Auray era uno de los mejores relojeros de París, y si no había obtenido aún el honor de estar al servicio de S. M. el gran Luís XIV, era porque gozaba de este privilegio un anciano llamado Martinot.
Auray tenía un hijo, ó más bien dos hijos, pues desde su más tierna infancia había recogido á un sobrinito huérfano, llamado Sebastián.
Sebastián y Gerardo, su primo, se amaban como hermanos. Habían crecido juntos: juntos habían dividido sus estudios, sus juegos, sus placeres, y ambos, inteligentes y trabajadores, reemplazaban á Auray, ya viejo, en su difícil arte.
Los dos jovencillos eran igualmente buenos, amantes, generosos; pero, á medida que pasaba el tiempo, una negra nube había venido á ofuscar la antorcha de su cariño.
Es que Gerardo era la personificación de la industria material rutinaria, aunque primorosa; Sebastián el genio innovador y fecundo. Gerardo sólo sabía imitar lo que veía; Sebastián creaba.
Esto había valido al huérfano sinceras muestras de admiración y entusiasmo, y su primo empezó á dar cabida en su pecho á la negra envidia.
¡La envidia, hijos míos, deidad torva é implacable, que los antiguos pintaban con una tea en la mano, mientras con la otra intentaba arrancarse un áspid que le devoraba el pecho!
En un ingenioso cuadro que yo ví, la envidia iba huyendo de una ciudad incendiada, á la cual había puesto fuego con su antorcha destructora, y los edificios que se desmoronaban por todas partes, amenazaban sepultarla entre sus escombros.
¡Magnífica alegoría, porque la envidia, baja, traidora é irreflexiva, siempre consuma su propia ruina al par que la ajena! No hay vicio quo se convierta más pronto en verdugo de aquel que le rinde vasallaje.
Sin embargo, Auray murió, y su muerte pareció restablecer la armonía entre ambos jóvenes, porque Sebastián era de carácter dulce, modesto y tímido, y Gerardo creyó que sería árbitro de oscurecer su mérito.
Poco duró la tregua.
Sebastián amó y fué amado. Fué amado por Elena, una de las jóvenes más bellas y más virtuosas de París.
Su padre era también relojero, aunque oscuro, y se dió el parabién de tener por yerno á un artífice de mérito, que realzaría su comercio.
Cuando Sebastián, trasportado de júbilo, fué á dar tan feliz noticia á su primo, el furor de éste no tuvo límites.
Ya no le sería dable aprisionar en su mano los destellos del genio que envidiaba! Sebastián, puesto al frente de un establecimiento, pronto le haría prosperar, y llegaría á convertirse en su rival; rival temible, que oscurecería su fama por completo.
Era preciso impedirlo á toda costa.
Al cabo de un mes, la triste Elena, coronada de flores y con el corazón destrozado, se dirigía al altar para desposarse con Gerardo y ser una mártir en la tierra. Sus padres, cegados por la codicia, lo habían exigido así.
A la misma hora, Sebastián, pálido y delirante, llamaba á las puertas de un convento de Carmelitas.
La negra envidia debió soltar un alarido de triunfo, porque acababa de hacer dos víctimas.
Pasáronse tres años. Gerardo, inteligente y laborioso, había adquirido una justa reputación, y esperaba por momentos ser nombrado relojero de Palacio, pues Martinot había resuelto volver á su país nativo. Nadie se acordaba la del P. Sebastián, á excepción tal vez de la pobre Elena.
Pero la Providencia, que hace germinar la semilla en el momento oportuno, hace también surgir la ocasión de que aparezca y brille el postergado genio.
Carlos II, rey de Inglaterra, habia enviado á Luís XIV dos relojes de repetición, los primeros que se veían en Francia.
Los artífices ingleses, para ocultar la nueva construcción y reservarse su gloria y sus ventajas, habían hecho de modo que no se pudiesen abrir sino por medio de un secreto.
Quiso la desgracia, ó, mejor dicho, la fortuna, porque muchas veces surge el bien del mal, que los relojes se descompusieran, y ni Martinot ni Gerardo, ni ninguno de los demás artífices, pudieron atinar con el secreto.
Era una mengua para los pundonorosos franceses devolverlos á Inglaterra, confesando su impotencia, y el Rey y su ministro Colbert estaban consternados.
Entónces Martinot, sacrificando noblemente su amor propio en aras de la patria, dijo que él conocía á un joven hábil, único que pudiese sacarlos del conflicto, y nombró á Sebastián.
Gerardo quedó aterrado. ¡Su rival se alzaba de la oscura celda en donde creía haberle sepultado para siempre, y venía en el momento más crítico á amenazarle con su gloria!
En vano pretextó que ignoraba su paradero.
Colbert, cuyo celo era infatigable, supo descubrirle en el fondo del claustro, y le confió la obra.
Lo que había sido imposible para los otros, fué fácil para Sebastián. Púsose á trabajar con ardor, y ya estaba próximo á alcanzar el triunfo, cuando un lego le entregó dos billetes. Se los habían dado dos distintas personas, y ambas desconocidas.
—«Velad por el tesoro que os han confiado, decía el uno; no lo perdáis de vista ni de día ni de noche.»
—«Marta está moribunda, decía el otro; si no corres á sus brazos, morirá sin verte.»
Los billetes carecían de firma.
Sebastián quedó perplejo: Marta era su nodriza querida: pero los relojes eran un depósito sagrado.
Luchó largo rato entre su cariño y su deber, y, por último, fue á consultar al santo prior.
Llegó la noche; la noche oscura y tempestuosa.
Un hombre se deslizó cautelosamente á lo largo de la pared del convento, la escaló en el punto más bajo, atravesó la puerta, y bien conocido debía serle el camino, por cuanto se dirigió sin vacilar á la celda de Sebastián, penetrando por la ventana. Pero cuando quiso volver á salir, se halló rodeado de toda la comunidad, que llevaba hachones encendidos.
Por un movimiento rápido, el ladrón, al verse descubierto, cogió una enorme piedra, é hizo pedazos los relojes que traía en la mano.
Los monjes se abalanzaron hacia él para detenerle, pero retrocedieron horrorizados, lanzando un grito de sorpresa: era Gerardo.
Al día siguiente, el Rey, rodeado de su corte, mandó que llevasen á su presencia al envidioso y á su víctima.
Sebastián no sabía para quien había trabajado, y llegó á los pies del monarca, pálido, trémulo, confuso, pidiéndole gracia para su desdichado primo.
—No temáis, le dijo el Rey; su traición vil y baja merece un singular castigo; pero como yo sé que para el envidioso es preferible la tortura y áun la muerte, al tormento de presenciar el triunfo de aquél á quien envidia, este será el horrendo castigo que le imponga.
—Mira, añadió dirigiéndose á Gerardo, cuya confusión era suma; estos son los magníficos relojes que tú, en medio de tu cobarde saña, pensabas haber destruido.
Sebastián los ocultó por consejo del prior, colocando en su lugar dos relojes comunes.—Aquí están maravillosamente compuestos, para eterna gloria del artífice que ha salvado el decoro de su patria.
—Padre Sebastián, prosiguió, desde ahora mismo os concedo seiscientas libras de pensión al año, y quiero que el primer año os sea pagado al instante. Os pongo bajo la dirección de sabios académicos, para que os auxilien con sus luces en los muchos trabajos que voy á confiaros, y cuando se retire Martinot ocuparéis su puesto.