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El diácono prorrumpió en una sonora carcajada. Samóilenko frunció el ceño y puso cara de pocos amigos, tratando de conservar la seriedad, pero al final no pudo contenerse y estalló en una risotada
—¡Todo es mentira! —dijo, secándose las lágrimas—. ¡Dios mío, qué sarta de mentiras!
El diácono era un hombre muy risueño; bastaba cualquier bobada para que se desternillara y se partiera de risa. Se diría que el único placer que hallaba en la compañía de sus semejantes era que todos tenían un aspecto ridículo y a todos podía poner un apodo jocoso. A Samóilenko lo llamaba «La Tarántula»; a su ayudante, «El Pato», y se mostró entusiasmado un día en que von Koren tildó a Laievski y Nadezhda Fiódorovna de macacos. Examinaba con minucia los rostros, escuchaba sin pestañear y se veía cómo sus ojos se iban iluminando y sus rasgos se tensaban, en espera del momento en que pudiera dar rienda suelta a la risa.
—Es un tipo depravado y pervertido —prosiguió el zoólogo, mientras el diácono, que aguardaba otra expresión divertida, lo miraba fijamente a la cara—. No es fácil encontrar una nulidad semejante. Físicamente es un hombre débil, endeble, avejentado; e intelectualmente no se distingue en nada de la gorda mujer de un mercader, que se pasa la vida zampando, bebiendo, durmiendo en un colchón de plumas y teniendo relaciones con su cochero.
129 págs. / 3 horas, 46 minutos.
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Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
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