La urna de oro
Fué en la gran ciudad de Lieja, centro de la activa industria flamenca, en donde sucedió lo que voy á referiros; en Lieja, la ciudad majestuosa y sombría al mismo tiempo, de calles angostas, dó no penetra el sol, de casas altísimas y negruzcas, pero de anchas plazas, de soberbios monumentos, de gigantescas torres; que se agrupa parte en el fértil llano, parte en anfiteatros sobre las primeras colinas del monte de San Walburg, y que se espeja á la vez en dos caudalosos ríos, el Mosa y el Vurthe, que multiplican cien y cien veces sus cúpulas en sus ondas temblorosas.
Ahora bien; en Lieja existe una grande y suntuosa iglesia, llamada de San Pablo, y en esta iglesia, aun hoy se admira una bellísima urna de oro, en donde están encerrados los despojos mortales de San Lamberlo, protector de la ciudad.
Y hé aquí la sencilla historia de esta urna maravillosa, tal cual la refieren los ancianos obreros, cuando por las noches se entregan al descanso, sentándose en torno de una enorme jarra de cerveza, que es su bebida favorita.
Era en 1049: agostábanse los postreros frutos del Otoño y la brisa se iba convirtiendo en cierzo, y tras el cierzo asomaban los rudos aquilones que quitan á los árboles sus postreras hojas; que arrebatan á la tierra sus postreras flores, que todo lo tronchan y aniquilan, preparando la entrada triunfal del caduco invierno, que viene envuelto en un manto de nieve; que trae adornada la frente con una diadema de hielos!
Era el primero de Noviembre, día de la fiesta de Todos los Santos; rayaba el alba, y las campanas de la ciudad tocaban melancólicamente el Angelus.
Ninguna luz brillaba en los cielos, ninguna luz brillaba en la tierra; los habitantes de Lieja dormían y no lo oyeron. Uno sólo lo oyó, y es que su lecho era de espinos, porque lo habían mullido los cuidados; es que la miseria, con su voz lúgubre, mecía su inquieto sueño.
Despertó al oir el toque matutino, y al despertar lanzó un ¡ay! un suspiro doloroso.
Hoy es el día de todos los Santos, pensó; día de fiesta y de algazara, y no tengo pan para mis hijos, como ayer no tuve carbón para mi fragua! ¡Mi fragua está muda, el fuego no chisporrotea en ella, no se oye el ruido del yunque y del martillo, no se oyen los cantos de los obreros, no se ve el resplandor de la llama rojiza ó azulada, que todo lo alegra, que todo lo ilumina!
¡Ayer no se encendió! ¡Hace tres meses que no se enciende! ¡Ay de mi pobre fragua! ay de mis pobres hijos!
Hullos, que así se llamaba el infeliz herrero, se entregó durante algunos momentos á un vértigo doloroso, pero las campanas con su tam, tam, solemne, le recordaron el cielo.
Las campanas tocaban á misa: ¡convocaban á los mártires de la tierra para que asistiesen al sacrificio sublime del Mártir de las alturas infinitas!
Hullos se levantó, se puso su chaquetón de paño burdo, su gorro de lana, calado hasta las orejas, atravesó de puntillas el cuarto desmantelado en donde dormían su mujer y sus hijos, pasó por la desierta fragua y salió á la calle. La calle estaba llena todavía de sombras, y por entre las sombras llegó á la iglesia de San Pablo.
El sacerdote que celebraba la misa estaba solo en el altar con los monaguillos, y los pasos de Hullos por el pavimento levantaron un eco prolongado.
Hullos oyó la misa con fervor, oró delante de la urna que encerraba los restos de San Lamberto, y al concluir su plegaria, pidió al Santo, con lágrimas del corazón, que hiciese un milagro en favor de su fragua y de sus hijos!
La fe puedo mover los montes de un lado á otro; la fe era tan grande en Hullos, que salió de la iglesia consolado.
Entónces el sol empezaba á dorar los altos campanarios, y cruzaban algunos transeuntes por las calles.
De pronto sintió que le tocaban en el hombro.
Era un antiguo compañero suyo, franco y sencillo como él, que estaba de pie en el umbral de una cervecería y le convidaba con un vaso de líquido espumoso.
Hullos, que con su ferviente rezo creía haber salvado á su familia, entró... bebió...
Tal vez bebió más de lo prudente; tal vez en su estado de debilidad le produjo mayor efecto.
Salió de la cervecería con sus amigos, se sentó debajo de un árbol, en el delicioso paseo de la Cornemuse, y se quedó dormido...
¡Cuando despertó, las calles estaban otra vez llenas de sombras!
Su primer grito fué como el de la mañana.
—¡Ay de mi pobre mujer, sin pan! Ay de mis pobres hijos!
Fijó sus ojos en las estrellas del cielo, en las luces errantes que cruzaban por las ventanas de algunas casas, y tuvo horror y vergüenza de sí mismo.
—¡Padre sin corazón!—exclamó golpeándose el pecho.—¡Tú embriagándote de cerveza y tus pobres hijos con hambre!
La desesperación y los remordimientos se apoderaron de su espíritu turbado. Su exaltada fantasía ennegreció tanto su falta, que le parecía imposible que la tierra pudiese sustentar á un monstruo semejante.
El Mosa estaba á dos pasos de allí, y sus aguas se deslizaban blandamente sobre el florido cauce...
¡Hullos fijó sus extraviados ojos en el río, que parecía brindarle con el reposo eterno!...
Paso á paso, reteniendo hasta el aliento, y como atraído por una fuerza misteriosa, se fué acercando á la pérfida corriente, que huía fugitiva invitándole á seguirla...
Pero en aquel momento resonó una campana, y luego otra, y luego todas las de la ciudad movieron de concierto sus lenguas argentinas, que parecían decir: ¡Paz en la tierra; paz, paz en la tierra y en los cielos!
Tocaban al Ave-María.
Hullos se descubrió y rezó...
Entónces no supo si de las turbias aguas, ó de la verdosa arboleda, surgió una extraña figura, un viejo, un ermitaño, ó un obispo, de blanca barba y aspecto majestuoso...
Y entonces resonó una voz... ¿Era de arriba? ¿Era de abajo? no lo supo tampoco...
Pero la voz decía:
—Hullos, Hullos, ¿en dónde está tu fe? ¿en dónde está tu esperanza?... ¡Sin embargo, has creído y has rezado!... ¡Hullos, Hullos, vé á tu casa!... ¡Tu mujer y tus hijos también están rezando!... Pero no distraigas á tu mujer ni á tus hijos; coge un azadón y sube al monte de San Walburg...
¡Sube, sube hasta donde está el convento de los monjes!... ¡Allí hallarás un gran montón de nieve, y debajo de la nieve unas piedras negras y relucientes!... ¡Y volverá á chisporrotear el fuego, volverá á brillar la llama, la fragua no estará muda, y tus hijos tendrán pan!
Hullos, al escuchar la voz, había caído de rodillas, había cerrado los ojos... Cuando los abrió de nuevo, sólo vió á las estrellas que rodaban por los cielos, sólo vió á las ondas que se deslizaban silenciosamente sobre el florido cauce, y la espesura muda é inmóvil como antes...
¿Era, en efecto, san Lamberto quien se le había aparecido?
Hullos, lleno de fe, atravesó la ciudad, entró en su casa, en donde resonaban las preces que su mujer y sus hijos elevaban al bendito Santo; cogió el azadón con sigilo, y se dirigió á la montaña.
La noche era oscura: el frío, intenso; las estrellas se habían ocultado debajo de las nubes, que dejaban caer grandes copos de nieve, y en las selvas cercanas se oían los rugidos de las fieras.
Hullos no sintió ni frío ni miedo: la fe le daba impulso; ¡la fe iluminaba su escabrosa senda!
Cayendo y levantando, con los pies chorreando sangre, con el traje hecho girones, llegó al pie de los muros del convento.
Allí había un montón de nieve, y se puso á cavar, diciendo:
—¡Milagroso san Lamberto, vén á mi socorro!
Y cavó, y al cabo de algún tiempo, halló muchas piedras negras y relucientes.
¡Pim, pam, pim, pam, pam, pim, pim, pam!
—¿Qué es esto? Suena la fragua de Hullos. En la fragua de Hullos brilla una gran llama.
Esto decían los vecinos que salían al toque del Angelus del día siguiente para oir la primera misa.
Y todos se agruparon en la puerta de Hullos, el pobre herrero, y ¡oh extraña maravilla!
¡Eran piedras negras y relucientes las que llenaban la fragua, y se iban convirtiendo en brasas; eran las piedras negras y relucientes las que despedían aquella llama vivísima que iluminaba la calle!
¡Y Hullos trabajaba con ardor, manejando alternativamente el yunque, el fuelle y el martillo, y su mujer y sus hijos estaban arrodillados en torno de él, diciendo:
—¡Gloria, gloria al bendito san Lamberto!
¡Aquellas piedras negras y relucientes eran el carbón de piedra, ni que se dió el nombre de Hulla, en memoria de su descubridor, el pobre herrero!
¡El carbón de piedra que debía ser de tanta utilidad á la moderna industria, dando impulso á sus máquinas gigantescas; prestando alas á los barcos de vapor para desafiarlas tempestuosas ondas de los mares; dando impulso á la soberbia locomotora, que cruza silbando por montes y por valles, triunfando del tiempo y las distancias!
Hullos se hizo rico; su pobre fragua se trocó en un vastísimo establecimiento, en donde millares de felices obreros cantaban al compás de sus martillos; pero con los primeros beneficios que reportó de la nueva industria, hizo construir para el Santo bendito aquella preciosa urna de oro que asombra á cuantos visitan la iglesia de San Pablo.
Tal es la sencilla tradición que cuentan en Lieja los obreros, cuando por las noches se entregan al descanso, y añaden á modo de corolario:
—Fe y trabajo, hermanos, que con la fe y el trabajo el hombre todo lo alcanza.
El Padre Sebastián
Auray era uno de los mejores relojeros de París, y si no había obtenido aún el honor de estar al servicio de S. M. el gran Luís XIV, era porque gozaba de este privilegio un anciano llamado Martinot.
Auray tenía un hijo, ó más bien dos hijos, pues desde su más tierna infancia había recogido á un sobrinito huérfano, llamado Sebastián.
Sebastián y Gerardo, su primo, se amaban como hermanos. Habían crecido juntos: juntos habían dividido sus estudios, sus juegos, sus placeres, y ambos, inteligentes y trabajadores, reemplazaban á Auray, ya viejo, en su difícil arte.
Los dos jovencillos eran igualmente buenos, amantes, generosos; pero, á medida que pasaba el tiempo, una negra nube había venido á ofuscar la antorcha de su cariño.
Es que Gerardo era la personificación de la industria material rutinaria, aunque primorosa; Sebastián el genio innovador y fecundo. Gerardo sólo sabía imitar lo que veía; Sebastián creaba.
Esto había valido al huérfano sinceras muestras de admiración y entusiasmo, y su primo empezó á dar cabida en su pecho á la negra envidia.
¡La envidia, hijos míos, deidad torva é implacable, que los antiguos pintaban con una tea en la mano, mientras con la otra intentaba arrancarse un áspid que le devoraba el pecho!
En un ingenioso cuadro que yo ví, la envidia iba huyendo de una ciudad incendiada, á la cual había puesto fuego con su antorcha destructora, y los edificios que se desmoronaban por todas partes, amenazaban sepultarla entre sus escombros.
¡Magnífica alegoría, porque la envidia, baja, traidora é irreflexiva, siempre consuma su propia ruina al par que la ajena! No hay vicio quo se convierta más pronto en verdugo de aquel que le rinde vasallaje.
Sin embargo, Auray murió, y su muerte pareció restablecer la armonía entre ambos jóvenes, porque Sebastián era de carácter dulce, modesto y tímido, y Gerardo creyó que sería árbitro de oscurecer su mérito.
Poco duró la tregua.
Sebastián amó y fué amado. Fué amado por Elena, una de las jóvenes más bellas y más virtuosas de París.
Su padre era también relojero, aunque oscuro, y se dió el parabién de tener por yerno á un artífice de mérito, que realzaría su comercio.
Cuando Sebastián, trasportado de júbilo, fué á dar tan feliz noticia á su primo, el furor de éste no tuvo límites.
Ya no le sería dable aprisionar en su mano los destellos del genio que envidiaba! Sebastián, puesto al frente de un establecimiento, pronto le haría prosperar, y llegaría á convertirse en su rival; rival temible, que oscurecería su fama por completo.
Era preciso impedirlo á toda costa.
Al cabo de un mes, la triste Elena, coronada de flores y con el corazón destrozado, se dirigía al altar para desposarse con Gerardo y ser una mártir en la tierra. Sus padres, cegados por la codicia, lo habían exigido así.
A la misma hora, Sebastián, pálido y delirante, llamaba á las puertas de un convento de Carmelitas.
La negra envidia debió soltar un alarido de triunfo, porque acababa de hacer dos víctimas.
Pasáronse tres años. Gerardo, inteligente y laborioso, había adquirido una justa reputación, y esperaba por momentos ser nombrado relojero de Palacio, pues Martinot había resuelto volver á su país nativo. Nadie se acordaba la del P. Sebastián, á excepción tal vez de la pobre Elena.
Pero la Providencia, que hace germinar la semilla en el momento oportuno, hace también surgir la ocasión de que aparezca y brille el postergado genio.
Carlos II, rey de Inglaterra, habia enviado á Luís XIV dos relojes de repetición, los primeros que se veían en Francia.
Los artífices ingleses, para ocultar la nueva construcción y reservarse su gloria y sus ventajas, habían hecho de modo que no se pudiesen abrir sino por medio de un secreto.
Quiso la desgracia, ó, mejor dicho, la fortuna, porque muchas veces surge el bien del mal, que los relojes se descompusieran, y ni Martinot ni Gerardo, ni ninguno de los demás artífices, pudieron atinar con el secreto.
Era una mengua para los pundonorosos franceses devolverlos á Inglaterra, confesando su impotencia, y el Rey y su ministro Colbert estaban consternados.
Entónces Martinot, sacrificando noblemente su amor propio en aras de la patria, dijo que él conocía á un joven hábil, único que pudiese sacarlos del conflicto, y nombró á Sebastián.
Gerardo quedó aterrado. ¡Su rival se alzaba de la oscura celda en donde creía haberle sepultado para siempre, y venía en el momento más crítico á amenazarle con su gloria!
En vano pretextó que ignoraba su paradero.
Colbert, cuyo celo era infatigable, supo descubrirle en el fondo del claustro, y le confió la obra.
Lo que había sido imposible para los otros, fué fácil para Sebastián. Púsose á trabajar con ardor, y ya estaba próximo á alcanzar el triunfo, cuando un lego le entregó dos billetes. Se los habían dado dos distintas personas, y ambas desconocidas.
—«Velad por el tesoro que os han confiado, decía el uno; no lo perdáis de vista ni de día ni de noche.»
—«Marta está moribunda, decía el otro; si no corres á sus brazos, morirá sin verte.»
Los billetes carecían de firma.
Sebastián quedó perplejo: Marta era su nodriza querida: pero los relojes eran un depósito sagrado.
Luchó largo rato entre su cariño y su deber, y, por último, fue á consultar al santo prior.
Llegó la noche; la noche oscura y tempestuosa.
Un hombre se deslizó cautelosamente á lo largo de la pared del convento, la escaló en el punto más bajo, atravesó la puerta, y bien conocido debía serle el camino, por cuanto se dirigió sin vacilar á la celda de Sebastián, penetrando por la ventana. Pero cuando quiso volver á salir, se halló rodeado de toda la comunidad, que llevaba hachones encendidos.
Por un movimiento rápido, el ladrón, al verse descubierto, cogió una enorme piedra, é hizo pedazos los relojes que traía en la mano.
Los monjes se abalanzaron hacia él para detenerle, pero retrocedieron horrorizados, lanzando un grito de sorpresa: era Gerardo.
Al día siguiente, el Rey, rodeado de su corte, mandó que llevasen á su presencia al envidioso y á su víctima.
Sebastián no sabía para quien había trabajado, y llegó á los pies del monarca, pálido, trémulo, confuso, pidiéndole gracia para su desdichado primo.
—No temáis, le dijo el Rey; su traición vil y baja merece un singular castigo; pero como yo sé que para el envidioso es preferible la tortura y áun la muerte, al tormento de presenciar el triunfo de aquél á quien envidia, este será el horrendo castigo que le imponga.
—Mira, añadió dirigiéndose á Gerardo, cuya confusión era suma; estos son los magníficos relojes que tú, en medio de tu cobarde saña, pensabas haber destruido.
Sebastián los ocultó por consejo del prior, colocando en su lugar dos relojes comunes.—Aquí están maravillosamente compuestos, para eterna gloria del artífice que ha salvado el decoro de su patria.
—Padre Sebastián, prosiguió, desde ahora mismo os concedo seiscientas libras de pensión al año, y quiero que el primer año os sea pagado al instante. Os pongo bajo la dirección de sabios académicos, para que os auxilien con sus luces en los muchos trabajos que voy á confiaros, y cuando se retire Martinot ocuparéis su puesto.
El misionero
En 1600 un humilde pescador de la costa de Andalucía dejó, como Pedro, sus redes y su barca para ir buscando en peregrinación la corona del martirio.
Llegó á América… Inútil es referir las penalidades que sufrió por el bien de sus hermanos, las persecuciones de que fué víctima, para marcar con sus huellas la senda de Jesucristo.
Un día atravesaba las sombrías florestas del Perú, cuando oyó resonar á alguna distancia una confusa gritería.
Era una horda de salvajes que atacaba con rabiosa furia una casita oculta en la espesura. La casita empezaba á arder, incendiada por sus cuatro ángulos: sus habitantes, padre, madre y tres hijos pequeñuelos, estaban ya atados á distintos árboles, próximos á sufrir una muerte acerba...
El misionero se lanzó hacia aquel sitio: ¡era uno contra ciento! sólo tenía su crucifijo para oponer á las armas enemigas!... ¡Pero no cuenta sus contrarios el soldado de Cristo! ¡no le arredra la muerte al que va buscando la corona del martirio!...
¡Oh, cuál fué el asombro de aquellos salvajes cuando contemplaron delante de sí á un anciano de blanca barba, débil, solo é indefenso! ¡Le recibieron con burlas y sarcasmos!
Pero el anciano se irguió majestuosamente, y vieron ceñida su sien con la santa aureola de la fe: el anciano habló, y su voz, llena de las dulces inflexiones que le comunica la caridad, penetró suavemente hasta sus almas.
La hoguera fué extinguida, las víctimas salvadas!...
Entónces los salvajes rodearon al misionero, preguntándole cuál era la magia con que los había cautivado; qué Dios simbolizaba aquel pedazo de madera en cruz que tenía en 1a mano.
El anciano no sabía cómo demostrárselo de una manera clara y evidente. En medio de su confusión, volvió en torno sus miradas, y vió que las negruzcas paredes de la choza estaban tapizadas de hojas verdes, y que entre las hojas asomaba una flor extraña.
Una inspiración divina iluminó su mente, arrancó la flor, y desmenuzándola, ofreció á los ojos de la ignorante turba aquella sublime Pasión de un Dios hecho hombre para salvar al hombre.
Los salvajes cogieron algunas de aquellas flores y se alejaron en silencio... El anciano siguió su peregrinación; atravesó muchos valles, franqueó muchos montes, dejando sembradas por todas parios las semillas de la fe.
Una noche llegó á una llanura árida ó inmensa, situada al pie de un monte.
Esparcidas por la llanura se veían algunas tiendas de campaña, y arrodillada en su centro una muchedumbre compuesta de hombres, ancianos, niños y mujeres.
¡Oraban!... Sus voces armónicas y cadenciosas eran repetidas por los ecos, repetidas por la brisa, que las mezclaba alegremente con los murmurios de las aguas y los suspiros de las aves, que cantaban su himno de despedida á los postreros rayos del sol que descendía al ocaso.
Al divisar al anciano, la muchedumbre se levantó, corrió hacia él y le colmó de bendiciones...
Eran los individuos de la salvaje tribu ante cuyos ojos había hecho brillar la luz del Evangelio, y cada uno llevaba en el pecho, como distintivo, una hermosa pasionaria.
Le llamaron padre, le rogaron que permaneciese á su lado...
Poco tiempo después, la desierta llanura se había convertido en ameno valle; las tiendas, en casas. Las casas tomaron una ciudad y en medio de la ciudad, descolló la atrevida torre de una iglesia.
El hada del viejo tilo
Perdido entre las asperezas de los Alpes, no muy lejos del país de los Grisones y en el centro de la cordillera del Arlberg, allí donde nacen el Sech y el Inn, dos caudalosos ríos que van á morir en el Danubio, existe un risueño vallecito cubierto de árboles, cruzado de arroyos que dan sombras y murmullos á una humilde aldea.
El valle está formado por dos altísimos picachos, sobre uno de los cuales descuella el antiguo castillo de Asburg, y sobre el otro un monasterio, en donde castas vírgenes elevan á Dios sus oraciones.
En medio de aquella agreste y majestuosa naturaleza, alumbrados por los plácidos fulgores de aquel sereno cielo, los habitantes del valle se entregan á esas misteriosas y poéticas creencias, tan familiares en Alemania; y no hay un árbol, una flor, un lago, que no tenga su mística leyenda.
Cuando tuvo lugar el suceso que voy á referir, era un domingo por la tarde. ¿De qué siglo, de qué año? No lo sé, nadie lo sabe!... El cielo estaba entoldado, las campanas del monasterio doblaban tristemente; en el castillo los antiguos servidores iban y venían con ademán consternado, y sin embargo, en el valle, los aldeanos y las aldeanas bailaban en derredor de un viejo Tilo.
Era un Tilo enorme, que extendía pomposamente en torno su ramaje. Su historia era tan antigua como las chozas del valle. Bajo su sombra habían bailado sus primeros habitantes; delante de él habían pronunciado sus amantes juramentos, y por esto la adoración, trasmitida de padres á hijos, había ido tan lejos, que le suponían habitado por una hada benéfica, protectora de la aldea, y por esto, en fin, le hacían siempre testigo de sus juegos, de sus risas, de sus cantos...
—Mejor haríais en interrumpir vuestra algazara, dijo la vieja Fidelia, acercándose al corro, apoyado en su nudoso bastón. ¡El señor de Asburg se muere!
Cesó al instante el baile, cesaron las alegres voces; poro no se oyó ni un acento de conmiseración, ni uno plañidera queja.
—Dios haya en bien su alma, dijo un joven pastor que estaba sentado al pie del Tilo.
Aquellas palabras produjeron un efecto extraño en medio del silencio universal.
—¿Cómo dices eso, Gotardo? exclamó Fidelia. ¿No sabes que si no hubiese desaparecido cierto documento, tú serías ahora dueño de esta comarca, en lugar de serlo su hija?
—Yo soy más rico que ella, dijo Gotardo sonriendo. Tengo dos ovejas blancas, y una pintada cabritilla; tengo una chocita risueña y aseada, tengo sol, pájaros y alegría.
—Pero en vez de llamarte Gotardo, te llamarías Asburg.
Gotardo se levantó rápidamente. Su dulce y expresiva fisonomía se tornó severa y amenazadora.
—Cálmate, muchacho, cálmate, exclamó Fidelia, no le lo decía por mal.
Pero no extrañes que nos sorprenda el oírte rogar por el que causó tu ruina.
La movible fisonomía del mancebo sufrió otra rápida transformación: su rostro se tornó pensativo y melancólico.
—Sí, dijo, ruego por él con toda el alma ¡Dios lo quiere, y la buena hada del Tilo lo quiere también...
Todos se agruparon á su alrededor, movidos por la curiosidad.
—¿La has vuelto á ver? ¿la has vuelto á ver? repitieron veinte voces á un mismo tiempo.
—¿Hay acaso algún desgraciado que no la haya visto en la hora de su infortunio? exclamó Gotardo. ¡Ah! ¿qué hubiera sido de nosotros, si la buena hada del Tilo no hubiese venido á conjurar los males que desencadenaba sobre nuestra frente ese infeliz que está al borde de la tumba? Como el alba sigue á la noche, como el iris á la nube tempestuosa, así siguen siempre sus beneficios á la negra desventura...
—¡Oh, sí! interrumpió una aldeana; ella nos dió dinero para reedificar nuestra cabaña, mandada incendiar por el señor, porque no le pagábamos á tiempo.
—Ella me socorrió cuando mi marido estuvo preso en el Castillo, dijo otra.
—Ella me trajo el perdón de mi hijo, añadió una tercera, de mi pobre hijo, condenado á muerte por haber cazado en los bosques del Señor.
—¡Ella, sí! ¡siempre ella! exclamó Gotardo con transporte; ¡oh, mi buena hada del Tilo! ¿habrá algún corazón que no te ame y te bendiga?
—¿Pero la has vuelto á ver? preguntó Fidelia.
Es una extraña aventura, murmuró el joven en voz baja.
—Cuenta, cuenta, exclamaron todos á la par.
Gotardo prosiguió con ademán misterioso:
—Sabéis que se me aparecía continuamente, ya al pálido fulgor de la luna, ya envuelta entre los resplandores de la aurora...
Cuando discurría solo, triste y meditabundo por las florestas, siempre la descubría repentinamente junto á mí, diciéndome con su voz dulce y argentina: espera, espera, espera.
Cuando ¡ha á rezar sobre la tumba de mi madre, siempre venía á mezclar con la mía su plegaria, y jamás la finalizaba, sin hacerme pronunciar una palabra de perdón para el Señor, una palabra de ternura para su hija Berta…
¡Berta!... ¡Pobre Berta!... ¡yo amo á esa niña pálida y melancólica como si fuese mi hermana!
Pero oid, oid... Una noche... hace ya muchos meses... cuando regresé á mi cabaña, ví que me faltaba una ovejita... Salí á buscarla.... recorrí montes llanos;... la niebla era espesa, la noche lúgubre, el aire frío y penetrante... Al atravesar un torrente, ví surgir delante de mí una forma negra y vaporosa... Me detuve; quise retroceder...
—Gotardo, gritó la viejecita hada del Tilo, pues era ella, Gotardo, te traigo tu amada oveja, que por venir á buscarme se ha perdido en la espesura.
En efecto, la blanca oveja vino hacia mí saltando y balando de contento.
—Y ahora escúchame, añadió el hada con tono solemne. Hace algún tiempo que andas triste y cabizbajo: ¿por qué sufres?
—¿Cómo? interrumpió un pastor con cándida sencillez, ¡es hada y lo ignoraba!
—¡Hum! dijo Fidelia en voz baja, yo creo que el hada y Berta son una misma cosa!
Todos se echaron á reir; Gotardo se encogió de hombros y prosiguió:
—Yo caí de rodillas, y la dije que amaba á Gilda. Gilda, la hija del Burgomaestre, la que debe en breve casarse con Arnoldo, el más rico pastor de la comarca.
¿Lo creeríais? Al oir mi revelación el hada se conmovió profundamente. Los sollozos levantaban su pecho; las lágrimas corrían por sus mejillas
—Sé tú feliz, ya que yo no puedo serlo, exclamó al fin entre suspiros. No temas, serás rico, serás esposo de Gilda.
Luego, yo no sé si subió por el estrecho sendero de la montaña, ó si se desvaneció en las nubes, lo que sé es que quedé solo con mi ovejita blanca Desde entónces no la he vuelto á ver más... ¡nunca más!
Gotardo calló, sumido en una meditación profunda.
En aquel instante las campanas del monasterio resonaron de nuevo, y en la torre del castillo ondeó una bandera negra.
—Vamos arriba, dijo Fidelia, vamos pronto, que el Señor se muere!
Los aldeanos se descubrieron, y subieron silenciosamente por la empinada cuesta que conducía al castillo, miéntras los ecos lúgubres y siniestros repetían por todas parles: muere... muere!...
En efecto, el señor del castillo estaba próximo á rendir su postrer aliento. En una espaciosa estancia, alumbrada por algunos cirios, se veía el lecho en dónde gemía moribundo el que había sido azote de sus míseros vasallos sin embargo, estos vasallos estaban agrupados en lo puerta, respondiendo con fervor á la oración entonada por los familiares del castillo y los sacerdotes, que formaban círculo en derredor del lecho.
Delante de todos se veía á Berta, la niña dulce y melancólica que iba á quedar huérfana en la tierra.
De repente el moribundo se estremeció, hizo un supremo esfuerzo, y señaló con mano trémula una redomita de cristal. Berta se abalanzó á ella, vertió el líquido en una copa y la presentó á su padre. El moribundo bebió ávidamente. Casi al instante sus ojos centellearon, sus brazos se movieron...
—Dios te ha oído, Berta, murmuró en voz baja. Me arrepiento, me arrepiento!... Que tus votos queden satisfechos!... En aquel rincón de enfrente hay unos papeles. Son los que acreditan el nacimiento de Gotardo...
Padre, padre. Dios os bendiga! exclamó Berta con celeste arrobamiento.
El moribundo quiso hablar aún, pero la vida ficticia que le había comunicado el cordial se extinguió rápidamente. Dejó caer los brazos á lo largo de su cuerpo, dejó caer la cabeza sobre el pecho de su hija... ¡Había muerto!
Berta soltó un grito de dolor, los circunstantes entonaron en voz triste el miserere.
* * *
Tres días después, Gotardo se hallaba sentado junto al hogar en
su chocita blanca. En un rincón dormían las dos ovejas y la pintada
cabritilla; á sus pies el perro fiel, guardián de su rebaño.
Era de noche. Gotardo estaba triste, porque Gilda debía casarse al día siguiente.
No obstante esperaba un milagro todavía. A cada chisporroteo de la lumbre, á cada sacudida que el cierzo daba á los endebles muros, á cada gruñido del perro, Gotardo se estremecía.
—Si fuese ella, pensaba. ¡Lo ha prometido, vendrá!
Pero las horas se sucedían las unas á las otras, lentas, uniformes, silenciosas...
Por fin el gallo cantó, anunciando la media noche, y la puerta de la cabaña se abrió de par en par, apareciendo en su umbral una viejecita.
—Aquí estoy! dijo con voz dulce y argentina, aquí estoy!
Traía en la mano una pequeña arca de hierro, y la depuso á los pies de su protegido.
—Gotardo, prosiguió, llevarás esto al Burgomaestre, y Gilda será tu esposa.
La voz de la viejecita al decir esto temblaba. Calló un instante, como si estuviese embargada por la emoción, y luego repuso:
—Júrame por el alma de tu madre, que cuando seas rico legarás una parte de tus bienes al hada del viejo Tilo, que estos bienes serán entregados al anciano más probo de la comarca, para que los administre en su nombre, y que su producto servirá para socorrer en lo venidero á todos los desgraciados.
—¡Lo juro! ¡lo juro! exclamó Gotardo, cayendo de rodillas.
Y ahora, adiós, repuso el hada tras un momento de silencio, adiós para siempre. Me voy á descansar en el seno del Eterno, supuesto que te dejo á tí para que continúes mi obra en este mundo!...
¡La vieja desapareció! ¿Cómo? ¿por dónde? Gotardo no lo supo.
Ocho días después las campanas del castillo y las campanas del monasterio tocaban á vuelo al mismo tiempo.
La unas pregonaban con sus lenguas de metal el casamiento de Gotardo, proclamado señor de Asburg, con la hermosa Gilda; las otras los esponsales de Berta con su Dios.
Desde entonces, el hada del viejo Tilo nunca volvió á aparecerse á nadie.
Algunos años mas tarde, cuando rayaba el alba de una mañanita de abril, los habitantes del valle vieron una llama azul salir del monasterio y remontarse al cielo.
Casi al instante oyeron que las campanas del monasterio tocaban á muerto. Es que Berta había dejado de existir.
—Lo he dicho siempre, exclamó Fidelia, dirigiéndose á los aldeanos, Berta era una santa, y ella y la buena hada del Tilo no formaban más que una misma cosa.
Si visitarais el Arlberg, veríais el árbol venerando, y oiríais referir á sus habitantes esta sencilla leyenda, añadiendo con lágrimas de gratitud, que allí no se conoce el infortunio, porque los bienes de la buena hada del Tilo, sabiamente administrados, sirven para ahuyentarlo de toda la comarca.
El azor
Cuenta, anciano, cuenta... El fuego chisporrotea en el hogar, la nieve cae en grandes copos, cuando la noche es lóbrega y el cierzo silba á lo lejos, las fantasmas de la antigüedad se presentan á nuestros ojos envueltas en un ropaje más fúnebre y misterioso... Cuenta, cuenta.
Esto decían algunos peregrinos, sentados junto al hogar de una cabaña, no muy distante de Jafta, dirigiéndose á un anciano de blanca barba y aspecto venerable.
El anciano empezó así:
—¿Habéis visitado alguna vez la pintoresca Cataluña? ¿Habéis tenido la dicha de contemplar los bellos cambiantes de su cielo, el rico manto de follaje que cubre por doquier la tierra?
¡Ah, tal vez el amor patrio ciegue mis ojos; pero no hallo montañas tan agrestes como sus montañas, no hallo ciudades tan ricas como sus ciudades, no hallo ríos, no hallo armonías tan deliciosas como las armonías de sus florestas. ¡Oh, mi bendita Cataluña! ¡Oh, afortunado país, en donde, como las flores brotan en los prados, brotan espontáneamente de las almas evangélicas virtudes...
El anciano calló, y fijó sus ojos en el espacio como si contemplase un invisible objeto...
—La historia, la historia, gritaron á coro los circunstantes.
El anciano se pasó la mano por la frente, y repuso con tristeza:
—¿Habrá algún campo de trigo en donde no crezca la cizaña? ¡Cataluña, la privilegiada Cataluña, patria de tantos héroes, también ha dado el sér á almas pérfidas y viles!...
Es una historia de ayer la que voy ó contaros. ¡Ayer!... ¡Estamos en 1102, y han pasado ya veinte años! ¡Ayer, hoy!... ¡Dos puntos en la fugitiva marcha de la vida!...
Entro San Celoni, la antigua Seserra de los Romanos, y una venta situada entre peñascos, á la que se designaba con el nombre de Hostalrich, hay un lugar deliciosísimo, que acaso no tenga rival sobre la tierra. Gargantas inaccesibles y amenos vallecitos, bosques de árboles seculares y praderas esmaltadas de flores, espumosas cataratas que se precipitan de lo alto, arroyuelos que se cruzan murmurando, fieras que rugen en las selvas, ecos profundos y misteriosos, piedras que se desgajan, y alegres avecillas, insectos zumbadores, y auras que suspiran; todo está allí reunido en un gran cuadro, al cual sirve de marco un espléndido horizonte. Cuadro en el cual se hallan todos los matices, en el cual se agrupan y destacan todos los contrastes, para formar un conjunto de majestad, gracia y belleza.
Era una tarde triste y nebulosa, en que las azules nubes del cielo bajaban á confundirse con las azuladas brumas del Tordera.
Yo estaba apacentando mi rebaño, cuando oí á lo lejos una inusitada algazara, que vino á despertar bruscamente los apagados ecos de los montes, y bien pronto una alegre cabalgata atravesó el puente de piedra que cruza el río no muy lejos de San Celoni.
Era que Ramón Berenguer, y Berenguer Ramón, los dos apuestos Condes de Barcelona, los dos ilustres hermanos que acababan de repartirse entre sí el poder supremo, se holgaban por entre aquellas breñas mientras se dirigían á Gerona, distrayendo su brío con el noble ejercicio de la caza.
Ambos eran jóvenes, ambos eran bellos, ambos parecían felices... ¡Ay! si el tiempo es un breve punto, ¿qué será la dicha humana?
El narrador se interrumpió bruscamente.
—¿Qué tenéis, peregrino hermano? preguntó, dirigiéndose á otro viejo, que estaba sentado fuera del círculo, en el ángulo más apartado de la estancia, y cuya súbita agitación era visible...
—¡Es mudo! ¡es mudo! exclamaron los peregrinos. El infeliz está débil y enfermizo, y ni áun tiene voz para implorar la caridad ajena...
—¡Dios mío! murmuró el narrador con triste acento.
Luego repuso:
—Yo tenía un corderillo blanco, blanco como la nieve antes de tocar la tierra.
El conde Ramón, cabeza de estopa, y su hermano Berenguer se apartaron de su séquito y se dirigieron hacia donde estaba yo; pero el caballo del segundo tropezó con mi blanco corderillo, é indignado el ginete por la avilantez del inocente animal que le estorbaba el paso, le atravesó con su espada.
El corderillo fijó en mí sus moribundos ojos: yo lancé un grito, corrí á ampararle entre mis brazos, é impidiéndome el respeto prorrumpir en quejas, me senté al borde de un arroyo, procurando restañar la sangre que brotaba de la herida.
He aquí el rápido diálogo que se entabló entre ambos hermanos.
—¡Linda hazaña! exclamó el conde Ramón.
—Todos los que me ofendan morirán de esta manera, dijo Berenguer.
—¿Por qué me miras así? ¿Te he ofendido yo acaso?
—¡Quizás!
—En qué? No he sucumbido á todas tus exigencias? ¿No he procurado mejorar en todo lo posible la parte que te cupo en la herencia de nuestro padre'?
Berenguer guardó silencio.
—Hermano, prosiguió Ramón con tristeza, empiezo á creer que es mi felicidad la que te ofende! Desde hace quince días, desde el nacimiento de mi hijo, te hallo más duro, más violento... ¡Guay, hermano, guay! Me han dicho que conspiras; ¡guay si se trocase en león el manso corderillo!...
Luego, cual si quisiese romper el penoso diálogo, se volvió hacia ni, y como para indemnizarme de mi pérdida, me arrojó un anillo de oro.
Los dos hermanos se alejaron en silencio, internándose en la espesura; pero no sé que tenía de siniestra la mirada que Berenguer clavó en su hermano, al ver que éste reparaba el mal que había causado, que encomendando mi rebaño al zagal, seguí los pasos de ambos desde lejos...
—¿Y qué visteis? preguntaron con creciente interés los peregrinos.
El anciano guardó silencio un breve instante, y después prosiguió con tono misterioso:
—La noche iba sobreviniendo oscura y triste, como triste y oscura había sido lo tarde.
Los cortesanos aguardaban impacientes la vuelta de sus señores, y sin saber por qué, un raro presentimiento comprimía sus almas.
Por fin, resolvieron ir á buscarlos, se dividieron en varios grupos y se dispersaron en distintas direcciones.
Uno de esos grupos llegó al sitio que aun hoy so designa con el nombre de la Perxa del Astor.
¡Ah, la Providencia se vale de extraños medios para revelar al mundo los más ocultos delitos!
Los cortesanos divisaron sobre la rama de un árbol el Azor que el conde Ramón llevaba en la mano. Era su Azor favorito, y el ave de rapiña le pagaba su preferencia con una fidelidad extremada. ¿Cómo, pues, había podido abandonar á su dueño? ¿Cómo estaba en aquel sitio?
Llenos de sorpresa los fieles servidores, quisieron abalanzarse á la rama para cogerle; pero el Azor aguardó á que se acercaron, y luego levantó el vuelo, batiendo las alas poco á poco, unas veces rastreando sobre lo tierra, otros veces describiendo círculos al rededor de los cortesanos, cuando éstos se detenían perplejos, y otras, por fin, adelantándose á ellos, como si quisiera marcarles el camino por donde debían ir en busca de su dueño.
Acaso por inspiración divina los cortesanos le fueron siguiendo, y el Azor no detuvo su vuelo hasta llegar á un lago, que después se llamó el Gorch del Conde, y esta situado antes de llegar á la ribera del Esparra, al pie de un grandioso valle, sobre cuya cima se posó, dando lastimeros graznidos.
I.a oscuridad era ya completa: encendiéronse hachones, y á su luz rojiza divisaron un cadáver que flotaba sobre las aguas turbias y ensangrentadas...
¡Ay! pobre niño recién nacido, huérfano va de padre! ¡Ay infeliz Mahalta, convertida de esposa en viuda! ¡Ay triste y desdichada Barcelona, que perdiste para siempre á tu adorado Conde!
Berenguer sobrevino dando lastimeros gemidos, retorciéndose las manos con desesperación ni ver el sangriento cuerpo de su hermano, y entregándose á tales extremos de sorpresa y dolor, que todos se sintieron conmovidos.
La alegre cabalgata se trocó en fúnebre cortejo, los gritos de placer en dolorosos ayes...
Colocaron el cadáver en un féretro y se dirigieron á la hermosa ciudad que espeja en el Ter sus altas torres.
Siguióles el Azor pausadamente, deteniéndose en la cima, de los árboles cuando ellos se detenían, volando cuando proseguían su marcha, hasta ir á posarse sobre la puerta de la Catedral de Gerona.
¡Allí permaneció durante el entierro del cadáver, allí murió al finalizarse la solemne ceremonia! ¿Qué mucho que llorase Cataluña al noble Conde, si un ave espiró de dolor al verle muerto?
Por eso los gerundenses colocaron una figura de madera que representaba al fiel Azor sobre la puerta en donde se posó, cuando vino acompañando al féretro, para enseñar á los siglos venideros, que si hubo para deshonra de Cataluña un homicida pérfido y abominable, fué tan grande el pesar de los buenos y leales que hasta participaron de él las aves de rapiña.
—Pero ¿quién fué el homicida? preguntaron los circunstantes.
—Cuando el fúnebre cortejo que traía el cadáver del desdichado Conde llegó á las puertas de la Catedral, salió el cabildo á recibirle, y con sorpresa de todos, el chantre, en vez de entonar el responso acostumbrado en tales casos, cantó en alta y sonora voz muchas veces: Ubi est Abel frater tuus?
Agitóse el inmenso pueblo que había acudido llorando, al oir estas palabras; sobresaltáronse los caballeros y quisieron imponerle silencio, pero el chantre repetía cada vez con mayor fuerza el versículo citado.
—¡Milagro! murmuraron los peregrinos.
—¡Milagro no! gritó el narrador. El chantre era hermano mío, y en sus brazos corrí á refugiarme lleno de espanto por el crimen que había visto perpetrar en los bosques solitarios...
Yo dejé el cayado por la espada, yo fuí quien hice resonar por todos los ámbitos de Cataluña esa palabra fratricida, que persiguió el Conde Berenguer en medio de su esplendor; yo quien reunió aquellas célebres Córtes que le arrancaron el poder y se declararon protectores del Conde niño; yo, en fin, quien le seguía por todas partes para murmurar incesantemente á sus oídos: fratricida... fratricida...
¡Ah el cielo fué justo! Mi espada manejada con torpe diestra hizo pedazos en singular combate su espada vencedora, y entonces, Caín, convicto de su crimen, declarado homicida y traidor por los jueces del combate, hubo de huir de España, vestir el hábito penitente, y habiendo, por la fuerza del dolor ó por castigo de Dios, perdido el habla, vagar por la tierra, mudo, enfermo, mendigo y despreciado!
Interrumpióse bruscamente el anciano.
La llama chisporroteaba en el hogar, la nieve seguía cayendo, el cierzo silbaba entre la maleza, arrancando lúgubres ecos á los montes... La naturaleza parecía revestir de siniestra majestad aque- lia terrible escena...
¡Postrémonos y oremos! dijo. Oremos para que su alma purificada por la expiación, pueda hallar gracia todavía ante el tribunal del Eterno...
Todos cayeron de rodillas y oraron con fervor.
¿Habrá Dios oído sus preces?
Los santos peregrinos creyeron que sí, porque el cierzo cesó de mugir, y un hermoso rayo de sol naciente, penetrando por entre las desquebrajaduras de la puerta, inundó de luz el aposento.
Kiti la vanidosa
En las escarpadas costas de Dinamarca vivía hace mucho tiempo una joven muy bella, pero tan sensible á la vanidad, tan enamorada de sí misma, que cuando iba á llevar á Nelo, el pescador, la banasta de junco que debía recibir á los dorados pececillos, se detenía en las márgenes de cada fuente, de cada arroyo, para extasiarse delante de su propia imagen. No pensaba más que en coger flores que realzasen su hermosura, ó en arrancar al mar sus preciosas conchas para adornar con ellas sus brazos y su cuello.
Nelo era su desposado, y debía conducirla al altar cuando germinasen las primeras flores.
Nelo la amaba con fe pura; pero Kiti, así se llamaba la jovencilla, le correspondía con ese amor tibio de la mujer que sacrifica en aras de la vanidad, ciega y estúpida, todas las facultades de su alma.
Una tarde fue á llevarle la banasta como siempre, y como siempre se asomó á espejarse en las ondas tranquilas de la mar. Nunca le había parecido tan unida y trasparente.
Nelo la llamaba en vano... Kiti, lejos de prestarle atención, avanzaba en pos de aquellas mágicas ondas que la atraían, reproduciendo mil veces su bello rostro; siendo las últimas las que mejor sabían reproducirlo.
—Vén, la decía con tiernísimo acento el pescador desde la playa; vén, Kiti, vén...
Kiti, fascinada por un extraño vértigo, seguía á las ondas, saltando de risco en risco, apoyándose sobre las ninfeas, plantas acuáticas que se asoman á la superficie del agua.
Llegó al último escollo, se deslizó su pie, y las ondas pérfidas la arrastraron consigo hasta el abismo....
Un grito de espanto se elevó en la playa: muchos pescadores se arrojaron al mar; otros muchos saltaron sobre sus lanchos y recorrieron la costa: Kiti no pareció!
¡Tres días trascurrieron, y, á pesar de todas las pesquisas, Nelo no pudo hallar ni aún el cadáver de su amada!...
En la noche del tercer día, el infeliz estaba solo en la playa, y lloraba amargamente. Poco á poco vió que la atmósfera se iluminaba, y ceñía la superficie del mar una ancha faja de plata, que iba tomando todos los colores del arco iris, hasta convertirse en un volcán de fuego.
Luego brotaron de aquel volcán millares de estrellas que vinieron á juguetear sobre las ondas, y, por ultimo, pirámides luminosas, y girándulas resplandecientes, y meteoros rojos que subían y bajaban, convirtiéndose en brillante espuma, ó perdiéndose entre las nubes, de modo que el más hábil pirotécnico no podría presentar un luego de artificio más bello y sorprendente.
Si Nelo no hubiese tenido la imaginación tan exaltada, hubiera recordado que había visto cien veces esto fenómeno llamado fosforecencia de la mar, y que es producido por la aparición repentina de ciertos animalitos luminosos, y la descomposición de las plantas marinas y los peces; pero, lejos de eso, se sintió embargado de terror, y mucho más cuando vió surgir, de en medio de aquél brillante círculo, una barquilla de nácar que, al romper las ondas, dejaba tras sí una larga estela de fuego.
En la barquilla iba una graciosa hada, que se acercó á la costa, y le dijo tocándole con su varita mágica:
—Kiti ha recibido el castigo de su estúpida vanidad, y vivirá para siempre en el tenebroso abismo, si la fe y el amor no la rescatan, Hacia donde se pone el sol hay una montaña de cobre, y en su cúspide un lago verdoso guardado por un gigante.
Preciso es que llegues allí, desafiando los peligros del camino; preciso es que venzas al gigante, y te arrojes en el lago.
Nelo, sin escuchar más, se levantó: encomendó sus redes á las Nereidas, ninfas de los mares, y emprendió su viaje.
Anduvo mucho tiempo.
Primero se vió obligado á cruzar por una ciudad cuyos muros chocaban entre sí como dos yunques, luego por un ejército de iracundos combatientes, y al fin tuvo que vadear un río de fuego.
La fe y el amor le sostuvieron. Llegó á la montaña de cobre, venció al gigante, y se precipitó en el lago.
—¡Bien venido seas! exclamó un enorme pez sobre cuyo dorso había caído. La fe te ha hecho triunfar de todos los obstáculos, y voy á conducirte al palacio de la Reina de los mares.
En efecto. Nelo se halló en el fondo del Océano montado sobre un delfín, cetáceo de nueve pies de largo, negro por encima, azul oscuro por los costados, blanquecino por debajo, que tiene el hocico agudo, la boca grande, los dientes cónicos, y los ojos muy pequeños, adornados de pestañas.
Después de haber examinado con sorpresa su extraña cabalgadura, Nelo no pudo menos de contemplar el magnífico paisaje que le rodeaba, cubierto de una vegetación lozana y majestuosa.
Allí, del mismo modo que sobre la tierra, hay risueños valles; montañas, cuya alta cima forman nuestras islas; praderas arenosas y oscuros antros, en los cuales parece no existir la vida, como se observa en los picos elevados y cubiertos de nieve de nuestros montes.
Nelo veía pasar á derecha é izquierda numerosas bandadas de peces, de todos tamaños y colores; los unos, de escama trasparente, se hundían en las profundidades, nadando con una rapidez extremada al través de las rocas; los otros, que parecían no tener más objeto que hacer ostentación de su brillante armadura, bogaban tendidos sobre navecillas, compuestas de plantas marinas.
—También en el seno del mar existen seres activos y perezosos, dijo Nelo.
—Estos son los menos, exclamó el Delfín; si conocieras su industria, si pudieras admirar su atrevida arquitectura, no pensarías del mismo modo. Mientras llegamos al Palacio, quiero hacerte admirar algunas de sus obras.
¿Ves ese bosque encarnado? Pues es un bosque de coral.
Ahora bien, vosotros encarecéis la industria de la abeja y de la hormiga, y no sabéis que es un pólipo diminuto el que labra esos elegantes tubos, para que le sirvan de palacio, y que es tan asiduo y tan prodigioso su trabajo, que se encuentra en el Océano muchos escollos, y hasta islitas de coral.
¿Sabes tú lo que son pólipos? Unos animalitos gelatinosos, cuyos nervios están distribuidos al rededor de un centro, y cuya boca, rodeada de dientes, conduce á un estómago simple, ó seguido de intestinos, en forma de vasos.
La producción que voy á mostrarte ahora no es tan bella, pero sí más útil. ¿Ves esa sustancia de color gris amarillento, adherida á las rocas, como el musgo á vuestras peñas? Pues es una masa flexible, llena de tubos de figura irregular, que sirve igualmente de habitación á ciertos pólipos.
Vosotros la llamáis esponja, y después que los intrépidos buzos descienden, arrostrando mil peligros, para arrancarla de las rocas, forma la principal riqueza de los bazares de Oriente.
Otros pólipos hacen cosas más admirables todavía.
Ahí tienes una madrépora, cuerpo marino de naturaleza de piedra, lleno de pequeños agujeros, armados de laminillas en forma de estrellas, las cuales están trabajadas por unos animalitos, que por lo común son blancos.
Sus brazos se agitan con las oscilaciones de las ondas, como tantos hilos imperceptibles, y agarran las presas que nadan en derredor.
Producto incesante de los pólipos que la habitan, la madrépora va creciendo, creciendo, y después de muchos siglos de trabajo, acaba por llegar al nivel de las bajas mareas. Faltando entonces el alimento necesario á los infatigables arquitectos, la madrépora en vez de crecer se ensancha. Los años pasan, la construcción aumenta, y ocupa un espacio dilatado. Allí, en donde ayer la sonda no podía encontrar fondo, hoy se eleva un risco; mañana el risco se convertirá en escollo, y más adelante en isla, porque el choque de las aguas desgaja sin cesar lo cima de la madrépora, y aglomera sus escombros sobre la superficie, mientras las aguas del mar traen las algas, que deben cubrirla de verdura.
Luego, las corrientes que atraviesan el Océano arrastran consigo, tan pronto árboles que no han perdido su follaje y esconden en su tronco insectos y nidos de aves, tan pronto frutos y semillas que se detienen en la nueva isla y la fecundan. Los cocoteros, cuyas raíces buscan el agua, son los que empiezan la conquista. Más tarde los vientos traen los gérmenes invisibles de las plantas y las flores, y más tarde aún, un navio que naufraga arroja sobre ella hombres y animales; hombres que se prosternan reverentes, y, en nombre de Dios, toman posesión de la virgen tierra, que ayer era desnuda roca, y en los lejanos siglos un pólipo invisible!...
Los abismos del mar encierran tantas maravillas como las que contemplamos en la tierra. La mano del Creador las ha sembrado con profusión hasta sobre el más humilde insecto, hasta sobre el más leve átomo de polvo!
Al lado de las colosales ballenas, del enorme tiburón, de las elegantes focas, le mostró los Vellelas, animalillos que, á manera de piraguas, movidas por una vela trasparente, maniobran en la superficie del mar, bogando con millares de remos azulados, y los Feroes, diáfanos como el cristal, que descomponen la luz y agitan, sus membranas labradas, semejantes á los prismas que retratan al sol en todo su brillo..
También le mostró los Fisófofos, que ostentan sus bellas ruedas de rubíes y ópalo, sostenidas por globos cristalinos, mientras las Stefanomias extienden sus trasparentes miembros, semejantes á las hojas de la enredadera. Las suaves ondulaciones de sus tallos, matizados de tintas sonrosadas y azules, presentan la imagen de una guirnalda de flores; pero si por casualidad cae alguna presa cerca de ella, la planta se anima, y salen centenares de lenguas por debajo de las delicadas hojas que las sirven de defensa.
Izóle también observar los estraños é ingeniosos medios, por los cuales los moluscos pequeños se defienden de los grandes: como la Jibia que, para escapar de sus perseguidores, se sumerge, rodeada de una tinta negra quo vierte de su cuerpo, y las Medusas quo, por una fusión instantánea, se resuelven en un fluido diáfano, como las aguas que las cercan, combatiendo, áun en esto estado, á su enemigo, y recobrando su primitiva forma después de pasado el peligro.
—Como vuestras aves viajeras, prosiguió el Delfín animándose, tenemos nosotros también pocos que viajan de un polo á otro polo, y llegan en el momento oportuno para recoger el botín que la naturaleza los ofrece en las lejanas costas unos gusanitos que nacen en cierta época del año, en las de Flandes y de Holanda, obligan á los arenques á partir en colonias numerosas de los mares del Norte, yendo quizás á perecer en esas playas, en donde vosotros, crueles, os complacéis en destruirlos!
¡Ah, qué fuera de los míseros labradores del Mediodía, si durante el invierno no tuviesen para alimentarse los despojos de los peces que han nacido entre los helados témpanos del polo, y que, cediendo á un ansia codiciosa, abandonaron las riberas patrias!
El Delfín era locuaz, y más cosas hubiera dicho á Nelo, sino hubiesen llegado delante del palacio regio.
Este estaba formado de corales, y el techo de conchas de variadísimos colores. Las había semejantes á esos ramilletes de rosas que encantan nuestros ojos durante la primavera, mientras las del Norte, de tintes más oscuros, recordaban las flores del otoño. Las unas pendían del techo en grupos caprichosos; las otras se elevaban formando bellas cúpulas.
En el elegante peristilo, la vegetación submarina ostentaba todo su esplendor, y los colores verde oliva, violeta y púrpura de sus hojas, se mezclaban agradablemente, formando un conjunto nuevo y delicioso.
Cubrían las puertas del palacio cortinajes de un tejido brillante, que parecía seda, y resulta de los filamentos que unas conchas grandes depositan sobre las rocas, completando su ornamento guirnaldas de perlas de un tamaño enorme.
En cuanto á los salones, cuyas alfombras eran de finísima arena, estaban profusamente adornados con estalácticas de todos colores, y los rubíes, záfiros, diamantes, y otras mil riquezas que los codiciosos hombres se dejan arrebatar por las ondas mugidoras.
Cuando el pescador llegó delante de la Reina, resplandeciente de majestad y belleza, ésta llamó á Kiti, que gemía en un oscuro antro, y dijo, sonriendo á Nelo, cuya confusión era suma:
—Tus lágrimas, joven, me han vencido: he devuelvo á tu frívola desposada. Llévala en buen hora; pero si antes de salir de mis dominios cede á un sólo movimiento de vanidad, jamás volverá á ver la luz del sol.
La Reina los hizo entrar en una graciosa piragua, cargada, ya con sus ricos dones, y ambos amantes se alejaron.
Atravesaron los profundos senos, llegaron á la superficie de las aguas, y saludaron con indecible júbilo un hermoso rayo de sol, que vino á juguetear sobre las aguas.
¿Por qué vió entonces Kiti sobrenadar junto á la barca dos conchas abiertas que ostentaban dos riquísimas perlas? ¿Era una prueba de la inflexible hada?
—¡Cuán hermosa estaría si me adornase con ellas! murmuró la joven imprudente.
Nelo la hizó extender la mano, abarcar las conchas...
Soltó un grito de terror, y casi en el mismo instante retumbó el trueno, brilló el rayo, las ondas se encresparon, y la frágil piragua zozobró, quedando envuelta entre aquellos montes de plata, que se elevaban mugiendo hasta los cielos!
Cuando Nelo volvió á abrir los ojos, se halló tendido en la playa, rodeado de pescadores que le prestaban sus auxilios.
¿Había sido verdad su peregrinación á los profundos abismos de los mares? ¿Había sido un sueño de su exaltada fantasía?
* * *
Nelo vivió muchos años: vivió muchos años triste y solitario.
Cabizbajo siempre y sombrío, jamás hablaba con nadie, pero cuando veía á
una tierna jovencilla anteponer la vanidad á todo, y
entregarse con exceso á los afanes de una frívola compostura, la contaba
con voz lúgubre y pausada la historia de la pobre Kiti.
Ruth y Noemi
En los años del mundo 2,706, estando gobernados los hebreos por uno de sus últimos Jueces, sobrevino una horrorosa carestía, que desoló la Palestina.
En tal conflicto, los ancianos estimaron conveniente emigrar con sus familias y rebaños á otras más fértiles comarcas.
Fué uno de ellos Elimelech, de la tribu de Judá, habitante de Belén, El cual con su mujer Noemi, y dos hijos, llamados el uno Mahalón y ol otro Chelión, buscó un asilo en la deliciosa tierra de Moab.
Gozaba fama de varón justo y prudente, y fué recibido con singular amor por los Moabitas, poro ¡ay! que aquí la dicha es vana sombra! Apenas Elimelech empezaba á gozar de las dulzuras que ofrece la abundancia, cuando descendió rápidamente á la tumba, dejando una viuda y dos huérfanos, quienes privados de su apoyo, se casaron con dos jóvenes idólatras, pertenecientes á las más nobles familias de Moab: Mahalón con Orla, Chelión con Ruth.
Para castigar tal vez esta alianza, Dios arrebató á Noemi sus dos hijos, y en vez de una viuda fueron tres las que lloraron sobre una misma sepultura.
La infeliz Noemi, agobiada de dolor, resolvió abandonar el país donde había perdido á cuanto amaba, y volver á los sitios habitados por el pueblo de Israel.
Rayaba el alba cuando se puso en camino acompañada de sus dos nueras, que la honraban como á su señora y la respetaban como á madre; pero así que llegó á la orilla del Jordán se detuvo, y las dijo con voz triste y conmovida:
—Adiós, mis queridas hijas, quedaos en el riente país en donde tenéis padres, hermanos, amigos y bienestar!... Dejad que yo, envuelta en el negro manto de las viudas, vaya á buscar entre los míos un asilo, en donde ocultar mi perpetuo y triste llanto!... Ojalá que el Dios á quien adoro, os otorgue, almas tiernas y bellas, la copa del néctar delicioso, supuesto que os habéis estremecido conmigo de alegría al oir los mandatos de aquellos que ¡ay de mí! no existen, y me habéis dado con efusión el dulce nombre de madre. Adiós, adiós, hijas queridas, tomad mi bendición y sed felices!...
Noemi quiso alejarse al decir esto, pero las dos viudas se postraron á sus plantas y la pidieron con lágrimas que las dejase compartir su desventura.
¡Oh, qué noble, qué bella, qué sublime lucha sostuvieron entonces aquellos tres amantes corazones!
—No hijas mías, no, decía Noemi, ¿qué podéis esperar de una viuda pobre y desolada, sino dolor y llanto?... Volved el pensamiento á vuestra patria, en donde os aguarda tal vez el esposo que debe colmaros de alegría!... Sienta mal á vuestra juventud el manto lúgubre de las viudas!... Id, hijas queridas, id!... ¡No aumentéis mi desventura con el negro cuadro de la vuestra!...
Orla, vencida por estas razones la dió un tierno beso, y tomó tristemente el camino de Moab; Ruth permaneció inmóvil con los ojos fijos en el suelo, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Hija, esclamó Noemi con trasporte, ¿por qué no sigues á tu cuñada? ¿por qué te obstinas en quedarte?
—Madre, respondió Ruth, cuyo acento era firme y enérgico; me has llamado hija en la prosperidad, quiero serlo también en la desgracia! Adonde vayas iré: tu Dios será mi Dios: tu pueblo será mi, pueblo!... en el mismo lugar, ó poblado, ó desierto, en donde trascurra tu vida, trascurrirá la mía, y se alzarán la una junto á la otra nuestras olvidadas sepulturas. No insistas: lo he resuelto!
Noemi, vencida por tan noble obstinación, se arrojó en sus brazos, y vertió sobro su pecho las primeras lágrimas de gozo, después de tantas amarguras.
Luego ambas, cogidas de la mano, ambas hablando de sus queridos difuntos, emprendieron el camino de Belén.
Por todos los pueblos por donde pasaban, salían los habitantes á verlas, y las mujeres esclamaban, ofreciéndolas sus dones:
—Esta es Noemi, aquella célebre Noemi, que, ni dejarnos, nos dejó sumidos en el luto y la tristeza.
—¡Ah, no me llaméis Noemi, que en hebreo quiere decir hermosa, respondía la viuda; llamadme Maru, es decir, la que está llena de amargura, la solitaria, la afligida, á la que Dios, sin duda por sus culpas, ha despojado de todos sus bienes en el mundo! ¡Por aquí pasé hace diez años con mi marido, con mis hijos, seguida de mis criados y rebaños: hoy vuelvo peregrinando sin séquito y sin familia!
Así atravesaron los pueblos de más allá del Jordán, y llegaron á Belén á la entrada de la primavera cuando en la tierra de Judea se hacía la recolección de la cebada.
Noemi volvió á habitar la casa, testigo de su anterior grandeza, y hubiera sucumbido á su dolor, si Ruth no hubiese velado junto á ella, como el ángel del consuelo. Pero su miseria era extremada.
—Madre, la dijo Ruth un día, tu Dios es mi Dios, y su ley es también mi ley. Por ella está aquí permitido á los pobres, á los peregrinos y á las viudas, espigar en los campos de los ricos: ¿me permites que lo haga?
Noemi la estrechó la mano y nada dijo.
Ruth salió de la ciudad, y se dirigió á un campo lleno de segadores. Colocóse modestamente detrás de ellos, y fué recogiendo las espigas caídas ú olvidadas, y haciendo sus hacecitos en silencio.
Aquel campo pertenecía al rico y virtuoso Booz, y hé aquí que, volviendo de la ciudad, entró en él, y, reparando en la tímida espigadora, preguntó quien era.
—Es, le respondieron, la joven que Noemi ha traido de Moab; la que ha dejado su casa y su bienestar por seguir á una anciana viuda y desvalida; la que tiene admirado á todo Belén por su virtud, por su humildad, por su dulzura; es la viuda de Chelión; es Ruth, la bella, prudente y generosa Ruth.
—Hija, dice Booz, acercándose á la joven, no vayas nunca á espigar á otro campo que al mío, ó más bien diviértete en segar con las otras jovencillas, y, cuando llegue la noche, llévate cuanta cebada, ya separada del grano, gustes de llevarte. Comerás con mis gentes, y quiero que, por tus virtudes, todos te respeten como me respetan á mí mismo!
¡Oh, con qué júbilo volvió Ruth á su casa por la noche, llevando á Noemi una parte de su comida y una buena provisión de grano!
Cuando Noemi supo que había espigado en el campo de Booz, alzó las manos al cielo en actitud de darle gracias, y la ordenó que todos los días fuese á trabajar con los segadores.
Y todos los días fué la humilde y obediente Ruth, y cada día obtuvo más elogios de Booz, por su laboriosidad y compostura.
—Escucha, la dijo Noemi: Dios ha dispuesto así las cosas, para premiarte de cuanto has hecho por una pobre anciana! Sabrás que aquí es costumbre que, cuando una mujer queda viuda, el hermano de su marido, ó su más próximo pariente, la tome por esposa, y Booz era pariente de Elimelech.
Ruth fue llevada un día con gran pompa á casa del rico Booz, que la dió el nombre de esposa, y Noemi, la ya feliz Noemi, tuvo el placer de contemplar sobre sus rodillas á un hermoso niño, llamado Obed, perpetuador de su casa y de su nombre.
Ruth tuvo por descendiente al rey David, y de su posteridad nació el Mesías, el Salvador del mundo!
¡Hé aquí el bello premio que Dios concedió á su abnegación y á sus virtudes!