El Misionero

Ángela Grassi


Cuento


En 1600 un humilde pescador de la costa de Andalucía dejó, como Pedro, sus redes y su barca para ir buscando en peregrinación la corona del martirio.

Llegó á América… Inútil es referir las penalidades que sufrió por el bien de sus hermanos, las persecuciones de que fué víctima, para marcar con sus huellas la senda de Jesucristo.

Un día atravesaba las sombrías florestas del Perú, cuando oyó resonar á alguna distancia una confusa gritería.

Era una horda de salvajes que atacaba con rabiosa furia una casita oculta en la espesura. La casita empezaba á arder, incendiada por sus cuatro ángulos: sus habitantes, padre, madre y tres hijos pequeñuelos, estaban ya atados á distintos árboles, próximos á sufrir una muerte acerba...

El misionero se lanzó hacia aquel sitio: ¡era uno contra ciento! sólo tenía su crucifijo para oponer á las armas enemigas!... ¡Pero no cuenta sus contrarios el soldado de Cristo! ¡no le arredra la muerte al que va buscando la corona del martirio!...

¡Oh, cuál fué el asombro de aquellos salvajes cuando contemplaron delante de sí á un anciano de blanca barba, débil, solo é indefenso! ¡Le recibieron con burlas y sarcasmos!

Pero el anciano se irguió majestuosamente, y vieron ceñida su sien con la santa aureola de la fe: el anciano habló, y su voz, llena de las dulces inflexiones que le comunica la caridad, penetró suavemente hasta sus almas.

La hoguera fué extinguida, las víctimas salvadas!...

Entónces los salvajes rodearon al misionero, preguntándole cuál era la magia con que los había cautivado; qué Dios simbolizaba aquel pedazo de madera en cruz que tenía en 1a mano.

El anciano no sabía cómo demostrárselo de una manera clara y evidente. En medio de su confusión, volvió en torno sus miradas, y vió que las negruzcas paredes de la choza estaban tapizadas de hojas verdes, y que entre las hojas asomaba una flor extraña.

Una inspiración divina iluminó su mente, arrancó la flor, y desmenuzándola, ofreció á los ojos de la ignorante turba aquella sublime Pasión de un Dios hecho hombre para salvar al hombre.

Los salvajes cogieron algunas de aquellas flores y se alejaron en silencio... El anciano siguió su peregrinación; atravesó muchos valles, franqueó muchos montes, dejando sembradas por todas parios las semillas de la fe.

Una noche llegó á una llanura árida ó inmensa, situada al pie de un monte.

Esparcidas por la llanura se veían algunas tiendas de campaña, y arrodillada en su centro una muchedumbre compuesta de hombres, ancianos, niños y mujeres.

¡Oraban!... Sus voces armónicas y cadenciosas eran repetidas por los ecos, repetidas por la brisa, que las mezclaba alegremente con los murmurios de las aguas y los suspiros de las aves, que cantaban su himno de despedida á los postreros rayos del sol que descendía al ocaso.

Al divisar al anciano, la muchedumbre se levantó, corrió hacia él y le colmó de bendiciones...

Eran los individuos de la salvaje tribu ante cuyos ojos había hecho brillar la luz del Evangelio, y cada uno llevaba en el pecho, como distintivo, una hermosa pasionaria.

Le llamaron padre, le rogaron que permaneciese á su lado...

Poco tiempo después, la desierta llanura se había convertido en ameno valle; las tiendas, en casas. Las casas tomaron una ciudad y en medio de la ciudad, descolló la atrevida torre de una iglesia.


Publicado el 27 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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