Cuentos

Ángel de Estrada


Cuentos, Colección



Dedicatoria

A la memoria de mi hermano Santiago.

El viejo general

Podía Wagner haber vencido con su genio á las escuelas italianas. Podía atar en la barquilla de su gloria á la ciencia inspirada, como atara en la de Lohengrin el cisne, y ver en ella su estatua, como la imagen del caballero, con la vista hundida en lo infinito. ¡Qué le importaba al viejo general! Y aun podía su nieta, una rubia no muy linda, pero de ojos admirables, estar esperando, como en la leyenda, á un caballero también; y podía el país del caballero estar esmaltado de lagos y follajes, estos con ruiseñores divinos, y aquellos cubiertos de cisnes maravillosos. A él ¡qué le importaba, ni qué sabía?

Cuando la nieta tocaba el piano, con el cuaderno del alemán, abierto, llamando al joven vestido de lumbre misteriosa, ardía en impaciencia. La canción del gentil custodio del Graal; el asombro del pueblo trastornado por el prodigio; todo le daba en los fatigados nervios y gritaba, moviendo una pierna de palo:—Basta, muchacha, basta de canturria!

La nieta volvía al cuartito de las modestas colgaduras blancas, de las piedras y petrificaciones del Chaco, como quien dice bibelots y porcelanas de Saxe, y allí, con un estallido de risa desarrugaba el ceño del anciano.

—¿A que no sabe, abuelito— preguntó aquel día—porqué me río con tantas ganas? Y como el viejo nada contestara sino:—loca, loca;—ella se puso á tararear:


Para dispersar, señor,
del viaje de mis ensueños
los perfumes de las flores
que extrañas traigo en el pelo


—Ah! romántica insoportable; dichoso el que te pierda!—gritó una voz de fiera enjaulada, y cayó de las manos de misia Pepa el cajón de las costuras.

La muchacha rió del apostrofe, corrió al piano de nuevo, y atacó con brioso empuje la marcha de Ituzaingo.

Airosos los arpegios con bélicos rumores, sonaron entre las piedras de micas relumbrosas, conmovieron los cristales, saltaron entre las blancas colgaduras, mientras el viejo, ante el retrato de un joven capitán que lucía su pechera roja entre fotografías amarillentas, llevaba el compás con la mano, sonriente como un niño dichoso.

¡Y no era para menos! Qué Wagner, ni qué musiquitas. La música patriótica, ésa, como decía el viejo general. ¡Qué! ¿las banderas de cien naciones, desplegadas, nada decían al paseante de las calles? Y los que contemplaban los edificios orgullosos con tanta tela: ¿nada sentían al sentir los nativos vientos juguetear en sus pliegues que crugían, extender sus colores que brillaban?

Era uno de los días de mal humor de Buenos Aires. El sol se velaba á través de una nube, con tristeza, y de pronto volvía á salir radiante. Los árboles de las plazas cobraban más verdor; chispeaban las pizarras de los techos, las piedras de las calles, los faroles lucían solcitos que irradiaban contentos, y las ráfagas azotaban más suavemente los toldos protectores de las tiendas. —Se compone— decía el general, mirando el cielo por los cristales; y nueva nube extendía la luz gris enfriando más el aire al apagar los rientes fulgores.

Y así corrían las horas, cuando, de repente, estremecidos por atambores, temblaron los cristales con vibración estrepitosa. Nina dejó el piano y acudió á la ventana. Una ráfaga fría sacudió las colgaduras y fué á levantar los cuatro pelos de nieve que coronaban la calva del viejo general. Calóse este su elástico, y con ayuda del bastón asomóse á la calle, que llenaban chicos zarrapastrosos y perros de varios tamaños, envueltos en el aire marcial que parecían tomar hasta los objetos fijos, al influjo de la música vibrante.

El sol rompió una nube; su primer rayo pálido adquirió repentinamente fulgor, y al culebrear entre las bayonetas, transformóse en deslumbrante relámpago. La calle se animaba con sacudimiento de vida briosa y bella. La multitud se estrujaba en las aceras; y las esquinas vomitaban sobre sus lienzos nuevas avalanchas.

Aquellos batallones con sus chinos altos, robustos, al frente, pasaban como marcando con su ritmo marcial el latir de los corazones, en las ventanas, las azoteas y las calles. El entusiasmo se transformaba nerviosamente en alegría, y las gentes sentían impulsos de gritar, de arrojar flores; y la imagen de la patria, convertida en sonido, en idea, en color, era algo intenso que hacía soñar con las batallas, luminosas en sus victorias, terribles en sus duelos y siempre grandes en su salvaje hermosura.

Nuestro viejo amigo, ya á punto de desplomarse, recibía el saludo de los jefes y oficiales del último batallón. Pero de pronto rasgaron el aire, con el poder de flechas de sonido, los clamores del clarín de su caballeria. Fué aquello como una creciente de savia en los miembros del anciano, y erguido con apostura arrogante, percibió el escarceo de los caballos y el flamear de los gallardetes rojos.

Los nobles veteranos, al divisarle, redoblaron el soplar de sus pulmones, y los clarines más sonantes lanzaron el grito que le recordaba los campos de batalla. Ah! sus sones en los tiempos evocados. Ellos eran la voz de la esperanza y el lamento de los pueblos oprimidos. Ellos el empuje ardiente del brazo en la carga; la voz del presentimiento en la emboscada, la inspiración del genio en el mando. Ellos en las noches de largas marchas, el recuerdo de la familia; en sus notas sonaba la voz del hijo, el beso de la esposa. Ellos la plegaria en el dolor, y la diana marcial en la victoria, pues con ellos se moría ó se triunfaba, percibiéndose en su tonos la tristeza del crepúsculo ó los rumores triunfales de la aurora.

Y siguió el desfile, y todos los oficiales saludaban al viejo general. Una palabra como chispa eléctrica, recorría los escuadrones anunciándole. Los soldados alzaban la vista para mirarle y más de un estremecimiento rápido de emoción, iluminaba el bronce de los rostros. Nina, conmovida, presenciaba lo que era una apoteósis sin aparatos; quiso dar apoyo á su abuelo, pero él la rechazó, erguido como una columna, con las medallas de cien combates sobre el pecho.

Y pasaron los últimos escuadrones y se oyeron los últimos largos toques de los clarines. Aquellos sonidos tenían el clamor de una eterna despedida. El anciano miró la realidad y antes de que una lágrima la turbara, volvióse pesadamente á su asiento. Allí, se acurrucó cansado, triste y silencioso. Nina, sin atreverse á hablar, le miraba por un espejo. Se dió orden de encender la estufa, y al chisporrotear la leña, vió el soldado el fogón del campamento. Oh! cuántas sombras le abrumaron! Pensaba en el ardor de los combates, en las ovaciones de los pueblos al pasar; y achacoso, impotente, sentía el dolor de las nostalgias juveniles. Y siguió pensando en cosas que se esfumaban como sueños ó visiones, cuando Rodolfo, muchacho de diez años, entró al cuarto, aturdiendo con su corneta.

Ataviado con un traje militar de fantasía, arrastraba su correspondiente sable, y después de hacer la venia al general, exclamó con voz chillona:

«Ya tremolando por el aire, veo».... y siguió el bélico canto. La musa de Varela salía por los labios del muchacho, llegando al alma del soldado, como un clamor de guerra envuelto en una caricia de ternura.

Ya no más tristezas ni amargos pensamientos; la fisonomía del anciano se iluminaba con una sonrisa que era una bendición de abuelo. Y la espada de hoja de lata se enredó con la suya verdadera, en el instante en que un joven abrazaba la escena con inteligentes ojos.

Ardía el fuego, templando el ambiente hasta hacerlo cariñoso. La terrible misia Pepa aun no acababa de secarse una lágrima, arrancada por el diablo del muchacho, que apren dio aquello sin ella saberlo. Y la joven decía con una sonrisa al recién llegado: —Mira. Y él, que si no era Lohengrin, iba á ser el dueño de Nina: ah! pensó: ¿no fué el animoso joven á luchar por defender hogares? ¡Feliz el buen viejo que sonríe en medio de su obra!... Su voz era la posteridad que discierne la gloria y el cariño.

Y el sol, queriendo quizá ungir su pensamiento, lanzó un nuevo rayo que hirió los vidrios, y puso una misma aureola en las cabezas del niño y del abuelo!

Recuerdos de un pintor

¡Cómo sufrí en aquel primer año de prueba! Yo predicaba la concordia que engendra la fuerza, comprendiendo que en un medio poco propicio es necesaria. Y decía: — combatid si queréis las manifestaciones de tal talento, pero no neguéis el talento; desdeñad los frutos, pero no hiráis de muerte el tronco; no desarméis un caballero frente á la grosería triunfante.

Se trataba de un cuadro del más fuerte realismo, y allí estaba yo para admirar lo bueno y saltar con generosidad sobre lo malo ó mediocre. Se discutía á un refinado, á un pintor esencialmente intelectual, y mi visión del arte cambiaba para defenderle con brío. Y así yo que había encomiado excelencias de obras realistas llegué á exclamar ante fantasías de ensueño, de dibujo indeciso y concepción vaga:

— Saludemos con amor á estas mujeres pensativas, ya negras como el luto, ya blancas como corderos pascuales, entre calles de árboles silenciosos, reflejadas sobre cielos de pesadilla, bogando en mares desolados, que traen por vida, una luz de más allá de los ojos.

Aplaudía, pués, con el entusiasmo de mis veinte años, lo más diverso, si adivinaba en las tintas la vibración de un alma de elegido. Para mí se usó la forma contraria, y me retiré amargado, sin más recuerdo cariñoso, que el del maestro que enterré un día, sin pensar que enterraba con sus consejos y lecciones, el regocijo de mis años juveniles.


* * *


De vuelta del campo, expuse un cuadro. Declaró la crítica que no era pintor, ni lo sería jamás y que aquel paisaje era un epitafio.

Pocos días después, me dirigí al bazar de la exposición con la cara de un enfermo grave. Me llevaba la idea de retirar el cuadro. Un grupo de personas, bajo un cielo triste de otoño, permanecía frente á la vidriera. Del pecho de una estatua de Rebeca, reproducida al infinito por dos espejos, caía un paño perturbando su rostro blanco con un reflejo de púrpura, y sobre el paño, en la plena luz, resaltaba mi pobre pradera.

Hablaban y me detuve. Había jurado de tiempo atrás no oír nada, y sin embargo las observaciones de cualquier imbécil me excitaban ó afligían.

Un caballero, metido en irreprochable gabán, se dirigía á un joven. De seguida comprendí que era uno de los felices que saben todo sin haber sido discípulos de nada, y que frente aun cuadro, con el bagaje de la factura, las pinceladas calientes, la carnación, y otras palabras, hablan con un desparpajo que hoy desprecio en la medida que entonces me irritaba.

Para ser zapatero, ó cualquier cosa, es menester pasarse meses de aprendizaje sobre el banco; para ser, abogado ó ingeniero, muchos años en las aulas; pero para dominar el arte entero, de suyo lo más complicado y difícil, basta nacer y crecer como las plantas y los animales. Admirable lógica!

Y el señor del gabán, con voz probablemente habituada á disertar en las comidas y almuerzos caseros, entre su esposa y las amigas de su esposa, arremetió con las figuras y los pastos y las nubes de mi cuadro, como don Quijote con los títeres de Maese Pedro.

¿Que yo debí reírme? Por supuesto; pero aun así descendió á mi espíritu, como frescura balsámica, la voz de un viejo que exclamó:

— ¡Admirable, señor don José, admirable! Se dirigía á otro viejo, pero lo escuchaba todo el grupo.

— Ese campo, es campo que huele á trébol, la luz se mete hasta la nuca, y á las ovejas hay que decirles: arre, arre, porque están vivas. ¡Cuántos años que no veo una madrugada de estancia! Don José, este cuadro dá alegría.

Comprendí la exageración del juicio, pero oh! bendita criada de Moliere, tú cruzaste en aquel instante por la acera. Sentí un impulso, y bajo los ojos del caballero que parecían arrojar un cobre de limosna al nuevo crítico, los transeúntes vieron que un joven se prendía de un viejo, y que la cara del viejo, sorprendida, estupefacta, preguntaba á otro viejo: ¿qué es ésto? ¿agresión ó abrazo?


* * *


Expliqué todo y nos hicimos amigos. Los ofrecimientos no fueron vanos; al otro día estaba don Pedro en casa. Volvió á la semana siguiente y acabó por ser la sombra de mi estudio. Su constante buen humor era la antítesis de mi constante esplín silencioso. Había de niño vivido en el campo, y dijérase que sus vientos le habían soplado en el espíritu, aventándole todo germen de tristeza futura. Concluyó por hacerme hablar y reír.... Mientras yo pintaba, él leía. Calderón y Lope eran sus favoritos. ¡Oh! los parlamentos de sonantes endecasílabos, y los ingeniosos discreteos de damas y galanés; he ahí para él el ideal del arte, por serb de la vida.

Vestir calzón corto, tocarse con emplumado sombrero, llevar espadín al cinto y sacarlo por un quítame allá esas pajas, á los rayos del sol ó á la luz de los candiles, y batirse, matar, huir de la ronda, subir una reja, caer en tiernos brazos.... ¡Qué tristeza la de haber llegado, como Rolla, tarde, muy tarde!

A sentir la nostalgia de todo eso, llevaba al viejo su espíritu aventurero, su amor á las mujeres, su antipatía á la fe conyugal, su desprecio por la vida.

Pero eso sí, en cuanto á lo último, había de caer herido por hierro, y él diría á la muerte: —adelante, señora— y diciendo y haciendo, saludaba, mitad ceremonia, mitad sonriente.

En cambio morir en cama, de pulmonía por ejemplo, era ridículo, vulgar, grosero.

— Así es, hijo,que le doy un consejo: en Agosto, sobre todo, coserse á tiempo.

— ¿Qué dice Vd?

— ¡Que obedezca á un viejo y lo imite! Por las mañanas, hilo y aguja á las medias con el calzoncillo y al calzoncillo con las medias, y que vengan vientos, que á pie firme se les hace....

Y el tercio de Flandes, galán de Lope y Calderón, volvía á saludar con su sombrero de copa.


* * *


Ofrecí á don Pedro un retrato, y él me pidió primero el de su esposa.

— ¿Es ese un artículo del programa contra el matrimonio?

Comprendí que le incomodaba la pregunta, y le propuse un grupo, que aceptó radiante.

Con verdadero amor me puse á la obra. La vieja decía: vaya con los modelos, porqué no retrata niñas, si Vd. con el color puede ser poeta.

— No sirvo para tales cosas — contestaba yo; telas así, deben manar gracia juvenil y arrancar á los labios del que las vé, la sonrisa espiritual del encanto. Quise el año pasado pintar una joven, al concluir de una fiesta. Es hermosa, rica, inteligente, y después del baile, metida en una capa, con la cabeza alta y el rostro alegre, salía como una triunfadora... Empecé el retrato con esa impresión; la joven se prestó gustosa de modelo varias veces, y poco á poco, se fué cambiando su primera actitud hasta mostrar con el hastío del placer colmado, las huellas físicas del decaimiento y la melancolía de las cosas que se van, con el leve roce de los dolores presentidos.

Con paréntesis de esta clase y de otras muchas, pintaba frente á los modelos, descansando los ojos en la perspectiva de los jardines vecinos. El sol de otoño se filtraba á través de vidrios modestamente cortinados. Me acostumbré á unir en una sola deliciosa sensación la luz de ese sol y la cháchara de los viejos, confundida á la de los gorriones de afuera.

Concluí el grupo y quedé satisfecho; creí que los modelos podían verse como en un cristal azogado; hasta que mostrándoselo don Pedro á un amigo exclamó: —está bien, pero mirarse así, dá tristeza.

¿Había cumplido yo con la síntesis de todo buen retrato? ¿Brillaba en el del viejo lo que era salud y hermosura de su espíritu? ¿Lucía el de la vieja su gesto autoritario, no abatido por los achaques, en que se condensaba el carácter de una vida?.... Oh no! tenían en sus rasgos fisonómicos, una luz de cosa que se apaga y siente apagarse, que en verdad daba pena. Mi espíritu les había modificado, como si hubiese amanecido con el don de idealizar rostros de viejos melancólicos!

¡Era menester reaccionar por siempre! Combatir la tristeza, prenderse á la vida y amarla; arrancarle lo que tiene de joven y bello; inundarla de sol, perseguir como á cruel enfermedad el estéril hastío; bañarse en idealidades, aunque resulten nieblas azules, si son capaces de engendrar un espejismo de bienes en el mundo. ¡0h! bienhechora enseñanza de aquel rincón de cariño!


* * *


La esposa de don Pedro me cautivó por completo: era todo un tipo. Su fuerte inteligencia vivía inalterable bajo sus canas. Sus ojos despedían á veces destellos de brasa moribunda que asoma momentánea entre cenizas. Había de niña viajado por Europa; admiraba su memoria llena de la visión de cuadros antiguos, así como la lucidez de su juicio robustecido en la lectura. Su voz no acostumbrada á acariciar hijos, tenía cierta ternura maternal el dirigirse á mí, y cierto dejo melancólico, único que se le traslucía como á través de una esperanza de otro tiempo. El orgullo de su familia, venida á menos, se le salía á cada instante, y cuando hablaba de ciertas cosas, con cierto tono, parecía querer pulverizar una sociedad nueva, con su mano de aristócrata, amarillenta ya, en su pellejo veteado y tirante. Mi situación, en algo igual á la suya, hizo que su simpatía se convirtiera en afecto: y mi respeto se fué haciendo cariño hacia aquel conjunto de fuerza y ternura.

Fué la única persona que dijo: —Vd. será un artista; y yo desvalido, solo en el mundo, me pegué á aquel girón de vida, temeroso de que el aire me lo llevase con sus presagios.

Con la cabeza llena de ensueños, volvía á la ciudad al caer la tarde. Caminaba entre quintas y por terrenos baldíos, mirándolo todo sumergido en la vida del crepúsculo. Sobre el oeste de amarillento fulgor teñido por alguna nube roja, se inclinaban los árboles con sus recortes vivientes, vibrantes, casi espiritualizados. Un molino se erguía con nitidez violenta; los pájaros no acababan de perderse agujereando la zona brillante.

Me detenía á descansar un punto. ¡Cuántos planes, cuántos anhelos! Parpadeaba la primera estrella, y como si fuese la mía, caminaba de nuevo mirándola, y el horizonte perdía su lumbre, que cual la de mi inspiración, había animado cosas, destacándoles con fuerza de sutilidad extraordinaria, detalles antes invisibles.

Muchas veces me sorprendió la noche fuera de la ciudad, que encendía sus casas y sus calles. Allí estaba en frente repleta de vida; con todos sus roces excitadores de mis nervios; con sus falsías abominables y sus odios buenos, si son francos; con su turba de filisteos, con sus críticos de pega; con sus intelectuales de verdad en suplicio, martirizados por la falta de respeto... Y á poco sobre su sombra, se elevaba un vaho de incierto brillo, como si fuese su espíritu flotante.

Mi esperanza, otra vez vigorosa, restablecida en su fuerza, murmuraba: —á él; y un ruido sordo, amenazante, era su voz que se oía como un reto.


* * *


Acabé por trasladar mi domicilio al de los viejos. Fui el nieto de aquellos seres que con sus últimos calores me reconciliaban con muchas cosas de la vida. Así me aparté de todo, y en la paz de la quinta, que tenía mucho de beatitud, trabajé aguijoneado por la vieja que parecía mirar en mí, retoño floreciente del árbol carcomido de su casa.

Pasaron dos años en igual calma, interrumpida por incidentes nimios, de los cuales fué el mayor la lucha provocada por las armas de don Pedro. Puñales y pistolas, que según él eran de su juventud borrascosa, ceñía al cinto con marcial talante. Primero las usó en casa, después quiso pasearlas por las calles, y entonces la vieja se opuso con energía.

— ¿De dónde las habrá sacado? — se preguntaba á cada instante — este hombre está chocho, nunca ha sido pendenciero!


* * *


¡Pobre viejo! En el mes de Setiembre, después del Agosto tan temido, por atacar con muertes tan vulgares, le encamó una neumonia doble. Fué cosa de tres días. Suspendido entre dos almohadones, casi moribundo: —ya lo ves —me dijo— lo que es ahora... y se detuvo mirando la cara de la viejita.

Aquel tuteo al borde del sepulcro, por vez primera, como un último cariño del espíritu que partía, hizo que temblara mi voz al contestarle.

Él me interrumpió: —¡eh! ¿también tú! ¿pero hombre? Y quería poner cara de maestro de armas italiano, sin darse cuenta que solo tenía la de los hombres de buena voluntad.

La muerte fué compasiva: sobre el débil estertor de un cuerpo inerte, pasó como una brisa que se lleva un sonido.

El pelo de nieve le formó una plácida, tranquila aureola, en torno á la frente de cera. ¡Qué no hubiera dado, por quitarle la mortaja, vestirle su levita familiar, mirarle redivivo, y oirle en un rapto de recuerdos alegres, tararear algún trozo de música de su buen tiempo!


* * *


Dos meses después iba á dejar aquellos lugares: la carrera del arte me llevaba á Roma. Bañados por el sol de Diciembre, ante mis ojos llenos de tristeza, los jardines se vestían de nuevo. Por todas partes, en la resurrección de la pompa verde, estallaba con alegría el vigor juvenil de la tierra.

Entre los gorjeos de los pájaios escuché á la viejita su última charla, comprendiendo que no volvería á verla.

— Hasta el año que viene.

La vi tan afligida que no quise decirle el verdadero plazo de mi ausencia; y la dejé más sola que nunca, frente al retrato de don Pedro, que parecía mirar con pena sus armas herrumbrosas.


* * *


En Europa recibí una sola carta de la que pronto siguió á su compañero.

La campaña de Roma fué laboriosa y fecunda. Vosotras, telas de templos y museos, sabéis cuántas horas se prosternó un alma ante la antigüedad robusta y gloriosa.

Y esa misma alma se embebió en misterios y memorias de ruinas; en grandezas de monumentos; en detalles de artísticas esquisiteces, un camafeo, una estampa; en el mudo y soberano lenguaje de mármoles y bronces; en todo aquel tesoro, fatigante al fin con su hermosura.

Un buen día la aconsejaron: —á París, esa es tu patria: admiras y respetas el pasado, pero eres una inquieta; hija de tu época, sueñas y sufres; en otro ambiente viven tus maestros.

Y escuchó la voz y me dijo: — vamos.

Hallé en Francia manos fraternales, envejecidas y juveniles. Seguí los cursos libres de la escuela de Bellas Artes. Después campé por mis impulsos. Nuevas luchas, nuevos sinsabores. La crítica era fuerte, la discordia inmensa, pero la unión, entre muchos de la misma afinidad, robustecía. La excitación se llevaba hasta la fiebre del trabajo.

Se adhería á todos una fuerza que sin cesar clamaba: hé ahí el drama de la vida; ¿queréis idealizarlo?.... bien: pero interpretadlo en todas sus formas, en todas sus cosas, en todas sus sensaciones, porque todas son vuestras, angustiosamente amargas ó fugitivamente adorables.

Eso era luchar, vivir, y sentí la alegría de ver desprenderse de mis colores, vaga ó vibrante, la emoción que martiriza cuando muere sin forma. La impotencia me abrumaba á veces; pero sin las vacilaciones de la primera juventud. Sentía un fuerte equilibrio; mis ideas vibraban con nitidez robusta; era dueño de una forma que iba recta hacia un fin, y trabajé como un jornalero.


* * *


Cinco años después, en el Palacio de la Industria, desfilaba todo París frente á un lienzo, sin bautismo de nombre ni de firma.

El paisaje era triste, parecía condensar las lágrimas de las cosas de que habló el poeta.

El sol, bajo el horizonte, coloreaba una nube con un fulgor único y tan lejano, que hacía más melancólico un grupo de árboles.

Esos árboles tenían su alma ¡Dios sabe lo que esto significa, aunque los críticos no siempre se lo pregunten á Dios!

Por la escena un ciego que llevaba de lazarillo á un perro, se detenía junto á un rosal. Los gajos llenos de flores se inclinaban airosos, como si quisieran deponer con gracia, la gloria de su fecundidad, sobre la tierra.

Era la planta, sonrisa inconsciente en la tristeza de la luz ensoñadora. Era un contraste con el aire familiar de las cosas, que se antojaban nacidas para exornar un paisaje meditativo. Imposible que el alba las alumbrase nunca; las horas habían muerto para siempre; la vida se paraba en un crepúsculo, y eterno, inmóvil, se cristalizaba en un pedazo de lienzo.

El ciego aspiraba el perfume de las rosas, y el rostro se le llenaba de una luz fugitiva.... ¿Significaba esa luz un recuerdo, una visión, una esperanza? ¡No sé! pero el rostro ponía triste hasta la angustia.

El perro por otra parte, incomodado en la tardanza, tiraba de la cuerda al amo, con su cola alta, movediza, feliz y satisfecho.

La gente se arremolinaba en torno del cuadro. En las fisonomías pensativas, en la vaga expresión de algunos ojos que se iban del primer término á las dilatadas lejanías, se adivinaba la sensación dominante.

— ¡La hora del triunfo! murmuró á mi lado un amigo, y lanzó mi modesto nombre á las olas de la gente. Aparté los ojos para ver mi otro cuadro que nadie veía.

Un viejo leñador aserraba un tronco. Le ayudaba un niño, y el viejo parecía si no en su mano, cobrar en sus ojos la antigua fuerza. Yo había puesto en las figuras, fibras de hondo amor, luces de tiernas memorias. El viejo era don Pedro y el nieto mi hijo.

Evoqué al instante el rostro de una anciana. Aura de perfumes de una quinta de Buenos Aires, pareció bañar mí espíritu. Creí que la viejita se reía, al ver en traje de leñador á su fierabrás, y cuando un gran crítico temido, me abrazó frente al lienzo, oí que ella me decía algo que no entendí, con el tono de voz con que hablan el gozo y la ternura.

Cuento de Pascua

Después de muchos años, le veía en la Iglesia, de pie, á mi lado, y del fondo de mis recuerdos le evocaba cuidando á sus cabras entre los cercos del camino. Sus interjecciones violentas y sus dichos pintorescos, han quedado entre moreras y cinacinas con nuestros gritos de colegiales en libertad.

Me miraba sin conocerme, y estaba ya por hablarle, cuando empezaron los oficios. La Iglesia iba á bendecir el fuego y el incienso.

Las naves misteriosas con sus ventanas cerradas se poblaban poco á poco. Las sillas movidas con los reclinatorios encadenados; los vestidos con sus roces de sedas y percales; las oraciones y los semi-tonos del canto llano, llenaban de vida singular la media luz del ambiente.

Una voz de bajo profundo, entonó: In principio creavit Deus Cœlum et terram. El pueblo asistía al poema bíblico, animado por el espíritu de Díos, en la majestad del verbo profético.

Después las mujeres empezaron á revolverse para dar paso á la procesión. Los ministros adelantaban con la nueva luz, hacia la copa de mármol, fuente del agua de vida.

Brillaba el poder y la hermosura del amor infinito. El pozo de Jacob puede extinguirse, la suave Samaritana abandonarle, y si hay quien niegue el odre á los hijos de Nazaret: ¡qué importa!

Mas mi cabrero, ajeno á todo, se agitaba en un limbo. ¡Bella gracia para él, que los ángeles celebrasen en el cielo como los fieles, los misterios santos! Se hincaba, se ponía de pie y volvía á hincarse, rabioso por lo largo de todo, luciendo su alma de bruto en el rostro impasible.

Como un clamor vibrante estalló el ruego de las letanías; desfilaron los nombres seráficos capaces de volver los ojos á la miseria, y espiró el coro con el grito de una suprema esperanza.

Luego los rostros se animaron; aparecían los oficiantes con sus dalmáticas de nieve. Ligera brisa rizaba el paño negro del altar mayor, y se llenaban los espíritus de alegría profunda.

En el silencio se oyó un frote: mi vecino se rascaba los brazos, la cabeza, el pecho; y se siguió rascando cuando el altar coronado por un cielo, resplandeció sin luto, frente al coro erizado de trompetas. Cuando el incienso subía con un reflejo de luz gloriosa, los ventanales giraban, y el sol se teñía de colores en los vidrios. Cuando los acordes del órgano corrían por los arcos, en la cúpula, como en vibrante caja sonora, se fundían, crecían, se despeñaban, y las vírgenes, santos y profetas, sonreían á la ilusión de la fe estremecida por el contento.

Sin disputa era una bestia mi antiguo amigo. Y he ahí, que alguien quiso burlarse de mi juicio, haciendo que mi alma se estremeciera con la suya.

Subía al pulpito por la primera vez un joven. Chata era su frente, vulgares sus facciones; pero vivos, inteligentes, sus ojos pardos. Pálido como la emoción, empezó su discurso; y luego serenado habló con elocuencia. El cabrero le miraba, como yo le viera en otro tiempo mirar los racimos de uvas en sazón, y á cada período decía con el gesto: —no lo entiendo, debe estar muy bien.

Pero cuando el joven pintó la Resurrección; cuando vibró el rasgo imaginativo, que como relámpago hiere toda niebla, se estremeció aquel bruto. Le vi buscar los ojos que le rodeaban; llevarse las manos al pelo, hablar, y al oir los siseos, callarse rezongando.

El final del sermón, recordaba á un humilde muchacho, nacido en pobre aldea, que no soñó sentir sobre su frente las alas del ave simbólica de la cátedra, y pedía para el país hospitalario donde se formara, los frutos de la paz y del trabajo, la gloria... No pude oír más; el cabrero me había clavado sus ojos repletos de lágrimas.

—¡Cómo! ¿es Vd.?—Murmuró repentinamente iluminado. Comprendí lo que deseaba decir, y le respondí: — sí, yo soy.

—Y Él—exclamó—es Pepito: ¿se acuerda de Pepito? Y sin que yo hablara, me dió un abrazo, y con el sacudón la barba le bebía las lágrimas. Alguien se introdujo en medio; le oprimió brutalmente y con voz más brutal: —debe estar borracho — dijo; y él con el arranque del alma de un hombre en la voz de una fiera:—yo borracho?—gritó—soy su padre! Y le parecía imposible que se le preguntara ¿de quién?

Entonces apareció en mis labios una de esas sonrisas que son un enternecimiento del alma.

Una emboscada

La barranca con altivez de sierra, erizábase de espinillos, luciendo helechos en las honduras de sus rincones de sombra. El capitán Monteros flanqueaba su mole para llegar al bosque, que en forma de herradura, ceñía su término. Cientos de loros, al parecer de fiesta, subían y bajaban entre chillidos, azulando sus plumas verdes en el zafiro de un cielo inmaculado. Un arroyo adquiría ímpetus de torrente, surgiendo de un precipicio con hervores de espuma, y luego, con transparencia fascinadora, serenábase contenido entre dos bloques de piedra.

Los soldados, atraídos por la pureza cristalina del agua, más que por la sed, bebieron á grandes sorbos, mojándose entre chanzas; deslizáronse después entre los sauces que se inclinaban mustios sobre el río, y llegaron á las selváticas enredaderas que, enlazaban el verdor sordo y viejo de los talas, al chillón y juvenil de los cocos. De pronto sintieron perplejos un agudo clarín que traía frío de muerte, seguido de repentina descarga; y ya á punto de correr, se estrecharon al son de la caja de Eusebio, que se irguió firme como su fibra de bronce.

—Esta si que es linda, mi capitán!!

—Silencio! —rugió Monteros— paso atrás!

Y empezó el desfile de doce hombres indefensos frente á casi un ejército. En el rostro del jefe se dibujaba una sombra, pues seducido por una temeridad que pudo ser fecunda, exponía á sus hombres á morir sin luchar, contra la invisible fuerza que convertía el bosque en boca de fuego. Poco le duró aquello. Creyó percibir una inmensa voz, de más allá del horizonte, traída por las auras perfumadas de trébol; y sus ojos despidieron viva luz, comunicando á Eusebio el vigor de un redoble electrizante.

Una bala dió en la boca del sargento; el negro tambor miró al amigo y pasó sobre el cadáver.

—¡Ah! canallas...

Su grito de amor, estrangulado por la rabia, ni se oyó siquiera, al son del toque formidable. Un momento más, y apareció el baluarte abandonado. Era un convento antiguo, que sentía pasar los años sin el regocijo de las pompas rituales; y con sus hornacinas misteriosas, calados rotos y campanas mudas, se antojaba meditando en una atmósfera de melancolía.

—Adelante... ¡Adelante!

La orden de Monteros, significaba retroceder hasta la ruina, que podía convertirse en asilo. La esperanza pasó por los ojos del grupo con su magia suprema; los proyectiles silbaban siempre implacables,

—Cambia el paso, que hacés equivocar.

Alguno que rió de la ocurrencia del viejo criollo, dejó su sonrisa á la muerte, mientras el negro batía la marcha agitándose como un inspirado. Era el númen de una raza, la voz de sus muertos, el himno y el clamor de sus glorias desconocidas, lo que vibraba en su alma, y estridente repercutía en el parche.

—Adelante, hijos míos.

La ternura embargaba la voz del capitán, conmovido por la noble, serena abnegación. Ya estaban á cincuenta metros del convento. ¿Qué les impedía correr á guarecerse? ¿Acaso esta acción amenguaría la gloria?.... Las auras llenas de trébol, pasaban siempre con el aliento de la pampa argentina.

Silbó terrible una granizada con algo de estremecimiento rabioso; hubo como el estallido de un corazón gigantesco que se pÁra; y en medio de abrumador silencio, Monteros se detuvo. Inclinado sobre el negro, la piedad heróica iluminaba su rostro, y parecía el Angel de las Batallas velando el sueño del soldado.

—Huye! —gritó al último compañero— huye! pero el otro quiso tenderle la mano, y cayó herido, murmurando: —todos. El sol agonizante bañaba la escena desde un mar de púrpura. La tarde caía como plácida bendición, prometiendo el reposo de la sombra. Monteros y el soldado, con los ojos llenos de angustia, miraron una cosa que brillaba entre ambos; era el reflejo de las chapas del tambor de Eusebio.

¿Lanzaría dócil á otras manos, sus augustos silencios, sus redobles de guerra, sus dianas de victoria?

—Hiérelo! —murmuraron los labios del capitán espirante. Y aun pudo el soldado hendirlo con su bayoneta y dejarlo inútil, mientras avanzaban por el terreno las tropas del bosque.

La máscara

Aparto el libro. Desde la mesa de trabajo contemplo, entre el humo del cigarro, una estatuita de Minerva.

El casco de bronce cubre su helénica cabeza varonil, y su recio pelo de bronce se escurre por el casco sobre sus hombros admirables. Con una mano embraza el escudo, y con la otra sostiene una Victoria que ofrece un gajo de laurel. En el pedestal, un bajo-relieve evoca las Panateneas, con sus teorías de ancianos y de vírgenes, sus ofrendas, sus misterios y sus símbolos.

Sobre su rostro han puesto un antifaz de Carnaval, y así veo sus ojos á través de los ojos de terciopelo negro.

Canta el bronce:

— Salí con mis armas de la cabeza de Júpiter, al golpe del hacha de Vulcano. Fuí griega de corazón, y en Atenas me hice diosa. Amé á sus labradores, les dí castas mujeres y bendije el surco con el germen del olivo. Enseñé á sus navegantes á tender la vela al viento, y al viento á respetar sus naves. De sus doncellas tomé los dedos y les dí el rítmico impulso elaborante de las túnicas que caen como armonía de líneas, sobre el nativo encanto de los cuerpos. Fuí huésped de pórticos y templos, de plazas y palacios, y no hay bajo-relieve, ni capitel, ni estatua, donde mis dedos no hayan suavizado un rasgo, inspirado la ley de la perenne gracia. Los filósofos me amaron, pues se irguió en mi casco la celeste Esfinge, y fuí la sabiduría; y dije en el estadio á los corceles, voláis al correr, como el divino pensamiento cuando crea. Fuí inmaculada virgen y guerrera varonil. Los dardos de Amor cayeron sin impulso bajo la frialdad de mis ojos, y con la Sicilia aplasté al gigante, asegurando el imperio de los dioses.

Y un día, sobre los bosques de estatuas, en la ciudad de la fuerte y elegante sencillez, de la justa armonía, de la gloriosa gracia, asomando por el Partenón, dominé hasta el mar, por manera que decía el navegante: — «Miradla con su casco y con su lanza. Es de oro y alabastro, y en sus pétreos ojos hay raras brillanteces; se iergue con la majestuosa serenidad de las vírgenes, y preside la vida de esta tierra que sonríe como un pámpano nuevo. ¡Salve, maestra, yo te saludo!»

Enmudeció el bronce y dijo la careta: — Soy de terciopelo negro como la noche y alegre como la alegría. Traigo reminiscencias de otros países y de mujeres que han muerto dejando por memoria algo como un perfume. Yo digo los transportes del amor, las embriagueces de la fiesta; soy una noctámbula luminosa. Cubría la faz de Romeo, cuando besó por primera vez la mano de Julieta; pero he cubierto ¡cuántas veces! la lívida faz del amor sacrílego.

Los poetas vibran con mi fiebre, y en sus retinas, á través de mis ojos huecos, refléjase un mundo de colores. Soy la buena alegría; pero ¡ah! también el crimen. Soy la felicidad; pero cuántos van pálidos de dolor bajo mi sombra!

Dí á los que amas, dí á los que odias, y á los que lloran y á los que ríen: hela aquí, con su frente impasible, con su barba negra, con sus ojos sin pupilas ¿quién ha dejado de llevarla?

Oí los apostrofes y callé. Hablaban un idioma distinto y se confundían en un abrazo.

Amo las fiestas, que alumbran visiones, que ponen el alma triste, al desvanecerse como sombras chinescas.

Y la estatua con la voz del bronce, clamaba:

— Oh! las frívolas torpezas de un mundo de trapo!

Me levanté entre la nube de humo, cerré el libro que no había concluido de leer, y puse la mano sobre el casco de Minerva.

— Sal del trono de esa cabeza, que el contraste es irrisorio. Ven, he de colgarte al pie del cuadro de la Bacante: ¡ella sentirá alegría! Esfumada en la media luz, enardece la imaginación que desea adivinarla.

Está derribada y desnuda, con su pandereta de cascabeles y su copa vacía. La rodean bosques de laureles y mirtos, frescos como los céfiros que la diosa Cipria sacó de las ondas del Hisus. La cantan núbiles bardos, que llevan en los ojos luz de los aires transparentes, y en las venas fuegos de potente amor; la temen los jóvenes atletas, que á la sombra de los plátanos animan con la esperanza de sus músculos, las estatuas coronadas del gimnasio. Oh! ved su torso erectil, su sonrisa que en golpe de luz voluptuosa nace de sus labios y baña su rostro; su lecho acariciante de piel de tigre; su cabellera regocijada por los pámpanos ¿Qué fuera á su ruego, el orgullo de Agamenón, el ardimiento de Aquiles, la sabiduría de Néstor?....

Sentí una voz irónica: era la careta que decía:

— Oh! mi amado y fiel amante de siempre. Déjame aquí ó llévame allá, yo sólo pienso en tí, vivo sin cesar por tí, y otra máscara, menos alegre que yo, se regocijaría sobre tu rostro.

Bajé la mano en silencio, y dejé al antifaz triunfante sobre la estatua. Su mirada sin expresión era terrible en la inmovilidad de un pensamiento no descifrado ni entendido por humana inteligencia.

Quise volver á la lectura. Abrí de nuevo el libro de examen, repleto de teorías luminosas, según muchos, para cubrir vastos horizontes.

Las ideas, como traslúcidas y vibrantes, se embebían en mí espíritu, pero restregábame sin cesar los ojos, como si los cubriera una leve sombra proyectada por la máscara.

Y de los cuadros, de los libros, de los papeles y de la estatua inmóvil, emanaba en el silencio profundo de la noche, no sé que inmensa, abrumadora melancolía!...

Bécquer

Yo he asistido á una evocación que se hizo en mi espíritu casi carne y alma, en una antigua posesión jesuítica.

Acabábamos de cruzar la única nave de la iglesia para ver su atrio. Los viejos ladrillos agrietados, se erizaban de musgos, dentro de un parapeto en semi-círculo. A veinte metros, una ranchería ruinosa, vivienda de antiguos esclavos, envejecía á la sombra de algarrobos seculares. Nos detuvimos al pie del templo. Los techos de teja remedaban calados góticos de firme y burdo dibujo, en el aire sutilizado de la tarde.

Las ojivas con láminas de cera, cubiertas del polvo empedernido de los años; las torres unidas por anguloso puente descascarado; los esquilones sin lengua, rotos y verdeantes, acrecían la soledad desamparada del paisaje. Desde el atrio se veía el valle, cerrado por sierras de violento perfil al oeste, y al este empenachadas de fraguas de oro, con humos, chispas y rayos que se perdían en las sombras arboladas de las bases. El espíritu, angustiado por la tristeza llena de pensamientos que exhalaba el templo meditabundo, quería fundirse como una nube en la sublime serenidad del ambiente.

Una acequia de diáfano raudal, con voz acariciadora, corría serpeante, y como voz de la tarde evocaba el Angelus de los antiguos indígenas.

Nos deslizamos después al cementerio, que tenía uno de sus lados en la pared del templo.

Dos ángeles de tosca madera presidían la vegetación espontánea del recinto, y varias tumbas, como cilindros truncos, asomaban á flor de tierra.

El aire parecía inmovilizado en el misterio del silencio, y la paz descendía del color del cielo, resbalando sobre los árboles que asomaban por las tapias.

Las cruces herrumbrosas imploraban con la voz de la piedad á los hombres de fé, y á las poetas con la voz del misterio. Todas aquellas cosas pensativas, hablaban de un secreto no revelado, clamando por espíritu para vivir y ritmos para volar... ¿Quiénes eran aquellos que yacían allá en el polvo, sin un epitafio, sin un recuerdo de sus vidas, viviendo tan en la muerte?

Alcé los ojos al templo, y todo se armonizaba en una frase de tristeza misteriosa; las cruces, los ángeles, las piedras, eran versos de la leyenda ignorada. Y una imagen de alta frente hecha para anidar fantasmas brillantes, de ojos meridionales, poblados de ensueños, con la boca plegada en un gesto de amargura, y el pelo negro y el rostro pálido, pasó delante de mi, como diciendo:

—Yo tengo la palabra del conjuro.

Oh! visionario enfermo, desconocido cuando amabas y sufrías, glorioso cuando dormías á la sombra de la cruz, inmenso por los gérmenes del mundo que te llevaste. Por tí las hojas del otoño dicen un diálogo que llora; por tí las fuentes tienen en sus entrañas ojos verdes; por tí los claros del bosque forjan fantásticas mujeres en las noches de luna; y no hay hiedra que no te nombre, y no hay ruina que no te evoque, á tí que supiste alegrarlas como un pájaro.

Así dije —y sentí placer al recordar esta estrofa:


«¿Quién, en fin, al otro día,
Cuando el sol vuelva á brillar,
De que pasé por el mundo
¿Quién se acordará?»

El último canto

Se sintió Frank mejor, y tomó la caja en que dormía su violin crispado de frío. Desde la bohardilla se veía á través de un cristal sucio, un pedazo de luna gualdosa, contándole á una nube las monotonías y tristezas de su viaje.

El violinista Frank, con ademán cómico, le hizo un saludo:

—Hasta luego, señora!

Se detuvo fatigado al pie de la escalera, y se abrochó el gabán, silbando un lindo vals de moda en otro tiempo. Los faroles le alumbraron luego, bajo los árboles desnudos de la calle.

Un fuerte aguacero había concluido con las lloviznas de una semana. El pavimento en las suaves ondulaciones de la madera, lucía como espejo, y adquiría á la distancia, en la zona de los focos eléctricos, refulgencias platíneas y doradas para desvanecerse bajo los ojos en el gris negro lavado. Los coches reflejaban sobre él, capotas, ruedas, caballos; con sombras y líneas que una mano invisible parecía construir, romper y arrebatar, sobre el lienzo de una linterna mágica.

Frank sintió subir del fondo del alma, la marea de muchas cosas fugitivas como esas imágenes. En el deslumbramiento vago de emociones no precisas, se fijaron después; y el antiguo vigor, las empresas olvidadas, sus visiones de gloria, resurgieron como despertando de un sueño.

Aspiró el enfermo con voluptuosa delicia el olor de lluvia del ambiente, que tenía mucho de la salud del cielo, y la esperanza descendió á su tristeza con suave encanto. Su andar se hizo más ligero, y con placer acariciaron sus ojos, los paisajes de las vidrieras.

Se detuvo entre dos plátanos. Una criatura tocaba su acordeón en el ambiente de hielo, y la pieza alegre exhalaba un suspiro de dolor. Era el extraño acorde de una risa y un martirio.

— Véte á casa —dijo Frank, y volcó el bolsillo.

— Sea siempre feliz — contestó el niño, con voz enternecida, alzando al piadoso sus cuencas de ciego.

El voto, en vez de regocijar á Frank, le sonó como una ironía. El aire del acordeón se mezcló con el acento del mendigo para aventar sus imágenes alegres. Y el recuerdo de una vida inmensa por sus sensaciones, débil por sus obras, volvió á abrumarle como siempre, con un clamor desesperante. Quería dejar sus vibraciones en notas de perenne frescura. Le extremecía de inquietud ser una sombra barrida bajo los plátanos, pasajera entre el tumulto de las cosas que tanto amaba.

— Ah! — pensó — sólo los ciegos, pueden llamarme feliz.

Un coupé estuvo á punto de rozarle al doblar de una esquina. La luz de los focos agujereó los cristales del coche con explosión de asalto.

— Salud, ambientes adorables.

No tuvo casi tiempo de pensarlo. Arrebujada en un manto verde nilo, una mujer pálida, melancólicamente absorta, había brillado y desaparecido, como arrastrada por una sombra avarienta. Era el roce, de una vez en la vida, de dos tristezas enfermas que no volverían á encontrarse.

Frank alzó los ojos al cielo, instintivo movimiento de los soñadores que sufren. La luna, libre del matiz amarillo, tenía en su palidez la emoción de una despedida muda.

El artista sintió la angustia de un presentimiento, y oprimió el violín donde aun dormía una esperanza de gloria. Cruzó entre parejas al parecer felices; entre jóvenes que iban, con el nervioso apresurado andar de los que gozan los segundos; entre fumadores enamorados en su paso grave del reposo que bajaba del cielo. De vez en cuando una puerta se abría, y en atmósfera de humo luminoso, se escuchaba el sonar de los billares; el rumor de las charlas, risas, gritos; y de todo ese movimiento nocturno en que tanto viviera se desprendía una emoción que, en angustioso símbolo, le ligaba á las nubes que huían sobre los techos inmóviles.

Dos horas más tarde, se sentaba por segunda vez frente á su atril, en el teatro.

— Siente —dijo al compañero. Tomó éste su mano, asombrado por el brillo de sus ojos.

— ¡Arde!

— La última fiebre —murmuró Frank con voz casi apagada.

Era fiesta de triunfo: el silencio con el alma de una tempestad se cernía sobre la voz de Fausto; «la Eva alemana que parece pintada por Lúcas Cranach» abría su espíritu al gentil caballero... Hay fuegos tan intensos que emblanquecen los rojos metales; hay angustias que ponen sonrisas en los labios. Frank sonrió deslizando el areo por las cuerdas.

Un soplo de amor supremo bañó su frente, y toda la trisleza de su vida vibró en un rapto de inspirado.

¡Cómo sonaba su violín! ¿No era él el creador glorioso de aquella música? ¿No la había concebido en él desgarramiento de un ser, que amaba con frenesí todo lo digno de ser amado? ¿No la derramaba sobre Fausto y Margarita con su encanto, pero también con el dolor, que arranca al soplo de la juventud del hombre, la eterna juventud del arte?

Un trueno de aplausos llenó la sala.

— ¿Me has oído? — dijo Frank.

— ¿Qué? — le respondieron con asombro. Pasóse la mano por los ojos que abría inmensos como interrogándose á sí mismo: —Nada contestó — pero no puedo más. Y su voz tenía la tristeza del último ensueño. Colocó el arco sobre la música y la luz del atril cayó sobre el violín, viva y muda. Frank abandonó su sitio, clavando en la sala una intensa mirada de amor. Deseaba llevarse los estuches de los palcos, los grupos gloriosos del plafón, las mujeres, las telas coloreadas, las luces: todo aquel ambiente de suave invernáculo, que había tenido para él los encantos de una segunda naturaleza. La función sigue su curso. El público aplaude siempre con entusiasmo: ¡buena noche aquella para el arte!

Ya Margarita en las angustias del crimen, ha sentido la oración congelada en sus labios, y maldecida por Valentín, y desamparada en el mundo, ha vuelto los ojos al cielo que la espera redimida en el jardín de los ángeles. Venid á oir los últimos cantos, desde el camarín lúgubre, donde Frank, sin volver de un síncope, muere.

Telones viejos, que cuelgan de las sucias paredes, dan la sensación del hastío, en atmósfera infecta de gas escapado y humedad subterránea. Las bailarinas con sus faldas de tules y sus batas de calle; Mefistófeles con su pluma de gallo aún y su traje negro y rojo; el enjambre de coristas á medio vestir; todos comentan el caso con aspavientos y extrañas actitudes, que les hacen parecer locos que cuentan alguna visión á las luces del pasillo.

— Se ha ido haciendo un servicio — dice un hombrecillo que toca el contrabajo. Y lo dice, con el acento de quien pronuncia una oración fúnebre, porque Frank deja á un amigo en su puesto de orquesta.

Condujeron el cadáver por la escena iluminada, frente á la sala sumergida en penumbra agonizante. Repercutían los golpes de un martillo, como en un inmenso ataúd, y varios empleados engomaban carteles, que anunciaban para el siguiente día, como todos los días:


Hoy segunda de Fausto.

Página íntima

—¿No vas á enterrar al padre Eusebio? se me dijo esta mañana. Yo no sabía que en la tarde anterior había muerto, y me puse en camino.

El colegio y la casa de los buenos sacerdotes queda en un barrio lejano, frente á una capilla sombreada por añosos paraisos. Árboles queridos, porque en sus ramas se agitaban, há doce años, murmurios acariciadores cuando nuestras almas conocían más del cielo que de la tierra. En esa capilla hicimos con mi hermano Santiago la primera comunión. Por eso viven aquí dentro, las luces del color de sus cristales, con la memoria de días perfumados en la paz del claustro.

Y hoy he vuelto, con el alma enferma, á ver sus árboles y muros, en compañía de mi padre encanecido por los años y las amarguras, sin el otro compañero que nos dejó para siempre. ¡Cuan lejana aquella mañana de sol, en que sentíamos florecer la primavera mística, santificada por enternecimientos benditos! Cuando entré á la portería, donde con el otro niño mirábamos con asombro las telas de los monjes penitentes; cuando pasé á la sala donde yacía el cadáver del noble sacerdote; entre todas aquellas cosas que murmuraban frases antiguas, creí ver al muerto fuera del ataúd, rezando en su breviario, con el aire de un abuelo ungido por el Señor.

Salí después á contemplar el patio. La casa ha sufrido reformas, pero siempre tiene la parra, y el comedor antiguo con sus ventanas y rejillas. La puerta verde, que llevaba á las aulas del colegio, ha desaparecido. Los gorriones pían en los árboles como antes, y son otros. No se siente por sobre la pared la algazara del recreo; no se oye la voz del maestro gritando: — á clase, es la hora. Ah! la blusa azul, tan fea y tan hermosa, tan pobre y tan rica, me mira con tristeza, desteñida por los años...

Un rostro de pómulos salientes, una barba selvática contrastando con una calva brillante, el cuerpo cubierto por una semi-sotana lustrosa... es él, quién puede ser sino el hermano Antonio. Y el buen Antonio que no ha envejecido, aquel que con tanto orgullo nos servía su dulce de ciruelas pergaminosas, pasa sin conocerme. Yo quisiera preguntarle por los viejos pantalones de cuadros, que salían rabiando bajo su túnica, y que ya no lleva. ¿Qué los ha hecho? No han podido desaparecer tan pronto; tenían el carácter de un bien inmueble. Pero no le detengo, y no le hablo porque oigo ya una primera pregunta:

— ¿Y su hermano no ha venido?

Se oyen los versículos cantados; los clérigos con velas encendidas conducen el ataúd á la capilla.

Hé ahí el cadáver del buen pastor. Antes de morir, oró por sus culpas, pensó en los pobres y pidió le enterrasen en la tierra para no ser gravoso á su compañía. Cincuenta años de noble ministerio, civilizando entre peligros, consolando entre lágrimas; y un entierro de cinco personas, unas flores llevadas de nuestra quinta, un hoyo en el suelo... Ah! pero más allá de la sombra, la sonrisa seráfica, que se abre como una flor inmortal.

La capilla está llena de hermanas de caridad, hermanas en San Vicente, del santo viejo. Es un mar de tocas blancas, que forman una calle de gloria al muerto que pasa. Las lágrimas son para los dolores, dirán ellas, no para estas alegrías de la muerte, que solo piden á los que quedan una oración fervorosa.

Las velas del altar, alumbrando al divino Jesús que nos bendijo hace doce años, tienen moños negros, en vez de los blancos de aquel día, ¿Son un símbolo? Quizá: ¡tantas cosas han muerto en el alma pecadora, aunque brille todavía su fé como la cera!

El sol se filtra por los vidrios á través de sus figuras pintadas. El órgano gime en el coro y llena la nave un canto melancólico. El oficio acaba, y embebido en las memorias, no puedo orar. El santo sacrificio empieza. Van á cantar el oráculo de David, las predicciones de la Sibila. Veo á un clérigo cuyo nombre no recuerdo, y quisiera recordar, ponerse los lentes, buscar nervioso en un libro, hacer una señal al del armoniun... ¿Habrá perdido su voz de trueno? Tiemblan los cristales, y dos chicos asombrados buscan con los ojos al cantor. ¡Todo cómo antes! Todo sí, menos nosotros... Paz, Señor, á los muertos que te confesaron.

Una velada

Varios objetos de importancia componen el ajuar del salón de la fonda. Sobre la pared blanca con su cal nueva, un retrato de Zumalacárregui, luce boina azul, símbolo de la nacionalidad del mesonero. En un ángulo, con el teclado para adentro, un piano Pleyel, muestra rota su tela, y por entre ella surgen dos travesanos como internos huesos grises. Al frente se ve un retablo en forma de gruta con su Ángel Custodio arriba, y en el hueco, al Niño-Dios, la Virgen, y un trozo de buey al lado de un San José ciego.

Poned una mesa de pino sobre la alfombra desteñida, y entre dos puertas y sus cortinas de crochet blanco, una lámpara colgante, y he ahí el escenario.

El médico del pueblo diserta por lo largo aquella noche. Las nuevas de la ciudad han sido terribles; la fiebre amarilla está en su apogeo. Y la voz del conferenciante hace desfilar las pestes todas, desde la negra hasta el cólera. — Vengamos á cuentas — exclama un viejo octogenario:— Qué nos importa de lo antiguo, y ni aun que el cólera ande merodeando en los alrededores de Genova? ¿La peste de Buenos Aires puede ó no asolar el campo?

El médico se repantigó en su asiento. Todos clavaron en él la vista, pero don Juan Benítez, malogrando otra nueva conferencia, exclamó al punto:

— No sale de las costas; es científico. Ni aquí, ni aun en Flores habrá un solo caso.

Se sintió en la rueda respiro de feliz holgura, y un fraile franciscano sonrió melancólicamente. Su actitud atrajo la atención.

— ¿Marcháis siempre, padre?

— Mañana mismo.

— Pues es valor!

— Es voluntad de Dios.

Lo dijo con suave acento, aquel que parecía arrancado de un lienzo de Ribera. Su alta figura, coronada por rostro de líneas angulosas, vivía en el sayal como en cota de combate. En las pompas funerales de Carlos V, modulando un responsorio, hubiérase destacado como el símbolo estético de una raza. Cuando callaba, envuelto en la capucha, desprendíase de su inmóvil actitud la paz y la tristeza de los antiguos conventos. La caridad dulcificaba su voz; la contradicción la hacía tronar; la fé le daba tonos para plantar en los corazones raíces de fuego del árbol divino. Era así, suave y terrible; jovial á veces, pero hasta entonces imponía, porque la risa era como una profanación de su rostro...

Al oirle invocar á Dios, exclamó gangosamente el médico:

— Padre; ¿qué remedio dá ese señor para que no mueran en una ciudad cientos de honradas personas?

— Aprended á hablar claro y después oiré con placer blasfemias...

El otro iba á contestar cuando un nuevo interlocutor se añadió al grupo. Con el pellejo sobre los huesos, los ojos hundidos bajo fuertes cejas, debía, dentro del marco de la puerta, parecerse á Lázaro resucitado.

— ¿Hablabais?

— De las pestes.

— Charla de actualidad — añadió Benítez.

— Vaya un gozo... Él no deseaba sino imágenes alegres, muy alegres. Le veían los campos bajo el sol, bebiéndose los colores de las mieses, absorbiéndose la savia de los árboles sintiendo como que la luz se le filtraba en las venas para rejuvenecer con cariño su sangre. Y olvidado de la ciudad desolada; de nuevo en la vida, después de cruzar la muerte, derramaba una onda de ternura sobre todo aquello que en delicioso abandono respiraba salud, paz y alegría. — ¿Cómo va eso? —preguntóle alguien.

El convaleciente respondió la verdad: — muy bien— y no debió decirlo. La gente quería emborracharse con emociones tan lúgubres como temidas. ¿Quién no ha presenciado alguna vez ese fenómeno?

— Si estáis tan mejor, contad algo.

Era la súplica de siempre, y aquella vez se decidió.

Empezó por describir el aspecto de la ciudad con voz tan perezosa, que se antojaba que las palabras temían formular sus pensamientos. Pero le fué animando la evocación de los pánicos, horrores y miserias; y los circunstantes empezaron á sentir esos escalofríos que rozan con alfileres la epidermis.

— ¿Queréis saber cuándo me enfermé? Oid; fué para mí como el último acto de una tragedia en que el horror se movía con todas sus potentes vibraciones.

— Señor —me dijeron— en esa casa debe haber algo. Y señalaban una de la otra acera.

Averigüé que la fiebre había barrido á todos sus habitantes, y que un vecino aseguraba oir á veces una voz que ponía los pelos de punta. Creí que la imaginación del pueblo excitada por el pánico creaba aquello, y entré al conventillo sin hacer caso. Concluí con los enfermos, y como á las once salí á la calle. Me paré bajo el cielo tachonado de estrellas á respirar el aire, que fuera de los cuartos parecía de oxígeno puro. Los faroles tendían sus luces tristes en la calle solitaria. Desvié los ojos, y vi la casa de enfrente con algo de misterioso en su apariencia. Que tiene, pensé, la tristeza de las cosas abandonadas, pensativas en la desolación, es indudable... Después me he analizado. En tiempo de preocupaciones yo no debiera fumar jamás. El veneno del humo me excita de tal modo que cualquier desagradable sensación crece en mí desmesurada. Estaba aquella noche, intoxicado y sentía la ágil y vibrante inquietud de los insomnios. Al salir á la calle, el cuento de la voz extraña me asaltó repentino, y repentino se disipó. Un instante después, la casa me parecía misteriosa, y la voz extraña volvía á enredarse en mi pensamiento. Voz sobrenatural no es, pensé, no puede ser; pero quizá sea la de un enfermo. Lo que antes, rodeado de gentes, llamaba cuento, ahora me parecía verdad indiscutible. No entrar era huir del deber, rendirse á vagos temores, cobardía: luego el mandato se imponía férreo: crúce la calle y empujé la puerta.

Patio grande, cuadrado; piso verdinoso, de ladrillo; un farol á la derecha, que después he pensado hacía noches y días que alumbraba; á la izquierda puertas y habitaciones; al frente abertura de pasadizo. Miré todo de un golpe y me dirigí á la sala. Busqué los fósforos en el umbral, y entonces se produjo en mí algo raro. Las estrellas parecían tener los ojos fijos sobre la casa, como si fuese lo único digno de mirarse en la tierra. La llama del farol me pareció con un espíritu regocijado al verme, como si tuviera miedo de alumbrar la soledad del patio.

Entré á tientas y encendí luz. El crujido de un mueble repercutió en mi cerebro, dí un salto y me ví en un espejo, con sonrisa forzada. Pues señor, pensé, ¡vaya un valiente! y determiné que era estupidez sentirse intranquilo.

Dos viejos grabados ingleses me atrajeron. Uno de ellos representaba un joven que, con infinita tristeza miraba desde un buque alejarse las costas en la bruma. Allá adentro sentí una voz — ¿lindas cosas, eh? decía, ¿no sigues? — Comprendí su tono de burla, sonreí y penetré á un dormitorio.

Las cómodas abiertas se me antojaban robadas; la cama con un colchón de través, no tenía colcha ni almohadones; en el tocador se veían frascos de remedios.

Recorrí tres cuartos en el mismo desorden. El soplo de la muerte, después de helar la vida de los habitantes, parecía aun estar allí helando en el terror las cosas.

Es imposible, me dije, que no haya nadie, y dí dos palmadas que repercutieron sonoras. Esperé un instante; silencio absoluto. Digo mal, sentí un golpe seco, isócrono, en la pieza vecina.

Un reloj antemural, solemne y triste, asombraba con el rumor de vida de su péndulo. ¿Las horas de quién ó de qué ritmaba? Me puse á mirarlo como si fuera á decir un secreto, y su tic-tac, que crecía inmenso en el silencio, aumentó mi sobresalto. ¡Ah! no sabéis la impresión extraña que sentí. Son cosas inenarrables y no encuentro formas. Pero el reloj sentía también algo, que no podía expresar; sonaba en la casa triste como quien canta con miedo; y al verse en presencia de otro pusilámine, redoblaba su canto. No hay duda, nos asustábamos mútuamente.

Sé que entre vosotros hay quien me conoce, y he de hablar con franqueza. Yo que sin pestañar afronté la muerte tantas veces, pasé al otro cuarto con miedo. Busqué, con presteza, lumbre, porque mis ojos poblaban la sombra de círculos inquietos y chispeantes. Y al encender el gas, el pico silbó con brío una canción endiablada, que hirió mi espíritu con voces angustiosas, concertando un macabro dúo con el péndulo. Tendí la mano para aquietar la luz, pero me quedé con ella suspensa, sin tocar la llave. Algo se agitaba en el otro cuarto. Yo sentía ya una fiebre parecida á la que he sentido en noches de intenso trabajo intelectual. Ella que dilata los horizontes de la percepción; que une repentina las más extrañas ideas y agolpa los más lejanos recuerdos; hacía pasar ante mí, como sobre una página blanca, reminiscencias absurdas de cuentos fantásticos.

El ruido seguía acompasado ó brusco. «Entra, entra» silbaba el gas con sus gemidos chillones; «adelante, adelante» decía el reloj con la grave voz de su péndulo. Quise retroceder, pero avergonzado, con movimiento de suicida que dispara el arma, torcí el picaporte y quedé como de hielo al recibir un soplo de olor de muerto. Bien lo conocía; no podía equivocarme. El ruido misterioso caminaba, y retrocedí en círculo. Pisé una cosa blanda: ¡era quizá una mano! Logré luz, y al resplandor del fósforo vi un muchacho en la más terrible danza. Sobre un catre había una mujer muerta, y tendido en el suelo el cadáver de un hombre. Los vaivenes del muchacho semi-cubierto por una camisa, eran bruscos ó suaves, y los ejecutaba en profundo silencio, al par que fosforecían sus ojos con expresión suprahumana. La cerilla me quemó de pronto, di un salto y eché á correr con un terror que hace de gelatina los huesos. Al venir del día, sorprendieron mis criados al niño danzando siempre, y más espantoso aún, visto á la luz del alba.

Yo no me levanté ya, y el contagio me tuvo al borde del sepulcro. Cuántas veces en el delirio de la fiebre se me apareció la figura aquella. En algunos instantes mi temor se disolvía en compasión ante sus ojos de supremo martirio. Pero casi siempre acrecía mis congojas, en la agitación de un baile que al son de un pico de gas y de un reloj contrastaba terriblemente con la quietud de los muertos. Y era implacable el gas en su canto, y había una eternidad de angustia en cada vaivén del péndulo que cortaba con su tictac el tiempo infinito. ¿Qué era aquel muchacho? ¿Era la fatalidad, la locura, el espanto? ¿Era un símbolo de la ciudad de luto, que evoca la consternación de las antiguas, malditas de Dios y de los ángeles?... Qué sé yo! Pero las estrellas, no lo dudéis, señores, miraban sí, desde la paz del cielo, con estremecimientos pálidos, la casa trágica. ¿A qué me hacéis recordar estas cosas?

Los que miraban, podían pensar en tanto: ¿no es éste también un loco? Sus ojos extraviados, encendidos, parecían ver sobre la mesa la visión; y su ademán descompuesto contrastaba con la figura del fraile, envuelto en nimbo de celeste serenidad. El silencio se hizo tan profundo que creyérase auscultar el aleteo interno de cada espíritu. De pronto el rostro del fraile se animó. — Ah! se dijo, tienen miedo, y la palabra se agitó en sus labios, para decir las glorias de la caridad que hermosea, del dolor que purifica, de la fé que triunfa de la muerte. Quería que todos recogiesen, el noble manto caído, al convaleciente, y corriesen á la ciudad por el amor de Dios y de los hombres. Y se irguió en la penumbra como un airado profeta; pero se arrepintió: — «¿ á qué declamar? ¿á qué? y volvió con calma á su silla. Le miraron todos con asombro, y le oyeron exclamar con voz grave:

— ¿Queréis que yó cuente algo?

Y fué estallido en coro el ¡nó! rotundo que formularon labios y ademanes.

— No está la cosa para cuentos, padre —exclamó Benítez— que acabe mejor ésto; tocad algo de ese buen repertorio.

El fraile sonrió camino del piano, en aquella forma que profanaba su rostro; y de repente, con un estremecimiento, sonaron modulaciones del oficios de difuntos... «Verba mea auribus percipe Domine intellige clamorem meum»... Soberbia voz de bajo lanzó la primera nota y, en vez de ruegos, parecieron estallar las cóleras del Dies Irae.

— Diablo de voz de fraile! — exclamó el octogenario, pegándose al brazo del médico del pueblo. ¿Será menester agregar que nadie se quedó en la sala?

En la galería se sintieron los pasos, como de una conjuración de ópera, perseguida por el salmo fúnebre.

El monje cerró el piano y se detuvo, antes de salir, junto á la gruta del Nacimiento. Allí hizo una reverencia, frotándose las manos, y exclamó con gozo: — ¿Qué tal? — Y la pregunta iba dirigida al niño Jesús, con el acento con que pudiera hacerla á un buen camarada que hubiese estado en la broma.

Arturo Trailles

Boceto

Desde el islote del lago, arborecido por un seto de palmeras, divisábase la inmensa mata de vegetación, que de los altos bordes parecía despeñarse sobre las hondas aguas.

El verde oscuro de magnolias y eucaliptus, alternaba con el claro y risueño de otras plantas y otros árboles. Así espesaban el aire aquí y le sutilizaban allá; y á una nube bogadora se la creía ya cerca del verde oscuro, como alejándose serena del verde claro.

Arturo Trailles, con la agilidad que infunde el baño, después de la noche, con el placer del cuerpo que se siente dueño de sí mismo, observaba esos efectos, distraido y alegre.

Encendió un cigarrillo; desvió los ojos y se entretuvo en agradables vagabundeos... La columna de agua de la gruta, lanzada con ímpetu, cayó con estruendo sobre las rocas.... Estrofas del Enoch Arden salieron de unos labios á confundirse con los insectos, que iban y venían entre las palmeras. Las plantas acuáticas, como para escuchar, erguían sus fibrosas conchas sobre los flexibles pedúnculos; los seibos se inclinaban con cierto pesar silencioso, esmaltados por sus flores de sangre.

Interrumpiendo la recitación, se preguntó Arturo: — ¿porqué digo estrofas de Tennyson? ¿Hay por ventura olas que evoquen el navío náufrago?

Entre las emanaciones del agua de la gruta, cruzaron reminiscencias de unas páginas de Taine. Así, Arturo, en vez de evocar al poeta, por el recuerdo de los parques que el maestro francés describe, le evocaba, al parecer, espontáneamente, como si una fuerza antigua no le hubiera puesto en su alma, fundido con esas perspectivas. Y pensó: — Oh! poder que descubres las más sutiles y secretas relaciones: ¿porqué naciste también en mí, si habías de morir sin forma?

Pero estaba alegre: no quería reflexiones, y se puso á observar los bordes del lago. ¿Con qué podía aún embellecerle?

Las plantas de la pasión, en sus frutos colgantes de rubí, prometían la flor del símbolo con sus clavos y corona; las hiedras trepaban por un puente y se dejaban caer hasta tocar el agua, frente á sauces á un tiempo melancólicos y verdes, como las nostalgias de la juventud soñadora.

Entre vegetaciones enanas, surgían después bocetos de monstruos tallados en rústica piedra; petrificaciones de árboles rotos como heridos por el rayo; serpientes, á trechos ocultas, con escamas de conchas marinas. Aquí crecían cactus con macizas esponjas erizadas de garfios; sobre ellos, setos con floraciones azules de cielo claro; más allá espinillos, que hacían de las figuras sombras, al tamizarlas entre el humo de sus leves fibras.

El cristal movible atrajo los ojos de Arturo. Volvió, sin querer, á reflexionar en cosas que le incomodaban: ah! las ideas brillantes en el espíritu, pierden sus rasgos sutiles al enredarse en los puntos de la pluma. Y le metía en esa amargura del pesar, la visión de un pájaro volante, que en las entrañas del lago se hundía vertiginosa y se movía como palpable, esfumándose como sombra al tocar la superficie.

Dejó el borde y echó á andar por un camino. Las florecillas de los ligustros, exhalaban el resinoso, penetrante olor de su singular incienso, consumido al sol como en fuego.

A la derecha, despedía un invernáculo el vivo, blanco reflejo de su vidriera lechosa. Y entre verduras claras y grises, salpicadas á las veces, como con brillos de platina de mesa; las estatuas de mujeres mitológicas, llevaban racimos de uvas, flores recien abiertas, primicias del año, hacia un punto distante, lleno de robusta y perenne alegría... Desde un montículo se divisaba un llanito. La capa densa, polvorosa, de su primer término, hacía pensar en la playa de un mar luminoso que ciñese al jardín como á una isla.

Vio Arturo al pie de la verja un grupo de gente, y se dirigió á la calle. Alzó los ojos, y la alegría del color, estallante en la atmósfera como una risa de la luz, le inundó el alma de un anhelo de otro tiempo.

Cuando tras días en que el polvo asfixia bajo el cielo de fuego, y noches en que las estrellas parecen empañadas por el calor que sube, llueve; la naturaleza se lava, y surge fresca, rejuvenecida, casi retozona. Entonces el joven, en el transporte de su alma embebida en los colores, deseaba ser ave, volar de rama en rama y mirar como suyo el espacio.

Y al sentir ahora la sensación de entonces, derramósele por los sentidos savia penetrante, con una esperanza vaga, pero fuerte, de un bienestar inmediato que daba á los repiques de un templo vecino, las vibraciones de un canto de pascua.


* * *


Al pie de la reja, sonaba un aire del «Carnaval de Venecia.» La música salía del organito, débil en sus giros. Arturo percibió en el aire con adorables reminiscencias, un perfume de antiguas rosas.

El bohemio, de mirada estúpida y movimientos automáticos de hombre que envejece en lo mismo, salió de su apatía, pegando á la mona con un látigo. El animal hizo un gesto, y su pelleja se estremeció hasta los negros círculos de sus ojitos chispeantes, y el asqueroso color rosa de los pliegues de sus orejas. Vestido de rojo, tocado por una gorra azul desteñida, que constelaban cuentas sin brillo, se puso á danzar, barriendo con grasienta escoba, y había dolor en su mueca que provocaba regocijo.

Los muchachos acudían y en círculo le formaban escenario.

Cada salto, cada gesto, cada escorzo del cuerpo, arrancaba el aplauso de la infantil mosquetería.

Arturo cambió la escena, y vió á otra mona danzando frente al jardín sobre el mosaico de un patio. Él reía con otros niños, bajo los ojos de la abuela olvidada, con las risas de sus congojas. Y la antigua quinta paterna, con su frondosa vegetación, se alzó en su memoria animada y viviente.

Todo lo de ella fué barrido. Se trazaron líneas concebidas, el césped brotó reglamentado, invernáculos de persianas verdes se elevaron frente á bosquecillos geométricos, y el lago recién construido se animó con la hermosura del agua. Algunos árboles viejos, desde el último término, miraban como un triste orgullo á la flora inmigrante en tierra bien propia. La casa solariega, de severo continente cayó también bajo el pico, y se alzó el castillejo juvenil y gracioso. Los viejos de la familia habían precedido á los primitivos árboles, y los niños les siguieron. Pasaron por el nuevo hogar sin tener tiempo de amarlo, ¡Qué no diera Arturo por verlo ahora, con todos sus vericuetos, todas sus piedras, todos sus nidos, ante las memorias infantiles que preguntaban por sus cosas.

Un grito del bohemio le trajo á la escena; los muchachos le habían enardecido con aplausos, y la mona miraba al propietario como diciéndole: — yo también sufro. Buscó Arturo una moneda, cesó la danza, y el último acorde del engranaje, se escapó como un ¡ay! angustioso.

El aire del «Carnaval de Venecia» quedó en el espíritu de Trailles sonando á instantes como un rittornello melancólico.


* * *


Mecido por el recuerdo de esa música, volvió á pensar en la vieja quinta. Entre sus marañas había vibrado en él ese primer caos de un mundo ensoñador que ni sospecha la forma.

Cervantes y Shakespeare, leídos en el bosque, dilataron con luz su horizonte y empezaron á dar á todo un nuevo sentido. Sintió que amaba el espíritu de cosas nunca vistas, y que su fantasía se poblaba de anhelos irrealizables. Y había en eso la ventura de sentirse algo, con los impulsos de una alma que despierta. ¡Cómo imaginar que en tanto juego inocente, en tanta encantadora lectura, se anidaba el germen recóndito, capaz de envenenar por siempre su alegría?

Cuando, después de hombre, entró también en su alma la piqueta demoledora; cuando el análisis, con todas las angustias de la vida intelectual, le trazó nuevas líneas; ¡con qué cariño recordó el antiguo bosque, lleno como él entonces, de inconscientes savias, murmurios y aleteos!

A los veinte años tuvo un rapto de embriaguez que le alejó de sus estudios. Amó á las mujeres con frenesí, sin darse cuenta que las amaba porque eran una forma artística; y se entregó al mundo galante, olvidando que una vocación sin trabajo, degenera en una alma sin cuerpo.

Sintió con singular intensidad todas las fruslerías sociales, todos los devaneos juveniles, y el halagador ambiente que le rodeaba. Era uno de esos temperamentos en que un rayo de luz produce un poema, como en la cámara oscura pinta un paisaje. El acorde de un vals, un manto de baile, de mujer, una flor marchita, una flor nueva: cualquier cosa con un poco de color, de perfume, animábala vibrante con exquisito encanto.

Su existencia disipada, iba matando así al artista productor. Vivía feliz con su fortuna, durmiendo sobre el soplo espiritual de su charla. De pronto se derrumbó su casa, y se quedó solo en el mundo.

Ah! entonces ¡cómo la pena cegó lo que soñaba perenne fuente de alegría, y cómo ahondó en su naturaleza que pudo decir bajo su garra: —empiezo á saber! Exagerado en todo lo que sentía: en sus amores como en sus odios, en su críticas como en sus aplausos, en sus regocijos como en sus tedios, y siempre cediendo á los nervios que le envolvían y le dominaban, el dolor tuvo en él tierra fértil y le lanzó á un abismo de desolación angustiosa. De allí á un paso la misantropía. Varios amigos le sacaron de la cueva y le metieron en plena lucha política.

Aquello era un mundo soñado á través de ideales y derechos, envuelto en luz de moral hermosura; y la realidad fué tormento del poeta. No quería ni recordar sus aventuras electorales, en que hasta las formas de sus discursos populacheros le eran repugnantes. Inquietudes, pérdida de amigos, desilusiones, cosecha de insultos para varios años, todo eso vino á mezclarse á la amargura de sus días.

Los placeres no encontraron en su carne fuerte carne. Las mujeres duraban para él lo que el deseo; y eran al fin una realidad inferior también á sus concepciones voluptuosas. De las orgías acabó por sacar una repugnancia de sí mismo, tan invencible como fuerte.

Se entregó á leer con afán, recorriendo vastas heredades: volvió como el hijo pródigo á la casa abandonada. Todo era para él sustancia de impresión artística, desde el sano perfume de Teócrito, y los límpidos cielos de Horacio, hasta la voz estremecedora de Baudelaire y sus filtros angustiosos. Recorría así el arte, con penetrante y extraordinaria ductilidad, haciendo la delicia del que le escuchaba de vuelta de sus viajes. Pero había llegado el momento de comprender que era alguien y se debía al trabajo. Conversaba de un modo admirable y sentía la angustia de haber vivido los años como un frasco de perfume, evaporándose en el aire. Sus artículos, esparcidos en diarios y revistas, ¿no eran la promesa de un fuerte escritor? Y sus primeros versos ¿no anunciaban un poeta, nuevo en América por la índole de su inspiración?

Empezaron los análisis de su complicada naturaleza para reducir á formas sus sensaciones. Entonces el pesar con que recordó sus ensayos llenos de facilidad, hoy que empezaba por no dominar su lengua. Concebía un arte encantador y fuerte, pero sembrado de dificultades, en la madurez de un talento que era al propio tiempo el de un principiante.

Le desesperaba no escribir maravillosamente lo pensado, y sentía hasta no poder aprisionar en los cendales del verso los imposibles de su sensibilidad enfermiza: misteriosas palpitaciones, sugestivas vaguedades, enternecimientos sin causa, esfumados contornos, impenetrables esencias. Vivía encadenado á la tierra por el perfume, el calor, el sonido, infundiendo nueva vida á las cosas, como si las creara aun más bellas, en un viril rejuvenecimiento; y de sus dedos se escapaba todo, en el análisis y en la forma. Esto era un martirio en fuente de ocultos pesares. Y en la lucha que giraba entre el abatimiento extremo y el gozo repentino, cayó la melancolía sobre su espíritu, como un cariñoso velo hospitalario....

Así pasó ante sus ojos, una vez más, desordenadamente, lo que el creía todo un drama.

De pronto sonrió: dos ideas fúlgidas, le abrieron un horizonte y le alegraron. Ya le tenéis olvidado de todo, en un instante, para clavar su mente en una concepción. Apresuró el paso, camino de su estudio, y murmuró en voz baja: — para mi libro de sensaciones.


* * *


Sensaciones de una vida, libro en prosa y verso, que nunca llegaría á publicarse, era una serie de cuadros, de escenas, de pensamientos sueltos, que tenían allá, en el fondo, la unidad que al pronto no aparecía en el conjunto. Su autor, novel á pesar de sus cuarenta y cinco años, quería hasta no poner cerca ni palabras parecidas, con una idea de perfección imposible para los mismos maestros del idioma. A veces, leyendo una estrofa la oía con deleite, y después, en otro rato, la hallaba detestable. Y el libro, en fin, podía hacer pensar, á cualquier espíritu experto, en un escritor malogrado.

Abrió Arturo la ventana á la luz matinal, que puso sus pensamientos en cada volumen, en cada cacharro. El gabinete, con su lujo severo, presidido por un mármol de Diana, hablaba de los gustos de su dueño.

La mesa invitaba, y Arturo se sentó. Salieron de los cajones cuartillas limpias y otras plagadas de garabatos de tinta. Podía leerse en ellas, con el sentido de las estrofas, la nerviosidad de una mano que no obedece, el terrible trabajo de un giro, diez veces hecho, que busca elasticidad, fuerza ó gracia, y muere al fin estrangulado ó fugitivo.

— Veamos —exclamó— cuáles están más blancas.

Leyó las escritas y alzó los ojos. Un grupo de gitanos en una pandereta, reía de los bailes de un payaso. Los gitanos y el mismo payaso parecían reírse de sus versos.

— Ya veréis —dijo él, rompiendo las cuartillas.

Hoy es otro día ¿no es cierto?

La pregunta iba dirigida á un árabe, de manto azul y albornoz blanco, que oraba en actitud hierática y difícil. Era la imagen de la fé y la paciencia. — «He ahí el artista!» — pudo exclamar una voz misteriosa, como sonando desde el tiempo perdido.

Arturo alineó las cuartillas y cogió la pluma.

— ¿Se puede?

— Adelante.

— Señorito, un parte.

Era una esquela en verdad.

«Te esperamos á almorzar, gran oso. Rosa en la cama, hace quince días»

Pues señor, no hay versos. ¿Que tendrá esta muchacha?

Tres semanas antes, por un periódico, había sabido la vuelta de su tía, sin sospechar enfermos, lo que no atenuaba su poco gentil diligencia. Pidió el coche, y se puso á trabajar de nuevo sobre las dos ideas.


* * *


El soneto no pudo salir. El buen Domingo comprendió que su amo no estaba de bromas, y le ayudó á vestir en silencio.

El coche traspuso las verjas del parque. El castillejo, visto desde la calle, con sus torres esbeltas, parecía un altar de la mañana. El parque le rendía homenaje y una nube de algodón lo coronaba con incienso.

Las ruedas del coche removieron el colchón de polvo; la calle se llenó de una ola de tierra sofocante, que adquiría tonos de oro, en los hachazos de sol, que descargaban las hendiduras de los árboles. Levantó Arturo los cristales y cerró los ojos en el ambiente convertido en horno.

Cuando el coche retembló en la curva del camino real, abrió los vidrios, y huyendo de toda idea, respiró con delicia. A derecha é izquierda empezaron á desfilar casitas de las con patio y parra; elegantes construcciones reflejadas sobre el cielo con líneas de decoración de teatro; chalets de ladrillos rojos, secos como ingleses mal humorados; aristocráticos parques y plebeyas quintas; y el sol en las nubes blancas y en las rejas de colores sordos, en las aéreas torres y en los techos bajos, en las sandías y en las orquídeas, brillaba como un monarca glorioso, practicando doctrinas de Cristo.

Sobre el paisaje estival se puso á meditar Arturo. El verano era ahora su mejor tiempo; con la vida alegre que fermentaba, su espíritu se abría á los consuelos de la quimera. Como en ese mismo día, frente al lago, transportes no siempre con sentido, le hacían olvidar lo pasado, no pensar en lo porvenir, y pisar un instante pasajero, como si fuera de gozo definitivo. Necesitaba de la luz exuberante del cuadro, para moverse alegre. El calor le daba impulsos, alejando males del cuerpo que tanto influían en su espíritu. El invierno era una amenaza. Oh! si pudiera clavar sus jardines, inmóviles, frente al sol, en un perpetuo estío, altos sobre la tierra que pasaría allá abajo blanca de nieve!

En otros años veía con placer que las sombras de los árboles se hacían más leves en los lienzos de las veredas; que los verdes perdían vigor y el amarillo enfermo se les filtraba como un jugo. El otoño decía: —héme aquí.

Y el rocío evaporado tejía en las mañanas un velo luminoso á los jardines; y el azul en recortes límpidos á través de los juegos del ramaje, hacía pensar en espíritus amados de la paz seráfica. Los crepúsculos, inmensamente melancólicos, le rozaban con cierta dulce, voluptuosa ternura, como que el dolor era para él un cuento de libros.

El otoño significaba la vuelta á la ciudad. ¡Ya la veía como un paisaje deslumbrante de luz artificial, en que el abandono de la vida arrastrada entre fiestas, llegaba á la embriaguez del regocijo! En los clubs y en los teatros hallaría una nueva juventud suya, como si no fuese la misma del estío, y hubiese estado en esos ambientes esperándole guardada. ¡Con qué gozo vería la primera mujer abrigada con sus pieles de invierno! Era como una golondrina de las fiestas galantes y de las intimidades encantadoras en las penunbras de lámparas de ensueño.

Después, cuando el hastío empezaba á sentirse, los días se estiraban y Agosto traía alientos nuevos. Un domingo amanecía tibio, y el torrente de coches de Palermo, rozaba la procesión de las familias, cargadas de ramos de aromas. Oh! las flores amarillas, viviente galanura de los cercos! Ellas anunciaban los trajes claros, el advenimiento de la reina de Septiembre, el despertar de la tierra endurecida, en esa peregrinación hasta el cuarto de la obrera, que esperaría otro domingo de sol para renovarlas.

De los ojos de Arturo se desprendió, triste, una mirada llena de cariño, como si quisiera acariciar esas memorias. Entonces, —pensó:— todas las estaciones eran buenas, como que yo mismo las hacía con el sol; ahora, de ese invierno que despojará estos árboles y despoblará estas quintas, beberé... y evocó un cuadro ya sentido.

Cuando las luces se encienden sobre el oeste aun vibrante, con transparencias que dan la sensación de espíritus lúcidos en penosa agonía; cuando las agujas y veletas, animadas con violentos perfiles, hieren el acerado frío del aire; y entre las vidrieras luminosas, el bullicio del trabajo que termina y la marea de coches que vuelven del parque, se aspiran violetas en sus lechos de jacintos, como si fuera su perfume el aire espiritualizado del invierno: él ya no sentía la fiebre de la noche, que llega con sus fiestas, sino el intenso dolor de no dejar adherido algo suyo, con vida que le reviviese, á las cosas que quedan cuando el hombre pasa. Y comprendiendo que su huella iba, por fin, á ser como la estela que imprimía en el vidrio callejero que le reflejaba al pasar, sentía, cuando no tristezas, una rabia sorda contra la multitud brujuleante que le envolvía y arrastraba, ó envidia á los humildes laboriosos, esperados en hogares llenos de voces infantiles.


* * *


El coche había andado como su imaginación; estaba en la Avenida. Los plátanos sombreaban las veredas, echando frescura sobre el calor picante que vertían las piedras. Un momento después, descendía al pie de una escalinata de mármol.

Oyó á sus espaldas un murmurio, dos ó tres risas, y al dar vuelta, una sombrilla le llamaba:

— ¿A dónde, caballero?

Arturo oyó la voz de su tía. Respondió alegremente, pero ella le lanzó un: ¿qué es de tu vida? — que significaba: Rosa casi se ha muerto, y tú en la luna. — ¿Qué pasa?

— En fin, ya está bien; la operaron el lunes y hoy se levanta.

— Ya veo que es una nonada... No tuvo tiempo de añadir más; dos rumorosas risas estallaron en la glorieta. La vieja, como quien toca el resorte de una caja, gritó: ¡muchachas! y cinturas finas, bocas rojas, ojos rientes, salieron al jardín que las recibió con alegría.

— ¡Qué galante caballero!

— Oh! tiernísimo poeta.

— Oh! pariente cariñoso.

La explosión amenazaba no tener fin, cuando un nuevo personaje aquietó la tempestad.

Lo mejor de su indumentaria, —aun poniendo la caja en bandolera, el gorro, especie de pera, en la arborescencia del pelo, y el pantalón, adherido, como camisa mojada, á las piernas, —era su jaquet de terciopelo verde, con tres dedos de faldones.

— Vienes á tiempo —exclamó la tía— este hombre acaba de sacar al tigre (cosas de tu tío, que sigue con la manía de los caballos), y á éstas se les ha puesto retratarse; entrarás en el grupo.

Arturo, que se sentía más viejo entre aquella juventud, pensó en los grupos que tenía en su casa. Eran de paseos estivales, en los puntos de baños, bajo las ramas de cenadores, á orillas de un arroyo, al pie de sierras... Pensó en esas pruebas que no tienen la rigidez de personas que se retratan, sino el hálito de la vida risueña del instante. Se veía en ellas con su cara juvenil, con una copa en la mano, con una sonrisa en los labios... Ah! si se pudiera detener uno mismo, como el detalle en una placa. Pero el tiempo pone también en esos pedazos de vida que flotan sobre el olvido, un tinte de hojas de otoño por caer. Y cuan lastimosas resultan así, sonrisas estereotipadas hace veinte años!... Arturo, huyendo de sus ideas, prestó atención al fotógrafo.

— Pardon.

— ¿Cómo desea colocarnos?

— Pardon.... tengo que explicar. Madame haciendo bien un honor á mí y á mi arte, me dice fotografíenos Vd. Pero yo no tengo para hacer nubes sin vapor; yo me expreso mal, señoritas, estrellas sin luz.

Puso aquí el hombre una galante sonrisa, y, por final, declaró que no tenía negativos.

Las niñas se retiraron disgustadas, y el artista dando unos pasos misteriosos en torno de la glorieta, hizo un ademán que significaba.

— Qué fondo para grupo!

Arturo pensó, sonriendo: ¡Que tu caja permanezca siempre firme en bandolera, que el jaquet no sea renovado nunca, y sigas hoy como ayer, y mañana como hoy, retratando gentes que sepan apreciarte!


* * *


El comedor hablaba de las fiestas de los inviernos. Sus cosas habían sido sorprendidas én plena somnolencia de estío.

Empezó el almuerzo con la conversación del día; era víspera de carnestolendas. Las muchachas charlataneaban como chispeantes surtidores de agua. Arturo se entregó con reservas á la gentil compañía, aunque le trataban como á buen amigo, poniendo en las bromas sobre sus brusquedades, cierto simpático encanto.

Presidía la charla un gobelino que era un trozo de aldea. Se veían zampoñeros bajo los olmos, viejos en rústicos bancos, y á la gente moza danzando, quizá en el día del patrono.

Sobre un caballete de filetes de oro, un pierrot alzaba la copa, en lienzo de ilustre firma. La inmensa estufa artesonada, hacía pensar en la lectura de leyendas medievales.

Todas aquellas cosas habían visto á Arturo con sus bríos juveniles. Su generación había dejado en ese ambiente lo mejor de su gracia, entre el enjambre bullicioso de mujeres ya dispersas. Y ante la nueva juventud de las amigas de Rosa, triunfal en el viejo comedor, sentía rencores, como si fuera su florecimiento la causa de su decadencia.

Dejó pronto su actitud, pues las bromas subían de punto, y además derramaban sobre él algo como un fresco rocío.

La charla cayó sobre pretendientes; las niñas ponderaron á alguno con talento. Arturo sintió extraña impresión, y con sorda, desesperante angustia, se lanzó en amargas filosofías. La rueda estaba atenta; se sintió halagado; y con asombro de su tía, el antiguo conversadorista apareció en las formas de decir. Cambió de temas, relató aventuras, sintió el calor interno que pone en los labios las palabras ágiles, y fué lo que había sido, un kaleidoscopio, movido espontáneamente por la elocuencia, el color y la gracia...

El café se sirvió, y las niñas se levantaron.

— Ah! si fuera joven! —dijo una de ellas en voz baja, y la vieja le respondió en el mismo tono:

— Si te oyera, le darías un gran gusto, pues solo ha conversado para que penséis eso.


* * *


Lo conversación se encendía en torno de la convaleciente. Arturo daba bromas á su tía por la exageración con que relataba la enfermedad de la nieta. El joven marido de Rosa, sonreía.

El cuarto, con su mobiliario Luis XV, era uno de esos marcos que invitan á que se muevan con gracia las figuras vivientes. Rosa, tendida en un canapé, estaba adorable; la vuelta de la salud con un fluido misterioso, dulcificaba el fino perfil de sus suaves facciones.

Pero más que ella, y todo el grupo, atraía la curiosidad de Arturo la última criatura llegada después del almuerzo.

— ¿Te acuerdas? —le había dicho su tía— ¡Se llama también Laura!

¿Si se acordaba?... Olvidarse de la madre de aquella niña, era olvidar su juventud!

Las muchachas cuchichearon un instante; después le atacaron en coro:

— Recítenos algo.

— ¿Algo en francés?

— Nó; que sea suyo.

— Diré la traducción de un poema ajeno.

Lanzó el primer verso.

Era la historia de una muchacha del arrabal; la historia de la pálida. Él es casi un niño: tiene diez y seis años, y hace versos. Ella le vé inclinado sobre la mesa, á todas horas, desde la casa de enfrente, donde cose noche y día. El rumor de Paris llega al barrio, preñado de incertidumbres y esperanzas. El niño conquistador trabaja, con la cabeza llena de fiebre: los buenos versos tienen alas, y después de unos años sus versos vuelan. Paris le recibe y le saluda. La muchacha sigue cosiendo, mira aquel cuarto vacío, y asoma á sus ojos una lágrima.

Después de mucho tiempo, pasea el poeta, con amigos célebres, bajo los plátanos del Luxemburgo. Entre los pájaros y los niños felices, van los artistas, porque algo tienen de niños y de pájaros. Una cabecita rubia, que brilla al sol, se mete entre las piernas del poeta, y el poeta la detiene y pone un beso en aquel nido de oro.

La mujer que cuida al niño, besa al instante el punto besado por el artista; y es la pálida muchacha del arrabal, que hurta así su primero y último beso de amor....

Todas las melancolías de Arturo, vibraron en su acento, diciendo los últimos versos como con voz pasada por el llanto. No lo requería así el poema por sus formas, pero si por el manantial oculto de tristeza que corría en la pasión de la ignorada amante.

Las niñas callaron impresionadas.

— Cómo has adelantado, muchacho! — exclamó la tía. — Tiempo ha tenido el muchacho —contestó sonriendo Arturo— es lo único que hago de bien. Cuando tenía veinte y cinco años, era mi voz hermosa y no la sabía manejar, hoy sé decir las cosas y la voz decrece. Gracias de la vejez... tontas habilidades... Las palabras pasan más ligeras que la emoción... Siempre he tenido por los buenos actores una mezcla de lástima y simpatía.


* * *


Llegaba la hora de partir para las niñas que vivían en el Tigre. Se sirvió el té, ese té en torno de una mesita portátil, que las mujeres sirven con tanta gracia. Es un instante comunicativo. El diapasón de la charla crece, el ruido de las cucharillas parece entusiasmar las lenguas, y nunca critican con más amor que aspirando el aroma de las tazas.

Arturo observaba sin cesar á Laura. Cuando después de años se llega á un lugar predilecto, se evoca el pasado como si manara de una fuente cariñosa. Miró á la niña con curiosidad primero, después con ternura, por fin con dolor.

La madre de ésta había sido una mimada del encanto. Eligió entre sus pretendientes á Arturo, y el poeta que amaba á las mujeres entonces como á las puestas de sol ó á otra cosa bella, la dejó un día, sin más argumento que su horror al matrimonio.

Ella se casó después con un bello mozo que debía cauterizar su herida, y Arturo sintió renacer violenta la inclinación antigua.

Todo fué inútil; pues si aun sentía la mujer algo al verle, desterró para siempre toda idea de culpa, al sentirse madre.

En el alumbramiento de una niña, murió. Había infundido á la criatura toda su savia, y la dejaba, como un recuerdo viviente, á la sociedad que tanto había amado...

Laura, en ciertos instantes, parecía que iba á hablar con la voz de la muerta. Luego en un detalle, en un ademán, en una frase, la hacía renacer vivaz y esfumada.

Le había heredado el rostro, pero con tonos más calientes aún; era el mismo crepúsculo con fulgor intenso de vida. Usaba su peinado que rozaba la frente, y caía sobre las sienes con la voluptuosidad de una mano que acaricia una piel suave. Sus hoyuelos habían perdido en la herencia gracia sonriente, pero en cambio sus labios prometían besos más apasionados.

Arturo la miraba y la oía, como si se hubiese dormido entre lo pasado y lo actual, y despertara de un mal sueño frente á la realidad consoladora. Pero ese consuelo se transformaba en tan punzante angustia, que podía á un tiempo reir y llorar.

— ¿En qué piensas? — le preguntó la señora, entre el bullicio del partir de los visitantes.

— En que si la madre de esta niña era ya una bella página, el tiempo ha corregido en la hija algunas faltas de ortografía.

Laura que lo oyó, abandonando el tono con que contribuía á la algazara, se volvió hacia él, con afectuoso interés:

— ¿La conoció Vd. señor?


* * *


Cuando Arturo vió salir á todas, creyó que su juventud vuelta á nacer, se iba por la puerta, vestida de colores claros. Laura, que se quedaba, entonó en el cuarto vecino las estancias á Ninón, y un tumulto de voces que subió del jardín ahogó el canto de Musset.

Arturo salió al balcón; los peones se divertían con las bombas de riego. Entre el bullicio y los chorros de agua, saltaba un gigante, alegre como un niño.

Laura, atraída por el animado cuadro, se acercó al poeta, y hermosa, fresca, le envolvió en un efluvio de vida penetrante.

Él dijo algo que ella no oyó ó no quiso oir, como que no le interesaba. El sol, bastante inclinado, doraba los jardines vecinos, los techos, las fachadas, como á las piezas de un opulento mosaico.

De pronto dos jugadores rodaron; la risa unánime fué un estampido; — ¡bestias! murmuró Arturo, y Laura lanzó una carcajada. Vibrante, cristalina, juvenil, sonó como á través de veinte años, sacudiendo el alma del poeta.

— Ah! exclamó— cómo reís! es un alegre recuerdo que pasa por sobre mí como por una ruina...

Ella le miró sin comprenderle, impresionada instantáneamente por la sombra de aquel rostro, que bajo el pelo gris, reñía con dos ascuas... Y él, sin añadir más, se envolvió en el silencio de una tristeza profunda.

El jardín fué despejado. La alegría del juego quedó flotante en el aire, como disuelta en luz. Adelantaba sobre el parquecito una sombra llena de frescura; los jazmines se deshacían en fragancia. Pintorescos surtidores lanzaron agua, y las plantas, henchidas de placer, con los poros abiertos, parecieron llorar diamantes. El aliento de los céspedes húmedos, ascendió con lánguida vibración voluptuosa. Y Laura, aspirando todo con las alitas de la nariz abiertas, anegada por una onda de promesas, de alegrías, de contenidos transportes, murmuró, como si hablara al aire y estuviese sola: — Mañana carnaval...


* * *


La calle estaba animadísima con el movimiento de las tardes en vísperas de las grandes fiestas. Los letreros anunciando pomos de marcas en competencia; las caretas, mezcladas á los disfraces, con sus gestos mudos, en puertas y vidrieras; prestaban color á un ambiente saturado por el aliento de las peluquerías.

Arturo, que caminaba presuroso, se sintió detenido.

— ¡Pero hombre! ¿Desde cuándo por acá?

— ¿Desde cuándo? Si estoy en la quinta!

— Como quien dice en frente; cualquiera va á incomodarte entre tus flores y tus...

— Bah! bah!... adiós. Quiso cortar de un golpe, pero no pudo.

— Ahora no te largo. ¿Adónde vas?

— Huyendo de las fiestas que empiezan.

— Pues ven, antes de comer, á las fiestas que acaban.

Arturo se resignó á una invitación que le incomodaba, pues en andar con su amargura á solas, sentía á veces una voluptuosidad del espíritu. Siguió á su amigo y penetró á una casa, donde en la noche antes había habido un baile. — Voy á dar unas órdenes; la comisión me ha echado el peso; espérame.

Arturo se sentó en el hall. Por aquel ambiente había cruzado el regocijo en horas brillantes; y las cosas parecían cansadas, rendidas por el afán del goce satisfecho.

Se oia á lo lejos el gritar de los mozos de cordel que bajaban los cuadros; una turca en su diván, parecía estremecerse bajo el aliento del fornido mocetón que la llevaba.

Sobre una maceta cubierta de marchitos musgos, se erguía una palmera que al curvar un brazo, acariciaba un busto de mármol. La mujer, por el chal ceñido, dejaba salir uno de sus redondos senos, y vivía como envuelta en una misteriosa somnolencia de hastío. A su lado, un foco de luz, roto, exhalaba la profunda melancolía de las cosas estériles. A la izquierda, un ángel de bronce tocaba el violín, y al reflejarse en un espejo, se le veía volar por sobre su marco de plantas de estufa. De aquel centro partían las guirnaldas, serpeando por las paredes. Y estaban las hojas tan mustias, y las flores tan ajadas, y caían los tapices de los voladizos de tal modo que era imposible que el ángel no deseara, angustiado, dejar la tierra. Todas las cosas miraban á Arturo, como interrogantes, y como pidiendo la voz que les faltaba para contar de una vez sus tristezas. El amigo, que volvía sin ser visto, de adentro, se detuvo en el dintel y oyó con asombro exclamar al poeta:

— ¿Qué me preguntáis á mí? Yo soy también una cosa!


* * *


— ¿Cómo lo supo Vd?

La frase debía ser de gran importancia, capaz del beneficio de un consuelo, porque era la quinta vez que le preguntaban:

— ¿Cómo lo supo Vd?

Y Arturo volvía á referir que el intendente del club le había dicho en la escalera del comedor:

— Conque se fué don Mariano!...

Frente á los foto-grabados de la pared del vestíbulo, un señor grave preguntaba á un cincuentón de rostro lampiño.

— Te acuerdas?

— Los tenía en el estudio.

— Hace la friolera de veinte y cinco años.

— ¡Cómo se va el tiempo!

Una racha de aire del jardinito, se coló por la puerta de la galería de cristales. Así se anunciaba todo nuevo visitante que venía á cumplir con los deudos y á fumar un cigarro en la casa del muerto. Pasó por entre los grupos una señora, con ese aire de importancia satisfecha que toman algunas gentes, si tienen intimidad con los del duelo.

— La que nunca falta —murmuró Arturo. Dos minutos después, la veía sin gorra, metiéndose en todo lo que no le importaba; dando órdenes y contra-órdenes, feliz como un pájaro que canta en un árbol verde.

— Huyamos! — exclamo el poeta escurriendo el bulto.

— No es aquél Trailles?

Y era en efecto Arturo el que se metía en el comedor, y causa de su huida el que así interrogaba, con voz de hombre práctico que la economiza al principio.

El comedor se animaba con los preparativos del té. Varias sobrinas del muerto comentaban, con rostros apenados, lo horroroso de una muerte repentina. Hubo un silencio:

— ¿A quién le mandaremos el coche?

— Yo había pensado ya en lo mismo.

Como todos lo habían pensado, les fué fácil resolver que á las de Lupo.

— Una buena ohva del pobre: por él tendrán coche y corso esas muchachas.

La reflexión pareció enternecerlas:

— Me parece que le oigo el hipo...

— Niñas, á tomar el té.

Apenas se oyó la órden, confundida al masage de espaldas que daba á un viejo un recién llegado. Arturo no tenía que mirar para saber quién manejaba la tetera. Es esta una amable institucción que conforta los estómagos que padecen por los dolores del alma. Y allí estaba ella, la única de afuera que entraba al cuarto de los doloridos y cumpliendo con ese número del programa, fuente de íntima y suave voluptuosidad, con su discreción impecable, con su sonrisa triste.

— A Vd.... con leche... más azúcar... diga hasta cuándo.

Cualquiera de esos detalles salía de su boca como un soplo tierno, con una sensación difícil de explicar, pero que la llevaba á ser cariñosa con los que eran de su gremio, es decir, con los que aun vivían y podían contestarle:

— Así claro.... basta.... un terrón más.

— Ah! —pensó Arturo: — cuesta acostumbrarse á que los muertos bajen al sepulcro, como pasajeros de tren entre la indiferencia de los que siguen. Recordó la impresión de respeto que le producía en otro tiempo el aparato de la muerte, y cómo en la sobreexcitación morbosa de la media noche, cuando el espíritu se hace leve, sutil, penetrante, conversaba con los cadáveres sin pensamiento, reviviéndolos con el suyo. Después, en otros casos había sentido el dolor que desgarra fibras enterradas en los cajones, con los escapularios piadosos, con las flores empapadas en llanto.

Había pisado el mundo con una idea tan hermosa del sentimiento, que lo quería sin un solo resquicio hipócrita, vibrante como un vaso de cristal que con la más leve rasgadura pierde la pureza del timbre.

Y hoy porque se hubiese embotado su sensibilidad en su propia amargura, ó porque el egoismo de la vida le contaminara, asistía con cultura, pero sin respeto, al drama consabido.

Y hasta sentía vergüenza de haber, con cara compungida, preguntado más de una vez á un amigo:

— ¿Cómo ha sido ésto?

Y mientras el relato llovía triste, y él lo escuchaba con atención dolorosa, su pensamiento andaba muy lejos, bañado por un sol alegre.

Le sacó de su monólogo una vieja que llevaba una corona. La conducía en alto, como una bandera de victoria.

— ¡Cómo le incomodaban estas cosas! —exclamó, suspirando, probablemente con la amargura de tener que contrariar al muerto.

Las niñas se avalanzaron sobre la tarjeta; y sonó un nombre.

— Qué linda, che!

— Compárala con la de aquel que te dije. «El que te dije» era un ricacho que había enviado una corona de poco precio. Arturo se salió á la galería y en la puerta le tomó un amigo:

— ¿Has visto? ¡Pobre Mariano!

Y lo decía, largo de cara, triste de ojos, con el acento con que se dice: — ¡qué desgracia! y es la desgracia que un ferro-carril ha muerto á un hombre en Australia.

— He visto —murmuró Arturo, y entró al salón. Las paredes, tapizadas de luto, se bebían el reflejo de los cirios. La vista de Trailles se fué acostumbrando á la penumbra llena del silencio de la muerte. Al pie del túmulo se apilaban coronas de marchitos jazmines, de biscuit blanco como de azúcar, de bordaduras negras, con aspecto de labores de monja.

Un sirviente, con tímido paso, se acercaba al ataúd. Tenía que tocar las coronas para mirar al muerto, y se le salía al rostro el temor de hacer ruido, con la curiosidad de ver cómo estaba. De un rincón partían desolados suspiros. Eran de una señora que los lanzaba entre golpe y golpe de abanico, como á estornudos provocados con rapé.

Una estatuita, cubierta por un tul negro, dejaba adivinar confusamente su blancura; una cabeza de bronce tornaba el titilar de la luz de un cirio, en un agonizante reflejo.

De las narices del cadáver se desprendía un hilo de sangre; sus facciones se abotagaban, perdiendo les aguzados perfiles que imprime una caricia, que bien puede ser la primera de la muerte como la última de la vida.

Y ahí estaba tendido, callado para siempre. El día antes había recorrido las calles, con el aire de popularidad satisfecha que le distinguía; con el gozo de ser conocido, de saludar á la derecha, de sonreír á la izquierda. Era uno de esos porteños que creen que no existe otra ciudad que Buenos Aires, por la cual pasan á todas horas como una ráfaga de contento. Hubiera llegado á los cien años, llamando casa rosada al palacio de gobierno. Los recuerdos antiguos podían llorar su muerte, porque nadie los vivía y relataba como él: era un diario de otros años, oliendo todavía á tinta fresca. Por los pasillos y los palcos de los teatros, después del rudo afán del día, paseaba su vientre y su regocijo. Hugonotes era su ópera y el teatro de Cano tenía para su espíritu luces melancólicas: como que evocaba al Colón viejo, lleno de una sociedad, casi esfumada con su distinción nativa. Le parecía á Arturo que le veía trepar por una escalera: La donna é movile tarareaba, con su gabán en la mano: no había qué preguntar; esa noche se cantaba el «Rigoleto.»

— Se está descomponiendo — exclamó un negro que pulverizaba las coronas de jazmines. Hubo un cuchicheo, una bisbiseante consulta, y la tapa de vidrio cayó sobre el ataúd.

Poco á poco se fué el fétido olor que había empezado á llenar la sala.

Aquel vidrio frágil y transparente era ya muralla que separaba al muerto de la vida. Por él se había alejado más, mucho más, aunque aún se le veía manchado en sangre que ya no secaba un algodón piadoso.

El silbato de una máquina sonó á lo lejos como un grito prolongado de angustia, y como una ola en la playa, vino á detenerse sobre el rostro inmóvil del cadáver. La brisa que entraba del jardín, hacía correr cera de los hachones en largos hilos. Los retratos al óleo, como si conservaran la ternura de la casa, parecían evocar antiguas escenas familiares, melancólicamente pensativos.

En una silla se puso al Cristo de marfil, que dentro del ataúd había exhalado su brillo, como el consuelo de una idealidad sin color describible, pero dulcemente luminosa. Y allí por entre las coronas, asomaba otro de bronce con un vivo reflejo duro, que hacía pensar en el juez de hierro.

Arturo sintió una pena infinita ante aquellos dos brillos; el uno suave, el otro amenazante; pues aunque en el fondo de su alma Cristo vivía, en las sendas se le había alejado. Y pensó enternecido en la visión de un niño, sonriente en la paja de un establo, que las madres quieren á toda costa hacer camarada de sus hijos, como si debiera crecer con ellos para ser el amigo de todo tiempo. Pensó en el Jesús de las predicaciones; en el que llevaba un lampo luminoso en la barba nazarena, y decía la buena nueva á orillas del Tiberiades, al pie de la montaña, haciendo que el cielo se curvara con amor sobre la temperatura suave de Galilea. Pensó en el Jesús escarnecido, ensangrentado por la corona, en que cada mano de hombre ponía la espina de su culpa.... Ah! la unión del mundo con lo alto: el rocío inagotable de la suprema idealidad que conforta!...

Recordó todas las crucifixiones del santo nombre. Evocó el cuadro de las sociedades que hoy llevan en las entrañas cóleras disolventes, y el miedo de los que tiemblan ante su estado y las ansias de los que viven en amargo hastío, y el lamento de los tristes, y á todos, aunque no por amor divino, golpeando con febriles puños en el sepulcro de Cristo. Y él mismo: ¿no había olvidado de la oración, esas fórmulas sencillas que tienen el perfume de la bienaventuranza? Un hombre, trajeado por raido levitón negro, entró con una estufa. Apartó las coronas, con la familiaridad del que tiene sus derechos, y empezó á soldar los plomos. No había allí quien presenciase aquello conmovido.

— ¡Los hijos! — murmuró el poeta. Aquel muerto no dejaba esa carne de su carne, en que florecen las ternuras de un alma que se ha ido. Él no los tenía tampoco. La escena, en su caso, iba á revestir la misma desnudez de sentimiento.

Y con pesar dilacerante, pensó en esos otros hijos intelectuales que él no podía crear: los predilectos de mujeres que aun no han nacido; los amados de artistas venideros que los ilustran con mimo; los que siguen soñando mientras se duerme sin sueños; los evocadores perennes de una silueta desvanecida.

Dejó su asiento y se apoyó en el marco de la ventana. La brisa del jardín, con jazmines nuevos, bañó su frente, y una vaga relación de ese perfume con el de las coronas marchitas, le hizo volver el rostro.

El soldador, como quien pone la firma á un cuadro, quemaba satisfecho, por última vez el plomo. Varias mujeres penetraban con un clérigo, luego se hincaban á los pies del Crucifijo. Estalló un coro de oraciones, algo como un aleteo de espíritus; el ¡ay! del dolor que busca la esperanza, la voz de la angustia que pide misericordia. Arturo clavó los ojos en el cielo, como si quisiera en su dolor absorberse la sombra del espacio y toda cupiera en su alma. Después sintió un enternecimiento que disolvía su amargura y le inundaba en la ola de una piedad infinita que salía á cubrir la tierra como un manto. Sus labios se agitaron estremecidos por antiguas plegarias; hubiera dicho que el beso maternal pasaba en el hálito de los jazmines. Y sintiendo los ojos anegados en lágrimas, se inclinó hacia las plantas y lloró sobre la tierra. La paz del jardín era un murmurio de roces, los gérmenes volaban con alientos de vida, el polen preparaba al sol la sorpresa de nuevas flores. Así se embellecían las cosas, frente al cuarto lleno de la muerte, urdiendo algún detalle que, quizá en el esplendor de la mañana, inspirase una idea nueva de alegría á aquel incurable enfermo de amor y sufrimiento!

Cuento de Navidad

Si se pregunta:—¿hay aquí penas?—de fijo que, echando los ojos sobre la muchedumbre, se responde:—ninguna. Aquello se antoja un jubileo de la felicidad, en que las almas y los rostros tienen su parte.

Las bombas arrojan pálida luz eléctrica, formando los anillos fantásticos de una serpiente blanca.

La ola mayor de gente brujulea ante las vidrieras recién puestas, y se estrujan hombres y mujeres, abriendo la boca con seriedad, ó riendo con la buena risa de los despreocupados.

La noche no ha podido templar el calor del día, y los sombreros, refugiándose en las manos, dejan al aire cráneos con el pelo al rape, y jopos y melenas y calvas relumbrosas.

Frente á lo de Burgos luchan por no ser disueltos varios círculos de oradores. Un órgano piano lanza en giros elegantes las cascadas de su notas alegres. La animación acrece; brillan más los grandes avisos con sus letras de luces en los arcos; y todos llevan adentro, miran en el aire, sienten en la música, algo intangible, inexpresable, que murmura felicidad, dice olvido, se envuelve en una esperanza, y es.... ¿quién lo sabe? Se acerca la Noche Buena.


* * *


En un grupo de frescas muchachas, camina Marta, alegre, con su vestido nuevo. Lleva á Mimí, al charlatán Mimí, de la mano, y nadie imagina las penas y ternuras que unen sus dos manos enlazadas.

Mimí se olvida de su dolencia, deslumbrado y absorto; todo es lindo en verdad, pero nada tan lindo como aquello.

Dos grandes jarrones de ónix lucen caprichosas flores de invernáculo, envueltos en reflejos azules y de tornasol apagado.

A manera de palios ó de fuentes de las mismas flores, saltan por aquí, por allá, hojas esmeraldinas ó con tonos de zafiro. Entre frescos musgos, se yerguen dos columnas de bronce, y, surgente de los mecheros de sus lámparas, la luz eléctrica se difunde suave, con el matiz rojo de artísticas pantallas. Las blondas caen, y dos hadas pulsan la cítara, casi intangibles en su trono, ideales en los pliegues de sus mantos, cubiertas por rosas, que lanzan querubes tejidos en los encajes.

Mariposas suspensas por hilos invisibles, derraman en el ambiente la gloria de sus colores, y revolotean sobre los estuches abiertos, amueblados por miniaturas de porcelana. Y allá en el fondo, entre los tonos de las hojas exóticas, trovadores, estudiantes, Mignones; cabezas rubias, cabezas empolvadas, marquesas de Versalles, musmets del Japón, Margaritas y Ofelias; un encanto de la fantasía alrededor de una mesa presidida por Polichinela, que agita platillos y cascabeles, como riéndose de los que miran y sueñan sobre aquellas caras de biscuit, torsos y vientres de aserrín...

Mira —murmuró Celia; y Marta vió en la vidriera de en frente, entre reflejos de espadas y puñales, la imagen de D. Pancho Viale.

Erguido dentro de su traje, firme en su paso de hombre opulento, envuelto en humo de cigarro, pasaba sin que nadie le dijera: — mira — cuando ella apretaba la mano de Mimí, con rabia y dolor.

— Me voy —dijo á Celia, y se perdió en la multitud, con los ojos entornados: huía del fulgor de las tiendas que vibran con vértigo la palabra del lujo. Y Mimí, siguiéndola apenas, sin entrever su amargura, se prometía ser bueno: ¿porqué Melchor, Gaspar ó el otro, el Negro, no habían de poner á Polichinela en su cama de niño pobre?...


* * *


Un casal de mirlos, con gorjeos intermitentes, saluda á la nueva mañana, y el calor pica derramando efervescencias vitales. Desde el último piso de la casa, bajo el techo de caprichosas pizarras, se domina el barrio. En la calle, en las espaldas del río, en el cielo de azul purísimo, todo es encantador como la sonrisa de la infancia alegre.

La ciudad despierta, y Marta, que ha velado á su hijo, no duerme. Brilla en sus ojos llanto, tan conocido de las humildes paredes; y siente ecos fúnebres en el silbato del tren vibrante. Cree sentir en las sienes los latidos del corazón del niño y le oye, en la fiebre, murmurar palabras incomprensibles. Está sola. Las cartas que escribió pudieron ser firmadas por el desaliento ¡tantas veces ha escrito inútilmente!... El sol se mofa, riendo en el pobre cortinaje; una bujía arde frente á un santo, y tres golondrinas cortan el aire azul, persiguiendo en el regocijo del vuelo los repiques de un campanario.


* * *


¡Qué lindo espectáculo! — exclamaba un joven, del brazo de su pareja— mire! y con el gesto y la sonrisa, señalaba el enjambre de chicuelos que se revolvía alrededor del árbol.

De sus ramas pendía la felicidad en forma de reverberos, farolitos y juguetes: flotaba sobre las cabecitas luz de encanto. Se repartían los objetos, y eran de ver las risas y decepciones, y el trajín de las madres en arreglar con sus dedos los rulos revueltos, ó estirar los trajecitos ajados.

Ah! la Noche Buena de los niños! Tiene no sé qué fragancia de rosales nacidos en tierra bendita. ¡Gozadla, criaturas! Un antiguo zorzal canta en las ramas de vuestro árbol, y dice cosa alegres que rozan nuestra frente con un dejo de honda melancolía.

Don Pancho Viale, algo de esto sintió quizá, porque mirando á una señora que besaba á su hijo, exclamó: — qué preciosura! — y como la señora respondiese: — no tanto, no exageréis! — él agregó: — ah! los muchachos han sido siempre mi debilidad!

No se pudo oir más: una voz sobresalía con notas de falsete.

Era el de la voz, dueño de un metro de estatura tirada á plomo sobre los pies, y su interlocutor, con aire bonachón, le oponía su enorme vientre.

— He ahí un emblema, amigo mío. Ved ese árbol y decidme si podría resistir un viento, y eso es nuestro progreso. Edificado en el aire, todo en él es postizo: reverberos, dijes, juguetes de Francia, juguetes de Inglaterra: ¡dónde está la flor, el fruto espontáneo de la planta firme en la tierra, podada, regada! ¿dónde? ¿decid?... Qué había de decir el otro que cogido de un brazo suspiraba por algo con hielo, interrogando á las paredes por una puerta salvadora.


* * *


Mimí se ha muerto como se mueren muchos niños: la vida se venga del prófugo despidiéndole con atroces dolores. Después lo pálido les presta sobrenatural belleza, de más allá de la muerte, quizá del cielo.

Marta se ha dormido; el condenado duerme aún antes del suplicio y sueña con la vida. Ella sale de un templito radiante y se alboroza con el santo júbilo.

La Virgen besa al prodigioso Niño, que arrancó suspiros á la tierra, y nace inundándola de esperanzas inefables. Los pastores van murmurando villancicos perfumados como lirios de Idumea, y oraciones elocuentes como el puro amor.

Rumores de roces ideales encantan el pesebre, y en la plácida noche se difunde, con aleteos de ángeles, armonía maravillosa. Allá en el coro divino, Mimí transfigurado, canta, canta feliz. Marta llora, y él se escapa del coro: — ¿porqué sufres? mira qué lindo tu Mimí, y cómo puede volar.

Pero ella gime más; desea verle con sus rulos y su traje y no con esa luz divina, que lo aparta de su corazón; y él entonces se ríe, se vuelve el antiguo Mimí, y llenándola de gloria, dice:

— Tonta, si era una broma!

Marta despierta; alguien habla:

— ¡Parece que está dormido! —

Ah! el cajoncito azul, las velas llameantes, las flores cariñosas de las amigas del taller... un sollozo desgarrador llenó la bohardilla.


* * *


— Ya lo sabéis — dijo la presidenta.

— Son mil pesos — repitió la tesorera.

Las damas se miraron; parecían recogerse en el remordimiento de las cédulas no vendidas.

— ¿Qué resolvéis? Supongo que llenar el déficit á escote.

Nuevo silencio. La presidenta tocaba el piano con un dedo sobre la mesa, y la tesorera sacó la cuenta: — Costando á cada marido cien pesos; falta uno.

— Negocio concluido; agreguen á D. Francisco Viale; no se negará para una fiesta de Noel; yo misma le he oído decir: los muchachos son mi debilidad.

«La Conferencia» aplaudió una memoria tan feliz y tan práctica.

El príncipe Ruy

El caballero Ruy, príncipe taciturno del castillo, iba por el bosque. De los cielos bajaba la alegre luz, como una bendición sobre los árboles. Y el caballero Ruy, feliz en aquel momento, sentía el paisaje, con esa intensidad que le hermosea, por el color que el espíritu derrama. Y á poco las resinas de las cortezas, las penumbras misteriosas, los juegos de sol con sus lápices de rayos, el rumor de una fuente: todos los roces, todos los cambiantes, despertaron en él una idea que le volvió á su natural melancolía.

De pronto, en un claro de robles, habló un pájaro prodigioso, de pico cortante, plumas de púrpura y ojos extraños.

— No sigas, hermano Ruy; la senda es terrible porque el día es bello.

Así dijo el pájaro.

El caballero sintió temores, después, blandiendo su puñal, sonrió con tristeza. La hoja demasquina cruzó relampagueante y, en su violenta curva, clavó al pájaro, que perdió la voz de su pico cortante y la luz de sus ojos extraños.

—Bien; quedarás embalsamado—exclamó el caballero. Sobre los artesones del encendido hogar, serás en las veladas de invierno un mensaje de la estación de las flores.

—¿De las flores?

Esto murmuró una voz, como un eco de sus palabras.

—¿De las flores?

El príncipe se volvió. Entre una mata de rosales, una flor movía sus pétalos como labios amoratados por agonía congojosa.

El príncipe no tuvo ya miedo, y dijo con fuerte acento:—Día raro, salud!

—Soy la flor de las flores—prosiguió la charlatana—tú contaste nuestros secretos y te amamos; escucha mi voz y no sigas.

Sin responder, el príncipe la cortó de su tallo, y como si estallara un filtro, se difundió una esencia; y él aspirando con delicia el perfume, metió en el morral la flor, y murmuró ¡adelante!

—Atrás!—respondieron las aguas de una fuente que obstruía la senda:—¡atrás!

Entonces se entabló este diálogo:

—¿Estáis locas, ave, flor y fuente? ¿Quién os anima? ¿Porqué habláis? ¿Qué queréis de mí? — Al borde de mis aguas dijiste un día encantadoras estancias, que he sabido repetir... Oh! no sigas, en el día raro de las maldades.

— Y he de abandonar la caza?

— Caza la nube blanca y hermosa que reflejo ¿no eres ya poeta?

— Preguntadlo á las mujeres — contestó el príncipe.

Las linfas exhalaron un suspiro, y oyó Ruy suspirar también en su morral de caza. Bebió en las aguas nuevo brío y dijo:— gracias, al cristal reflejante de su rostro.

Vedle marchar con la tristeza excitada por los prodigios. Un pedazo de cielo se recorta en óvalo azul por entre las hojas, y una nube que lo cruza parece gritar: — ¡sígueme!

El poeta entonó un canto tejido con fibras de su corazón: los versos exhalaban perfumes agrestes que eran como los genios de la selva.

De pronto calla. Ha oido algo entre los árboles de un nativo cenador. Luego le estremece una risa irritante; pasa la cabeza entre el follaje y tiembla.

La antigua ternura del príncipe se trueca repentina en odio salvaje. Una mujer llora, el bufón ya no ríe, y el puñal damasquino, sube y baja sobre dos cuerpos. Nuevo prodigio. El príncipe siente brotar de sus entrañas la risa del enano, sonante como un látigo que pega. Y el faisán resucita en el morral, y ríe; y la flor maravillosa, ríe; y Ruy, aterrado, huye y corre y los ecos de la selva repiten las risas implacables.

¡Pobre Príncipe! era loco. Y un antiguo dolor, que el bosque despertaba, le reproducía siempre la terrible escena.


Publicado el 19 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.
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