Cuenta, anciano, cuenta... El fuego chisporrotea en el hogar, la nieve cae en grandes copos, cuando la noche es lóbrega y el cierzo silba á lo lejos, las fantasmas de la antigüedad se presentan á nuestros ojos envueltas en un ropaje más fúnebre y misterioso... Cuenta, cuenta.
Esto decían algunos peregrinos, sentados junto al hogar de una cabaña, no muy distante de Jafta, dirigiéndose á un anciano de blanca barba y aspecto venerable.
El anciano empezó así:
—¿Habéis visitado alguna vez la pintoresca Cataluña? ¿Habéis tenido la dicha de contemplar los bellos cambiantes de su cielo, el rico manto de follaje que cubre por doquier la tierra?
¡Ah, tal vez el amor patrio ciegue mis ojos; pero no hallo montañas tan agrestes como sus montañas, no hallo ciudades tan ricas como sus ciudades, no hallo ríos, no hallo armonías tan deliciosas como las armonías de sus florestas. ¡Oh, mi bendita Cataluña! ¡Oh, afortunado país, en donde, como las flores brotan en los prados, brotan espontáneamente de las almas evangélicas virtudes...
El anciano calló, y fijó sus ojos en el espacio como si contemplase un invisible objeto...
—La historia, la historia, gritaron á coro los circunstantes.
El anciano se pasó la mano por la frente, y repuso con tristeza:
—¿Habrá algún campo de trigo en donde no crezca la cizaña? ¡Cataluña, la privilegiada Cataluña, patria de tantos héroes, también ha dado el sér á almas pérfidas y viles!...
Es una historia de ayer la que voy ó contaros. ¡Ayer!... ¡Estamos en 1102, y han pasado ya veinte años! ¡Ayer, hoy!... ¡Dos puntos en la fugitiva marcha de la vida!...
Entro San Celoni, la antigua Seserra de los Romanos, y una venta situada entre peñascos, á la que se designaba con el nombre de Hostalrich, hay un lugar deliciosísimo, que acaso no tenga rival sobre la tierra. Gargantas inaccesibles y amenos vallecitos, bosques de árboles seculares y praderas esmaltadas de flores, espumosas cataratas que se precipitan de lo alto, arroyuelos que se cruzan murmurando, fieras que rugen en las selvas, ecos profundos y misteriosos, piedras que se desgajan, y alegres avecillas, insectos zumbadores, y auras que suspiran; todo está allí reunido en un gran cuadro, al cual sirve de marco un espléndido horizonte. Cuadro en el cual se hallan todos los matices, en el cual se agrupan y destacan todos los contrastes, para formar un conjunto de majestad, gracia y belleza.
Era una tarde triste y nebulosa, en que las azules nubes del cielo bajaban á confundirse con las azuladas brumas del Tordera.
Yo estaba apacentando mi rebaño, cuando oí á lo lejos una inusitada algazara, que vino á despertar bruscamente los apagados ecos de los montes, y bien pronto una alegre cabalgata atravesó el puente de piedra que cruza el río no muy lejos de San Celoni.
Era que Ramón Berenguer, y Berenguer Ramón, los dos apuestos Condes de Barcelona, los dos ilustres hermanos que acababan de repartirse entre sí el poder supremo, se holgaban por entre aquellas breñas mientras se dirigían á Gerona, distrayendo su brío con el noble ejercicio de la caza.
Ambos eran jóvenes, ambos eran bellos, ambos parecían felices... ¡Ay! si el tiempo es un breve punto, ¿qué será la dicha humana?
El narrador se interrumpió bruscamente.
—¿Qué tenéis, peregrino hermano? preguntó, dirigiéndose á otro viejo, que estaba sentado fuera del círculo, en el ángulo más apartado de la estancia, y cuya súbita agitación era visible...
—¡Es mudo! ¡es mudo! exclamaron los peregrinos. El infeliz está débil y enfermizo, y ni áun tiene voz para implorar la caridad ajena...
—¡Dios mío! murmuró el narrador con triste acento.
Luego repuso:
—Yo tenía un corderillo blanco, blanco como la nieve antes de tocar la tierra.
El conde Ramón, cabeza de estopa, y su hermano Berenguer se apartaron de su séquito y se dirigieron hacia donde estaba yo; pero el caballo del segundo tropezó con mi blanco corderillo, é indignado el ginete por la avilantez del inocente animal que le estorbaba el paso, le atravesó con su espada.
El corderillo fijó en mí sus moribundos ojos: yo lancé un grito, corrí á ampararle entre mis brazos, é impidiéndome el respeto prorrumpir en quejas, me senté al borde de un arroyo, procurando restañar la sangre que brotaba de la herida.
He aquí el rápido diálogo que se entabló entre ambos hermanos.
—¡Linda hazaña! exclamó el conde Ramón.
—Todos los que me ofendan morirán de esta manera, dijo Berenguer.
—¿Por qué me miras así? ¿Te he ofendido yo acaso?
—¡Quizás!
—En qué? No he sucumbido á todas tus exigencias? ¿No he procurado mejorar en todo lo posible la parte que te cupo en la herencia de nuestro padre'?
Berenguer guardó silencio.
—Hermano, prosiguió Ramón con tristeza, empiezo á creer que es mi felicidad la que te ofende! Desde hace quince días, desde el nacimiento de mi hijo, te hallo más duro, más violento... ¡Guay, hermano, guay! Me han dicho que conspiras; ¡guay si se trocase en león el manso corderillo!...
Luego, cual si quisiese romper el penoso diálogo, se volvió hacia ni, y como para indemnizarme de mi pérdida, me arrojó un anillo de oro.
Los dos hermanos se alejaron en silencio, internándose en la espesura; pero no sé que tenía de siniestra la mirada que Berenguer clavó en su hermano, al ver que éste reparaba el mal que había causado, que encomendando mi rebaño al zagal, seguí los pasos de ambos desde lejos...
—¿Y qué visteis? preguntaron con creciente interés los peregrinos.
El anciano guardó silencio un breve instante, y después prosiguió con tono misterioso:
—La noche iba sobreviniendo oscura y triste, como triste y oscura había sido lo tarde.
Los cortesanos aguardaban impacientes la vuelta de sus señores, y sin saber por qué, un raro presentimiento comprimía sus almas.
Por fin, resolvieron ir á buscarlos, se dividieron en varios grupos y se dispersaron en distintas direcciones.
Uno de esos grupos llegó al sitio que aun hoy so designa con el nombre de la Perxa del Astor.
¡Ah, la Providencia se vale de extraños medios para revelar al mundo los más ocultos delitos!
Los cortesanos divisaron sobre la rama de un árbol el Azor que el conde Ramón llevaba en la mano. Era su Azor favorito, y el ave de rapiña le pagaba su preferencia con una fidelidad extremada. ¿Cómo, pues, había podido abandonar á su dueño? ¿Cómo estaba en aquel sitio?
Llenos de sorpresa los fieles servidores, quisieron abalanzarse á la rama para cogerle; pero el Azor aguardó á que se acercaron, y luego levantó el vuelo, batiendo las alas poco á poco, unas veces rastreando sobre lo tierra, otros veces describiendo círculos al rededor de los cortesanos, cuando éstos se detenían perplejos, y otras, por fin, adelantándose á ellos, como si quisiera marcarles el camino por donde debían ir en busca de su dueño.
Acaso por inspiración divina los cortesanos le fueron siguiendo, y el Azor no detuvo su vuelo hasta llegar á un lago, que después se llamó el Gorch del Conde, y esta situado antes de llegar á la ribera del Esparra, al pie de un grandioso valle, sobre cuya cima se posó, dando lastimeros graznidos.
I.a oscuridad era ya completa: encendiéronse hachones, y á su luz rojiza divisaron un cadáver que flotaba sobre las aguas turbias y ensangrentadas...
¡Ay! pobre niño recién nacido, huérfano va de padre! ¡Ay infeliz Mahalta, convertida de esposa en viuda! ¡Ay triste y desdichada Barcelona, que perdiste para siempre á tu adorado Conde!
Berenguer sobrevino dando lastimeros gemidos, retorciéndose las manos con desesperación ni ver el sangriento cuerpo de su hermano, y entregándose á tales extremos de sorpresa y dolor, que todos se sintieron conmovidos.
La alegre cabalgata se trocó en fúnebre cortejo, los gritos de placer en dolorosos ayes...
Colocaron el cadáver en un féretro y se dirigieron á la hermosa ciudad que espeja en el Ter sus altas torres.
Siguióles el Azor pausadamente, deteniéndose en la cima, de los árboles cuando ellos se detenían, volando cuando proseguían su marcha, hasta ir á posarse sobre la puerta de la Catedral de Gerona.
¡Allí permaneció durante el entierro del cadáver, allí murió al finalizarse la solemne ceremonia! ¿Qué mucho que llorase Cataluña al noble Conde, si un ave espiró de dolor al verle muerto?
Por eso los gerundenses colocaron una figura de madera que representaba al fiel Azor sobre la puerta en donde se posó, cuando vino acompañando al féretro, para enseñar á los siglos venideros, que si hubo para deshonra de Cataluña un homicida pérfido y abominable, fué tan grande el pesar de los buenos y leales que hasta participaron de él las aves de rapiña.
—Pero ¿quién fué el homicida? preguntaron los circunstantes.
—Cuando el fúnebre cortejo que traía el cadáver del desdichado Conde llegó á las puertas de la Catedral, salió el cabildo á recibirle, y con sorpresa de todos, el chantre, en vez de entonar el responso acostumbrado en tales casos, cantó en alta y sonora voz muchas veces: Ubi est Abel frater tuus?
Agitóse el inmenso pueblo que había acudido llorando, al oir estas palabras; sobresaltáronse los caballeros y quisieron imponerle silencio, pero el chantre repetía cada vez con mayor fuerza el versículo citado.
—¡Milagro! murmuraron los peregrinos.
—¡Milagro no! gritó el narrador. El chantre era hermano mío, y en sus brazos corrí á refugiarme lleno de espanto por el crimen que había visto perpetrar en los bosques solitarios...
Yo dejé el cayado por la espada, yo fuí quien hice resonar por todos los ámbitos de Cataluña esa palabra fratricida, que persiguió el Conde Berenguer en medio de su esplendor; yo quien reunió aquellas célebres Córtes que le arrancaron el poder y se declararon protectores del Conde niño; yo, en fin, quien le seguía por todas partes para murmurar incesantemente á sus oídos: fratricida... fratricida...
¡Ah el cielo fué justo! Mi espada manejada con torpe diestra hizo pedazos en singular combate su espada vencedora, y entonces, Caín, convicto de su crimen, declarado homicida y traidor por los jueces del combate, hubo de huir de España, vestir el hábito penitente, y habiendo, por la fuerza del dolor ó por castigo de Dios, perdido el habla, vagar por la tierra, mudo, enfermo, mendigo y despreciado!
Interrumpióse bruscamente el anciano.
La llama chisporroteaba en el hogar, la nieve seguía cayendo, el cierzo silbaba entre la maleza, arrancando lúgubres ecos á los montes... La naturaleza parecía revestir de siniestra majestad aque- lia terrible escena...
¡Postrémonos y oremos! dijo. Oremos para que su alma purificada por la expiación, pueda hallar gracia todavía ante el tribunal del Eterno...
Todos cayeron de rodillas y oraron con fervor.
¿Habrá Dios oído sus preces?
Los santos peregrinos creyeron que sí, porque el cierzo cesó de mugir, y un hermoso rayo de sol naciente, penetrando por entre las desquebrajaduras de la puerta, inundó de luz el aposento.