Fué en la gran ciudad de Lieja, centro de la activa industria flamenca, en donde sucedió lo que voy á referiros; en Lieja, la ciudad majestuosa y sombría al mismo tiempo, de calles angostas, dó no penetra el sol, de casas altísimas y negruzcas, pero de anchas plazas, de soberbios monumentos, de gigantescas torres; que se agrupa parte en el fértil llano, parte en anfiteatros sobre las primeras colinas del monte de San Walburg, y que se espeja á la vez en dos caudalosos ríos, el Mosa y el Vurthe, que multiplican cien y cien veces sus cúpulas en sus ondas temblorosas.
Ahora bien; en Lieja existe una grande y suntuosa iglesia, llamada de San Pablo, y en esta iglesia, aun hoy se admira una bellísima urna de oro, en donde están encerrados los despojos mortales de San Lamberlo, protector de la ciudad.
Y hé aquí la sencilla historia de esta urna maravillosa, tal cual la refieren los ancianos obreros, cuando por las noches se entregan al descanso, sentándose en torno de una enorme jarra de cerveza, que es su bebida favorita.
Era en 1049: agostábanse los postreros frutos del Otoño y la brisa se iba convirtiendo en cierzo, y tras el cierzo asomaban los rudos aquilones que quitan á los árboles sus postreras hojas; que arrebatan á la tierra sus postreras flores, que todo lo tronchan y aniquilan, preparando la entrada triunfal del caduco invierno, que viene envuelto en un manto de nieve; que trae adornada la frente con una diadema de hielos!
Era el primero de Noviembre, día de la fiesta de Todos los Santos; rayaba el alba, y las campanas de la ciudad tocaban melancólicamente el Angelus.
Ninguna luz brillaba en los cielos, ninguna luz brillaba en la tierra; los habitantes de Lieja dormían y no lo oyeron. Uno sólo lo oyó, y es que su lecho era de espinos, porque lo habían mullido los cuidados; es que la miseria, con su voz lúgubre, mecía su inquieto sueño.
Despertó al oir el toque matutino, y al despertar lanzó un ¡ay! un suspiro doloroso.
Hoy es el día de todos los Santos, pensó; día de fiesta y de algazara, y no tengo pan para mis hijos, como ayer no tuve carbón para mi fragua! ¡Mi fragua está muda, el fuego no chisporrotea en ella, no se oye el ruido del yunque y del martillo, no se oyen los cantos de los obreros, no se ve el resplandor de la llama rojiza ó azulada, que todo lo alegra, que todo lo ilumina!
¡Ayer no se encendió! ¡Hace tres meses que no se enciende! ¡Ay de mi pobre fragua! ay de mis pobres hijos!
Hullos, que así se llamaba el infeliz herrero, se entregó durante algunos momentos á un vértigo doloroso, pero las campanas con su tam, tam, solemne, le recordaron el cielo.
Las campanas tocaban á misa: ¡convocaban á los mártires de la tierra para que asistiesen al sacrificio sublime del Mártir de las alturas infinitas!
Hullos se levantó, se puso su chaquetón de paño burdo, su gorro de lana, calado hasta las orejas, atravesó de puntillas el cuarto desmantelado en donde dormían su mujer y sus hijos, pasó por la desierta fragua y salió á la calle. La calle estaba llena todavía de sombras, y por entre las sombras llegó á la iglesia de San Pablo.
El sacerdote que celebraba la misa estaba solo en el altar con los monaguillos, y los pasos de Hullos por el pavimento levantaron un eco prolongado.
Hullos oyó la misa con fervor, oró delante de la urna que encerraba los restos de San Lamberto, y al concluir su plegaria, pidió al Santo, con lágrimas del corazón, que hiciese un milagro en favor de su fragua y de sus hijos!
La fe puedo mover los montes de un lado á otro; la fe era tan grande en Hullos, que salió de la iglesia consolado.
Entónces el sol empezaba á dorar los altos campanarios, y cruzaban algunos transeuntes por las calles.
De pronto sintió que le tocaban en el hombro.
Era un antiguo compañero suyo, franco y sencillo como él, que estaba de pie en el umbral de una cervecería y le convidaba con un vaso de líquido espumoso.
Hullos, que con su ferviente rezo creía haber salvado á su familia, entró... bebió...
Tal vez bebió más de lo prudente; tal vez en su estado de debilidad le produjo mayor efecto.
Salió de la cervecería con sus amigos, se sentó debajo de un árbol, en el delicioso paseo de la Cornemuse, y se quedó dormido...
¡Cuando despertó, las calles estaban otra vez llenas de sombras!
Su primer grito fué como el de la mañana.
—¡Ay de mi pobre mujer, sin pan! Ay de mis pobres hijos!
Fijó sus ojos en las estrellas del cielo, en las luces errantes que cruzaban por las ventanas de algunas casas, y tuvo horror y vergüenza de sí mismo.
—¡Padre sin corazón!—exclamó golpeándose el pecho.—¡Tú embriagándote de cerveza y tus pobres hijos con hambre!
La desesperación y los remordimientos se apoderaron de su espíritu turbado. Su exaltada fantasía ennegreció tanto su falta, que le parecía imposible que la tierra pudiese sustentar á un monstruo semejante.
El Mosa estaba á dos pasos de allí, y sus aguas se deslizaban blandamente sobre el florido cauce...
¡Hullos fijó sus extraviados ojos en el río, que parecía brindarle con el reposo eterno!...
Paso á paso, reteniendo hasta el aliento, y como atraído por una fuerza misteriosa, se fué acercando á la pérfida corriente, que huía fugitiva invitándole á seguirla...
Pero en aquel momento resonó una campana, y luego otra, y luego todas las de la ciudad movieron de concierto sus lenguas argentinas, que parecían decir: ¡Paz en la tierra; paz, paz en la tierra y en los cielos!
Tocaban al Ave-María.
Hullos se descubrió y rezó...
Entónces no supo si de las turbias aguas, ó de la verdosa arboleda, surgió una extraña figura, un viejo, un ermitaño, ó un obispo, de blanca barba y aspecto majestuoso...
Y entonces resonó una voz... ¿Era de arriba? ¿Era de abajo? no lo supo tampoco...
Pero la voz decía:
—Hullos, Hullos, ¿en dónde está tu fe? ¿en dónde está tu esperanza?... ¡Sin embargo, has creído y has rezado!... ¡Hullos, Hullos, vé á tu casa!... ¡Tu mujer y tus hijos también están rezando!... Pero no distraigas á tu mujer ni á tus hijos; coge un azadón y sube al monte de San Walburg...
¡Sube, sube hasta donde está el convento de los monjes!... ¡Allí hallarás un gran montón de nieve, y debajo de la nieve unas piedras negras y relucientes!... ¡Y volverá á chisporrotear el fuego, volverá á brillar la llama, la fragua no estará muda, y tus hijos tendrán pan!
Hullos, al escuchar la voz, había caído de rodillas, había cerrado los ojos... Cuando los abrió de nuevo, sólo vió á las estrellas que rodaban por los cielos, sólo vió á las ondas que se deslizaban silenciosamente sobre el florido cauce, y la espesura muda é inmóvil como antes...
¿Era, en efecto, san Lamberto quien se le había aparecido?
Hullos, lleno de fe, atravesó la ciudad, entró en su casa, en donde resonaban las preces que su mujer y sus hijos elevaban al bendito Santo; cogió el azadón con sigilo, y se dirigió á la montaña.
La noche era oscura: el frío, intenso; las estrellas se habían ocultado debajo de las nubes, que dejaban caer grandes copos de nieve, y en las selvas cercanas se oían los rugidos de las fieras.
Hullos no sintió ni frío ni miedo: la fe le daba impulso; ¡la fe iluminaba su escabrosa senda!
Cayendo y levantando, con los pies chorreando sangre, con el traje hecho girones, llegó al pie de los muros del convento.
Allí había un montón de nieve, y se puso á cavar, diciendo:
—¡Milagroso san Lamberto, vén á mi socorro!
Y cavó, y al cabo de algún tiempo, halló muchas piedras negras y relucientes.
¡Pim, pam, pim, pam, pam, pim, pim, pam!
—¿Qué es esto? Suena la fragua de Hullos. En la fragua de Hullos brilla una gran llama.
Esto decían los vecinos que salían al toque del Angelus del día siguiente para oir la primera misa.
Y todos se agruparon en la puerta de Hullos, el pobre herrero, y ¡oh extraña maravilla!
¡Eran piedras negras y relucientes las que llenaban la fragua, y se iban convirtiendo en brasas; eran las piedras negras y relucientes las que despedían aquella llama vivísima que iluminaba la calle!
¡Y Hullos trabajaba con ardor, manejando alternativamente el yunque, el fuelle y el martillo, y su mujer y sus hijos estaban arrodillados en torno de él, diciendo:
—¡Gloria, gloria al bendito san Lamberto!
¡Aquellas piedras negras y relucientes eran el carbón de piedra, ni que se dió el nombre de Hulla, en memoria de su descubridor, el pobre herrero!
¡El carbón de piedra que debía ser de tanta utilidad á la moderna industria, dando impulso á sus máquinas gigantescas; prestando alas á los barcos de vapor para desafiarlas tempestuosas ondas de los mares; dando impulso á la soberbia locomotora, que cruza silbando por montes y por valles, triunfando del tiempo y las distancias!
Hullos se hizo rico; su pobre fragua se trocó en un vastísimo establecimiento, en donde millares de felices obreros cantaban al compás de sus martillos; pero con los primeros beneficios que reportó de la nueva industria, hizo construir para el Santo bendito aquella preciosa urna de oro que asombra á cuantos visitan la iglesia de San Pablo.
Tal es la sencilla tradición que cuentan en Lieja los obreros, cuando por las noches se entregan al descanso, y añaden á modo de corolario:
—Fe y trabajo, hermanos, que con la fe y el trabajo el hombre todo lo alcanza.