El Hada del Viejo Tilo

Ángela Grassi


Cuento


Perdido entre las asperezas de los Alpes, no muy lejos del país de los Grisones y en el centro de la cordillera del Arlberg, allí donde nacen el Sech y el Inn, dos caudalosos ríos que van á morir en el Danubio, existe un risueño vallecito cubierto de árboles, cruzado de arroyos que dan sombras y murmullos á una humilde aldea.

El valle está formado por dos altísimos picachos, sobre uno de los cuales descuella el antiguo castillo de Asburg, y sobre el otro un monasterio, en donde castas vírgenes elevan á Dios sus oraciones.

En medio de aquella agreste y majestuosa naturaleza, alumbrados por los plácidos fulgores de aquel sereno cielo, los habitantes del valle se entregan á esas misteriosas y poéticas creencias, tan familiares en Alemania; y no hay un árbol, una flor, un lago, que no tenga su mística leyenda.

Cuando tuvo lugar el suceso que voy á referir, era un domingo por la tarde. ¿De qué siglo, de qué año? No lo sé, nadie lo sabe!... El cielo estaba entoldado, las campanas del monasterio doblaban tristemente; en el castillo los antiguos servidores iban y venían con ademán consternado, y sin embargo, en el valle, los aldeanos y las aldeanas bailaban en derredor de un viejo Tilo.

Era un Tilo enorme, que extendía pomposamente en torno su ramaje. Su historia era tan antigua como las chozas del valle. Bajo su sombra habían bailado sus primeros habitantes; delante de él habían pronunciado sus amantes juramentos, y por esto la adoración, trasmitida de padres á hijos, había ido tan lejos, que le suponían habitado por una hada benéfica, protectora de la aldea, y por esto, en fin, le hacían siempre testigo de sus juegos, de sus risas, de sus cantos...

—Mejor haríais en interrumpir vuestra algazara, dijo la vieja Fidelia, acercándose al corro, apoyado en su nudoso bastón. ¡El señor de Asburg se muere!

Cesó al instante el baile, cesaron las alegres voces; poro no se oyó ni un acento de conmiseración, ni uno plañidera queja.

—Dios haya en bien su alma, dijo un joven pastor que estaba sentado al pie del Tilo.

Aquellas palabras produjeron un efecto extraño en medio del silencio universal.

—¿Cómo dices eso, Gotardo? exclamó Fidelia. ¿No sabes que si no hubiese desaparecido cierto documento, tú serías ahora dueño de esta comarca, en lugar de serlo su hija?

—Yo soy más rico que ella, dijo Gotardo sonriendo. Tengo dos ovejas blancas, y una pintada cabritilla; tengo una chocita risueña y aseada, tengo sol, pájaros y alegría.

—Pero en vez de llamarte Gotardo, te llamarías Asburg.

Gotardo se levantó rápidamente. Su dulce y expresiva fisonomía se tornó severa y amenazadora.

—Cálmate, muchacho, cálmate, exclamó Fidelia, no le lo decía por mal.

Pero no extrañes que nos sorprenda el oírte rogar por el que causó tu ruina.

La movible fisonomía del mancebo sufrió otra rápida transformación: su rostro se tornó pensativo y melancólico.

—Sí, dijo, ruego por él con toda el alma ¡Dios lo quiere, y la buena hada del Tilo lo quiere también...

Todos se agruparon á su alrededor, movidos por la curiosidad.

—¿La has vuelto á ver? ¿la has vuelto á ver? repitieron veinte voces á un mismo tiempo.

—¿Hay acaso algún desgraciado que no la haya visto en la hora de su infortunio? exclamó Gotardo. ¡Ah! ¿qué hubiera sido de nosotros, si la buena hada del Tilo no hubiese venido á conjurar los males que desencadenaba sobre nuestra frente ese infeliz que está al borde de la tumba? Como el alba sigue á la noche, como el iris á la nube tempestuosa, así siguen siempre sus beneficios á la negra desventura...

—¡Oh, sí! interrumpió una aldeana; ella nos dió dinero para reedificar nuestra cabaña, mandada incendiar por el señor, porque no le pagábamos á tiempo.

—Ella me socorrió cuando mi marido estuvo preso en el Castillo, dijo otra.

—Ella me trajo el perdón de mi hijo, añadió una tercera, de mi pobre hijo, condenado á muerte por haber cazado en los bosques del Señor.

—¡Ella, sí! ¡siempre ella! exclamó Gotardo con transporte; ¡oh, mi buena hada del Tilo! ¿habrá algún corazón que no te ame y te bendiga?

—¿Pero la has vuelto á ver? preguntó Fidelia.

Es una extraña aventura, murmuró el joven en voz baja.

—Cuenta, cuenta, exclamaron todos á la par.

Gotardo prosiguió con ademán misterioso:

—Sabéis que se me aparecía continuamente, ya al pálido fulgor de la luna, ya envuelta entre los resplandores de la aurora...

Cuando discurría solo, triste y meditabundo por las florestas, siempre la descubría repentinamente junto á mí, diciéndome con su voz dulce y argentina: espera, espera, espera.

Cuando ¡ha á rezar sobre la tumba de mi madre, siempre venía á mezclar con la mía su plegaria, y jamás la finalizaba, sin hacerme pronunciar una palabra de perdón para el Señor, una palabra de ternura para su hija Berta…

¡Berta!... ¡Pobre Berta!... ¡yo amo á esa niña pálida y melancólica como si fuese mi hermana!

Pero oid, oid... Una noche... hace ya muchos meses... cuando regresé á mi cabaña, ví que me faltaba una ovejita... Salí á buscarla.... recorrí montes llanos;... la niebla era espesa, la noche lúgubre, el aire frío y penetrante... Al atravesar un torrente, ví surgir delante de mí una forma negra y vaporosa... Me detuve; quise retroceder...

—Gotardo, gritó la viejecita hada del Tilo, pues era ella, Gotardo, te traigo tu amada oveja, que por venir á buscarme se ha perdido en la espesura.

En efecto, la blanca oveja vino hacia mí saltando y balando de contento.

—Y ahora escúchame, añadió el hada con tono solemne. Hace algún tiempo que andas triste y cabizbajo: ¿por qué sufres?

—¿Cómo? interrumpió un pastor con cándida sencillez, ¡es hada y lo ignoraba!

—¡Hum! dijo Fidelia en voz baja, yo creo que el hada y Berta son una misma cosa!

Todos se echaron á reir; Gotardo se encogió de hombros y prosiguió:

—Yo caí de rodillas, y la dije que amaba á Gilda. Gilda, la hija del Burgomaestre, la que debe en breve casarse con Arnoldo, el más rico pastor de la comarca.

¿Lo creeríais? Al oir mi revelación el hada se conmovió profundamente. Los sollozos levantaban su pecho; las lágrimas corrían por sus mejillas

—Sé tú feliz, ya que yo no puedo serlo, exclamó al fin entre suspiros. No temas, serás rico, serás esposo de Gilda.

Luego, yo no sé si subió por el estrecho sendero de la montaña, ó si se desvaneció en las nubes, lo que sé es que quedé solo con mi ovejita blanca Desde entónces no la he vuelto á ver más... ¡nunca más!

Gotardo calló, sumido en una meditación profunda.

En aquel instante las campanas del monasterio resonaron de nuevo, y en la torre del castillo ondeó una bandera negra.

—Vamos arriba, dijo Fidelia, vamos pronto, que el Señor se muere!

Los aldeanos se descubrieron, y subieron silenciosamente por la empinada cuesta que conducía al castillo, miéntras los ecos lúgubres y siniestros repetían por todas parles: muere... muere!...

En efecto, el señor del castillo estaba próximo á rendir su postrer aliento. En una espaciosa estancia, alumbrada por algunos cirios, se veía el lecho en dónde gemía moribundo el que había sido azote de sus míseros vasallos sin embargo, estos vasallos estaban agrupados en lo puerta, respondiendo con fervor á la oración entonada por los familiares del castillo y los sacerdotes, que formaban círculo en derredor del lecho.

Delante de todos se veía á Berta, la niña dulce y melancólica que iba á quedar huérfana en la tierra.

De repente el moribundo se estremeció, hizo un supremo esfuerzo, y señaló con mano trémula una redomita de cristal. Berta se abalanzó á ella, vertió el líquido en una copa y la presentó á su padre. El moribundo bebió ávidamente. Casi al instante sus ojos centellearon, sus brazos se movieron...

—Dios te ha oído, Berta, murmuró en voz baja. Me arrepiento, me arrepiento!... Que tus votos queden satisfechos!... En aquel rincón de enfrente hay unos papeles. Son los que acreditan el nacimiento de Gotardo...

Padre, padre. Dios os bendiga! exclamó Berta con celeste arrobamiento.

El moribundo quiso hablar aún, pero la vida ficticia que le había comunicado el cordial se extinguió rápidamente. Dejó caer los brazos á lo largo de su cuerpo, dejó caer la cabeza sobre el pecho de su hija... ¡Había muerto!

Berta soltó un grito de dolor, los circunstantes entonaron en voz triste el miserere.


* * *


Tres días después, Gotardo se hallaba sentado junto al hogar en su chocita blanca. En un rincón dormían las dos ovejas y la pintada cabritilla; á sus pies el perro fiel, guardián de su rebaño.

Era de noche. Gotardo estaba triste, porque Gilda debía casarse al día siguiente.

No obstante esperaba un milagro todavía. A cada chisporroteo de la lumbre, á cada sacudida que el cierzo daba á los endebles muros, á cada gruñido del perro, Gotardo se estremecía.

—Si fuese ella, pensaba. ¡Lo ha prometido, vendrá!

Pero las horas se sucedían las unas á las otras, lentas, uniformes, silenciosas...

Por fin el gallo cantó, anunciando la media noche, y la puerta de la cabaña se abrió de par en par, apareciendo en su umbral una viejecita.

—Aquí estoy! dijo con voz dulce y argentina, aquí estoy!

Traía en la mano una pequeña arca de hierro, y la depuso á los pies de su protegido.

—Gotardo, prosiguió, llevarás esto al Burgomaestre, y Gilda será tu esposa.

La voz de la viejecita al decir esto temblaba. Calló un instante, como si estuviese embargada por la emoción, y luego repuso:

—Júrame por el alma de tu madre, que cuando seas rico legarás una parte de tus bienes al hada del viejo Tilo, que estos bienes serán entregados al anciano más probo de la comarca, para que los administre en su nombre, y que su producto servirá para socorrer en lo venidero á todos los desgraciados.

—¡Lo juro! ¡lo juro! exclamó Gotardo, cayendo de rodillas.

Y ahora, adiós, repuso el hada tras un momento de silencio, adiós para siempre. Me voy á descansar en el seno del Eterno, supuesto que te dejo á tí para que continúes mi obra en este mundo!...

¡La vieja desapareció! ¿Cómo? ¿por dónde? Gotardo no lo supo.

Ocho días después las campanas del castillo y las campanas del monasterio tocaban á vuelo al mismo tiempo.

La unas pregonaban con sus lenguas de metal el casamiento de Gotardo, proclamado señor de Asburg, con la hermosa Gilda; las otras los esponsales de Berta con su Dios.

Desde entonces, el hada del viejo Tilo nunca volvió á aparecerse á nadie.

Algunos años mas tarde, cuando rayaba el alba de una mañanita de abril, los habitantes del valle vieron una llama azul salir del monasterio y remontarse al cielo.

Casi al instante oyeron que las campanas del monasterio tocaban á muerto. Es que Berta había dejado de existir.

—Lo he dicho siempre, exclamó Fidelia, dirigiéndose á los aldeanos, Berta era una santa, y ella y la buena hada del Tilo no formaban más que una misma cosa.

Si visitarais el Arlberg, veríais el árbol venerando, y oiríais referir á sus habitantes esta sencilla leyenda, añadiendo con lágrimas de gratitud, que allí no se conoce el infortunio, porque los bienes de la buena hada del Tilo, sabiamente administrados, sirven para ahuyentarlo de toda la comarca.


Publicado el 27 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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