I
Cipriano de Urquijo, muchacho hispanoamericano, llegó a París hace pocos años, con el propósito de ser el pintor 10.801° de los que albergaba la Ciudad—Luz, donde, según las estadísticas, había la sazón diez mil ochocientos (número cerrado).
Buscó en el barrio de Montparnasse uno de esos modestos «estudios», a los que da acceso un patinillo con toldo rústico de trepadoras.
El estudio estaba dividido en dos compartimientos por una cortina de cretona. Detrás de la cortina, sobre una especie de andamio, al que se subía por una escalerilla de madera, se hallaba el dormitorio, compuesto de un catre—jaula, un lavabo comprado por cinco francos en el bazar de la Gaîté, y una mesa de noche, de pino, sin pintar; sobre la cual se posaba majestuosamente la lámpara.
En la parte anterior de la habitación estaba el estudio propiamente dicho, ¿Describirlo? ¡Para qué!, o a quoi bon!, si le place más al lector, quien, sin duda, habrá conocido diez mil ochocientos estudios de este género, o si la cifra le parece exagerada, cinco mil cuatrocientos, dos mil setecientos, mil trescientos cincuenta…
Baste decir que había un biombo, fabricado y pintado por Cipriano; algunos lienzos del joven artista; estampas viejas, persas, japonesas; tres o cuatro chucherías sobre mesitas y repisas; un viejo diván con su corte de sillas, adquiridas en diversas subastas, con lo cual dicho está que cada una acusaba una «fisonomía propia», etc.,etc., etc.
Por lo demás, yo no sé con qué objeto estoy describiendo el estudio de Cipriano de Urquijo, puesto que en el instante en el lector va a trabar conocimiento con el artista, éste ha salido…
Sí, ha salido; por lo que no le haremos una visita en la rue Campagne—Prémiére, donde vive, sino que le encontraremos en el Bulevar Malesherbes, tan distante de aquélla.
Es una tarde otoñal y nubilosa; una de esas tardes envueltas en cendales tenues, que tanto enmisterian (perdón por el verbo) y envaguecen las deliciosas perspectivas de París.
Cipriano de Urquijo pasea por el ancho bulevar silencioso.
Vamos a decirlo de una vez: Cipriano de Urquijo está enamorado, está bestialmente enamorado (lo de bestial es sólo ponderar).
El pintor hispanoamericano ha visto a una muchacha alta («ocho cabezas», por lo menos), rubia, de una distinción estupenda, que iba con su mamá por la Avenida de la Ópera; ha sufrido el coup de foudre, el flechazo… La ha seguido, naturalmente, y ha llegado tras ella al ya dicho Bulevar Malesherbes, en uno de los cuyos portales se han metido las dos.
Cipriano de Urquijo, con una audacia poco vulgar (no quiero decir poco común, por el coco), se ha aventurado a preguntar a la portera, poniendo previamente en su diestra (creo que fue en su diestra) un franco:
—¿Quién es esa señorita que acaba de subir con su mamá?
La portera, después de ver con rápida mirada el franco, le ha respondido:
—Es la señorita Laura (¡Laura, como la del Petrarca!), hija del señor Constantin, monsieur Víctor Anatole Constantin, economista y miembro del Instituto.
¡Demonio! ¡Economista y miembro del Instituto!
Lo de economista querrá decir que el señor Constantin es un hombre práctico.
Cipriano de Urquijo ha sentido siempre un respeto mezclado de aversión por los economistas, sobre todo desde que una vez en su ciudad natal (ciudad provinciana) un señor gordo, de lentes, personaje principalísimo, director de la sucursal de un gran Banco metropolitano, le dijo en una fiesta, mirándole de arriba abajo con el mayor desdén:
—Jovencito, usted no es más que un soñador. Hay que ser hombre práctico. Hay que pisar bien la tierra (y «piafaba» al decir esto, con sus grandes pies calzados de botas americanas de triple suela). ¡Déjese de pintar monos y lea a Leroy—Beaulieu!
¡Miembro del Instituto!… ¡Jesús! ¡Esto era más imponente aún que lo de economista!
El señor Constantin, sabio oficial, debía desdeñar inmensamente a los pintores de la rue Campagne Première.
Cipriano pensaba estas cosas ya en el bulevar, después de haber oído los informes (de a franco) que le había dado la portera.
Acariciábase con movimiento nervioso la barba, una barbiché, a la francesa, terminada en punta, de color de caoba.
¡Laura! Laura Constantin, mademoiselle Laura Constantin, una monada, una rubia épatante, con dos ojos que parecían dos luminosas violetas dobles… ¡Una muchacha a la que él iba a amar, a adorar, a idolatrar toda su vida, su «pintoresca» vida, por larga que fuese!
Cinco días seguidos, con lluvia, con niebla, y alguna vez (porque de todo hay en París) con un poquito de azul desvaído que sentaba maravillosamente a la ciudad única, Cipriano había ido a rondar, a la manera española, el portal de la casa de mademoiselle Laura… , ¡y no sabía aún en qué piso vivía ésta!
El muy imbécil olvidó preguntarlo a la portera…
¡Ahora, para saberlo, tendría que ponerla otro franco en la mano!
¡Cosa más fácil!, diréis. Claro, muy fácil para vosotros, que tendréis siempre un franco de más en vuestro bolsillo; pero no para Cipriano, que por lo general «lo tenía de menos».
En esos cinco días, ni una sola vez; ni en los cachos de tarde apacible, había asomado la cara detrás de las vidrieras de ningún piso la señorita Laura.
El espectáculo de la calle debía sería indiferente en absoluto.
A medida que anochecía iban encendiéndose los cristales las diversas habitaciones del «inmueble».
¡Oh, enigma! ¿Cuál de aquellas luces más o menos vivas añadía su oro al rubio pálido de los cabellos de la señorita Laura?
Cipriano se ponía nervioso y tiraba con desesperación de la punta de su barba de caoba.
¡Irritante no saber!
A veces, una sombra pasaba detrás de los visillos.
Cipriano, con toda la energía de su voluntad, ordenábala: «¡Asómate!».
Parecíale imposible que tal orden vehementísima no llegase hasta la sombra aquella y la empujase o atrajese a la vidriera.
¡Pero vaya usted a saber si el cristal es un aislador de la voluntad!
(A veces, se le ocurre al autor de estas cuartillas que sí debe serlo, y que por eso los borrachos no pueden curarse de su maldito vicio. Entre la botella y su voluntad de no beber hay una pared de vidrio, y la voluntad se anula, quedando sólo «la sed, que nunca se sacia». Si los cacharros que contienen el wiskey o el cognac fuesen de barro, como los que contienen la ginebra… Ya ven ustedes que, en suma, la ginebra se bebe poco cuando está así envasada… )
II
Cinco días, pues, transcurrieron como digo, y el Azar, la Casualidad, el Destino no habían hecho coincidir siquiera un instante aquellas dos vidas…
Seguramente, la señorita Laura salía a alguna parte; iba a las Galerías Lafayette, al Printemps, al Louvre, como todo el mundo; asistía de vez en cuando a una sección de cine; hacía tal o cual visita… ¡Cómo, pues, en cinco días no se habían encontrado!
¿Estaría enferma la señorita Laura?
¡Oh! Con qué suavidad su cabecita delicada debía reposar sobre el almohadón. Con qué voz musical, con qué melodiosa quejumbre, la dulce doliente debía exclamar, dirigiéndose a madame Constantin:
—¡Que je souffre, petite mère!
Y Cipriano, exaltado con esta imaginación, desesperábase, lamentando que los inventos modernos, que habían domeñado y avasallado tantas fuerzas invisibles, no pudiesen suministrarle aún ninguna para que el beso de un pintor se posase desde lejos en la frente pálida de una muchacha enferma y su voz se hiciese oír como con telefonía inalámbrica, en el pétalo translúcido de una orejita, entre el ensortijamiento de las hebras de oro, para decirla: —¡Je vous aime et je ne veux pas que vous soyez malade, mademoiselle Laura!
Cipriano, que era un chico bueno, ingenuo hasta la pared de enfrente, piadoso a ratos (sobre todo cuando se acordaba de la madre, lejana, que le hacía rezar el rosario), empezó a sentir cierta vaga rebelión contra la divina Providencia (ya veremos qué injustamente):
¿Por qué, si es cierto que interviene hasta en el movimiento de la hoja del árbol, no movía aquellos visillos, haciendo aparecer detrás la cabeza soñada?
¿Un visillo es, por ventura, para la divina Providencia más difícil de mover que la hoja de un árbol?
¡El diablo acaso hubiese sido más amable! ¡Lástima que no se preocupase ya de los enamorados, como sucedía antaño!
A Cipriano le había referido no sé quién la historia da un apasionado muchacho que fue una noche de tormenta (según se lo prescribió cierta bruja) a buscar al diablo a una lejana cueva desde cuyo interior solía dejarse oír su voz… cavernosa (este adjetivo viene ahora muy a pelo), como la del antiguo oráculo.
El diablo, después de oír, «al parecer, con atención», la súplica del mancebo, que se refería a una morena admirable, reacia al cariño como pocas, contestó con sorna:
—¡Ya la quisiera para mí!
No había, pues, que contar con Satanás, que, por otras parte, en seguida pedía el alma…
—¡Y qué más hubiera importado ofrecérsela —seguía diciendo Cipriano—, si de hecho me la ha robado ya esta chiquilla!
… El bulevar estaba solitario. Cipriano debió hablar en voz alta.
Alguien, en la sombra, escuchó todo el monólogo.
Un señor perfectamente forrado en un gabán de pieles (hacía mucho frío), con la cabeza metida dentro de un sombrero de copa, se acercó a Cipriano, y en el más corriente español de la call'Alcalá, le dijo:
—Caballero, me parece que acaba usted de invocar al diablo y que ha incurrido usted en la secular vulgaridad de hacer esta invocación para que Satanás le conceda a una mujer…
A Cipriano, aquella burla gratuita, arbitraria, le incomodó, y estuvo a punto de responder una grosería.
Pero el señor del gabán de pieles le miraba con un interés simpático (la escena pasaba al pie de un farol de gas), con sonrisa llena de expresión. Tenía unos ojos grises, curiosos y tiernos al propio tiempo; un rostro enérgico, muy pálido, aguileño, perfectamente afeitado (Mefistófeles, por lo visto, renunciaba al bigote retorcido y a la barba puntiaguda).
Emanaba de aquel rostro no sé qué expresión de astucia amable, no sé qué poderoso atractivo, que dominó instantáneamente el enojo del pintor.
—Caballero —dijo éste—, aun cuando sin ningún derecho tercia usted en el «diálogo» íntimo de un desconocido, haciendo caso omiso de esta impertinencia, le diré que me pilla —después de horas de plantón en esta calle— en un momento propicio a las confidencias, muy naturales, por lo demás, en un enamorado… Y debido a esto, en vez de oír de mis labios una frase dura y desdeñosa, va usted a escuchar una confesión: Hace cinco días, entró en la Avenida de la Ópera a la señorita Laura Constantin, hija del señor Víctor Anatolio Constantin, economista, miembro Instituto, y estoy perdidamente enamorado de esa señorita, a quien, a pesar de todos mis esfuerzos, no he vuelto a ver, no obstante que nos hallamos frente a su casa —añadió señalando, el edificio que conocemos.
El enigmático personaje escuchaba sonriendo, con su sonrisa e irónica, deferente y amable.
—La señorita Laura Constantin —repitió—, hija del señor Víctor Anatolio Constantin, economista y miembro del Instituto… , vive allí enfrente, según dice usted… ¡Muy bien! ¿Quiere usted darme la dirección de su taller?
—¿Cómo sabe usted que soy pintor?…
—Hombre, si supone usted siquiera por un momento que soy el diablo, el diablo a quien usted deseaba invocar, comprenderá que puedo adivinarlo. Cipriano quedose mirándole con una ingenuidad absolutamente provinciana, y metiendo mano en su bolsillo de pecho sacó su cartera y de ella una tarjeta con sus señas.
El desconocido las leyó con atención.
—¡Perfectamente! —exclamó—. Pues, señor de Urquijo (tiene usted nombre de banquero más que de artista), señor de Urquijo, el pacto está hecho: usted se casará dentro de un año con la señorita Laura, y será además un gran pintor… Buenas noches. Le aconsejo que se meta en el metro y se vaya a su taller. Hace mucho frío… ¡Au revoir!
Y sin dar tiempo a Cipriano de que preguntase nada, haciéndole un signo amistoso con la diestra, se alejó rápidamente, perdiéndose entre la niebla, cada vea más espesa.
III
Ya en su estudio, arrellanado en el diván, en aquel diván que se ha descrito, Cipriano púsose a considerar la escena «misteriosa» a que acababa de asistir y en la que tan importante papel le había correspondido.
Se necesitaba un candor más que columbino (¡de dónde habrán sacado que las palomas son candorosas!) para imaginar a un espíritu, blanco o negro, ayudando a un hombre del siglo XX a obtener el amor de una muchacha…
Y, sin embargo, en el supuesto de que hubiese espíritus, es decir, inteligencias invisibles superiores a la nuestra (ya que, bien mirado, en el universo todo es espiritual), ¿por qué no habrían atender a nuestra súplica?
No escuchamos, por ventura, nosotros los ruegos de los humildes, de los pequeños? ¿No hacemos por ellos cosas que ellos no pueden hacer? Cuando un niño querido nos pide un juguete que él no puede adquirir por sus propios medios, ¿no se lo damos? Cuando un amigo menos experto que nosotros nos ruega que le resolvamos un problema qua le tortura, ¿no le resolveremos? Pues si nosotros, que somos malos, egoístas y, lo que es peor, seres desvalidos, hacemos estas cosas por nuestros hermanos más desvalidos aún, ¿por qué una inteligencia superior no había de ayudarnos?
Una inteligencia superior debe forzosamente estar unida a bondad superior —seguía pensando Cipriano—. Se concibe apenas, y cuán dolorosamente, un hombre de gran ingenio, malévolo. Esta malevolencia implica una contradicción. Porque, en suma, la maldad no es algo positivo; es, simplemente, algo defectivo, si puede uno expresarse así. Se es malo con relación a un ideal de perfección no alcanzado aún.
Lo que en un salvaje puede ya considerarse como una virtud, en un hombre culto puede ser un defecto. No hay maldad absoluta en el universo; no hay siquiera maldad; hay sólo «grados de bondad», y un grado de bondad puede ser maldad con relación a otro grado de bondad muy superior. Un hombre muy bueno resultaría opaco, imperfecto ante la bondad maravillosa de San Francisco de Asís… ¡Como la nieve de las calles resultaría opaca y obscura ante la nieve de la montaña!
Tenemos, pues, que convenir —concluía Cipriano— en que si hay inteligencias superiores a las nuestras, deben ser más buenas que nosotros, y si son más buenas, cuando las invoquemos con insistencia, con fervor, nos ayudarán seguramente.
—¿Pero hay seres invisibles superiores a nosotros? —se preguntó el pintor, a tiempo que encendía un pitillo.
Y al ver cómo el humo azulino, algo evidentemente real, resultado de la combustión lenta del tabaco, se iba sutilizando, sutilizando, hasta «desaparecer»en el ambiente de la habitación, no obstante que «de seguro», con toda evidencia, seguía subsistiendo, estaba allí, Cipriano respondió afirmativamente a su propia pregunta: —¡De fijo que hay seres invisibles!
Y recordó aquel lance acaecido a Víctor Hugo, quien en la playa, en Guernesey, la isla de su destierro, metió la mano en un barreño donde había clarísima agua de mar, y sintió que le hacían mal en la diestra: una anémona cristalina «invisible» se había ensañado en su epidermis.
El poeta tomó pie de allí para elocuentes y profundas consideraciones.
—Pues qué —continuaba Cipriano, siguiendo su divagación—, ¿no está hecha, en suma, la materia de cosas invisibles? La resistencia que opone a nuestro tacto, ¿no proviene únicamente acaso la velocidad de sus moléculas?
Después de leer a los físicos modernos, de recapacitar en sus teorías sobre el éter; ¿no se cae, por ventura, en la cuenta de que lo que llamamos materia es justamente lo más inmaterial del mundo? ¿No se llega acaso a la conclusión de que los cuerpos sólidos son en realidad verdaderos huecos en esa substancia imponderable, cuya rigidez ha de ser por fuerza superior a todo lo que conocemos, que, sin embargo, no opone resistencia apreciable a la dilatación de los leves gases que forman las colas de los cometas, ni estorba para nada el majestuoso girar de los orbes?
—¡Todo es invisible! —afirmó Cipriano— El agregado de innúmeras cosas invisibles, de vidas sin límite, forma lo visible, o mejor dicho, la visibilidad no es más que la reacción de sentidos ante una forma determinada de la energía.
No, no hay materia; no hay más que vidas. Al conjunto de estas vidas que el más potente microscopio no alcanza a aislar y diferenciar, le llamamos materia. No nos movemos, no como bebemos sin que se transformen millares de estas vidas. Nuestro yo va a través de ellas como una flecha a través de un enjambre de abejas…
¿Quién puede sorprenderse de estas dos palabras: «inteligencias invisibles», si cae ingenuamente en la cuenta de que no existen inteligencias visibles, de que las nuestras son tan invisibles como los espíritus, más invisibles aún, porque éstos están desnudos, y nosotros vestidos de la ilusión de la carne?
—Ahora bien —prosiguió Cipriano— si una «mónada», una inteligencia invisible, invocada por nosotros, quiere ayudarnos, claro que no va para ello a trastornar el orden de la naturaleza. Esto sería estúpido.
Bástala con aprovechar hábilmente los elementos y fenómenos usuales.
Imaginemos que un ángel quiere socorrerme en momentos para mí difíciles. ¿Irá a fabricar unas monedas de oro, merced a maravillosa alquimia, cuando le es tan fácil mover a piedad el corazón de un amigo, provocar la simpatía de un rico en mi favor?
Hace dos horas yo, en un momento de anhelo vivísimo, pensé en implorar la ayuda de un ser superior. Ese ser superior me escuchó —imaginémoslo así— y quiso dispensarme esta ayuda solicitada. ¿Cómo? Pues, sencillamente, haciendo que me escuchara un hombre que pasaba por la calle y que está acaso en condiciones de valerme… o bien sugiriendo a mi imaginación la escena puramente interior, de ese hombre misterioso.
Pero…
Y aquí empezó a embrollarse la cabeza de Cipriano: ¿fue real o imaginario entonces aquel diálogo?
Si fue real, ¿cómo pudo la inteligencia invisible suscitar tan pronto la presencia del protector? Si fue imaginario, ¿cómo iba a producirse la ayuda?
Se trataba simplemente de un desocupado que había querido burlarse de Cipriano?
Éste, ante tal idea, comenzó a indignarse y enseñó sus puños a sombra (¿son, por ventura, más motivados otros accesos de ira que nos alteran la digestión y a veces nos enferman gravemente? ¿No es, por desgracia, exacto, que vivimos en un perpetuo duelo con enjambres de fantasmas?).
—¡Pues de mí no se ha de burlar impunemente! —vociferó.
En aquel instante llamaron a su estudio. El corazón de Cipriano se encogió de pánico…
Pero una voz juvenil se alzó del otro lado de la puerta.
—¿Estás solo? (¡qué solo iba a estar el infeliz: estaba rodeado fantasmas!) Son ya las ocho. ¿Vienes a comer?
Era uno de sus amigos y compañeros: Valentín.
—¿Con quién hablabas ahora mismo? —le preguntó mirando extrañeza el estudio vacío— ¿A quién amenazabas?
—A un espíritu o a un hombre —respondió Cipriano—, no lo sé a punto fijo.
Y cogiendo del brazo a su amigo, fuese con él al restaurante, narrándole por el camino la pequeña historia.
IV
Durante tres días nada nuevo sobrevino.
Urquijo paseó, vanamente por el Bulevar Malesherbes.
El diablo no apareció. En el piso de Laura (que era el segundo izquierda, conforme lo reveló, al fin, la portera, merced a un franco más), no se advirtió otra cosa que las alternativas de sombra en las piezas que daban a la calle, y alguna apariencia de una silueta.
Cierto recato inexplicable impidió a Cipriano pedir en la portería datos más amplios que calmasen su ansiedad.
Un sentimiento confuso le aconsejaba esperar, no obstante la congoja y el desabrimiento de su espíritu.
Entretanto, su vida se transformaba: el antiguo pausado ritmo era hoy un perenne temblor, una ansiedad nerviosa, que redoblaba los latidos de la entraña.
Cipriano recordaba la frase de Alighieri, leída recientemente en la Vita Nuova: «He aquí que viene un Dios más fuerte que yo, el cual me dominará… ».
La primera aparición suprema de la existencia, el amor (la segunda es la muerte), llegaba, imprevista como el Señor del Evangelio, la hora de cuya venida ignoramos: «Vigilate, quia nescitis qua hora Dominus venturus sit».
Cipriano comprobaba y confirmaba la tremenda significación, el esencial sentido que encierra la más vulgar de las frases: «está enamorado», la cual tiene para cada alma una formidable elocuencia nueva.
Cipriano amaba… En su corazón desde aquel instante se asentaba el rey de los reyes del mundo. Que su amor fuese feliz o desgraciado, riente o trágico, turbulento o manso, él sabía por intuición poderosa que aquel monarca nuevo ya no dejaría de reinar en su vida; porque, como dice el malogrado poeta inglés Dowson,«vencido, frustrado y solitario, no comprendido, sin corona, es eso el amor menos rey? Is Love less king?».
Amaba, y no era amado; pero, en suma, amar, ¿no es, por ventura, una gran alegría, una «dolorosa» alegría? Jucundissimum est in rebus humanis amari, sed non minus amare, como dice Plinio en su panegírico del emperador Trajano.
«Amar —afirma Víctor Hugo— es tener en la mano mi hilo para todos los dédalos… ».
Por lo pronto, Cipriano estaba metido en el dédalo; ¡pero el hilo no le tenía! El hilo de oro quizá le tendría ella, ¡Laura!
¡Estaba enamorado! Es decir, había ya en el mundo un ser que adquiría definitivamente sobre él el derecho de vida o muerte.
Sólo aquellos a quienes amamos tienen el poder de atormentarnos, y hemos de seguirles amando aunque nos atormenten, sin preguntar ya si son malos o buenos… :
I ash not, i care not
if guilt's in thy heart;
I Know thqt I love thee
whqtever thou art!
(Shakespeare, Cymb, III, 5)
(Y perdónale, lector, a Cipriano esta erudicioncilla amorosa… )
Un alma serena puede pasar por la vida insensible a los fantasmas de la Selva obscura. Abroquelada de fe, con la espada flamígera de su voluntad, se abrirá un camino entre los mil espectros del miedo, de la imaginación… Ninguno tendrá el poder de conturbarla.
Pero que ame a una criatura, y Dios (¿tal vez celoso de que aquella alma ya no sea toda suya?) conferirá a la criatura amada un poder formidable: el poder de hacer sufrir.
Aquella criatura, podrá, en lo sucesivo, llevar al alma esclava adonde quisiere, «con sólo un cabello de su cabeza»…
¡He aquí que viene un Dios más fuerte que yo, el cual me dominará!
Al cuarto día de la nerviosa espera, Cipriano de Urquijo se encontró en la portería de su casa un gran sobre, escrito con esa letra larga, summum del esnobismo, que tanto se usó antes de la guerra (entiendo que cuando vuelvan de las trincheras definitivamente los peludos, hoy rasurados, y el gran conflicto actual con su formidable ímpetu de modificación haya transformado todas las cosas, ni siquiera ese esnobismo quedará; hasta la caligrafía será sincera… ).
La penetración del lector habrá adivinado que Cipriano —conforme a la frase hecha de rigor— «abrió el pliego con mano temblorosa».
Dentro del sobre había dos tarjetones, uno mayor que el otro; los dos muy elegantes.
El mayor estaba impreso, salvo el nombre del agraciado al calce, y decía (en francés): «La señora Dupont se quedará en casa la tarde del miércoles tantos de tantos, de cinco a ocho».
Y abajo, la dirección y el nombre del invitado: «Señor don Cipriano de Urquijo, etc., etc.».
El tarjetón menor decía: «El Diablo tiene el gusto de enviar a su protegido, el señor don Cipriano de Urquijo, la adjunta invitación, encareciéndole que al llegar a casa de madame Dupont (quien ya está prevenida) se presente a esta señora, diciéndola su nombre. Lo demás corre de cuenta de ella».
No analicemos las emociones de Cipriano. Nosotros, lector, no somos psicólogos, como M. Paul Bourget, por ejemplo (autor de tanta anatomía espiritual y moral, desde sus primeros ensayos hasta su novísimo Sens de la Mort). Por no ser psicólogos, resultamos de una ingenuidad de agua de montaña, que es el agua más ingenua de todas, porque está hecha de nieve pura, caída directamente del cielo, y aún no se ha enfangado en los declives y torrenteras de la serranía…
La ciencia del alma la adivinamos, la presentimos, como Fernández y González presentía la historia…
Sólo sí diremos, conforme a otra sobada frase hecha, que «las más encontradas emociones» luchaban en el corazón de Cipriano, y añadiremos que las interrogaciones más contradictorias abrían y cerraban sus encorvados signos de todos colores en su cerebro.
¿Quién era, pues, aquel hombre que hacía de diablo?
¿Por qué le protegía?
¿Qué iba a pasar en casa de la señora Dupont?
¿Qué era «lo demás que corría de cuenta» de esta señora?
Y sobre todas estas interrogaciones se erguían como dos columnas de Hércules (la segunda invertida) dos signos de admiración: ¡!
¡Iba a ver a Laura, sin duda!
¡Estrecharía la mano de Laura!
¡Oiría la voz de Laura!
¡Se posarían en sus ojos los divinos ojos de Laura, aquéllas dos luminosas y pensativas violetas dobles!
¡Oh, Petrarca, sólo tú (pues que amaste a la primera encarnación de Mlle. Laura Constantin) puedes poner un comentario, a estas exclamaciones!
¡Pónselo, Petrarca!
Era 'l giorno che al sol si scoloraro
Per la pietà del suo Fattore i rai,
Quand i' fui preso, e non me ne guardai,
Che i be' votri occhi, Donna mi legaro.
V
Cipriano, vestido con la pulcritud y ortodoxia propias de un hombre que va a ver a Laura (¡¡¡a ver a Laura!!!) y que, a pesar de su modestia, tiene los trajes necesarios, presentose a las cinco en punto de la tarde «chez Madame Dupont».
La dueña de la casa, apetitosa jamona de un agradable moreno mate y de profundos ojos obscuros, item más con un suave bozo en el labio (lector, a Cipriano de Urquijo no le gustan las mujeres con bozo. ¿Y a ti?), la dueña de la casa, digo, en cuanto se presentó a ella el joven pintor, acogiole como llovido del cielo, con la más hospitalaria de sus sonrisas:
—¡Ah! C'est vous, M. de Urquijo (madame Dupont pronunció la jota de Urquijo —esa nuestra áspera letra felina— con peculiar acento y dándole el sonido francés, naturalmente); ¡soyez le bienvenu, M. de Urquijo!
Y en tono confidencial (el autor seguirá traduciendo casi siempre al español los diálogos, para comodidad del lector… y de los linotipistas), añadió:
—Me ha sido usted calurosamente recomendado por un amigo a quien deseo muchísimo complacer…
—¿Por el diablo? —se atrevió a insinuar Cipriano (y con supino candor dejó advertir una gran emoción en la voz…
—¡Bueno! Por el diablo, si a usted le parece —contestó ella con una sonora risa—. Y tengo la delicada misión de presentarle a la muchacha más encantadora que hay en París.
—¡Está aquí ya… ! —y el «ya» se ahogó en la garganta del pintor.
—Aquí está… Procure usted hacer acopio de valor (¡prenez votre courage a deux mains!), y vamos a saludarla.
Y sin darle tiempo para más, la señora Dupont, tomándole la mano, atravesó la sala en que estaban, franqueó una puerta, llegó a un salón donde había numerosos grupos de invitados, algunos alrededor ya de las inevitables mesitas de «bridge», y se dirigió a un rincón cerca de una ventana, donde conversaban, en un diván, dos señoritas, rubias las dos, bellas las dos, elegantes las dos; pero una de ellas más rubia, más bella, más elegante.
¿No era ésta, por ventura, la señorita Laura?
Sí, por ventura, por indecible ventura, la señorita Laura era…
Lector, aprovéchate de la ocasión para contemplarla a tu sabor y talante: mira ese campo de nieve de su frente, bajo el cual se abren las dos misteriosas violetas dobles de sus ojos. Admira, lector, con toda tu admiración, otra flor doble que parece arrancada de una florida reja de Sevilla: el clavel estupendo de su boca.
¿Ves, lector, ese cuello que parece robado al propio cisne de Leda? ¿Ese cuello, no de pluma, pero sí de porcelana, y no de porcelana dura y fría, sino tibia y blanda… y olorosa?
No dejes, lector, pasar inadvertida, te lo ruego, la corona de cabellos de seda maravillosa, de oro tenue y ensortijado, que parece una transfiguración sobre la frente de la señorita Laura.
Y por último, recuerda una de las estatuas clásicas que más te hayan embelesado, con aquella vestidura inmortal de graciosos pliegues eternos, y dime si la señorita Laura está, con su armonioso traje blanco, menos bien vestida que ella…
—Mi querida amiga —dijo la señora Dupont—, tengo el gusto de presentarla un joven pintor: Cipriano de Urquijo, una de las más ciertas glorias futuras del arte. El señor Urquijo tiene el porvenir en su bolsillo (il a l'avenir dans sa poche)… ¿Sabe usted que desea? Pues desea nada menos que hacer el retrato de usted, porque admira profundamente, desde hace tiempo (en discretísimo silencio, eso sí), su delicada belleza…
El joven pintor, mientras duraba este pequeño discurso, poníase de todos colores… ¿Cómo la luminosa cuanto sencilla idea de pintar el retrato de Laura no se le había ocurrido? ¡Obtusa imaginación la suya!
En tanto, ella, Laura, le miraba; le miraba abriendo inmensamente aquellas violetas dobles de sus ojos.
Le tendió la mano: ¡qué mano, lector; qué larga mano, modelada de un modo insuperable! ¡Qué tibia y suave mano! Dicen que se necesitan «seis generaciones para hacer una mano de duquesa»… Para aquella mano se habían necesitado por lo menos diez…
¡Por qué soltarla ya nunca más! ¡Por qué no tenerla eternamente en la diestra, estrechándola con blandura deliciosa!
Y que pasase la sombra de este universo y de todos los universos posibles; y que los soles, ya marchitos y apagados, cayesen lentamente en el abismo del Todo, como lágrimas negras del dolor vencido; y que Cipriano fuese la conciencia única del Cosmos; y que las tinieblas primordiales volviesen a invadir la creación… Pero que aquella mano, el lirio sagrado de aquella mano, siguiese posándose en la diestra de Urquijo, por los siglos de los siglos, amén.
Fue preciso, sin embargo, soltarla… Fue preciso, asimismo, decir algo, un lugar común, una tontería… ¿Qué tontería dijo Cipriano? ¡Ah! Ya recuerdo: el infeliz dijo: «A los pies de usted, señorita».
Perdónalo, lector. Tú no sabes lo que es estar delante de Laura; a ti, pobrecillo, no te han mirado las dos violetas dobles de los ojos de Laura.
Ella sonrió. A las mujeres, por inocentes que sean, las encanta la turbación de un hombre, sobre todo si creen que ese hombre es inteligente. ¡Qué homenaje más delicado puede rendírselas! Con una mujer bella y discreta, un hombre (con tal de que tenga patente de agudo e ingenioso) puede hacer el tonto con fruto… Ahora que ello es peligrosillo, por algo análogo a lo que dice la cábala: «¡Ten cuidado que jugando uno al fantasma se vuelve fantasma!».
Ella sonrió, pues. ¡Qué sonrisa, lector! Como si se hubiese abierto aquel clavel sevillano de que hablábamos y dejase ver en su cáliz una sarta de granizos; o como si dentro de un estuche de coral apareciesen, enfiladas, dos hileras de perlas (quizá la imagen no sea nueva, lector; pero, ¿dónde ir a buscar en estos momentos una imagen acabadita de hacer, si al propio Salomón, hace miles de años ya, todas le hubieran parecido viejas?).
La voz de la señora Dupont se oyó de nuevo:
—¿Dónde está su mamá, querida mía? ¡Ah, ya la veo allí!… Voy a pedirle permiso para que el señor Urquijo haga a usted su retrato… (Pausa.) ¡MadameConstantin! ¡Madame Constantin! (la interpelada se dirigió al grupo). Aquí tiene usted al joven y admirable pintor Cipriano de Urquijo, por quien me intereso mucho… (Pausa.) Desea hacer un retrato de Laura… Sin duda, será una maravilla… (Pausa.) ¿Quiere usted ponerse de cuerdo con él para las sesiones?… Podría empezar mañana mismo. ¿Que le parece?
La señora Constantin pensó primero en rehusar; mas la señora Dupont no la dejó tiempo para ello. Otro pequeño, pero elocuente discurso siguió al anterior, y como complemento la consabida pregunta: ¿Podría empezar mañana?
—Más bien pasado mañana —insinuó la señora Constantin—; porque desearía consultarlo con mi marido, y… esta noche no le veré. Va a una solemnidad académica.
—Pues pasado mañana —concluyó con firmeza la señora Dupont—. Ya lo sabe usted, Urquijo; ya lo sabe usted, Laura. Pasado mañana… a las once, ¿no es esto? A las once. ¿Le conviene a usted la hora, señor pintor?
¡Claro que al señor pintor le convenía!
—¿Y a usted, Madame Constantin?
—Sí… , está bien.
—¿Y a usted, Laura? Veamos, ¿qué dice usted?…
—Si conviene a mamá… yo no tengo reparo que oponer…
—Pues asunto concluido, a las once… Aseguro a usted. Madame Constantin, que este joven artista empleará en su obra todas sus potencias y sentidos, ¿verdad, señor de Urquijo?
Cipriano salió de su éxtasis, de aquel éxtasis en que sólo veía dos violetas dobles, luminosamente pensativas, y respondió:
—Se lo aseguro a usted, señora Constantin. ¡El retrato de la señorita Laura será la obra por excelencia de mi vida!
Las dos violetas dobles, al sonar estas palabras, volviéronse aún más esplendorosas…
Una sonrisa dio claridad de amanecer a aquel rostro incomparable…
Cipriano perdió de nuevo la noción de su yo… ¡de todo!
Flotaba en un océano de amatista.
No volvió en sí hasta que los últimos invitados se despidieron; y Madame Dupont, acercándose a la chimenea en que se apoyaba el joven, diole una afectuosa palmadita en el hombro, y entre burlona y tierna, díjole:
—¡Despierte usted, hombre… Conque ¿au revoir n'est—ce pas? A las once, pasado mañana. Yo iré por ellas a su casa, para que no falten. ¡Au revoir!
¿A qué hora volvió Cipriano al taller? ¿Por qué calles volvió? ¡Oh, amor, sólo tú lo sabes!
VI
Lector, fíjate bien: hace ya quince días que la señorita Laura Constantin, hija del señor Víctor Anatolio Constantin, del Instituto, acompañada de su muy estimable madre, y algunas veces de Madame Dupont, va a las once de la mañana al taller del pintor.
En estos quince días, Cipriano, que era un artista de primera fuerza, no manifestado aún; que, sin haberse aún percatado de ello, poseía un exquisito temperamento, se ha descubierto, en primer lugar, a sí mismo, como acaba por descubrirse, merced a un relámpago interior, todo talento en germen, antes de mostrarse en su plenitud a los demás.
El amor le ha revelado la fuerza que poseía, le ha hecho ver aquello de que era capaz, ha alumbrado su potencialidad escondida con luz súbita de reflector (diremos la palabra para meternos dentro de la actualidad en asunto de luces… ) ha cambiado su desánimo en entusiasmo.
Monsieur de Jourdain hablaba en prosa sin saberlo, a «Monsieur» de Urquijo era, sin saberlo, un gran pintor «en cierne»… (como dice el ilustre Rodríguez Marín y afirma el maestro Cavia que debe decirse cuando se trata de una cosa o persona).
Cuando lo supo, una gran fe empezó a florecer en su espíritu.
La fe aumentaba la fuerza, y la fuerza acrecentaba la fe.
Los compañeros que iban a ver el retrato quedábanse admirados.
La verdad es que casi ninguno de ellos había creído en el talento de Cipriano (hay que advertir que tampoco en el talento da los otros camaradas, limitándose cada uno a creer en el talento propio y a despreciar a los demás, como es de rigor, en el sigilo de su corazón).
Voló de boca en boca por Montparnasse la fama del joven artista hispanoamericano, y no hubo pintor del barrio que no acudiese a la rue Campagne Première.
En cuanto a Madame Constantin y a su hija, estaban encantadas. Monsieur Víctor Anatole Constantin, del Instituto, no tuvo más remedio que ir un día al taller. Encontró el retrato d'une ressemblance frappante; se entusiasmó; rectificó su juicio acerca de los extranjeros en general y de los artistas hispanoamericanos en particular, y acabó por invitar a comer a Cipriano.
Durante los quince días aquellos el joven había trabajado en éxtasis, como Fra Angélico.
Su subconsciente —que, como sabernos, es el que trabaja en realidad, no sólo en los artistas y los poetas, sino aun en los hombres de ciencia; testigos: Condorcet, Franklin, Condillac, Arago, Maignan, Bardach, etc., etc.—, su subconsciente estaba pintando el retrato. Él no hacía más que mover, como en estado de sonambulismo, los pinceles; mezclar los colores, arreglando todo lo relativo a «la cocina», y mirar, eso sí, mirar sin descanso a la mujer amada.
La comida a que le invitó el padre de Laura fue el colmo y remate de aquel superno éxtasis de dos semanas.
¡La cara que puso la portera cuando le vio entrar, erguido, altivo y subir majestuosamente, dándose «postín», la escalera, hasta él «segundo izquierda»!…
Ya no más, en las tardes nebulosas, se helaría los pies en las húmedas aceras del bulevar, mirando si tras de los visillos de una ventana se encendía una luz o se adivinaba una silueta.
Ya no más, como el gran lírico alemán, se preguntaría si era el viento el que agitaba las cortinas, o la mano de su adorada… ¡Con qué dulce familiaridad le recibieron!
¡Con qué amistoso impulso le tendió ella —¡ELLA!— la mano, el lirio impoluto de su mano!
Monsieur Constantin no llegaba aún. Madame Constantin fue a dar algunas órdenes y les dejó solos un momento… , creo que fueron cinco minutos.
¡Qué poco!, dirás, oh descontentadizo lector… Pero es que tú no sabes lo que son cinco minutos.
Cinco minutos pueden engendrar sinnúmero de posibilidades; en cinco minutos hay tiempo para el mayor crimen o para el mayor heroísmo… Si quieres, lector, saber lo que son cinco minuto», oye esta historia: Un reo comparece ante el Tribunal del pueblo. El defensor prueba hasta la evidencia, echando mano de testimonios y documentos, que el reo (acusado de robo con fractura y asesinato) no había podido cometer aquellos delitos, por la sencilla razón de que cinco minutos antes y cinco minutos después de perpetrados se le había visto fuera de la escena del crimen. Esto era casi probarla coartada.
«En cinco minutos, señores —concluía el defensor—, es imposible saltar las tapias de un jardín, romper un vidrio, abrir la vidriera, entrar, matar al dueño de la casa, llevarse los valores forzando un mueble y escapar escalando de nuevo la tapia»…
El Jurado se impresionó; el reo hubiera sido absuelto. Pero el agente del Ministerio público solicitó del juez que antes de que los jurados deliberasen, los asistentes permanecieran en silencio durante cinco minutos, a fin de que todo el mundo se diese cuenta de lo que estos cinco minutos significaban.
El juez accedió, y mientras oscilaba el gran péndulo de la sala un silencio imponente permitía oír las respiraciones…
¡Aquellos cinco minutos no acababan nunca!
Los asistentes, al compás del reloj imaginaban, sin duda, las diversas fases del delito y encontraban que había habido sobradísimo tiempo para cometerlo.
Cuando hubieron pasado los interminables trescientos segundos, el fiscal dijo sencillamente: «Ahora, señores jurados, ya sabéis lo que son cinco minutos»…
¡Y el reo fue sentenciado a prisión perpetua!
Y si, lector, dijedes ser comento…
Pero Cipriano de Urquijo no se parecía en nada (felizmente para él) al criminal del cuento. ¿Sabes tú, lector, lo que hizo en cinco minutos?
Pues mirar a la señorita Laura, sonreírla… y decirla una alabanza a propósito de su traje (gris topo con pequeños dibujos lila que armonizaba con la blancura alpina y el matiz misterioso y profundo de las dos violetas dobles de sus ojos… )
En éstas, llegó Mr. Constantin (saludos, amabilidades, sonrisas). Pasaron al comedor, un comedorcito íntimo, simpático, ultra cordial.
Sentaron al pintor al lado de Laura…
¡Al lado de Laura!
Lector, no te se ocurra preguntar a Cipriano por el menú o lista de los platos.
Cipriano jamás ha sabido lo que comió aquella noche…
VII
¿Y el diablo?
¿Qué había sido del diablo, qué había pasado con el diablo?
Quizá, amigo mío, has juzgado a Cipriano un ingrato y lo has absuelto en tu fuero interno, pensando que, en suma, al diablo no se le debe ninguna gratitud…
Yerras, amigo mío; la gratitud se la debemos a todo el que nos ha hecho bien.
Un hombre justo, ni al diablo le niega lo que le es debido.
¿Te imaginas a Sócrates, por ejemplo, desagradecido con su «demonio»?
Ya, ya sé lo que vas a contestarme: que el demonio de Sócrates, el Daimon, mejor dicho, no era un diablo.
«Era —dice Platón— cierta voz divina que se dejaba oír en él, que le detenía en algunas de sus empresas y que jamás le impulsaba a ninguna».
Jenofonte cuenta en su libro de la muerte de Sócrates, que este filósofo dijo después de su condenación: «Ciertamente ya había yo preparado dos veces una defensa de mi inocencia; pero mi demonio me lo impide y me contradice».
Esta actitud inhibitoria sugerida por el Espíritu, llevó, pues, a Sócrates a la muerte. Sin embargo, él la agradeció, encontrando que la muerte era un bien: el remedio único contra «la enfermedad» de la vida… («¡No olvides de sacrificar un gallo a Esculapio!»)
—Ah —objetaréis aún—; pero si un daimon puede hacer bien, un diablo no creemos que lo haga nunca.
Opino como vosotros: teóricamente, un diablo no debe ocuparse más que de hacernos mal; pero si, por imposible, nos hiciese un bien, ¿no le deberíamos gratitud?
Había un santo varón que no sólo lo hacía al diablo la justicia de pensar que sin él no habría sido posible la culpa y, por lo tanto, no habría habido Redención (felix culpa, canta la Iglesia), sino que oraba todas las noches por que Dios perdonase a Satán (lo cual, en suma, acabará por suceder, según Orígenes… ¡supuesto que el diablo se arrepienta!).
Un día vínole cierto escrúpulo, y contó a su confesor lo que hacía.
El confesor, fraile severo, de manga estrecha, amonestole con acritud, diciéndole que era un pecado orar por el diablo.
Volvió el santo hombre a su celda lleno de tribulación; pero se consoló pronto y se sintió confortado al advertir una sonrisa —una celeste sonrisa de indulgencia— en la faz de su crucifijo… («Bienaventurados los simples de corazón… »).
Cipriano, pues, no era ingrato, no; pensaba en su diablo con frecuencia.
Aquel buen señor, que bajo las especies de Mefisto le estaba ayudando de una manera tan hábil, tan discreta, tan eficaz, merecía su más cariñoso reconocimiento.
Hubiera querido verle, hablarle; pero cierto día, en que fue a visitar a Madame Dupont con el exclusivo fin de preguntarla «las señas del diablo», ella se echó a reír con la sonora risa que ya hemos oído.
Sin embargo —dijo Cipriano, picado en su amor propio—, ¿no fue por insinuación suya por lo que usted me invitó aquella tarde?
—Ciertamente; pero usted comprende que, a pesar del frío que hace, yo no voy a tener corazón de enviarle a usted al infierno para que busque a su protector…
—Vamos, ya no ría usted de mí. ¿Dónde vive ese señor?
—Ese señor, amigo mío, es un verdadero diablo, y mientras no quiera revelarle directamente o por mi conducto el sitio donde usted pueda verle, ¡yo nada diré!
VIII
En éstas, llegaron los días del Salón.
El retrato estaba concluido.
«Era maravilloso», según decían los más entusiastas; «estaba bien», según decían los menos; «pas mal du tout», en concepto de los maestros franceses.
Procedimiento propio, dominio absoluto de la técnica, un sello característico, muy marcado; elegancia, mucha elegancia; en suma, algo nuevo bajo del sol… dentro de lo relativo de toda novedad.
Laura no cabía en sí de contentamiento; Madame Constantin había llevado a todas sus amistades al modesto estudio de Cipriano (quien hubo de pedir prestadas a sus compañeros algunas sillas); M. Víctor Anatolio Constantin, del Instituto, invitó por su parte, a varios de sus colegas.
Para que todo fuera completo, hasta el diablo, aquel escondido diablo benefactor, dio oportunas señales de vida. Una tarjeta, llegada por el correo, decía:
«El diablo supone que el señor don Cipriano de Urquijo enviará al Salón, naturalmente, el retrato de la señorita Laura. El Jurado de admisión dará, sin duda, a esta obra de arte un lugar preferentísimo».
… Y así fue.
En el vernissage, cuantos artistas hispanoamericanos viven en Montparnasse; lo mismo los portentosos cubistas discípulos da Picazo, que los herméticos órficos u orfistas; así los anglo—persas, como los whistlerianos; tanto los futuristas, como los dinamistas y los estatistas; los prerrafaelistas—rosettianos, del propio modo que los prerrafaelistas a secas; los zuloaguistas, los angladistas, los romeristas y los zubiaurreños; los inefables hieráticos y los más inefables transformistas (llamados así porque a diario cambian de procedimiento, de estilo, de carácter —según la influencia— y van buscando toda la vida su ondulante yo, sin acertar a encontrarlo jamás); todos estos y otros, que no menciono por respeto a la paciencia del lector, pudieron ver con envidia, con aprobación o con indiferencia, el retrato pintado por Cipriano, en uno de los más visibles testeros de una de las más visibles salas.
Como extranjero, Cipriano de Urquijo no tenía derecho a medalla ninguna… Pero la gloria, en cambio, hizo sonar para él todas sus trompas y sus címbalos de oro.
Los periódicos le dedicaron frases cálidas. El ministro plenipotenciario de su República telegrafió al presidente, quien, después de conferenciar con el ministro de Instrucción pública y Bellas Artes, hizo dirigir al funcionario diplomático el siguiente telegrama (que M. Víctor Anatolio Constantin leyó conmovido, con ayuda, naturalmente, de Cipriano, que se lo tradujo):
«Ministro de X.— París.
Sírvase notificar Urquijo Gobierno República ufano su triunfo que honra país, otórgale desde próximo año fiscal pensión mensual mil francos y viáticos para viaje Roma».
El plenipotenciario, en vista de esta efectiva consagración oficial, estimó que debía invitar a Cipriano a almorzar en la Legación, y juzgó que era pertinente asimismo extender la invitación a la encantadora muchacha que había sido el deus ex machina de la obra, del triunfo… y de la substanciosa pensión (la cual, lector, para tu tranquilidad, por si te interesas por Cipriano, te diré, «adelantándome a los sucesos», que le fue pagada por un año, de una vez, con pasmo del pintor, que jamás había visto tanto dinero junto).
Como no era posible invitar sola a Mlle. Laura, se extendió por de contado la invitación a sus padres.
Seis personas se sentaron a la mesa: el ministro y su esposa,
M. Constantin y la suya, Cipriano y Laura, ¡a quienes colocaron juntos!
Tampoco en esta vez supo el pintor de qué se componía la lista. Le pareció, vagamente, que comía tournedos y que mondaba una mandarina…
Lector, son las tres de la tarde. Un delicioso rayo de sol prima ver al baño de oro el balcón de piedra que se abre en una sala de la Legación, y al cual, después del café y mientras los viejos (que me perdonen este calificativo la esposa del ministro y Madame Constantin… ) saborean la fine champagne, se han asomado Cipriano y Laura.
Seré indiscreto, lector: la Legación está en la Avenida Camoens, y el balcón mira al Sena. Casi enfrente se extiende el campo de Marte, yergue allí su fantástico esqueleto de acero la torre Eiffel. A la izquierda, en el fondo, van recortándose en el ambiente las ennegrecidas arquitecturas de Notre Dame, del Panteón, de Val de Grâce, del Palacio de Justicia, de cuyos muros surge airosa, apuntando a una nube, la flecha de la Santa capilla… Todo el sortilegio de París, lector.
Los árboles del Trocadero hace ya un mes que estrenaron vestido, su portentoso vestido de un verde diáfano.
París, una vez más está en primavera; lector, y el Sena lo sabe, el Sena, que copia los árboles y parece besar los muelles con voluptuosidad de mujer.
Laura viste un traje claro. Todo en ella es claridad; su pelo dorado se enciende como, una aureola de virgen. Las violetas dobles de sus ojos brillan más misteriosamente que nunca, como si en sus trémulos pétalos hubiese más rocío. Su piel sonrosada parece translúcida, como si una suave lámpara luciese en su interior. Su cuello, lector, es más gallardo que la proa de una trirreme antigua. Las ánforas clásicas, al mirarlo, romperían de envidia sus asas armoniosas…
Cipriano ha cogido suavemente la diestra de Laura. Ha mirado los ojos de violeta con infinito amor.
Con voz insegura ha dicho:
—¡Laura… , soy muy feliz!
Laura ha contestado:
—¡Et moi aussi!
Sus manos se han estrechado blandamente, con una caricia casta y divina. Sus almas, por ministerio de sus ojos, han hecho un pacto para la vida, para todas las vidas posibles, ¡para la eternidad!
IX
Caía la tarde (creo que esta frase hecha es muy oportuna para empezar el postrero capítulo del presente novelín); caía la tarde, o, si te place, Fabio, atardecía…
No temas, empero, que te describa el crepúsculo con su «orgía de colores». Aquél no era un crepúsculo orgiástico; muy decentito, al contarlo, muy modesto, muy sobrio, apenas con el intento de un rosa asalmonado.
En el Bulevar Pereire todo era paz.
Una azulada niebla parecía inmaterializar las lontananzas (esa azulada niebla de París, ya descrita, que Cipriano encuentra más bella que todas las opulencias solares, y que da un tono tan delicado a cuanto envuelve, como si fuera el propio tul, la propia tela divina del ensueño: … «Such Stuff» as dreams are made on!)
Un hombre joven, elegantemente vestido, llamaba a la verja de un pequeño «hotel», rodeado de espesa verdura.
Su mano trémula hacía sonar el timbre con ligeras intermitencias.
Lector, no caviles más: aquel joven era Cipriano, que, por fin, gracias a Madame Dupont, sabía la dirección del diablo e iba a darle, con efusión, las gracias por el indecible bien recibido.
Un majestuoso criado de ébano, alto, esbelto, con todos los caracteres de la interesante raza etíope (y no con ese matiz repelente de betún desvaído, característico de los negros de los Estados Unidos), atravesó el jardín (¿no habría portero en aquella casa?) y abrió la verja.
A su interrogadora mirada, Cipriano, más tembloroso aún dijo:
—Vengo a ver… a «Monsieur» (no se atrevió a decir al diablo).
El negro le hizo signo de que le siguiese; cerró la verja, subió una breve escalinata y entró a un vestíbulo obscuro, en el que se adivinaban armaduras y algunos bellos muebles de ébano.
—¿Su tarjeta? —dijo.
—Aquí está.
—Siéntese usted. Voy a anunciarle.
Y entreabriendo como sigilosamente una gran puerta, desapareció.
Cipriano, durante los momentos que siguieron, pudo oír perfectamente los latidos de su corazón.
Un etíope… Armaduras damasquinadas… Muebles de ébano… Silencio absoluto…
La gran puerta volvió a abrirse:
—Pase usted —dijo el negro.
Atravesaron un vasto salón penumbroso, cubierto de tapicerías, cuyos asuntos se adivinaban apenas y severamente, amueblado de taburetes y asientos corridos, de ébano también y damasco rojo.
Se abrió otra puerta.
Daba acceso a una enorme biblioteca, de ébano asimismo, del más hermoso estilo Luis XIII, con admirables columnas estriadas, de floridos capiteles, con nichos, en los cuales se inmovilizaban estatuas clásicas, de bronce, en su actitud serena; con amplias ventanas por donde entraba, a través de las vidrieras de colores, la luz «mística» del atardecer, que venía de un patio contiguo, en el que triunfaba la verdura nueva de las acacias y los castaños.
La biblioteca era todavía más misteriosa, más recogida que las otras salas.
Cipriano se detuvo indeciso.
El negro había desaparecido.
A medida que los ojos del pintor iban acostumbrándose a la penumbra, apreciaba detalles de la suntuosa severidad de aquella gran sala llena de libros.
Pero había recodos de sombra que escapaban a su agudeza visual.
De uno de ellos surgió una voz conocida: aquella voz de aquella noche, en el bulevar Malesherbes.
—Bienvenido, amigo mío.
Y una forma obscura avanzó hacia él.
Cipriano se sobresaltó… un momento, un momento nada más. Su voluntad dominó en seguida el miedo pueril.
El «diablo» sonreía con la más acogedora sonrisa y le tendía la mano, blanca, aristocrática, perfectamente cuidada y sin vello ninguno bestial… (Todo evoluciona, lector: el diablo usa depilatorios y tiene manicuros)
Cuando se hubo repuesto de su emoción, el pintor (sentado ya al lado de aquel hombre simpático, de aspecto afable, aunque con no sé qué rasgo de misterio en la profunda palidez de las facciones), su incontenible gratitud se desbordó.
—¡Usted no sabe —le dijo— lo feliz que soy! A usted se lo debo todo: la revelación de mi talento, en el cual no creía; el amor de una mujer infinitamente adorable; los medios materiales para cultivar esa «Ars lunga», en la que quiero firmemente emplear mi «Vida breve», para llegar a las grandes excelencias; la seguridad, en fin, de un porvenir luminoso; ¡todo, todo!… Yo no sé quién es usted; ¡pero un espíritu poderoso y bueno no habría hecho más por mí!
Y cogiéndole una mano, una de aquellas aristocráticas manos, se la besó con amor, antes que el diablo pudiese impedirlo.
—Amigo mío —respondió éste—: el verdadero autor de todos los bienes que menciona es usted; es su voluntad, hada milagrosa que duerme en tantas almas y que en algunas no despierta jamás… Yo no hice otra cosa que azuzarla con la espuela del amor. Ella sola recorrió el camino.
—¿Pero quién es usted y qué razones ha tenido para protegerme? ¡Dígamelo, se lo niego!
—¿Y por qué no seguir imaginando que soy el diablo, un buen diablo, si a usted le parece? Hasta el diablo, amigo mío, sirve los designios de la Providencia (de la cual dudaba usted, por cierto)… de esa Providencia escondida que vela por nosotros… ¿Qué quiere usted que le revele? ¿Un nombre y un apellido comunes y corrientes? ¿El cómo la casualidad que hizo a un hombre rico y aburrido tropezar con un artista que habla solo (¡mala costumbre, amigo mío!) entre la neblina de un bulevar? ¿Una recomendación a tal o cual buena señora amiga mía y de la familia Constantin para que los pusiese a ustedes en relaciones?… ¡Todo eso sería demasiado trivial! Procure usted más bien creer que soy un espíritu, lo cual tendrá cierto encanto, un diablo desinteresado, que pudo hacerle un beneficio y está satisfecho!
Por lo demás —añadió levantándose para dar por terminada la entrevista y tendiendo con un movimiento lleno de gracia y de cordialidad la mano al pintor—, todos somos espíritus; no somos más que espíritus, que se mueven en un plano de ilusión. Usted es un espíritu azul (l'art c'est l'azur… ), su rubia Laura, un espíritu «color de rosa»; mi criado negro, a pesar de su color, un espíritu «blanco» (por su primitiva candidez), y yo, un espíritu «gris», acaso triste, que busca a Dios por el camino real de la caridad… Sí, amigo mío, todos somos espíritus y tenemos todos algo de divino. Procuren usted y Laura hacerse dignos de esta divinidad que el Inefable les ha otorgado, y realicen durante su peregrinación por la existencia ¡a mayor suma de amor, de belleza, de bien…
Madrid, Abril 1.° de 1916.