Comentarios de la Guerra de África

Anónimo


Historia


I. Por sus marchas contadas, sin intermisión alguna, llegó César a Lilibeo a 19 de diciembre; y desde luego manifestó su deseo de embarcarse, no teniendo más que una legión recién levantada y apenas seiscientos caballos. Puso su tienda junto a la misma orilla del mar, de suerte que casi la batían las olas, y esto con el fin de que nadie esperase detención y todo el mundo estuviese pronto cada día y a cada hora para la salida. No logró en aquellos días buen tiempo para hacerse a la vela, pero, sin embargo, tenía las tropas y remeros a bordo, por no perder cualquiera ocasión de hacerse a la mar; especialmente porque le avisaban de la provincia, que eran muchas las tropas de los enemigos, infinita la gente de a caballo, cuatro legiones del rey Juba, gran multitud de tropa ligera, diez legiones de Escipión, ciento veinte elefantes, y armadas muy numerosas. Mas no por eso se acobardaba, superior a todo con su valor y confianza. Entre tanto, se acrecentaba cada día el número de galeras, acudían muchas naves de transporte y venían a incorporársele más legiones de soldados bisoños, y entre ellas la quinta veterana y dos mil caballos.

II. Juntas, pues, seis legiones y dos mil hombres de a caballo, conforme iban llegando las tropas las hacía embarcar en las galeras, y la caballería en los transportes. Dio orden de que se adelantase la mejor parte de la escuadra, y tomase el rumbo de la isla Aponiana, que no está lejos de Lilibeo. Él se detuvo todavía algunos días y vendió en pública almoneda los bienes de algunos particulares. Comunicó después las instrucciones convenientes al pretor Alieno, que gobernaba la Sicilia, y encargándole que embarcase con prontitud el resto del ejército, se hizo a la vela el 27 de diciembre y tardó poco en alcanzar la primera división de su escuadra. Llevando buen viento y una nave muy ligera, llegó a los cuatro días a la vista de África con algunas galeras; pues las naves de carga, a excepción de muy pocas, arribaron dispersas y errantes por el temporal a diversos parajes. Pasó con su escuadra a la vista de Clupea, de Neápolis, y de otros muchos pueblos y castillos situados en la orilla del mar.

III. Habiendo llegado a Mahometa, que estaba ocupada con guarnición enemiga bajo el mando de C. Considio, se alcanzó a ver desde Clupea a lo largo de la costa a Cn. Pisón con la caballería de la plaza y cerca de tres mil moros. César se detuvo algún tanto a la entrada del puerto por esperar el resto de la escuadra, y al cabo desembarcó su ejército, que constaba por entonces de tres mil infantes y ciento cincuenta caballos. Acampó delante de la ciudad, se fortificó sin oposición alguna y prohibió absolutamente que nadie saliese a robar ni talar la tierra. Los de la ciudad, coronaron de gente la muralla y acudieron en gran número a las puertas para defenderse, teniendo dos legiones dentro de la plaza. Salió César a dar la vuelta a caballo, y reconocida la naturaleza del sitio, se volvió a los reales. No faltó quien atribuyese a culpa e imprudencia suya el no haber señalado a los pilotos y capitanes lugar determinado adonde dirigirse, ni dádoles órdenes cerradas, como solía en otras ocasiones, para que abriéndolas a cierta altura, siguiesen todos un mismo rumbo. No se le pasó esto a César, sino que sospechaba que ningún puerto de África adonde arribasen sus naves estaría seguro y libre de las guarniciones enemigas, y así quería que aprovechasen la ocasión que se presentase de saltar en tierra.

IV. Entre tanto le pidió permiso su lugarteniente L. Planeo para entrevistarse con Considio, por si se le podía traer a la razón por algún camino. Obtenida licencia, le escribió una carta y se la entregó a un esclavo, para que la llevase a la ciudad a manos de Considio. Apenas llegó el esclavo y alargó la carta como se le había mandado a Considio, le preguntó éste, antes de recibirla, de parte de quién venía. Respondió el cautivo: «De parte del capitán general César», a lo que replicó Considio: «El único general del Pueblo Romano es al presente Escipión.» Dicho esto, mandó dar muerte al esclavo a su presencia y sin leer la carta, cerrada como estaba, se la entregó a persona segura para que la llevase a manos de Escipión.

V. Después que, consumido un día y una noche delante de la ciudad, ni Considio daba respuesta alguna, ni llegaban a incorporársele las demás tropas, ni tenía bastante caballería, ni suficientes fuerzas para atacar la plaza, y las tropas con que se hallaba eran bisoñas, a las cuales no quería exponer acabadas de llegar, a que fuesen maltratadas; siendo por otra parte considerable la fortificación de la ciudad, y difícil la entrada para combatirla, y habiendo tenido noticia de que venía en su socorro un número considerable de gente de a caballo, no tuvo por conveniente pararse a combatir la plaza, no fuese que, en tanto, se viese cercado por la espalda por la caballería enemiga.

VI. Al levantar el campo hicieron de repente una salida de la plaza, y al mismo tiempo vino a socorrerles casualmente la caballería que enviaba el rey Juba a recibir su sueldo; se apoderaron de los reales de donde acababa de salir César y empezaron a perseguir su retaguardia. A vista de esto hicieron alto los legionarios, y aunque los caballos eran pocos, hicieron frente con grande ánimo a tanta multitud. Parecerá increíble lo que sucedió, que menos de treinta caballos franceses desalojasen a dos mil moros y los retirasen hasta la ciudad. Como fueron rechazados y forzados hasta dentro de sus reparos, prosiguió César la marcha comenzada. Mas como hiciesen lo mismo frecuentemente, y unas veces persiguiesen a los nuestros y otras fuesen rechazados por los caballos hasta la ciudad, colocó César en la retaguardia algunas de las cohortes veteranas con que se hallaba y parte de la caballería, y empezó a marchar tranquilamente con las restantes. Así cuanto más se alejaba de la plaza, menos ardimiento mostraban los númidas para perseguirle. Sobre la marcha vinieron a presentársele las diputaciones de las ciudades y castillos inmediatos, ofreciéndole víveres, y estar prontos a recibir sus órdenes en todo. Así este mismo día, que era el primero de enero, acampó cerca de Mahadia.

VII Desde aquí pasó a Lebeda, ciudad libre e independiente, de la que le salieron a recibir diputados, prometiéndole hacer lo que les mandase de buena voluntad. Él mandó posar a las puertas guardias y centuriones, para que ningún soldado entrase en la plaza, ni se hiciese daño alguno a los habitantes, y acampó no lejos de la ciudad sobre la orilla del mar. Aquí arribaron casualmente algunos de sus transportes y galeras, y tuvo noticia que las demás, no sabiendo donde había él arribado, parecía que se dirigían a Útica. Con este aviso no se apartaba del mar, ni entraba tierra adentro por la dispersión de sus naves, ni aun permitió que desembarcase la caballería, a lo que creo, porque no se talase la campaña, y allí mismo les mandaba llevar el agua. Algunos de sus remeros, que saltaron en tierra para hacer aguada, fueron sorprendidos de repente por la caballería de los moros, sin que pensasen en ello los cesarianos. Muchos de ellos fueron heridos con flechas y algunos mataron, porque se ocultan con los caballos emboscados en los valles, de donde salen de repente, pero sin ser parte para venir a las manos en campo raso.

VIII. En este intermedio despachó César mensajeros con cartas a Cerdeña y a las demás provincias inmediatas, para que luego que recibiesen sus cartas, procurasen enviarle tropas y víveres, y habiendo desocupado parte de las galeras, envió a Rabino Postumo a Sicilia, para que condujese otro segundo convoy. Al mismo tiempo destacó diez galeras, que saliesen en busca de las restantes naves de carga que se habían dispersado y también para asegurar el paso libre del mar. Dio orden igualmente al pretor C. Salustio Crispo de partir con otra división hacia la isla de Cercara, de que estaban apoderados los enemigos, y donde tenía noticia de que había una gran porción de trigo. Esto mandaba y encargaba a cada uno de tal manera, que si fuese posible ni hubiese lugar a excusa alguna, ni la tergiversación ocasionase la menor tardanza. Entre tanto, informado por los desertores y naturales de las gravosas condiciones con que Escipión y los demás hacían la guerra, se compadecía, al ver obligado a Escipión a mantener a su costa en la provincia la caballería del rey Juba, de que hubiese hombres tan inconsiderados que prefiriesen ser tributarios de un rey al vivir con descanso en su patria, en sus haciendas y entre los suyos.

IX. A los tres días del mes de enero levantó César el campo y dejando en Lebeda seis cohortes de guarnición al mando de Saserna, se volvió con el resto de las tropas a Mahadia, de donde antes había salido. Dejó aquí el equipaje del ejército y salió él mismo con un campo volante a buscar trigo en los pueblos inmediatos, dando orden a los vecinos de Mahadia de que le siguiesen con carros y caballerías. Hallada abundante provisión, se restituyó a la ciudad, lo cual creo que hizo para no dejar a sus espaldas ciudades marítimas exhaustas y para que hallase la armada estas acogidas aseguradas con guarniciones.

X. Con este designio, dejando aquí a P. Saserna, hermano del que había quedado en la inmediata ciudad de Lebeda, con una legión, y encargándole que hiciese conducir mucha porción de leña a la ciudad, partió con siete cohortes de las tropas veteranas, que habían servido en la escuadra con Sulpicio y Vatinio, y llegando a un puerto que distaba dos millas de la ciudad, se embarcó con su tropa a la caída de la tarde, ignorantes todos los del ejército e inquiriendo su designio. Tomóles a todos un gran sobresalto y pesadumbre, viéndose expuestos en el África con una pequeña tropa, y esa bisoña, y aun no desembarcada toda, contra numerosos ejércitos, en medio de una gente pérfida, y de innumerables tropas de a caballo, sin esperar por entonces auxilio ni consuelo alguno en el consejo de los suyos, sino sólo en el semblante, en el espíritu y alegría del General, que manifestaba siempre su grande ánimo y confianza. Con él se aquietaban todos, esperando que nada habría difícil para ellos, conducidos por su sabiduría y experiencia.

XI. Después de haber pasado la noche en las naves, se preparaba César para partir al amanecer, cuando de improviso parte de aquellas que le daban más cuidado venían por casualidad hacia la misma costa. Visto esto, mandó que todos los suyos saltasen en tierra y que armados en la ribera, esperasen a los demás soldados que iban llegando. Así recibiendo sin tardanza aquellas naves dentro del puerto, se restituyó otra vez a Mahadia con toda su infantería y caballería, y sentado aquí su real, partió en busca de trigo con treinta cohortes a la ligera. Por esto se conoció que había sido su designio salir con la escuadra a dar socorro a las naves de carga dispersas, sin que lo supiesen los enemigos, para que no cayesen casualmente descuidadas en manos de la armada contraria. Y esto lo había querido ocultar a sus tropas, que quedaban en las guarniciones, temiendo no se desanimasen por su corto número y la multitud de los enemigos.

XII. Estando ya cerca de tres millas distante de sus reales le avisaron sus espías y corredores, que habían alcanzado a ver no lejos las tropas de los enemigos, y con efecto se empezó a distinguir casi al mismo tiempo una gran polvareda. En vista de esto mandó César que se juntase al instante toda la caballería, de que se halló entonces con bien corto número, y los pocos flecheros que había sacado de los reales, y que le siguiesen muy despacio las legiones formadas en batalla, y él tomó la delantera con una pequeña tropa. Ya que se podía distinguir a lo lejos al enemigo, dio orden de que se pusiesen los yelmos y se previniesen para la batalla. Entre todas sus tropas componían treinta cohortes, con cuatrocientos caballos y algunos flecheros.

XIII. Los enemigos, mandados por Labieno y los dos Pacidios, formaron un frente muy dilatado, compuesto, no de infantería, sino de caballería, mezclados con ella númidas armados a la ligera y flecheros a pie. Era tan espesa la formación, que a lo lejos los tuvieron los nuestros por un grueso de infantería; además habían cubierto las alas a derecha e izquierda con considerable número de gente de a caballo. César formó su ejército en una sola línea, según podía con su poca gente, puso delante del centro a los flecheros y a los lados los caballos, encargándoles mucho cuidasen no ser cercados por la multitud de la caballería enemiga, pues juzgaba que iba a pelear contra la infantería.

XIV. Unos y otros estaban en expectativa. César no hacía movimiento alguno, conociendo que con tan corto número y contra tan grandes fuerzas le era preciso pelear más con el artificio que con las fuerzas. En esto empezó a extenderse de repente la caballería enemiga, tomando las alturas para inutilizar la de César y prepararse al mismo tiempo para cercarla. Con dificultad se sostenía la caballería de César contra tanta multitud. Disponíanse los dos centros a embestirse, cuando salieron corriendo de improviso de su apretada línea los númidas, armados a la ligera, junto con los caballeros y dieron sus descargas a nuestros legionarios. Cargaron éstos sobre ellos, y entonces se retiraban los caballos, haciendo frente la infantería, mientras que, renovando los caballos la carrera, acudían a su socorro.

XV. Conociendo César que en este nuevo género de pelea, al correr sus soldados detrás de los enemigos, perdían su formación (porque mientras la infantería perseguía a los caballos lejos de las banderas, descubría el flanco al tiro de los númidas inmediatos, y la caballería enemiga, dando a correr, escapaba fácilmente de las flechas de los nuestros), mandó publicar por todas las filas que ningún soldado se adelantase más de cuatro pies de las banderas. La caballería de Labieno, fiado en su multitud, intentó cercar el corto número de César. Éstos, viéndose pocos, cansados de resistir a tantos enemigos y heridos los caballos, empezaron a ceder algún tanto y los contrarios a cargarlos más y más. Así que, rodeados en un instante todos los legionarios por la caballería enemiga y reducidos a un pelotón, se veían en precisión de pelear todos dentro de aquel estrecho.

XVI. Andaba Labieno a caballo, con la cabeza descubierta, en la primera fila, unas veces exhortando a los suyos, y hablando otras con los legionarios de César de esta manera: «¿Qué es esto, soldados bisoños? ¡Qué fieros estáis! ¿También os ha infatuado ése con sus vanas palabras? Por cierto que os ha traído a un grande peligro. Me compadezco de vosotros.» Entonces, tomando la palabra uno de nuestros soldados, le dijo: «No soy novicio, Labieno, sino veterano de la décima legión.» Replicóle Labieno: «No conozco las banderas de los decumanos.» A lo que volvió el soldado diciendo: «Pues ahora me conocerás a mí.» Y al mismo tiempo se quitó el yelmo para que pudiera conocerle y en este ademán lanzó un dardo con gran fuerza, que errando a Labieno, se entró buena pieza por los pechos de su caballo. Entonces le dijo: «Mira, Labieno, cómo es soldado decumano el que te hiere». Con todo, desmayaban los ánimos, y en particular los de los soldados bisoños, puestos los ojos en César, y sin hacer otra cosa que evitar los dardos enemigos.

XVII. César, que penetraba sus designios, mandó extender la frente de su ejército lo más que se pudiese, y que las cohortes diesen un cuarto de conversión, para cargar al enemigo una después de otra. Así dividió por medio la corona de los enemigos a derecha e izquierda, y acometiendo con la infantería y caballería a la una parte separada de la otra, la desbarató con los dardos y la puso en fuga; y no atreviéndose a seguir el alcance por temor de alguna emboscada se volvió a los suyos; la otra parte de infantería y caballería de César hizo lo mismo. Con este buen suceso, rechazados bien lejos, y muy heridos los enemigos, se retiró a sus reparos en la misma formación.

XVIII. A este tiempo llegaron a socorrer a Labieno M. Petreyo y Cn. Pisón con mil y cien caballos escogidos de los númidas y un grueso considerable de infantería de la misma nación. Recobrados aquéllos de su terror con este refuerzo y renovados sus alientos, revolvieron los caballos sobre los legionarios de la retaguardia, que se iba retirando, y empezaron a estorbarles la vuelta de los reales. Advertido esto, mandó César hacer alto a su gente y renovar la batalla en medio del llano. Peleaban los enemigos del mismo modo que antes, sin acabar de venir a las manos. La caballería de César, fatigada del viaje por mar, de sed, de descaecimiento, del corto número y de las heridas, estaba casi inútil para perseguirlos y perseverar en la carrera; además, quedaba ya muy poca parte del día. Así que, dando César una vuelta a las cohortes y a la caballería, mandó que saliesen todos a un tiempo contra los enemigos y no parasen hasta rechazarlos de la otra parte de los últimos cerros y quedar señores de ellos. Hecha la señal cuando ya los enemigos daban sus descargas con menos esfuerzo y más descuido, echó sobre ellos de repente sus cohortes y escuadrones de a caballo. Desalojaron éstos en un instante de la campaña a los enemigos con poca dificultad, los persiguieron hasta de la otra parte de los collados, donde hallando puesto conveniente, se detuvieron un rato para repararse, y se volvieron retirando formados como estaban a sus fortificaciones, y asimismo los contrarios muy maltratados, se fueron recogiendo al cabo a las suyas.

XIX. Después de esta refriega vinieron muchos desertores del campo prisioneros de a pie y de a caballo. Se supo de éstos que el designio de los contrarios había sido desbaratar con aquel nuevo y nunca usado género de pelea a los soldados bisoños y pocos legionarios, y acabar con ellos cercándolos, a ejemplo de los de Curión, con la caballería; y que había dicho Labieno en una junta, que suministraría a los contrarios tantos refuerzos, que aun venciendo, cansados de vencer, quedarían desbaratados por los suyos, como quien ponía su confianza en la multitud, y esto por varias razones: Lo primero, porque le habían dicho que las tropas veteranas estaban en Roma divididas en facciones, y no querían pasar al África; lo segundo, porque con la costumbre de tres años, que tenía bajo su mando aquellas tropas en provincia, contaba de seguro con su fidelidad, y además por el gran número de caballería e infantería ligera de númidas auxiliares con que se hallaba. Tenía también caballos alemanes y franceses, que habían llevado consigo de Brindis, recogidos de la derrota de Pompeyo, y otros levantados allí mismo de criollos, libertinos y siervos, a quienes había armado y enseñado a manejar con freno los caballos. Añadíanse a todas estas tropas las auxiliares del rey Juba, ciento veinte elefantes, innumerables tropas de caballería y legiones alistadas de toda especie de gente, que componían más de doce mil hombres. Lleno Labieno de esperanza y atrevimiento, al frente de mil seiscientos caballos alemanes y franceses, de ocho mil númidas, de los que no usaban de frenos, de otros mil cien caballos que le envió Petreyo, de un cuerpo cuatro veces doble de infantería, de muchísimos honderos y flecheros de a pie y de a caballo, vino a atacar a César en campo raso, el 4 de enero, a los cuatro días de haber llegado al África. Peleóse desde las once de la mañana hasta después de puesto el Sol. Petreyo, herido gravemente, se vio precisado a retirarse del campo de batalla.

XX. Entre tanto, fortificaba César su campo con mayor diligencia, aseguraba los fuertes con más tropas y trabajaba dos trincheras al mismo tiempo: una desde Mahadia hasta el mar, y otra desde su campo también al mar, para poderlas comunicar entre sí fácilmente y recibir con más seguridad los refuerzos que le viniesen. Hacía conducir las armas y máquinas desde las naves a los reales, armaba y mandaba venir al campo los marineros y remeros franceses y rodios, para ver si podía mezclar, como los enemigos, tropas ligeras entre la caballería, y acrecentaba el ejército con muchos flecheros de las naves de Siria y Palestina. Porque tenía noticia que dentro de tres días después de aquella batalla llegaría Escipión e incorporaría sus tropas con las de Petreyo y Afranio, que decían ser hasta ocho legiones y cuatro mil caballos. Asimismo hacía fabricar talleres para hacer armas, cuidaba de que se fabricasen dardos y flechas, fundía balas, preparaba chuzos, despachaba mensajeros y cartas a Sicilia para que le enviasen materiales para arietes, de que había escasez en África, y además prevención de hierro y plomo. Tampoco se olvidaba que en África no podía tener trigo sino de transporte, porque el año anterior, por las levas de los contrarios, que sacaron los labradores para la milicia, no había habido cosecha, y además habían retirado el trigo de toda la provincia a pocas plazas, y ésas bien fortalecidas, dejando exhausta y destruida toda la tierra. A esto se añadía el arruinar y poner por el suelo todas las ciudades, a excepción de las pocas que podían mantener con sus guarniciones, obligando a los naturales a pasarse a vivir a sus presidios, con que estaban taladas y abrasadas todas las campiñas.

XXI. Reducido César a esta escasez, había podido juntar en sus reales alguna porción de trigo, solicitando y halagando a varios particulares, el cual administraba con mucha economía. Entre tanto visitaba diariamente sus reparos, alternando las guardias con las cohortes, por la multitud de los contrarios. Labieno mandó que todos los heridos de su campo, que eran muchísimos, fuesen conducidos en carros a Mahometa. Andaban entre tanto perdidas malamente las naves de carga de César e inciertas del paraje donde estaba acampado su general, y habiéndolas atacado separadamente las lanchas de la escuadra enemiga, unas habían incendiado y otras regresado. Informado César de esto, dispuso varios cruceros con su escuadra cerca de las islas y puertos, para asegurar sus convoyes.

XXII. Marco Catón, que tenía a su cargo la ciudad de Útica, no cesaba de solicitar y apremiar continuamente a Cn. Pompeyo el mozo: «Tu padre, le decía, a la edad que tú tienes, viendo oprimida la República por malos y atrevidos ciudadanos y que los hombres de bien, o eran muertos, o desterrados carecían de la ciudad y la patria, animado del deseo de gloria y de su grande espíritu, siendo un mero particular, recogió las reliquias del ejército de su padre y restituyó la libertad a Italia y a la ciudad de Roma oprimidas y casi enteramente arruinadas; y con increíble prontitud recobró por armas la Sicilia, el África, la Numidia y la Mauritania, con cuyas hazañas adquirió aquella reputación tan esclarecida y famosa en todas las naciones. De muy corta edad y siendo sólo un caballero romano, mereció la gloria del triunfo. Y él entró en el gobierno de la República sin tener que sostener ni los esclarecidos hechos de su padre, ni una sobresaliente dignidad de tus antepasados. Tú, al contrario, que gozas de la reputación y dignidad de tu padre, y que por ti mismo eres dotado de suficiente espíritu y actividad, ¿no te esforzarás y saldrás a pedir a los amigos de tu padre que tomen a su cargo tu propia defensa, la de la República y la de todos los buenos?»

XXIII. Movido el joven con estas instancias de un varón tan grave, partió de Útica la vuelta de Mauritania con hasta treinta embarcaciones de varios portes, entre las cuales había muy pocas armadas allí mismo en guerra. Entró por el reino de Bogud y con un grueso de dos mil hombres entre siervos y libres, parte armados y parte desarmados, enderezó su marcha a la ciudad de Ascuro, donde había guarnición del rey. Los moradores, viendo venir a Pompeyo, le dejaron acercar hasta que estuviese inmediato a la muralla y a las puertas, y entonces, haciendo una salida de repente, dieron sobre los pompeyanos, que, sorprendidos y desbaratados, tuvieron a bien acogerse a las naves. Con este mal suceso no volvió a parecer más Cn. Pompeyo en aquella costa, sino que tomó con su escuadra la derrota de las islas Baleares.

XXIV. Escipión, por su parte, habiendo dejado en Útica una buena guarnición, vino a acampar primeramente con las tropas que dijimos arriba sobre Mahometa, y al cabo de algunos días que se detuvo aquí, caminando de noche se incorporó con las tropas de Petreyo y Labieno, y formado un solo campo, se fijaron a tres millas de distancia de aquella plaza. No dejaba su caballería de hacer continuas correrías alrededor de las fortificaciones de César y sorprender a los que se alejaban de las trincheras por causa de traer forraje y agua. De esta manera los obligaban a mantener dentro de sus reparos, o por lo cual llegaron a padecer los Cesarianos mucha escasez, así por no haber llegado todavía víveres de Sicilia ni de Cerdeña, como por no poder subsistir las escuadras en el mar sin riesgo por la estación del año, y no tener en toda el África más terreno adonde extenderse que seis millas para buscar forraje, de que se vieron en suma escasez. De la cual movidos los veteranos y la gente de a caballo, que se habían hallado en muchas guerras de mar y tierra y se habían visto otras reces en iguales peligros y escasez, sacaron del mar porción de ovas, y lavadas en agua dulce, se las daban a los caballos hambrientos, y así les alargaban las vidas.

XXV. En este estado, noticioso el rey Juba de los trabajos en que se veía César y del corto número de sus tropas, pensó que no convenía darle tiempo para rehacerse y aumentar sus fuerzas. Y así salió de su reino, con un grueso considerable de infantería y caballería, y se puso en marcha para socorrer a sus aliados. Por otra parte P. Sicio y el rey Bogud, sabida la marcha de Juba, juntaron sus fuerzas, y se fueron acercando a su reino. Pusiéronse sobre Constantina, la ciudad más rica en todo el reino, y a pocos días la tomaron con otras dos pertenecientes a los getulos. Propusieron a sus moradores la condición de que saliesen Ubres entregando la plaza, y no queriendo admitirla, fueron después tomados de sobresalto y pasados a cuchillo. Pasaron adelante talando los campos y asolando los pueblos. Avisado de esto el rey Juba, hallándose ya muy cerca del campo de Escipión y sus capitanes, entró en consideración de que le estaría mejor acudir a socorrer su reino que no ser despojado de él y perderlo todo por ir a dar auxilio a otros. Y así volvió a retirarse temeroso de sus estados, llevándose consigo las tropas auxiliares que estaban en el campo de Escipión y dejándole solos treinta elefantes, a dar socorro a sus tierras y ciudades.

XXVI. Informado César de que se dudaba todavía en la provincia de su venida, pues nadie creía que fuese él, sino algún lugarteniente suyo, el que había pasado al África con tropas, hizo saber su llegada a toda la provincia por cartas circulares. Entonces salieron huyendo de sus ciudades muchos sujetos principales, y acudieron a los reales de César, a quien hicieron relación de la fiereza y crueldad de sus enemigos. Movido César de sus querellas y lágrimas, habiendo antes determinado hacer la guerra desde sus atrincheramientos, pensó en salir a campaña luego que entrase el buen tiempo y tuviese juntas sus tropas y las auxiliares. Y así escribió al instante a Alieno y a Rabirio Póstumo, con una lancha, para que lo más pronto que les fuera posible le enviasen sus tropas sin la menor tardanza ni excusa del invierno y los vientos. Porque perecía la provincia de África arruinada por el furor de sus enemigos, y si no se socorrían con prontitud a aquellos aliados, a excepción del suelo de África, ni un techo adonde recogerse les dejaría en pie el furor y maldad de aquella gente. Y era tal la priesa y expectación que le combatía, que al día siguiente de haber enviado las cartas y avisos a Sicilia, ya decía que tardaba la escuadra y el ejército, teniendo continuamente de día y de noche en atalaya del mar su vista y sus pensamientos. Y no es maravilla, considerando que eran abrasados los pueblos, talados los campos, robados o muertos los ganados, desamparadas y puestas por el suelo las ciudades y castillos, asesinados o encerrados en prisiones los sujetos más distinguidos de los pueblos, arrebatados sus hijos con pretexto de rehenes a la servidumbre, y que en tantas miserias, implorando los infelices su socorro, no los podía favorecer por el corto número de sus tropas. Entre tanto, ocupaba a los soldados en las obras, fortificaba los reales, levantaba torres y castillos, y continuaba sus reparos hasta el mar.

XXVII. Escipión entre tanto amaestraba a los elefantes de esta manera: formaba dos escuadrones, uno de honderos contra los elefantes, que estuviese como en lugar de ejercitó enemigo, y les disparase piedrecitas hacia su frente; ordenaba después la línea de los elefantes, y detrás de ellos el resto del ejército, para que cuando diesen los contrarios la descarga de piedras y los elefantes amedrentados quisiesen acogerse a los suyos, los hiciesen ésos volver con otra carga de piedras contra los enemigos. Pero esto se hacía muy lentamente y con muchísimo trabajo, pues siendo duros por sí los elefantes, y torpes, aun con muchos años de continuo ejercicio y disciplina, siempre se les saca a campaña igualmente expuestos a dañar al amigo que al enemigo.

XXVIII. Mientras daban estas disposiciones junto a Mahadia los generales de uno y otro ejército, habiendo advertido Cayo Virgilio, pretorio, que tenía a su cargo a Tapso, ciudad marítima, que andaban errantes algunas naves de César con tropas de desembarco, y deseando aprovechar la ocasión, armó de flecheros y soldados una nave ligera que tenía e incorporando con ella lanchas de otras naves, empezó a dar caza a cada una de las naves de César. Atacó algunas, por las cuales fue rechazado con pérdida suya, mas no desistiendo por eso de su intento, vino a dar casualmente sobre una en que iban dos mozos españoles llamados Ticios, tribunos de la quinta legión, a cuyo padre había elegido César senador, y en su compañía T. Salieno, Centurión de la misma legión, que había cercado en Mesina al lugarteniente M. Mésala, y le había hablado con palabras sediciosas, y había procurado ocultar y retener el dinero y adornos del triunfo de César; por todo lo cual temía llegar a su presencia. Y así, incitado del remordimiento de sus muchos delitos, persuadió a los dos mancebos que no se resistiesen, sino que se entregasen a Virgilio. Éste los envió al instante a Escipión, por quien mandados prender, fueron muertos al cabo de tres días. Dicen que cuando los conducían al suplicio, suplicó el mayor de los dos Ticios a los centuriones que le diesen a él muerte primero que a su hermano, lo cual ellos le otorgaron fácilmente, y así acabaron.

XXIX. En este intermedio no dejaban de trabarse diariamente algunas escaramuzas entre los escuadrones de caballos que los dos generales tenían apostados delante de las trincheras, y a veces se hablaban también sobre seguro los caballeros franceses y alemanes de Labieno con los de César. Trató Labieno a la sazón de asaltar y entrar por fuerza la ciudad de Lebeda, que estaba a cargo de Saserna con tres cohortes, pero la defendían éstas fácilmente y con poco riesgo, por estar grandemente fortalecida y bien provista de máquinas de guerra. Mas no cesando la caballería enemiga de acudir sobre ella, como se acercase un grueso escuadrón a una puerta, disparado diestramente un escorpión, y herido el mismo comandante de manera que vino clavado al suelo, los demás atemorizados se retiraron huyendo a los reales, con que se les amortiguó para adelante el deseo de hacer otra tentativa sobre la ciudad.

XXX. Escipión formaba su ejército casi todos los días como a la distancia de trescientos pasos de sus reales, y manteniéndose así la mayor parte del día, volvía a retirarse a sus reparos. Como hiciese esto varias veces y nadie saliese fuera del campo de César, ni se acercase a sus tropas, haciendo menosprecio de la paciencia de César y de su gente, sacó a un mismo tiempo todas sus tropas, colocó al frente de ellas los treinta elefantes, con torres encima, y formando un frente muy dilatado con la multitud de tropas de a pie y de a caballo, se puso en orden de batalla a corta distancia de los reales de César.

XXXI. A vista de esto, mandó César a los soldados que habían salido fuera de los repartos y a los que estaban a buscar forraje o leña, o a fortalecer las trincheras, y a otras maniobras necesarias para este efecto, que sin precipitación ni alboroto, pocos a pocos, y con modesto ademán, se fuesen retirando y colocando en las obras; y ordenó también a los caballos que estaban al frente del campo que mantuviesen su puesto hasta que llegasen a ellos los tiros de los enemigos, y que si se acercaban más, se retrajesen con una honrosa retirada. Asimismo dio orden al resto de la caballería que cada uno estuviese pronto y prevenido en su puesto. Todas estas órdenes no las daba por sí desde la trinchera, sino, como sabio en el arte de mandar, sentado en su tienda, mandaba lo que se había de hacer por sus oficiales y corredores, conociendo que, aunque confiaban mucho los contrarios en el número de sus tropas, con todo eso, desbaratados, deshechos y aterrados por él muchas veces, les había concedido las vidas y perdonado sus delitos. Por lo cual nunca su misma flaqueza y el propio conocimiento les daría tal confianza de la victoria que se atreviesen a acometerle en sus reales. Además de esto, su nombre y autoridad disminuían notablemente la animosidad le aquel ejército; y las grandes fortificaciones de su campo, la altura de las trincheras y fosos, y los abrojos fuera de las trincheras cubiertos con admirable artificio, bastaban para estorbarles la entrada sin más defensa; a lo que se añadía mucha prevención de escorpiones, catapultas y demás armas que se suelen prevenir para una defensa. Todos estos reparos tenía dispuestos por el corto número y poca experiencia de sus tropas; no movido de las fuerzas o de temor de los enemigos, se les mostraba tímido y sufrido, ni dejaba de sacar sus tropas al campo de batalla, aunque pocas y bisoñas, porque desconfiase de la victoria, sino por parecerle muy importante de qué calidad fuese ésta. Porque tenía por poco honroso para sí, después de tantas hazañas, tantos ejércitos vencidos y tan esclarecidas victorias, que se pensase había conseguido ahora una muy costosa de los despojos de sus contrarios, recogidos de una fuga. Y así tenía resuelto sufrir sus bravatas y altanería, hasta que en otro convoy le viniese alguna parte de sus tropas veteranas.

XXXII. Escipión, como dije antes, se mantuvo un rato así formado, y luego, como dando a entender que había hecho menosprecio de César, retiró muy despacio sus tropas a los reales, y convocando una junta, les habló del terror y desesperación del ejército contrario y les animó prometiéndoles en breve una victoria cierta. César mandó a sus soldados que volviesen a las obras, sin permitir que estuviesen un instante ociosos los bisoños, con pretexto de las fortificaciones. Los númidas y getulos desertaban todos los días de los reales de Escipión; parte de los cuales se retiraban a sus tierras, y parte, por hallarse obligados de los beneficios de C. Mario y tener noticia de que César era su pariente, acudían en gran número a sus reales diariamente. Él escogió entre todos los getulos algunos sujetos principales, y dándoles cartas para su tierra, los despachó animados a levantar algunas tropas, a defenderse a sí y a los suyos, y a no obedecer a los contrarios.

XXXIII. Mientras pasaba esto en Mahadia, llegaron mensajeros a César de Acila, ciudad libre, y de otras partes, ofreciéndole estar prontos a cuanto les mandase. Sólo le pedían, para poderlo hacer con menor riesgo, les diese alguna guarnición, y ellos suministrarían por el bien común trigo y otra cualquier cosa que tuviesen. Lo cual logrado fácilmente de César, mandó a Cayo Mesio, que había ya sido edil, que partiese a Acila con la guarnición. Avisado de esto Considio Longo, que estaba en Mahometa con dos legiones y setecientos caballos, dejando aquí parte de la guarnición, partió prontamente la vuelta de Acila con ocho cohortes. Mesio hizo más presto su jornada, y entró con la guarnición en la plaza. Cuando llegó cerca Considio y supo que estaba ocupada con guarnición de César, no quiso aventurarse, y se volvió otra vez a Mahometa sin haber hecho nada, sin embargo del excesivo número de su gente; pero de allí a pocos días le envió Labieno tropas de a caballo, con lo que puso sus reales sobre Acila.

XXXIV. Llegó por este tiempo a Cercara Salustio Crispo, a quien dijimos que había despachado César pocos días antes con una escuadra. Con su llegada el cuestor C. Decimio, que cuidaba allí de la dirección de los convoyes enemigos, con una buena escolta de criados suyos, escapó huyendo en un pequeño barco que pudo alcanzar. Fue recibido Salustio de los cercarenses como pretor, y hallando gran porción de trigo, le envió a los reales de César en las naves de transporte, de que había allí bastante abundancia.
A este mismo tiempo embarcó también el procónsul Alieno en Lilibeo las legiones trece y catorce con ochocientos caballos franceses y otros mil hombres además entre honderos y flecheros, y envió a César este segundo convoy. Estas naves tuvieron tan buen viento, que arribaron a los cuatro días al puerto de Mahadia, donde César tenía sus reales. Gozoso entonces con dos motivos de alegría a un mismo tiempo, y animados finalmente los suyos con el trigo y refuerzo de gente, libre ya del cuidado de los víveres desembarcó las legiones, y en saliendo a tierra las de a caballo, dio orden de que se reparasen de la debilidad y el mareo y después las repartió por los fuertes y reparos.

XXXV. No acababan de admirarse Escipión y los demás capitanes que le acompañaban, preguntándose unos a otros cómo era que C. César, que solía en otras ocasiones ser el primero a declarar la guerra y presentar la batalla, se había mudado de repente, cosa que les hacía pensar que no sería sin premeditado designio. Reducidos a un gran temor de su paciencia, despacharon dos getulos, los que tuvieron por más afectos a su facción, proponiéndoles grandes premios y esperanzas, por espías a los reales de César. Luego que éstos fueron llevados a su presencia, le pidieron permiso para hablar libremente y sobre seguro; dado éste le dijeron: «Varias veces, oh general, hemos querido pasarnos a tu campo muchos getulos, que somos clientes de Cayo Mario, y casi todos los ciudadanos romanos de las legiones cuarta y sexta, pero nos han estorbado las guardias de la caballería númida el hacerlo sin evidente peligro. Ahora que se nos ha ofrecido la ocasión, venimos a ti con grandísima voluntad, enviados por Escipión como espías a reconocer qué fosos o celadas tenéis puestas a los elefantes, delante de los reales y portillos de las trincheras, y todos vuestros reparos contra las mismas bestias, y las prevenciones para la batalla, y darle noticia de todo.» César los alabó, los señaló estipendio y los destinó entre los demás que se habían pasado a su campo, y muy presto acreditó el suceso la verdad de sus palabras, pues al día siguiente se pasaron del campo de Escipión muchos legionarios de las mismas legiones que los getulos habían nombrado.

XXXVI. Esto pasaba en Mahadia. En Útica, donde estaba de gobernador M. Catón, se hacían continuamente nuevas levas de libertos, de africanos, y hasta de los siervos y toda canalla que por su edad pudiese tomar las armas, y se enviaban sin tardanza al ejército a la orden de Escipión. A la sazón llegaron a César mensajeros de la ciudad de Cairoán, adonde los mercaderes y labradores italianos habían conducido trescientos mil modios de trigo, a darle aviso de esta provisión y a suplicarle al mismo tiempo les enviase una guarnición, para conservar con más facilidad el trigo y sus propios bienes. César les dio las gracias, les ofreció que les enviaría la guarnición dentro de muy breves días, y exhortándolos a mantenerse fieles, los mandó volverse a la ciudad. A este mismo tiempo entró P. Sicio con sus tropas en los términos de Numidia y tomó por fuerza un castillo, puesto y fortificado en una montaña, adonde Juba había hecho conducir trigo y todas las demás prevenciones necesarias para la guerra que emprendía.

XXXVII. Después de haber aumentado César su ejército con las dos legiones veteranas, con la caballería y tropa ligera que trajo el segundo convoy, dio orden de que partiesen luego seis naves de transporte a Lilibeo para conducir el resto de sus fuerzas. El 27 de enero mandó al anochecer que todos los corredores y batidores estuviesen prontos a sus órdenes. Después, sin que nadie supiese palabra, ni aun llegase a sospecharlo, mandó que a medianoche se sacasen del campo las legiones y le siguiesen hacia la ciudad de Mahadia, donde tenía guarnición, y la primera que había seguido su amistad. Aquí, tomando un corto declive por el lado izquierdo de su campo, guió las legiones por la ribera del mar. Ésta es una campaña rasa admirable de quince millas de extensión, donde una cordillera no muy elevada, que empieza a levantarse desde el mar y la rodea, forma una especie de anfiteatro. Hay en ella algunos collados eminentes, en cada uno de los cuales hubo antiguamente torres y atalayas; Escipión se había apoderado del último de estos cerros y puesto en él una guarnición.

XXXVIII. Luego que subió César a lo alto de la cordillera, empezó a levantar por toda ella torres y fuertes, que concluyó en menos de media hora. Y cuando se halló cerca del último collado y torre más inmediata al campo enemigo, en que dijimos había una guarnición de númidas, paróse algún tanto, y reconocido el terreno, poniendo delante la caballería, destinó las legiones a la fortificación, dándolas orden de hacer y fortalecer un ramal de trincheras desde el medio de la altura hasta el mismo paraje de donde habían salido. Advertido esto por Escipión y Labieno, sacaron del campo toda la caballería, y formada de ella una línea, se adelantaron cerca de una milla de sus atrincheramientos, dejando también formada la infantería en otro segundo cuerpo distante menos de cuatrocientos pasos de los reales.

XXXIX. César, sin embargo, animaba a sus soldados en la obra, sin alterarse de las tropas enemigas. Mas cuando notó que no distaban los contrarios de sus reparos más que mil y quinientos pasos y entendió que trataban de acercarse y estorbar a los nuestros y echarlos de la obra, viéndose precisado a retirar las legiones de ella, mandó a una centuria de caballos españoles que partiesen con prontitud al collado inmediato, desalojasen la guarnición, y se apoderasen del puesto; dio orden también de que los siguiesen algunas tropas ligeras de refuerzo. Acometieron los destacados a los númidas, y a unos hicieron prisioneros, a otros que huían hirieron y se apoderaron del puesto. Advertido esto por Labieno, por llegar más presto al socorro de los suyos, separó de su escuadrón casi toda el ala derecha, y partió a favorecer a los que se retiraban huyendo. Así que César vio que se había separado Labieno de sus tropas, destacó la caballería de su ala izquierda para cortarle.

XL. Había en el paraje donde esto pasaba una gran casa de campo, flanqueada con cuatro torreones, que impedía a Labieno el ver que la caballería de César le venía cortando; y así no vio las tropas de César hasta que supo la carnicería que hacían en su retaguardia, de lo que llena de terror de improviso la caballería de los númidas, empezó a huir derechamente a los reales. Los franceses y alemanes que se habían quedado atrás, acometidos por la espalda, y desde puesto ventajoso, aunque se resistieron con valor fueron todos muertos. Lo cual visto por las legiones de Escipión, que estaban formadas al frente de los reales, ciegas de terror y espanto, empezaron a huir hacia ellos desordenadamente. Echados de esta manera Escipión y sus tropas del campo y los collados, y obligados a meterse en sus reales, limpia la campiña, mandó César tocar la retirada; y allí conoció tendidos los admirables cuerpos de franceses y alemanes, que parte movidos de promesas y premios, se habían agregado a su partido; y otros que hechos prisioneros en la derrota de Curión, habiéndose conservado las vidas, quisieron mostrarse recíprocamente agradecidos. Estaban esparcidos por todo el campo estos hombres de prodigiosa estatura y belleza, unos en una parte, otros en otra.

XLI. Con este buen suceso, sacó César al día siguiente todas las cohortes de los presidios y formó su ejército en batalla. Escipión, viendo a los suyos tan malparados, muertos y heridos, trató de estarse quieto dentro de sus reparos. César, que tenía su ejército formado a la falda del cerro, se fue acercando poco a poco a las fortificaciones enemigas. Ya llegaban las legiones de César a menos de mil pasos de la ciudad de Uzita, que ocupaba Escipión, cuando, temiendo éste perderla, porque de ella se proveía de agua y los demás víveres para el ejército, sacó todas sus tropas de los reales y formándolas en cuatro líneas, la primera de la caballería, según su costumbre, interpolados los elefantes armados de torres, se dirigió a la defensa de la plaza. César que le vio venir, creyó que vendría determinado a dar la batalla, pero Escipión hizo alto delante de la ciudad en el paraje que hemos dicho, cubriendo con ella el centro de su ejército, y extendiendo las alas, donde estaban los elefantes, al frente de los enemigos.

XLII. Habiendo ya esperado César hasta cerca del anochecer, y visto que Escipión no se movía del puesta en que había hecho alto, y que si le obligaba, más bien se defendía desde donde estaba, que no se atrevería a arriesgarse en campo raso desde cerca, no le pareció conveniente acercarse entonces a la plaza; porque sabía que estaba dentro una fuerte guarnición de númidas v que los enemigos habían cubierto con la ciudad el centro de su ejército; y también por conocer que le sería difícil atacar a un mismo tiempo la plaza y pelear en el campo a derecha y izquierda en paraje nada ventajoso, especialmente estando sus tropas cansadas, todo el día sobre las armas, y sin tomar alimento desde por la mañana. Así volvió sus tropas a los reales y al día siguiente pensó en adelantar sus reparos más cerca del campo contrario.

XLIII. Entre tanto Considio, que estaba sobre Acila con ocho cohortes asalariadas y con refuerzo de númidas y getulos, la cual tenía por César C Mesio, habiendo hecho muchas tentativas con grandes obras y máquinas, e incendiadas éstas por los de dentro, viendo que nada adelantaba, informado además del mal suceso de la batalla ecuestre, quemó el trigo que tenía de repuesto en los reales, corrompió el vino, el aceite y las demás cosas que suelen prevenirse para el sustento, abandonó el sitio de Acila, repartió sus tropas con Escipión, y atravesando el reino de Juba, se retiró a Adrumeto.

XLIV. Del segundo convoy que Alieno envió a César desde Sicilia, se separó de la escuadra una nave en que venían dos caballeros romanos, Q. Cominio y L. Ticida, que siendo llevada por el viento a Tapso, fue apresada por Virgilio por esquifes y otros barcos ligeros, y conducida a Escipión. Otra también de tres órdenes de remos, que separada de las demás andaba errante, fue llevada por el temporal a la Caleta y apresada por la escuadra de Varo y M. Octavio, en la cual iban varios soldados veteranos y algunos nuevos con un centurión, a quienes conservó Varo sin agravio alguno y dio orden de que fuesen conducidos a la presencia de Escipión. Luego que llegaron y se vieron delante del tribunal: «Bien sé, les dijo, que vosotros no por voluntad, sino forzados de la violencia de aquel vuestro malvado capitán, perseguís desapiadadamente a los ciudadanos y a todos los hombres de bien. Mas pues que la fortuna os ha traído a nuestro poder, si defendéis, como debéis hacerlo, a la República con los buenos, desde luego os aseguro la vida y alguna gratificación; así, decid cuál es vuestra resolución.»

XLV. Hecha esta breve plática, les dio permiso para que hablasen, persuadido a que sin duda le darían las gracias por su beneficio. Respondió por todos un centurión de la legión catorce, diciendo: «Te doy las gracias por tu gran beneficio, oh Escipión, que aun no te nombro general, pues siendo por ley de la guerra tu prisionero, me ofreces la vida y la libertad, y acaso me aprovecharía de este favor, si no viniese envuelto con una detestable maldad. ¿Yo me había de presentar en campaña armado contra César, mi general, en cuyas banderas he alcanzado puesto distinguido, ni contra su ejército, por cuya reputación y gloria he traído las armas en la mano más de treinta y seis años? No he de hacer yo tal cosa, y a ti te aconsejo que desistas de tu intento, porque si hasta aquí no lo has experimentado, ahora sabrás contra qué tropas peleas. Escoge una cohorte de las tuyas, la que tengas por más valiente, y ponía armada contra mí, que no tomaré más de diez de estos mis camaradas que tienes en tu presencia. Entonces conocerás por nuestro valor lo que puedes esperar de tus tropas.»

XLVI. Habiendo hablado así el centurión con gran presencia de ánimo y tan fuera de lo que Escipión esperaba, ardiendo en saña y atravesado de sentimiento, hizo una seña a los centuriones, y allí mismo, a sus pies, le vio quitar la vida. Dio orden de separar a los veteranos de los bisoños. «Apartad, dijo, a esos manchados con una maldad abominable y alimentados con la sangre de sus conciudadanos.» Con esto fueron sacados del campo y muertos cruelmente. Mandó repartir a los nuevos por las legiones y no quiso ver a Ticida y a Cominio. César, muy sentido de esto, separó del ejército con nota de infamia por medio de un edicto muy severo a los que de su orden cruzaban con las galeras delante de Tapso para socorrer a sus naves de carga.

XLVII. Acaeció a la sazón al ejército de César un contratiempo muy grande, y fue, que después del ocaso de las Pléyadas, a cosa de las nueve de la noche se levantó una gran tempestad de agua mezclada con granizo. A este trabajo se añadió que César no tenía sus tropas en tiendas, como era costumbre de otros generales, sino que mudando campamentos cada tres o cuatro días y acercándose más al enemigo, allí mismo acampaba; con cuyos trabajos no dejaba lugar a los soldados de mirar por sus personas. Además había transportado el ejército de Sicilia, de manera que no se permitió embarcar más que el soldado y las armas, sin esclavos, ni otra cosa tocante a los utensilios; y en el África, no sólo no habían adquirido ni hecho prevención alguna, sino que por la escasez de víveres habían consumido todo cuanto tenían. Con lo cual se hallaban tan miserables, que eran poquísimos los que tenían tiendas para cubrirse. Los demás se componían con covachas hechas de sus ropas, y cubiertas con escobas y cañas. Y así, sobreviniendo de repente el agua y el granizo, derribadas y arruinadas sus pequeñas barracas con las tinieblas, con el agua, y la noche tan tempestuosa, apagados los fuegos y echados a perder todos los víveres, andaban los soldados dispersos y aturdidos por el campo, cubriendo las cabezas con los escudos. Esta misma noche se vieron arder en vivo fuego las puntas de las picas de la quinta legión.

XLVIII. Avisado entre tanto el rey Juba de la batalla ecuestre de Escipión y solicitado de él por cartas, dejó a su general Sabura con parte del ejército, para que hiciese frente a Sicio, y partió de su reino la vuelta de los reales de Escipión con tres legiones, ochocientos caballos enfrenados, un número considerable de númidas de a caballo sin frenos y de tropas ligeras, y treinta elefantes, para añadir con su persona alguna autoridad al ejército de Escipión, y terror al de César. Cuando llegó formó su campo aparte con dichas tropas, no lejos del de Escipión. Antes de su llegada se había extendido gran terror en los reales de César, estando todos suspensos y puestos en mucha solicitud y cuidado con la expectación de las tropas reales. Mas después que le vieron acampado enfrente, sacudieron de sí el miedo con desprecio de sus tropas; de modo que perdió con su presencia toda la autoridad que había tenido ausente. Pero se conoció claramente cuánto le creció el ánimo y confianza a Escipión con la venida del rey, porque el día siguiente sacó a campaña todas sus tropas y las del rey con sesenta elefantes, las ordenó con toda la ostentación posible, y habiéndose adelantado algo más de sus fortificaciones, sin detenerse largo tiempo, se retiró a los reales.

XLIX. Viendo César que ya tenía Escipión en su campo todos los socorros que esperaba, y que no habría detención en venir a las manos, tomó la marcha por las alturas y empezó a hacer líneas de comunicación y levantar fuertes en cada una, procurando apoderarse de los puestos más cerca de Escipión. Los contrarios, fiados en la multitud de sus tropas, ocuparon una colina, con que le cortaron el designio de acercarse más. Había pensado Labieno en tomar este puesto, y como se hallaba más cerca, le ocupó primero.

L. Había un hondo valle bastante largo, de escarpada pendiente, con muchos hoyos a manera de cuevas, por donde tenía que pasar César antes de llegar a ocupar la colina que pretendía, y a la otra parte del valle un antiguo olivar no poco espeso. Conociendo Labieno que si César quería tomar aquel puesto era menester que primero pasase el valle y el olivar, con la inteligencia que tenía de estos parajes, se puso en emboscada con parte de la caballería y la infantería ligera, y además el resto de la caballería de la otra banda del monte y los collados, para que cuando él hubiese acometido de improviso a las legiones, se mostrase la caballería por el cerro, y perturbado entonces César y su ejército con dos peligros a un tiempo, y sin poder pasar más adelante, fuese desbaratado enteramente. César, sin saber de la emboscada, echó delante la caballería; mas cuando se llegó al valle, los enemigos u olvidados o abusando de las órdenes de Labieno, o por temor de ser sorprendidos en la hondonada por la caballería, empezaron a asomar pocos a pocos por la emboscada y a encaminarse a lo alto del collado. A los cuales alcanzaron los caballos de César, y parte mataron, y a otros hicieron prisioneros. Partieron después a apoderarse del collado, y le tomaron prontamente, echando de allí la guarnición de Labieno, el cual tuvo bastante que hacer en escaparse con una parte de la caballería.

LI. Logrado este lance por la caballería, repartió César los trabajos a las legiones y colocó su real en aquella altura de que se había apoderado. Luego, desde su campo principal, mandó hacer dos trincheras por medio del llano, enfrente de la ciudad de Uzita sitiada en él, entre sus reales y los de Escipión, que estaba hecho dueño de ella, dirigidas de manera que viniesen a juntarse a los ángulos de derecha e izquierda de la plaza. El designio de conducir así estas obras era para que, acercando sus tropas a batir la ciudad, tuviese cubiertos los lados con sus fortificaciones, no fuese que, cercado por la multitud de la caballería enemiga, se viese precisado a suspender los ataques. Lo hacía, además, para que pudiesen hablarse con más facilidad los soldados, y si quisiesen pasarse algunos (lo que antes ejecutaban frecuentemente aun con mucho riesgo), lo hiciesen entonces más fácilmente y sin peligro, y también por experimentar, llegándose más cerca, si estaba el enemigo en ánimo de venir al trance de la batalla. Añadíase a estas razones el ser este paraje muy bajo, en el que se podrían cavar pozos, porque tenía poca agua y había que ir lejos a buscarla. Entre tanto que las legiones se ocupaban en estas obras, no dejaba de estar formada una parte de ellas al frente del enemigo y de trabar algunas escaramuzas con la caballería bárbara y las tropas ligeras.

LII. Al anochecer, cuando César retiraba las tropas de las obras o los reales, vinieron a dar sobre nuestra caballería con mucha furia Juba, Escipión y Labieno con toda su caballería y las tropas ligeras. Perturbados los nuestros por el ímpetu de la excesiva y repentina multitud, cedieron un poco. Pero esto se volvió en contra de los enemigos. Porque haciendo venir César sus tropas desde la mitad del camino, socorrió a la caballería, y animada ésta con la venida de las legiones, volviendo los caballos, dieron sobre los númidas que los seguían desunidos, cargándolos tan fuertemente, que los rechazaron hasta los mismos atrincheramientos del rey. Hicieron en ellos gran matanza, y si el choque no fuera tan cercano a la noche o no quitara la vista una gran polvareda que levantaba el viento, hubieran caído infaliblemente Juba y Labieno en manos de César y no quedara hombre vivo de toda la caballería y tropa ligera. Con esto es increíble los soldados que se pasaron de las legiones cuarta y sexta del campo de Escipión, parte a los reales de César y parte a otros parajes adonde podían. Asimismo muchos de la caballería de Curión, desconfiando de Escipión y de sus tropas, vinieron también a entregarse a César.

LIII. Mientras pasaba esto sobre Uzita, las dos legiones, nona y décima, que se habían embarcado en Sicilia, cuando llegaban ya cerca del puerto de Mahadia, avistaron las naves de César, que estaban de observación sobre Tapso. Temiendo no caer en manos de la escuadra enemiga, que estaría en aquel crucero, se engolfaron imprudentemente, y después de haber sido largo tiempo el juguete de los vientos, arribaron al cabo de muchos días al campo de César, medio muertas las tropas de hambre y de sed.

LIV. Luego que saltaron en tierra, teniendo César muy presente la antigua relajación de la disciplina militar y las extorsiones y latrocinios de algunos, valiéndose del leve pretexto de que A. Avieno, tribuno de la legión décima, había cargado una nave de víveres para sí, su familia y sus caballos, sin haber embarcado en ella un soldado en Sicilia, mandó convocar al día siguiente a todos los tribunos y centuriones de todas las legiones y desde la silla de su tribunal les habló en estos términos: «Mucho me holgara que algunos sujetos pusiesen término algún día a su demasiada libertad y desvergüenza y no abusaran de mi paciencia, suavidad y moderación. Mas pues ellos no ponen límites a sus delitos, he de dar hoy un ejemplo, según la costumbre militar, para que aprendan otros a portarse diferentemente. Así que, C. Avieno, porque sublevaste los soldados en Italia contra la República y robaste los municipios y fuiste inútil a mí y a la República, porque has embarcado tus criados y caballerías en lugar de las tropas, de que por tu causa carece la República en tiempo de necesidad, por todos estos motivos te separo del ejército con ignominia, te mando salir hoy mismo de África y cuanto antes sea posible. A ti, A. Fonteyo, por sedicioso tribuno de los soldados y mal ciudadano, te aparto del ejército. A vosotros, T. Salieno, M. Tirón y C. Clusinas, porque habiendo conseguido grados de distinción en mis ejércitos, no por merecimiento vuestro sino por favor mío, os habéis portado de manera que ni en la guerra habéis mostrado valor, y en la paz habéis sido malos e inútiles, mostrándoos más diligentes en sublevar las tropas contra su general que en hacer vuestro deber con honra y subordinación, os juzgo indignos de tener mando en mi ejército, os separo de él y mando que salgáis del África cuando antes sea posible.» Dicho esto, los encargó a los centuriones, con orden de hacerlos embarcar con separación, y sin darles más que un siervo a cada uno.

LV. Entre tanto llegaron a su país aquellos desertores getulos, que dijimos había despachado César con cartas y encargos particulares, y persuadidos fácilmente los demás de su autoridad y de la fama de César, abandonaron al rey Juba y se pusieron desde luego en armas, no dudando en hacer la guerra a su rey. Avisado Juba de este levantamiento, y viéndose empeñado en tres guerras a un tiempo, fue obligado de la necesidad a sacar seis cohortes de las tropas que había traído contra César y enviarlos a las fronteras de su reino, para que las guardasen contra los getulos.

LVI. Teniendo ya César concluidas sus dos líneas, y tan avanzadas, cuanto estaban fuera del tiro de la plaza, fortificó su campo. No cesaba de atemorizar a los que defendían la muralla con ballestas y escorpiones, de que guarneció su campo al frente de la ciudad, y mandó venir a este puesto cinco legiones de sus antiguos reales. Con esto se dio ocasión a que los más nobles y conocidos de uno y otro ejército deseasen ver y hablar a sus amigos y parientes, cosa que no se le ocultaba a César la utilidad que podría traer. Porque, con efecto, los getulos más distinguidos de la caballería del rey, y capitanes de sus tropas, cuyos padres habían servido con C. Mario, y que habiéndoles hecho merced de campos y haciendas, habían sido entregados al poder del rey Hiempsal después de la victoria de Sila, ofreciéndoseles ocasión, cuando estaban ya encendidos los fuegos, se pasaron casi mil de ellos con sus siervos y caballos al campo de César sobre Uzita.

LVII. Cuando Escipión y los que le acompañaban supieron esto, apesadumbrados como estaban de tal desgracia, alcanzaron a ver casi al mismo tiempo a M. Aquinio hablando con C Saserna. Envióle luego a decir Escipión, que no había para qué tratar con los enemigos; mas como él, sin embargo de este aviso, continuase su empezada plática y se quedase a concluirla, le despachó entonces Juba uno de sus corredores, el cual le dijo, de modo que lo oyó Saserna: «El rey te manda que no prosigas en tu plática». A cuya orden, atemorizado se retiró obedeciendo al rey. No acabo de admirarme que un ciudadano romano, y que había recibido honores de este mismo pueblo, estando sin peligro la patria y los bienes de todos, prestase su obediencia a un rey bárbaro como Juba, más bien que al mensajero de Escipión, o que quisiese más volver libre, muertos los ciudadanos de su mismo partido. Pero aun es más insolente otra acción del mismo Juba, no respecto de M. Aquino, senador nuevo, y de poco nombre, sino respecto de Escipión, un hombre de aquella nobleza, de aquella reputación y empleos. Pues como antes que el rey viniese acostumbrase a usar de un manto de púrpura, se dice que le reconvino dándole a entender que no era razón usase del mismo vestido que él usaba. Y, con efecto, se volvió Escipión a su antiguo manto blanco, por obedecer a Juba, el hombre más vano y despreciable del mundo.

LVIII. Al día siguiente sacaron uno y otro todas sus tropas a campaña, y tomando una altura, hicieron alto en ella y ordenaron las haces no lejos de los reales de César. También César sacó las suyas y las ordenó con cuidado delante de sus fortificaciones, no dudando que viéndose los contrarios con tantas fuerzas, con los socorros del rey, y habiendo salido a la campaña los primeros, vendrían resueltos a atacarle. Y así, dando vuelta al ejército a caballo, y animando las legiones, dio el nombre y esperó a que avanzasen los enemigos; pues él con gran madurez no se alejaba de sus reparos, por haber cohortes armadas dentro de Uzita, de la cual estaba hecho dueño Escipión. Una ala del ejército de César miraba al lado derecho de esta plaza; y temía que si avanzase, podría hacer una salida con que le hiciesen mucho daño acometiéndole por el flanco. Y además de esto le detuvo el que había un paraje muy embarazoso antes del ejército de Escipión, el cual conocía que había de estorbar a las legiones el atacarle libremente.

LIX. No creo que se deba pasar en silencio cómo tenían uno y otro formado su ejército en batalla. Escipión ordenó el suyo de esta manera: colocó en la frente sus legiones y las de Juba; puso detrás a los númidas en otra línea de refuerzo, pero de tanta extensión y tan poca profundidad, que desde lejos parecía a nuestros legionarios una sola línea, así como parecía haber dos en las alas. En éstas estaban colocados los elefantes a derecha e izquierda a igual distancia, detrás de los cuales formaban las tropas ligeras y los númidas auxiliares. Había colocado toda la caballería entrenada en el ala derecha, por quedar cubierta la izquierda con la ciudad de Uzita y no haber lugar de extenderla por aquella parte. Por lo mismo, tenía dispuestos los númidas y una infinita multitud de tropas ligeras al lado derecho del ejército con casi una milla de distancia, más arrimados a la falda del collado, y por consiguiente, más distantes de sus tropas y de las nuestras. Hizo esto con el designio de que llegando a juntarse los dos ejércitos al principio de la refriega, tomando un largo rodeo su caballería, cercase de improviso al ejército de César y le desbaratase cargado de una multitud de flechas. Éste fue el orden de batalla de Escipión aquel día.

LX. El de César, empezando desde el ala izquierda hasta la derecha, estaba ordenado en esta forma. Puso en el ala izquierda las legiones nona y séptima; en la derecha las trigésima y vigésima nona; en el centro las decimotercia, decimocuarta, vigésima octava y vigésima sexta, y a la derecha formaban otra línea varias cohortes entresacadas estas legiones, sostenidas de otras nuevamente levantadas. En el ala izquierda tenía formada otra tercera línea dilatada hasta la legión que formaba en el centro, y puesta de tal arte, que el ala izquierda constase de tres líneas. Este orden había seguido, porque estaba resguardada el ala derecha con las fortificaciones y porque temía de la izquierda que pudiese resistir a la multitud de la caballería enemiga. Por lo mismo, colocó aquí toda la suya, y por no tener la mayor confianza de ella, la señaló la legión quinta de refuerzo y mezcló entre ella las tropas ligeras. A los flecheros distribuyó por varias partes y en ciertos puestos, y los más en las alas.

LXI. Así se mantuvieron los dos ejércitos, no mediando más distancia que la de trescientos pasos, sin llegar a embestirse, desde por la mañana hasta las cuatro de la tarde, cosa que tal vez no habría sucedido hasta entonces. Ya empezaba César a retirar sus tropas a los reales, cuando, de repente, se puso en movimiento toda la caballería no enfrenada de númidas y getulos, doblando sobre la derecha, para dejarse caer sobre los reales de César, que estaban en el cerro, manteniendo su puesto la caballería enfrenada del mando de Labieno y entreteniendo a las legiones. A este punto avanzó de improviso, temerariamente y sin orden alguna, una partida de caballo de César con un trozo de infantería ligera contra los getulos, y pasando el pantano, no pudieron resistir, por ser pocos, la multitud de los enemigos; y así desamparados de la infantería ligera se refugiaron con desorden y heridos al grueso del ejército, con pérdida de un soldado de a caballo, veintiséis de infantería y muchos caballos heridos. Con cuya feliz escaramuza de a caballo muy alegre Escipión, retiró de noche sus tropas a los reales. Mas no permite jamás la fortuna que este gozo sea muy durable a los guerreros. Porque enviando César al día siguiente una partida de a caballo a Lebeda para buscar trigo, dio de improviso sobre otra de caballos númidas y getulos que andaban robando, y mataron o hicieron prisioneros cerca de ciento. Entre tanto, sacaba César todos los días sus tropas al campo de batalla, y continuaba las obras del foso y trinchera por medio del llano, no perdiendo ocasión de cortar las correrías a los enemigos. También Escipión se atrincheraba por su parte, dando prisa para que César no le quitase la comunicación de las alturas. En esto se ocupaban ambos generales, y al mismo tiempo no dejaban de trabarse todos los días algunas escaramuzas entre las tropas a caballo.

LXII. Por otra parte, informado Varo de que las legiones séptima y octava habían llegado de Sicilia, sacó prontamente su armada de Útica, donde la había tenido todo el invierno, la pertrechó de remeros y marineros getulos, y haciéndose a la vela para cruzar en aquel paso, llegó con cincuenta y cinco naves a Mahometa. Ignorando César su venida, destacó a L. Cispio con veintisiete naves hacia Tapso, para escoltar sus convoyes, y con el mismo designio despachó a Q. Aquila a Mahometa con trece galeras. Cispio llegó prontamente a su destino. Aquila no pudo doblar el cabo por el temporal contrario, y logrando una ensenada al abrigo de la tempestad, se retiró algo más lejos, donde no podía ser visto de los enemigos. Estaba el resto de la escuadra delante de Debeda, sin tener quién la defendiese, desembarcados los remeros y paseando libremente la ribera, parte de los cuales se habían adelantado a la ciudad a buscar y comprar qué comer. Avisado de esto Varo por algunos desertores, y aprovechando tan bella ocasión, salió a las nueve de la noche del puerto de Mahometa, y llegando al amanecer a Lebeda con toda su escuadra, incendió todas las naves de carga que estaban ancladas a mayor distancia del puerto y apresó fácilmente dos galeras de a cinco órdenes de remos, sin gente que las defendiese.

LXIII. Avisado César de este accidente en sus reales, hallándose reconociendo las obras que estaban a seis millas del puerto, tomó de pronto un caballo, y dejándolo todo, llegó con prontitud a Lebeda. Aquí animó a todos a que al instante le siguiesen a las naves; él se metió en un pequeño barquichuelo y empezó a dar caza a la escuadra enemiga, tomando de paso a Aquila, atemorizado del crecido número de bajeles contrarios. Varo, que conoció la prontitud y resolución de César, viró con sus naves, y comenzó a retirarse a Mahometa. Pero alcanzóle César a distancia de cuatro millas, recobró una de las dos galeras de cinco órdenes de remos con su tripulación, y ciento treinta hombres de los enemigos que la guardaban y apresó también otra galera enemiga de tres órdenes de remos, que se detuvo en ademán de hacer frente, tripulada de remeros y soldados. El resto de la escuadra dobló el cabo y se entró en Mahometa. César no pudo doblarle con el mismo viento, y habiendo permanecido en anclas en la rada toda la noche, se presentó al amanecer delante de Mahometa, incendió todas las naves de transporte que estaban fuera del puerto y apresó u obligó a refugiarse dentro a las demás, y deteniéndose un poco, por si querían presentar combate, se volvió a los reales.

LXIV. Hízose prisionero en la galera de tres órdenes a P. Vestrio, caballero romano; a P. Ligario Afraniano, a quien César había puesto en libertad en España y después había seguido a Pompeyo, y escapado de la rota de Farsalia, había pasado al África a incorporarse con Varo. A éste, por su perfidia y perjurio, le mandó quitar la vida, y perdonó a P. Vestrio, así porque un hermano suyo había pagado en Roma la multa que a él se le impuso, como porque se justificó con César de que, apresado por la floja de Nasidio y salvado por Varo cuando estaba ya a punto de perecer, no había tenido ocasión de pasarse a su campo.

LXV. Hay en África la costumbre de tener en los campos y en casi todos los pueblos silos debajo de tierra para guardar el trigo, en especial por causa de la guerra y repentinas acometidas de los enemigos. Informado César de esto, destacó a medianoche dos legiones con toda la caballería a un paraje diez millas distante de los reales, de donde volvieron con una gran porción de trigo. Lo supo Labieno y se adelantó siete millas de su campo por las mismas alturas por donde había pasado César el día antes, y aquí apostó dos legiones; y esperando que César pasaría por allí muchas veces con el propio intento, se mantenía en celada, tomados los puestos convenientes con gran multitud de caballería e infantería ligera.

LXVI. Informado César por los desertores de la emboscada de Labieno, dejando pasar algunos días, hasta que los enemigos, cansados de hacer una misma cosa todos los días, llegasen a descuidarse, dio orden una mañana de que saliesen de repente ocho legiones veteranas y le siguiesen por la puerta decumana, y echando delante la caballería, dio sobre los emboscados en los valles, que eran tropas ligeras, cuando menos lo pensaban, y les mató cerca de quinientos hombres, huyendo el resto vergonzosamente. Acudió presto Labieno al socorro de sus fugitivos con toda la caballería; a cuyo excesivo número no pudiendo resistir los nuestros, por ser pocos, se presentó César con sus legiones formadas en batalla. Labieno se sorprendió y contuvo a su vista, y César retiró su caballería, sin perder un hombre. Al día siguiente mandó el rey Juba ahorcar a todos los númidas que, abandonando su puesto, se habían retirado a los reales.

LXVII. Hallándose César a este tiempo muy escaso de víveres, recogió todas sus tropas dentro de los reales, y dejando guarnición en Lebeda, Mahadia y Acila, y encomendada la escuadra a Cispio de Aquila, para que cruzasen el uno delante de Mahometa y el otro de Tapso, dio fuego a aquellos reales, se puso en marcha a las tres de la mañana, colocado todo el bagaje en el ala izquierda, y llegó a la ciudad de Bohadjar, que acometido muchas veces por los getulos había sido defendida valerosamente por sus moradores. Aquí acampó en el llano, y saliendo con parte de sus tropas a buscar bastimento por los pueblos vecinos, dio vuelta a los reales con buena provisión de cebada, aceite, vino, higos y algo de trigo, aunque poco, con que se refrescó el ejército. Luego que supo Escipión la partida de César, partió en su seguimiento con todas sus tropas por las alturas, vino a acampar a seis millas de su campo y dividió el ejército en tres diversos campamentos.

LXVIII. Distaba diez millas del campo de Escipión la ciudad de Zerbi, situada en un llano hacia donde se extendía una parte de su campo, pero más apartada de César, que estaba a dieciocho millas de ella. Aquí envió Escipión dos legiones a buscar vitualla. Tuvo César aviso de esto por un desertor, y así, pasando su campo a un cerro más seguro, y dejando guarnición en él, salió con su gente a las tres de la mañana, pasó delante del campo enemigo y se apoderó de la ciudad. Supo que las legiones de Escipión andaban más lejos en la campiña buscando víveres y disponiéndose a marchar en su alcance, advirtió que marchaba a su socorro el resto de las tropas de Escipión, con lo cual se detuvo. Y así, habiendo hecho prisionero a C. Murcio Regino, caballero romano, grande amigo de Escipión, que tenía el mando de la plaza, y a P. Atrio también caballero romano de la audiencia de Útica, y llevándose veintidós camellos del rey Juba, dejó en la plaza con guarnición a Opio, su lugarteniente, y tomó la vuelta de sus reales.

LXIX. Llegando ya cerca del campo de Escipión, por delante del cual había de pasar precisamente, Labieno y Afranio, que estaban emboscados con toda la caballería y tropas ligeras, se presentaron de repente sobre la retaguardia por los collados inmediatos. Viéndose César acometido, opuso su caballería, y mandó a las legiones que, retirando a cierto lugar el equipaje, cargasen con presteza a los enemigos. Apenas empezaron a ejectarlo, cuando la caballería enemiga y tropas ligeras fueron desbaratadas al primer ímpetu de las legiones y desalojadas de los cerros con mucha facilidad. Y juzgando César que atemorizados y desbaratados cesarían de provocarle, prosiguió su marcha; pero volvieron otra vez a salir con gran ligereza por los cerros inmediatos, acometiendo del mismo modo a las legiones los númidas y la infantería ligera, dotada de increíble velocidad, que peleaba entre los caballos y estaba acostumbrada a avanzar y retirarse juntamente con ellos. Y como esto lo hiciesen muchas veces, persiguiendo siempre a los cesarianos, huyendo si se les hacía frente, no acercándose a pelear y contentándose con cargar de flechas a las legiones, conoció César que no era otro su designio sino obligarle a acampar en aquel paraje, donde no había agua para su ejército, que estaba sin tomar alimento desde las tres de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y sus caballos pereciesen de sed.

LXX. Viéndose ya cerca de ponerse el Sol y que no había adelantado cien pasos en cuatro horas, hizo retirar a la retaguardia la caballería, que había perdido muchos caballos, y dio orden a las legiones de que acudiesen, ya unas, ya otras, al mismo puesto. Así sostenía con más facilidad la furia del enemigo, marchando, aunque lentamente, con más sosiego. Al mismo tiempo asomaban corriendo los númidas por las alturas a derecha e izquierda, ya pretendiendo cercar con su multitud las tropas de César, ya persiguiendo la retaguardia. Mas sólo con volver la cara tres o cuatro veteranos de César y disparar los dardos con esfuerzo, volvían a un tiempo las espaldas más de dos mil númidas; y otra vez revolviendo los caballos, se rehacían, alcanzaban a nuestro ejército y daban nuevas descargas sobre las legiones. De esta manera detenido César en la jornada más de lo regular, unas veces marchando y otras resistiendo, entró sus tropas en los reales una hora después de entrada la noche, sin perder un hombre y con sólo diez heridos. Labieno se retiró a los suyos con pérdida de casi trescientos hombres, muchísimos heridos, y todos muy fatigados. También Escipión retiró sus legiones, que había formado al frente del campo con los elefantes a vista de César para infundir terror.

LXXI. César amaestraba sus tropas contra un enemigo de esta especie, no como un general a un ejército veterano y vencedor en tantas acciones famosas, sino como un maestro de esgrima que instruyese a unos gladiadores. Así, los enseñaba cómo se habían de libertar del enemigo, como y en qué espacio le habían de hacer frente, unas veces avanzando, otras cediendo, otras amenazando atacarle, y casi hasta cómo y cuándo habían de lanzar sus dardos. Porque las tropas ligeras del enemigo tenían puesto en gran cuidado y solicitud a nuestro ejército, recelando la caballería chocar con ella, porque la mataban los caballos con sus flechas y cansaban a las legiones con su ligereza; pues luego que nuestra infantería, pesada con las armas, viéndose atacada, quería hacerles frente, evitaban ellos el peligro con una veloz carrera.

LXXII. Esto inquietaba mucho a César, porque en cualquier encuentro en que su caballería no estaba sostenida de las legiones, no podía resistir a la caballería e infantería ligera de los enemigos. Dábale también no poco cuidado el que aun no conocía las legiones enemigas, y cómo podría sostenerse contra su caballería y tropa ligera, que era excelente, si se la juntasen las legiones. A esto se añadía también que la corpulencia y multitud de los elefantes aterraba a nuestros soldados; para lo cual halló con todo un remedio, que fue mandar conducir elefantes de la Italia, para que sus tropas se acostumbrasen a la vista y fortaleza de estas bestias, conociesen en qué parte de su cuerpo podían ser heridas fácilmente y cuál quedaba descubierta, estando el elefante armado y lorigado, para que le apuntasen a ella. Quería además, que se hiciesen los caballos a no temerlos, acostumbrándose a su hedor, estrépito y figura. De lo cual había sacado mucha ventaja, porque ya los soldados manoseaban a los elefantes, conocían su pesadez, los de a caballo les tiraban dardos con botones en las puntas, y la paciencia de ellos había acostumbrado a los caballos de suerte que no los extrañaban.

LXXIII. Por todas las razones dichas estaba César con más cuidado y se hacía más lento y considerado, cediendo de su antigua costumbre y actividad en los asuntos de la guerra. Ni es maravilla; porque tenía unas tropas hechas a pelear en Francia, en parajes llanos y abiertos, contra los franceses, gente sencilla, no impuesta en los ardides de la guerra y acostumbrada a pelear con el valor, no con estratagemas. Pero ahora había de enseñar a los soldados a conocer los engaños y artificio de los enemigos, lo que se debía hacer y lo que se había de evitar. Y para que con más prontitud entendiesen estas artes, procuraba no parar con las legiones en un paraje, sino llevarlas con frecuencia de unas partes a otras, con el pretexto de buscar víveres, en especial creyendo que los contrarios no se alejarían mucho de sus pisadas. Así que, después de tres días, formó sus tropas con más cuidado, según las tenía preparadas, y pasando por delante del campo de los enemigos, los esperó en paraje a propósito en orden de batalla; mas visto que la rehusaban, volvió al anochecer con sus legiones a los reales.

LXXIV. A este tiempo vinieron mensajeros de la ciudad de Vaca, inmediata a Zerbi, de la que dijimos que César se había apoderado, pidiendo y suplicando les enviara una guarnición y que suministrarían algunas cosas útiles para la guerra. A la misma sazón, por permisión de los dioses y voluntad con que miraban los intereses de César, llegó un desertor a advertir a los diputados que el rey Juba había venido sobre la ciudad con sus tropas antes que llegase la guarnición de César, y que cercándola con mucha gente, la había tomado, y pasando a cuchillo a todos sus moradores, la había entregado al saco de sus soldados.

LXXV. Habiendo pasado César revista a su ejército a los 21 de marzo, salió al día siguiente por la mañana con todas sus tropas e hizo alto a cinco millas de distancia de su campo y cerca de dos del de Escipión; y después de haber estado invitando y esperando a los enemigos al combate, visto que no tenía traza de aceptarle, retiró sus tropas. Al día siguiente levantó el campo y dirigió su marcha a la ciudad de Sarsura, donde tenía Escipión presidio de númidas, y almacenes de víveres. Luego que lo supo Labieno, empezó a picar la retaguardia con la caballería e infantería ligera; y habiendo tomado algunos carros de mercaderes y vivanderos, en que llevaban sus cargas y creciéndole con esto el ánimo, se acercó más y con más atrevimiento a las legiones, pensando que no podrían pelear los soldados embarazados con el peso y el equipaje. Mas no se le había ocultado a César este accidente, y así había dado orden de que marchasen a la ligera trescientos soldados de cada legión, a los cuales mandó salir contra la caballería de Labieno y a sostener la suya. Entonces, atemorizado Labieno a vista de las insignias, se puso en huida, volviendo las bridas vergonzosamente con muerte de muchos y muchos más heridos. Nuestros legionarios volvieron a incorporarse a sus banderas y prosiguieron la marcha comenzada. Labieno no dejó de seguir a los nuestros por la cumbre más alta del collado sobre la derecha.

LXXVI. Llegado César a Sarsura, pasó por la espada la guarnición de Escipión a vista de los suyos, que no se atrevieron a socorrerla, aunque se defendió con valor P. Cornelio, voluntario en el servicio de Escipión, que la tenía a su cargo, cercado el cual de mucha gente, y al fin muerto, se apoderó César de la ciudad. Repartió entre los soldados el trigo que se halló y al día siguiente llegó a Cairoán, donde por entonces se había entrado Considio con buena guarnición y una cohorte suya de gladiadores. Reconoció César la situación de la plaza, y apartado del intento de combatirla por falta de víveres, partió luego de aquí y acampó a cuatro millas de distancia, en sitio a propósito por la inmediación del agua. De allí a cuatro días volvió a levantar el campo y se restituyó al que tenía cerca de Bohadjar. Escipión hizo lo mismo, volviendo sus tropas a su antiguo real.

LXXVII. Por este mismo tiempo los de Taheñas, ciudad marítima situada al extremo del reino de Juba, que estaba bajo su jurisdicción y señorío, pasaron a cuchillo la guarnición del rey y enviaron diputados a dar parte a César, pidiéndole y suplicándole que les protegiese a ellos y sus haciendas, en consideración de este servicio hecho al Pueblo Romano. César aprobando su acción, destacó de guarnición a Taheñas al tribuno M. Crispo con una cohorte, algunos flecheros y muchas máquinas de defensa. Al mismo tiempo le llegaron en un convoy hasta cuatro mil legionarios, cuatrocientos caballos, con mil honderos y flecheros, soldados de todas las legiones, que impedidos o por enfermedad, o por haber obtenido licencias, no habían podido pasar antes al África con sus respectivos cuerpos. Con estas tropas y todas sus legiones salió de su campo e hizo alto en un llano formado en batalla a distancia de ocho millas de su real y cuatro del de Escipión.

LXXVIII. Estaba por bajo del campo de Escipión la ciudad de Tegea, donde tenía de ordinario una guarnición de caballería de cerca de cuatrocientos hombres, a los cuales, habiendo sacado del campo todas las legiones y adelantándose de sus líneas cosa de mil pasos, los colocó a la derecha e izquierda de esta plaza, y se formó en batalla al pie de una colina. Viendo César que Escipión se detenía mucho tiempo en el mismo puesto y el día se pasaba en balde, mandó salir algunos escuadrones de caballería contra la enemiga, que estaba apostada junto a la plaza y destacó también para sostenerlos la infantería ligera con los honderos y flecheros. Empezando a ejecutar esta orden, como los nuestros apretando los caballos, acometiesen a los enemigos, fue Pacidio extendiendo a lo largo su caballería, para buscar proporción de cercar la de César, y, entre tanto, se continuaba peleando con valor y determinación. Viendo esto César, mandó que avanzasen a reforzar la caballería trescientos soldados de la legión más inmediata, de aquellos que tenía siempre en ellas prontos y desembarazados. Entre tanto, destacaba Labieno nuevos refuerzos de caballería de los suyos, haciendo que reemplazasen otros de refresco a los heridos y cansados. Mas visto que cuatrocientos caballos nuestros no podían sostenerse contra cuatro mil de los enemigos, y que se veían apretados de la tropa ligera de los númidas y se iban poco a poco retirando, destacó César otra ala a su socorro, con lo que, animados los primeros, y acometiendo todos a un tiempo a los enemigos, los pusieron en fuga, matando muchos e hiriendo a muchos más. Siguiéronles el alcance por tres millas, hasta los collados que tocaban con sus reales, y se volvieron a incorporar con el ejército. César, habiéndose mantenido en el campo hasta las cuatro de la tarde, se retiró formado como estaba a sus reales, sin perder un hombre. De esta acción salió Pacidio gravemente herido de un flechazo en la cabeza, y otros muchos capitanes y hombres de valor quedaron muertos o heridos.

LXXIX. Viendo César que por ningún término podía obligar a los enemigos a exponerse a campo raso y experimentar las fuerzas de las legiones y considerando que no podía acampar más cerca de sus reales por falta de agua, conoció que en esta falta, y no en su valor, ponían su confianza. Por lo cual, partiendo de su campo a los 4 de abril a cosa de las tres de la mañana, y habiendo caminado de noche dieciséis millas, puso sus reales sobre Tapso, donde estaba Virgilio con una buena guarnición. Al mismo día empezó a formar líneas de circunvalación, a ocupar con presidios muchos puestos convenientes, para estorbar que los enemigos penetrasen hacia sus líneas y tomar otros puestos más inmediatos a la plaza. Escipión, conociendo la intención de César, y viéndose en precisión de dar la batalla, por no perder con gran mengua a Virgilio y a los tapsitanos, que tan fieles se habían manifestado a su facción, sentó su real a ocho millas de Tapso en dos campamentos.

LXXX. Había un estanque de salitre, entre el cual y el mar sólo mediaba un paso estrecho de mil quinientos pasos, por donde pensaba Escipión entrar y socorrer a Tapso. Mas no se le había pasado esto a César. Y así, habiendo levantado el día antes un fuerte en este paraje, puso en él triple guarnición, y continuó sus obras contra la plaza con todo el resto del ejército formado en media luna. Excluido Escipión de su intento, y gastado el día siguiente y la noche sobre el estanque, vino a acampar al amanecer hacia la marina, a distancia de mil y quinientos pasos de nuestra línea y del fuerte que queda dicho y allí empezó a atrincherarse. Avisado de esto César, sacó sus tropas de la obra, y dejando en el campo al procónsul Asprenas con dos legiones de guarnición, partió a la ligera con un campo volante adonde estaba el enemigo. Parte de la escuadra dejó sobre Tapso, y parte dio orden que se apostase a la espalda de Escipión, lo más cerca que pudiese de la costa, y que observasen su señal, dada la cual, causaran con súbita gritería un terror no esperado, con que, perturbados y atemorizados los enemigos, se viesen obligados a volver la cara al peligro que tenían a las espaldas.

LXXXI. Luego que César llegó a este sitio y observó que Escipión tenía formado el ejército al frente de las trincheras, puestos los elefantes en las alas, y entre tanto parte de los soldados atentos con vigilancia a la fortificación de los reales, formó sus tropas en tres líneas, poniendo en el cuerno derecho las legiones décima y segunda, y la octava y nona en el izquierdo, cinco en el centro, cinco cohortes delante de las alas contra los elefantes, los flecheros y honderos mezclados en las mismas alas, y las tropas ligeras entre la caballería. Después dio la vuelta a pie por todas las filas, excitando el valor de los veteranos, hablándoles amorosamente y poniéndoles delante su esfuerzo y las victorias anteriores. Y a los bisoños, que nunca les habían visto en batalla, los exhortaba a que emulasen el valor de los veteranos y se animasen a gozar, alcanzada la victoria, de la misma fama, nombre y reputación.

LXXXII. Mientras recorría de este modo el ejército, advirtió que andaban aturdidos los enemigos en las trincheras, y como amedrentados corriendo de una parte a otra, ya se recogían de las puertas adentro, ya salían fuera sin orden, moderación ni consejo. Y como otros muchos observasen lo mismo, acudieron en un instante muchos lugartenientes y voluntarios a pedir a César que no dudase en dar la señal, pues le anunciaban los dioses inmortales una victoria cierta. Estando César dudoso, y resistiendo a sus instancias diciendo en voz alta que no le parecía bien dar una batalla a modo de asalto, empezó de improviso a tocar el cuerno un trompeta del ala derecha, sin orden de César, hostigado de los soldados. Con ello todas las cohortes empezaron a avanzar hacia el enemigo a pesar de la resistencia que hacían los centuriones, poniéndoles delante, para que no cerrasen sin orden del general, pues nada adelantaban.

LXXXIII. Viendo César que no había medio de contener el ardor de los soldados, dando por seña la felicidad, montó a caballo y empezó a avanzar hacia los enemigos al frente de las legiones. Cerraron por el ala derecha los honderos y flecheros con los elefantes, cargándoles de una multitud de dardos. Con que atemorizadas las bestias con el zumbido de las hondas y piedras, revolvieron hacia los suyos, que marchaban detrás, y cogiéndolos apiñados, los pisotearon y se fueron a entrar por las puertas de las trincheras, que aún no estaban acabadas. La caballería de los moros, que estaba en el mismo cuerno con los elefantes, desamparada de esta defensa, dio principio a la fuga. Así que, desbaratados prontamente los elefantes, se apoderaron las legiones de las trincheras enemigas; y muertos algunos que se resistieron con valor, todos los demás dieron a huir precipitadamente a los reales de donde habían salido el día antes.

LXXXIV. Creo que no se debe pasar en silencio la valerosa acción de un veterano de la legión quinta. Herido un elefante del ala izquierda y enfurecido con el dolor, cerró con un mochilero desarmado, y cogiéndole entre sus pies, le puso la rodilla encima, y con la trompa derecha en alto, haciendo grandísimo estruendo y cargando fuertemente sobre él, le oprimía y reventaba. Entonces el soldado, no pudiendo sufrirlo ni contenerse, se presentó armado al elefante. Éste luego que vio venir sobre sí al soldado con el dardo en la mano, dejó al que tenía debajo, y arremetiendo al otro, le abrazó con la trompa y le levantó en alto armado como estaba. El soldado, en tal peligro, sin perder nada de su valor, dio tantas cuchilladas con cuanta fuerza podía en la trompa que le rodeaba, que vencido del dolor el animal, le despidió de sí, y se huyó corriendo y dando grandes bramidos hacia los demás elefantes.

LXXXV. Entre tanto, hizo una salida la guarnición de la plaza por la puerta marítima, bien por dar socorro a los suyos, o bien por buscar su salvación en la fuga, desamparando la ciudad. Arrojáronse al mar, y aun teniendo el agua hasta la cintura, procuraban ganar la tierra, pero estorbados por los esclavos y mozos del ejército, que estaban en los reales, con piedras y dardos, se hubieron de volver a la ciudad. A este tiempo, desbaratadas ya las tropas de Escipión, que huían desparramadas por toda la campaña, partieron en su alcance las legiones de César, sin dejarlas espacio para rehacerse. Habiendo llegado fugitivos a los reales, adonde se enderezaron para volver a atrincherarse y a ponerse en defensa, buscaban algún caudillo a quien volver los ojos y que con su autoridad y representación los gobernase. Mas viendo que ninguno había que les sirviese de defensa, arrojando las armas, dieron a huir hacia los cuarteles del rey. Llegando aquí, y viéndolos ocupados por sus contrarios, desesperados ya de salvarse, ocuparon una altura, y abatiendo las armas, hicieron la salutación acostumbrada en la guerra. Mas les sirvió de poco esta sumisión. Porque encendidos los veteranos en furia y resentimiento, no sólo no podían ser reducidos a perdonar al enemigo, sino que hirieron y mataron a muchos ciudadanos personas de cuenta de su propio ejército, acusándoles de que favorecían el partido contrarío. Uno de ellos fue Julio Rufo, que había sido cuestor, traspasado de un dardo que le disparó un soldado con resolución. Y hubiera perecido del mismo modo Pompeyo Rufo, herido ya en un brazo de una cuchillada, si no se hubiera refugiado a César. A vista de esta resolución, atemorizados muchos caballeros romanos y senadores, se retiraron del campo, por no correr la misma suerte a manos de los soldados, que después de tan señalada victoria, se habían tomado la libertad de atreverse a todo sin límites, como adquirida una impunidad absoluta por sus famosos hechos. Y así todos aquellos soldados de Escipión, aunque imploraban la protección de César, y aunque él mismo pedía a sus soldados que les perdonasen, fueron muertos a sus propios ojos, sin quedar ninguno.

LXXXVI. Apoderado César de los tres campamentos contrarios, muertos diez mil de ellos y puestos los demás en fuga, se retiró a su campo con pérdida de cincuenta hombres y pocos heridos. Inmediatamente se puso delante de Tapso, haciendo llevar al frente contra la plaza sesenta y cuatro elefantes armados de todos sus pertrechos y cargados de torres, tomados de los enemigos, con el designio de ver si podía apartar de su obstinación a Virgilio y a los que le acompañaban, con aquella prueba de la derrota de los suyos. Después llamó él mismo a Virgilio y le invitó a la rendición, trayéndole a la memoria su benignidad y clemencia; mas visto que no le daba respuesta, se retiró de delante. Al día siguiente, después de haber hecho sacrificios a los dioses, juntó todo su ejército a la vista de los vecinos de Tapso, y en su presencia alabó a los soldados, repartió un donativo entre todos los veteranos, distribuyó premios en particular desde su tribunal a los más esforzados y beneméritos. Luego dejó al procónsul C. Rebilo con tres legiones sobre Tapso, encargó a Cn. Domicio con otras dos el cerco de Cairoán, donde mandaba Considio, y se puso en marcha para Útica, habiendo enviado delante a M. Mésala con la caballería.

LXXXVII. La caballería de Escipión que se salvó huyendo de la refriega, habiendo tomado el mismo camino de Útica, llegó a la ciudad de Parada, adonde no queriendo recibirla los moradores, porque la fama les había llevado la noticia de la victoria de César, la entró por fuerza. Amontonando luego cantidad de leña en la plaza, echaron en el montón cuantos efectos hallaron de los habitantes, le pusieron fuego, arrojaron a la hoguera a todos los moradores vivos, y atados de pies y manos, sin distinción alguna de sexos ni edades, y acabaron con ellos con este tan horroroso suplicio. Hecho esto marcharon a Útica. Ya había días que M. Catón, teniendo a los uticenses por poco afectos a su partido, por los privilegios concedidos por la ley Julia, había echado de la ciudad a la plebe desarmada, obligándola a vivir fuera de la puerta bélica en un campamento cercado por una línea y foso de poca resistencia y rodeada de guardias, y al Senado le tenía bien custodiado en la ciudad. Luego que llegó la caballería, empezó a atacar este campo, sabiendo que favorecían la facción de César, para vengar con la muerte de éstos la venganza de su derrota, pero animados los uticenses con la victoria de César, los rechazaron a palos y a pedradas. Así, visto que no podían forzar el campamento, se metieron en la ciudad, donde dieron muerte a muchos de los moradores y les robaron y saquearon las casas. A los cuales no pudiendo reducir Catón por medio alguno a que defendiesen la ciudad y se abstuviesen de las muertes y robos, conociendo lo que querían, para sosegar su importunidad, repartió cien sestercios a cada uno. Lo mismo hizo Fausto Sila de su propio caudal, y partió con ellos de Útica hacia el reino de Juba.

LXXXVIII. Entre tanto, iban llegando otros fugitivos a Útica, a quienes convocó Catón, junto con aquellos trescientos que habían suministrado dinero a Escipión para la guerra, y les exhortó a que dando libertad a los esclavos defendiesen la ciudad. Mas viendo que algunos asentían a esto, pero que otros, traspasados de miedo, estaban resueltos a la fuga, no les habló más palabra sobre el particular, antes les dio embarcaciones para que cada uno tomase el rumbo que quisiese. Él, después de haber dado orden con gran diligencia en todas sus cosas, y encargado sus hijos a L. César, a quien tenía por cuestor, habiéndose retirado a dormir sin dar sospecha alguna, con el mismo semblante y serenidad en sus discursos que solía, entró secretamente la espada en su cuarto, y se pasó con ella. Al caer en tierra, sin haber muerto aún, entraron forzando la puerta el médico y alguno de sus domésticos con alguna sospecha que tuvieron de su designio, y trataron de tomarle la sangre y vendar la herida. Pero él con sus propias manos arrancó las vendas y se dejó morir con ánimo sereno. Los uticenses, aunque no le amaban por el partido que seguía, con todo, por su singular integridad, por haberse portado muy de otra manera que los otros capitanes, porque había fortalecido la ciudad con excelentes obras y aumentado sus torres, le dieron la honra de la sepultura. Muerto Catón, L. César, por sacar algún partido para sí, convocó al pueblo, le habló exhortándole a abrir las puertas y diciendo que él confiaba mucho en la clemencia de César. Así, abiertas las puertas, partió de Útica a encontrar a César. A ese tiempo llegó Mésala, y conforme a la orden que llevaba, puso guardias a todas las puertas.

LXXXIX. Partió César de Tapso y vino a Uszita, donde había hecho Escipión un grande acopio de víveres y municiones, que guardaba un corto presidio. Tomóla sobre la marcha y pasó a Mahometa, donde, entrando sin detención alguna y haciéndose dar un estado de las armas, víveres y dinero, concedió la vida a Q. Ligado y a C Considio el hijo, que se hallaban allí. Salió el mismo día de Mahometa, dejando aquí a Livineyo Regulo con una legión, y se puso en marcha para Útica. Salióle al camino L. César, y arrojándose a sus pies, le pidió la vida por única merced. César, conforme a su costumbre, fácilmente le otorgó la súplica y continuando en la misma, otorgó lo mismo a Cecina, a C. Ateyo, a P. Atrio, a L. Cela padre e hijo, a M. Epio, a M. Aquinio, al hijo de Catón, y a los de Damasipo. Con esto llegó ya con luces a Útica y se quedó aquella noche fuera de la ciudad.

XC. Al día siguiente por la mañana entró dentro, convocó al pueblo a una junta, los animó, les dio las gracias por el afecto que le habían mostrado; pero a los mercaderes ciudadanos romanos y a los trescientos que habían contribuido con los caudales a Varo y Escipión, después de haberles reprendido severamente y exagerado por extenso su delito, concluyó diciendo que se presentasen sin miedo, que les concedía las vidas, pero que les vendería los bienes, con condición, que si alguno quisiese volver a comprar su parte, podría hacerlo en almoneda, pagando como multa la cantidad en que fuese tasada, para quedar libres. Estos hombres, pasmados de miedo y desesperados ya de la vida, por lo mal que habían hecho, viendo que sin pensarlo se les ofrecía ésta, aceptaron el partido con grandísimo contento y le suplicaron que impusiese una suma en común a todos. César vino en ello, y les condenó a pagar al Pueblo Romano doscientos mil sestercios en tres años y en seis plazos. Ninguno lo rehusó, antes llenos de gozo le rindieron muchas gracias, diciendo a voces que este día creían haber nacido.

XCI. El rey Juba, que se salvó huyendo de la batalla con Petreyo, escondiéndose de día en los pueblos cortos y caminando de noche, llegó al cabo a su reino y a ciudad de Zama, donde tenía su palacio, sus mujeres y bus hijos, adonde había conducido sus tesoros y las cosas más preciosas de su reino y la que al principio de la guerra había fortificado con grandes obras. Los moradores, que ya tenían la deseada noticia de la victoria de César, le negaron la entrada. Porque cuando emprendió la guerra contra el Pueblo Romano, había mandado conducir a Zama gran porción de leña y hacer una elevada pira en medio de la plaza, con el ánimo, si quedase vencido, de juntar en aquel montón todos sus efectos, y después de muertos los habitantes y amontonados en la pira, ponerla fuego, darse él mismo muerte sobre la hoguera, y ser víctima de su actividad, juntamente con sus hijos, con sus mujeres, sus vasallos y todos sus tesoros. Después de haber gastado mucho tiempo a las puertas de la ciudad, tratando con los vecinos, primero por amenazas con autoridad de rey, y luego, visto que nada lograba con este medio, por ruegos, suplicándoles le admitiesen a sus Dioses Penates, cuando los vio tan constantes en su resolución, y que ni por ruegos ni por amenazas los reducía a que le dejasen entrar, les pidió por último que le entregasen sus hijos y sus mujeres, para llevarlos en su compañía. Al fin, viendo que no le daban respuesta, sin haber logrado nada, se retiró de Zama a una casa de campo con Petreyo y algunos caballeros.

XCII. Los de Zama despacharon sus diputados a avisar estas cosas a César, que se hallaba en Útica, suplicándole les enviase socorro, antes que el rey juntase gente y fuese a atacarles; aunque ellos quedaban resueltos a conservarle la ciudad y sus personas, mientras que les durase la vida. César alabó a los mensajeros y les dijo que se adelantasen a dar parte en la ciudad de cómo él iba en persona. Salió al día siguiente de Útica y dirigió su marcha al reino de Juba con la caballería. En el camino vinieron a ofrecérsele muchos oficiales de las tropas del rey, suplicándole les perdonase, a los que concedió el perdón, y llegaron todos en compañía a Zama. Había ya corrido la voz de su benignidad y clemencia, y así vinieron a ofrecérsele casi todos los caballeros del reino, a quienes aseguró del miedo y de cualquier peligro.

XCIII. Mientras pasaba esto aquí, Considio, que estaba en Cairoán con su familia y una tropa de gladiadores y getulos, informado de la derrota de los suyos, amedrentado con la venida de Domicio y sus legiones, y desconfiando ya de su seguridad en esta plaza, la abandonó, y huyendo secretamente con algunos bárbaros cargado de dinero, se puso en camino para el reino de Juba. Pero codiciosos de sus riquezas los mismos getulos que le acompañaban, le dieron muerte y se dividieron por diversas partes. Al mismo tiempo Virgilio, viéndose cercado por mar y tierra, sin poder adelantar nada, que los suyos eran muertos o desbaratados, que M. Catón se había dado muerte en Útica por sus propias manos, que el rey, fugitivo y abandonado de sus vasallos, era despreciado de todos, que Sabura y sus tropas habían sido deshechas por Sicio, que César había sido recibido en Útica sin ninguna oposición, que de tan numeroso ejército no quedaban algunas reliquias que pudiesen favorecerle a él y a sus hijos, habiendo tomado su palabra al procónsul Caninio, que le tenía cercado, se le entregó, y la ciudad con todos sus efectos.

XCIV. Excluido el rey Juba de todas las ciudades, y perdida ya la esperanza de salvarse, intentando con Petreyo dar a entender a los demás que ambos habían muerto generosamente, riñeron entre sí. Juba, que era más robusto que Petreyo, fácilmente le dio muerte. Después intentó él mismo pasarse el pecho con la espada, mas no pudiendo conseguirlo, pidió con muchas instancias a un esclavo que le matase, y él se lo concedió.

XCV. A este tiempo P. Sicio, habiendo desbaratado y muerto a Sabura, general del rey, marchaba con poca gente por la Mauritania a incorporarse con César, cuando encontró casualmente a Fausto y Afranio con aquella tropa con que habían saqueado a Útica, que caminaban a España, siendo entre todos mil y quinientos. Y así dispuso con prontitud, de noche, una emboscada, y dando sobre ellos al amanecer, a excepción de algunos caballos que huyeron de los primeros, a los demás dio muerte o hizo prisioneros, y vinieron a sus manos Afranio y Fausto con su mujer y sus hijos. Algunos días después, habiéndose suscitado cierta discordia en el ejército, murieron Fausto y Afranio. A Pompeya, mujer de Fausto, y a sus hijos, concedió César la libertad con todos sus haberes.

XCVI. Escipión se había embarcado en unas galeras con Damasipo, Torcuato y Pletorio Rustiano con designio de pasar a España; pero después de haber sido largo tiempo el juguete de las olas, fueron arrojados a Bona en el reino de Juba, donde a la sazón estaba la escuadra de P. Sicio, cuyas naves, siendo de mayor porte y en mayor número, cercaron y echaron a pique aquellas pocas, y allí pereció Escipión con esos que acabo de nombrar.

XCVII. César, después de haber hecho pública almoneda en Zama de los bienes del rey y de aquellos ciudadanos romanos que habían tomado las armas contra la República, y habiendo repartido premios entre los vecinos que tomaron la resolución de cerrar al rey las puertas, suprimidas las rentas reales, reducido el reino a provincia, y dejando por gobernador de ella al procónsul Crispo Salustio, salió de Zama y tomó la vuelta de Útica. Aquí hizo también almoneda de los bienes de aquellos que habían tenido mando en los ejércitos de Juba y Petreyo. Multó a los tapsitanos en veinte mil sestercios, y a su territorio en treinta mil. Igual suma impuso a los de Mahometa, y a su territorio la de cincuenta mil, con que defendió a las ciudades y a sus moradores de todo género de robos y extorsiones. A los de Lebeda, a quienes había abrasado Juba sus términos en los años pasados, y a quienes habiéndose quejado por sus mensajeros al Senado, se les habían recompensado los daños por medio de jueces árbitros que nombró el Senado, los multó en trescientas mil libras de aceite en cada un año. Porque suscitada una discordia entre los principales de la ciudad al principio de la guerra, habían hecho alianza con Juba y le habían ayudado con armas, con gente y con caudales. A los de Cairoán, por ser ciudad de poco nombre, los multó en cierta cantidad de trigo.

XCVIII. Arregladas así las cosas, se embarcó César en Úrica a 13 de junio, y a los tres días arribó a Cagliari en Cerdeña. Aquí multó a los suilcitanos en cien mil sestercios, porque habían recibido en su puerto a Nasidio y a su flota, y ayudándole con tropas. Asimismo mandó que pagasen por diezmo de ocho uno, en lugar de diez, y vendió en almoneda los bienes de algunos particulares. Partió de aquí a 29 de junio, y costeando desde Cagliari, llegó en veintiocho días a Roma, habiéndole detenido los temporales en los puertos.


Publicado el 27 de octubre de 2017 por Edu Robsy.
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