del sol, que navega á España,
de dónde lo inquiere el indio?
¿De cicuta ponzoñosa,
del opio, veneno impío,
ha de formarse un metal
del mundo el más pretendido?
¿El arsénico y lo graso
del oso han de ser principios
de generación tan noble?
¿No miráis que es desatino?
Si á interpretar jerigonzas
de vocablos inauditos,
andáis de autor en autor,
¿no veis, no veis que ellos mismos,
cuando se dieron al ocio
de sus estudios prolijos,
para desvelo de necios
escribieron en guarismo?
Porque á saber ser verdad
lo que tanto habéis creído,
con lo oscuro no os hicieran
escolásticos del limbo.
Lo enigmático y dudoso,
pretendiendo ser Edipos,
¿queréis deslobreguecer,
cayendo en mayor abismo?
Si creéis que por verdad
afirmaron los antiguos
que la química era ciencia
importante á los nacidos,
¿no echáis de ver que en el modo
de vocablos exquisitos,
para más desatinaros
huyeron del Calepino?
La virtud trasmutativa
llamaron (ved qué delirio)
polvo, piedra, cuerno, ungüento,
elíxir y otros distintos
nombres, para que la escuela,
que inquiere trasmutativos,
dando en temas de locura
multiplica desvarios.
Lo que os manda ejecutar
en los términos precisos,
¿no veis que echa bernardinas,
pues son sus vocablos mismos?
Denso, raro, ánima, cuerno,
volatín, ingenio fijo,
formas, materia, pureza,
duro, blando, puro, misto.
Los humos de que se vale
son calcantes, litargirios,
magnetos, férreos y talcos,
calaminas, salcatinos.
Á los cuerpos de las sales
los llaman nombres de espíritus,
hilipingüedo, baurat,
tucar, coágulo, vitro.
Al azogue, que es el norte
en quién fundan sus principios,
llaman Mercurio, Favonio,
Ecuato, Eufrate, unitivo.
Á la plata, luna, reina,
incineración, lucinio,
nigredo, calcinación,
hipostasis femenino;
y vosotros para usar
de aquestas cosas, solícitos
andáis siempre entre crisoles,
bacías, fuelles, hornillos,
baños, morteros, cedazos,
parrillas, copelas, vidrios,
alambiques, cazos, ollas,
fuego, cazuelas, lebrillos,
tan tiznados y ahumados,
tan quemados y curtidos,
que parecen en los rostros
á los sulfúreos ministros.
Que el escarmiento en los necios,
que fingieron tal camino,
no os libre de mentecatos,
es de lo que más me admiro.
Pues buscando incertidumbres,
apurados de juicio,
empeñadas las haciendas,
y de caudales falidos,
andáis más pobres que andan
vagabundos peregrinos,
gramáticos y poetas
entre quien pocos se han visto
con caudal; y así vosotros,
de la razón fugitivos,
disipáis todos los vuestros,
emprendiendo desatinos.
Tú, Octavio, con tanto amor
como Codicia, has venido
confiado en este embuste
á ver vanos tus designios.
Si bien el que esto escribe
bien con el suyo ha cumplido,
pues de palabras de viento
á sacar moneda vino,
¿qué piedra filosofal
hay de quien se haga oro fino,
como de un fingido engaño
y un amoroso cariño?
El mío halló su provecho,
y la moza hizo su oficio,
que es fingir amor en quien
estafado de ella ha sido.
Ahí quedan las hornachas,
los alambiques y vidrios;
la receta de hacer oro,
esa la llevo conmigo.
Si te pareciere bien,
estafa á otro motolito,
porque pague con su engaño
lo que te hemos ofendido.
Porque cobrar tu moneda
con las armas de Filipo,
tus ojos no le verán
por los siglos de los siglos.
No tardó poco el engañado genovés en leer los versos satíricos que sus fugitivos huéspedes le dejaron; luz tuvo de ser ellos los autores del robo, mas no la halló para topar con ellos. Aquella noche la pasó cual puede considerar el discreto lector de quien se veía en víspera de quebrar, y sin remedio de soltar su quiebra, y estafado ó robado. No perdió la esperanza, así de hallar en Córdoba el depósito intacto como de alcanzar á los robadores de su moneda. Vuelcos daba por la cama, y no lo causaba el amor de la tacaña Rufina, que ya se le había quitado con la falta de su moneda, sino el haberla perdido engañado de un embustero socarrón; allí maldijo los principios de su química, aunque debiera echarlos bendiciones, pues le atajaron con la burla que prosiguiera en su intención. Apenas vio el día, cuando levantándose á toda prisa fué luego á la ciudad y á la casa del depositario de su hacienda, y preguntóle si había acudido allí Garay; le respondió que sí, y se había llevado cuanto en su poder tenía, siguiendo la orden que le había dado de entregárselo si viniese.
En poco estuvo el desesperado genovés de no quedarse allí muerto de pena; hizo demostraciones de sentimiento, tantas, que á no saber la causa el depositario, le tuviera por falto de juicio. Consolóle lo mejor que pudo, y aconsejóle cuánto le importaba que luego se hiciesen apretadas diligencias en buscar á los delincuentes; hizo cuantas pudo, á costa de su dinero, qué le llevaron comisarios despachados con requisitorias por varios caminos; pero el que llevaba Garay y Rufina era tan extraordinario, que no dieron con ellos; y así, se volvieron á Córdoba á cobrar los salarios de quien los había despachado, con que fué añadir gasto al robo. Dilatóse luego por toda la ciudad, con que á otra letra que le vino al genovés hubo de ausentarse por no aceptarla y dar consigo en Genova con lo que pudo salvar de su moneda y hacienda, dejando á sus acreedores á la luna de Valencia, sin hallar bienes de qué cobrar sus deudas y créditos que le hablan dado: paradero ordinario de los que abrazan mucho con poco caudal, fiados en que con la fuga se libran de estos lances.
Capítulo XI
En el camino de Málaga encuentran Garay y Rufína á unos ladrones; los escuchan, sin que ellos lo adviertan, el plan de un robo, que debían depositar en un ermitaño; discurre Rufina el robarlo; lo que pone en ejecución, y se queda á vivir en la ermita con el ermitaño Crispín.
A paso caminaban Garay y Rufína por camino desusado: en cuatro noches no durmieron en poblado, temerosos de que no fuesen hallados de la justicia, presumiendo que el ofendido genovés los había de hacer buscar con cuidado; al fin ellos desvanecieron sus diligencias con guardarse en disfrazado traje de ocupar el poblado. Garay acudía á él por lo necesario para sustentarse, y por ser buen tiempo, que era entonces la primavera, dormían en el campo. Llegaron á un bosque una tarde al ponerse el sol, temerosos de que un nublado muy denso no descargase sobre ellos cantidad de agua y piedra, que eso prometía con dilatados truenos y recios; con este temor se acogieron á lo más espeso, donde amparándose de las ramas, las tomaron por defensa de una recia agua que el cielo envió, envuelta en piedra. Con el mismo temor se valieron del bosque otros que eligieron por amparo otro puesto cercano al en que estaban los fugitivos Garay y Rufina. El rumor de su plática dio motivo á Garay para que quietamente saliese de donde estaba, y encubierto de las ramas se puso cerca de ellos.
Eran tres hombres los que estaban allí, y cuando Garay llegó comenzaba esta plática el uno de ellos:
—Si esta noche, compañeros míos, no se serena, mal lance podemos esperar en lo que emprendemos; porque á continuar así esta agua, vendrá á ser estorbo de nuestros intentos.
—Así es —dijo otro— y el ermitaño de la ermita del cerro se habrá cansado en balde de habernos aguardado para facilitar nuestro robo.
—Único hombre es —dijo el otro— y la capa de su hábito lo es de nuestros latrocinios, y ha sido excelente el modo con que ha sabido granjear las voluntades de los que le han dado á su cargo aquella ermita.
—Él sabe tan bien fingir con su estudiada hipocresía, que engañará á cualquiera —replicó el primero— y así lo ha hecho, acreditándose de virtuoso varón por toda esta tierra, siendo el mayor bellaco facineroso que habita en ella.
—Doce años há que le conozco —dijo el segundo— usar el trato del araño, y en todo este tiempo ha tenido tanta dicha, que nunca puso pie en cárcel, habiendo otros que al primer hurto son castigados.
—Es el amparo de los de nuestro trato, y su ermita, con aquella cueva que ha hecho debajo de ella, el depósito de nuestros hurtos —dijo otro— y el de antes de ayer fué el más considerable que ha habido en esta tierra, pues pasaron más de mil y quinientos escudos en oro los que le quitamos al tratante en tocino.
—No me contento con otros tantos —dijo el que primero había hablado— si la noche se mejora.
Con esto trataron del modo cómo habían de ejecutar el hurto, de que no perdió sílaba Garay: sabía toda aquella tierra bien, y teníala medida á palmos; de modo que conocía razonablemente al ermitaño, si bien le tenía por un santo, no imaginando que tal trato tuviese ni que su ermita fuese receptáculo de ladrones. Volvióse á su puesto con Rufina, á quien contó cuanto había oído á los ladrones; estuviéronse quietos, deseando que así lo estuviesen sus dos rocines, porque de ser sentidos, esperaban que tendrían mejor medra con sus despojos que con el hurto que iban á hacer. Sucedióles bien, estando la fortuna de su parte, porque las cabalgaduras estuvieron quietas, la noche se serenó, y los ladrones acudieron á hacer su herida: Garay y Rufina, sintiendo que se ausentaban de allí, tomaron el camino de una cercana venta, donde pasaron aquella noche, y estuvieron en ella esotro día; allí confirieron Garay y Rufina lo que habían de hacer, y se dirá adelante, dándoles motivo á nueva empresa lo que á los tres ladrones habían oído la noche antes; y así dispuesto todo, los dos se fueron cerca de la ermita del cerro, donde estaba el hermano Crispín, que así era llamado, siendo ermitaño, y antes Cosme de Malhagas, por mal nombre entre los de su trato.
Ensayada estaba Rufina en lo que había de hacer; y así, á un árbol que estaba al pie de un cerro, cercano á la ermita, fué atada de Garay, y luego comenzó ella en altos gritos á decir:
—¿No hay quién favorezca á una desdichada mujer que la quieren quitar la vida? Cielos, doleos de mí, y vengad el agravio que se le hace á mi inocencia.
Aquí hacía su papel Garay, diciendo:
—No tienes que dar voces á quien no te ha de remediar; encomiéndate á Dios el poco tiempo que te queda de vida, que luego que seas atada á este árbol te he de sacar el alma á puñaladas.
Á los primeros gritos oyó Crispín á la mujer, y hallóse solo en la ermita, cosa nueva, porque siempre vivía las noches acompañado de la gente non sancta de su trato. Valióse el bendito de dos escopetas, antes que de amonestaciones, que no son tan eficaces para el miedo entre la gente obstinada; y así bajó al puesto donde estaban Rufina y Garay, disparando una escopeta. Vínole de molde á Garay esto, porque habiendo de hacer su fuga como tenía concertado con su moza, la hacía con mayor causa, pues se le atribuiría á temor de aquella tremenda arma; y así, poniéndose en su rocín y tomando la rienda al otro, á todo correr se ausentó de allí. Bajó Crispín, donde á la luz clara de la luna, que entonces comenzaba á salir, vio á Rufina mintiendo llanto y fingiendo angustia del susto en que se había visto; y así, para hacer mejor su papel, dijo al llegar el hipócrita ermitaño:
—¿Dónde vuelves, enemigo mío, perdiste el miedo al tremendo rumor de la escopeta para acabar mi vida? Aquí me tienes, da fin á ella; mas lo que te aseguro es que por este delito que cometes, estando inocente de lo que me imputas, te ha de castigar el cielo fieramente.
Llegó en esto Crispín, y díjola:
—No soy, señora, quien habéis pensado, sino quien viene á remediar vuestra pena y ponerse á defender vuestra vida. ¿Dónde está quien pretendía ofenderla? que depuesto el modesto estilo de mi profesión, he venido con estas escopetas á seguir al que os ofende, por parecerme era servicio de nuestro Señor.
Esto decía, y la desataba del árbol, y habiéndolo hecho, Rufina se arrojó á sus pies, diciendo:
—De vos, hermano Crispín —que ya sabía su nombre— me había de venir este milagroso socorro; revelación habréis tenido de este delito que se intentaba hacer, pues con armas ajenas de vuestro hábito habéis acudido al remedio, prevención que os vendría del cielo para castigar tal maldad: págueos Dios el socorro, que yo soy una flaca mujer, que no puedo más que con sumisiones agradeceros este bien que me habéis hecho, debiéndoos no menos que la vida, que estaba expuesta al furor de un hermano mío, que mal informado quería quitármela.
Parecióle la mujer muy bien al hermano Crispín, que no despreciaba nada que tocase á género femenino; mas como su compostura y modestia habían de sustentar su introducida hipocresía, abstúvose de no decirla mil cariciosas razones, y asido á las aldabas de su mentida santidad, la dijo:
—Hermana mía, no soy tan digno de los favores del cielo como me hace, mas anhelo á procurar parecer bueno sirviendo en esta soledad al Señor; su divina Majestad ha permitido que en esta ocasión yo fuese el medio por quien vuestra vida no peligrase; gracias al cielo que todo ha parado en bien; una celda pobre os puedo ofrecer esta noche y las demás que gustáredes hasta negociar vuestra comodidad, mientras se pasa la ira de vuestro hermano; esta os ofrezco con una voluntad muy sencilla y un amor de prójimo, que este hábito se vistió para ejercer estas caridades.
De nuevo le dio Rufina las gracias por el ofrecimiento que le hacía mintiendo lágrimas, que en la mujer es cosa fácil; aceptó el ofrecimiento que la hacía, por ser lo importante para lograr su intención, y así caminaron hacia la ermita, yendo el hermano muy aficionado de Rufina y metido en varios pensamientos; llegaron á ella con no poco cansancio de la engañosa moza, mintiendo aún más del que tenía; Crispín la esforzaba, llegándose á darla el brazo. Abrió la puerta de su celda y entraron dentro; para lo exterior tenía una tarima en que fingía dormía, una pobre mesilla, un crucifijo á la cabecera de la cama, una calavera al pie, y la disciplina colgada cerca en un clavo. De ver esto se admiró Rufina, arrepintiéndose de haber venido allí, porque la pobreza de la celda y el encogimiento de su dueño parece que contradecían á la información que habían tenido de los tres ladrones en el bosque. Crispín, viéndola notar todo su menaje, la dijo:
—Hermanica, parecerále pobre albergue este, con que se prometerá toda descomodidad esta noche; pues no desespere de tenerla, porque ha sido dichosa en no haber hallado aquí quien asista en novenas, que suelen algunas personas devotas tenerlas en esta ermita; y así, la providencia de los que cuidan de ella tienen alguna ropa para hacer camas aquí.
Mentía en esto el hipocritón, porque habiendo preguntado lo primero á Rufina si era de Málaga, y dichole que no, con esto se atrevió á fingir que había allí camas para los que tenían novenas, y no era así, sino que él, para dormir con comodidad y regalo, tenía muy blandos colchones y la ropa necesaria para una regalada cama, y aun para dos, por los secretos huéspedes que tenía; estaba esta ropa con otras alhajas en un sótano que él había hecho secretamente, que era la custodia de los bienes que, contra la voluntad de sus dueños, se traían allí por la gente de rapiña. Rogóla que allí le atendiese, y el socarrón solícito bajó abajo y subió la ropa, con que se hizo una cama en un retirado aposento, algo apartado del suyo; cenaron aquella noche algo mejor que Rufina había pensado, porque no faltaron principios de regaladas frutas del tiempo, una sazonada olla y un conejo antes de ella, que dijo Crispín haberle dejado un devoto suyo, á quien debía muchas obligaciones. Rufina, forzando su natural alegre, estuvo muy mesurada en la cena, fingiendo mala gana de cenar, causada de su fingida desdicha; el hermano también mentía la hambre con que estaba, pues para sus buenos alientos era toda aquella cena poca; mas hubo de abstenerse, como Rufina, mas no lo estuvo de mirarla en cuanto la cena duró. Hubo gracias á la postre, como al principio bendición, con que alzados unos pobres, aunque limpios manteles, el hermano deseó saber de Rufina la causa de quererla su hermano matar, y así la rogó que se la dijese. Ella, por mostrar agradecimiento en esto y reconocer la obligación en que le estaba, le dijo:
—Aunque renovar sentimientos ha de ser para mí más aflicción, tiéneme, hermano, tan obligada, que seria ingrata á no condescender con lo que me manda; y así, prestándome oídos, pasó mi suceso de esta suerte:
—Yo soy natural de Almería, nacida de padres nobles, pues há muchos años que en aquella ciudad tuvieron su antiguo origen; no tuvieron de su matrimonio más que á mi hermano y á mí, que es un año mayor que yo; y murieron nuestros padres, dejándonos á mi de quince años, moza y con la cara que veis; tuve muchos pretendientes para casarse conmigo, mas mi hermano no se pagaba de ninguno, poniéndoles defectos, ya en la sangre, ó ya en sus personas, con que no llegó á tener efecto ninguno en su pretensión; bien creo que era la causa de esto desear mi hermano que yo me entrase religiosa en un convento de monjas donde estaban dos tías mías, y de esto tuve premisas, por ver lo que yo era rogada de ellas que fuese allí religiosa; yo nunca tuve intento de serlo, y así nunca les salí á su pretensión, con que mi hermano no me mostraba muy buen semblante.
Acertó á venir de Flandes un hidalgo que había salido de Almería niño, y por sus servicios mereció llegar al puesto de capitán de infantería, y de allí á capitán de caballos; quiso dar una vuelta á la patria; y así, con licencia de su general, vino á ella muy lucido de vestidos; tenía mediana hacienda y muchos réditos caídos de ella desde que había dejado su patria; vióme un día en una iglesia, preguntó quién era, informáronle bien, y lo más cierto es que se aficionó de mí, con que me comenzó á galantear y á escribir; al fin, por abreviar, yo, viendo sus finezas, su igualdad en sangre y buenas partes en él, procuré pagarle su afición, de modo que le di entrada en mi casa con pretexto de que sería mi marido; pudo hacer esto con más seguridad, por estar entonces mi hermano enfermo de una larga enfermedad, de que pensó morir. ¡Pluguiera al cielo así fuera, para que no llegara yo á ver lo que ha pasado por mí!
Uno de los que me festejaban, envidioso de que un recién venido hubiese sido admitido en mi gracia y tan adelante, dio en seguir sus pasos, y pudo su vigilancia llegar á verle entrar en mi casa y salir muy á deshora; con esto le pareció vengarse de mí, que le había despreciado, en dar cuenta á mi hermano de lo que pasaba en su casa; y así, un día que le visitó, hallándose á solas con él, le dijo cuanto había visto.
Estaba entonces mi hermano más esforzado, pues se comenzaba á levantar, y con mediana diligencia pudo certificarse en ver lo que el otro le había dicho. No pudo por entonces vengarse por su gran flaqueza; mas dejólo estar para mejor ocasión, sintiendo mucho que yo hubiese puesto los ojos en el capitán; porque con cualquiera no sintiera tanto el verme prendada como con él, que con un hermano suyo mayor había tenido muchos disgustos, y nunca se llevaron bien.
Convaleció mi hermano, y viendo al capitán ausente de Almería, que había ido á la corte á sus pretensiones, me dijo que me quería traer á Málaga á ver otra tía monja, de la orden de San Bernardo; yo, creyéndole, como estaba ignorante que sabía estas cosas, condescendí con su voluntad, muy gustosa de tratar tal jornada, porque quería mucho á esta señora, y ella me pagaba este amor con muchos regalos que me enviaba. Con esto se dispuso la partida, y viniendo en dos andadores rocines con dos criados, al llegar á este bosque los mandó adelantar á tomar posada, y al emparejar con ese sitio donde me hallastes, que era cuando había anochecido, valiéndose de sus fuerzas, me apeó y puso en el término que viste, donde perdiera la vida infaliblemente si vuestro socorro no llegara en la forma que llegó, porque del trueno de la escopeta temió de tal manera, que desamparó el puesto y me dejó atada á aquel árbol; Dios os guarde, que nunca me olvidaré, mientras Dios me diere vida, de este beneficio.
Consoló mucho el hermano Crispín á su huéspeda, y ofrecióla que la ayudaría en cuanto se la ofreciese; y por ser algo tarde se recogieron á dormir, yendo Crispín lo bastantemente enamorado de Rufina para desear hallar modo cómo supiese, sin escándalo, su intención. Rufina ocupó la cama que se había hecho para ella, y Crispín otra que tenía escondida con muy buena ropa, que no se procuraba tratar mal. Toda aquella noche estuvo desvelado, discurriendo cómo podría manifestar su amor á su huéspeda; con esto le halló la mañana, anunciándola los pajarillos de los vecinos campos con sus arpadas lenguas; levantóse, y de allí á poco Rufina, la cual acudiendo á la iglesia de la ermita, que se podía entrar por ella desde la casa del ermitaño, le vio en ella de rodillas; apenas sintió ruido, cuando dejando su oración, si la hacía, volvió la cabeza á verla; no pudo acabar consigo menos, tanto la quería desde la pasada noche; también Rufina de su parte se acogió á la hipocresía, estando largo rato de rodillas, más que ella quisiera, porque no era muy devota. Vio acabar de orar á Crispín, y así ella también dejó de hacerlo, vínose para ella el hermano, diciéndola:
—Loado sea el Señor, hermanita en Cristo, y déle tan felices días para el cuerpo y para el alma como yo deseo; dígame, criatura de Dios (¡y qué perfecta!), ¿cómo ha pasado la noche?
Ella le dijo:
—Hermano, con su buen agasajo bien, aunque mi pena no ha permitido que el sueño diese sosiego.
—Es uno de los alimentos mayores que tiene el hombre —dijo Crispín,— y así creo que hace tanto como la comida; encomiéndelo todo á Dios, que su pesar parará en alegría.
—Así lo permita su infinita bondad —dijo ella.
Fuéronse de allí á una estancia que miraba al campo, donde sentados los dos, quien comenzó la plática fué Crispín, diciendo así:
—Cierto que cuando veo á los hombres salir de su quietud y andar con desasosiego por la hermosura de las mujeres, en parte los disculpo, porque los efectos humanos no pueden dejar de hacer su oficio, que es dejarse llevar de lo que los ojos han visto con delectación suya, teniendo por objeto una de las muestras mayores que nos ha dado la divina Majestad, para que por ellas rastreemos cuáles serán las celestiales beldades de aquellos espíritus angélicos. Yo desde que dejé el mundo, que fué en edad que aún no conocía malicia, me procuro apartar de ver hermosuras, porque hallo que es para mí grande inconveniente el mirarlas, pues de hacerlo con atención, como he visto por experiencia, resulta el verme inquieto: lazos que pone el demonio para que los que estamos ajenos de él seamos suyos. Todo este período ha parado en llegaros á decir que el mayor servicio que os he hecho ha sido el admitiros por huéspeda mía, cuando vuestro rostro es el mayor peligro que tienen las almas, pues tiene tantos primores, que con ellos las hechiza y enajena; no os admiren estas razones, ajenas de este hábito, que por lo hombre me distraigo de él, para deciros esto.
Quedó con colores de vergüenza el que tenía tan poca, y no menos la mostró Rufina; mas como la ocasión la ofrecía cabellos, y aquella era la que había de darla camino para su pretensión, no quiso perder sus cabellos, y así le dijo:
—Aunque yo no me incluya en el número de las que pueden con su beldad inquietar á los hombres, le confieso, hermano Crispín, que me conformo con su opinión, que es tan poderosa la fuerza de la hermosura, que á mí, con ser mujer, me lleva y deja suspensa cuando tengo algún bello objeto delante de mis ojos; y así no me admira que los hombres hagan extremos estando enamorados, pues á más les obliga la fuerza de la belleza que aman; ni aun me espanto de que comprenda aun hasta los que están retirados del mundo, pues no se han purificado de los humanos afectos. Yo estimo en más el hospedaje que me hacéis, pues es con tanta pensión de vuestra quietud; quisiera que en mí misma no estuviera la causa; mas lo que podré hacer, será dejaros descansar y aliviaros del enfadoso hospedaje mío, si os tiene de costa lo que me significáis pernicioso, que os pago, si no en la misma moneda, á lo menos con lastimarme que dejásedes tan presto el trato de las cosas del mundo por vivir en esta soledad, que aunque es por mejora de vuestro espíritu, todavía hallo en vos partes para que todos las estimaran algún tiempo, teniéndole después para poner en ejecución lo que habéis hecho.
Á medida de su deseo habló Rufina al hermano Crispín, y él, contento con lo que la oía, se atrevió á decirle que su hermosura era tan poderosa con él, que desde que entró en su albergue no podía sosegar, amándola tiernamente.
Rufina no se esquivó de lo que le oía, disculpándole los afectos de hombre; no le desesperó de favor, porque la convenía; y así le dejó contentísimo.
Fingióse Rufina indispuesta dos días sin levantarse de la cama, donde fué regalada de su huésped con grandísima puntualidad, que de noche le traían conocidos suyos, de los cofrades de Caco, cuanto podían desear. Á mucho se atrevía Rufina, que fué á quedarse á solas con un hombre en una soledad; mas hizo este atrevimiento conociendo en él mucha voluntad y amor; y éste, cuando es perfecto, siempre peca en cobarde, pues no hay ninguno que amando perfectamente se atreva á ofender con osadías á quien ama; así lo hacía Crispín; lo que estaba en su favor fué el prometerle Rufina que sabido de su hermano que no estaba en Málaga, le oiría con más gusto; pero que la pena de no hallarse aun allí segura la tenía desazonada para no atender á los muchos méritos que en él iba conociendo cada día. Con esto pudo tener á Crispín á raya, con esperanzas de verla más propicia en su favor; y así la prometió hacer las diligencias posibles con amigos suyos, para saber si su hermano estaba en Málaga.
Capítulo XII
Llegan los ladrones con el robo; se ponen á cenar, y después de la cena empieza uno á contar la novela de «El conde de las Legumbres»
Aquella noche los tres camaradas de la garra, amigos íntimos de Crispín, llegaron á su ermita con un grandioso hurto, que era el que no había tenido efecto la noche que se acogieron al reparo del bosque, de quienes Garay oyó su platicar; lo que traían eran dos bolsas con lindos doblones, en que había más de mil y quinientos escudos. Á estos había Crispín de franquear la entrada en una casa, donde le daban limosna en la ciudad, y aquella noche no tuvo efecto su pretensión por el agua, que le fué estorbo al ermitaño Crispín para ir á la ciudad; ahora se facilitó más con un muchacho que dejaron dentro para que á media noche les abriese las puertas.
Estos tres garfios humanos se hallaron en la ermita, de quienes Crispín ocultó la huéspeda que tenía, y admitióles á estos en su albergue, sin reparar en el recato de su estado, por la gran confianza que ya tenía de Rufina, de quien fiaba que le ayudaría en todo. Dióles de cenar á los tres, y sobre cena se trataron varias cosas; había entre los tres uno que, habiendo dejado sus estudios, se dio á esta picara y peligrosa vida, no mirando á su sangre y partes, que las tenía buenas. Este siempre era el fomento de las conversaciones y el entretenimiento de sus amigos; y así, le pidió Crispín que para divertir algo de la noche y no acostarse acabando de cenar, les contase alguna historia ó novela, pues tantas había leído. Esto hizo por entretener á Rufina, que toda su plática estaba oyendo desde su aposento, que era otro más adentro de donde los tres estaban, no poco alegre de acabar de haber visto que Crispín era el encubridor de aquella gente tan honrada.
Rogado, pues, el compañero quiso darles gusto, y así dijo de esta manera.
Novela segunda
El conde de las Legumbres
Don Pedro Osorio y Toledo, caballero nobilísimo, nació de ilustres padres en Villafranca del Vierzo, villa antigua, que confina con los términos del reino de Galicia. Crióse con su hermano mayor don Fernando Osorio y con una hermana, llamada doña Costanza en su patria; mas por faltarle sus padres á los tres lustros de su edad, le fué fuerza valerse del camino que toman los hijos segundos que les están señalados unos cortos alimentos, y así siguió la guerra en Flandes, donde por sus heroicas hazañas, hechas en ofensa del rebelde holandés, de alférez, que fué el primer puesto que tuvo, subió al de capitán, donde con mayor fama mereció que el serenísimo archiduque Alberto le honrase con su majestad para que le diese el hábito de Alcántara, con futura sucesión de la primera encomienda que de aquel militar orden vacase. Con esto continuó su bélico ejercicio, hasta que hubo treguas con el enemigo, firmadas por un año; esto y saber que su hermano mayor era muerto le obligó á pedir licencia para dar una vuelta por su patria, que dos hijos que había dejado, y asimismo su hermana, necesitaban de su presencia; los unos para su amparo, y ella para tratar de su remedio.
Llegó don Pedro á Villafranca á tiempo que su hermana faltaba de allí quince días había, porque una tía suya, hermana de su padre, viuda, se la había llevado consigo á Valladolid, donde entonces estaba la corte, determinada esta señora de dejarla su hacienda, después de sus días, para que con ella se casase.
Trató, luego que llegó don Pedro á su patria, de componer las cosas tocantes á la hacienda de su difunto hermano; y cuando ya las tenía puestas en razón y dejado á sus sobrinos en compañía de un deudo suyo anciano para que tratase de su crianza, determinaba irse á Valladolid á ver á su hermana. Previniendo estaba su partida, cuando un día que se halló en la plaza de Villafranca vio que por ella cruzaban, enderezando á un mesón que estaba al fin de ella, mucha gente que acompañaba á dos literas; en la de adelante iba un anciano caballero, y en la que á esta seguía una dama, cuya hermosura y gentil aliño dejó á cuantos la vieron aficionados, y mucho más á don Pedro, porque fué tanto lo que se pagó de verla, que embozado el hábito, fué siguiendo la litera con una suspensión tan grande, que no miró la nota que de ello podía dar á los que con él estaban; viole apear á la puerta del mesón, y si quedó pagado de su belleza, no menos lo fué de su bizarro talle y curioso prendido; finalmente, él quedó rematado por su hermosura, con que no sosegaba hasta saber muy de raíz quién era la que tan prestamente había triunfado de su albedrío y cautivado su libertad; presto salió de este cuidado para ponerse en otros mayores, porque encontrándose con uno de los criados que la acompañaban, que acertó á salir del mesón á la plaza, le preguntó, cortés y agradable, le dijese quién era aquel caballero y dónde iba; el criado, que no era menos apacible, le dijo estas razones:
—Señor mío, el caballero por quien me preguntáis, que es mi dueño, se llama el marqués Rodolfo; es un gran señor de Alemania; su venida á España fué á ser embajador ordinario en la corte de vuestro rey, por la cesárea majestad del Emperador: trae á la hermosa Margarita consigo, hija suya, para casarla con Leopoldo, su sobrino, que asiste en Valladolid. Este caballero es bizarro y de grandes partes; y hallándose en lo mejor de su juventud, deseó ver tierras, y salió de Alemania con ese intento; acompañado de cuatro criados, vio á toda Italia, Francia é Inglaterra, y paró en España, donde agradado de su temple y pagado de sus hijos, ha querido vivir en la corte con mucho lucimiento de casa y de criados, siendo muy favorecido de la majestad católica, y amado de todo lo noble de su corte, porque su generosidad y agradable condición saben muy bien granjear las voluntades de todos. Habíase tratado este casamiento de Leopoldo con la señorita Margarita en Alemania; y cuando salió el marqués, mi dueño, con la merced de esta embajada, hízose más esfuerzo en esto, deseando el Emperador que tenga efecto: nuestra venida fué con tan mal temporal, que padecíamos en el mar una tormenta tan peligrosa, que muchas veces nos veíamos á pique de ser anegados. Entonces el marqués, como tan cristiano caballero, hizo voto, si Dios le libraba de aquel peligro; por intercesión del glorioso patrón de las Españas, de quien es muy devoto, visitar el santuario en que se venera su santísimo cuerpo. Llegamos á Valladolid, y apenas el marqués descansó quince días, en que se capitularon Leopoldo y Margarita, cuando quiso cumplir su promesa, viniendo á Santiago. No viene con él Leopoldo, porque le pareció no convenir, y así se queda en Valladolid á cuidar del despacho de la dispensación que se ha de traer de Roma por ser primos hermanos. Esto es lo que os puedo decir á lo que me habéis preguntado.
Agradeció don Pedro al criado la relación que le había hecho, y ofrecióle servirle, si en algo valiese, con que se despidió de él. Esta plática fué ya de noche, paseándose por la plaza, y hacía algo oscuro; de modo que el forastero no pudo notar en don Pedro las señas del rostro, porque él con cuidado deseó encubrirse de él. Apartóse el amartelado caballero con no poca pena de haber sabido lo del casamiento y que tan adelante estuviese; y así este cuidado como su amor no le daban un punto de sosiego. Aquella noche quiso de embozo ver cenar al marqués y á su hija, valiéndose del tercio que le hizo el mesonero, porque le puso en parte donde á su satisfacción dio buen cebo á sus ojos, que fué echar más leña al fuego. Esotro día partió el marqués de allí, sin que don Pedro tornase á ver á su hermosa hija, porque la noche antes había discurrido sobre su penosa inquietud, y convino, para un nuevo capricho que le ocurrió, que no fuese en ninguna manera visto de día del marqués, de Margarita, ni de ningún criado suyo.
El camino de Santiago es áspero, porque todo el reino de Galicia es fragoso, y así el marqués caminaba cortas jornadas, con que á don Pedro le pareció que su vuelta no sería en aquellos veinte días, haciéndose la cuenta del descansar en Compostela algunos, para tornarse á poner en camino con más aliento; dispuso con esto sus cosas, y despidiéndose de todos sus conocidos y amigos, se vino á Ponferrada, villa más hacia la corte, cuatro leguas de la que había dejado allí; se hospedó en un mesón, de donde no salía de día; las noches tomaba el fresco, con tanto recato de no tratar con nadie, que con ninguna persona de Ponferrada comunicó, sino con el huésped, de quien se hizo grande amigo y á quien dio parte de sus intentos. Tenía don Pedro un criado que le había servido desde que juntos salieron de Villafranca hasta entonces, en quien don Pedro había conocido mucha fidelidad y amor; á éste nunca se reservó secreto alguno ni afición que tuviese; de suerte que para con él no había cosa oculta, salvo esta afición, de que no le había dado parte. Conocía Feliciano, que así se llamaba este fiel criado, que su dueño andaba con nueva inquietud, que tenía desvelo, pues lo más de las noches se le pasaban sin dormir, dando vuelcos por la cama, suspirando, é ignoraba la causa de esto; veía por otra parte que en Ponferrada no estaba la causa de sus desvelos, porque á estar allí, ó de noche ó por el día no dejara de acudir á su martelo; porque un corazón afligido brevemente descubre su pasión con los que le tratan de cerca, pues las acciones manifiestan su pena, y descubren la causa de ella. Todo esto faltaba en don Pedro, si bien no las ansias de su pecho, que en el silencio de la noche no le eran ocultas á Feliciano, y como andaba con cuidado de saberlas, costóle algunos desvelos examinarlas con los oídos.
Un día, no pudiendo sufrir tanto silencio, hallándose solos le habló Feliciano de esta suerte:
—Nunca imaginara, señor y dueño mío, que en ti pudiera caber tanto recato, que penas que encubres en tu pecho se me recelan, habiendo siempre sido el archivo de tus secretos y el fomento de tus empleos; poco me favoreces, pues cuando conozco en ti desasosiegos, inquietud y penas de amor, me las ocultas; véote desvelado las noches, retirado los días, y siempre con un profundo silencio y una grave melancolía, que me tiene puesto en notable cuidado; tú saliste de tu patria publicando que ibas á la corte, has hecho asiento en esta villa, con tanto retiro de que te vean, que me trae confuso ver esto é ignorar á qué fin se hace; no ignoro que á los criados sólo les es dado servir á sus dueños con puntualidad y amor y obedecer sus órdenes y mandatos, y no querer saber de ellos más de lo que les digan; yo he seguido hasta ahora este estilo; mas con la licencia que me tomo por la antigüedad de criado tuyo, siempre fiel en tu servicio, me atrevo á preguntarte: ¿qué designio te ha traído aquí? ¿Por qué causa vives con desvelos? Y ¿qué intentas hacer en esta posada, retirado de las conversaciones, que es lo que muchas veces, ó las más, divierte las penas? ¿Merece más este huésped, conocido de cuatro días, que un criado que te ha servido muchos años? Decláreseme este enigma, que no es mi consejo tan para desechar, que en algunas ocasiones no te has valido de él.
Aquí dio fin á su justa querella Feliciano, y su amo principió á su satisfacción de esta suerte:
—Feliciano amigo, resistir uno su estrella mal puede, si del cielo está determinado que ha de dominar en él, aunque comunmente se dice que el sabio tiene dominio sobre ellas; yo debí de nacer para amar una beldad que ha rendido mi pecho, ha sujetado mis potencias y puesto en prisión mi albedrío; y así, resistirme á lo que los hados disponen será yerro; dejóme llevar de mi afición, con conocimiento de que sigo un imposible y que intento una temeridad, y por eso me ves imaginativo, desvelado y melancólico, sin sosiego las noches, con silencio los días, y padeciendo entre mí muchas penas, nacidas de que amo donde tengo por dudoso el premio de mi amor, con un impedimento que me desmaya la esperanza; al fin, por no tenerte confuso, yo vi aquella beldad, aquel serafín humano, aquel portento de hermosura, que pasó por nuestra patria en compañía del marqués Rodolfo, su padre; las partes que hay en ella, pues tú la viste, bien serán disculpa de mi arrojamiento de amarlas; conózcolas, amólas, mas hay un estorbo que me impide el pretenderlas. Esta dama, que es su nombre Margarita, está capitulada con un caballero, primo suyo, llamado Leopoldo, de tantas partes, que para competidor sobran; ya amé, ya quise, ya padezco; retroceder de esto, téngolo por imposible hasta probar los vados que en esto hay; galantearla un caballero pobre como yo, cuando la espera otro esposo, galán, rico, bien entendido, conocido y con sangre suya, es disparate; porque ¿de qué suerte introduciré este amor de manera que llegue á recibir un papel mío? Mi sangre no es inferior á la suya, pues la casa de Astorga y la de Villafranca honran mi origen noble; en esto no podían reparar, si mi suerte fuera tal que con más conocimiento me hubiera visto en la corte; á ella vuelve de su romería, y sólo tengo de término para comunicarla tres meses, que será lo que tardare en venir la dispensación; he hecho varios discursos sobre el introducirme con ella, y el que más en mi favor está es fingirme loco y procurar con donaires caerla en gracia en esta villa, para que de ella me lleve consigo á la corte. Esto se me ofrece por ahora, aunque sea en desdoro de mi opinión; mas fióme en que en la corte seré conocido de pocos, por haber mucho tiempo que estoy fuera de España; sin esto el traje que pienso ponerme ha de ser ridículo, y esto me hará ser desconocido de todos é introducido en la casa del marqués, donde no pienso perder tiempo, porque hay también en mi favor saber de quien me hizo información de esta dama que no admite con mucho gusto el casamiento, por ver á su primo muy distraído con mujeres. Al comunicar esto con el mesonero me ha estado á cuento, porque él ha de ser el todo de mi introducción, deseando que haga un informe de mi persona muy en favor mío. Con esto sabrás, Feliciano, mi amor, mi pena y mis intentos.
Parecióle á Feliciano á propósito la traza de su dueño, pues por otra alguna no podía introducirse con su dama, y así fueron disponiendo algunas cosas para que tuviese mejor efecto; y la primera fué vestirse don Pedro de un hábito ridículo, que era á lo antiguo, con follados de paño verde, ropilla de faldas grandes, capa de capilla redonda, muy corta, y una gorra de Milán verde, de terciopelo; con este hábito se mudó á otra posada, que era de un hermano del huésped, persona de que también fiaron el secreto, costándole esto á nuestro don Pedro algunos doblones, de muchos que había traído de Flandes, con algunas ricas joyas de diamantes, ganado todo al juego, en que era muy dichoso.
Volvió pues nuestro marqués con su hermosa hija de su romería, y antes de llegar á Ponferrada, los palos de la litera en que venía se rompieron; de modo que al anciano le fué fuerza ponerse á caballo y llegar así á la villa, adonde trataron luego de hacer otros para proseguir su viaje; no había en aquel lugar maestro tan diestro que hubiese hecho semejante hacienda; y así no se la pudo dar en dos días; pena para los caminantes ver esa detención.
Posó el marqués en el mesón donde había estado don Pedro, por ser el mejor de aquel lugar, y esa fué la causa porque él le había dejado y mudado de posada en otra cerca de aquella. Instruido el huésped en lo que le había de decir al marqués para la introducción de su persona, vínole la ocasión como la podía desear; porque como es propio de señores ociosos el preguntar en ajeno lugar portas cosas particulares de él, el marqués, deseoso de saber lo que en Ponferrada había, mandó llamar al huésped.
Era muy afable caballero el embajador, y habíase visto en España algunas veces; de manera que sabía la lengua de ella como si fuera nacido en su reino; pues como el huésped estuviese en su presencia, le comenzó á preguntar la antigüedad de aquella villa, las casas ilustres que había en ella, el trato de sus vecinos, la hermosura de sus damas y otras mil menudencias, á que satisfizo el huésped, dando larga cuenta de todo; y entre las cosas memorables que contó de aquella antigua villa quiso poner la de la persona de don Pedro, hablando de él con estas razones:
—Entre muchas cosas de que á vuestra excelencia he dado cuenta, tocantes á esta antigua villa, que causan admiración, una que le prevengo sé que le ha de dar notable gusto. Á este lugar vino, habrá quince días, un hombre vestido á lo antiguo, de paño verde, y tratado de algunas personas de este lugar, le preguntaron quién era. Á que respondió que él había salido del río Sil, que baña los muros de aquel lugar, y que era de gran prosapia en Galicia; hácese llamar señoría porque se intitula conde de las Legumbres; los disparates que dice acerca de apoyar su título son ridículos, de modo que á todos hace reir; no sale mucho de la posada en que está, trátase bien, y no sabemos de dónde le socorren; tiene sólo un criado, que le lleva su peregrino humor, y de esta manera pasa; tengo por rara maravilla no haber venido á visitar á vuestra excelencia, que es muy amigo de comunicarse con forasteros.
Dióle al marqués mucho gusjto lo que su huésped le contaba, y rogóle que se le trajese á su presencia, ayudándole á esto la hermosa Margarita, que estaba presente á esta plática; obedeció el huésped solícito, porque le importaba traer á don Pedro allí; y así salió de su casa á la de su hermano para hacer que viniese, advirtiendo primero al embajador que le había de tratar con muchos honores, si quería gozar de él gustoso; porque cuando no hallaba este agasajo, se desesperaba; prometióselo así, con que el huésped fué por don Pedro, el cual vino vestido en la forma que le había dicho al embajador; extrañóle el traje, y asimismo á la hermosa Margarita; acompañaba á don Pedro Feliciano, su criado; salióle el marqués á recibir á la puerta de la pieza donde estaba, diciéndole:
—Bien sea venida la gala de España y la flor de todos los caballeros de ella.
—No gana vuestra excelencia las albricias —respondió don Pedro— en decirme esto, que muchos han alabado á la naturaleza por lo perfecto que me crió.
—Yo seré uno más de los de ese voto —replicó el marqués— que un diamante finísimo á todos parece bien; y así, ese talle, con las perfecciones que el cielo puso en él, es agradable objeto de cuantos le miran.
Ya don Pedro llegaba á la presencia de Margarita, y así, fingiendo aún más suspensión de ver su grande hermosura de la verdadera que tenía, dijo:
—Cesen ya las alabanzas de mi perfección, señor marqués, que es tiranizárselas á esta dama; decidme si es hija vuestra, para que participéis de las alabanzas que la diere, por genitud de una beldad, que es prodigio de nuestro hemisferio, milagro de la naturaleza y asombro de los vivientes, si bien dulce y regalado objeto de los ojos, imán de las voluntades y poderosa flecha de Cupido; juro á fe de conde, que en este breve instante que he mirado su beldad, me tiene el alma tan rendida, que ya no soy mío, ni mi libertad prenda propia de mi alma.
—Tantas son vuestras ponderaciones, señor conde —dijo la dama— que me dejan sospechosa de que se pasan á lisonjas, é introduciros conmigo por ellas viene á ser descrédito vuestro, pues no aconsejaría á galán ninguno que al principio de su empeño mostrase sus defectos, pues es dar recelos de su verdad.
—La mía es —dijo el enamorado caballero— pura, candida, limpia y sin mácula de socarronería, como veréis siempre en mí.
—Siéntese vuestra señoría —dijo el marqués— que le queremos muy despacio.
—Así pluguiese al Plasmador del orbe —dijo don Pedro sentándose;— mas veo que ha de ser tan breve este contento, tan momentáneo este júbilo, que menos que punto me ha de parecer la corta asistencia que habéis de tener en esta villa, no lugar terrestre, sino cielo hermoso, pues ha merecido que esta deidad ponga sus divinas plantas en él.
—Ahora bien —dijo el marqués— comiéncese vuestra visita con decirnos quién sois, que hablar con caballeros, de quien tenemos cortas noticias, es darnos causa á ser groseros y cortos en las cortesías que se les deben.
—No lo podéis ser —dijo el disfrazado caballero;— mas para que mi amor y deseos de serviros se entablen con fundamento de saber mi origen, dadme atención.
Capítulo XIII
Prosigue el ladrón la novela de «El conde de las Legumbres»
El reino de Galicia fué gobernado antiguamente por condes, y después por reyes. Imperaba Gundemaro, señor de este reino, el cual quedó viudo del segundo matrimonio, de quien tuvo sucesión á la infanta Teodomira, quien reinando después, fué llamada la reina Loba; ésta se enamoró de Recaredo el galán, uno de los ricos hombres de Galicia, que siempre siguió la corte; era deudo del rey, aunque poco, y muy favorecido suyo, con que pudo tener entrada en el cuarto de la Infanta, y llegar á merecer sus brazos. De aquella amorosa unión fui yo engendrado, y llegado el tiempo de nacer al mundo, era en ocasión que el rey se halló en el cuarto de su hija; diéronla los dolores, y como primeriza en esto, no pudo disimularlo en la presencia de su padre, y él se pensó que otro accidente le había sobrevenido. Lleváronla sus criadas á la cama, ignorando el verdadero mal que la fatigaba, y á pocas horas se llegó el parto, en que me arrojó al mundo para conocer en él mis desdichas. Cuando me acabó de parir mi madre, que fué en brazos de una criada, tercera de sus amores, salió conmigo á entregarme á un hermano suyo, que estaba avisado para esto, y al salir del cuarto de la infanta encontróse con el rey, que venía á verla; temió que curioso quisiese examinar lo que en la falda de la ropa llevaba, y así, se volvió por excusar este lance, y atrevióse á bajar al jardín, y por una puerta que caía al río Sil me arrojó en él metido en una cestilla de mimbres, dando cuenta á la Infanta cómo me había entregado á su hermano, como estaba dispuesto antes; surcando iba las cristalinas ondas del claro río, cuando las aguas se dividieron, y yo fui sumergido en ellas, y recibido en los brazos del mismo Sil, que cercado de sus hermosas ninfas, fui llevado á su cristalino albergue; bien pensaréis que esto es poética ficción de las que maquinan los poetas; pues creedme, que pasó como lo digo.
En este oculto albergue fui criado de las ninfas y doctrinado del anciano río, que deseó sumamente que yo saliese consumado en todo, y para esto puso toda su diligencia en mi enseñanza; supe tres ó cuatro lenguas, en especial la latina, con más cuidado que todas; bien sería de cuatro lustros cuando amor quiso que su fuego tuviese jurisdicción en el agua, porque se le diese feudo, como absoluto señor de lo terrestre y acuátil.
Había entre aquel virgíneo coro de ninfas una de quien el anciano Sil hacia más estimación que de las demás; llamábase Anacarsia; sus gracias eran superiores, porque su hermosura era singular, aventajando con ella á sus compañeras con el exceso que el Deifico planeta aventaja en luz á los celestes astros; el tocar todos los instrumentos lo hacía con suma destreza, su entendimiento era superior; en fin, ella era un prodigio en todo. De esta beldad me aficioné de modo que no tuve hora de sosiego después que el niño Dios hirió mi corazón con las flechas de aquellos hermosos ojos; era dificultoso el declararme con ella, por haber poco lugar de dejarnos á solas las que habitaban aquel palacio cristalino; pero un día que todas las ninfas asistían en una academia de música y versos, con que entretenían al padre Sil, fingióse enferma la divina Anacarsia, sólo á fin de que yo tuviese lugar para hablarla; estaba avisado de su traza, y así me fui á su aposento, donde la hallé en un mullido lecho, afrentando con su nieve animada al candor de las sábanas, y con su hermosura al mismo sol; túrbeme cuando me hallé en su presencia, propio efecto de los que bien quieren; mas cobrándome algo, pude en balbucientes razones decirla éstas: «Hermosísima ninfa, gloria de este undoso albergue, si pena para las almas que advierten en tu hermosura, la mía desde que te vieron mis ojos se ha entregado á servirte, que ya no tengo dominio en ella; tuya es, por tuya se tiene, trátala como á prenda de quien te la entregó con puro amor y encendida voluntad. He tenido á gran favor que permitieses darme este lugar para hacerte sabedora de mis amorosas pasiones; y si tú las remedias, como son bien entendidas, dichoso yo que á tanta dicha he llegado.»
Cobróme afición la hermosa Anacarsia, y así, á mis amorosas razones correspondió con otras, con que me dejó favorecido y con esperanzas de mayores premios, si no las atajaran los pasos del undoso Sil, que como me echase menos en su academia, y juntamente á su hermosa ninfa, acudió luego á su albergue á ver qué hacía; y llegándose á él con pasos quietos, pudo escuchar toda nuestra amorosa conversación, con que enojado conmigo quiso que no pasase á más mi atrevimiento; y así, cercando el albergue de Anacarsia de claras olas, cubrió la puerta del aposento donde habitaba la ninfa, sacándome á mí de él violentamente, y de allí á la ribera del río, de donde oí una voz que me dijo: «Gundemaro, tú eres descendiente de reyes, aunque há tiempo que dejaron su cetro, y le posee otro fuera de su línea; naciste gentil; tú escogerás la ley que más te ha de convenir, que es la que observa ese reino que fué de tus antecesores; tu expulsión de mi morada ha sido justa, porque no era razón consentir amores ilícitos con quien me tiene ofrecida su pureza, y yo á ella mi amparo y patrocinio; vive de hoy más en tu reino, y cree que deseo tus aumentos mucho, y así yo tendré especial cuidado contigo.»
Dijo, y con un remolino alborotó las aguas, quedando allí un rato quietas, como si tal cosa no hubiera pasado; la parte donde me hallé fué en una huerta de hortaliza, en un cuadro sembrado de perejil; túvelo por buen agüero, porque de aquel sitio se derivó mi nombre; y así, después que tuve el agua del bautismo, me llamo don Pedro Gil de Galicia, tomando el apellido del reino que fué de mis padres, que há cuatrocientos años que murieron, según he sabido por fieles tradiciones. Esto soy, con que me llamo conde de las Legumbres, estado que he prohijado á mí; porque un hombre tan ilustre como yo no ha de vivir como particular caballero. Mi origen he dicho, mi prosapia he publicado; si mis partes merecen ¡oh ilustre marqués! que con ellas me atreva á servir esta prodigiosa hermosura, esta singular belleza y este templo de todas las perfecciones, vuestra licencia espero, vuestro beneplácito aguardo; mi nueva y encendida afición pide que no me le neguéis, pena de contravenir á ello, que dé fin á esta vida, en que se pierde el más importante caballero que tiene la Europa y el deudo más honrado que tiene el católico Filipo.
Acabó aquí su plática, con tantos encarecimientos y tan notables afectos, así de visajes como de significación, que fué mucho no disparar la risa el marqués y su hermosa hija. Feliciano estaba admirado, considerando á cuánto obliga el amor, pues á un caballero de tan gran juicio, que en la milicia se tomaba su voto por el primero, haciendo acciones de haberle perdido, se procuraba introducir por juglar para galantear á aquella dama.
Después que el marqués hubo compuéstose, porque la risa de parte de adentro aún no la tenía sosegada, le habló de esta suerte:
—Señor don Pedro Gil, ilustre y fresco conde de las Legumbres, mucho me he holgado de conocer vuestra persona y saber vuestro prodigioso nacimiento y crianza, y á no certificármele vuestra autoridad, creyera que me contábades ficciones que inventan los autores de los libros de caballerías, pues por fuerza de encantos vivían los hombres y las mujeres en ellos quinientos años; debo dar crédito á un caballero tan legumbroso como vos, con la dignidad de conde á cuestas, que acrecienta decoro al trato y respeto á la persona; la mía queda desde hoy tan aficionada á vuestras partes, que no perderé vuestra amistad en cuanto la vida me durare, y quisiera ser natural de estos reinos para estar más cercano á vuestro servicio; pero lo que en ellos asistiere, que será lo que la voluntad del César dispusiere, eso me tendréis muy pronto á serviros; en cuanto á daros licencia que sirváis á Margarita, desde luego os la doy, y á ella licencia para que os admita el galanteo, pues sé cuánto gana en eso; pero ella está capitulada con un primo suyo y despachado por la dispensación á Roma, para hacerse, luego que venga, sus bodas; esto es, un atasco para no pasar adelante con vuestro deseo; no me pesa poco no haberos conocido antes para que, granjeando en vos un yerno tan ilustre, mi casa quedara calificada con sangre de reyes de Galicia; los más galanteos llevan su fin al matrimonio, esto no puede ser, pues galantear sin este fin, ni vos lo querréis ni el esposo que aguarda Margarita.
Aquí nuestro disfrazado caballero hizo grandísimas demostraciones de sentimiento, oyendo lo que el marqués le decía, con que aumentaba la risa á los circunstantes, que ya no podían abstenerse de ella, y mucho más á la hermosa Margarita, lastimándose igualmente con su padre de ver en un buen talle y sujeto perdido el juicio con aquellas locuras, y que tuviese por tan cierto haber nacido quinientos años había y ser aborto del río Sil.
Mientras algunos criados de porte ponían dificultades en la relación que les había hecho don Pedro, y él estaba allanándoselas, comunicó el marqués con su hija un pensamiento que le había ocurrido, que era llevarse á don Pedro á la corte; porque sus donaires y singular capricho no era posible sino que les había de entretener mucho, no quitándole el tratarle como hombre principal, informados del criado que lo era, y que en el fin de una grave enfermedad quedó con aquel delirio. Vino la hermosa Margarita en que le llevasen, dejando para otra visita el declararse con él. Don Pedro Gil significó al marqués á la despedida que ya que su amor no podía aspirar al fin de merecer la mano de su hermosa hija, por lo menos no le quitase la gloria de amarla con amor casto y limpio, que ese ni aun su esposo le tendría por sospechoso. El marqués se lo permitió, diciéndole que á la noche fuese su huésped en la cena, que tenía que comunicarle algunas cosas; aceptó con mucho gusto don Pedro, y despidióse de esta visita.
Quedaron el marqués y sus criados hablando sobre la persona de don Pedro, admirados de su nuevo capricho y loco tema, y el marqués trató con ellos cómo tenía determinado pedirle que fuese con él. Acertó á hallarse allí el mesonero, y díjole:
—Dudo mucho que don Pedro Gil haga eso, si es que ha de ser tratado como á inferior, porque es puntosísimo y vano; y caso que se determine, en el modo de caminar también hallo dificultad; porque ir vuestra excelencia en litera y él á caballo, dudo mucho que venga en ello.
—Para eso daremos un remedio —dijo el marqués— y es que Margarita le mande que la vaya galanteando cerca de su litera, que si prosigue en lo enamorado, no lo podrá rehusar, é irá en un macho regalado que traigo conmigo para salir algunos días á caballo, que me canso de la litera, que por ser diferente en el adorno y buen aderezo que lleva de las demás cabalgaduras, no lo despreciará.
Esto concertado, cuando anocheció vino don Pedro Gil á la posada del marqués, hallándole muy afable al recibirle; tomó silla cerca de la hermosa Margarita, que fué para él sumo favor; hablaron en diversas cosas, hallando el marqués en él un entendimiento muy capaz, si no se descompusiera con algunos donaires disparatados que decía, costándole algún cuidado para deslumbrar su conocimiento. Cenaron gustosamente, porque en toda la cena no cesó don Pedro de decir donaires y apodos á los circunstantes, con lo que les tuvo muy entretenidos. En levantando los manteles, el marqués habló á don Pedro de esta suerte:
—Señor conde, lástima es que esa persona, adornada con tantas partes de cordura, se malogre en esta pequeña villa, y que no participe y se honre de ella la insigne corte del rey de España; ya he sabido que corta posibilidad estorba no estar donde digo, con la autoridad que esa persona merece; pero si se determina, por la afición que le he cobrado, estimaré en mucho que vuestra señoría se quisiese dignar de irse conmigo á Valladolid, adonde le tendré en mi casa con el decoro que se debe á quien es, sin que le cueste nada; de estar allí se le sigue que, conocidas sus partes, halle esposa igual á ellas, de calificada sangre y con riqueza, pues tratará con algunas señoras Margarita que las pueda hacer inclinar á esto; alcance yo este favor de que vuestra señoría quiera ir conmigo, pues el amor que muestra á Margarita, que es puro y sincero, me asegura que no ha de disgustar á su esperado esposo. Á esto que he dicho aguardo su respuesta, halle yo la que merece mi voluntad y bien nacidos deseos.
Notablemente se holgó don Pedro de que hubiese surtido efecto su traza, y no menos que yendo por huésped del marqués y cerca de su adorado dueño. Lo que le respondió fué esto:
—Señor excelentísimo, sola esa voluntad y amor de vuestra excelencia podían sacarme de esta villa, donde determinaba acabar mi vida en sus soledades, pues cuando un conde como yo se halla con obligaciones á que mirar, poca renta con que acudir á ellas, desdicha de estos calamitosos tiempos, lo mejor que le puede estar es retirarse donde sea conocido por quién es, aunque ande sin el fausto de criados ni tenga más que un moderado vestido; yo no saliera de esta villa en toda mi vida, mas vuestras instancias pueden mucho, juntamente con esta beldad, que atrae á sí los corazones, como el tracio Orfeo con su dulce lira los fieros animales, plantas y piedras; vuestro soy desde este día; no quiero advertiros el trato que se le debe á la calidad de mi persona, pues ya os consta mi regia sangre y título que poseo. Ir sirviendo en este camino á la beldad de vuestra hija es para mí uno de los mayores favores que me podéis hacer, y así acepto cuanto me ofrecéis con mucho gusto.
Trataron del modo que habían de continuar aquel camino, y el marqués allanó con don Pedro Gil que había de asistir en él, cerca de la litera de su hija, yendo en un macho regalado de su persona, cosa que aceptó don Pedro con mucho contento, y lo quedó el marqués de ver que la fineza de su amor olvidase la comodidad del caminar, cuando todos pensaban que escogería litera, como él la llevaba, ó que no fuera. Esto concertado, el día siguiente don Pedro puso en la litera á Margarita, gozando de que con su ayuda ella se acomodase, valiéndose de sus brazos, y esto le duró desde que salió de Ponferrada hasta que entró en ValladoJid. Las cosas que le iba diciendo por el camino, así de ternezas como de donaires, entretuvieron á la hermosa dama mucho, exagerándole á su padre en cada posada á que llegaban lo divertida que había venido aquel día con don Pedro Gil de Galicia.
La última jornada que caminaron quiso don Pedro certificarse de su dama si apetecía el casamiento en que estaba capitulada, y así, buscando conversación á propósito, en que no fuese esto traído por los cabellos; como es ordinario en los afligidos descansar su pena con cualquiera persona que comunican á menudo, aunque conocía el sujeto de don Pedro Gil, á la pregunta que le hizo de si tomaba gustosa estado, le respondió:
—Señor don Pedro Gil, no hay duda sino que en mi primo Leopoldo hay partes para ser amado; mas hallo contra mí una condición en él, tan inclinada á tratar con varias mujeres, sin reparar en estados, sean altos ó bajos, que me quita gran parte del gusto que tengo en este consorcio, lo que no hiciera á haber en él enmienda después que me ha visto en España, pues esto le había de poner freno, para que con más veras fuera amado de mi: Dios sabe con el temor que tomo estado; porque quien en los principios halla estos tropiezos, ¿qué puede esperar adelante? La obediencia de mi padre y la conveniencia para su casa con este casamiento me hace no salir un punto de su gusto; ya me he determinado: lo que hago es rogar á Dios que mis agasajos le obliguen para que con el conocimiento de ellos él se reforme.
No quisiera don Pedro que tan en ello estuviera Margarita, sino que tomara esto con menos gusto, para que su introducción hallara más esperanza que las que se prometía. Hablóla en esto muy á su propósito, abonando la parte de su primo con decirla que podía esperar en él enmienda, y propuso entre sí de esforzar cuanto pudiese su pretensión, declarándose con la dama en la primera ocasión que se ofreciese.
Con esto llegaron ese día á Valladolid, saliéndoles Leopoldo á recibir media jornada antes de su llegada. Fué recibido del margues y de su prima con mucho gusto, cosa para el disfrazado don Pedro de poco; porque viendo el buen talle y persona de Leopoldo, le causó no pocos celos é hizo titubear en la empresa.
El marqués dio á conocer la persona de don Pedro á su sobrino de esta suerte:
—Conoced, señor sobrino, á este caballero que nos viene desde Galicia favoreciendo, que su persona y partes merecen todo agasajo, como yo se le he hecho, bien debido á la real sangre de donde desciende y á ser conde de las Legumbres: estado tan dilatado, que en cualquiera parte tiene vasallos que le obedecen.
Reparó Leopoldo en don Pedro, y así de su traje como del nombre y título infirió que aquel personaje era hombre de humor y que como á gracejante le traían consigo; y así, por convenir en su presencia con lo que su tío le había dicho, se volvió á don Pedro, á quien dijo:
—Mucho me he holgado, señor conde, de conocer á vuestra señoría, y mucho más de que venga haciendo este favor al marqués, mi señor, y á mi prima; con los dos me ofrezco por su servidor y amigo, que basta haber estimado su persona y partes para que yo les imite.
Agradeció don Pedro el favor que Leopoldo le hacía, y así le dijo:
—Todo lo que tocare á la hermosa Margarita debo tener en mucha estimación; esta haré de aquí adelante de vuestra señoría, deseando valer algo para que me ocupéis en vuestro servicio todo el tiempo que el señor Embajador gustare que le esté asistiendo en su casa.
—Qué ¿ese bien tenemos? —replicó Leopoldo.— Yo quedo con esto gozosísimo, pues tan de puertas adentro nos viene.
—No sé cómo le tendréis por tal —dijo el marqués— porque el señor don Pedro Gil viene muy enamorado de vuestra prima, y este conocimiento entró por amor, si bien ya me ha asegurado que después que supo su empleo se ha quedado convertido en amor de hermano, y con ese viene favoreciéndola.
—Así es —dijo don Pedro— para que no tengáis recelo ninguno; que á no aseguraros de esto, pudierais tener alguna inquietud, y no sólo vos, mas el mismo Narciso, que con mi gala y entendimiento no hay en el orbe quien compita.
—Ese conocimiento me queda —dijo Leopoldo— en lo poco que há que os he visto; y así, fiado en vuestra palabra, me aseguraré lo que sin ella no hiciera.
Con esto llegaron á la corte, donde al apearse el Embajador en sus casas, halló muchas señoras que estaban aguardando á su hermosa hija. Apeóse Margarita en los brazos de su esposo, nueva pena para el enamorado don Pedro, que ya iba sintiendo de veras los celos. Aquella noche hubo una espléndida cena, en que cenaron cuantos se hallaron allí á su recibimiento: fué prevención del galán Leopoldo, comenzando desde este día á mostrar sus finezas.
Posaba este caballero dentro de la casa del Embajador, y también don Pedro, señalándole allí un cuarto muy bueno, como si no viniera en cuenta de juglar, porque de aquel modo quería entretenerse á sí y á la corte con don Pedro: él se fué á acostar después de cena, no poco cuidadoso de verse empeñado en empresa donde hallaba tantas dificultades, dudoso cómo podría salir con ella, cuando de por medio había tantos empeños, y el mayor el ver la resolución de Margarita en obedecer á su padre, aun conociendo la condición de su primo. No le animó mucho su criado Feliciano, antes le reprendía su determinación, pues se había expuesto á aparecer truhán en una corte por lo que no había de alcanzar: en varios discursos pasaron gran parte de la noche los dos, resolviéndose don Pedro á que en declarándose con Margarita, si no era de ella bien admitido, volverse á Galicia.
Seis días continuaron las visitas de los caballeros y damas, con quien el Embajador y su hija se comunicaban, y en todos ellos sazonó sus conversaciones don Pedro con muchos donaires que dijo, cayéndoles á todos en mucha gracia, celebrando cuantas decía, con que corrió la voz por la corte de que era el más entretenido bufón que en ella había entrado. Aconsejaban algunos al Embajador que le llevase á palacio, porque le aseguraban que el Rey gustaría mucho de él: vino á oídos de don Pedro, y enojóse mucho, diciendo que los señores como él, que tenían por dudoso el agasajo debido á su autoridad y sangre que el Rey le haría, no habían de ponerse en ocasión de tener después sentimiento de haber andado corto con él. No quiso el Embajador disgustarle viéndole rehusar esto, librando el convencerle para cuando estuviese sazonado.
Capítulo XIV
Da fin el ladrón á la novela de «El conde de las Legumbres»
Habían caído enfermos dos criados de Leopoldo, de quien fiaba sus amorosos empleos, y aunque pudo abstenerse de su condición, en tiempo que debía andar ajustado por contentar á Margarita, no miró á esto, sino á seguir su gusto, y así le pareció salir de noche, acompañado de Feliciano, sabiendo que era hombre de buenas manos para fiar su seguridad de él; llevóle consigo tres ó cuatro noches á una casa, donde salía muy á deshora de ella; aunque entraba allá Feliciano, no quiso ser curioso en averiguar quién era el dueño de aquella casa hasta la tercera ó cuarta noche que asistió allí, y hallándose con una criada, que deseó seguir el ejemplo de su ama con Feliciano, la preguntó cuya era aquella casa y quién la dama del empleo de Leopoldo.
Con amor mal se guarda silencio; era criada, y con esto está dicho que diría cuánto le fué preguntado; de su información sacó Feliciano que aquella casa era de la tía de su dueño, y su hermana la dama que Leopoldo gozaba, con palabra que primero la había dado de casamiento, y proseguía en esto porque su gran retiro la tenía ignorante del casamiento que Leopoldo tenía capitulado con su prima. Sabido esto por Feliciano, lo trasladó á la noticia de su dueño esotro día, de que don Pedro quedó tan absorto como indignado contra su hermana, si bien este procedimiento de Leopoldo, con quien tanto le tocaba, le esforzó su esperanza, viendo que por aquel medio le facilitaba más su empresa, pues era cierto que viviendo él é igualando en sangre á Leopoldo, no había de consentir que con otra se casase sino con su hermana, á quien debía su honor. El medio que tomó para ver la resulta de este empeño fué que Feliciano dijese á su criada cómo Leopoldo estaba capitulado con su hermosa prima, exagerándole sus partes para que ella diese copia de esto á su hermana, aguardando lo que haría sabiendo su agravio. Hízose así como lo dispuso don Pedro, y á la siguiente noche, que ya doña Blanca (así se llamaba la hermana de don Pedro) tenía sabido esto, tuvo una gran pesadumbre con Leopoldo, si bien él negaba á pies juntillas el estar capitulado ni tratar de casarse con su prima, y así procuraba satisfacer á doña Blanca en esto. Ella fingió darse por satisfecha, con pretexto de hacer el día siguiente una apretada diligencia sobre ello, con que despidió á Leopoldo, yendo él muy contento en pensar que quedaba su dama muy satisfecha; pero fuese con propósito de no volver á verla tan presto, fingiéndose indispuesto. Supo esta misma noche don Pedro, de Feliciano, todo cuanto había pasado entre doña Blanca y Leopoldo, y sintió mucho que su hermana hubiese dádose por satisfecha de quien la trataba con tanto engaño; quiso se pasasen dos días, hasta ver qué era lo que su hermana hacía, mandando á Feliciano que estuviese á la mira de todo. Esotro día de la satisfacción de Blanca, ella con la rabia de los celos no tuvo sufrimiento para esperar á más, y quiso saber su agravio de buen original, que fué de la boca del marqués; tornó un coche, y yendo de embozo, se fué á su casa en tan mala ocasión, que habiendo llegado á los corredores de ella para hacer llamar al Embajador, se encontró con Leopoldo, el cual conociéndola, en breve se le ofreció presumir á lo que venía, que era dar cuenta al Embajador de su casamiento y á mostrarle la cédula; y era así como lo imaginaba, que doña Blanca se dio por satisfecha de Leopoldo al cargo que le hacía de casarse con su prima, con ánimo de acudir al día siguiente á saber del Embajador todo esto.
Recibióla Leopoldo con muchos agasajos, aunque ella no le mostró buen semblante, cosa que acreditó en Leopoldo más su sospecha; díjola que le importaba hablarla sobre cierta cosa, y para eso que sería cómodo puesto un cuarto separado del de su tío; porfiaba Blanca que antes que la hablase había de estar con el Embajador, y esto defendía Leopoldo, diciéndola que estaba ocupadísimo en ver un pliego que le había venido de Alemania, enviado del César. Tanto la persuadió á que le había de hablar antes que ella al Embajador, que quiso por entonces Blanca darle gusto á Leopoldo; y así, el caballero se valió del cuarto de don Pedro, pidiéndole que tuviese allí aquella dama mientras él volvía á hablarla, en asegurando á su tío y prima; como Blanca estaba de embozo, no la conoció don Pedro, aunque se sospechó, por lo que había sabido, que era su hermana; tampoco Blanca conoció á su hermano, porque el traje que vestía era singular, y además de esto traía anteojos, con que se disfrazaba mucho. Acompañó don Pedro á su conocida hermana, y dejándola en su aposento cerrada volvió á buscar á Leopoldo para saber qué determinaba hacer de aquella dama; él se ocupó un largo rato con su tío, y así no pudo salir, con que envió á decir á don Pedro que entretuviese á aquella señora por un rato, diciéndola en disculpa suya que precisa ocupación le estorbaba que no viniese tan presto, pero que no podría tardar. Entró don Pedro en su cuarto, cerrándose por dentro para verse á solas con la dama. En tanto Margarita había sabido que su primo había hablado con una embozada en el corredor y pedido á don Pedro que la llevase á su cuarto, y apasionada de celos, quiso saber quién era, con la ocasión de poderlo hacer muy á su salvo por una puerta que de su cuarto iba al de don Pedro, de quien tenía la llave; hízolo así, abriendo muy quietamente por no ser sentida; esto fué á tiempo que don Pedro entró en su cuarto y pudo hallar sin embozo descuidada á su hermana, que aguardaba á Leopoldo, bien segura que no podría ser vista de otro. Luego que la conoció, sin dar lugar á que echase sobre el rostro el manto, la dijo estas razones:
—Mujer indigna de la noble sangre que heredaste de tus antecesores y de llamarte hermana mía, ¿es posible que, olvidada de las obligaciones que te corren, confiada en una leve palabra, vengas tan en oprobio tuyo á esta casa á renovar la infamia que has hecho, á rogar á quien te olvida, á persuadir á quien con falso modo te engaña? Si llevada de tu ciego amor querías este empleo, deudos tenías para comunicarlo con ellos, antes que cegarte y entregar tu honra á quien te ha de tratar con tanto desdén, pues esto se verifica en sus acciones, si bien lo adviertes, pues cuanto más finezas te miente, trata de casarse con su prima; que vivas tan enamorada, que cuando toda la corte sabe este empleo, tú sola lo ignores. Si no mirara al lugar adonde estás, con este acero procurara acabar con tu vida, para que fuera escarmiento á otras. ¿Tan ajena vives de la obediencia de nuestra tía, que has dado entrada en su casa á Leopoldo? ¿Tú habías de poner en contingencia tu honor, igualándole en sangre y calidad? Dicha ha sido tuya llegar en esta ocasión á esta corte, aunque en el ridículo traje en que me ves, para procurar con todo cuidado que Leopoldo no sé burle de ti. Dime, fementida Blanca, lo que hay en este empleo para que se ponga remedio en todo, y esto sin desdecir de la verdad, pues te va en ello no menos que la honra y la vida.
Estas razones oía la afligida doña Blanca con los ojos puestos en el suelo y vertiendo de ellos hermosas perlas: tal se podían llamar sus lágrimas. Estaba tal la pobre dama, que no acertaba á pronunciar razón alguna; mas á persuasión de su hermano, en breves razones le dijo cómo en una fiesta la vio, y aficionado de ella, supo su casa, la paseó y envió papeles, y continuando el servirla con amantes finezas, pudo merecer tener entrada en su casa; y dándola palabra de casamiento por cédula que allí traía firmada de su mano y con testigos, llegó á sus brazos. Finalmente, la dama le dijo á su hermano cuánto había, y él por no afligirla más, la dio buenas esperanzas de que acabaría con Leopoldo que le cumpliese la cédula.
Toda esta plática había escuchado la hermosísima Margarita por la puerta que de su cuarto venía al de don Pedro, y admiróse extrañamente de que persona calificada como don Pedro, según infería de sus razones, no falto de juicio, sino muy con él, se hubiese puesto en astillero de juglar, pasando plaza de tal en su casa y en la corte; ignoraba la causa de haber hecho de sí aquella transformación; si bien le dio alguna sospecha que ella podría haberla dado; por otra parte consideraba el doble trato de su primo Leopoldo, pues trataba casamiento con ella, habiendo dado cédula y palabra á aquella dama tan principal; por salir de una y otra duda no quiso estar oculta escuchándoles, y así, salió de donde estaba, á tiempo que ni doña Blanca tuvo lugar de embozarse, ni su hermano de disimular su enojo; pero cobrándose algo, dijo:
—¿Qué celada ha sido esta, portento de la hermosura, dueño de mi alma y gobierno de mi albedrío? ¿Traiciones hacéis con quien halláis descuidado? No de esa belleza tales sucesos, que será acabar la vida con un gozo, como otras se acaban con un pesar.
—No haya disimulos, señor mío —dijo Margarita— que ya sé que no sois lo que publicáis, y que el pesar que os aflige pedía más sentimiento á solas que donaires en público; mi curiosidad, con una punta de celosa, ha descubierto en vos fondos de lo que manifestáis, y en Leopoldo, mi primo, más cautela de la que prometían sus mentidas finezas; de una vez quiero salir de la confusión en que estoy, declarándose este enigma vuestro, que así le juzgo, hasta hallar su solución en vos; mas antes que esto yo sepa, conviene que esa dama, hermana vuestra, se pase á mi cuarto, diciendo vos á Leopoldo que de verle tardar tanto se fué con despecho de aquí, sin ser posible el detenerla, y dejadme después hacer á mí.
Llevóse consigo á doña Blanca, agasajándola, con que la animó á esperar mejor suceso en sus cosas del que se había prometido en el desdén de Leopoldo y la indignación de su hermano. Dejó Margarita á Blanca en compañía de sus criadas, y volvióse donde estaba don Pedro, el cual, si bien al principio se alteró con su vista y saber que había oído la deshonra de su hermana, se holgó después de que sus celos y curiosidad hubiesen descubierto el rebozo á su disfraz, y hallado el desengaño de su primo. Pues con la venida de la hermosa Margarita, don Pedro se alegró mucho, y así lo manifestó su semblante; ella le mandó tomar una silla, y haciendo lo mismo, comenzó su plática de esta suerte:
—Estoy metida en tantas confusiones de poco tiempo á esta parte y con tanto pesar del término doblado de mi primo, que vengo á consolarme con vos y á que me descifréis muchas cosas que hallo oscuras para mí: una es el veros remoto de esta corte, conocido fuera de ella por hombre falto de talento; otra, que como juglar y hombre de entretenimiento, os hayáis introducido en parte donde tenéis prenda, y más de tantas partes como la señora doña Blanca, vuestra hermana, debiendo mirar, si sois el que sospecho en la calidad, os afrentáis con daros á conocer por truhán y hombre ridículo, así en el traje que vestís como en los donaires con que entretenéis; el haberos puesto en esto es por gran causa, esa deseo que me digáis, porque yo salga de muchas dudas en que estoy.
Calló con esto la bella Margarita, y don Pedro para satisfacerla dijo así:
—Hermosísima señora, no ignoraréis, aunque no lo hayáis experimentado, que amor es poderosa deidad, y que como tal, no hay humano sujeto que, si se vence de su pasión, no busque modos, invente trazas é investigue caminos para remediarla; este alado dios, á quien han rendido vasallaje cuantos sus poderosas razones han sentido, hirió con una mi pecho, viendo vuestra divina hermosura cuando pasó por Villafranca patria mía; fui informado de quién érades, el estado que esperábades tener, con mucho gusto de vuestro padre, aunque poco vuestro, por conocer la condición de Leopoldo, que verifiqué con oírlo después de vuestra boca; animóme esto, aun estando tan adelante el consorcio, á emprender esta empresa por el camino extraordinario que habéis visto; pospuse mi autoridad, calidad y noble sangre, haciéndome hombre de humor con la quimera que habéis oído, para que esto me introdujese con vuestro padre y con vos; ha sido mi dicha tal, que pude conseguirlo, si bien vuestro respeto enfrenó en mí el declararme con vos, temiendo que no habiades de darme crédito y ser en tiempo que vuestras bodas están tan adelante; la desdicha de mi hermana y vuestros celos han sido causa de que oigáis de mí que soy don Pedro Osorio de Toledo, caballero calificado y de las dos casas de Villafranca y Astorga; hónrame el pecho la militar insignia de Alcántara, dada por muchos servicios hechos en la guerra, con esperanzas de encomendar presto. Mi estado os he dicho, mi atrevimiento también; por último, os pido perdón, disculpando amor y vuestra divina beldad este yerro, que ha dado motivo para vuestro desengaño, y mi dicha haber sucedido la facilidad de mi hermana; quien la tiene á cargo su honor le cumplirá su palabra, ó yo perderé la vida sobre ello.
Admirada dejó á Margarita la relación de su disfrazado amante; y puesta en obligación de favorecer y estimar su fineza, lo cual iba ya haciendo, ofendida como desengañada con el proceder de su primo, lo que le respondió fué:
—Señor don Pedro, con leve causa, como es mi poca hermosura, os dispusisteis á empeño tan grande contra vuestra opinión y sangre; yo estimo la fineza, si bien os disculpo, pues vuestras partes eran dignas de mayor empleo que el mio. Yo he sentido la poca estimación que de mí ha hecho mi primo, y así le costará el perderme, si bien creo que quien teniendo tan adelante su boda no desistía de sus gustos, daba á entender con esto que no era el suyo de casarse conmigo; bien me ha estado el desengaño antes de haber enlazado el nudo que no se puede desatar sino con la muerte; habré conocido del todo su condición y su poca fineza, como conoceré la vuestra, no me olvidando de lo que os debo.
Á sus pies se arrojara don Pedro á besárselos, si Margarita le diera lugar; agradeció con muchas sumisiones el favor que le hacía y prometía hacerle; lo que los dos determinaron allí fué lo que adelante se sabrá. Fuese Margarita á agasajar á su huéspeda y á poner en ejecución lo que con don Pedro había consultado. El enamorado caballero aguardó á Leopoldo, el cual vino de allí á media hora que su prima se había retirado á su cuarto, preguntó á don Pedro por la dama de que le dejó en guarda, y la respuesta que dio fué que viendo su tardanza se había ido, sin bastar persuasiones suyas á detenerla.
—Bien me ha estado el tardarme —dijo Leopoldo— pues ha resultado de esto cumplirse mi deseo, que era ver fuera de esta casa á esa mujer que ha dado en perseguirme; no he tenido poca dicha en que no se haya encontrado con mi tío, que tuviera muy mal rato con él á hablarle.
Algunas preguntas le hizo don Pedro con su acostumbrado donaire para sacarle más; pero Leopoldo no se declaró del todo, si bien para don Pedro ya estaba entendido su pensamiento; y era tanto el enojo con que estaba de ver el desprecio que hacía de su hermana, que fué mucho abstenerse de manifestarlo con la espada en la mano.
Ya Margarita había vuelto á verse con Blanca, de quien más dilatadamente supo sus amores, y los verificó la cédula de casamiento que la mostró, dejándola de nuevo admirada el doble proceder de Leopoldo. Envió Margarita á llamar á su padre, y teniéndole en su presencia, á solas, le dijo:
—Siempre fué buena razón de estado en los padres el casar á sus hijas con su gusto, pues un empleo que ha de durar toda la vida no es bien que sea sin voluntad; muchos fían en que las condiciones de los hombres se mudan con la mudanza de estado, y son pocas las que con él tienen enmienda; y así hace mucho de su parte quien con esta obediencia cierra los ojos á aventurarse, y mucho más quien en su empleo tiene vistas premisas de cuan malo ha de ser. Mi obediencia nunca reparó, señor y padre mío, en cumplir con tu mandato, aunque conocí en mi primo Leopoldo condición tan adversa á la mía, que ella me estaba prometiendo disgustado empleo; obedecí conociendo que otros pudieran serme más de gusto, no inferiores en calidad ni riqueza; vi en ti deseos de que estas bodas se hiciesen. Despachóse á Roma, después de capitularlas, por la dispensación; y cuando en mi primo había de haber más amor y más fineza para conmigo, procede con diferente modo, pues ha dado palabra de casamiento á una dama que veréis presto en vuestra presencia.
Entonces llamó á doña Blanca, á quien había dejado en su aposento, la cual salió á donde estaba el embajador y su hija. Tomó silla con los dos, y prosiguió Margarita, diciendo:
—Esta dama es, señor, á quien digo que mi primo dio palabra de casamiento por escrito, y con esto le debe su honra; trae consigo la cédula que le hizo, y queriendo hablarte para darte razón de lo que pasaba en su ofensa, fué vista de Leopoldo, deteniéndola que te viese, y encerrándola en el cuarto de nuestro huésped; y esto pudo llegar á mi noticia, y con un poco de curiosidad, por la puerta que de mi cuarto va á él, pude escuchar una plática en que he sabido todo esto; salí por esta dama, y hela traído á mi cuarto para darte noticia de lo que me has oído. La calidad de esta señora es mucha, porque es Osorio y Toledo, descendiente de dos calificadas casas en España; tiene ánimo de dar cuenta á sus deudos, que los tiene en esta corte muy notables, para que estorben mis bodas. Hasta aquí ha llegado el obedecerte como á padre; de aquí adelante no permitirás que te obedezca, porque antes tomaré un hábito en el más estrecho convento de esta corte, donde acabaré con mi vida, que yo sea esposa de mi primo.
Quedó el embajador admirado con lo que oía á su hija; vio la cédula hecha á doña Blanca, convencióle la razón que tenía en poner por ella impedimento á las bodas que de futuro se esperaban, y determinó de despedirlas por su parte, y aun al sobrino, para que no viviesen juntos desde aquel día. Hizo retirar las dos damas, y mandó llamar á Leopoldo, y venido á su presencia, le mostró la cédula que hizo á Blanca, diciéndole si conocía aquella letra. Él, turbado y perdido el color, comenzó á negarlo, mas el embajador le dijo que no lo hiciese, porque con muchas cartas suyas le comprobarían ser una misma firma aquella y las otras. Confesó últimamente Leopoldo que ciego de afición había hecho aquello, pero que no pensaba cumplir la cédula, aunque sobre ello perdiese la vida.
Había estado don Pedro oyendo esta plática encubierto y ya en diferente hábito que el que traía, con un vestido muy lucido y su hábito de Alcántara en la ropilla y capa, y oyendo esta razón de Leopoldo, sin aguardar á más, se entró donde estaba, y le dijo:
—Señor Leopoldo, vos miraréis mejor lo que decís, advirtiendo en la calidad de la que despreciáis, pues con ella os iguala en sangre; ella es mi hermana, y por eso me toca el ampararla y defenderla si no la cumpliéredes la promesa hecha: espada traigo en la cinta, y sabré con ella haceros que se la cumpláis ó perdáis la vida.
Replicó á esto Leopoldo que ya tenía mirado en aquel particular lo que podía mirar, y que amenazas no le habían, de forzar á hacer lo que no era de su gusto. Encolerizóse don Pedro, y desafió á Leopoldo; la pesadumbre se iba encendiendo más, las damas salieron á ser el remedio de todo, pusiéronse en medio de los dos, mandando cerrar las puertas porque no saliesen fuera. Con todo lo que había pasado en la pesadumbre no había reparado el embajador en la persona de don Pedro, sino que se creyó que había venido tras de su hermana; y el verle con lucido vestido, hábito y sin anteojos, que siempre los traía, le hizo desconocer; mas reparando más en él, conoció en que el huésped que tenía como truhán era el que desafiaba á su sobrino.
Como Margarita viese que su padre no apartaba los ojos de él con admiración, cayendo en lo que podía ser, le dijo:
—Señor, el que miras en diferente hábito es el que poco há traía otro bien ridículo; don Pedro Osorio de Toledo es quien con donaires nos entretenía; apaciguado este disgusto, sabrás la causa que le movió á ponerse en esta forma.
En nueva admiración quedó el embajador, y no dejara de preguntar á su hija le declarase aquello, si el ver á los dos caballeros empuñadas las espadas y en vísperas de hacer aquella sala palestra de su duelo no se lo estorbara. Comenzó por blandas razones á persuadir á su sobrino que no rehusase lo que le había de estar tan bien, pues de no lo hacer se seguían tantos pesares; y que no se fiase en él, porque vista la poca razón que tenía y la ofensa que á aquella dama hacía, había de ser contra él, ayudando á sus contrarios, hasta hacerle casar. Y que en cuanto á su hija, se desengañase que no sería su esposa, porque ella no se hallaba obligada de él, con las pocas finezas que con ella había hecho. Vióse Leopoldo atajado por todos caminos y en víspera de perder la vida, y así hubo de condescender con lo que su tío le decía, dando de nuevo la mano á doña Blanca, y abrazando á su hermano, antes desconocido, por quien era. Entonces Margarita dijo á su padre cómo aficionado de ella don Pedro, se había introducido en su casa con hábito de juglar, cosa en que se hallaba con obligaciones de premiarle aquella fineza, si en ello tenía gusto; mostróle tener su padre, y con su licencia se dieron las manos, llegando don Pedro á ver cumplido su deseo. Las bodas de los dos fueron de allí á quince días, en que asistió lo noble de la corte; hízose aquella noche una lucida encamisada, habiendo carrera pública aquella tarde. El rey honró á estos dos caballeros, con que vivieron en España muy contentos con sus esposas.
Á todos los oyentes dio gusto la novela de Garcerán, que así se llamaba el que la refirió, divirtiéndose asimismo Rufina, que desde su aposento la había escuchado. Hacía el ermitaño Crispín gran confianza de ella; y así no excusó que se tratase aquella noche de muchos designios que tenían los compañeros de burlar en partes donde tenían avisos que había hacienda; algunos hurtos reprobó Crispín con su autoridad y experiencia, y otros reprobó por los inconvenientes que allí les propuso; era el norte de aquella compañía; y así, ninguno excedía de lo que él ordenaba. Era hora de recogerse, y por aquella noche no se hizo partición de lo hurtado, difiriéndolo para mejor ocasión, quedando en depósito del ermitaño, que con fidelidad lo guardaba. Recogidos los companeros, Crispín no lo quiso hacer hasta verse con Rufina y darle las buenas noches; hallóla más gustosa que hasta allí había estado, con que se holgó mucho; preguntóla que qué la había parecido la novela. Díjole que muy bien y que con oir muchas como ella divirtiera su melancolía. No la tengáis, dueño mío, se atrevió á decirla el falso hipocritón, que muchos divertimientos de éstos habéis de tener y aun medras en esta casa, si lo esquivo moderáis. Parecióle á Rufina que era tiempo ya de dejar severidades y tristezas á un lado, y desde aquella noche comenzó á hacer mejor rostro al hipócrita, por llevar á efecto el asalto que le pensaba dar. Con esto se fué Crispín á dormir, llevando gran confianza que aquella roca se había de rendir poco á poco, pues lo más estaba hecho, que era echar á un lado la santimonía y quitádose la máscara.
Capítulo XV
Rufina da á Crispín un narcótico; durante el sueño lo roba, y huye con Garay á Málaga; avisa con un anónimo al corregidor que Crispín es encubridor de ladronea, y sale con Garay para Toledo; escápase Crispín de la cárcel, y se encamina también á Toledo, en donde ve á Rufina, y prepara el modo de vengarse del robo que le hizo.
Al día siguiente, antes de salir la aurora, ya los oficiales de la garra habían dejado la ermita, yéndose á buscar la vida á costa de pacientes; Crispín había de ir á la ciudad á pedir la limosna ordinaria, y despidióse de Rufina; ella le encargó hiciese diligencia de saber si su hermano estaba en Málaga, dándole las señas de su rostro y talle, bien diferentes del rostro de Garay; dejóla cerrada el hermano, cosa que á ella se le dio poco, porque desde Córdoba traía hechas llaves maestras, forjadas contra el robado genovés. Quedóse sola en la ermita; ya estaban de concierto ella y Garay que en viendo en Málaga al hermano Crispín, él se viniese á la ermita; así lo hizo, viniendo en uno de los dos cuartagos; fuéle abierta la puerta por Rufina, y en breve espacio le dio cuenta del trato del ermitaño, de su afición y cómo tenía en aquella ermita tanto dinero junto, hurtado en buena guerra.
Deseaba Rufina engañar á Crispín de modo que en lo que tocaba á moneda no le quedase un dinero solo; y así previno á Garay que luego volviese á la ciudad y le buscase unos polvos conficionados de modo que infundiesen sueño, que estos prevenía para la burla que le pensaba hacer; y que desde aquella noche no se le pasase ninguna sin dormir con su cuartago cerca de la ermita, en una parte que le señaló desde una ventana que sojuzgaba toda aquella campaña.
Con esta advertencia Garay volvió por la posta á Málaga, y le trajo los polvos en breve tiempo, sin que hubiese venido Crispín, porque todo el día ocupaba en juntar la limosna, y hasta cerca de anochecer no volvía á la ermita.
Volvió pues, siendo alegremente recibido de Rufina con muchas caricias, que fueron para él grandes lisonjas, hallándose cada punto más enamorado de la moza; mostróle lo que había juntado de la limosna, dado de buena voluntad, y sin esto algunas cosas que él pudo agarrar, sin verlo sus dueños, como eran dos jarros de plata y una gargantilla de perlas: descuido de quien las dejó á mal recaudo, sin temer las malas manos de Crispín; la gargantilla dio luego á Rufina, haciéndosela poner, con que le dijo muchos requiebros. Ella le agradeció el presente, con que aquella noche cenaron amigablemente, haciendo la sobremesa un apuntamiento acerca de sus amores; no tuvo muy en contra la respuesta, con que libró su dicha en promesas de futuro, que esperaba ver presto cumplidas.
Estaba concertado entre los ladrones hacer capítulo la noche siguiente, y rehusábalo Crispín todo lo que podía, porque no se hiciese, porque lo hurtado se había hecho carne y sangre en él; y así no quisiera que vinieran, aunque se previno de una traza, que fué luego que llegaron decirles que no parasen allí, porque tenía aviso de la ciudad que la justicia andaba cuidadosa de buscar á un homicida, y que en caso de traición no valían los sagrados á los delincuentes; que se temía no viniesen á su ermita, donde fuesen conocidos algunos de ellos, que los buscaba la justicia. En gente de este porte siempre es creíble cualquier novela de este género, y así creyeron á su caudillo y se fueron de la ermita, con que nuestro Crispín quedó á solas en ella con su dama, la cual le había prometido favorecerle aquella noche, con que estaba loco de contento, no viendo ya la hora de verse favorecido de aquella hermosura.
Llegóse la hora de cenar y tenían bien con qué hacerlo, porque Crispín había traído el día antes mucha caza de volatería, y la tenía para la cena prevenida, con muy gentil vino, de lo mejor que había en Málaga, de que estaba llena una bota.
Aderezada la cena con ayuda de Rufina, que en esto se mostró solícita, se puso la mesa y comenzaron los dos á cenar gustosamente; los brindis se menudeaban, advertida la hembra de gobernar la taza con tal cautela, que Crispín siempre bebió vino que estaba misturado con aquellos polvos que infundían sueño; bebió el hermano espléndidamente, rematándose con el postrero brindis la cena, á que se le siguió luego un pesado sueño, tan grande, que Rufina hizo experiencias de él, procurando despertarle con tirarle de las orejas y narices, y era como si tirara de un cuerpo sin sentido y muerto; con esta seguridad bajó á la bóveda, y de unas arcas que en ella había sacó cuanta moneda ocultaban, que no era poca; ésta puso en unos talegos muy liados con cordeles, y los acomodó en unas bizazas de cuero, en que parte de aquel dinero había sido hurtado á un tratante de ganado mayor y obligado de una carnicería.
Hecho esto, Rufina salió al campo, y con una seña que hizo acudió Garay á la ermita con brevedad; díjole Rufina en el estado que estaban las cosas; cargaron con el dinero, y las alhajas se dejaron, con no poco sentimiento de los dos; mas á su razón de estado importaba esto para no ser conocidos por alguna de aquellas piezas y malograr con esto su diligencia.
En breve acomodaron la moneda en el cuartago, y los dos se pusieron á caballo, yéndose á Málaga, no poco ufanos de habérsela pegado al mayor ladrón de toda la Europa tan á su salvo. Llegaron á Málaga, y en la posada de Garay se aposentaron, estando Rufina oculta de los huéspedes aquella noche y esotro día. Sabía Rufina cuándo estaban determinados de tener junta los ladrones con su jefe Crispín, que era para de allí á cuatro días, y previno lo que se dirá adelante, que me llama Crispín, á quien dejamos dormido.
Pasó toda la noche durmiendo cerca de la mesa en que había cenado, y ya bien entrado el día, despertó, no sabiendo lo que había pasado aquella noche; llamó á Rufina, acordándose que por su mucho sueño había pendido la ocasión que había deseado, de que no poco se lastimaba; repitió con voces el nombre de la astuta moza, mas fueron en balde; buscóla por toda la casa, la iglesia y bóveda, y no hallándola, salió al campo á buscarla, y halló las puertas cerradas, cosa de que se maravilló mucho, con que pensó que le había sucedido á Rufina una desgracia; buscóla de nuevo, mas hallando las arcas abiertas y vacías de la moneda que guardaban, conoció que se la había llevado, y que ella era causa de su fuga; parecióle que por aquel campo estaría, porque no se atrevería á salir con la oscuridad de la noche. Buscóla todo lo que pudo, pero fué en balde; con que á costa de su sentimiento hubo de tener paciencia, corrido de que á un ladrón tan antiguo como él le hubiese hecho herida una flaca mujer, infiriendo de esto qué todo cuanto había hecho con él era fingido por robarle. Este día fué á Málaga, por si acertaba á toparla en la ciudad. Encontró con Garay, y como no le conocía Crispín, porque no le había visto, todo fué cansarse.
Ya Rufina y Garay tenían prevenida su partida para Castilla; mas no quiso ella partirse sin darle un mal rato al hipócrita ermitaño. Ella sabía el día que habían concertado los ladrones hacer capítulo y junta en la ermita, que quiso aquel mal hombre hacer receptáculo de delincuentes, digo su casa ó celda para que fuesen hallados juntos, y llevasen el castigo que merecían por sus delitos.
Escribió un papel ál corregidor, dándole en él razón de dónde y cómo se podrían prender: y con esto partiéronse de Málaga, deseando parar en Toledo, donde los dejaremos ir su camino, por decir que el corregidor, luego que recibió el papel, aguardó á que fuese ya de noche, y yendo con alguna gente á la ermita, la cercó y entró dentro, donde halló á Crispín bien descuidado de aquella visita. Buscóle la casa, bajó á la bóveda y dio con los compañeros; halló allí las escalas, ganzúas y llaves maestras, cosas concernientes al rapante ejercicio; asimismo vio en las arcas piezas de plata y alhajas de precio, indicios que manifestaron el trato de aquella virtuosa gente, á quien mandó prender y maniatar fuertemente.
Crispín estaba turbado de suerte que no acertaba á hablar á lo que le preguntaban. El corregidor le dijo:
—Mal hombre, vil hipócrita, que con capa de santidad ejerces latrocinios, ¿no te bastaban para tu sustento las muchas limosnas que hallabas, dadas por caritativos pechos, suficientes para tener una muy buena pasada en un lugar cómodo para servir á Dios nuestro Señor, sino valerte del más infame ejercicio del mundo? Tú has venido á mis manos; de ellas saldrás tú y todos tus compañeros para una horca.
Con esto los llevaron, donde sustanciada la causa, fueron condenados á muerte, porque confesaron muchos delitos, todos culpando á Crispín, que era quien les daba aviso de los hurtos y abría las puertas para hacerlos.
Él anduvo tan valeroso en el tormento, que negó fuertemente; mas con todo no se pudo librar de la sentencia, si bien después se libró de la cárcel. Diéronle en ella unas terribles tercianas, por donde se dilató en él la ejecución de la justicia, si no la de sus cómplices, que fueron luego ahorcados. Y cuando estaba Crispín para entrarle en la capilla, en hábito de mujer salió á medio día de la cárcel, con no poca admiración de todos, y con mucha pesadumbre para el alcaide de la cárcel, que le costó muchos días de prisión, culpándole que con sobornos le había dado libertad; mas él se libró de esta acusación, dando la persona que le dio los vestidos, que por ello fué á galeras.
Caminando Rufina y Garay por sus jornadas á toda priesa con gentil moneda, llegaron á la imperial ciudad de Toledo, donde pensaban tomar asiento, llevando Rufina intención de portarse en aquella ciudad con mucha ostentación, y para dar más honesta capa á su estancia, fingió que Garay era su padre; con esto tomó casa autorizada en buenos barrios; la familia era una esclava que compró en Málaga, y otra doncella de labor que recibió allí, un pajecillo y un escudero; ella se puso las reverendas tocas de viuda, y Garay, vestido honestamente, llamábase don Jerónimo, y ella doña Emerenciana; el apellido fué Meneses, diciendo descender de los nobles que ilustran á Portugal; con todo esto puesto en astillero, fué comprando las alhajas convenientes á la casa de una principal viuda, fué visitada de las señoras del barrio, quedando muy pagadas de su agrado y cortesía, con que fué granjeando algunas amigas, de las que se pensaron que era oro todo lo que relucía en Rufina, teniendo creído descender de la noble familia de los Meneses.
Salió Rufina á la iglesia mayor, adonde fué vista de la juventud ociosa, y conocida por dama recién venida á la ciudad; y como era de buena cara, presto tuvo aficionados y que la paseaban su calle. Mientras ella se iba informando de los que más adinerados eran para continuar con sus cautelas, la dejaremos, y á los penantes en su pretensión amorosa, para dar la vuelta á Málaga, que dejamos libre de la cárcel al hermano Crispín.
Luego que Crispín se vio libre por su buena maña, no paró en Málaga, antes se fué á un bosque que está vecino á la ciudad, donde pasó todo el día, y en viniendo la noche se acercó á la ermita, habitación que fué suya, mientras fué creído de los de Málaga que era buen cristiano.
Habían puesto en su lugar á un buen hombre, que acudía á pedir por las iglesias para un hospital; éste aún no estaba de asiento en la ermita, porque le habían de aderezar primero la casa. Fué, como está dicho, Crispín á ella, y en la parte que caía al mediodía, cerca de unas losas, señal que él había puesto para conocer mejor el sitio, cavó con una estaca, que en el bosque había hecho, la tierra, de donde desenterró un talego que allí tenía reservado, con unos doblones, de la demás moneda que de montón se juntaba, que en estas partijas siempre salía mejor mejorado por el oficio de adalid de aquella gente non sancta.
Con estos doblones, que serían hasta quinientos, se fué á la ciudad de Jaén, adonde tenía un amigo, hombre del trato de la rapiña; ya él sabía la fuga que había hecho de la cárcel, como antes había sabido su prisión, que le puso en harto cuidado, temeroso de que en el potro no le encartase, que se habían hallado en algunas caravanas de hurtos los dos.
Holgóse este camarada mucho con la presencia de Crispín, el cual iba mal vestido, porque el hábito se le habían quitado por indigno de traerle, y los bajos eran muy trabajosos; presto se remedió esto con dar Crispín dineros á su huésped para que le comprase un vestido bueno de color; este se vistió y ciñó espada, con que parecía otro, habiéndose cortado la barba, que la traía muy larga.
En este nuevo hábito asistió algunos días en Jaén el buen intencionado Crispín, hasta que se ofreció hacer un hurto en Andújar, y fué de cantidad; hubo partición de él fiel y legalmente; y temiéndose que por las diligencias que hacía el lastimado no fuesen despubiertos los delincuentes, á Crispín le pareció bien poner tierra en medio y no aguardar á verse en otra fiesta como la de Málaga, de donde no hizo poco en escaparse. Acompañóse de un mozo, natural de Valencia, persona de buen talle, y con su moneda dieron con sus cuerpos en Toledo, donde no habían estado más que de paso, por lo cual estaban ciertos que no serían conocidos.
Llamábase el valenciano Jaime, y era hijo de un alpargatero de Valencia, y por travesuras que había hecho con alguna cantidad de ropa de que se descuidaron sus dueños, andaba fuera de su patria; era de edad de veinticuatro años, blanco, rubio, de gentil disposición, y sobre todo de vivo entendimiento, y gran bellaco socarrón. Este mozo se vistió, á costa de los que lo padecían, muy al uso con galanes vestidos; y un día los dos se fueron á misa á la iglesia mayor, llegando á oirla á una capilla, donde acertó á estar Rufina, llamada allí doña Emerenciana; conocióla luego Crispín, de que recibió mucho gusto; cuanto pudo se encubrió de ella por no ser conocido, aunque de eso podía estar seguro; porque el haberse cortado la barba y mudado de traje le hacían desconocido de quien antes le vio con el hábito de ermitaño. Mostróle á Jaime su compañero á la viuda, la cual le pareció muy bien, y aconsejóle que la fuese siguiendo, sin ser notado de ella, hasta saber dónde posaba; fácil fué de saber la casa, y de los vecinos de la calle que se llamaba doña Emerenciana de Meneses, venida allí de Badajoz con su padre.
Quedó escocido Crispín de la burla de esta moza, y juró que pues su dicha se la había traído á sus ojos, no se había de ir de aquella ciudad sin desquitarse del hurto con algunas mejoras, para lo cual instruyó á Jaime en lo que había de hacer y lo que se había de fingir para con ella, no descubriéndole quién era. Presto se ofreció ocasión de representar el papel que tanto estaba ensayado entre él y Crispín; y así, una tarde cuando tocaban las oraciones, que era casi de noche, hubo una pendencia en la calle de Rufina, de que salieron dos de ella muy mal heridos. Apenas la justicia se halló allí, haciendo ir á curar los heridos á sus casas y prendiendo algunos de la calle, que no se hallaron en la pendencia, la dejaron despejada de gente, porque nadie quería, por hallarse allí, verse puesto en prisión sin tener culpa.
En esta ocasión se comenzó la quimera de Crispín y Jaime, que éste, instruido por el marrajo y mal ermitaño en lo que había de hacer, se puso un hábito de Montesa en un galán vestido negro, y emparejando con la casa de Rufina, dejó la capa en manos de Crispín, y sacando la espada, se entró en ella, fingiendo ir asustado; halló la puerta de la escalera abierta, y subiéndose por ella, llegó hasta la pieza del estrado de la señora viuda, en que estaban ella y sus dos criadas. Alborotáronse de ver entrar á aquel hombre así, con la espada desnuda, en cuerpo y alborotado. Levantóse del estrado Rufina y sus criadas, y él la dijo:
—Si la piedad no falta en esa hermosura que veo, hermosa dama, os suplico que vuestra casa sea mi amparo para ocultarme de la Justicia que viene en mi seguimiento; habiéndome conocido por delincuente de una muerte que he hecho en una pendencia que se trabó en esta calle, dio con mi persona en la que está vecina á ella, y cayera en sus manos sin duda alguna, si con valor no me resistiera, hiriendo á dos ministros, que venían con el alcalde mayor; valíme de los pies, que con la justicia es respeto y cordura volverla las espaldas. Púseme en fuga, y ellos en mi seguimiento; acerté á ver esta puerta abierta, é hice elección de esta casa para que sea mi amparo; suplicóos que si no recibís enfado, yo esté aquí hasta que vea pacífica de gente esta calle y pueda salir; pero si extrañáis verme y os causa algún enfado, aunque sea con riesgo mío me volveré á salir á la calle, porque más quiero ser preso que descortés con vos.
Ya hemos pintado el talle de Jaime, que desde esta noche se ha de llamar con más requisitos. Viole Rufina con atención, y la que estaba ajena de aficionarse, sino sólo á la moneda y á ser polilla de ella, de sólo ver á este hombre se le inclinó, y así le dijo:
—Nunca en las personas de mi calidad ha faltado la piedad, y más con quien juzgo por el buen exterior la buena sangre que debe de tener; y así, pesándome de vuestro disgusto, os ofrezco esta casa para que en ella estéis oculto todo lo que fuere menester para deslumbrar á quien os sigue; que no fuera razón dejaros en sus manos pudiendo libraros de ellas; sosegaos os suplico, que cuando la justicia os busque aquí, yo tengo parte secreta donde os podré esconder.
Agradeció el joven la merced que le hacía, y ella replicó:
—Mi estado os dice el recogimiento que debo tener en mi casa; por esto yo os la ofrezco por todo el tiempo que fuere necesario hasta componerse vuestras cosas; mas mi padre vendrá, aunque algo tarde, y si él gusta de que asistáis en su cuarto, yo estaré muy contenta.
De nuevo rindió gracias el cauteloso mozo por el favor.
Ellos, que estaban en esto, llamaron á la puerta con grandes golpes, diciendo que abriesen á la justicia; alborotáronse todos al principio; mas cobrándose del susto Rufina, tomó por la mano á Jaime y lo llevó á un tocador suyo, donde había cierto tabique doblado, que cubría un paño de tapicería, y allí le dejó, diciéndole que tuviese seguridad que no sería hallado; con esto mandó abrir la puerta; por ella entró Crispín, que se atrevió á mucho de ser conocido de Rufina, fiado en que en el nuevo traje se le deslumbraría; venía con Crispín otro picarón conocido suyo; traían á fuer de justicia linterna, vara corta y armas de fuego; entraron pues adonde estaba la viuda, que los recibió con mucha cortesía, haciéndose de la que ignoraba á qué pudiesen venir. Crispín la saludó cortésmente y dijo:
—Aunque sea atrevimiento, señora mía, el daros un poco de enfado, el oficio que ejercemos nos manda hacer las diligencias posibles por cumplir con él; yo soy mandado del señor corregidor, que reconozca las casas de este barrio, por si en ellas hallo un delincuente que andamos buscando; en las vecinas hemos estado, y sólo falta por ver la vuestra; perdonad el que se mire todo, que con esto cumplimos con nuestros superiores y nuestras conciencias.
—Aunque por mi verdad —dijo Rufina— os pudiérades asegurar tanto como con la experiencia, diciéndoos que aquí no ha entrado nadie, no quiero que me tengáis por persona que amparo delincuentes facinerosos, si éste que buscáis lo es; y así os hago la casa franca para que se vea toda si está en ella el que buscáis.
Alumbróles una criada con una bujía, y ellos miraron mucha parte de la casa, dejando algo de ella, porque esto se le atribuyese á cortesía. Esto hecho, con la misma cortesía que entraron se despidieron; habiendo hecho esto á costa de su peligro, porque su compañero apoyase la trama que llevaba urdida.
Capítulo XVI
Sigue Crispín disponiendo los medios para robar á Rufina; se vale para ello de su compañero Jaime, que se enamora de ella
Salió el mentido caballero de donde estaba, mostrando en el rostro alegría de haberse escapado de quien le buscaba, y con agradecidas razones comenzó á ponderar el favor que le había hecho la viuda. Ella, que se iba prendando de él mientras le veía, significó que si como su deseo era de servirle lo pudiera ejecutar, que allí fuera servido, mas que aguardase á su padre, que ella acabaría con él que por lo menos aquella noche no le permitiese salir de allí.
—Antes os suplico —dijo Jaime, conociendo ya en ella que se le inclinaba, que le diese licencia para irse, que lo que pensaba hacer era retirarse á un monasterio de religiosos, y desde allí avisar en la posada á sus criados que estaba retraído, para que acudiesen allá, y esotro día partirse á Sevilla, porque á su tierra no podía por entonces volver; pesóle á Rufina de ver en él aquella resolución, y díjole que le pedía no se determinase á lo que intentaba, por el peligro que le podía venir, que aguardase allí un par de horas.
Él se ofreció á obedecerla, y dejándole hablando con la criada que había en Toledo recibido, le pidió Rufina licencia para acudir á cierta cosa que le dejó encargada su padre antes que viniese. Este achaque tomó para comunicar con su esclava, que era con quien más se entendía, sus pensamientos; retiróse con ella á otro aposento, adonde la manifestó cuan bien le había parecido aquel caballero, y que se le hacía de mal dejarle ir de su casa, á riesgo de que le prendiesen; y que por otra parte, no sabía si Garay tomaría á bien que quedase allí aquella noche; la esclava era ladina y sabía bien lo que había de aconsejarla á su ama; hablóla al gusto diciéndola:
—Señora, en ti sería felicidad hacer cualquiera demostración de amor con este forastero con tan poco trato; pues librar en que Garay le admita en casa por esta noche, dudólo mucho; lo que te aconsejo es que pues esta casa es grande y tiene algunas piezas que no se habitan, como son dos, que se baja de tu cuarto á ellas, que allí le hospedes, y déjame el cuidado de aderezarle la cama y lo necesario, que yo lo haré con brevedad; y esto ha de ser sin que llegue á noticia de Garay, que él está de partida para Madrid dentro de dos días, y tú quedarás con el que ya amas en casa, dándole, para que no se vaya, á entender que la justicia no se aparta de esta calle.
Parecióle bien á Rufina el consejo de la esclava, y mandóla ir á aderezar el aposento que se le señalaba al joven, lo cual hiciese poniendo en la cama limpia y olorosa ropa, de la más delgada que había; así la obedeció la berberisca, con que Rufina volvió á verse con el galán diciéndole:
—Señor mío, yo sin licencia de mi padre la he tomado en mandaros aposentar en esta casa, donde á sus ojos estéis oculto, como lo deseáis estar á los de la justicia; tenedlo por bien, y recibid de mí este pequeño servicio, de que debéis dar gracias por la voluntad con que le hago, deseosa de vuestra quietud.
Con mayores exageraciones que las hechas agradeció Jaime el favor que de nuevo se le hacía, contentísimo de ver que aquel peje había dado en la red del amor, según las demostraciones manifestaban. Estuvieron los dos hablando en varias pláticas, en que Jaime comenzó á alabar á la viuda su hermosura: lisonja siempre creída de las mujeres, y de esto resultó el mostrársele inclinado, con que fué hacerla á ella la cama, para entablar lo que deseaba, que era ver esto, y que su hermosura fuese quien estos milagros hacía de un fugitivo y temeroso un enamorado.
Vino luego la esclava, habiendo hecho lo que se le había encargado; con esto llevó Rufina á Jaime al aposento, y dejándole en él con luz, le dijo que tuviese paciencia en quedarse solo hasta que ella déjase recogido á su padre. Túvolo el galán por bien, encargándole no dejase de volver á verle, porque sin su vista lo pasaría mal aquella noche.
—Á mí me importa —dijo ella— porque deseo saber muy despacio quién sois y el origen de vuestra inquietud.
Con esto se despidió de él, mirándole con una ternura de ojos, que le alentaron al astuto mancebo para esperar buen fin en su empresa.
No era tan viejo Garay que no tuviese sus pocos de bríos para desear ser galán de Rufina y tratar de casarse con ella, si él no fuera casado; andaba ausente de su mujer, que la tenía en Madrid, como muchos que, ó por varios en las condiciones, ó por enfadados de sus mujeres, las dejan, olvidándose de ellas, para que viendo su desprecio y olvido, traten de buscar consuelo con quien más atentos á sus gracias gusten de ellas, para ofensa de los que tampoco las estimaron. Había días que Garay no sabía de su esposa, y presumía que debía ser muerta, y determinaba de dar una vuelta á Madrid y certificarse de esto secretamente, para sí era muerta tratar de casarse con Rufina, representándola las obligaciones que le tenía; con este pensamiento andaba de partida, y la tenía concertada de allí á dos días. Dejémosle en esto, y volvamos á Rufina, la cual luego que hubo venido Garay, le dio de cenar, excusándose de hacer esto en su compañía por fingirse indispuesta, cosa que él creyó fácilmente.
Acabada la cena, era costumbre suya irse luego á la cama á dormir; aguardó á que lo hiciese así Rufina, y cuando sintió que dormía, mandó á sus criadas prevenir la cena al encerrado galán, con quien pensaba cenar con mucho gusto. Hízose así con brevedad, con que cenaron los dos regaladamente, yéndose Rufina por puntos declarando con acciones demostrativas que estaba rematada de amores. Luego que se alzaron los manteles, mientras las criadas cenaban lo que de la mesa había sobrado, que no era poco, pidió á su huésped que le dijese su nombre, patria y á qué había venido á aquella ciudad; y él, por darla gusto, fingió esta quimera, para la cual le pidió atención, y él dijo así:
—Mí patria, hermosa señora, es Valencia, ciudad de las más nobles de España, como os lo habrá dicho la fama que de ella corre siempre, pues con ella la gana á muchas ciudades en lo noble, en lo rico y en lo afable de su clima y amenidad de sus campiñas; soy allí de la noble y antigua familia de Pertusa, tan conocida en todas partes; mi nombre es don Jaime Pertusa, á quien nuestro Rey por servicios de mis antepasados, me honró este pecho con la roja cruz de Montesa y la encomienda de Silla, que es de las mejores de aquella orden; sin lo que vale tengo un mayorazgo que de mi padre heredé, que valdrá tres mil ducados de renta; nací solo y con las obligaciones dichas; puse los ojos en doña Blanca Centellas, dama ilustre y de muchas partes en Valencia, á quien serví con muchas finezas; no me las pagaba con el amor que ellas merecían, siendo de esto causa estar esta señora aficionada á un caballero que la servía también, llamado don Vicente Pujadas; éste fué á mí preferido, con que yo desesperaba de celos. Quiso este caballero quitar delante de sí todo lo que le podía hacer estorbo en su amorosa pretensión; y así, una noche que me halló en su calle, acompañado de tres criados me acometió, llevando yo uno solo conmigo; defendíme cuanto pude, mas salí mal herido de la pendencia, de suerte que pensaron que muriera de las heridas. No se pudo averiguar quién había sido el que me hirió, aunque todos lo presumían, y la justicia por la fama de ser don Vicente mi competidor le prendió, mas él probó la coartada con sus criados, con que fué libre. Convalecí de mis heridas, y sentido de ver con la ventaja que mi competidor me había acuchillado, no quise para vengarme guardarle nobles respetos, sino con la misma le acuchillé, de modo que él salió más mal herido que yo; hubo personas que me conocieron en la calle y depusieron contra mí, cosa bien nueva en Valencia, porque por este camino raras veces se averigua nada; fué fuerza ausentarme temiendo el peligro del herido, que le daban poco término de vida, y el mío, si sus deudos trataban de vengar su muerte. Salí de Valencia y víneme á esta ciudad, donde há un mes que estoy; en él he sabido de persona confidente de Valencia, con quien me correspondo, que mi contrario está ya sin peligro, y convalece á toda priesa, y juntamente está capitulado con doña Blanca. De esto he tenido más sentimiento que de haber hoy encontrado dos hombres que, pagados por don Vicente, vinieron aquí á matarme por su orden; acometiéronme en esta calle, herí al uno, pienso que de muerte, con que me escapé de sus manos con la gente que acudió á meter paz; hallé vuestra casa para refugio mío, donde ya no temeré el peligro de la justicia que me pueda prender el cuerpo, siendo presa mi alma de vuestra hermosura, si bien es dulce la prisión, y en que yo estaré lo que mi vida durare, como sea con gusto vuestro. Aquí cesó la narración del fingido don Jaime, dejando á Rufina contentísima de ver en aquel caballero partes para ser amado y principios de afición en él, con que le prometía ser ya esposa suya. Esto discurrió en breve instante, y lo que le respondió fué:
—Señor don Jaime Pertusa, mucho me pesa que hayáis conocido á Toledo para disgustos vuestros: que con ello no tengáis intención de volver tan presto á la patria, podría estarle bien á quien desea veros en esta ciudad muy asistente, y os aseguro que á poder por mi parte hacerlo, lo emprendiera por todos los caminos que hubiera, aunque entraran aquellos que con pactos fuerzan las voluntades; si es verdad esto, lo que la naturaleza no hizo, quisiera que hiciera la industria. Una voluntad me debéis de poco tiempo á esta parte, que si como es os obligara, me pudiera tener por muy dichosa, y fuera el más eficaz hechizo que yo pudiera hacer; no me hizo el cielo tan hermosa como deseara ser en esta ocasión; mas si afectos de amor obligan, yo espero de vos que conozcáis en breve las obligaciones que me debéis.
—Mil veces —dijo don Jaime— beso la tierra que pisan vuestros chapines, pues aun de ella con el favor que de vos recibo no es digna mi boca; no pienso que os deba nada que no os haya pagado, y así no temo pleito de acreedores. En cuanto á desear forzarme el albedrío, os respondo que es menester poca fuerza para quien le tiene rendido, y con esto que os digo habréis excusado el valeros de ilícitos medios, cuando vuestra hermosura es el más poderoso hechizo que me enajena de mi por estar en vos; dichosa la hora en que fui acometido por aquellos asesinos de mi patria, pues por un disgusto que en ella tuve, hallo en su descuento mil gustos que le consuelan; con los favores que oigo de vuestra divina boca déme el cielo vida, que si va mi amor seguro y en bonanza, me prometo felicísimo puerto en vuestra gracia; con ella renuevo alientos y pierdo la memoria de mi patria, pues adonde tengo dicha y gusto, allí es la mía.
Estas y otras razones amorosas pasaron don Jaime y Rufina, sabiendo el bellacón enamorarla bien, y ella, dejándose llevar de su engaño, no atendía otra cosa que estársele contemplando perdida de amor; el tiempo se pasaba en estos coloquios amorosos, y así cerca de las dos de la noche Rufina se retiró á su cuarto, bien pesarosa de hacerlo, y el engañoso mozo se quedó á acostar, no poco contento de ver cuan bien había surtido efecto la traza de Crispín. Él estaba con algún cuidado, porque en aquel día ni otro no pudo ser avisado de lo que pasaba por la presencia de Garay; mas desde que éste se partió á Madrid, con más libertad vivió Rufina enamorada de su huésped. Avisó don Jaime á Crispín con la esclava, escribiéndole un papel de la manera que andaba favorecido; con ella le respondía Crispín dándola otro, y en un bolsillo cien doblones para que se entretuviese jugando y diese algunos á las criadas para ir granjeando su voluntad para lo que se ofreciese.
Luego ese día que se fué Garay á Madrid se halló Rufina ocupada con dos visitas que le vinieron de dos damas vecinas suyas, cosa para ella de grandísimo disgusto; porque en aquella ocasión más estimara que la dejaran sola con su galán que no ser visitada. Luego que las amigas se fueron, se fué al aposento de don Jaime, que así le llamaremos mientras durare el engaño; en él le halló entreteniéndose con una guitarra que la esclava le había dado. Era el joven diestrísimo músico, y hacía también versos de buen aire, cosa que lleva el valenciano suelo, pues hay en él admirables músicos y poetas; de una gracia y otra estaba adornado. En fin, el tal don Jaime se estaba entreteniendo con la guitarra; llegó Rufina con pasos lentos al aposento, oyendo la dulce armonía de las templadas cuerdas heridas con diestra mano; y sin ser sentida del joven, le estuvo aguardando, echando de ver que quería cantar este romance con dulce y sonora voz, que la tenía extremada:
¿Quién pensara que mis males,
de quien jamás estoy libre,
trocara fortuna en bienes,
para hacerme más felice?
Penas que un tiempo me dio
el alado dios de Chipre,
el mismo convierte en glorias,
para que yo las estime.
Al bajel de mi esperanza,
que el imperio de Anfitrite
surcó por saladas ondas,
viendo peligrosas sirtes,
hoy, sin temer huracanes
adonde en golfos peligre,
le conduce á alegre puerto
una hermosura sublime;
á quien el alma y potencias
se le postran y se rinden,
si bien tan poca victoria
no es de sus blasones timbre.
¡Oh tú, dueño de mi alma!
pues á conocerte vine,
oye á tu Gerardo atenta
lo que de su pena dice.
¿Bellas ninfas del Tajo, decid si visteis
que se abrase con nieve quien ama firme?
Á vuestra hermosura apelo,
Clori, aunque de exceso paso,
por ver que en nieve me abraso,
y que con fuego me hielo.
Nadie me dará consuelo,
en pena que es tan crecida,
si la que da la herida
el remedio no la aplique.
¿Bellas ninfas del Tajo, decid si visteis
que se abrase con nieve quien ama firme?
Nuevas llamas fueron las que abrasaron el tierno pecho de Rufina con oir al fingido don Jaime cantar; parecióle en extremo su dulce voz, su gran destreza, y sobre todo notó en la letra que había cantado, que le pareció haberse hecho por él al suceso pasado; y era así, que el picarón era bellaco, y con unas puntas de poeta, y con buen natural que tenía, en breve hizo de memoria aquella letra para cantársela á Rufina, la cual cantó así como había sentido que ella le escuchaba. Entró la enamorada moza donde el galán estaba haciendo diferentes falsas en la guitarra, y díjole:
—Señor don Jaime, ¿esa gracia más tenéis? Mucho me huelgo, aunque no me maravillo, porque Valencia cría regaladas y dulces voces.
—La mía es muy mala —dijo él— mas he cantado esta letra muy gustosa.
—Ya veo —dijo Rufina— que la letra es tan moderna, que no há tres días que estaba por hacer.
—Así es verdad —dijo don Jaime;— mas ¿qué mucho, si la causa por quien se hizo tiene tanto poder que hará á los troncos tener alma y amarla, qué será á mí, que soy criatura racional y conozco mejor sus partes amándolas?
—No seáis lisonjero —dijo ella— que á saber que lo que me decís es cierto, aún pudiérades acordaros mejor de este hospedaje; pero los hombres saben encarecer lo que no sienten, y fingir no amando.
—En uno y otro os engañáis —dijo él— y así, creed de mí que puedo dar por bien tenido el susto de mi prudencia y el peligro de verme preso, á trueque de haber tenido la dicha de conoceros; lo que os suplico es que me paguéis esta fina voluntad confiando de mí, que os amo tiernamente.
Con estas le supo decir don Jaime otras amorosas razones á Rufina; de modo que desde aquella tarde le comenzó á favorecer de suerte que el picarón desistió de la empresa comenzada, y dio en amar á Rufina; ella vivía engañada, porque se pensaba que su huésped era el que se había pintado en la relación, y lo que más la aseguró esto fué el preguntarla él quién era; no quiso parecerle inferior á sus ojos, y así en breves razones le dijo cómo descendía de los ilustres caballeros Meneses de Portugal, aunque había nacido en la ciudad de Badajoz. Bien se pensó con esto el pícaro que hurtaba bogas y enderezó á casamiento, desengañado de lo que Crispín no quería en su edad desengañarse, que era el conocer los peligros de su trato y cuan á pique andaban, hurtando, de subir á una horca. Á este mozo le pareció bien Rufina, y mucho más que fuese noble, y trató de enamorarla muy de veras y merecerla por esposa. Lo mismo pensaba hacer ella; y así, correspondiéndose como finos amantes, Rufina se descuidó, y don Jaime se halló favorecido de ella del todo.
Quedó Rufina con el temor de que Garay volvería presto allí, como le había prometido; vio lo que le debía, que estaba en lugar de su padre, y que como tal le conocían en Toledo; echaba de ver también que venido había de sentir mucho que le dejase, aunque ella le pensaba dar algún dinero secretamente y despedirle de sí; considerólo mejor, y mudando intento, se resolvió en irse de Toledo y que la hallase ausente de allí Garay cuando volviese de su jornada, persuadiendo á don Jaime que la llevase á su patria Valencia; esto determinaba decirle pasados dos ó tres días, porque la vuelta de Garay no sería hasta pasados quince, según él había dicho á la partida.
En tanto pues que Rufina lo consideraba mejor, pasaban ella y su amante gustosos, y él no poco enamorado de ella, por lo cual determinaba desistir de su primer intento, aunque le pesase á Crispín. Era por tiempo de invierno, en que las noches son largas; y así las entretenían los dos amantes, ya platicando de varias cosas de amores, ya cantando, habiendo también Rufina manifestado la gracia que en esto tenía, con que á dos voces cantaban algunos tonos de los que corrían entonces.
Una noche que ya habían cantado y hablado de diferentes materias, deseó Rufina que su galán les entretuviese á ella y á sus criadas con alguna cosa; y así le dijo que si sabía alguna novela para que contándosela las entretuviese una parte de la noche. Era el joven general en todo y de buen ingenio; y así, para obedecer á su dama y manifestar que tenía buena prosa en las narraciones, dijo:
—Aunque quien es tan entendida como tú, hermosa Emerenciana y dueño mío, le parezca mi prosa vulgar, precióme de ser obediente á tus mandatos, tanto, que no dejaré de obedecer en este particular, con que haciéndolo presto, podrán tener disculpa los yerros que en mí se conocieren; y así, habiendo oído á un caballero de Valencia bien entendido esta novela, quiero referírtela.
Sosegóse un rato, y comenzó así:
Capítulo XVII
Jaime, para divertir á Rufina, da principio á la novela de «Á lo que obliga el honor»
Novela tercera
En Sevilla, ciudad insigne, metrópoli de la Andalucía, madre de nobles familias, patria de claros ingenios, erario de los tesoros que envían las Indias occidentales á España, nació don Pedro de Ribera, nobilísimo caballero de la ilustre casa de los duques de Alcalá, tan estimada en aquel reino; por muerte de sus padres quedó heredero de cuatro mil ducados de renta, con que se portaba en Sevilla lucidamente, siendo el primero que en todos los actos públicos se hallaba, señalándose más que todos en su lucimiento y porte.
Tenía este caballero un primo hermano en Madrid, asistente en aquella corte del mayor monarca; había ido á ella á unos pleitos, de que tuvo buen suceso con sentencia en favor, y pagado de la vivienda de la corte y trato de sus cortesanos, trocó la asistencia de su patria por la de esta ilustre villa; tuvo en ella amistad con un anciano caballero, cuyo nombre era don Juan de la Cerda, en quien concurrían muchas partes, por donde era estimado de todos. Honrábase el pecho con la roja insignia del Patrón de las Españas, á que se le añadía una encomienda de dos mil ducados. Era este caballero viudo, y de su matrimonio le quedó sólo una hija heredera de cuanto tenía, en quien la naturaleza puso con particular cuidado todo su afecto en hacerla hermosa, con no poca envidia de las damas de Madrid. Pues como el luminoso planeta excede á los lucientes astros que toman de él luz, así esta hermosísima dama, como sol de la hermosura, excedía con ella á las damas de Madrid.
Deseaba don Juan casar á esta señora con persona muy á su satisfacción, que la igualase en la calidad y hacienda. Bien pudiera don Rodrigo de Ribera, que así se llamaba el primo de don Pedro, de quien primero he hablado, intentar este empleo, por su sangre y por la amistad que con don Juan de la Cerda tenía; mas era hijo segundo de su casa, y esto le enfrenó á no tratar de emprenderlo, considerando cuan poca hacienda tenía para igualar dote tan aventajado. Lo que hizo fué proponer á su amigo don Juan la persona de su primo, que estaba en Sevilla, haciéndole relación, así de sus partes como de su mayorazgo; parecióle bien á don Juan, mas prudentemente quiso hacer información de esto primero, sospechando que don Rodrigo con la pasión de deudo podría haberse alargado en su alabanza y hacienda. Y así, teniendo don Juan un amigo en Sevilla, le escribió luego que se informase de las partes, persona y hacienda de don Pedro de Ribera con toda verdad, porque le importaba no menos que calificar su casa con él y remediar á su hija doña Brianda.
En breve tuvo respuesta, en que confirmó el amigo con cuanto don Rodrigo había dicho de su pariente; y aun se alargó más que él, no excediendo de la verdad en su información; con ella se halló muy gustoso don Juan, y así se vio luego con don Rodrigo, y le dijo informase á su primo de esto, tratando con él el casamiento de su hija. Hízolo así, y don Juan quiso primero que se le enviase un retrato de la dama para no hacer esto á ciegas, fiándose de su primo, que no daría lugar al pintor para que la copiase lisonjeramente, sino con toda verdad y fidelidad. Hízolo así don Rodrigo, con que don Pedro quedó gustosísimo, y remitió á su primo que las capitulaciones se hiciesen en tanto que él partía, para lo cual le envió su poder. En tanto que don Rodrigo trataba de esto con don Pedro, doña Brianda contemplaba en otro retrato, que don Pedro le había enviado.
Este caballero hizo lucidas galas; con ellas partió á Madrid; no pudo partir con él su familia, porque quedaron á que se les acabase una lucida librea, y con sólo un criado partieron en dos mulas con sola la compañía del mozo de camino, que en otra, no peor que las que llevaban los dos, seguía su largo paso, llevando don Pedro no poco deseo de llegar á Madrid por ver á la hermosa doña Brianda, de quien iba aficionadísimo por el retrato, que no le apartaba de su pecho, envuelto en la misma carta que su primo se le había enviado.
Media jornada antes de llegar á Toledo comieron, y mandando don Pedro al mozo de mulas que se adelantase á prevenirles posada en la ciudad, él se quedó entreteniendo sobremesa con unos hidalgos de Orgaz, que era el lugar donde estaba, á los naipes; perdía, y picóse, con que el juego duró hasta que los dieron lugar á desquitarse, que fué algo más tarde que quisiera. Púsose á caballo, é informado del camino que había de tomar, comenzaron él y su criado á caminar; anochecióles á una legua andada, y hubieron de proseguirle con la sombra de la noche, que fué más oscura que otras, por estar el cielo nublado y no dar lugar á que las estrellas mostrasen su resplandor, ya que la luna, por ser muy menguante, no les podía favorecer; con esto é ir divertidos erraron el camino; de modo que vinieron á dar en unos olivares, media legua antes de llegar á Toledo.
Como no sabían el camino, ignorando en la parte que estaban, determinaron, por no alejarse más de Toledo, de apearse en aquel olivar y aguardar allí hasta que el alba con su luz les mostrase el camino; quitaron las maletas á las mulas, y sobre ellas se tendieron debajo de un olivo, que fue el verde pabellón de aquella cama campesina; el cansancio les trajo sueño, y así se rindieron á él, que no debieran, pues cuando más á placer dormían, descuidados de lo que les había de suceder, acertaron á llegar á aquel sitio cuatro hombres con lentos pasos, que el patear de las mulas los llevó á aquel sitio. Estos eran unos ladrones que venían de hacer un hurto, mas no les salió cierto, y volvíanse á Toledo; no quisieron perder la ocasión, pues los ofrecía caballos; y así, viendo á los dueños de aquellas mulas durmiendo, convenidos en lo que habían de hacer, se abrazaron dos con cada uno, y atándoles las manos atrás, les despojaron de cuanto tenían, exceptuando los jubones y calzoncillos de lienzo, y por hacer más brevemente su fuga, hasta las mulas se llevaron.
Quedaron amo y criado lamentándose del suceso, culpando el criado á su señor en haberse divertido tan á lo largo al juego, pues por esto les vino aquella desgracia; haciendo varios discursos sobre ella estuvieron, hasta que las aves con su dulce canto comenzaron á hacer salvas á la aurora, que salió agradecida al aplauso que la hacían; oyeron entonces cerca de sí balidos de ganado, con que comenzaron á voces á llamar á su pastor, que vino luego adonde estaban, y los desató, compadecido de verlos desnudos.
Preguntáronle que cuánto había de allí á Toledo, y dijoles que media legua corta; pero que si querían ir á un cigarral de su dueño, que estaba de allí muy cerca, que él los guiaría, donde fiaba de la piedad de una dama que en él asistía que remediaría su necesidad. Tomaron su consejo, y siguiendo al pastor, los llevó á un cigarral, á quien el cristalino Tajo muraba por una parte; tenía lucida casa, con altas torres y dorados chapiteles; llegaron á él, y llamando el pastor, les fué luego abierta la puerta por un hombre anciano, que servía á aquella señora de mayordomo de su hacienda del campo, teniendo á su cargo gobernar la familia de los pastores y beneficiar los esquilmos que del ganado sacaban. Subió el pastor que los guió hasta allí, y en breves razones hizo relación á su señora de la desgracia de los forasteros y que se venían á valer de ella; mandólos subir, llegando don Pedro á su presencia con harta vergüenza suya, por venir desnudo; sólo se abrigaba con una capa que el pastor le prestó. Hizo relación de su viaje y que iba á Madrid á un pleito, no diciendo quién era, sino sólo que era un hidalgo de Sevilla, cuyo nombre era Fernán Sánchez de Triviño. Compadecióse doña Victoria de verlos así, en particular á don Pedro, que le pareció bien su persona; y entrándose adentro, de unos baúles que tenía sacó dos vestidos de color, que les dio, mandándoles que se vistiesen luego; hiciéronlo así, con que don Pedro, ya vestido, hizo mejor ostentación de su talle, con que se agradó más de él doña Victoria, no apartando de él los ojos. Llegó la hora de comer, y sin escrupulizar en hacerlo en su compañía, la dama comió con don Pedro, que no acababa de darla gracias del favor y merced que le hacía.
De esta suerte estuvieron dos días en el cigarral, sin declarar la dama lo aficionada que estaba de don Pedro, sino con los ojos, que ellos fueron intérpretes de su pena. Bien lo conocía don Pedro, y lo comunicaba con su criado, mas no se atrevía á decirla nada como estaba tan próximo á casarse.
El criado le animaba que no perdiese aquella ocasión, pues se la había ofrecido la fortuna, ni fuese cruel con quien se le había mostrado tan piadosa. La soledad del sitio, la hermosura de la dama y el habérsele declarado algo le obligaron á don Pedro á que correspondiese á su afición; empero la dama no quiso llegar á los brazos, si primero no le daba palabra de ser su esposo. Ya don Pedro estaba encendido en su amor, olvidada la dama del retrato, y aconsejándose de su criado sobre lo que debía hacer en esto, él le dijo que no perdiese la ocasión que le ofrecía la fortuna, que podía gozar aquella dama, cumpliendo con ella en darle palabra de esposo y aun cédula, mas que en ella no dijese su nombre, sino el que le había dicho; así lo hizo don Pedro, con que doña Victoria de Silva, que así se llamaba la dama, dio lugar á que el caballero llegase á los brazos con ella.
De esta manera estuvo en el cigarral otros cuatro días, y haciéndola entender que iba á solicitar la sentencia de un pleito que traía en el Consejo de Indias, á que era importante hallarse su persona, alcanzó licencia de doña Victoria, con palabra de que volvería con brevedad pronto á verla; con esto partió otro día muy de mañana con muchas lágrimas de la dama, y él fingió con la cubierta de un lienzo en sus ojos que la acompañaba en el llanto. Partió con esto del cigarral, habiéndole la dama dado mulas y dineros para llegar á Madrid; de contado le vino el castigo por lo que había hecho, pues al entrar en Illescas un machuelo espantadizo dio un brinco, cogiendo á don Pedro descuidado, y dio con él en el suelo desconcertándole una pierna, con que fué menester quedarse en aquella villa curando con un algebrista que trajeron de Toledo. Allí le dejaremos por volver á doña Victoria, que quedaba con la partida de su galán llorosa y con mucha pena. Una criada suya que acudió á componer la cama en que había dormido, hallóse que por descuido había dejádose don Pedro el retrato de la dama con quien iba á casarse envuelto en la carta que con él le envió su primo. Púsolo todo en manos de su señora, y ella, descogiendo el papel vio el retrato, con que la puso en nuevo cuidado y pena; acrecentóle uno y otro leer el papel, que decía de esta suerte:
«Primo y señor mío: Con esta va el retrato de mi señora doña Brianda de la Cerda, bien y fielmente sacado de su original; bien creo que su hermosura será para vos estímulo que apresure vuestra venida. Su padre don Juan os aguarda con grande alborozo; no dilatéis la jornada, que con esta hermosa copia será grosería; en tanto dispongo las capitulaciones en la forma que hemos tratado; con vuestra vista se firmarán y podéis estar gozosísimo de haber hallado tanta dicha.—Vuestro primo, don Rodrigo de Ribera.»
Apenas pudo doña Victoria acabar de leer el papel, y con la pena que de haberle leído recibió, la dio un desmayo, estando con él más de media hora en brazos de su criada; volvió de él dando grandes suspiros y vertiendo muchas lágrimas; quejóse del engañador sevillano, y mucho más de su facilidad, pues se había determinado á entregar su honor á un hombre que vino á su casa despojado de unos ladrones. Aquel día pasó en solo llorar; mas echando de ver que su reputación corría riesgo, no quiso que se dijese de ella que un hombre la había burlado; y así, con la luz que la había dado la carta de á lo que iba y con quién se casaba, determinó irse á Madrid, pues lo podía hacer mejor que otra, por no tener deudo cercano á quien dar cuenta de su intento, sino un hermano en Flandes sirviendo en aquellos ejércitos, donde era capitán de caballos. Dio parte de su intento á Alberto, un criado anciano de su casa que la había criado desde niña, y á él le pareció bien, ofreciéndose á acompañarla; con esto hizo cargar dos carros de su labranza de todo lo necesario para el adorno de una casa principal, y partieron á Madrid, donde luego que hubieron llegado á aquella insigne villa, se informó Alberto de dónde vivía don Juan de la Cerda y de si el novio que esperaban había venido de Sevilla. Súpolo todo y que don Pedro aún no era llegado á Madrid, cosa que puso en cuidado á doña Victoria, ignorando la desgracia que le había sucedido en Illescas.
Lo primero que hizo esta agraviada dama fué alquilar una casa sola que estaba muy cerca de la casa de don Juan de la Cerda; en ella quiso que estuviese Alberto, con nombre de que él era señor de ella; luego le mandó que acudiese en casa de don Juan de la Cerda, y allí procurase saber si tenía necesidad de una dueña para su servicio, que en este traje se quiso mudar por desconocerse mejor á los ojos de don Pedro. Hizo la diligencia Alberto, con tantos deseos de acertar, que tuvo buen efecto, porque doña Brianda no deseaba otra cosa sino hallar una dueña que la sirviese; como le fué propuesta por Alberto, en nombre de hija suya, no sólo la recibió en su servicio, pero á él también por su escudero, que tenía agradable presencia, y sus blancas canas le autorizaban mucho; habiendo pues negociado á medida de su deseo, volvió con la respuesta á doña Victoria, de que se mostró muy gustosa, y porque doña Brianda deseaba verla presto. Aquel día sacaron todo lo necesario para vestirse una viuda moza, y se hizo á toda priesa; de suerte que otro día ya doña Victoria pudo ir á verse con la que había de ser su dueño, en compañía de Alberto, que hacía el papel de padre, y fueron los dos muy bien recibidos del anciano don Juan de la Cerda y su hermosa hija: no quisiera Victoria que lo fuera tanto, por no ver muy pagado de ella al novio que esperaba; y aunque esto la podía enfriar el intento con la máquina que llevaba pensada, no desmayó en él; supo doña Brianda allí la patria de Alberto, que mudó el nombre en Esteban de Santillana, y así le llamaremos con el apellido; dijo ser de Utrera, cerca de Sevilla, y que allí fué casada su hija con un hidalgo honrado de aquella villa, que trataba en Indias, haciendo al Perú viajes, en uno de los cuales había muerto, dejando tantas deudas, que toda su hacienda se había consumido en pagar acreedores, y que de estas resultas había puesto pleito á uno en el Consejo de las Indias, esperando en breve sentencia de él. Como don Juan oyó decir á Santillana ser andaluz, le preguntó si había asistido algún tiempo en Sevilla; él le dijo que á esta ciudad, como cercana á su patria, iba y venía muchas veces, pero que su hija era quien había tenido alguna asistencia en aquella ciudad; por entonces no quiso don Juan preguntarles nada de don Pedro de Ribera. Quedóse Victoria por criada de doña Brianda muy contenta con tenerla en su servicio, á quien fió luego las llaves de todos sus cofres y escritorios, no con poca envidia de las demás criadas, que sentían, y con razón, que una de ayer recibida hubiese merecido más que ellas, con servicios de algunos años. Santillana dijo tener casa cerca de aquella, y mujer, que hubo de hacer este papel Marcela, criada de Victoria, por lo cual no le dieron aposento dentro de la casa de don Juan.
Volvamos á don Pedro de Ribera, que habiendo convalecido llegó á Madrid, yendo á apearse á casa de su primo don Rodrigo, que le había tenido cuidadoso su tardanza; la causa de ello se la manifestó don Pedro, no reservándole nada de cuanto le había pasado en el cigarral de Victoria, hasta la palabra que la había dado, con nombre supuesto, y preguntóle don Rodrigo la calidad de la dama, y don Pedro le dijo llamarse doña Victoria de Silva y ser de lo noble de Toledo. Mostró poco gusto de esto don Rodrigo, afeándole la acción de haber burlado y deshonrado aquella señora, de quien podía temerse; porque á saber que venía á casarse á Madrid, podía verse en algún peligro, si tratase de vengar su ofensa. Hablaron luego en doña Brianda, y dijo don Pedro cuan enamorado venía del retrato, aunque le había perdido con lo demás que le hurtaron los ladrones cerca de Toledo; pero bien sabía don Pedro que esto no era así, sino que se le había dejado olvidado debajo de la almohada de cama, en el cigarral de Victoria, y no le daba poco cuidado de esto. Trató don Rodrigo que antes que don Pedro viese á su suegro y esposa, se le hiciesen vestidos, así de camino como negros, y en tanto hubo de estarse retirado; esto es cosa que con dineros en Madrid se hace brevemente; y así, dentro de cuatro días se le hicieron vistosas galas de camino, con que fingiendo ser recién venido él y su primo don Rodrigo, se fueron á casa de don Juan de la Cerda, siendo recibido él con mucho gusto, por ver en don Pedro tan buen talle. Avisaron á doña Brianda que entraba á su cuarto el que había de ser su esposo, y ella estaba con sus criadas, que la acababan de vestir; púsose en su estrado, y sus dueñas en una alfombra cerca de ella, adonde entró don Pedro, acompañado de don Juan y don Rodrigo. Estuvo el galán caballero muy gustoso en la visita y muy despejado, sin que se le pudiese notar la primera necedad de los novios, porque era don Pedro de claro entendimiento y de galán despejo. Vio en el original de la hermosa doña Brianda haber andado fidelísimo el pincel, pocas veces dado á copiar verdades, cuando se han de decir con las colores en empleos como estos. Pagóse mucho de la hermosura de la linda doña Brianda, y ella le pagó en esto, pues quedó muy contenta de la persona de don Pedro.
Habíanse de asentar algunas cosas acerca de este casamiento, que necesitaban la persona de don Pedro; y así él, don Juan y don Rodrigo se retiraron á otro cuarto, donde se encerraron con un escribano y algunos deudos que llamaron á hacer las capitulaciones. En tanto, quedó doña Brianda con sus criadas tratando de la persona de don Pedro, su esperado esposo; todas la daban sus parabienes de que fuese tan á su gusto; sólo Victoria no la decía nada, cosa que notó su señoría; quedóse á solas con ella, y díjola:
—Doña Teodora —que así dijo llamarse— ¿por qué, cuando todas mis criadas me dan enhorabuenas de haber acertado en la elección que he hecho de casarme, estás tú tan callada, que siquiera por lisonjearme no las imitas? ¿De qué nace tu silencio?
Había de propósito Victoria hecho aquello para venir después á este lance, como vino. Vio la ocasión á medida de su deseo, y quiso aprovecharse de ella, respondiendo á la propuesta de doña Brianda así:
—Señora, en la persona del señor don Pedro no hay que poner falta ninguna, que es tan perfecto galán, que no hay más que desear; y así todos confesarán esto; mi silencio ha nacido de que en Sevilla no conocí otra cosa que este caballero, porque yo viví en barrios que él frecuentaba mucho; la causa no te la he de negar, porque en esta ocasión no es justo que te trate con engaño quien sólo desea servirte y tu quietud; pues vivir sin ella lo que ha de durar la vida, más es muerte civil que vida gustosa de casada.
Alteróse con lo que oía doña Brianda, y con apretadas amonestaciones rogó á su dueña que le declarase lo oscuro de aquellas razones preñadas, que no entendía.
Ella, que se vio en ocasión de derramar su ponzoña contra don Pedro, tirano de su honor, no fué perezosa en hacerlo; y así, pidiéndola que se fuesen á un lugar menos registrado de sus criadas y más solo, se retiraron á un camarín, donde la cauta Victoria dijo así:
—No cumpliera yo con el amor que, como á señora mía, te tengo, si no te hablase con claridad en lo que te importa no menos que tu quietud; y así, dueño y señora mía, sabrás que don Pedro tuvo amores con una dama de Sevilla, muy hermosa y principal, si bien sus padres no la dejaron hacienda con qué poder sustentar sus honradas obligaciones; el festejo fué tan apretado, que viéndose ella obligada de las muchas finezas, asistencias y regalos de don Pedro, se le rindió con palabra que la dio de casamiento, de que hubo testigos, aunque convino estar este matrimonio clandestino secreto por entonces, por vivir don Fernando, padre de don Pedro, que sabía estos amores, y había procurado con todas veras apartarlos, no viniendo en que don Pedro se casase con doña Elvira de Monsalve, que así se llama esta señora. De la continuación de su empleo resultaron prendas vivas, que fueron dos hijos y una hija, que hoy están en poder de su madre. Aguardaba don Pedro á que su padre muriese, que vivía con achaques y tenía mucha edad; sucedió así, y cuando doña Elvira se pensó que luego sería esposa de don Pedro y acabarían sus pesares, que los tuvo muchos, de que estoy cierta, por vivir en su barrio, él se retiró de verla algunos días, lo cual visto por ella, determinó de dar parte de este agravio á dos primos suyos, que lo sintieron tanto, que trataron luego de hacer que don Pedro le cumpliese la palabra que le había dado á su prima. Vivía retirado don Pedro en un lugar suyo, cerca de Sevilla, y con cuidado de guardarse de sus enemigos, que visto que no venía en lo que era razón, trataban de matarle. En este estado lo dejó, cuando mi padre me trajo á Madrid, donde há cosa de mes y medio que estoy. Esto es lo que puedo asegurarte del señor don Pedro, y que no estará seguro en esta corte, porque los primos de la dama, á quien yo conozco, son caballeros muy calificados y de hecho, los cuales no dudo que vengan aquí, adonde venguen el agravio de su prima, con más seguridad que en Sevilla, adonde él vivía recatado de ellos.
Capítulo XVIII
Prosigue Jaime la novela de «Á lo que obliga el honor»
Atenta escuchó doña Brianda la relación que le hizo su dueña acerca de la persona de don Pedro, y sintió en extremo que este caballero no viniese de Sevilla tan libre como ella deseaba; acerca del mentido empleo, que la encubierta doña Victoria fingió, le hizo algunas preguntas la afligida dama, de si estaba muy enamorado, de si era hermosa doña Elvira y otras muchas circunstancias, á que satisfizo con mucho cuidado, llevando la mira á que quedase muy en desgracia suya don Pedro: con todo, no dando entero crédito doña Brianda á lo que había oído á su dueña, remitió el dar cuenta de ello á su padre y que él se informase mejor de todo. Entróse á hablar con él, que ya habían acabado las capitulaciones, y en tanto doña Victoria se quedó en la primera sala, lugar donde asisten las dueñas; allí llegó un criado de don Pedro, á quien él había mandado acudir á la estafeta por las cartas que de Sevilla le viniesen, y trayéndole un pliego, preguntó á la dueña por su amo, sin haberla conocido: tan disfrazada estaba con las tocas. Ella le dijo estar allá dentro con su señor.
—Traíale este pliego —dijo el criado— que en la estafeta de Sevilla le ha venido, y estas cartas.
—Pues si gustáis —dijo la astuta Victoria— que yo se le dé, pues que vos no podéis entrar donde él está, yo lo haré por haceros gusto.
—Hacéisme mucho favor —dijo el criado, con que se fué, dejando el pliego en manos de la dueña.
Ella lo primero que hizo fué abrir el pliego, y dentro de él poner una carta que brevemente escribió y entrar delante de su señora con el pliego, habiéndole cerrado primero.
Ella preguntó que adonde iba con aquellas cartas.
Y ella, no mostrando malicia alguna, la dijo:
—Señora, llevólas al señor don Pedro, que se las trae su criado de la estafeta.
Como las mujeres son curiosas, Brianda quiso en aquella ocasión serlo abriendo los pliegos, y en el uno halló la carta que había escrito la dueña, cuya firma era doña Elvira de Monsalve. Con lo oído de la relación, púsole deseo de saber lo que la carta contenía, porque ella le había de dar luz de todo mejor; y así, leyéndola, vio en ella escritas estas razones:
«Vuestra ausencia y mi poca salud, querido esposo mío, me tienen de manera, que acabarán presto con mi vida, y más con las nuevas que he tenido de que os vais á casar á esta corte; no me puedo persuadir á creer tal cosa de quien me tiene dada palabra de esposo, y hay de por medio prendas de los dos: no os advierto más de que hay Dios que juzga rectamente, y que tengo á mis primos, que si saben este desprecio con los hechos á mí, irán á vengar su agravio. El cielo guarde vuestra vida, para que conozcáis mi fineza y vuestra obligación. Vuestra esposa, doña Elvira de Monsalve.»
Con haber leído esta carta confirmó doña Brianda por verdad cuanto la había dicho su vengativa dueña. Salió su padre en aquella ocasión, á quien dio cuenta de lo que sabía acerca de don Pedro, mostrándole juntamente la carta de la fingida doña Elvira; quedó el viejo admirado, y haciéndose cruces de ver que un caballero de tan ilustre sangre hubiese tratado con engaño á aquella señora, con hijos de los dos, y que con esto se viniese á casar con su hija; reservó el darle cuenta de que sabía esto hasta informarse mejor de un caballero de Sevilla, amigo suyo, á quien fué luego á buscar.
Apenas don Juan se salió de casa, cuando don Pedro, acompañado de su criado, volvió á ella, que habiéndole dicho cómo el pliego de Sevilla y las demás cartas se las había dado á la dueña, venía á cobrarlas de ella, puesto que no se las había enviado á la posada de su primo. Hallóse á doña Brianda en la primera sala, de quien su padre se había apartado, y díjola:
—Con menos ocasión, dueño mío, pudiera volver á veros, cosa tan del interés mío, mas en ésta me disculpa el volver por unas cartas de Sevilla, que mi criado dejó en poder de esa señora, criada vuestra.
—Ésta se pensó —dijo Brianda— que vos estábades con mi padre, y os las entró á dar, encontró conmigo, y yo, sabiendo de ella á lo que iba, se las tomé con un poco de curiosidad y recelo, por temer que en Sevilla caballeros de vuestra edad no vivirán sin empleo. Esta curiosidad me ha salido á la cara, si bien puedo agradecer el desengaño, venido tan antes de mi empleo, que peor fuera después de haberle hecho aquí: he visto esa carta, que leeréis, de quien vos conocéis tan bien; para mí bastaba, sin otra información que he tenido, para no tratar de admitir desde hoy la plática de casarme con vos. De la carta sabréis lo que no ignoráis, y quedad con Dios, que no os quiero cansar.
Quedóse don Pedro con la carta en la mano atónito, sin saber lo que le había sucedido; leyó la carta, y vio en ella que algún pecho envidioso de su dicha se la quería barajar por aquel camino, fingiendo aquella quimera; vio á la dueña allí, y sin reparar mucho en ella, la dijo:
—Señora mía, ¿qué embustes son éstos que contra mí se han ordenado? ¿Yo tengo dama en Sevilla y de este nombre? ¿Yo hijos en ella con palabra de marido? Si no es mentira la mayor que ha formado el embeleco, yo quiero perder mi cabeza.
—Por mí —dijo la dueña— yo creo vuestra satisfacción; mi señora es bien que la crea, porque está tal, que dudo mucho que permita pasar adelante en este matrimonio, porque á mí me consta que ha dado á su padre cuenta de todo esto, y que él ya á hacer información de ello con un caballero de Sevilla, que está aquí, muy amigo suyo.
—Yo me huelgo de eso —dijo don Pedro— pues conocerá que eso es mentira, y que tal dama como esa doña Elvira no la hay en Sevilla; pero á vos, señora, os suplico me digáis si priváis mucho con mi señora doña Brianda.
—Soy á quien más favorece —dijo ella.
—Pues siendo eso así —replicó don Pedro— bien podréis acabar con ella que oiga mi satisfacción.
—Mucho dudo que ella os hable más, que la vi muy indignada contra vos, y es persona que cuando se enoja, informada primero de la razón, no pierde el odio que cobra en muchos días.
—Pues si vos priváis tanto con ella —dijo él— bien creo que podréis ablandarla con ruegos, representándola lo que la amo y estimo.
—En mi mano está eso —dijo la dueña— pero ¿qué me daréis porque alcance con mi señora que haga eso?
—Cuanto me pidáis —dijo él— si es que reparáis en interés, que mi condición es liberal, y no reparo en servir á quien me favorece.
—Moza soy como veis —dijo la dueña— y no tengo perdidas las esperanzas de casarme; lo que me falta para conseguir eso es tener algún dote; en vuestra liberalidad fío, que sirviéndoos me favoreceréis, porque veáis cuánto deseo mi gusto.
—Haced lo que os tengo rogado —dijo él— que yo os prometo quinientos escudos para ayuda á remediaros; y para que estéis más segura de que lo cumpliré, traed recado de escribir, que de ellos os quiero hacer luego una cédula.
Quiso ver doña Victoria en qué paraba aquello; y así en breve trajo papel, tintero y pluma, y púsoselo en un bufete para que hiciese la cédula que le prometía. Don Pedro anduvo tan galante, que hizo una firma en blanco, haciendo confianza de la dueña para que sobre ella pusiese la cantidad nombrada; parecióle á ella venirle aquello de perlas, para afirmar más su intención; y agradeciéndole á don Pedro el favor que la hacía, le prometió ser muy fiel tercera con su señora, de quien podía esperar muy presto estar en su gracia; así se lo pensó el amante caballero, con que se despidió de ella.
Entró en este tiempo Alberto, á quien doña Victoria dio cuenta de lo que pasaba, admirándose de que tan adelante estuviese el enredo para estorbar aquel casamiento. Díjole la dama que sobre la firma de don Pedro escribiese una cédula de casamiento, que él la hacía, poniendo la fecha desde el tiempo que estuvo en el cigarral, y con testigos. Así lo hizo luego Alberto, procurando asimilar cuanto pudo la letra de la firma de don Pedro, que era diestro en hacer aquello, por ser grande escribano.
Aquel día don Juan de la Cerda no halló al caballero sevillano en su posada, y remitió el verse con él el día siguiente. Esta tarde doña Victoria supo de doña Brianda que por ninguna cosa trataba del casamiento, aunque se quedase sin casar, y de camino descubrióse á su dueña, diciéndola cómo antes que tratara de este empleo era servida de un caballero muy calificado, llamado don Sancho de Leiva, á quien había comenzado á favorecer con veras, por tenerle amor; mas que la instancia que su padre le hacía en que viniese en casarse con don Pedro la había obligado á serle obediente; pero que ahora que había sabido el trato doble de don Pedro, pensaba volver á favorecer de nuevo á don Sancho.
Holgóse mucho doña Victoria de saber esto, porque desde luego se prometió buen suceso en su comenzada empresa, y para más asegurarla, dispuso la voluntad de doña Brianda á que favoreciese á don Sancho.
—Téngole muy enojado —dijo ella;— mas si yo le enviase un papel, no dudo que el enojo se le pasase y volvería á servirme.
Ofrecióse la fingida dueña de llevársele, como la mandase poner el coche, informándose de dónde posaba; no se holgó poco doña Brianda de ver cuan solícita hallaba á su dueña en servirla, y más en aquello que era tan de su gusto; y así, para tenerle, la mandó que esa tarde fuese en coche á verse con don Sancho, escribiendo un papel para él, que le dio. No lo dijo á lerda ni descuidada; y así Victoria se fué, no á la posada de este caballero, sino á la casa que había alquilado, mandando volver el cochero á casa de Brianda, diciéndole que desde allí se iría ella á pie á casa, en compañía de Santillana, su fingido padre. Desde aquella casa escribió dos papeles, uno á don Juan de la Cerda, enviándole á llamar, y otro á don Sancho, haciendo lo mismo, y dándoles las señas de la casa á que habían de acudir. En tanto que los papeles se daban, ella se vistió un galán vestido, y como dama, dejados los hábitos de dueña, esperó estas dos visitas en su estrado, acompañada de su criada.
No tardó mucho en venir don Sancho de Leiva, ignorando de quién era llamado, por no conocer al dueño del papel que había recibido. Apenas había tomado asiento y hablado con doña Victoria algunas palabras de cumplimiento, cuando esta dama fué avisada que don Juan de la Cerda se acababa de apear de su coche y subía á visitarla. Ella, viendo esto, dijo á don Sancho:
—Señor mío, á mí me es fuerza hablar á este caballero que viene á solas, pero no que se os vede á vos el saber la plática que con él tratare; suplicóos que os retiréis á esa alcoba, y detrás de esa cortina estéis atento á cuanto habláremos, que todo ha de redundar en gusto vuestro.
Obedeció don Sancho, confuso de no saber en qué había de parar aquella prevención.
Entró don Juan, y habiendo tomado silla, doña Victoria le habló de esta suerte:
—Confuso juzgo, señor don Juan; que vendréis enviado á llamar por un papel de persona que no conocéis, y de haber venido á esta casa, cuyo dueño tampoco habéis visto; pues porque salgáis de confusiones, yo os quiero decir quién soy. Mi patria es la imperial ciudad de Toledo; nací segunda hija en la casa de mis padres, porque un hermano mío es el heredero de ella; nuestro apellido es Silva, que con esto no tengo más que deciros sobre mi calidad; y sabed que mi padre y hermano, el uno tuvo el hábito de Santiago, y el otro tiene el de Alcántara, con que le fué á servir á su majestad á los estados de Flandes, donde es capitán de caballos. Dejóme en Toledo en compañía de una tía anciana que dentro de pocos días murió, y por su muerte me retiré á un cigarral que tengo cerca de Toledo, donde asistía entretenida en la administración de mi hacienda, que consiste en ganados y labranza; aquí pasaba la vida quietamente, entreteniéndome el campo y no conociendo al amor, hasta que una mañana un pastor mío me trajo dos hombres á casa, desnudos de toda su ropa, á quien unos ladrones habían despojado de ella; compadecíale de ellos, en particular del más principal, y de dos baúles de vestidos que dejó mi hermano les saqué dos, que se pusieron; agradeciéronme la piedad, si bien el principal de ellos no la tuvo de mí después; sus lisonjas, cortesano estilo y caricias que me supo hacer en cuatro días que allí le tuve huésped, me inclinaron de modo que ya no era dueña de mí; el trato continuado obligó á creerle que me amaba, con que declaradamente le amé. Finalmente, con cédula que me hizo de casamiento pudo llegar á mis brazos; y significándome que venía á un pleito cuantioso, en que le importaba asistir al salir la sentencia de él, me pidió licencia para llegarse á Madrid, ofreciéndome volver muy presto: esto con tales afectos de amor, que á otra que le tuviera menos voluntad que yo la engañara; díle cuanto hubo menester para esta asistencia, y con esto partió de mis ojos con harto sentimiento mío. Por un retrato y una carta que se dejó debajo de la almohada de la cama he sabido que viene á casarse á esta corte, y no menos que con el prodigio de la hermosura, mi señora doña Brianda de la Cerda, vuestra hija. Como el honor es la prenda de más estima, viendo el proceder de don Pedro, me determiné á venir á esta corte y valerme de personas de prendas, que en ella fueron amigos de mi difunto padre, para que con su favor estorben este casamiento; parecióme que la primera diligencia era haceros sabedor de mi deshonra y mal término de don Pedro, para que conocido lo uno y lo otro, no os determinéis á hacer el empleo que está capitulado, según he sabido. Yo tengo de seguir mi justicia con esta cédula y los testigos que tengo; pasad los ojos por ella, y ved si me sobra la razón para molestar á don Pedro que cumpla lo que promete.
Admirado dejó á don Juan de la Cerda lo que oía á doña, Victoria, y con lo informado conoció de la condición de don Pedro ser voluntarioso y amigo de gozar cuanto se le ofrecía, con el ejemplar que tenía de lo de Sevilla; y así, determinó que el casamiento de su hija no pasase adelante. Descogió el papel que le dio Victoria, y en él vio escritas estas razones.
«Digo yo don Pedro de Ribera, vecino de la ciudad de Sevilla, que por esta cédula, firmada de mi nombre, me otorgo esposo de mi señora doña Victoria de Silva, natural de Toledo, á la cual le cumpliré esta palabra, cada y cuando que por esta mi cédula me sea pedido. Testigos Alberto y Marcela, criados de su casa.— Don Pedro de Ribera»
Habiendo leído la cédula y reparado bien en ella, le dijo don Juan:
—Pésame mucho, señora mía, que don Pedro haya procedido con vos, teniendo tan noble sangre, con trato tan doblado; pues cuando os hizo esta cédula venía á ser esposo de Brianda, mi hija; lo que yo puedo hacer de mi parte es que con este advertimiento no pisará más los umbrales de mi casa, ni hablaré más en el casamiento, porque no fuera bien empeñarme á hacerle cuando vuestra contradicción con tanta justicia me le puede barajar; seguid vuestro intento, y no le dejéis hasta salir con él á cabo, pues os importa no menos que el honor; y en lo que fuere de mi parte para conseguir vuestra pretensión, yo os ofrezco mi favor, que amigos tengo aquí que podré valerme de ellos, cuando no por mi persona, para que os ayuden.
Agradecióle Victoria la merced que la hacía, vertiendo algunas lágrimas, con que dispuso mejor el pecho del anciano don Juan para ayudarla en cuanto pudiese; la cédula se llevó para mostrársela y que fuese quien con más verdad le hiciese reconocer su delito. Con esto se despidió de Victoria, diciendo que presto la volvería á ver, volviéndole la cédula y ratificando al salirse de la visita el que la había de ayudar, como lo vería por experiencia. Con esto se fué, dando lugar á que don Sancho de Leiva saliese del lugar en que estaba retirado; tomó asiento, y doña Victoria le dijo:
—Ya, señor don Sancho, si habéis estado atento á la plática que tuve con don Juan, habréis entendido mi suceso, y cómo don Pedro por esta causa no será marido de la hermosa doña Brianda; ella me envía á que os diga de su parte que violencia de su padre la obligaba á hacer este empleo muy contra su gusto, y que ha tenido á dicha suma ofrecerse ocasión de que se deje para volver á favoreceros. Esto veréis escrito de su mano en este papel que os envía.
Diósele, y con su licencia don Sancho le leyó el hombre más contento del mundo, por ver con aquello resucitar su muerta esperanza. Prosiguió doña Victoria su plática, diciendo:
—Ahora, señor don Sancho, os juzgo vacilante en discurrir con vos mismo cómo este papel pudo llegar á mis manos; dudoso es el enigma á no daros la solución de él. Ya sabéis, pues sois enamorado, que amor es padre de muchas transformaciones, y que por él todas cuantas tiene Ovidio se ejecutaron. Según esto, quien amaba como yo á don Pedro, y de más á más tenía de mí las prendas que sabéis, bien creerá que por restaurar mi honor y cumplir con mi aflicción habré hecho cuanto pueda por mi parte. Yo vine á esta corte con intento de entrar en servicio de doña Brianda, y lo he conseguido; pues aunque me veis en esta casa, que corre su alquiler por mi cuenta, estoy en la suya sirviéndola de dueña, hábito que escogí por encubrirme mejor á los ojos de don Pedro y hacer cuanto pudiese con doña Brianda que le aborreciese: ya le tengo hecha la cama para que su casamiento no pase adelante, deseando que el vuestro tenga efecto. Y así, ved qué me mandáis que diga á vuestra dama; porque de aquí, en el traje que os he dicho, tengo de volver á su casa, que hago gran falta en ella; si gustáredes de escribir, ahí tenéis todo recaudo; eso me parece que será lo más acertado, porque vea Brianda que yo he hecho su mandato con puntualidad. El secreto que sabéis, en lo que toca á mi disfraz, habéis de guardar, que me importa no menos que conseguir mi intento; de vos fío que lo haréis, como de quien sois puedo esperar.
Grande admiración le causó á don Sancho lo que oía á doña Victoria; alabó su valor, y agradeció la merced de haber sido la tercera de sus amores, pidiendo al cielo le diese vida para agradecerle aquel favor, prometió guardarla el secreto hasta que fuese su voluntad de que le revelase. Y por hacérsele tarde á doña Victoria, escribió un papel á su dama muy amoroso, estimando el favor que le hacía y prometiéndola serle firme amante en cuanto tuviese vida. Con esto se despidió de Victoria, á quien dejaremos desnudándose el vestido de dama para vestirse el de dueña, con que había de volver á verse con doña Brianda, por decir lo que halló don Juan de la Cerda en su casa.
Sentido don Pedro de Ribera de ver la mala información que le habían hecho á la que esperaba por esposa, dio cuenta de todo á su primo don Rodrigo, y los dos fueron á casa de don Juan de la Cerda. No estaba entonces en casa, y así preguntaron por doña Brianda, que salió á recibir su visita en pie porque fuese más breve, que no tenía mucho gusto de ver á don Pedro con lo que sabía de él. El penante caballero comenzó á satisfacerla con mil salvas y juramentos de que en su vida había conocido tal señora en Sevilla como la que escribía aquel papel, y que algún envidioso de su dicha se la quería barajar por aquel camino; que se informase bien don Juan, su señor, y que si hallase esto por verdad, quería perder el bien de merecer su mano. Salva fué esta que hizo dudar á Brianda si era embeleco el que había sabido; libraba en la diligencia de su padre el saber la verdad con más certeza; y así, lo que les respondió á los dos primos fué que ella no era dueña de su voluntad por haberla subordinado al gusto de su padre, que por sí no podía responderles ni desistir de la mala presunción que contra don Pedro tenía, que su padre vendría presto y dispondría según la información le hubiesen hecho. En esto estaban cuando don Juan entró, que venía de verse con Victoria; en breve le hizo don Rodrigo relación de lo que estaba tratando y de la queja de su primo, y cómo se ofrecía á que con apretada información se supiese si aquello que habían escrito de él era verdad ó engaño. Tomaron todos asiento, y don Juan respondió asi:
Capítulo XIX
Se da fin á la novela; Jaime se descubre á Rufina; entre los dos tratan de robar á Crispín; lo verifícan; marchan á Madrid, en donde se casan; prenden y ahorcan á Crispín; sorprenden en un hurto á Garay y es sentenciado á galeras, en donde acaba la vida.
Señores míos, yo he salido de casa con intento de averiguar, con amigos de Sevilla, la verdad de lo que á don Pedro se le imputa, y no los he hallado; pero cuando los hallara, pudiera ser que no hubiera llegado á su noticia este empleo, que Sevilla es gran ciudad, y hay barrios tan distantes unos de otros, que es como estar en dos lugares separados; lo que yo acabo de averiguar en este punto es que don Pedro ha dado palabra de esposo á una dama de Toledo, de quien fué huésped en un cigarral suyo, cuando le despojaron ladrones; y demás desto tiene á cargo su honor. Esto lo dice la misma dama de quien fui enviado á llamar, y lo confirma esta cédula, firmada de su nombre, que no podrá negar, pues todos conocemos su letra. Puso la cédula en manos de don Rodrigo, y luego en las de don Pedro, sin fiársela de ellas, con que el uno y otro quedaron absortos, y don Pedro descubrió en su turbación su delito, si bien juraba no haber dado tal cédula con nombre suyo, sino con otro supuesto. Como don Rodrigo sabía el caso, era quien más afeaba la culpa del primo, por donde don Juan le dijo así:
—Señor don Pedro, hasta llegar un hombre mozo á conseguir su gusto, y más si está enamorado, hará cualquiera cosa; vencióos amor, y no me espanto que os arrojásedes á ser causa del deshonor de aquella dama, no reparando en ser principal y de tan ilustre sangre, y que á la larga ó á la corta, dando cuenta á sus deudos de la ofensa, habían de vengarla; admiróme de que viniendo á casaros con Brianda tan enamorado, como por cartas significasteis, hubiese lugar en vuestro pecho para admitir otro amor en él; mas debió de ser apetito, pues tan olvidado de aquel empleo tratábades de segundo. Pues, señor mío, si como caballero deseáis proceder, que no lo dudaré de quien sois, lo que os importa es cumplir con esta obligación, ó habrá quien os haga que la cumpláis, que no está esta dama tan desnuda de favor como la juzgasteis; ella ha venido á Madrid á emprender por cuantos caminos haya recuperar su pérdida; halo de hacer, y todos han de favorecer su causa, viendo la justicia que tiene; mi consejo es que no deis lugar á que de vos se hable en Madrid mal; cumplid con lo que debéis, y no os ciegue el amor de Brianda, porque antes la encerraré entre cuatro paredes, y que allí acabe su vida, que no se case con vos.
Levantóse con esto de la silla en que estaba, y enojado se entró en otra pieza; lo mismo hizo doña Brianda, con que los dos primos confusos y sin hablarse palabra se fueron á su posada, adonde don Rodrigo dio á su primo una grande fraterna, afeándole su doblado trato. No tenía don Pedro disculpa alguna que dar; sólo dudaba cómo aquella cédula se había hecho firmada con su nombre, pues él no la había hecho, sino la del nombre supuesto. Dejémoslos en está confusión haciendo varios discursos, y volvamos á la fingida dueña, que acudió á casa de don Pedro, y llevó el papel de don Sancho á Brianda, holgándose mucho con él, porque temía que don Sancho, enojado de verla casar, no volvería á verla más. Contóle Brianda cómo había estando allí don Pedro con su primo don Rodrigo, y lo que pasó con su padre y cómo los había despedido del casamiento, con otro lance que se había descubierto de haber don Pedro dado palabra de casamiento por cédula á una dama de Toledo, la cual venía siguiéndole para estorbar su empleo. Hízose Victoria desentendida del caso, y comenzó á decir abominaciones de don Pedro. En esto le vino á doña Brianda un recado de una prima suya, en que la convidaba aquella noche para un particular de una comedia que se hacía en su casa, á que respondió que iría allá. Ofreciósele á Victoria luego una traza, con que tuvieron fin estas cosas, porque se le logró como quiso, y es que dijo á doña Brianda que si gustaba de verse con don Sancho aquella noche en parte segura, mientras se hacía el particular, podía, porque la casa de su padre estaba franca para todo; quería bien la dama á don Sancho y deseaba satisfacerle á la queja que había tenido de ella, y así aceptó el envite de su dueña, la cual llamando á Alberto, le dio un papel para don Sancho, en que le llamaba que acudiese á las ocho de la noche á la casa de doña Victoria; y con este llevó otro para don Pedro de Ribera, haciéndole saber cómo doña Brianda, no obstante lo que había pasado delante de ella y el enojo de su padre, se determinaba á darle la mano de esposa, viéndose aquella noche en una casa, de quien el escudero daría las señas, que no faltase á las nueve de la noche. No fué perezoso Alberto en dar los dos papeles, que entrambos hicieron harta novedad en los que los recibieron, y más en don Pedro, pues de despedido, se veía llamar á ser favorecido con la mano de doña Brianda, de quien era intercesora su dueña y á quien debía esta obligación, dando por bien empleado el donativo que la había ofrecido. Previniéronse los dos galanes, y en tanto doña Brianda y su dueña se pusieron en el coche, dejando á don Juan de la Cerda para acostarse, y se fueron á la casa de Victoria, que pasaba por de Santillana, nombre supuesto de Alberto; llegando á ella, fueron recibidos de Marcela, criada de Victoria, que hacía papel de su madrastra; allí dejaron los mantos, y aguardaron á la hora concertada para don Sancho; en tanto que esta se llegaba, Victoria escribió con Santillana ó Alberto un papel á don Juan, que contenía estas razones.
«Mi señora doña Brianda, en lugar de ir al particular que se hace en casa de su prima, se ha venido á la casa de mi padre, con intento de dar allí la mano á don Pedro, no obstante vuestra resolución; lo que os aviso para que remediéis este daño, con que salgo de mi obligación, dandóos este advertimiento.»
Con este billete se fué Santillana, advertido que hasta dadas las nueve y media no se le diese á don Pedro; y así lo hizo. Mientras esto se disponía, don Sancho no se descuidó de acudir adonde era llamado; hizo una seña, y fué abierto, con que se halló muy presto en presencia de su dama, donde todas sus quejas se satisficieron, y Victoria los dejó solos en un aposento que cerró tras de sí. Llegóse la hora de las nueve, en que don Pedro cuidadoso acudió á la casa de quien le había dado las señas bastantes para no errarla, y haciendo también la seña, le abrieron. Vióse con Victoria, la cual le entró en un aposento sin luz, diciéndole que importaba no se mover ni hacer ruido allí, porque en breve vendría su señora á estar con él; él lo prometió, con que estuvo aguardando el tiempo que Victoria se ocupó en quitarse las tocas y monjil y vestirse de gala. Hecho esto, se fué al aposento, donde hablando en baja voz, pudo engañar á don Pedro y darle lugar á que se diese por favorecido.
Dejémoslos así, y volvamos á don Juan, que al tiempo que se comenzaba á desnudar llegó Alberto y le dio el papel de su señora. Alborotóse el anciano caballero, y saliendo de casa acompañado de Alberto, fueron á la del corregidor, que era muy cerca, á quien el afligido viejo dio cuenta de lo que pasaba; el corregidor era amigo suyo; y así, acompañado de sus ministros, fueron los dos á la casa de Alberto, donde llamando á grandes golpes, fueron abiertos. Llevaban de propósito linterna y una hacha por lo que sucediese, que fué bien menester, porque hallaron toda la casa á oscuras; encendieron la hacha, y alumbrando un criado con ella, fueron por todos los aposentos de la casa mirándolos; en uno hallaron á don Sancho y á doña Brianda, y preguntándoles el corregidor qué hacían allí, respondió don Sancho que estar con su esposa, y ella confirmó lo mismo. Quiso don Juan sacar la espada contra ellos, mas el corregidor le reportó, advirtiéndole que su hija no asistía allí con quien pensaba, que aquel caballero era don Sancho de Leiva, bien conocido en la corte por su mucha calidad. Tuvo por bien don Juan de la Cerda este casamiento á trueque de no ver á su hija empleada en don Pedro, á quien quería mal desde que supo sus enredos. Pasaron luego á otro aposento que hallaron cerrado, y queriendo derribar la puerta de él, abrió por de dentro don Pedro, saliendo adonde estaban, el cual les dijo que él estaba allí con doña Brianda, su esposa, y que por gusto suyo había venido á aquella casa á desposarse con ella. Á estas razones salió del aposento doña Victoria diciendo:
—Engañado estáis, señor don Pedro, que no soy quien pensáis, sino doña Victoria de Silva, á quien debéis su honor, y él me ha obligado á ponerme en servicio de la señora doña Brianda, sirviéndola de dueña.
Reconocióla don Juan de la Cerda con más atención, y asimismo su hermosa hija, y viendo todos el disfraz que había hecho para recuperar su honor, le hicieron cargo de ello á don Pedro, el cual hallándose convencido de todos, de nuevo ratificó la palabra dada; lo mismo hicieron don Sancho y su dama, reservando hacerse las bodas para de allí á ocho días, de quienes fueron padrinos dos grandes de España con sus mujeres. Vivieron contentos los cuatro novios, teniendo después hijos, que fueron el consuelo y alegría de sus padres.
Mucho gusto dio la bien referida novela de don Jaime á Rufina y á sus criadas, siendo ella otro eslabón más en que se iba encadenando la voluntad de Rufina, y así le favorecía con más caricias. Parecióle al joven que ya tenía conquistada su voluntad y que no había más que querer, y así se la pagaba, determinado á desistir del intento que traía de robarla, y deseaba hallar ocasión para decírselo: ofreciósela buena á Rufina, porque como ella creyese ser don Jaime el mismo que en su relación había dicho, le dijo cómo su intención era, antes que su padre volviese de Madrid, irse de su casa, llevándose lo más precioso de ella, y que se podían ir á Valencia, pues allí era poderoso y de tal sangre, que tendría su padre por bien este casamiento. Aquí fué fuerza del mozo descubrir la tramoya que había fabricado para rendir á Rufina, y porque no viviese en más engaño, le dijo así:
—Dueño y bien mío, conociendo vuestra voluntad en favorecerme, os quiero tratar con claridad, hablando lisamente con vos, en lo que hasta aquí no habéis sabido, y perdonadme, que amor sólo puede disculpar mi delito: no lo ha sido el amaros; porque claro es que no está en vuestra mano resistir que no os amen los que ven vuestra divina hermosura; yo la he visto, y vencido de su poder, rendí mi albedrío y tres potencias á vuestra beldad: victoria que conseguiréis muy fácilmente de otros más rebeldes pechos que el mío; luego que miró la luz de estos dos soles, se rindió por esclavo suyo, y lo confesará siempre. Este preámbulo he anticipado á lo que os pienso decir para que él disculpe mi yerro y dore mi delito. Yo no soy el que mi relación os ha dicho, si bien soy nacido en Valencia, pero de padres humildes, gente honrada y limpia; el mío pasaba su vida honestamente, valiéndose del trabajo de sus manos, que con esto os he dicho que fué oficial en el ministerio de alpargatero; nací con altos pensamientos, que no queriendo abatirme á ejercer aquel mecánico oficio, me vine á Castilla, habiendo estado primero en la Andalucía, y he tenido suerte, que con mi honrado proceder nunca me faltaron amigos y dineros. Llegué á esta ciudad, en compañía de un hombre llamado Crispín, que en Málaga estuvo preso por no sé qué delito, que él no me ha querido confesar. He sido de este hombre obligado, con haberme hecho la costa del camino y prestádome dineros, como conoció en mí buena voluntad y deseos de ser su amigo; habiéndome granjeado esto con buenas obras, un día se declaró conmigo, aconsejándome que procurase introducirme en vuestra casa, para que él después se introdujese en ella; al fin á que esto se dirigió fué á que, sabiendo que tenéis mucho dinero, os robásemos, que con esto que oí en su boca acabé de creer lo que me presumía, que era haber estado preso por ladrón en Málaga. Con este pensamiento fingimos una pendencia, me retiré á vuestra casa, donde he hallado tanto favor en vos y tanto agasajo en vuestras caricias, que ellas frustrarán el intento de Crispín; porque desde hoy que os doy cuenta de esta máquina, trataré de hacerle á él tiro en la moneda que trae, para castigo suyo, no permitiendo el cielo que á quien tanto me ha favorecido dé ingrato pago con ofensas. Yo os he descubierto mi pecho; ahora disponed de mí lo que fuéredes servida, que no tengo de consentir que os haga daño, aunque yo desdiga de la calidad que os había fingido.
Admirada quedó Rufina de lo que oía á su galán, considerando la mala intención de Crispín; que habiéndola en Toledo conocido, trataba de vengar el hurto que le había hecho en Málaga, y estaba con temor de si Crispín le había dicho á Jaime quién era y su proceder. Esto de haberse declarado en decir quién era, dando por fabulosa la relación que la había hecho, la obligó para declararse también con él; y así, en breves razones se desdijo de su primer informe, declarándole su origen y quién fueron sus padres, con lo sucedido hasta haber llegado á Toledo: cosa que había ocultado hasta aquel punto; mas el amor y el vino hacen hablar más de lo necesario. Cuadróle al mozuelo que Rufina fuese igual suya; y así, siendo más conforme la unión, trataron de casarse y dejar á Toledo por Madrid; pero que esto había de ser, decía Rufina, habiéndose vengado primero de Crispín, que estaba indignada contra él por la máquina que levantaba en su ofensa. Ofrecióla Jaime que le dejase á él hacer, que con capa de amistad entraría su engaño, no sólo para dejarle sin moneda, mas para asegurarse del cuando intentase vengarse del araño; porque había de dejarle en la cárcel de Toledo; y así, esa misma noche salió de casa de Rufina para verse con Crispín, á quien halló en su posada, bien desconfiado de verle: holgóse mucho con la presencia de su compañero, el cual le dio cuenta de cómo estaba introducido con Rufina y que la tenía medio inclinada á favorecerle; pero que lo que le importaba para asegurarla más era tener algún dinero que gastar con ella y sus criadas, para que obligada con esto hiciese más confianza del y creyese que la amaba.
En esto fué estafado Crispín, con toda su antigüedad de ladrón, pues para que hiciese ostentación de lo que había fingido le dio cien escudos en oro que gastase á su albedrío, esperando de ellos otros tres tantos de logro; sacólos de un talego donde tenía más de quinientos doblones, habidos en buena guerra; echó toda su vista Jaime al lugar que escondía aquélla amarilla moneda, y juró de dejar al talego sin opilación de ella, como lo cumplió muy presto. Pues viendo que Crispín salía á dar dos perdices y un conejo á la huéspeda para que los asase, para cenar con su camarada, él en tanto se llegó á una maletilla, depósito de aquella moneda, y haciendo saltar la chabeta del candado que la cerraba, como diestro en aquel oficio, la abrió, y de ella sacó el talego preñado de doblones para que tuviese su parto en diferente lugar que el dueño se había pensado. Cenaron muy á su placer, y Jaime se despidió de Crispín, dándole buenas esperanzas que brevemente vería conseguido su deseo.
Con esto se volvió á casa de su Rufina, que fué de ella bien recibido; dióla cuenta de lo que le había pasado con Crispín y de cómo había pagado con su dinero el atrevimiento de intentar robarla; mostróla los doblones á solas, con que la alegró la vista, que era muy aficionada á moneda, y más si era en oro. Díjola Jaime cuánto importaba salir luego de Toledo antes que Crispín hallase menos su dinero; mas á esto dio una salida buena Rufina, no obstante que se aprovechó del consejo de su galán en cuanto á la fuga; ésta fué valerse del arbitrio de Málaga, dando aviso á un alguacil, muy gran perseguidor de ladrones, cómo Crispín estaba en Toledo, no le ocultando la posada y señas de tal arañuelo de las haciendas. Después de haber escrito el papel que avisaba de esto, trataron de su partida, en ocasión que hallaron dos carros, que partían luego á Madrid, en que cargaron toda su ropa y demás bienes, y con sola la esclava que les sirviese, se fueron á la corte, piélago que admite todo peje, adonde determinaba Rufina estar encubierta hasta saber de Garay.
Dejémoslos poniendo su casa, y volvamos á lo que resultó del papel que recibió el alguacil, el cual no hubo acabado de leerle, cuando puso en ejecución el aviso que en él se le daba, porque llamando corchetes, fué acompañado de ellos esa noche después del aviso, y llegando á la posada donde Crispín estaba, con más esperanzas que un judío de que Jaime le había de dar entrada en casa de Rufina para hacerle señor de su moneda, fué cogido en su aposento y puesto en la cárcel. Había poco que un juez de Málaga le buscaba en Toledo, y no hallándole, dejó á este alguacil las señas de su rostro, por las cuales fué luego conocido del que le fué á prender. Lleváronle á la cárcel, y toda su ropa se guardó, en la cual iba, á su entender, la moneda en oro que le había pillado Jaime, que nunca la había echado menos, siendo esto favorable para los dos amantes.
Lo que resultó de la prisión de Críspín fué que, poniéndole á caballo en aquel tremendo potro de madera, fué muy mal jinete en él, hablando lo suyo y lo ajeno; con que sustanciada la causa, le sentenciaron á muerte de horca, para que en ella hiciese cabriolas delante de todo un pueblo; y no fué poca misericordia de Dios venir á parar en esto, arrepentido de sus pecados, porque aunque es este el paradero de todos los de su oficio, las más veces mueren de muerte súbita, á la violencia de una escopeta ó al rigor de una espada. Ahorcaron á Crispín, y del tiempo que fué ermitaño le quedó morir buen predicador en el patíbulo. Bien echó de ver que aquel castigo le había venido por Jaime, mas como buen cristiano le perdonó á la hora de su muerte.
Rufina y su amante, escondidos de los ojos de Garay, á lo menos ella, vivían en Madrid casados, porque luego que llegaron se hizo la boda. Garay había pasado á Alcalá, donde le habían dicho que estaba su mujer, y no la hallando allí, comenzó á acompañarse de gente del araño, y así tuvo la medra; porque siendo hallados en un hurto, todos pasaron por la pena de azotes y seis años de galeras; fué llevado á Toledo en la cadena, y allí, entendiendo que estaba Rufina, la escribió un papel, en que la pedía que pues por su industria había granjeado lo que tenía, se doliese de su trabajo y le sacase del, redimiéndole de las galeras con dar un esclavo en su lugar, que esto se hacía cada día. El portador del papel buscó á Rufina en la calle donde le dijeron; mas luego supo de los vecinos de su casa su mudanza, con que el buen Garay, cargado de hierros, de años y de trabajos, fué á ser batanador del agua y criado de su majestad, con otros muchos que no pretendieron aquel cargo.
Capítulo XX
Saben Rufina y su marido que un autor de compañía de comedias tenía en su poder dos mil escudos, y disponen entre los dos el robárselos; lo logran y marchan á Zaragoza, en donde se establecen, poniendo una tienda de sedería, viviendo como honrados hasta su muerte.
Volvamos á Jaime, que campaba en Madrid lucidamente; puesto que se acompañó de buena gente, toda amiga de transportaciones sin ser culta, porque estas eran de alhajas y moneda. Hicieron algunos hurtos rateros con tanta cautela, que no se pudo hacer averiguación de los delincuentes, con que ellos andaban más alentados, y nunca ociosos en buscar dónde emplear las garras.
Había hecho un autor de comedias que asistía en Madrid una lucidísima compañía, de lo mejor que había en España; esto alentado de un poderoso príncipe, que con el ejemplar que otros le dieron antes, que hacían esto, quiso imitarles aun con más afecto, no sé si de piadoso en amparar á pobres, ó llevado de otra cosa; al fin, él tomó por su cuenta, á costa de su dinero, el amparo deste autor, y para principio de año le granjeó los mayores cómicos que entonces había; de manera que tenía dobles los personajes, esto hizo con intención de que sin ayuda de otro autor tuviese la fiesta del Corpus de Madrid, cosa que no se había visto hasta allí. Compróle comedias, que le escribieron los mejores poetas de la corte, siendo de este señor pagados y rogados, de modo que les alentó á escribir cortado para esta grandiosa compañía; con que otra que estaba en Madrid, viendo ser sin fruto su competencia, desistió de la corte, y se fué á Toledo, donde tomó la fiesta de aquella imperial ciudad.
Quedándose pues este flamante autor en la corte, la villa le dio la fiesta del Corpus, y para lucirse de galas adelantó toda la paga, que fueron dos mil escudos en plata; así se sacó en condición, con haber entonces tanta esterilidad de ella, pero fué negociación de apasionados de la compañía. Llevóse el autor el dinero á su posada, que depositó en un cofre que tenía en su aposento. Tuvo aviso de esto la cuadrilla de Jaime, y queriendo hacerse dueña de aquella moneda, no supieron cómo harían el hurto, discurriendo con varios caprichos. Remitiéronse al parecer de Jaime, que le habían hallado bueno en algunas ocasiones, y él reservó para otro día el dársele, por pensarlo más despacio. Aquella noche se retiró con su esposa, á quien dio parte de lo que traían entre manos él y sus amigos. Dudoso de cómo emprenderían aquella hazaña, ella, que era viva de ingenio, le dio el modo cómo consiguiese lo que deseaba, con el aparejo que tenía de ser poeta. Trazaron el hurto, y á la mañana Jaime lo comunicó con sus camaradas, que les pareció muy bien la traza; no se dice, reservándolo para la ejecución de la empresa.
Vistióse otro día Jaime de estudiante, comprando de los roperos de viejo una loba muy traída, y aun manchada, requisito de poetas; con ella casó un manteo de bayeta muy raída, calzóse anteojos grandes, y con un sombrero de grande falda, se previno de lo que era menester para lo que intentaba, costándole dos noches de desvelo. Otro día se apareció en el mentidero, en ocasión que la compañía holgaba, por causa de unas tramoyas que se hacían para una comedia de tres poetas en el corral del Príncipe; halló allí al autor, y llegándose á él con mucho comedimiento, después de haberle preguntado por su salud, le dijo así:
—Yo, señor autor, por la gracia de Dios, soy poeta, si no lo há vuestra merced por enojo.
Era socarrón el autor, y acostumbrado á verse muchas veces con semejantes figuras, respondióle:
—Séalo vuestra merced por muchos años, que no me enojaré por eso.
—El fundamento de mis letras —dijo Jaime— estriba en haber sido artista en Irache, donde soy graduado de bachiller, con no pocos aplausos de mi nación, que soy vizcaíno, para servir á Dios y á vuestra merced; mi patria es Orduña, nacido de la mejor sangre de aquella antigua villa; mi nombre es bachiller Domingo Joancho, bien conocido en toda Vizcaya; allí, no desestimando el bien que el cielo me ha hecho con la gracia gratis data de ser poeta, he cursado la poesía hasta venir á dar en hacer comedias; he trabajado algunas con no pocos desvelos, no de estas que corren en estos tiempos, porque son muy extraordinarias las que tengo escritas, que serán hasta doce. Víneme á esta corte donde hay tan lucidos ingenios, para aprender de ellos y manifestar mi gracia; ha sido mi suerte tan buena, que hallé aquí á vuestra merced con la más lucida compañía que hay en España, en quien deseo emplear cuanto traigo; esto hallando gusto en vuestra merced para ponerme siquiera media docena de comedias mías, que en cuanto al precio de ellas no nos desconcertaremos; dígame vuestra merced su sentir acerca de mi proposición.
Era este autor diferente que otros, que en llegándoles cualquier poeta á dar una comedia, huyen de tal, si no es de los clásicos, y aun no quieren oiría, como si Dios, que dio ingenios á aquellos que están acreditados con ellos, limitara su poder, y no le diera á muchos con mucha más claridad. Vuelvo á decir que este autor era muy jovial, y el tiempo que no se hallaba ocupado gustaba de toparse con estas aventuras, y así quiso ver qué títulos eran los de las comedias que traía, porque ellos informasen del ingenio de su autor. Preguntóle que cómo se intitulaban las que tenía escritas. Entonces el fingido Jaime, que hacía aquel papel con mucha socarronería, sacó una memoria de ellas y leyósela al autor: diciendo:
MEMORIA DE LAS COMEDIAS QUE EL BACHILLER DOMINGO JOANCHO, POETA VIZCAÍNO, HA ESCRITO EN ESTE AÑO EN QUE AL PRESENTE VIVE, CUYOS TÍTULOS SON ESTOS:
La infanta descarriada.
El que tenga, tenga.
Ahí me las den todas.
Escarpines en Asturias.
El Lucifer de Sayago.
La gandaya.
El roto para vestir.
No me los ame nadie.
Tarraga, por aquí van á Málaga.
Los lamparones en Francia.
Turrones donde no hay muelas.
La señora de Vizcaya.
—Estas son las doce comedias que tengo escritas, y de todas ellas no quisiera que otra se representara más presto que la última, por ser cosa de la patria; es una comedia de gran migajón, y casazo para alborotar diez cortes; y pondérola con decir que me ha costado inmenso trabajo hacerla.
Mucho hizo el autor en disimular los golpes de risa que le vinieron oyendo los títulos de las comedias, y quisiera tener más espacio para gozar del entretenimiento del poeta vizcaíno; lo que le dijo fué:
—Señor mío, mucho me he holgado de conocer á vuestra merced, aunque hasta ahora no sabía su nombre; justo es que se manifieste en esta insigne corte de España; lo que por mi parte puedo hacer es el oirle con toda mi compañía la comedia de quien tiene más satisfacción, y esta, á fuer de poeta nuevo, se me ha de dar de gracia, que es cosa esta usada; las demás que me contentaren pagaré á cómo nos concertaremos, que tanto me podrán satisfacer, que haga un empleo para todo mi año, aunque me empeñe; esta noche habrá lugar de leer en mi posada; al anochecer vendrá vuestra merced, y nos manifestará sus gracias en la comedia que quisiere.
—Esta de la Señoresa de Vizcaya he de leer primero —dijo él— que es la que ha de ser apoyo de mi fama.
—He reparado —dijo el autor— en que la llame vuestra merced señoresa, pudiendo llamarla señora, que es vocablo más usado.
—Así es —dijo el fingido poeta;— pero como simboliza tanto la cadencia de señoresa con princesa, duquesa, marquesa, condesa, baronesa, etc., así la llamo señoresa, y es cosa de novedad, que como vuestra merced mejor sabe, el tiempo no está para otra cosa, sino para oir novedades, que lo común y trivial hasta los rústicos no se dignan de oirlo.
Cada instante se pagaba el autor del disimulado poeta, que con no poco artificio hablaba de aquel modo con él. Prevínole que no faltase á la hora dicha, con que se despidió de él. Jaime dio luego cuenta á su cuadrilla de cómo había negociado con el autor audiencia, ofreciendo que por su parte le entretendría de modo que pudiesen hacer el hurto; valiéronse de llaves y ganzúas, hurones de las arcas. Llegada la noche, acudió á casa del autor el disfrazado poeta á leer su obra. Ya el autor tenía hecha relación á su compañía del sujeto que aguardaba y que tendrían con él alegre noche, con que no faltó persona de ella, y en la sala de los ensayos aguardaban todos al poeta, que vino muy disimulado. Recibiéronle todos con corteses agasajos, haciéndole sentar en una silla, delante de la cual estaba un bufete con dos bujías, y sacando su comedia, encuadernada lucidamente, viendo al auditorio con quieto silencio, leyó así:
COMEDIA FAMOSA DE LA SEÑORESA DE VIZCAYA, HECHA POR EL BACHILLER DOMINGO JOANCHO, POETA VIZCAÍNO.
Son las personas que hablan en ella las siguientes:
DON OCHOA, caballero.
DON GARNICA, caballero.
GOYENECHE CUCHARÓN, su lacayo.
—Tenga vuestra merced —dijo el autor— ¿no le basta al lacayo un nombre?
—No señor —dijo Jaime;— que el primero es su apellido, y el segundo muy conforme á la propiedad de lo que representa; pues como el cucharón revuelve los guisados, ésta revuelve la maraña de la comedia.
—Pase vuestra merced adelante —dijo el autor.
Prosiguió diciendo:
GRACEGELINDA, señoresa de Vizcaya (nombre muy propio para las gracias que dice.)
GARIBAYA
GAMBOINA, Criadas suyas
LORDUY, escudero viejo.
ARANCIBIA, mayordomo.
Una herreria.
—Pare vuestra merced por amor de Dios —dijo el autor:— ¿esa herrería ha de hablar?
—No señor —dijo el poeta;— pero estése erre erre allí, porque es necesaria en la comedia.
—Pues no se ponga —dijo el autor— entre los personajes de ella.
—Asi será —dijo el bachiller.
Trece vasallos de la señoresa.
—¿Trece? —replicó el cómico;— ¿no se pueden reducir á menos número?
—No señor —dijo el poeta— porque estos son de trece casas solariegas, y cada uno en su nombre da el voto para casarse esta señora, y el faltar uno era hacer un desprecio de una familia honrada; yo voy muy legal con la historia de Vizcaya, y no querría faltar un átomo de lo que dice.
—Pues eso se me hace fuerte cosa llenar la comedia de tanta gente —dijo el autor— que no tengo yo tanta.
—Alquílela vuestra merced —dijo el poeta— que para una comedia como ésta no hará mucho.
—¿Hay más gente? —dijo el autor.
—Sí, hay —dijo el poeta fingido.— Item, siete doncellas, que hacen un sarao á su señora á la entrada de Vizcaya.
—Vuestra merced traza una comedia —dijo el autor— con cosas exquisitas; ¿dónde quiere vuestra merced que busquemos siete doncellas, y más en esta corte?
—Señor, no hay medra sin costa —dijo el poeta;— doncellas habrá de anillo, ya que no las haya en propiedad, que sean para representar, y éstas suplirán la falta de las verdaderas; aunque si se hallasen, sería más propia la comedia.
—Con eso me ha dejado vuestra merced consolado —dijo el autor— y toda esa cantidad tengo en mi compañía, aunque me valga de las mujeres que no pisan tablado. Vaya vuestra merced comenzando los versos.
—Así lo haré —dijo el poeta. Salen en la primera escena don Ochoa, galán primero, y Goyeneche Cucharón, su lacayo, de camino entrambos, con botas, espuelas, fieltros y quitasoles.
—Pues si fieltros, ¿para qué quitasoles? —dijo el autor.
—Mal sabe vuestra merced —dijo el poeta— lo que es el temple de Vizcaya en verano; señor mío, hay unos aguaceros, que parece que se abren los cielos de agua, y es recísima, y luego sale un sol que derrite los sesos.
—Bien lo creo —dijo el autor;— ahora diga vuestra merced.
Sosegóse el poeta, y con buena gracia comenzó así:
OCHOA. Goyeneche Cucharón,
esta es Vizcaya la bella,
y este su primer mojón,
y aquello que me vuelve á ella
es afición, afición, afición.
Esta es del país la raya,
sin que le falte una pizca,
hasta donde el mar se explaya.
CUCHARÓN. Y por una haya bizca
le dieron nombre Vizcaya.
OCHOA. La señoresa del país
es Gracegelinda hermosa,
el dueño suyo y de mis
potencias.
CUCHARÓN.Es una rosa.
OCHOA. Desde Sansueña á París,
mi competidor Garnica
entiende hacerme la mueca;
mas si este ingenio se aplica
á atajarle en cuanto pica,
yo estorbaré en lo que peca;
de amor la cruel borrasca
pasé, y su furia diablesca,
con la boca de tarasca
favores que de ella pesca
los masca y aun los remasca.
Aquí vengo revenido,
y reconvenido más,
que amor mucho me ha rendido.
CUCHARÓN. De tu fineza tendrás
en premio…
OCHOA.¿Qué?
CUCHARÓN.Celos y olvido.
OCHOA. Mucho mi astucia machuca
en buscar favor acecha,
para gozar de esta trucha.
CUCHARÓN. Pero poquito aprovecha,
que no has de verte en la lucha.
OCHOA. Este es el palacio, aquel
estuche que fiel me guarda,
más que alentado lebrel,
la vizcaína alabarda
de dama, que asiste en él.
Llama á la vela.
CUCHARÓN.Á candil,
ó vela.
Aquí sale uno de los trece, que se llama Chavarría, con un candil en la frente, y dice desde lo alto de un castillo, que ha de estar formado en el tablado:
CHAVARRÍA.¿Quién, pesia tal,
viene pasado el Abril
á llamar con furia tal?
¿Es corchete ó alguacil?
OCHOA. No soy corchete ni broche,
sino un hombre que despacha
cuanto topa á troche y moche.
CHAVARRÍA. Pues no se me da una hilacha,
desde el punta del alba hasta la noche.
CUCHARÓN. Tu cólera aquí se aplaque;
aunque este mozo contra ti peque.
OCHOA. ¡Oh pesia su badulaque,
quién se volviera alfaneque
para castigar á este traque barraque!
Consideró el auditorio que si con estos versos continuaba el referir una larga comedia de quince pliegos, que sería darles á cada uno un tabardillo; y así con un murmurio sordo comenzó á alterar el silencio. No deseaba otra cosa el fingido bachiller; pero dando un golpe en el bufete, con que hizo temblar las dos bujías, dijo en alta voz:
—Señores, tacete, tacete; no entendía el lego auditorio el latín, y así se comenzó á alterar más, hasta matar las luces; desenvainaron luego botas de camino, talegazos de arena, y en forma de culebra de cárcel, se vio una confusión en aquella sala, de donde salió el poeta maltratado y perdida su comedia; harto le pesó después de haberse puesto en aquel lance, por donde juzgó á los peligros que se ponen los poetas pésimos, que se atreven á leer sus comedias á gente maleante y fisgona, reservando los comedidos, para que cada uno piense serlo él. Lo que resultó de la culebra fué que la cuadrilla de Jaime, que eran tres buenas lanzas, no se descuidó, porque con su buena maña dejaron al autor sin el dinero de las fiestas. Llevóse en casa de Jaime, adonde se partió dándole á él de conformidad, y por tener parte en la traza de su esposa, doscientos escudos más. El siguiente día, que el autor quiso comenzar á sacar galas, acudiendo á su dinero, vio el cofre abierto y que faltaba de él dinero; quedó del susto sin sentido. Preguntó á su mujer quién había entrado allí, y no supo darle razón alguna. Hizo luego varias diligencias, dando cuenta á la justicia; visitaron las calles vecinas al mentidero, y fué sin provecho. Fué lastimado el autor á dar á su protector cuenta del suceso; mas el príncipe, entendiendo que era estafa, no le creyó. Cayó malo de pesadumbre, con que se le fué creyendo la mala burla, atribuyendo á tener parte en ella el poeta, el cual fué buscado con mucho cuidado; mas no pareció, que él se supo guardar y sus compañeros. Con esto fué condenado el príncipe á darle la hurtada cantidad, que estas generosidades han de hacer los que nacieron con más prerrogativas que otros. Al fin el autor convaleció en breve con la restauración de su dinero, á costa de la generosa mano que lo suplió; con todo, no cesaban los alguaciles de hacer averiguaciones del hurto y de buscar al poeta; lo cual sabido de Jaime, dando cuenta de ello á su esposa, le aconsejó que dejasen á Madrid, pues tenían dinero con qué poder pasar en otra parte tomando algún trato; siguió su parecer el mancebo; y así, dejando á Madrid, se fueron á Aragón, donde en su metrópoli la insigne ciudad de Zaragoza tomaron casa, y en ella pusieron tienda de mercaderías de seda, ocupándose en este tráfico el tiempo que les duró la vida, la que pasaron dedicándose á actos de virtud, á fin de enmendar en parte sus extravíos pasados.